EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014 p1 TACORONTE celebra estos días la Fiesta del Cristo, que, tal y como atestiguan las crónicas, quedó establecida en el año 1662. 4/5 del domingo revista semanal de EL DÍA BLASCO IBÁÑEZ, TENERIFE, MAYO DE 1909: COORDENADAS DE UNA ESTANCIA IMBORRABLE PARA LA ISLA Texto: Daniel García Pulido (Fondo de Canarias - Biblioteca General y de Humanidades Universidad de La Laguna, [email protected]) A Marta Ouviña Navarro, bibliotecaria y amiga, uno de los pilares de la calidad profesional y humana de nuestra querida Biblioteca Universitaria. L a isla de Tenerife atesora en el haber de su devenir literario un bagaje significativo y a todas luces reseñable en cuanto a autores, novelas y escritos de prestigio universal vinculados a ella. Esta raigambre, inusual y con visos de imposibilidad en un enclave de la categoría geográfica y referencial de este territorio insular –nunca comparable a la indiscutible preponderancia cultural de las capitales o grandes ciudades europeas– puede certificarse en torno a tres vertientes singulares: por un lado, la aparición, siquiera fugaz, del nombre de Tenerife en joyas de la literatura como, entre otras, “Moby Dick”, “Los viajes de Gulliver”, “Veinte mil leguas de viaje submarino” o “El paraíso perdido”; por otro lado, está la certificada vinculación histórica y literaria a esta isla de escritores/as como Agatha Christie, Miguel Delibes, las hermanas Brönte, Daniel Defoe, Samuel Johnson o Julio Verne; y por último, y no menos importante, la visita, en ocasiones puntual, de personalidades de primer orden en el ámbito de las letras como Arthur Conan Doyle, Ernest Hemingway, Dulce María Loynaz, Paul Bowles, Ramiro de Maeztu y Vargas Llosa, entre muchos otros. Esta singularidad de circunstancias es obvio que Tenerife se las adeuda, en gran parte, a haberse configurado en un destino privilegiado y mimado por las circunstancias geográficas y geoestratégicas en el Atlántico, pautas que le colocaron en el paso obligado hasta mediados del siglo XX para las rutas marítimas que conectaban el mundo entero, con líneas navieras que hacían escala rumbo a América, Asia, Oceanía, Europa y África. A esos condicionantes deben sumarse los componentes asociados a su importancia en base a los prodigios de la Naturaleza (el Teide, el Valle de La Orotava, los macizos de Anaga o Teno…) que convirtieron a Tenerife en meta y objetivo de no pocas estadías, al ser indudablemente un espacio único por sus características medioambientales. No obstante, no debe obviarse ante todo este cúmulo de peculiaridades que esta isla ha logrado también mantener el pulso de la atención nacional e internacional por la inmensa amabilidad y hospitalidad, por generaciones de intelectuales que han ocupado infinidad de cargos y puestos en las letras, en la milicia, en el funcionariado, en la medicina o en los oficios nobles y artísticos, que tejieron una red de amistades y apetencias que convirtieron a Tenerife en un referente que podríamos definir acaso como espiritual. La escala tinerfeña protagonizada por el distinguido novelista Vicente Blasco Ibáñez, objeto de estas líneas, es un ejemplo fehaciente de este precepto señalado al confluir en ella varios de los condicionantes apuntados con anterioridad –esencialmente, el hecho de ser Tenerife escala atlántica en el viaje hacia Argentina–, si bien, analizando este episodio fugaz de la historia santacrucera puede colegirse que en la esencia y consecución de esta inmemorable estancia figura desde el inicio, en su transcurso y a posteriori la fuerza y empuje propiciados por personalidades del ámbito literario y cultural insular, que se convertirían en amistades que Blasco dejaría atrás en su singladura (1). Blasco Ibáñez (Valencia, 1867– Menton, Francia, 1928) fue uno de los novelistas más relevantes en el horizonte cultural español de finales del siglo XIX y comienzos del XX, marcando una estela narrativa que influenció notablemente en el mundo de las letras hispanas contemporáneas y actuales. Obras suyas como “La barraca”, “Cañas y barro” o “Los cuatro jinetes del Apocalipsis” se constitu- Arriba, el “Cap Vilano”, buque en que vino Blasco Ibáñez a Tenerife. Bajo estas líneas, firma del escritor en el álbum del Instituto de Canarias. yen de hecho en hitos de todo aquel que quiera adentrarse en la mejor literatura castellana universal. Esta fama asociada a su figura, que vivía sus momentos álgidos en el instante de su escala en Tenerife, nos brinda el contexto explicativo indispensable para entender, en su justa medida, la huella que dejó su breve recalada en la isla. El 21 de mayo de 1909 (2), tras confirmarse a través de la casa consignataria Ahlers la inminente llegada del transatlántico “Cap Vilano”(3) –en el que viajaba Blasco Ibáñez– a la capital en torno a las dos de la tarde del día siguiente, la comunidad cultural de esta ciudad se reunió en los locales del Ateneo tinerfeño –incentivada por Rafael Calzadilla y Calzadilla, según las crónicas–, reunión a la que acudieron los directores y presidentes de las diversas asociaciones culturales con mayor empuje del momento (léase Ateneo de Santa Cruz, Ateneo de La Laguna, Casino), además de representantes de los principales rotativos de la isla. En el seno de ese encuentro se dejaron traslucir los preparativos de la posible agenda para la estancia de Blasco en la capital tinerfeña –sujeta siempre al número de horas disponibles derivadas del suministro de carbón al buque–, tomándose la decisión de editar un breve manifiesto destinado al público para que demostrase en las calles su apego al escritor “como a un príncipe de las letras”, evitando destacar su faceta política republicana. La intención clara era emular en lo posible la apoteosis que se dio en el momento de la despedida del novelista valenciano en el puerto de Lisboa: “Nosotros, aunque humildes, también queremos honrar al visitando, rindiendo pleitesía de admiración a sus talentos y un aplauso caluroso al ciudadano honorable, que ha consagrado todos los afanes de su vida política a la causa de la libertad y la justicia. Invitamos, pues, a todos nuestros correligionarios y al pueblo en general para que acudan esta tarde a recibir dignamente a don Vicente Blasco Ibáñez, dando con esto un nuevo testimonio de nuestro amor a las glorias nacionales”. A grandes rasgos se sabía que la escala de aprovisionamiento del “Cap Vilano” iba a prolongarse aproximadamente durante “cinco o seis horas”, por lo que el objeto claro de la reunión se centraba en “estudiar y resolver los medios más pertinentes y adecuados de recibir y obsequiar a tan eximio representante de la mentalidad española”. Tras deliberar con atención la hoja de ruta quedó predefinida con los siguientes enclaves: visita al Ateneo santacrucero, breve paseo por la capital, trayecto en tranvía desde la p2 plaza de Weyler a Guamasa y regreso a La Laguna, visita al Instituto de Canarias y breve recorrido por la ciudad, retorno a Santa Cruz, brindis en el Casino de la capital y, por último, banquete en el hotel Quisisana. Llegó la fecha de aquel sábado 22 de mayo de 1909 y, efectivamente, tras dos días de navegación desde la capital portuguesa, atracó en aguas del puerto de Santa Cruz de Tenerife el precitado y ansiado “Cap Vilano”, entre las dos y tres de la tarde del mediodía(4). A bordo pasó una comitiva conformada por cuatro personas: el presidente del Ateneo, Calzadilla Calzadilla; el presidente del Casino, Arturo Ballester y Martínez de Ocampo; un representante de la prensa local –cuyo nombre no reflejan los documentos consultados– y Juan M. Ballester(5). Tras saludar en cubierta a Blasco Ibáñez, le acompañaron en su trayecto de desembarco en el muelle, donde “fue recibido por un numeroso público, que cariñosamente le expresó sus sentimientos de simpatía y afecto”. La primera parada de la comitiva, como hemos adelantado, la constituyó la sede del Ateneo de Santa Cruz, lugar donde se hizo efectivo el primer brindis con champán, pastas y dulces, así como las alocuciones de rigor. En esa institución se refleja que el novelista tuvo “frases de encomio para el Ateneo, demostración –añadía– del amor que en Tenerife despierta la cultura literaria” y que departió por momentos con algunos socios y admiradores. A renglón seguido, el grupo subió a un carruaje que partió en un breve paseo por algunas calles céntricas de la ciudad, dirigiéndose a la plaza de Weyler, donde les esperaba un tranvía habilitado especialmente para la ocasión. La premura de tiempo, que era sin duda uno de los hándicaps de tan breve estancia, hizo que el trayecto en tranvía llegase únicamente a la localidad de Guamasa, enclave elegido porque desde allí ya podía Blasco Ibáñez contemplar el majestuoso perfil del Teide. Al éxito de este desplazamiento contribuyeron asimismo las magníficas condiciones meteorológicas, con una temperatura muy agradable y cielos despejados. Lo siguiente fue tomar enseguida el transporte en sentido contrario para detenerse en La Laguna, posiblemente en la parada–estación habilitada en la plaza de la Concepción. Nos informan los rotativos de que “se mostró encantado del precioso panorama lagunero”, y en el transcurso de su estancia en la ciudad de Aguere visitó las instalaciones del Instituto Provincial –donde fue recibido por su director, Adolfo Cabrera–Pinto y Pérez, y el poeta Guillermo Perera Álvarez, entre otros, plasmando su firma en el libro de honor de la entidad(6) – así como “la hermosa carretera de Tejina”, enclave por el que sentían predilección los turistas a su paso por la isla. Tras retornar a Santa Cruz de Tenerife, en torno a las seis de la tarde, el domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA siguiente punto de su estancia fue atender a la invitación cursada por Arturo Ballester para tomar unas pastas y champán en el Casino de la capital. A renglón seguido, y tal como se disponía en la apretada agenda de aquella tarde, se trasladaron al banquete organizado por el Ateneo santacrucero en el hotel Quisisana(7), “que resultó ser un acto brillante y del cual se guardará imperecedera memoria”, con intervenciones calurosas y entrañables de Calzadilla, Pérez Armas y respuesta amable y sincera de Blasco Ibáñez, que “improvisó un bello discurso que era interrumpido por atronadores aplausos”(8). Los sesgos más interesantes de su intervención fueron la promesa solemne que hizo de hacer una nueva y más detenida visita a la isla y la posibilidad de escribir “un libro sobre asuntos canarios”(9), asuntos que demuestra conocer si nos atenemos al erudito conocimiento que disponía sobre las navegaciones atlánticas –con certeras y profundas alusiones a San Borondón, a la Atlántida, a los viajes precolombinos...–, todo lo cual se trasluciría en la novela “Los argonautas”, que analizaremos a continuación. Tras tomar el café en las terrazas del Quisisana, la comitiva se encaminó en varios carruajes al muelle, donde embarcó Blasco Ibáñez al son de los acordes de la banda municipal y bajo el regocijo de millares de paisanos que habían acudido en masa a prodigarle su afecto y cariño más sinceros. Las palabras de los cronistas del momento son elocuentes al máximo: “El tránsito en el muelle era poco menos que imposible”. La promesa vertida por el autor valenciano se materializó, en parte, apenas cinco años después con la extensa mención que dedica a esta ciudad y a la historia relacionada con la protohistoria de las Islas en la obra “Los Argonautas”, editada por la editorial Prometeo en Valencia en 1914(10). Este libro, que ha sido definido como una “excelente fuente para revivir la experiencia de la migración trasatlántica en aquel tiempo”(11), nos ofrece una estampa próxima y densa de la singladura del vapor alemán “Goethe”(12) durante aproximadamente quince días, utilizando este medio como engarce para hilvanar conversaciones políticas, filosóficas, históricas, o incluso de costumbres, siempre bajo las diferentes concepciones de los pasajeros, a quienes toma como protagonistas del viaje. A lo largo de las etapas del mismo, con las subsecuentes escalas en Lisboa, Tenerife, Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires, surgen en los entresijos del discurso novelesco personajes de diversa índole social, de marcados orígenes y creencias, que se conforman como las piezas primordiales de la trama, construyendo asuntos y temas de conversación variopintos, siempre salpicados por precisas y poéticas descripciones. La isla de Tenerife, y en concreto su capital y principal recinto portuario, Santa Cruz, aparecen al lector una vez iniciado el segundo capítulo(13). La descripción global que hace de la rada nos traslada, por boca y palabra de los personajes fingidos, la impresión que le inspira a Blasco Ibáñez la contemplación sosegada del perfil santacrucero desde la borda del transatlántico, y es de una claridad y una nitidez solo al alcance de manos expertas en el bosquejo de los espacios, los paisajes y las escenas cotidianas: “Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color rosa, y sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreo tramaje”. La precisión de sus alusiones descriptivas nos ayuda a rememorar de forma excepcional la realidad física del solar santacrucero en los primeros años del siglo XX, haciendo énfasis en las pautas que definían la ciudad en aquellos momentos: las torres de las iglesias parroquiales de la Concepción y de San Francisco –esta última con aquel azulejado que fue tan característico–; la estación radiotelegráfica de Cuatro Torres, que diera nombre a todo un barrio en las entonces afueras de la emergente capital; el recuerdo de aquella decena larga de “viejos baluartes”, encabezados por la egregia presencia del castillo de San Cristóbal en la entrada de la propia ciudad; todo contemplado bajo la óptica de Blasco bajo esa aureola rosácea de Portada de “Los Argonautas”. Edic Prometeo, Valencia, 1914. los atardeceres lánguidos. Su prosa descriptiva continúa en párrafos posteriores: “Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la bandera de un castillo moderno: un hotel elegante al que venían a respirar los tísicos septentrionales. Entre el muelle y el trasatlántico, un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el amarre del carbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vapores de diversas banderas, en torno de cuyos flancos agitábase el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigueo de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; ruidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otros rugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada [..]”. El “hotel elegante”, como ha debido suponer el lector, está haciendo referencia al Quisisana, establecimiento cuya inolvidable estampa quedó prendida en la retina de infinidad de viajeros que hicieron escala en la capital santacrucera, y al que Blasco Ibáñez parece querer agradecer, con su cita, destacándolo dentro del universo de la ciudad. No en vano debemos recordar, como hemos citado anteriormente, que el novelista valenciano fue agasajado, entre otros enclaves, en el incomparable marco de este bello inmueble en su estadía en la capital santacrucera. Blasco se deja entrever a lo largo de la citada novela como un enamorado del movimiento portuario, de los conocimientos náuticos y la esfera de lo naval. Es por ello que no extrañan las menciones a la actividad de las embarcaciones y del comercio que, una y otra vez, subyacen a lo largo de su prosa, tal y como deja patente en el siguiente párrafo: “[..] banderas belgas que en lo alto de un mástil iban a las desembocaduras del Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacia las Antillas y el golfo de México; buques de todas las nacionalidades que marchaban en línea recta hacia el sur, en busca de las costas del Brasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia; vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje del archipiélago canario y las escalas de Marruecos” (14). El novelista continúa desgranando peculiaridades que constituyen parte indisoluble de la idiosincrasia isleña en los albores del siglo XX entremezclando la descripción de la realidad económica de Tenerife –que vive una de sus fases de crecimiento al amparo, en parte, del abastecimiento del carbón a los buques que recalan en puerto– con apuntes vinculados al ámbito de la naturaleza y del paisaje, siempre con maestría y esa elegancia que le ha hecho a Blasco ser apo- p3 EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014 dado el “Zola español”: “La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandes caminos que llevan a África y América, parecía contemplar impasible este movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba por unas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, que llegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa por una áspera flota de chumberas y pitas; guardando tras las volcánicas montañas de su litoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el cielo con una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancas vedijas de las nubes, y ostentando sobre esta masa de vellones el pico del Teide, un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borla o botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano”. Cuando Blasco Ibáñez define a los que entonces eran conocidos como “jornaleros de carbón” (para distinguirlos de los “jornaleros de carga blanca”) lo hace con una belleza expresiva que conmueve por su plasticidad y su poder de evocación. El escritor valenciano habla de ellos cómo “filas de hombres blancos que parecían disfrazados de negros” que “penetraban en el buque por las portas abiertas en sus dos costados llevando al hombro grandes cestos que esparcían polvo de hulla”. Ahondando en el análisis de su paréntesis narrativo isleño, comprobamos cómo surgen anotaciones en torno a la sorpresa ante la escasez de automóviles en la ciudad o sobre la sempiterna presencia de mujeres “asomadas a las ventanas como odaliscas” –rasgo este que siempre llamó en extremo la atención de todos los visitantes foráneos a las Islas–. Pero si tuviésemos que precisar cuál es el tema o apartado al que Blasco Ibáñez presta una atención singular a lo largo de su estancia en la rada de Santa Cruz de Tenerife (o, al menos, tal y como aparece reflejado en el tránsito novelesco) no podríamos dudar en aludir al argumento que le brinda el fecundo horizonte de los cambulloneros y su actividad portuaria. Sus descripciones, dotadas de un acierto histórico y de una riqueza cromática que difícilmente podremos encontrar en otros autores, evidencian la relevancia y el papel preponderante que jugaron aquellos personajes del denominado “comercio clandestino”, a pie de cubierta, atosigando al viajero en su llegada a la isla. Dejemos paso a sus líneas, que son una fantástica aproximación en el tiempo a una realidad que aún vive latente en nuestra memoria, en la de nuestros padres y abuelos, una realidad que marcó definitivamente la vida y aconteceres de toda una capital e, incluso, de una isla: “Al salir Fernando a la cubierta de paseo sintió enredarse sus piernas en un montón de telas vistosas extendidas junto a la puerta, al mismo tiempo que zumbaba en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Le pareció estar en una feria de las que se celebraban semanalmente al aire libre en los pueblos de España. Había que abrirse paso con los codos entre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos en mostradores. Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tintas, remontándose hasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas. Eran mantelerías con calados sutiles semejantes a telas de araña; pañuelos de seda con tonos feroces que daban a los ojos una sensación de calor; kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que parecían confeccionados con papel de fumar; almohadones multicolores como mosaicos; velos blancos o negros recamados de plata que traían a la memoria las viudas trágicas de la India subiendo al son de una marcha fúnebre a la hoguera conyugal. Los productos de aguja de las isleñas canarias mezclábanse con la pacotilla chillona venida de Asia. Vendedores andaluces o indostánicos gesticulaban entre los grupos de pasajeros, alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o con un balbuceo mezcla de todas las lenguas. Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y pequeños, de cara ancha y corta, mostachos de brocha, ojos ardientes con manchas de tabaco en las córneas. Tenían el aspecto de perros de presa chatos y bigotudos; pero buenos perros, NOTAS (1) De hecho, la visita de Blasco Ibáñez la conocimos documentalmente hace ya unos años al haber tenido la inmensa suerte de consultar el texto original de una breve nota dirigida por el novelista valenciano a uno de esos amigos que dejó en su estadía en la isla, Patricio Estévanez Murphy, en la cual dejaba constancia de guardar un “cariñoso recuerdo de mi paso por Tenerife”. Desde estas líneas agradecemos a nuestra entrañable amiga doña Isabel Borges Estévanez el que nos permitiese admirar ese invaluable fondo documental, hoy depositado en el Centro de Documentación Canarias-América (CEDOCAM), en La Laguna. (2) Referencias históricas tomadas de los periódicos «La Opinión», «El Progreso» y «Diario de Tenerife» del 22 de mayo de 1909. (3) El “Cap Vilano”, procedente de Hamburgo y Lisboa -puerto donde embarcó Blasco Ibáñez- y rumbo a Montevideo y Buenos Aires, transportaba 622 pasajeros. En su escala tinerfeña cargó 450 toneladas de carbón, agua y víveres “en breves horas” [..] “quedando su capitán y primer maquinista completamente satisfechos de la prontitud en el servicio”. (4) Es curioso que la casa consignataria acertase desde días antes en la hora exacta de llegada del trasatlántico al puerto santacrucero, lo que es indicativo del nivel de precisión de sus registros mercantiles. Debemos reseñar que las noticias sobre la estancia del escritor en la sial se retrasaron al lunes 24 de mayo ya que el día 23, al ser domingo, no hubo prensa. (5) No acertamos a distinguir si este Juan M. Ballester se refiere al presidente de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Santa Cruz de Tenerife en aquel entonces, Juan M. Ballester y Martí, o si se hace alusión al concejal y alcalde Juan Miguel Ballester Remón. Nos inclinamos más por esta última opción, a efectos de protocolo institucional. (6) “El primer centro docente fue objeto de sinceros elogios”. La firma, de trazo claro y sobrio, ilustra el folio 51 del citado álbum, que puede consultarse libremente desde el vínculo habilitado en el catálogo de la Biblioteca Universitaria de la Universidad de La Laguna, donde se custodia el original. http://absysnet.bbtk.ull.es/cgi-bin/abnetopac/O7137/ID4af47ffe/NT2. Debemos y agradecemos esta referencia exacta al exquisito buen hacer de la bibliotecaria y responsable del Fondo Antiguo, Paz Fernández Palomeque. (7) Conocemos incluso el menú ofertado en tan magno evento: “Hors d´oeuvres variès / Consomme Xérés / Sama au vin blanc / Entrecòte grillé garni a la Jardinière / Bretonnes á l´americaine / Dinde jóti á a la broche / Salade / Chrysantha aux fraises / Gateau / Fruits - Dessert / Café”. (8) Entre los aproximadamente 40 asistentes a este evento figuraban, además de Calzadilla Calzadilla, Benito Pérez Armas, Juan y Arturo Ballester Martínez de Ocampo, Juan Bethencourt Alfonso y su hijo, Juan Bethencourt Herrera -en edad infantil-; Juan Martí y Dehesa; Carlos Calzadilla Sayer; Antonio Vivanco Santillán; Rafael Hardisson Espou, así como “varios concejales, directores de periódicos, casi todos los individuos de la Junta y otros socios del Ateneo y varios admiradores”, entre los cuales debían encontrarse el precitado Patricio Estévanez Murphy y Diego Crosa Costa -testimonio este que se recoge en la obra de Leoncio Rodríguez titulada «Perfiles» [Santa Cruz de Tenerife, 1970, en su página 110]-. (9) Esta promesa fue reiterada de nuevo a bordo, cuando ya se despedían sus cicerones. Según se recoge en la prensa, “la oferta volvió a los labios del señor Blasco Ibáñez con la plena y absoluta seguridad humildes, que agarrados a él ladraban con suavidad. “Señor, compra la mía colcha bonita para la tuya madama”. “Señor, una echarpa: todo barato”(15). Entre los productos que destacan en la oferta de los “cambulloneros” que nos presenta de forma tan visual Blasco Ibáñez comprobamos que aparecen tanto las “cajas de cigarros empapelados de plata, con las marcas más famosas de Cuba, a pesar de que procedían de las fábricas de Tenerife”, como la inmensa variedad de frutas –encabezada, como es natural, por el auge del cultivo del plátano–, si bien hay espacio para algunas ventas peculiares como la reflejada por el escritor valenciano de aquellos vendedores que “iban de un lado a otro ofreciendo hamacas de hilo o grandes sillones de junco trenzado, enormes y majestuosos como tronos”. Para ir finalizando con esta exégesis de contenidos, y acaso como contrapunto a esa actividad mercantil subversiva, Blasco Ibáñez nos añade otro retazo de la “paisajística” portuaria santacrucera que no nos queremos dejar atrás: se trata de la presencia de esos muchachos que, buscando alguna moneda de recompensa, hacían gala de sus aptitudes atléticas y natatorias de cara a los turistas recién llegados a puerto. Se nos viene a la memoria enseguida la figura de aquel añorado joven conocido como “Alágua”, personaje toscalero que pasó gran parte de su existencia juvenil dedicado a estas actividades. Nos dice el novelista valenciano al respecto: “Canoas poco más grandes que artesas iban tripuladas por muchachos desnudos, de color de chocolate, relucientes con el agua que se escurría de sus miembros. Mientras uno bogaba moviendo unos remos cortos como palas, otro, acurrucado en la popa por el frío de las continuas inmersiones, rugía a todo pulmón: “¡Caballero, eche dos marcos y los alcanzo!!. “Caballero, caballero”. Era un griterío que emergía incesantemente a ras del agua; una continua apelación al “caballero” para que pusiese a prueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto. Y cuando la pieza blanca caía en el abismo, el nadador iba a su alcance con la cabeza baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la piragua balanceante detrás de sus pies con el impulso del salto. El cuerpo bronceado tomaba una claridad de marfil en el cristal verde de las aguas removidas. Se le veía agitar los miembros junto al casco de la nave, como unas tijeras blancas que se abrían y cerraban acompasadamente; hasta que, volviendo a la superficie con la moneda en la boca, y echándose atrás el mechón húmedo que caía sobre su frente, ganaba la canoa con una agilidad de mono y volvía a temblar de frío, implorando a todo pulmón la generosidad del “caballero”. En los primeros compases del tercer capítulo Blasco Ibáñez comienza la despedida del suelo tinerfeño y lo hace con un párrafo bellísimo, digno de figurar con distinción en esa literatura de viajes en la que Santa Cruz de Tenerife fue un espacio pródigo: “Estaban aún frente a la isla, costeando sus rugosas montañas, pétreo oleaje de antiguas erupciones llegadas hasta el mar. Bajaban por las laderas, como ovejas en tropel, blancas viviendas, medio ocultas algunas de ellas en los repliegues sombreados de verde. Por encima de las cumbres iban pasando la caperuza nevada del Teide como una cabeza curiosa, ocultándose o apareciendo, según el buque marchaba cerca o lejos de la costa”. Blasco Ibáñez dejó una huella insoslayable en la memoria del Santa Cruz de principios del siglo XX, que lo contemplaba como una de las figuras rutilantes del horizonte literario del momento. Nuestro objeto ha sido rememorar ese vínculo del que nos separan casi un centenar y pocos años, intentando no perder ese nexo, emulando a esa isla –utilizando palabras del novelista valenciano– que estaba “siempre a la vista, como los países encantados de las leyendas, que parecen avanzar detrás de los pasos del que huye”. Esta estancia, que fue definida como uno de los “acontecimientos más digno de ser grabado en el alma isleña”, es un eslabón más en ese engarce de recuerdos a páginas imperecederas del ayer de nuestro añorado Santa Cruz. de su cumplimiento”. (10) Las primeras referencias a esta obra las encontramos en los ejemplares de “La Prensa” de 29 de enero de 1928 y en “Hoy”, de 25 de julio de 1933, entre otros pasajes periodísticos. Debemos reseñar que parte de estos textos figuran incluidas asimismo en la obra “Tenerife visto por los grandes escritores”, editada por La Prensa, en Santa Cruz de Tenerife, en 1933. (11) Comentarios tomados del portal «IgualAnalista. El blog de América Latina Portal Europeo». (12) Blasco debió bautizar este navío en homenaje a embarcaciones homónimas, como el «Goethe», de 3.408 toneladas de la «Hamburg American Line», que naufragó cerca de la Isla de Lobos, en la desembocadura del Río de la Plata, el 23 de diciembre de 1876. (13) La primera cita a la isla figura en la frase puesta en boca del pasajero Isidro Maltrana, cuando dice a sus compañeros de viaje: “Esta noche va a bailar un poco el vapor, pero al amanecer fondearemos en Tenerife”. (14) Debemos resaltar que Blasco cita en su novela otro de los “clásicos” de cualquier singladura que se precie: la presencia de polizones a bordo, uno de ellos incluso nacido en Tenerife. (15) Es revelador que Blasco diferenciase incluso en la novela cómo las camareras y “stewards” del transatlántico esperaban hasta los últimos minutos de la escala en Santa Cruz de Tenerife para ultimar sus negocios con los cambulloneros, “con mayor baratura”. Como dice el novelista valenciano, “en el viaje de regreso el “Goethe” no tocaba en Tenerife para hacer carbón y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá”. p4 domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA Texto: Nicolás Pérez García L os frailes agustinos calzados fundaron el convento de San Sebastián del lugar de Tacoronte, primigenia dedicación que más tarde tomaría el nombre de San Agustín por ser el de la advocación. El acuerdo de fundación es del año 1649, tomado en el convento de la misma orden en Los Realejos. Entonces los conventuales se establecieron en la ermita de San Sebastián hasta 1662, año de construcción del convento de San Agustín, poco después de haberse suscrito los acuerdos definitivos de la congregación. El edificio se levantó junto a un terraplén que había en el lugar donde hoy se asienta la plaza del Cristo, el enclave cívico-religioso más importante de la ciudad. La edificación es de planta cuadrada en torno a un patio central, alzado de dos pisos con grueso muros y claustro interior de doble galería columnada en sus cuatro frentes. La fachada da al poniente, como en todas las iglesias y ermitas de Tacoronte, de porte austero, toda lisa, interrumpida por los vanos de las ventanas, resaltando el arco central de medio punto en piedra volcánica que da acceso al interior. El pasillo de la galería alta es todo de madera, comunica con el coro de la iglesia-santuario por medio de un arco de cantería y una pequeña escalinata. En la parte trasera del convento los frailes labraban una huerta donde cultivaban hortalizas y viñedos. La comunidad agustiniana se componía de una docena de religiosos, cuyo desenvolvimiento económico se apoyaba en limosnas, capellanías y donaciones, recurriendo en muchas ocasiones al auxilio del Pósito del pueblo. En el siglo XVIII recibieron importantes donativos de emigrantes tacoronteros, citando como más dadivosos a Diego Antonio Marrero (Cuba), Andrés Álvarez (Puebla de los Ángeles, México) y Francisco Gutiérrez (Caracas). A la obra del convento siguió la edificación del templo anejo, actual santuario del Cristo, levantado sobre los cimientos de la ermita de San Sebastián, que fue derruida al efecto. Comenzaron los trabajos por 1664, al propio tiempo que se ampliaba la iglesia de Santa Catalina bajo la mano del maestro de cantería Domingo Rodríguez, sauzalero residente en La Laguna. La cantería del santuario se sacó de la pedrera de Pedro Álvarez, en Tegueste, por concierto entre el cabuquero Juan Alonso de Córdoba y el capitán Diego Pereyra de Castro, copatrono del convento junto a su sobrino Tomás Pereyra de Castro-Ayala. La iglesia-santuario tiene planta basilical de tres naves con sus cubiertas cerradas por un solo tejado, cuatro tramos; capilla mayor rectangular y sacristía con acceso directo al presbiterio y al claustro conventual. Sobre las tres naves, en el primer tramo, se sitúa el TACORONTE Fiesta del Cristo, Varón de Dolores Lo atestiguan las crónicas: “Que en el día domingo primero después de la Exaltación de la Cruz (14 septiembre) se ha de celebrar fiesta a la santa imagen con procesión y sermón, vísperas y toda solemnidad…”. Así quedó establecido el 30 de enero de 1662, junto a otros acuerdos y concesiones que se pusieron por escrito en la reunión que sostuvieron los religiosos del convento de San Agustín, convocados a campana tañida según uso y costumbre de la época. coro alto, al que se accede por la galería superior del convento. La puerta traviesa que abre al norte (calle San Agustín) recibe el nombre de San Sebastián, en recuerdo del santo titular de la primitiva ermita, en tiempo pasado uno de los patronos del lugar. La fachada del santuario es toda en piedra labrada en la que destaca una rica decoración. En ella se abren tres vanos con arco de medio punto, siendo la puerta principal más amplia que las laterales, flanqueada por columnas pareadas de fuste estriado. La cornisa superior recorre linealmente todo el frontis para recoger los paños laterales de paramentos lisos con un óculo abocinado y una gárgola en forma de raro animal, a cada lado. La fachada del santuario había quedado sin concluir por 1675, luciendo una sola espadaña, la del lado derecho. El capitán Diego Pereyra debió de morir en torno a dicho año, y su viuda, Juana de la Cova Ocampo, dejó encargado a sus hijos que terminaran la fachada, pero finalmente quedó como estaba. Las causas se ig- Los orígenes de la fiesta se remontan a 1662. noran y fue en 1906 cuando se completa el frente con todos los elementos que luce: se modificó el ático en forma de frontón triangular y se añadió la segunda espadaña, situada a la izquierda. Estos trabajos se realizaron bajo la dirección del maestro de obras militares Domingo Pisaca, a instancias del párroco Damián Martín Hernández. En el centro campea un escudo heráldico de los Pereyra de Castro, que fue colocado de conformidad con los privilegios establecidos en la escritura de patronato. El que fue en origen lugar y luego pueblo, y hoy ciudad de Tacoronte por decreto real de 1911, tiene una deuda de gratitud con los Pereyra de Castro, auténticos mecenas que costearon la mayor parte de aquellas obras, además de su contribución más importante, más significativa y más trascendente, como lo es la sagrada imagen del Cristo de los Dolores, que trajo Tomás Pereyra de Castro-Ayala de Madrid en 1661. Estoy totalmente de acuerdo con la reflexión que en ocasiones hizo el cro- nista oficial de la ciudad Sergio Fernando Bonnet sobre que Tacoronte no ha reconocido debidamente el legado del capitán Tomás Pereyra de Castro-Ayala, pues a él se debe que este pueblo cuente con la milagrosa imagen. Es exiguo tributo un escudo heráldico y una estatua de mármol de Carrara en el presbiterio, insignias posiblemente costeadas por los propios benefactores. Los hermanos Tomás y Diego Pereyra de Castro procedían de ilustre linaje gallego emparentado con la nobleza portuguesa; se establecen en Tenerife por 1610-1611. En un documento suscrito el 27 de agosto de 1660 consta que el capitán Diego Pereyra de Castro es “recaudador mayor de las rentas reales de los almojarifazgos destas yslas”. Su hermano Tomás casó con Bárbara Carrasco de Ayala y Ocampo en febrero de 1618, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción de La Laguna; ella, nieta del primer conde de La Gomera, Guillén Peraza de Ayala, quedando así enlazados los apellidos Castro-Ayala. El primero de sus hijos fue Tomás Pereyra de Castro-Ayala, que compartió con su tío Diego el patronazgo del convento agustino. Tomás Pereyra padre fue administrador de los bienes del Adelantamiento de las Islas por su titular, Porcia Magdalena Fernández de Lugo y Marini (V Adelantado), princesa de Asculi y duquesa de Terranova. Sirvió como capitán ordinario del rey Felipe III y fue regidor perpetuo de Tenerife, acreditándose de buen patricio y generoso caballero, defendiendo en ocasiones el puerto de Santa Cruz de invasiones extranjeras. Tuvo tres hijos: Tomás, gran benefactor del convento, del que hemos hablado; Juan Carrasco (fraile); y Alonso, que falleció en Indias sin dejar descendencia. La historia está para contarla. Nos muestra un espacio concreto del tiempo, habla de personas y realizaciones, describe detalles sociales y familiares, dibuja la vida que fue de quienes nos precedieron, orienta en actitudes, comportamientos, usos, costumbres…; de ella aprendemos para mejorar y corregir si somos capaces de entender lo que siempre transmite el acontecer, que es sobre todo experiencia. Antaño, la fiesta principal de Tacoronte era la del 25 de noviembre, día de Santa Catalina de Alejandría, patrona del lugar. Seguía en importancia la del 20 de enero, día de San Sebastián. La celebración de septiembre tiene dos puntos de referencia emblemáticos que se cruzan; la imagen del Cristo de los Dolores y la vendimia. En el santuario se aprende a rezar, a buscar consuelo con humildad, a nivel de tierra, para redescubrir al resucitado, sin orgullo ni arrogancia, que estas desvirtudes nada cuentan en las cosas de Dios. En la campiña el viñedo ha esperado pacientemente en las jornadas cadenciosas del verano que ya se extingue, cuando los racimos sazonan con placidez hacia el p5 EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014 mosto meloso y curtido que lleva al vino nuevo. Tacoronte sin el Cristo no es Tacoronte. Sabe entenderlo quien lo siente de verdad en el encuentro, reencuentro y peregrinaje de tantos feligreses que cada año vienen de otros lugares, especialmente de los pueblos del Valle de Güímar, que han sellado una alianza con la imagen desde tiempos pasados. De las tierras sureñas vienen en legión a la octava de la fiesta para cumplir con una tradición arraigada, siempre sorprendidos ante la estampa desclavada del Señor de Tacoronte, abrazado al madero, a la cruz de su victoria universal cual trofeo perenne de redención. A pesar de los estigmas de su martirio, la expresión de su rostro es serena, como un velo sutil que soslaya la angustia y el dolor padecidos. Bajo el pie izquierdo, la calavera, y el mástil de la cruz sobre la cabeza de la serpiente. Así es esta imagen tan venerada que se afincó en esta tierra tacorontera hace 353 años. Desde aquel ayer hasta hoy, el tema escultórico sigue llamando poderosamente la atención. La diversión, la alegría y el espectáculo son asuntos placenteros del exterior, pero el corazón de la fiesta está en otro sitio, está en la Eucaristía, está en la imagen que preside el santuario y que recorre las calles; está en cada feligrés, en cada devoto, peregrino o visitante que se acerca a las andas de la imagen para estar con Él. nada dedicada a la exaltación de la vendimia se celebra desde 1961. La fiesta se adentra en el otoño, cuando las golondrinas que anunciaron el verano, cumplida su misión, se descuelgan de sus nidos para volar hacia otros horizontes. El atardecer se acorta y la noche acude presta, cada vez más templada, para dormir su quietud en los campos de la fértil ladera. En las noches tranquilas de septiembre, la naturaleza duerme su sueño de sosiego y quietud en los campos de la fértil ladera La singular imagen del Cristo de Tacoronte, abrazado, no clavado, a la cruz. Foto EL DÍA. Desde el Santuario la devoción trasciende a los viñedos, donde el silencio fragua la cosecha y la naturaleza la hace rendir con portentoso dinamismo. En los festejos, la secular vendimia tiene su conmemoración particular, y no es para menos en un municipio donde el vino es la estrella de su producción agraria. La jor- tacorontera. En el contraste de la fiesta, el monte verde y majestuoso de Agua García parece un vigía privilegiado desde los oteros abigarrados de laurisilva, armonizando con la serie de montañas que circundan el término municipal, tratando de agarrar las nubes que ascienden sutilmente empujadas por los alisios refrescantes para fecundar la sementera y alimentar los acuíferos que subyacen bajo la foresta hace miles de años. Desde el bosque de Agua García, el manantial de Madre del Agua fue el recurso providencial que mitigó la sed de los lugareños y sus animales durante siglos. Desde los comienzos del poblamiento que siguió a la conquista castellana, monte y agua fue simbiosis fundamental para la vida de aquella comunidad incipiente. Amistoso, acogedor y muy grato puede sentirse el visitante al contemplar esta campiña desde las tierras cercanas al monte en la travesía del Camino Real, que acoge senderos gastronómicos donde se prodigan la buena carne y el excelente vino tinto de Tacoronte. La cita septembrina nos convoca, y de alguna manera nos hace regresar en el tiempo para recordar tiempos de niños correteando por la plaza. Las secuencias de la fiesta nos hacen revivir pequeños momentos e inocentes aventuras que vivimos años ha, y sobre todo la imponente imagen del Cristo cuando traspasa el arco de medio punto del santuario y asoma a la plaza a los acordes del himno nacional. Es la salida, para hacerse más cercano, caminar con la gente, escuchar sus plegarias y silencios contenidos. Genuino exponente de la identidad tacorontera y de tantos peregrinos que acuden a su encuentro. p6 domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA CLAVES DEL CAMINO FANTASMAS Un misterio imperecedero Por extraño y contradictorio que pueda parecernos, es posible que en un mundo como el nuestro, en el que la ciencia y la tecnología han alcanzado su mayor desarrollo conocido, las apariciones de fantasmas estén pasando por su época más dorada. Mientras los cazadores de fantasmas proliferan en televisión, en Internet las noticias sobre la aparición de espectros, acompañadas de sugerentes filmaciones y fotografías, se actualizan a cada instante. ¿Existe base científica que fundamente la vitalidad de la que goza el tema? ¿Está su investigación al alcance de cualquiera? ¿Qué nos lleva a creer en su existencia? Texto: José Gregorio González H ay que reconocer que dentro del ámbito de lo inexplicable, sólo la casuística generada por el fenómeno ovni es capaz de rivalizar, al menos en cantidad, con la relativa a la observación de fantasmas. Curiosamente, en ambos casos subyacen presupuestos e inquietudes bastante similares: la existencia de vida más allá de nuestro planeta capaz de visitarnos y la continuidad de la vida tras la muerte en un hipotético más allá desde el que también nos visitan. Sin embargo, mientras la ciencia se muestra más que receptiva con una parte del primer escenario, dándole cobijo dentro de una disciplina científica propia como es la exobiología, no ocurre lo mismo con toda la casuística de apariciones y otros fenómenos relacionados con la supervivencia postmorten. Aunque es cierto que cada vez con mayor frecuencia se alzan voces favorables a un acercamiento científico menos despectivo y más conciliador, la realidad hoy por hoy es que estas manifestaciones del presunto Más Allá son, en el mejor de casos, ignoradas, cuando no etiquetadas como interpretaciones irracionales y supersticiosas de estímulos y fenómenos en gran medida convencionales. Dado que desde el punto de vista de la ciencia nada sobrevive a la muerte, quienes afirman contemplar el espectro de personas fallecidas deben estar sencillamente equivocadas. O, en su defecto, mentir. Poco importa desde este planteamiento cientificista la existencia de una abrumadora y creciente casuística o la convicción y vehemencia con la que los testigos defienden la objetividad de lo observado. Simplemente, para la ciencia los fantasmas no existen, aunque el fenómeno esté más vivo y más de moda que nunca, tal y como demuestran las encuestas. Uno de los sondeos más recientes realizado en Estados Unidos por la consultoría Harris a finales del pasado año apuntaba a que un 42% de los estadounidenses creía en los fantasmas, un porcentaje que no parece haber variado desde 2005. Curiosamente, por las mismas fechas una peculiar encuesta encargada por la empresa inmobiliaria Realtor.com, analizó la manera en la que podían influir las creencias en fantasmas, casas encantadas o la observación de fenómenos tipo poltergeist a la hora de comprar una vivienda, revelando, entre otras cosas interesantes, que uno de cada tres estadounidenses declaraba haber vivido nada menos que en una casa encantada en algún momento de sus vidas. En líneas generales, un 62% de los encuestados se mostró receptivo a la hora de comprar una casa embrujada, mientras que un 51% conocía el caso de alguna persona que experimentaba estos fenómenos y un 35% declaró haber vivido ellos mismos en un hogar embrujado. Nada menos que uno de cada cuatro encuestados había realizado su propia investigación sobre el pasado de los inmuebles en los que vivía en busca de hechos misteriosos, quien sabe si influenciados por la cultura televisiva a la que nos hemos referido en este artículo. ¿Qué podía hacer sospechar a un potenciar comprador que la casa que le ofertan está habitada por fantasmas? No es necesario ver espectros. A un 61% le haría sospechar que hubiese un cementerio en la propiedad, a un 50% que la casa tuviese más de un siglo, a un 45% le daría mala espina que la venta fuese demasiado rápida o el precio demasiado bajo, mientras que para un 43% la cosa no pintaría bien si en las proximidades del futuro hogar existiese un campo de batalla. Tal vez ello explique que desde el punto de vista mediático el tema esté pasando por su mejor momento conocido, con millones de referencias en Internet y un auténtico carrusel de programas de televisión que con desigual acierto abordan el aparicionismo desde los más variopintos enfoques, dando cobertura a casos y testimonios de seriedad y credibilidad tan amplia como variable. Pero, ¿existe algo a lo que podamos llamar fantasma? La respuesta a esta pregunta clave es sencilla, y al mismo tiempo, de gran complejidad. No sólo existe una única cosa a la que llamar “fantasma”, sino que existen muchas que, como veremos, reciben de forma unilateral esa etiqueta. El concepto del fantasma o espectro está perfectamente interiorizado en las creencias del ser humano con independencia de su cultura. En esencia un fantasma no vendría a ser cosa que el alma o espíritu de una persona fallecida, capaz de aparecer y ocasionalmente interactuar con el medio o con los observadores, y de mostrarse muchas veces, aunque no siempre, con el aspecto físico que tuvo en vida. Nuestros protagonistas son viables a partir de la creencia ancestral y trascendente en la vida después de la muerte, la percepción de que una parte de lo que somos sobrevive a la muerte en este plano físico, una creencia que en su origen en el hombre primitivo se debió de nutrir principalmente de vivencias surgidas de estados alterados de conciencia bien inducidos o espontáneos, experiencias oníricas, proyecciones extracorporales y/o experiencias cercanas a la muerte, así como visiones de miembros del grupo que habían muerto. Con el paso del tiempo, esas percepciones y su consecuente creencia en la vida después de la muerte evolucionaria de manera muy diversa. El asunto tiende a complicarse cuando descubrimos que el fenómeno es extensible a los animales, es decir, que hay casos de observación del espectro de animales que han muerto; de colectivos, como ocurre con grupos de combatientes en antiguos campos de batalla, y hasta de objetos que han formado parte de lances bélicos, de maldiciones o de catástrofes. Está claro que el “fenómeno fantasma” existe, es decir, no podemos negar la existencia a lo largo de la historia de un conjunto de estímulos y efectos que han dado lugar al concepto “fantasma”, pero tenemos que reconocer que no están tan claras las causas que lo provocan, salvo que aceptemos de pleno la explicación trascendente y demos por hecho que, efectivamente, son manifestaciones que nos revelan la existencia postmórtem. ¿Hay pruebas de ello? Si entendemos por pruebas investigaciones realizadas bajo condiciones de laboratorio que indiquen que los espectros, más allá de toda duda, son exactamente lo que culturalmente creemos, la respuesta es no. Lo que sí tenemos son muchos casos, muchos testimonios aportados por personas creíbles de toda condición, que fortalecen esa interpretación. El prestigioso psicólogo e investigador psíquico Charles Tart aporta en su libro “El fin del materialismo” un caso muy interesante, protagonizado nada menos que por un profesor y catedrático emérito de Psicología, el doctor Joseph Waldron, de la Universidad Estatal de Ohio. Waldron perdió a su esposa Rene en 1992 de un cáncer fulminante tras veintiséis años de feliz matrimonio, lo que le arrastró a un profundo estado depresivo. Una noche se levantó del sofá para atender a una llamada en la puerta de su casa y allí se encontró a su mujer. “Mi estúpido comentario fue: ¿qué estás haciendo aquí en la puerta principal?, pero lo que p7 EL DÍA, domingo, 21 de septiembre de 2014 realmente pensaba era: ¿cómo puedes estar aquí si estás muerta? Era como si tratase de ser diplomático. Ella me respondió diciendo, con una sonrisa llena de amor y bondad, aunque también de vacilación: sabes muy bien por qué. Yo ya no vivo aquí. Luego dio media vuelta y se marchó, alejándose del porche”. El evento fue increíblemente real, “más real que la realidad”. Nuestro protagonista tuvo un segundo encuentro que incluyó una interacción y diálogo más largo, unas experiencias que tal y como reconoció habría etiquetado en otras personas como alucinaciones hipnagógicas de no haberlas experimentado en carne propia. ¿Fueron fruto de la sugestión, del estrés y el anhelo de la pérdida que estaba gestionando? Es posible, pero los casos no siempre siguen este patrón, reuniendo características que resultan demoledoras para con las explicaciones convencionales. Uno de los episodios más célebres en este sentido fue el vivido por la doctora Elizabeth Kübler-Ross, narrado años después de que le sucediera en su libro “La rueda de la vida”. No solo hubo una observación, sino diálogo y una evidencia física en su encuentro. Se topó de bruces en el hospital en el que estaba investigando con una antigua paciente fallecida diez meses antes. Caminaron juntas desde el ascensor a su despacho, llegando a abrirle la puerta del mismo. Podemos imaginar la turbación de Kübler-Ross. El “espectro” había regresado para darle las gracias a la doctora por sus atenciones, y para instarla a que no dudara de su trabajo y continuara con el mismo. “De pronto –escribe la doctora– presentí que ella ya conocía mis pensamientos y todo lo que iba a decirle. Decidí pedirle una prueba de que estaba realmente allí; le pasé una hoja de papel y una pluma y le pedí que escribiera una breve nota para el reverendo Gaines. Ella escribió unas palabras de agradecimiento. ¿Está satisfecha ahora?, me preguntó. Francamente, yo no sabía qué era lo que sentía. Pasado un momento la señora Schwartz desapareció. Salí a buscarla por todas partes; no encontré nada. Volví corriendo a mi despacho y estudié detenidamente la nota, tocando el papel, analizando la letra, etcétera. Pero entonces me detuve. ¿Por qué dudarlo? ¿Para qué continuar haciéndome preguntas?”. Una vez descartado el fraude o engaño premeditado, ¿en qué escenario de explicaciones nos movemos? Obviamente, y esto es algo que toman en consideración la inmensa mayoría de los investigadores del fenómeno por muy proclives que sean al escenario paranormal, los dos primeros factores interconectados que tenemos que barajar ante las observaciones de fantasmas son la confusión y la sugestión. Ambas van de la mano y nos juegan malas pasadas con más frecuencia de lo esperado. Simplemente todos nos podemos confundir, y sí encima estamos psicológicamente predispuestos por una pérdida o un exceso de credulidad, las posibilidades de multiplican. Un estímulo convencional y que en otro momento habría pasado inadvertido, como un soplo de aire, el crujido de la madera, el ruido de las cañerías, defectos eléctricos, insectos que se cuelan en la casa, una cortina al viento, manchas de humedad, etc., se pueden llegar a convertir con más frecuencia de lo esperado en “señales” o en manifestaciones de una presencia invisible. Y si encima el lugar en el que suceden tiene cierta fama o reputación al respecto, las posibilidades de “sentir lo invisible” alcanzan su cota máxima. Esta obviedad la han comprobado experimentalmente el psicólogo Richard Wiseman y algunos de sus colaboradores, como el estadounidense Jim Houran, en un cine en 1997, exponiendo a grupos de personas a lugares convencionales y “encantados”, combinado información real con historiales maquillados. Indefectiblemente cuando los sujetos pensaban que visitaban un lugar encantado, las percepciones que se consideraban anómalas se multiplicaban sustancialmente. Aunque se han propuesto explicaciones adicionales, como sería el caso de alucinaciones hipnagógicas, o de aquellas más inquietantes relacionadas con la parálisis del sueño, el estudio de la casuística nos obliga a descartarlas salvo para casos extremadamente raros, esencialmente porque los sujetos que afirman ver fantasmas generalmente están bien despiertos o comparten la observación con otras personas. Tyrrell y otros parapsicólogos han apuntado a la telepatía, a las proyecciones extracorporales e incluso a la proyección y materialización de pensamientos como explicaciones viables para las apariciones de fantasmas. Estas propuestas sitúan y reducen el origen y naturaleza del fenómeno exclusivamente al potencial de la mente humana, excluyendo la intervención de espíritus desencarnados por mucho que la apariencia de los espectros sea la de personas falle- cidas conocidas. A estas hipótesis se ha venido a sumar en los últimos años una interesante posibilidad relacionada con los efectos que provocan en los seres humanos los infrasonidos. Estas ondas acústicas están por debajo del umbral de audición humano, cosa que no sucede con muchos animales, que sí pueden percibirlas e incluso son capaces de generarlas. Tal vez el ejemplo más conocido es el de los animales que reaccionan con anticipación a terremotos o volcanes, en los que se generan infrasonidos. La vinculación con el tema que nos ocupa radica no sólo en la posibilidad de que puedan hacer temblar e incluso mover ciertos objetos, sino en las sensaciones poco agradables que generan en nosotros los humanos sin que seamos conscientes de ello dado que no podemos escucharlos, como es el caso de mareos, náuseas, alteración de la respiración, tos, dolor de cabeza sensación de ser observado o impresiones de tristeza o de temor. Representación de un espectro. El ingeniero eléctrico Vic Tandy fue más allá al descubrir en 1988, de forma accidental, que los infrasonidos podían generar “apariciones”, cosa que él mismo vivió en carne propia. Las vibraciones de un ventilador motivaron que una noche viera en el laboratorio en el que trabajaba la aparición de una figura borrosa grisácea, lo que le llevó a proponer a través de las páginas del Journal of the Society for Psychical Research que ciertos edificios encantados podían ser el foco de infrasonidos de forma natural. La idea, desde luego, es muy sugerente si tenemos en cuenta que el viento, las olas del mar o cierta maquinaria pueden provocarlos y estos se pueden propagar largas distancias. Habría que indagar caso por caso, pero desde luego es evocador que ciertos castillos o edificios antiguos en los que reiteradamente se habla de fantasmas puedan estar bajo el influjo de los infrasonidos. Experimentalmente, Wiseman puso a prueba el potencial espectral de los mismos en una sala de conciertos. Junto a varios alumnos y especialistas en acústica lograron reunir a cuatrocientas personas que fueron distribuidas en dos conciertos de piano de “música experimental” realizados en la misma sala de forma consecutiva y con el mismo repertorio e intérpretes. Sólo existía una diferencia: durante las piezas de los conciertos se emitirían infrasonidos con un dispositivo muy rudimentario pero efectivo, un trozo de cañería con un altavoz de baja frecuencia. El público, ajeno por completo al objetivo real del experimento, debía llenar un cuestionario por cada interpretación valorando las sensaciones que la música le provocaba. El resultado fue revelador y necesariamente a tener en cuenta por los investigadores cuando se enfrenten a estos casos, ya que las sensaciones o experiencias inusuales descritas fueron un 22% más abundantes durante los momentos en los que se emitían los infrasonidos. Aunque aún no tengamos la respuesta definitiva al fenómeno de los fantasmas, sin duda hoy más que nunca gracias a la ciencia y a la tecnología estamos más cerca de acorralarlo y entenderlo. MIEDO Y MISTERIO EN LAS LAGUNETAS Para este sábado, 27 de septiembre, está prevista le celebración de la segunda edición de las Noches de Miedo y Misterio, una iniciativa conjunta de los responsables de la empresa de actividades temáticas teatrales Al Anochecer Casa Rural y el programa radiofónico “Crónicas de San Borondón”. La actividad se presenta como una noche de sensaciones, un viaje desde la realidad representada por los casos reales y en apariencia inexplicables ocurridos en Las Lagunetas y su entorno, y la ficción escenificada a través de un espectáculo interactivo con actores profesionales que personalizan a los integrantes de una familia acosada por la tragedia y una maldición. El asombro y la sorpresa inicial de los casos reales terminando dando paso en la segunda y más importante parte del evento a la inquietud, el temor, la incertidumbre de lo que está por venir… con momentos de miedo y también de humor. Los grupos, por la propia naturaleza del evento son reducidos, y el balance de los participantes hasta la fecha es sobresaliente. Más datos en [email protected] o llamándoles al 609.338.242. p8 domingo, 21 de septiembre de 2014, EL DÍA www.eldia.es/laprensa Revista semanal de EL DÍA. Segunda época, número 946 La enfermedad de Alzheimer: RECORDAR A QUIEN NO RECUERDA L a Enfermedad de Alzheimer (EA) es un tipo de demencia, es decir, el declive de la funciones cognitivas en comparación con el nivel previo del funcionamiento del paciente, determinado por la historia de declive y por las alteraciones apreciadas en el examen clínico y mediante test neuropsicológicos (McKlan, 1984). La EA supone, aproximadamente, el 60 por ciento de los casos de demencia. Se trata de un deterioro progresivo cuyo final es la muerte del paciente. En España afecta al 4,2 por ciento de las personas que tiene entre 65 y 74 años, al 12,5 por ciento de los que están entre 75 y 84 años, y al 27,7 por ciento de los mayores de 85 años. Los síntomas iniciales son la pérdida de memoria, principalmente a corto plazo, es decir problemas para recordar cosas recientes, y dificultad para aprender cosas nuevas o resolver problemas abstractos. También pueden observarse ciertos cambios en su personalidad, al tiempo que puede comenzar a mostrar poco interés por actividades de tipo social. Las frustraciones por observar su propia ineficacia es posible que genere irritabilidad. En la progresión de la demencia los síntomas se agravan hacia la desorientación temporal o la divagación en las conversaciones. La incapacidad para las actividades básicas de la vida diaria le convierte en una persona dependiente de cuidados. La medicación existente en la actualidad se centra en dos focos: antagonistas del N-metil-D-aspartato (NMDA) e inhibidores de la colinesterasa. Ninguno de éstos detiene la enfermedad, aunque pueden generar cierto bienestar en el paciente durante un periodo de tiempo más largo. En cuanto a los estudios genéticos con la APOE4 muestran que el 40 % de los pacientes con aparición tardía de la EA son portadores de este gen. La mayoría de genetistas sospechan de la existencia de otros genes implicados en cómo se desarrolla la enfermedad, siendo éste el punto donde se encuentra la investigación genética. Por otra parte, los estudios con placas amiloide y proteína TAU mostraron una diferencia anatómica con otras demencias. Son estas marcas las que, post-mortem, nos dan la seguridad de que un paciente ha padecido EA. Sin embargo, en vida, el diagnóstico siempre será posible o probable Alzheimer, según se cumplan o no una serie de criterios establecidos por el NINCDS-ADRDA y amplio consenso Texto: FranciscoL. RiveroPérez (responsable del Grupo de Neuropsicología del COP Santa Cruz de Tenerife. Psicólogo en el Centro Mencey) https://www.facebook.com/qriverop (de fácil localización a través de internet). En términos generales, los mayores esfuerzos se centran en la búsqueda de marcadores tempranos del comienzo de la enfermedad. Siendo aquí donde ha tomado relevancia el estudio del Deterioro Cognitivo Ligero (DCL), para algunos autores, estadio pre-demencial del Alzheimer. Aunque el propio Petersen (quien acuña el término) mantiene que sólo el 50 por ciento de los DCL desarrollan la demencia, mientras en el resto no avanza el deterioro. En la fase inicial de la enfermedad, la persona olvida hechos y datos importantes relacionados con el trabajo (en su inicio temprano) y la familia. Pero no toda pérdida de memoria supone una EA. Durante un envejecimiento sano, las funciones cognitivas (memoria, atención, lenguaje,…) pueden decaer, y eso es normal sin que signifique el comienzo de una demencia. Que la memoria se afecte al comienzo del Alzheimer tiene su razón de ser, pues aun tratándose de un deterioro generalizado del cerebro, parece tener una hoja de ruta marcada. Inicia el proceso desde la corteza entorhinalhacia el hipocampo, áreas cerebrales altamente implicadas en los procesos de memoria, y desde este punto hacia el resto del cerebro. En su avance se verán afectadas otras funciones cognitivas relacionadas con las áreas cerebrales que se implican. Cuando he impartido algún curso o conferencia acerca de la EA, siempre presento una diapositiva que muestra un cerebro con envejecimiento normal y otro deteriorado por la EA. Explico la diferencia de anchura de los surcos cerebrales, mayores en la EA. En una ocasión un alumno comentó que parecía que el cerebro se había arrugado, y, en cierta medida es así. La muerte de células nerviosas produce pérdida de tejido cerebral disminuyendo su volumen. Al paciente al que había pertenecido aquel cerebro se le había escapado “su persona” por entre esos surcos. La labor familiar Desgraciadamente esto no es lo único que pierde el enfermo de Alzheimer. Los datos muestran que lo primero que se pierde en la enfermedad crónica es el apoyo social. En el caso de la EA tal pérdida afecta al enfermo y a sus cuidadores. Muchos hemos vivido la experiencia en nuestra familia o en la de algún amigo cercano, cuidar a un paciente de Alzheimer es una labor estresante. Existen estresores primarios, todo lo que tiene que ver con el cuidado, y estresores secundarios, por cambios que se producen en otros aspectos de la vida del cuidador. Hoy se sabe que las variables que modulan que ese estrés sea mayor o menor tienen que ver con las estrategias personales de afrontamiento y el apoyo social que tenga el paciente y el cuidador. No es fácil ver, día a día, a la persona que cono- cemos, esa que contribuyó de forma fundamental a construir lo que somos, cómo comienza a diluirse. No es fácil contemplar cómo, poco a poco, se va borrando su imagen, con la desesperación del que siente el peso de la impotencia. No, no se encuentra fácil consuelo. Pero, ¿podemos hacer algo? Por supuesto milagros no, sin embargo, la labor familiar es esencial. El hecho impacta a la familia, a unos más que a otros, seguro, pero eso siempre es así en cualquier ámbito de la vida. De poco valen las contiendas familiares, pues se pierde un tiempo precioso para cuidar. Aun así, quienes estamos alrededor de las familias deberíamos aportarles estrategias que fomenten la comunicación interna de la familia, con el pertinente apoyo orientativo y educativo. Es importante adquirir una conciencia compartida como familia de la realidad de la situación. No existen recetas mágicas, pues cada caso es cada caso y cada familia es cada familia, pero desde los orígenes de la civilización existe una regla de oro compartida por la mayoría de las culturas: “haz con los demás lo que te gustaría que hicieran contigo”, y todos envejecemos. En este punto, es esencial que la sociedad entienda que se debe mejorar todo lo posible la calidad de vida del paciente y de su familia. Se hace necesario que las políticas sociales se ganen el derecho de poder ser llamadas así. Durante todo el proceso podemos, como familiares, hacer cosas útiles. Incluso, en las fases más avanzadas, donde parece que la persona está desconectada del mundo. Cuando un niño nace, nos ve, nos escucha, siente nuestras caricias y abrazos. No habla, no entiende, pero se establece una comunicación a través de las emociones. Esta primera etapa de la infancia que los psicólogos llamamos sensoria-motora, en esencia no es muy diferente de la última etapa de vida del enfermos de Alzheimer. Entonces, por qué cambiar las estrategias. Sólo es romper el muro de la imagen que teníamos de nuestro padre o madre o abuelos, y encontrar a la persona que necesita de besos, abrazos, caricias en el pelo, para entablar una hermosa conversación de la que poco a poco nosotros también descubrimos que estamos necesitados. En el Día Mundial del Alzheimer, tenemos que tener memoria de los sin memoria. Vaya mi más profundo respeto y agradecimiento para quienes les cuidan.