BLASCO IBÁÑEZ, TENERIFE, MAYO DE 1909:

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EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014
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TACORONTE celebra estos días
la Fiesta del Cristo, que, tal y como
atestiguan las crónicas, quedó
establecida en el año 1662. 4/5
del domingo
revista semanal de EL DÍA
BLASCO IBÁÑEZ,
TENERIFE, MAYO DE 1909:
COORDENADAS DE UNA ESTANCIA IMBORRABLE PARA LA ISLA
Texto: Daniel García Pulido
(Fondo de Canarias - Biblioteca General y de Humanidades
Universidad de La Laguna, [email protected])
A Marta Ouviña Navarro,
bibliotecaria y amiga,
uno de los pilares
de la calidad profesional y humana
de nuestra querida Biblioteca
Universitaria.
L
a isla de Tenerife atesora
en el haber de su devenir
literario un bagaje significativo y a todas luces reseñable en cuanto a autores,
novelas y escritos de prestigio universal vinculados a ella. Esta raigambre, inusual y con visos de imposibilidad en un enclave de la categoría
geográfica y referencial de este territorio insular –nunca comparable a la
indiscutible preponderancia cultural
de las capitales o grandes ciudades
europeas– puede certificarse en torno
a tres vertientes singulares: por un
lado, la aparición, siquiera fugaz, del
nombre de Tenerife en joyas de la literatura como, entre otras, “Moby
Dick”, “Los viajes de Gulliver”,
“Veinte mil leguas de viaje submarino” o “El paraíso perdido”; por otro
lado, está la certificada vinculación
histórica y literaria a esta isla de escritores/as como Agatha Christie, Miguel
Delibes, las hermanas Brönte, Daniel
Defoe, Samuel Johnson o Julio Verne;
y por último, y no menos importante,
la visita, en ocasiones puntual, de personalidades de primer orden en el
ámbito de las letras como Arthur Conan Doyle, Ernest Hemingway, Dulce
María Loynaz, Paul Bowles, Ramiro
de Maeztu y Vargas Llosa, entre
muchos otros.
Esta singularidad de circunstancias
es obvio que Tenerife se las adeuda,
en gran parte, a haberse configurado
en un destino privilegiado y mimado
por las circunstancias geográficas y
geoestratégicas en el Atlántico, pautas que le colocaron en el paso obligado hasta mediados del siglo XX para
las rutas marítimas que conectaban
el mundo entero, con líneas navieras
que hacían escala rumbo a América,
Asia, Oceanía, Europa y África. A esos
condicionantes deben sumarse los componentes asociados a su importancia
en base a los prodigios de la Naturaleza (el Teide, el Valle de La Orotava,
los macizos de Anaga o Teno…) que
convirtieron a Tenerife en meta y objetivo de no pocas estadías, al ser indudablemente un espacio único por
sus características medioambientales.
No obstante, no debe obviarse ante
todo este cúmulo de peculiaridades
que esta isla ha logrado también
mantener el pulso de la atención nacional e internacional por la inmensa amabilidad y hospitalidad, por generaciones
de intelectuales que han ocupado infinidad de cargos y puestos en las letras,
en la milicia, en el funcionariado, en
la medicina o en los oficios nobles y
artísticos, que tejieron una red de amistades y apetencias que convirtieron
a Tenerife en un referente que podríamos definir acaso como espiritual.
La escala tinerfeña protagonizada
por el distinguido novelista Vicente
Blasco Ibáñez, objeto de estas líneas,
es un ejemplo fehaciente de este precepto señalado al confluir en ella varios
de los condicionantes apuntados con
anterioridad –esencialmente, el hecho
de ser Tenerife escala atlántica en el
viaje hacia Argentina–, si bien, analizando este episodio fugaz de la historia santacrucera puede colegirse que
en la esencia y consecución de esta
inmemorable estancia figura desde el
inicio, en su transcurso y a posteriori
la fuerza y empuje propiciados por personalidades del ámbito literario y cultural insular, que se convertirían en
amistades que Blasco dejaría atrás en
su singladura (1).
Blasco Ibáñez (Valencia, 1867–
Menton, Francia, 1928) fue uno de los
novelistas más relevantes en el horizonte cultural español de finales del
siglo XIX y comienzos del XX, marcando una estela narrativa que
influenció notablemente en el mundo
de las letras hispanas contemporáneas
y actuales. Obras suyas como “La barraca”, “Cañas y barro” o “Los cuatro
jinetes del Apocalipsis” se constitu-
Arriba, el “Cap
Vilano”, buque en
que vino Blasco
Ibáñez a Tenerife.
Bajo estas líneas,
firma del escritor en
el álbum del Instituto
de Canarias.
yen de hecho en hitos de todo aquel
que quiera adentrarse en la mejor literatura castellana universal. Esta fama
asociada a su figura, que vivía sus
momentos álgidos en el instante de
su escala en Tenerife, nos brinda el
contexto explicativo indispensable para
entender, en su justa medida, la
huella que dejó su breve recalada en
la isla.
El 21 de mayo de 1909 (2), tras confirmarse a través de la casa consignataria
Ahlers la inminente llegada del transatlántico “Cap Vilano”(3) –en el que
viajaba Blasco Ibáñez– a la capital en
torno a las dos de la tarde del día
siguiente, la comunidad cultural de
esta ciudad se reunió en los locales
del Ateneo tinerfeño –incentivada por
Rafael Calzadilla y Calzadilla, según
las crónicas–, reunión a la que acudieron
los directores y presidentes de las diversas asociaciones culturales con mayor
empuje del momento (léase Ateneo
de Santa Cruz, Ateneo de La Laguna,
Casino), además de representantes de
los principales rotativos de la isla. En
el seno de ese encuentro se dejaron
traslucir los preparativos de la posible agenda para la estancia de Blasco
en la capital tinerfeña –sujeta siempre al número de horas disponibles
derivadas del suministro de carbón al
buque–, tomándose la decisión de editar un breve manifiesto destinado al
público para que demostrase en las
calles su apego al escritor “como a un
príncipe de las letras”, evitando destacar su faceta política republicana.
La intención clara era emular en lo posible la apoteosis que se dio en el
momento de la despedida del novelista valenciano en el puerto de Lisboa: “Nosotros, aunque humildes,
también queremos honrar al visitando, rindiendo pleitesía de admiración
a sus talentos y un aplauso caluroso al
ciudadano honorable, que ha consagrado todos los afanes de su vida política
a la causa de la libertad y la justicia.
Invitamos, pues, a todos nuestros
correligionarios y al pueblo en general
para que acudan esta tarde a recibir
dignamente a don Vicente Blasco Ibáñez, dando con esto un nuevo testimonio
de nuestro amor a las glorias nacionales”.
A grandes rasgos se sabía que la escala
de aprovisionamiento del “Cap Vilano”
iba a prolongarse aproximadamente
durante “cinco o seis horas”, por lo que
el objeto claro de la reunión se centraba en “estudiar y resolver los
medios más pertinentes y adecuados
de recibir y obsequiar a tan eximio representante de la mentalidad española”.
Tras deliberar con atención la hoja de
ruta quedó predefinida con los
siguientes enclaves: visita al Ateneo
santacrucero, breve paseo por la
capital, trayecto en tranvía desde la
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plaza de Weyler a Guamasa y regreso
a La Laguna, visita al Instituto de Canarias y breve recorrido por la ciudad,
retorno a Santa Cruz, brindis en el
Casino de la capital y, por último, banquete en el hotel Quisisana.
Llegó la fecha de aquel sábado 22
de mayo de 1909 y, efectivamente, tras
dos días de navegación desde la
capital portuguesa, atracó en aguas
del puerto de Santa Cruz de Tenerife
el precitado y ansiado “Cap Vilano”,
entre las dos y tres de la tarde del mediodía(4). A bordo pasó una comitiva conformada por cuatro personas: el presidente del Ateneo, Calzadilla Calzadilla; el presidente del Casino, Arturo
Ballester y Martínez de Ocampo; un
representante de la prensa local
–cuyo nombre no reflejan los documentos consultados– y Juan M.
Ballester(5).
Tras saludar en cubierta a Blasco Ibáñez, le acompañaron en su trayecto
de desembarco en el muelle, donde
“fue recibido por un numeroso público,
que cariñosamente le expresó sus sentimientos de simpatía y afecto”. La primera parada de la comitiva, como
hemos adelantado, la constituyó la sede
del Ateneo de Santa Cruz, lugar
donde se hizo efectivo el primer
brindis con champán, pastas y dulces,
así como las alocuciones de rigor. En
esa institución se refleja que el novelista tuvo “frases de encomio para el
Ateneo, demostración –añadía– del amor
que en Tenerife despierta la cultura literaria” y que departió por momentos
con algunos socios y admiradores. A
renglón seguido, el grupo subió a un
carruaje que partió en un breve
paseo por algunas calles céntricas de
la ciudad, dirigiéndose a la plaza de
Weyler, donde les esperaba un tranvía habilitado especialmente para la
ocasión.
La premura de tiempo, que era sin
duda uno de los hándicaps de tan breve
estancia, hizo que el trayecto en
tranvía llegase únicamente a la localidad de Guamasa, enclave elegido porque desde allí ya podía Blasco Ibáñez
contemplar el majestuoso perfil del
Teide. Al éxito de este desplazamiento contribuyeron asimismo las magníficas condiciones meteorológicas,
con una temperatura muy agradable
y cielos despejados. Lo siguiente fue
tomar enseguida el transporte en sentido contrario para detenerse en La
Laguna, posiblemente en la
parada–estación habilitada en la plaza
de la Concepción. Nos informan los
rotativos de que “se mostró encantado
del precioso panorama lagunero”, y en
el transcurso de su estancia en la ciudad de Aguere visitó las instalaciones
del Instituto Provincial –donde fue recibido por su director, Adolfo Cabrera–Pinto y Pérez, y el poeta Guillermo Perera Álvarez, entre otros, plasmando su firma en el libro de honor
de la entidad(6) – así como “la hermosa
carretera de Tejina”, enclave por el que
sentían predilección los turistas a su
paso por la isla.
Tras retornar a Santa Cruz de Tenerife, en torno a las seis de la tarde, el
domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA
siguiente punto de su estancia fue atender a la invitación cursada por Arturo
Ballester para tomar unas pastas y
champán en el Casino de la capital.
A renglón seguido, y tal como se disponía en la apretada agenda de aquella tarde, se trasladaron al banquete
organizado por el Ateneo santacrucero
en el hotel Quisisana(7), “que resultó
ser un acto brillante y del cual se guardará imperecedera memoria”, con
intervenciones calurosas y entrañables de Calzadilla, Pérez Armas y respuesta amable y sincera de Blasco Ibáñez, que “improvisó un bello discurso que era interrumpido por atronadores aplausos”(8). Los sesgos más
interesantes de su intervención fueron la promesa solemne que hizo de
hacer una nueva y más detenida visita
a la isla y la posibilidad de escribir “un
libro sobre asuntos canarios”(9), asuntos que demuestra conocer si nos atenemos al erudito conocimiento que
disponía sobre las navegaciones
atlánticas –con certeras y profundas
alusiones a San Borondón, a la Atlántida, a los viajes precolombinos...–, todo
lo cual se trasluciría en la novela “Los
argonautas”, que analizaremos a
continuación.
Tras tomar el café en las terrazas del
Quisisana, la comitiva se encaminó en
varios carruajes al muelle, donde embarcó Blasco Ibáñez al son de los acordes de la banda municipal y bajo el
regocijo de millares de paisanos que
habían acudido en masa a prodigarle
su afecto y cariño más sinceros. Las
palabras de los cronistas del momento
son elocuentes al máximo: “El tránsito en el muelle era poco menos que
imposible”.
La promesa vertida por el autor valenciano se materializó, en parte, apenas
cinco años después con la extensa mención que dedica a esta ciudad y a la
historia relacionada con la protohistoria de las Islas en la obra “Los Argonautas”, editada por la editorial Prometeo en Valencia en 1914(10). Este
libro, que ha sido definido como una
“excelente fuente para revivir la experiencia de la migración trasatlántica
en aquel tiempo”(11), nos ofrece una
estampa próxima y densa de la singladura del vapor alemán “Goethe”(12)
durante aproximadamente quince
días, utilizando este medio como
engarce para hilvanar conversaciones
políticas, filosóficas, históricas, o
incluso de costumbres, siempre bajo
las diferentes concepciones de los pasajeros, a quienes toma como protagonistas del viaje. A lo largo de las etapas del mismo, con las subsecuentes
escalas en Lisboa, Tenerife, Río de
Janeiro, Montevideo y Buenos Aires,
surgen en los entresijos del discurso
novelesco personajes de diversa índole social, de marcados orígenes y
creencias, que se conforman como las
piezas primordiales de la trama,
construyendo asuntos y temas de conversación variopintos, siempre salpicados por precisas y poéticas descripciones.
La isla de Tenerife, y en concreto
su capital y principal recinto portuario,
Santa Cruz, aparecen al lector una vez
iniciado el segundo capítulo(13). La
descripción global que hace de la rada
nos traslada, por boca y palabra de los
personajes fingidos, la impresión
que le inspira a Blasco Ibáñez la contemplación sosegada del perfil santacrucero desde la borda del transatlántico, y es de una claridad y una
nitidez solo al alcance de manos
expertas en el bosquejo de los espacios, los paisajes y las escenas cotidianas:
“Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas,
con cuadriláteros de tierra cultivada
moteados de blancas casitas. En la parte
inferior, junto a la masa azul del mar,
extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los
ángulos por garitas salientes de piedra.
La ciudad era de color rosa, y sobre ella
se erguían los campanarios de varias
iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en
el espacio las líneas de su cuerpo casi
inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje”.
La precisión de sus alusiones descriptivas nos ayuda a rememorar de
forma excepcional la realidad física
del solar santacrucero en los primeros años del siglo XX, haciendo énfasis en las pautas que definían la ciudad en aquellos momentos: las torres
de las iglesias parroquiales de la
Concepción y de San Francisco –esta
última con aquel azulejado que fue
tan característico–; la estación radiotelegráfica de Cuatro Torres, que
diera nombre a todo un barrio en las
entonces afueras de la emergente capital; el recuerdo de aquella decena larga
de “viejos baluartes”, encabezados por
la egregia presencia del castillo de San
Cristóbal en la entrada de la propia ciudad; todo contemplado bajo la óptica
de Blasco bajo esa aureola rosácea de
Portada de “Los
Argonautas”.
Edic Prometeo,
Valencia, 1914.
los atardeceres lánguidos. Su prosa descriptiva continúa en párrafos posteriores:
“Más arriba de la ciudad, en una
arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel
elegante al que venían a respirar los
tísicos septentrionales. Entre el muelle y el trasatlántico, un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para
el amarre del carbón abandonadas sobre
su amarre y cabeceando en la soledad;
vapores de diversas banderas, en
torno de cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con chirridos de grúas
y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en la
cubierta, tendiendo en el espacio los
brazos esqueléticos de sus arboladuras;
ruidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otros rugidos avisaban
desde el fondo del horizonte la inmediata llegada [..]”.
El “hotel elegante”, como ha debido
suponer el lector, está haciendo referencia al Quisisana, establecimiento
cuya inolvidable estampa quedó
prendida en la retina de infinidad de
viajeros que hicieron escala en la capital santacrucera, y al que Blasco
Ibáñez parece querer agradecer, con
su cita, destacándolo dentro del universo de la ciudad. No en vano debemos recordar, como hemos citado anteriormente, que el novelista valenciano
fue agasajado, entre otros enclaves,
en el incomparable marco de este bello
inmueble en su estadía en la capital
santacrucera.
Blasco se deja entrever a lo largo de
la citada novela como un enamorado
del movimiento portuario, de los conocimientos náuticos y la esfera de
lo naval. Es por ello que no extrañan
las menciones a la actividad de las
embarcaciones y del comercio que,
una y otra vez, subyacen a lo largo de
su prosa, tal y como deja patente en
el siguiente párrafo:
“[..] banderas belgas que en lo alto
de un mástil iban a las desembocaduras
del Congo; proas inglesas que venían
del Cabo o torcían el rumbo hacia las
Antillas y el golfo de México; buques
de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el sur, en
busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos
descansando en espera de órdenes, de
vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en
ruta hacia los puertos africanos de la
Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos” (14).
El novelista continúa desgranando
peculiaridades que constituyen parte
indisoluble de la idiosincrasia isleña
en los albores del siglo XX entremezclando la descripción de la realidad económica de Tenerife –que vive
una de sus fases de crecimiento al
amparo, en parte, del abastecimiento
del carbón a los buques que recalan
en puerto– con apuntes vinculados al
ámbito de la naturaleza y del paisaje,
siempre con maestría y esa elegancia que le ha hecho a Blasco ser apo-
p3
EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014
dado el “Zola español”:
“La isla, risueña e indolente en mitad
de la encrucijada de los grandes caminos
que llevan a África y América, parecía contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el
alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa
por una áspera flota de chumberas y
pitas; guardando tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el
cielo con una sucesión de cumbres sobre
las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, y ostentando sobre esta
masa de vellones el pico del Teide, un
casquete cónico estriado de nieves, que
era como la borla o botón de este inmenso
solideo de tierra emergido del Océano”.
Cuando Blasco Ibáñez define a los
que entonces eran conocidos como “jornaleros de carbón” (para distinguirlos de los “jornaleros de carga blanca”)
lo hace con una belleza expresiva que
conmueve por su plasticidad y su poder
de evocación. El escritor valenciano
habla de ellos cómo “filas de hombres
blancos que parecían disfrazados de
negros” que “penetraban en el buque
por las portas abiertas en sus dos costados llevando al hombro grandes
cestos que esparcían polvo de hulla”.
Ahondando en el análisis de su
paréntesis narrativo isleño, comprobamos cómo surgen anotaciones en
torno a la sorpresa ante la escasez de
automóviles en la ciudad o sobre la
sempiterna presencia de mujeres
“asomadas a las ventanas como odaliscas” –rasgo este que siempre llamó
en extremo la atención de todos los
visitantes foráneos a las Islas–.
Pero si tuviésemos que precisar cuál
es el tema o apartado al que Blasco
Ibáñez presta una atención singular
a lo largo de su estancia en la rada de
Santa Cruz de Tenerife (o, al menos,
tal y como aparece reflejado en el tránsito novelesco) no podríamos dudar
en aludir al argumento que le brinda
el fecundo horizonte de los cambulloneros y su actividad portuaria. Sus
descripciones, dotadas de un acierto
histórico y de una riqueza cromática
que difícilmente podremos encontrar
en otros autores, evidencian la relevancia y el papel preponderante que
jugaron aquellos personajes del denominado “comercio clandestino”, a pie
de cubierta, atosigando al viajero en
su llegada a la isla. Dejemos paso a
sus líneas, que son una fantástica aproximación en el tiempo a una realidad
que aún vive latente en nuestra
memoria, en la de nuestros padres y
abuelos, una realidad que marcó
definitivamente la vida y aconteceres
de toda una capital e, incluso, de una
isla:
“Al salir Fernando a la cubierta de
paseo sintió enredarse sus piernas en
un montón de telas vistosas extendidas junto a la puerta, al mismo
tiempo que zumbaba en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Le pareció estar en una feria de las que se celebraban semanalmente al aire libre en
los pueblos de España. Había que abrirse
paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos en mostradores. Invadía el suelo
un oleaje multicolor de cálidas tintas,
remontándose hasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas. Eran
mantelerías con calados sutiles semejantes a telas de araña; pañuelos de seda
con tonos feroces que daban a los ojos
una sensación de calor; kimonos con
aves y ramajes de oro; leves pijamas
que parecían confeccionados con
papel de fumar; almohadones multicolores como mosaicos; velos blancos
o negros recamados de plata que traían a la memoria las viudas trágicas
de la India subiendo al son de una marcha fúnebre a la hoguera conyugal. Los
productos de aguja de las isleñas
canarias mezclábanse con la pacotilla chillona venida de Asia. Vendedores andaluces o indostánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros, alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o con un balbuceo mezcla de todas las lenguas. Ojeda se vio
asaltado por unos hombres cobrizos y
pequeños, de cara ancha y corta,
mostachos de brocha, ojos ardientes con
manchas de tabaco en las córneas.
Tenían el aspecto de perros de presa
chatos y bigotudos; pero buenos perros,
NOTAS
(1) De hecho, la visita de Blasco Ibáñez la conocimos documentalmente hace ya unos años al haber tenido la inmensa suerte de consultar el texto original de una breve nota dirigida por el novelista valenciano a uno de esos amigos que dejó en su estadía en la isla, Patricio
Estévanez Murphy, en la cual dejaba constancia de guardar un “cariñoso recuerdo de mi paso por Tenerife”. Desde estas líneas agradecemos
a nuestra entrañable amiga doña Isabel Borges Estévanez el que nos
permitiese admirar ese invaluable fondo documental, hoy depositado
en el Centro de Documentación Canarias-América (CEDOCAM), en La
Laguna.
(2) Referencias históricas tomadas de los periódicos «La Opinión»,
«El Progreso» y «Diario de Tenerife» del 22 de mayo de 1909.
(3) El “Cap Vilano”, procedente de Hamburgo y Lisboa -puerto donde
embarcó Blasco Ibáñez- y rumbo a Montevideo y Buenos Aires, transportaba 622 pasajeros. En su escala tinerfeña cargó 450 toneladas de
carbón, agua y víveres “en breves horas” [..] “quedando su capitán y
primer maquinista completamente satisfechos de la prontitud en el servicio”.
(4) Es curioso que la casa consignataria acertase desde días antes
en la hora exacta de llegada del trasatlántico al puerto santacrucero,
lo que es indicativo del nivel de precisión de sus registros mercantiles. Debemos reseñar que las noticias sobre la estancia del escritor en
la sial se retrasaron al lunes 24 de mayo ya que el día 23, al ser domingo,
no hubo prensa.
(5) No acertamos a distinguir si este Juan M. Ballester se refiere al
presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Santa
Cruz de Tenerife en aquel entonces, Juan M. Ballester y Martí, o si se
hace alusión al concejal y alcalde Juan Miguel Ballester Remón. Nos
inclinamos más por esta última opción, a efectos de protocolo institucional.
(6) “El primer centro docente fue objeto de sinceros elogios”. La firma,
de trazo claro y sobrio, ilustra el folio 51 del citado álbum, que puede
consultarse libremente desde el vínculo habilitado en el catálogo de
la Biblioteca Universitaria de la Universidad de La Laguna, donde se
custodia el original. http://absysnet.bbtk.ull.es/cgi-bin/abnetopac/O7137/ID4af47ffe/NT2. Debemos y agradecemos esta referencia exacta
al exquisito buen hacer de la bibliotecaria y responsable del Fondo Antiguo, Paz Fernández Palomeque.
(7) Conocemos incluso el menú ofertado en tan magno evento: “Hors
d´oeuvres variès / Consomme Xérés / Sama au vin blanc / Entrecòte
grillé garni a la Jardinière / Bretonnes á l´americaine / Dinde jóti á a
la broche / Salade / Chrysantha aux fraises / Gateau / Fruits - Dessert
/ Café”.
(8) Entre los aproximadamente 40 asistentes a este evento figuraban, además de Calzadilla Calzadilla, Benito Pérez Armas, Juan y Arturo
Ballester Martínez de Ocampo, Juan Bethencourt Alfonso y su hijo, Juan
Bethencourt Herrera -en edad infantil-; Juan Martí y Dehesa; Carlos
Calzadilla Sayer; Antonio Vivanco Santillán; Rafael Hardisson Espou,
así como “varios concejales, directores de periódicos, casi todos los
individuos de la Junta y otros socios del Ateneo y varios admiradores”,
entre los cuales debían encontrarse el precitado Patricio Estévanez Murphy y Diego Crosa Costa -testimonio este que se recoge en la obra de
Leoncio Rodríguez titulada «Perfiles» [Santa Cruz de Tenerife, 1970,
en su página 110]-.
(9) Esta promesa fue reiterada de nuevo a bordo, cuando ya se despedían sus cicerones. Según se recoge en la prensa, “la oferta volvió
a los labios del señor Blasco Ibáñez con la plena y absoluta seguridad
humildes, que agarrados a él ladraban
con suavidad. “Señor, compra la mía
colcha bonita para la tuya madama”.
“Señor, una echarpa: todo barato”(15).
Entre los productos que destacan
en la oferta de los “cambulloneros”
que nos presenta de forma tan visual
Blasco Ibáñez comprobamos que
aparecen tanto las “cajas de cigarros
empapelados de plata, con las marcas
más famosas de Cuba, a pesar de que
procedían de las fábricas de Tenerife”,
como la inmensa variedad de frutas
–encabezada, como es natural, por el
auge del cultivo del plátano–, si bien
hay espacio para algunas ventas peculiares como la reflejada por el escritor valenciano de aquellos vendedores que “iban de un lado a otro
ofreciendo hamacas de hilo o grandes
sillones de junco trenzado, enormes y
majestuosos como tronos”.
Para ir finalizando con esta exégesis de contenidos, y acaso como
contrapunto a esa actividad mercantil
subversiva, Blasco Ibáñez nos añade
otro retazo de la “paisajística” portuaria santacrucera que no nos queremos
dejar atrás: se trata de la presencia de
esos muchachos que, buscando alguna
moneda de recompensa, hacían gala
de sus aptitudes atléticas y natatorias
de cara a los turistas recién llegados
a puerto. Se nos viene a la memoria
enseguida la figura de aquel añorado
joven conocido como “Alágua”, personaje toscalero que pasó gran parte
de su existencia juvenil dedicado a
estas actividades. Nos dice el novelista valenciano al respecto:
“Canoas poco más grandes que
artesas iban tripuladas por muchachos
desnudos, de color de chocolate, relucientes con el agua que se escurría de
sus miembros. Mientras uno bogaba
moviendo unos remos cortos como palas,
otro, acurrucado en la popa por el frío
de las continuas inmersiones, rugía a
todo pulmón: “¡Caballero, eche dos marcos y los alcanzo!!. “Caballero, caballero”. Era un griterío que emergía incesantemente a ras del agua; una continua apelación al “caballero” para que
pusiese a prueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto. Y cuando
la pieza blanca caía en el abismo, el
nadador iba a su alcance con la
cabeza baja y las manos juntas en forma
de proa, dejando la piragua balanceante
detrás de sus pies con el impulso del
salto. El cuerpo bronceado tomaba una
claridad de marfil en el cristal verde
de las aguas removidas. Se le veía agitar los miembros junto al casco de la
nave, como unas tijeras blancas que
se abrían y cerraban acompasadamente;
hasta que, volviendo a la superficie con
la moneda en la boca, y echándose atrás
el mechón húmedo que caía sobre su
frente, ganaba la canoa con una agilidad de mono y volvía a temblar de
frío, implorando a todo pulmón la generosidad del “caballero”.
En los primeros compases del tercer capítulo Blasco Ibáñez comienza
la despedida del suelo tinerfeño y lo
hace con un párrafo bellísimo, digno
de figurar con distinción en esa literatura de viajes en la que Santa Cruz
de Tenerife fue un espacio pródigo:
“Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo
oleaje de antiguas erupciones llegadas
hasta el mar. Bajaban por las laderas,
como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en
los repliegues sombreados de verde. Por
encima de las cumbres iban pasando
la caperuza nevada del Teide como una
cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba
cerca o lejos de la costa”.
Blasco Ibáñez dejó una huella
insoslayable en la memoria del Santa
Cruz de principios del siglo XX, que
lo contemplaba como una de las figuras rutilantes del horizonte literario
del momento. Nuestro objeto ha sido rememorar ese vínculo del que nos
separan casi un centenar y pocos años,
intentando no perder ese nexo, emulando a esa isla –utilizando palabras
del novelista valenciano– que estaba
“siempre a la vista, como los países
encantados de las leyendas, que parecen avanzar detrás de los pasos del que
huye”. Esta estancia, que fue definida
como uno de los “acontecimientos más
digno de ser grabado en el alma isleña”,
es un eslabón más en ese engarce de
recuerdos a páginas imperecederas del
ayer de nuestro añorado Santa Cruz.
de su cumplimiento”.
(10) Las primeras referencias a esta obra las encontramos en los ejemplares de “La Prensa” de 29 de enero de 1928 y en “Hoy”, de 25 de julio
de 1933, entre otros pasajes periodísticos. Debemos reseñar que parte
de estos textos figuran incluidas asimismo en la obra “Tenerife visto
por los grandes escritores”, editada por La Prensa, en Santa Cruz de
Tenerife, en 1933.
(11) Comentarios tomados del portal «IgualAnalista. El blog de América Latina Portal Europeo».
(12) Blasco debió bautizar este navío en homenaje a embarcaciones
homónimas, como el «Goethe», de 3.408 toneladas de la «Hamburg
American Line», que naufragó cerca de la Isla de Lobos, en la desembocadura del Río de la Plata, el 23 de diciembre de 1876.
(13) La primera cita a la isla figura en la frase puesta en boca del pasajero Isidro Maltrana, cuando dice a sus compañeros de viaje: “Esta noche
va a bailar un poco el vapor, pero al amanecer fondearemos en Tenerife”.
(14) Debemos resaltar que Blasco cita en su novela otro de los “clásicos” de cualquier singladura que se precie: la presencia de polizones a bordo, uno de ellos incluso nacido en Tenerife.
(15) Es revelador que Blasco diferenciase incluso en la novela cómo
las camareras y “stewards” del transatlántico esperaban hasta los últimos minutos de la escala en Santa Cruz de Tenerife para ultimar sus
negocios con los cambulloneros, “con mayor baratura”. Como dice el
novelista valenciano, “en el viaje de regreso el “Goethe” no tocaba en
Tenerife para hacer carbón y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá”.
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domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA
Texto: Nicolás Pérez García
L
os frailes agustinos calzados fundaron el convento
de San Sebastián del lugar
de Tacoronte, primigenia
dedicación que más tarde
tomaría el nombre de San Agustín por
ser el de la advocación. El acuerdo de
fundación es del año 1649, tomado en
el convento de la misma orden en Los
Realejos. Entonces los conventuales
se establecieron en la ermita de San
Sebastián hasta 1662, año de construcción del convento de San Agustín, poco después de haberse suscrito
los acuerdos definitivos de la congregación. El edificio se levantó junto
a un terraplén que había en el lugar
donde hoy se asienta la plaza del
Cristo, el enclave cívico-religioso
más importante de la ciudad.
La edificación es de planta cuadrada en torno a un patio central, alzado
de dos pisos con grueso muros y
claustro interior de doble galería columnada en sus cuatro frentes. La fachada da al poniente, como en todas
las iglesias y ermitas de Tacoronte, de
porte austero, toda lisa, interrumpida
por los vanos de las ventanas, resaltando el arco central de medio punto
en piedra volcánica que da acceso al
interior. El pasillo de la galería alta es
todo de madera, comunica con el coro
de la iglesia-santuario por medio de
un arco de cantería y una pequeña escalinata. En la parte trasera del convento los frailes labraban una huerta
donde cultivaban hortalizas y viñedos.
La comunidad agustiniana se componía de una docena de religiosos, cuyo desenvolvimiento económico se
apoyaba en limosnas, capellanías y
donaciones, recurriendo en muchas
ocasiones al auxilio del Pósito del pueblo. En el siglo XVIII recibieron importantes donativos de emigrantes tacoronteros, citando como más
dadivosos a Diego Antonio Marrero
(Cuba), Andrés Álvarez (Puebla de los
Ángeles, México) y Francisco Gutiérrez (Caracas).
A la obra del convento siguió la edificación del templo anejo, actual
santuario del Cristo, levantado sobre
los cimientos de la ermita de San Sebastián, que fue derruida al efecto.
Comenzaron los trabajos por 1664, al
propio tiempo que se ampliaba la iglesia de Santa Catalina bajo la mano del
maestro de cantería Domingo Rodríguez, sauzalero residente en La Laguna. La cantería del santuario se sacó
de la pedrera de Pedro Álvarez, en Tegueste, por concierto entre el cabuquero Juan Alonso de Córdoba y el capitán Diego Pereyra de Castro,
copatrono del convento junto a su sobrino Tomás Pereyra de Castro-Ayala.
La iglesia-santuario tiene planta basilical de tres naves con sus cubiertas
cerradas por un solo tejado, cuatro tramos; capilla mayor rectangular y sacristía con acceso directo al presbiterio
y al claustro conventual. Sobre las tres
naves, en el primer tramo, se sitúa el
TACORONTE
Fiesta del Cristo,
Varón de Dolores
Lo atestiguan las crónicas: “Que en el día domingo primero después de la
Exaltación de la Cruz (14 septiembre) se ha de celebrar fiesta a la santa
imagen con procesión y sermón, vísperas y toda solemnidad…”. Así quedó
establecido el 30 de enero de 1662, junto a otros acuerdos y concesiones que
se pusieron por escrito en la reunión que sostuvieron los religiosos del
convento de San Agustín, convocados a campana tañida según uso y
costumbre de la época.
coro alto, al que se accede por la galería superior del convento. La puerta
traviesa que abre al norte (calle San
Agustín) recibe el nombre de San Sebastián, en recuerdo del santo titular
de la primitiva ermita, en tiempo pasado uno de los patronos del lugar. La
fachada del santuario es toda en piedra labrada en la que destaca una rica
decoración. En ella se abren tres vanos con arco de medio punto, siendo
la puerta principal más amplia que las
laterales, flanqueada por columnas
pareadas de fuste estriado. La cornisa
superior recorre linealmente todo el
frontis para recoger los paños laterales de paramentos lisos con un óculo
abocinado y una gárgola en forma de
raro animal, a cada lado.
La fachada del santuario había
quedado sin concluir por 1675, luciendo una sola espadaña, la del lado derecho. El capitán Diego Pereyra
debió de morir en torno a dicho año,
y su viuda, Juana de la Cova Ocampo,
dejó encargado a sus hijos que terminaran la fachada, pero finalmente
quedó como estaba. Las causas se ig-
Los orígenes de la
fiesta se remontan
a 1662.
noran y fue en 1906 cuando se completa el frente con todos los elementos que luce: se modificó el ático en
forma de frontón triangular y se añadió la segunda espadaña, situada a la
izquierda. Estos trabajos se realizaron
bajo la dirección del maestro de
obras militares Domingo Pisaca, a instancias del párroco Damián Martín
Hernández. En el centro campea un
escudo heráldico de los Pereyra de
Castro, que fue colocado de conformidad con los privilegios establecidos
en la escritura de patronato.
El que fue en origen lugar y luego
pueblo, y hoy ciudad de Tacoronte por
decreto real de 1911, tiene una deuda
de gratitud con los Pereyra de Castro,
auténticos mecenas que costearon la
mayor parte de aquellas obras, además de su contribución más importante, más significativa y más trascendente, como lo es la sagrada imagen
del Cristo de los Dolores, que trajo
Tomás Pereyra de Castro-Ayala de Madrid en 1661.
Estoy totalmente de acuerdo con la
reflexión que en ocasiones hizo el cro-
nista oficial de la ciudad Sergio Fernando Bonnet sobre que Tacoronte no
ha reconocido debidamente el legado
del capitán Tomás Pereyra de Castro-Ayala, pues a él se debe que este
pueblo cuente con la milagrosa imagen. Es exiguo tributo un escudo heráldico y una estatua de mármol de
Carrara en el presbiterio, insignias posiblemente costeadas por los propios
benefactores.
Los hermanos Tomás y Diego Pereyra de Castro procedían de ilustre
linaje gallego emparentado con la nobleza portuguesa; se establecen en Tenerife por 1610-1611. En un documento suscrito el 27 de agosto de 1660
consta que el capitán Diego Pereyra
de Castro es “recaudador mayor de las
rentas reales de los almojarifazgos destas yslas”. Su hermano Tomás casó
con Bárbara Carrasco de Ayala y
Ocampo en febrero de 1618, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción de La Laguna; ella, nieta del
primer conde de La Gomera, Guillén
Peraza de Ayala, quedando así enlazados los apellidos Castro-Ayala. El
primero de sus hijos fue Tomás Pereyra de Castro-Ayala, que compartió
con su tío Diego el patronazgo del convento agustino.
Tomás Pereyra padre fue administrador de los bienes del Adelantamiento de las Islas por su titular, Porcia Magdalena Fernández de Lugo y
Marini (V Adelantado), princesa de
Asculi y duquesa de Terranova. Sirvió como capitán ordinario del rey Felipe III y fue regidor perpetuo de Tenerife, acreditándose de buen patricio
y generoso caballero, defendiendo en
ocasiones el puerto de Santa Cruz de
invasiones extranjeras. Tuvo tres hijos: Tomás, gran benefactor del convento, del que hemos hablado; Juan
Carrasco (fraile); y Alonso, que falleció en Indias sin dejar descendencia.
La historia está para contarla. Nos
muestra un espacio concreto del
tiempo, habla de personas y realizaciones, describe detalles sociales y
familiares, dibuja la vida que fue de
quienes nos precedieron, orienta en
actitudes, comportamientos, usos,
costumbres…; de ella aprendemos para mejorar y corregir si somos capaces de entender lo que siempre transmite el acontecer, que es sobre todo
experiencia.
Antaño, la fiesta principal de Tacoronte era la del 25 de noviembre, día
de Santa Catalina de Alejandría, patrona del lugar. Seguía en importancia la del 20 de enero, día de San Sebastián. La celebración de septiembre
tiene dos puntos de referencia emblemáticos que se cruzan; la imagen del
Cristo de los Dolores y la vendimia.
En el santuario se aprende a rezar, a
buscar consuelo con humildad, a nivel de tierra, para redescubrir al resucitado, sin orgullo ni arrogancia,
que estas desvirtudes nada cuentan
en las cosas de Dios. En la campiña el
viñedo ha esperado pacientemente en
las jornadas cadenciosas del verano
que ya se extingue, cuando los racimos sazonan con placidez hacia el
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EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014
mosto meloso y curtido que lleva al
vino nuevo.
Tacoronte sin el Cristo no es Tacoronte. Sabe entenderlo quien lo siente
de verdad en el encuentro, reencuentro y peregrinaje de tantos feligreses
que cada año vienen de otros lugares,
especialmente de los pueblos del
Valle de Güímar, que han sellado una
alianza con la imagen desde tiempos
pasados. De las tierras sureñas vienen
en legión a la octava de la fiesta para
cumplir con una tradición arraigada,
siempre sorprendidos ante la estampa
desclavada del Señor de Tacoronte,
abrazado al madero, a la cruz de su
victoria universal cual trofeo perenne
de redención. A pesar de los estigmas
de su martirio, la expresión de su rostro es serena, como un velo sutil que
soslaya la angustia y el dolor padecidos. Bajo el pie izquierdo, la calavera,
y el mástil de la cruz sobre la cabeza
de la serpiente. Así es esta imagen tan
venerada que se afincó en esta tierra
tacorontera hace 353 años. Desde
aquel ayer hasta hoy, el tema escultórico sigue llamando poderosamente
la atención.
La diversión, la alegría y el espectáculo son asuntos placenteros del exterior, pero el corazón de la fiesta está
en otro sitio, está en la Eucaristía, está
en la imagen que preside el santuario y que recorre las calles; está en
cada feligrés, en cada devoto, peregrino o visitante que se acerca a las
andas de la imagen para estar con Él.
nada dedicada a
la exaltación de la
vendimia se celebra desde 1961.
La fiesta se
adentra en el otoño, cuando las golondrinas
que
anunciaron el verano, cumplida su
misión, se descuelgan de sus
nidos para volar
hacia otros horizontes. El atardecer se acorta y la
noche acude presta, cada vez más
templada, para
dormir su quietud
en los campos de
la fértil ladera. En
las noches tranquilas de septiembre, la naturaleza
duerme su sueño
de sosiego y quietud en los campos
de la fértil ladera
La singular
imagen del Cristo
de Tacoronte,
abrazado, no
clavado, a la cruz.
Foto EL DÍA.
Desde el Santuario la devoción trasciende a los viñedos, donde el silencio fragua la cosecha y la naturaleza
la hace rendir con portentoso dinamismo. En los festejos, la secular vendimia tiene su conmemoración particular, y no es para menos en un
municipio donde el vino es la estrella de su producción agraria. La jor-
tacorontera.
En el contraste de la fiesta, el monte verde y majestuoso de Agua García parece un vigía privilegiado desde
los oteros abigarrados de laurisilva,
armonizando con la serie de montañas que circundan el término municipal, tratando de agarrar las nubes
que ascienden sutilmente empujadas
por los alisios refrescantes para fecundar la sementera y alimentar los
acuíferos que subyacen bajo la foresta
hace miles de años.
Desde el bosque de Agua García, el
manantial de Madre del Agua fue el
recurso providencial que mitigó la
sed de los lugareños y sus animales
durante siglos. Desde los comienzos
del poblamiento que siguió a la conquista castellana, monte y agua fue
simbiosis fundamental para la vida de
aquella comunidad incipiente. Amistoso, acogedor y muy grato puede
sentirse el visitante al contemplar
esta campiña desde las tierras cercanas al monte en la travesía del
Camino Real, que acoge senderos gastronómicos donde se prodigan la
buena carne y el excelente vino tinto
de Tacoronte.
La cita septembrina nos convoca, y
de alguna manera nos hace regresar
en el tiempo para recordar tiempos de
niños correteando por la plaza. Las
secuencias de la fiesta nos hacen revivir pequeños momentos e inocentes
aventuras que vivimos años ha, y
sobre todo la imponente imagen del
Cristo cuando traspasa el arco de medio punto del santuario y asoma a la
plaza a los acordes del himno nacional. Es la salida, para hacerse más cercano, caminar con la gente, escuchar
sus plegarias y silencios contenidos.
Genuino exponente de la identidad
tacorontera y de tantos peregrinos que
acuden a su encuentro.
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domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA
CLAVES DEL CAMINO
FANTASMAS
Un misterio
imperecedero
Por extraño y contradictorio que pueda parecernos, es posible que en un mundo como el nuestro, en el que la
ciencia y la tecnología han alcanzado su mayor desarrollo conocido, las apariciones de fantasmas estén pasando
por su época más dorada. Mientras los cazadores de fantasmas proliferan en televisión, en Internet las noticias
sobre la aparición de espectros, acompañadas de sugerentes filmaciones y fotografías, se actualizan a cada instante. ¿Existe base científica que fundamente la vitalidad de la que goza el tema? ¿Está su investigación al
alcance de cualquiera? ¿Qué nos lleva a creer en su existencia?
Texto: José Gregorio González
H
ay que reconocer que dentro del ámbito de lo inexplicable, sólo la casuística
generada por el fenómeno ovni es capaz de rivalizar, al menos en cantidad, con la relativa a la observación de fantasmas. Curiosamente, en ambos casos subyacen presupuestos e inquietudes bastante similares: la existencia de vida más allá
de nuestro planeta capaz de visitarnos
y la continuidad de la vida tras la muerte
en un hipotético más allá desde el que
también nos visitan. Sin embargo,
mientras la ciencia se muestra más que
receptiva con una parte del primer escenario, dándole cobijo dentro de una disciplina científica propia como es la exobiología, no ocurre lo mismo con toda
la casuística de apariciones y otros fenómenos relacionados con la supervivencia
postmorten. Aunque es cierto que cada
vez con mayor frecuencia se alzan voces
favorables a un acercamiento científico
menos despectivo y más conciliador,
la realidad hoy por hoy es que estas manifestaciones del presunto Más Allá
son, en el mejor de casos, ignoradas,
cuando no etiquetadas como interpretaciones irracionales y supersticiosas
de estímulos y fenómenos en gran medida convencionales.
Dado que desde el punto de vista de
la ciencia nada sobrevive a la muerte,
quienes afirman contemplar el espectro de personas fallecidas deben estar
sencillamente equivocadas. O, en su defecto, mentir. Poco importa desde este planteamiento cientificista la existencia de una abrumadora y creciente
casuística o la convicción y vehemencia con la que los testigos defienden la
objetividad de lo observado. Simplemente, para la ciencia los fantasmas no
existen, aunque el fenómeno esté
más vivo y más de moda que nunca,
tal y como demuestran las encuestas.
Uno de los sondeos más recientes realizado en Estados Unidos por la consultoría Harris a finales del pasado año
apuntaba a que un 42% de los estadounidenses creía en los fantasmas, un porcentaje que no parece haber variado
desde 2005. Curiosamente, por las mismas fechas una peculiar encuesta encargada por la empresa inmobiliaria Realtor.com, analizó la manera en la que
podían influir las creencias en fantasmas, casas encantadas o la observación
de fenómenos tipo poltergeist a la hora
de comprar una vivienda, revelando,
entre otras cosas interesantes, que uno
de cada tres estadounidenses declaraba
haber vivido nada menos que en una
casa encantada en algún momento de
sus vidas. En líneas generales, un 62%
de los encuestados se mostró receptivo
a la hora de comprar una casa embrujada, mientras que un 51% conocía el
caso de alguna persona que experimentaba estos fenómenos y un 35%
declaró haber vivido ellos mismos en
un hogar embrujado. Nada menos que
uno de cada cuatro encuestados había
realizado su propia investigación sobre
el pasado de los inmuebles en los que
vivía en busca de hechos misteriosos,
quien sabe si influenciados por la
cultura televisiva a la que nos hemos
referido en este artículo.
¿Qué podía hacer sospechar a un
potenciar comprador que la casa que
le ofertan está habitada por fantasmas?
No es necesario ver espectros. A un 61%
le haría sospechar que hubiese un cementerio en la propiedad, a un 50% que la
casa tuviese más de un siglo, a un 45%
le daría mala espina que la venta fuese demasiado rápida o el precio demasiado bajo, mientras que para un 43%
la cosa no pintaría bien si en las proximidades del futuro hogar existiese
un campo de batalla. Tal vez ello explique que desde el punto de vista mediático el tema esté pasando por su mejor
momento conocido, con millones de
referencias en Internet y un auténtico
carrusel de programas de televisión que
con desigual acierto abordan el aparicionismo desde los más variopintos enfoques, dando cobertura a casos y testimonios de seriedad y credibilidad tan
amplia como variable.
Pero, ¿existe algo a lo que podamos
llamar fantasma? La respuesta a esta
pregunta clave es sencilla, y al mismo
tiempo, de gran complejidad. No sólo
existe una única cosa a la que llamar
“fantasma”, sino que existen muchas
que, como veremos, reciben de forma
unilateral esa etiqueta. El concepto del
fantasma o espectro está perfectamente
interiorizado en las creencias del ser
humano con independencia de su
cultura. En esencia un fantasma no vendría a ser cosa que el alma o espíritu
de una persona fallecida, capaz de aparecer y ocasionalmente interactuar con
el medio o con los observadores, y de
mostrarse muchas veces, aunque no
siempre, con el aspecto físico que tuvo
en vida. Nuestros protagonistas son viables a partir de la creencia ancestral y
trascendente en la vida después de la
muerte, la percepción de que una parte
de lo que somos sobrevive a la muerte
en este plano físico, una creencia que
en su origen en el hombre primitivo se
debió de nutrir principalmente de vivencias surgidas de estados alterados
de conciencia bien inducidos o espontáneos, experiencias oníricas, proyecciones extracorporales y/o experiencias
cercanas a la muerte, así como visiones de miembros del grupo que habían
muerto. Con el paso del tiempo, esas
percepciones y su consecuente creencia
en la vida después de la muerte evolucionaria de manera muy diversa.
El asunto tiende a complicarse cuando
descubrimos que el fenómeno es extensible a los animales, es decir, que
hay casos de observación del espectro
de animales que han muerto; de colectivos, como ocurre con grupos de
combatientes en antiguos campos de
batalla, y hasta de objetos que han formado parte de lances bélicos, de maldiciones o de catástrofes. Está claro que
el “fenómeno fantasma” existe, es decir,
no podemos negar la existencia a lo largo
de la historia de un conjunto de estímulos y efectos que han dado lugar al
concepto “fantasma”, pero tenemos
que reconocer que no están tan claras
las causas que lo provocan, salvo que
aceptemos de pleno la explicación trascendente y demos por hecho que, efectivamente, son manifestaciones que nos
revelan la existencia postmórtem.
¿Hay pruebas de ello?
Si entendemos por pruebas investigaciones realizadas bajo condiciones
de laboratorio que indiquen que los
espectros, más allá de toda duda, son
exactamente lo que culturalmente
creemos, la respuesta es no. Lo que sí
tenemos son muchos casos, muchos
testimonios aportados por personas creíbles de toda condición, que fortalecen
esa interpretación. El prestigioso psicólogo e investigador psíquico Charles
Tart aporta en su libro “El fin del materialismo” un caso muy interesante, protagonizado nada menos que por un profesor y catedrático emérito de Psicología, el doctor Joseph Waldron, de la
Universidad Estatal de Ohio. Waldron
perdió a su esposa Rene en 1992 de un
cáncer fulminante tras veintiséis años
de feliz matrimonio, lo que le arrastró
a un profundo estado depresivo. Una
noche se levantó del sofá para atender
a una llamada en la puerta de su casa
y allí se encontró a su mujer. “Mi estúpido comentario fue: ¿qué estás haciendo
aquí en la puerta principal?, pero lo que
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EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014
realmente pensaba era: ¿cómo puedes
estar aquí si estás muerta? Era como
si tratase de ser diplomático. Ella me
respondió diciendo, con una sonrisa llena
de amor y bondad, aunque también de
vacilación: sabes muy bien por qué. Yo
ya no vivo aquí. Luego dio media vuelta
y se marchó, alejándose del porche”.
El evento fue increíblemente real,
“más real que la realidad”. Nuestro protagonista tuvo un segundo encuentro
que incluyó una interacción y diálogo
más largo, unas experiencias que tal y
como reconoció habría etiquetado en
otras personas como alucinaciones hipnagógicas de no haberlas experimentado en carne propia. ¿Fueron fruto de
la sugestión, del estrés y el anhelo de
la pérdida que estaba gestionando? Es
posible, pero los casos no siempre siguen
este patrón, reuniendo características
que resultan demoledoras para con las
explicaciones convencionales.
Uno de los episodios más célebres en
este sentido fue el vivido por la doctora Elizabeth Kübler-Ross, narrado años
después de que le sucediera en su libro
“La rueda de la vida”. No solo hubo una
observación, sino diálogo y una evidencia
física en su encuentro. Se topó de bruces en el hospital en el que estaba investigando con una antigua paciente fallecida diez meses antes. Caminaron juntas desde el ascensor a su despacho,
llegando a abrirle la puerta del mismo.
Podemos imaginar la turbación de Kübler-Ross. El “espectro” había regresado
para darle las gracias a la doctora por
sus atenciones, y para instarla a que no
dudara de su trabajo y continuara con
el mismo. “De pronto –escribe la doctora– presentí que ella ya conocía mis
pensamientos y todo lo que iba a decirle.
Decidí pedirle una prueba de que estaba realmente allí; le pasé una hoja de
papel y una pluma y le pedí que escribiera
una breve nota para el reverendo Gaines. Ella escribió unas palabras de agradecimiento. ¿Está satisfecha ahora?, me
preguntó. Francamente, yo no sabía qué
era lo que sentía. Pasado un momento
la señora Schwartz desapareció. Salí a
buscarla por todas partes; no encontré nada. Volví corriendo a mi despacho y estudié detenidamente la nota,
tocando el papel, analizando la letra,
etcétera. Pero entonces me detuve. ¿Por
qué dudarlo? ¿Para qué continuar haciéndome preguntas?”.
Una vez descartado el fraude o engaño premeditado, ¿en qué escenario
de explicaciones nos movemos? Obviamente, y esto es algo que toman en consideración la inmensa mayoría de los
investigadores del fenómeno por muy
proclives que sean al escenario paranormal, los dos primeros factores interconectados que tenemos que barajar ante las observaciones de fantasmas
son la confusión y la sugestión. Ambas
van de la mano y nos juegan malas pasadas con más frecuencia de lo esperado.
Simplemente todos nos podemos confundir, y sí encima estamos psicológicamente predispuestos por una pérdida o un exceso de credulidad, las posibilidades de multiplican. Un estímulo
convencional y que en otro momento
habría pasado inadvertido, como un soplo
de aire, el crujido de la madera, el ruido
de las cañerías, defectos eléctricos, insectos que se cuelan en la casa, una cortina al viento, manchas de humedad,
etc., se pueden llegar a convertir con
más frecuencia de lo esperado en
“señales” o en manifestaciones de una
presencia invisible. Y si encima el lugar
en el que suceden tiene cierta fama o
reputación al respecto, las posibilidades de “sentir lo invisible” alcanzan su
cota máxima.
Esta obviedad la han comprobado
experimentalmente el psicólogo Richard
Wiseman y algunos de sus colaboradores,
como el estadounidense Jim Houran,
en un cine en 1997, exponiendo a grupos de personas a lugares convencionales y “encantados”, combinado información real con historiales maquillados. Indefectiblemente cuando los
sujetos pensaban que visitaban un lugar
encantado, las percepciones que se consideraban anómalas se multiplicaban
sustancialmente.
Aunque se han propuesto explicaciones adicionales, como sería el caso
de alucinaciones hipnagógicas, o de aquellas más inquietantes relacionadas
con la parálisis del sueño, el estudio de
la casuística nos obliga a descartarlas
salvo para casos extremadamente raros, esencialmente porque los sujetos
que afirman ver fantasmas generalmente
están bien despiertos o comparten la
observación con otras personas.
Tyrrell y otros parapsicólogos han
apuntado a la telepatía, a las proyecciones extracorporales e incluso a la proyección y materialización de pensamientos como explicaciones viables para
las apariciones de fantasmas. Estas propuestas sitúan y reducen el origen y naturaleza del fenómeno exclusivamente
al potencial de la mente humana, excluyendo la intervención de espíritus desencarnados por mucho que la apariencia
de los espectros sea la de personas falle-
cidas conocidas.
A estas hipótesis se ha venido a sumar
en los últimos años una interesante posibilidad relacionada con los efectos que
provocan en los seres humanos los infrasonidos. Estas ondas acústicas están
por debajo del umbral de audición humano, cosa que no sucede con muchos
animales, que sí pueden percibirlas e
incluso son capaces de generarlas. Tal
vez el ejemplo más conocido es el de
los animales que reaccionan con anticipación a terremotos o volcanes, en
los que se generan infrasonidos. La vinculación con el tema que nos ocupa radica no sólo en la posibilidad de que
puedan hacer temblar e incluso mover
ciertos objetos, sino en las sensaciones
poco agradables que generan en nosotros los humanos sin que seamos
conscientes de ello dado que no podemos escucharlos, como es el caso de
mareos, náuseas, alteración de la respiración, tos, dolor de cabeza sensación de ser observado o impresiones
de tristeza o de temor.
Representación de
un espectro.
El ingeniero eléctrico Vic Tandy fue
más allá al descubrir en 1988, de forma accidental, que los infrasonidos podían generar “apariciones”, cosa que
él mismo vivió en carne propia. Las vibraciones de un ventilador motivaron que
una noche viera en el laboratorio en el
que trabajaba la aparición de una figura
borrosa grisácea, lo que le llevó a proponer a través de las páginas del Journal of the Society for Psychical Research
que ciertos edificios encantados podían
ser el foco de infrasonidos de forma natural. La idea, desde luego, es muy sugerente si tenemos en cuenta que el
viento, las olas del mar o cierta maquinaria pueden provocarlos y estos se pueden propagar largas distancias. Habría
que indagar caso por caso, pero desde
luego es evocador que ciertos castillos
o edificios antiguos en los que reiteradamente se habla de fantasmas puedan estar bajo el influjo de los infrasonidos.
Experimentalmente, Wiseman puso
a prueba el potencial espectral de los
mismos en una sala de conciertos. Junto
a varios alumnos y especialistas en acústica lograron reunir a cuatrocientas personas que fueron distribuidas en dos
conciertos de piano de “música experimental” realizados en la misma sala
de forma consecutiva y con el mismo
repertorio e intérpretes. Sólo existía una
diferencia: durante las piezas de los conciertos se emitirían infrasonidos con
un dispositivo muy rudimentario pero
efectivo, un trozo de cañería con un altavoz de baja frecuencia. El público, ajeno
por completo al objetivo real del experimento, debía llenar un cuestionario
por cada interpretación valorando las
sensaciones que la música le provocaba.
El resultado fue revelador y necesariamente a tener en cuenta por los investigadores cuando se enfrenten a estos
casos, ya que las sensaciones o experiencias inusuales descritas fueron
un 22% más abundantes durante los
momentos en los que se emitían los infrasonidos.
Aunque aún no tengamos la respuesta
definitiva al fenómeno de los fantasmas, sin duda hoy más que nunca gracias a la ciencia y a la tecnología estamos más cerca de acorralarlo y entenderlo.
MIEDO Y MISTERIO EN LAS LAGUNETAS
Para este sábado, 27 de septiembre, está prevista le celebración de la segunda edición de
las Noches de Miedo y Misterio, una iniciativa
conjunta de los responsables de la empresa de
actividades temáticas teatrales Al Anochecer
Casa Rural y el programa radiofónico “Crónicas de San Borondón”. La actividad se presenta
como una noche de sensaciones, un viaje desde
la realidad representada por los casos reales y
en apariencia inexplicables ocurridos en Las Lagunetas y su entorno, y la ficción escenificada a través de un espectáculo interactivo con actores profesionales que personalizan a los integrantes de una familia acosada por la tragedia
y una maldición. El asombro y la sorpresa inicial de los casos reales terminando dando paso
en la segunda y más importante parte del evento a la inquietud, el temor, la incertidumbre
de lo que está por venir… con momentos de miedo y también de humor. Los grupos, por la
propia naturaleza del evento son reducidos, y el balance de los participantes hasta la fecha
es sobresaliente. Más datos en [email protected] o llamándoles al 609.338.242.
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domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA
www.eldia.es/laprensa
Revista semanal de EL DÍA. Segunda época, número 946
La enfermedad de Alzheimer:
RECORDAR A QUIEN NO RECUERDA
L
a Enfermedad de Alzheimer (EA) es un tipo de
demencia, es decir, el
declive de la funciones
cognitivas en comparación con el nivel previo del funcionamiento del paciente, determinado
por la historia de declive y por las alteraciones apreciadas en el examen clínico y mediante test neuropsicológicos (McKlan, 1984). La EA supone,
aproximadamente, el 60 por ciento de
los casos de demencia. Se trata de un
deterioro progresivo cuyo final es la
muerte del paciente.
En España afecta al 4,2 por ciento
de las personas que tiene entre 65 y
74 años, al 12,5 por ciento de los que
están entre 75 y 84 años, y al 27,7 por
ciento de los mayores de 85 años. Los
síntomas iniciales son la pérdida de
memoria, principalmente a corto
plazo, es decir problemas para recordar cosas recientes, y dificultad para
aprender cosas nuevas o resolver
problemas abstractos. También pueden observarse ciertos cambios en su
personalidad, al tiempo que puede
comenzar a mostrar poco interés por
actividades de tipo social. Las frustraciones por observar su propia ineficacia es posible que genere irritabilidad. En la progresión de la demencia
los síntomas se agravan hacia la
desorientación temporal o la divagación en las conversaciones. La incapacidad para las actividades básicas
de la vida diaria le convierte en una
persona dependiente de cuidados.
La medicación existente en la
actualidad se centra en dos focos:
antagonistas del N-metil-D-aspartato (NMDA) e inhibidores de la colinesterasa. Ninguno de éstos detiene
la enfermedad, aunque pueden generar cierto bienestar en el paciente
durante un periodo de tiempo más
largo. En cuanto a los estudios genéticos con la APOE4 muestran que el
40 % de los pacientes con aparición
tardía de la EA son portadores de este
gen. La mayoría de genetistas sospechan de la existencia de otros
genes implicados en cómo se desarrolla la enfermedad, siendo éste el
punto donde se encuentra la investigación genética. Por otra parte, los
estudios con placas amiloide y proteína TAU mostraron una diferencia
anatómica con otras demencias. Son
estas marcas las que, post-mortem,
nos dan la seguridad de que un
paciente ha padecido EA. Sin
embargo, en vida, el diagnóstico
siempre será posible o probable
Alzheimer, según se cumplan o no
una serie de criterios establecidos por
el NINCDS-ADRDA y amplio consenso
Texto: FranciscoL. RiveroPérez
(responsable del Grupo de Neuropsicología del COP Santa
Cruz de Tenerife. Psicólogo en el Centro Mencey)
https://www.facebook.com/qriverop
(de fácil localización a través de
internet).
En términos generales, los mayores
esfuerzos se centran en la búsqueda
de marcadores tempranos del
comienzo de la enfermedad. Siendo
aquí donde ha tomado relevancia el
estudio del Deterioro Cognitivo Ligero
(DCL), para algunos autores, estadio
pre-demencial del Alzheimer. Aunque
el propio Petersen (quien acuña el término) mantiene que sólo el 50 por
ciento de los DCL desarrollan la
demencia, mientras en el resto no
avanza el deterioro.
En la fase inicial de la enfermedad,
la persona olvida hechos y datos
importantes relacionados con el trabajo (en su inicio temprano) y la familia. Pero no toda pérdida de memoria supone una EA. Durante un
envejecimiento sano, las funciones
cognitivas (memoria, atención, lenguaje,…) pueden decaer, y eso es normal sin que signifique el comienzo de
una demencia. Que la memoria se
afecte al comienzo del Alzheimer
tiene su razón de ser, pues aun tratándose de un deterioro generalizado
del cerebro, parece tener una hoja de
ruta marcada. Inicia el proceso desde
la corteza entorhinalhacia el hipocampo, áreas cerebrales altamente
implicadas en los procesos de memoria, y desde este punto hacia el resto
del cerebro. En su avance se verán
afectadas otras funciones cognitivas
relacionadas con las áreas cerebrales
que se implican.
Cuando he impartido algún curso
o conferencia acerca de la EA, siempre presento una diapositiva que
muestra un cerebro con envejecimiento normal y otro deteriorado por
la EA. Explico la diferencia de anchura
de los surcos cerebrales, mayores en
la EA. En una ocasión un alumno
comentó que parecía que el cerebro
se había arrugado, y, en cierta medida
es así. La muerte de células nerviosas produce pérdida de tejido cerebral
disminuyendo su volumen. Al
paciente al que había pertenecido
aquel cerebro se le había escapado “su
persona” por entre esos surcos.
La labor familiar
Desgraciadamente esto no es lo
único que pierde el enfermo de
Alzheimer. Los datos muestran que lo
primero que se pierde en la enfermedad crónica es el apoyo social. En
el caso de la EA tal pérdida afecta al
enfermo y a sus cuidadores. Muchos
hemos vivido la experiencia en nuestra familia o en la de algún amigo cercano, cuidar a un paciente de Alzheimer es una labor estresante. Existen
estresores primarios, todo lo que
tiene que ver con el cuidado, y estresores secundarios, por cambios que
se producen en otros aspectos de la
vida del cuidador. Hoy se sabe que las
variables que modulan que ese estrés
sea mayor o menor tienen que ver con
las estrategias personales de afrontamiento y el apoyo social que tenga
el paciente y el cuidador. No es fácil
ver, día a día, a la persona que cono-
cemos, esa que contribuyó de forma
fundamental a construir lo que
somos, cómo comienza a diluirse. No
es fácil contemplar cómo, poco a
poco, se va borrando su imagen, con
la desesperación del que siente el peso
de la impotencia. No, no se encuentra fácil consuelo. Pero, ¿podemos
hacer algo? Por supuesto milagros no,
sin embargo, la labor familiar es
esencial.
El hecho impacta a la familia, a unos
más que a otros, seguro, pero eso
siempre es así en cualquier ámbito de
la vida. De poco valen las contiendas
familiares, pues se pierde un tiempo
precioso para cuidar. Aun así, quienes
estamos alrededor de las familias
deberíamos aportarles estrategias
que fomenten la comunicación
interna de la familia, con el pertinente
apoyo orientativo y educativo. Es
importante adquirir una conciencia
compartida como familia de la realidad de la situación. No existen recetas mágicas, pues cada caso es cada
caso y cada familia es cada familia,
pero desde los orígenes de la civilización existe una regla de oro compartida por la mayoría de las culturas:
“haz con los demás lo que te gustaría que hicieran contigo”, y todos
envejecemos. En este punto, es esencial que la sociedad entienda que se
debe mejorar todo lo posible la calidad de vida del paciente y de su familia. Se hace necesario que las políticas sociales se ganen el derecho de
poder ser llamadas así.
Durante todo el proceso podemos,
como familiares, hacer cosas útiles.
Incluso, en las fases más avanzadas,
donde parece que la persona está desconectada del mundo. Cuando un
niño nace, nos ve, nos escucha,
siente nuestras caricias y abrazos. No
habla, no entiende, pero se establece una comunicación a través de
las emociones. Esta primera etapa de
la infancia que los psicólogos llamamos sensoria-motora, en esencia no
es muy diferente de la última etapa
de vida del enfermos de Alzheimer.
Entonces, por qué cambiar las estrategias. Sólo es romper el muro de la
imagen que teníamos de nuestro
padre o madre o abuelos, y encontrar
a la persona que necesita de besos,
abrazos, caricias en el pelo, para
entablar una hermosa conversación
de la que poco a poco nosotros también descubrimos que estamos necesitados.
En el Día Mundial del Alzheimer,
tenemos que tener memoria de los sin
memoria. Vaya mi más profundo respeto y agradecimiento para quienes
les cuidan.
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