FLANNERY O`CONNOR Mal profundo en el Profundo Sur

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FLANNERY O’CONNOR
Mal profundo
en el Profundo Sur
Cincuentenario de su muerte (1964-2014)
Biblioteca Pública Gerardo Diego
C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa)
28031 MADRID
913806633
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AVES
EXÓTICAS
Los
escritores
católicos
anglosajones componen una
secta bien exótica. Salvo en
Irlanda, se encuentran rodeados
por una mayoría protestante, que
los contempla con tradicional
recelo y los convierte, a su pesar, en heterodoxos y rebeldes. El hecho
de tener que desenvolverse en un medio hostil, agudiza su sentido
crítico y da lugar a personalidades inclasificables, con un gusto muy
desarrollado por la paradoja y la polémica. Al contrario que sus
correligionarios de países católicos, los anglosajones escriben para un
público que no comparte sus creencias, lo que les obliga a ser
especialmente sutiles y a huir de todo adoctrinamiento. Al mismo
tiempo, su posición marginal les sitúa en lugar privilegiado para
observar a distancia la sociedad en la que viven, tanto como los propios
dogmas, que se ven cuestionados a cada momento. Mientras que los
literatos creyentes de sociedades católicas adoptan, salvo excepciones,
el papel de guardianes de la ortodoxia y el orden establecido, y carecen
por ello de todo interés, autores como Chesterton, Hilaire Belloc, C. S.
Lewis, Evelyn Waugh, Graham Green, Tolkien o Eliot, ganaron por
derecho propio un lugar en la historia de la literatura, y son leídos y
admirados por todo tipo de lectores al margen de sus convicciones.
A esta especie en vías de extinción perteneció Flannery O'Connor, un
ave tan exótica como las que ella misma criaba en su granja. Católica in
terra infidelis, el Sur de los Estados Unidos, un territorio repleto de
visionarios y fanáticos lectores de la Biblia, O'Connor cultivó toda su
vida una devoción a contrapelo, pero también una visión despiadada
sobre sus paisanos. De sus 39 escasos años de vida (murió un 3 de
agosto de hace cincuenta años), pasó casi la mitad enferma y
enclaustrada, y jamás conoció varón. Todo parecía predisponerla para
alejarla de la realidad, pero esta frágil dama, tan virgen y beata, terminó
escribiendo algunos de los relatos más brutales y desesperados de la
literatura reciente. En ellos retrató sin contemplaciones una tierra
anclada en el pasado y devorada por la miseria, el racismo y el
oscurantismo religioso, que sólo halla esporádico alivio en explosiones
irracionales de violencia.
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Cualquiera que se acerque a sus
historias sin noticia previa, pensará que
ha dado con el nihilista más
desesperanzado que pueda hallarse. La
sorpresa es mayúscula cuando uno
descubre que las compuso una pía
católica, que aseguraba escribir para
demostrar la presencia de la gracia
divina entre nosotros. Por fortuna,
resulta muy dificil distinguir desde fuera
esa presunta mano de Dios en su obra y
si alguna intervención sobrenatural se
detecta, uno estaría tentado más bien a
hablar del diablo, a juzgar por el grado
de salvajismo y humor negro.
El motivo es que O’Connor casi nunca
permitió que su fe le estropeara una
buena historia. Al lado de su Dios, había otro señor no menos exigente,
el de la buena literatura, que no consentía milagros, sermones ni Deus
ex machina. Si la gracia divina decidía intervenir en sus narraciones,
tenía que apañárselas para camuflarse entre los personajes, sin
perturbar el diseño realista, de tal forma que sus lectores incrédulos
(«Mi público son las personas que creen que Dios ha muerto», escribió
una vez) encontraran «totalmente inesperado, además de totalmente
creíble» su desenlace. Es decir, que los paletos psicópatas, tan
frecuentes en sus cuentos, nunca dejarían de parecer paletos
psicópatas, a los que ningún juez dudaría en enviar al psiquiátrico o al
presidio, por muy iluminados por Dios que estuviesen.
Pese a que ella lo llamara «realismo cristiano», es comprensible el
desconcierto de los católicos ante unas narraciones tan poco edificantes
que podría haberlas escrito el peor ateo. «Mr. Giroux», le pidió un día
su madre a un editor, «¿no puede hacer que Flannery escriba sobre
gente buena?». O’Connor se mostró siempre inflexible frente a todas las
acusaciones de crueldad y de falta de mensaje aleccionador.
«Lo que descubrirá el escritor de ficción», se defendió con valentía,
«si es que descubre algo, es que él no puede cambiar o moldear la
realidad en pro de la verdad abstracta. El escritor aprende, quizás más
rápidamente que el lector, a ser humilde ante la realidad. Sólo tiene que
tratar la realidad, lo concreto es su instrumento, y, al final, se dará
cuenta de que la narrativa sólo puede trascender sus límites
permaneciendo dentro de ellos.»
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VIDA
Mary Flannery O’Connor nació en Savannah, Georgia, en
1925, en una familia católica, de las de toda la vida, que había
dado hasta un gobernador por línea materna. Su padre era un
acomodado agente de la propiedad inmobiliaria y su madre, una
dama del Sur, orgullosa de su linaje. Mary, hija única, despierta y
con afición al dibujo, tuvo una infancia feliz, cuyo punto álgido
aconteció a los seis años, cuando un noticiario de Pathé la hizo
fugazmente célebre al filmarla junto a un pollo amaestrado por
ella, que andaba marcha atrás. Como puede verse, desde muy
pronto le tentó lo retrógrado.
←Posando de sabihonda con pocos años
El Profundo Sur (Deep South) en que se crió O’Connor era y
continúa siendo el territorio donde se concentra el mayor índice de pobreza, analfabetismo,
prejuicios racistas y fanatismo religioso de toda la nación. En medio de la mayoría
protestante, compuesta por un espectro de sectas que iban de los formales baptistas y
metodistas hasta los predicadores callejeros más chiflados, los católicos constituían una
minoría tan restringida como para considerarse miembros de un club selecto y un tanto
snob. Como señalaba el irónico Orwell: «Lo de ser condenado
otorga cierta distinción; el infierno parece un club nocturno de élite,
con admisión restringida sólo a católicos». Esto llevó a la O’Connor
a contemplar siempre un poco por encima del hombro el
protestantismo de sus conciudadanos, como una devoción de una
especie más hortera. «La religión del Sur», escribió en carta a un
amigo, «es una religión de “hágase usted mismo su propia religión”,
cosa que yo, como católica, encuentro doloroso, chocante y
severamente cómico. Es una religión llena de inconsciente orgullo
que le hace caer en toda clase de ridículas predicaciones. Los
protestantes no tienen nada con qué corregir sus herejías prácticas
y, por eso, las solucionan dramáticamente».
El día de su primera comunión→
La Depresión de los años 30 golpeó severamente la
economía familiar y obligó al padre a trasladarse a Atlanta,
una de las grandes ciudades del Sur. Madre e hija la
encontraban aborrecible y decidieron permanecer en la más
recoleta y señorial Milledgville, antigua capital del estado,
donde contaban con parientes. Un golpe aún más grave fue
la enfermedad del padre, en 1938, de un mal autoinmune
llamado lupus, que lo llevaría a la tumba tres años más tarde.
Para Mary, que en 1941 contaba 15 años y adoraba a su
progenitor, la pérdida supuso una catástrofe, que tendría su
secuela una década más tarde, cuando ella misma desarrolló
la enfermedad paterna.
←Con 18 años, aún sana
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Tras completar estudios secundarios, se inscribe en una universidad femenina (Georgia
State College For Women, también en Milledgville), donde adquiere un grado de ciencias
sociales y comienza sus primeras tentativas con la
escritura. En 1946, con 21 años, se matricula en
el Iowa Writers’ Workshop (Taller de Escritores
de Iowa), una prestigiosa escuela de escritura
encuadrada dentro de la Universidad de Iowa,
por donde han pasado celebridades como John
Cheever, Philip Roth o Raymond Carver, entre
otros muchos. Su primera intención es dedicarse
a la caricatura periodística, pero enseguida
descubre que su verdadera vocación es la
literatura. O’Connor, que hasta entonces ha leído
poco, se lanza con avidez a la lectura y escribe
sus primeras narraciones. Allí encontraría la
escritora sus primeros admiradores (el poeta
Robert Lowell, entre ellos) y obtendría su grado
en 1947.
Una O’Connor de 22 años en Iowa, con Arthur Koestler y Robie
Macauley→
Acabados sus estudios, se traslada en 1948 a Yaddo, una colonia de artistas cerca de
Nueva York, donde se mantuvo apartada de la loca bohemia de los residentes. «Había un
montón de fiestas», le escribió a un amigo, «en las que todo el mundo contribuía para las
bebidas. Asistí a una o dos, pero siempre me marché antes
de que comenzaran a romper cosas». Ni entonces ni
después se le conocieron romances con ningún hombre.
Sus relaciones más intensas, y castas, fueron siempre
epistolares y con mujeres.
Tras trasladarse a Nueva York, donde comienza la
redacción de su primera novela, Sangre sabia, la joven
escritora, que siempre tuvo algo de Paco Martínez Soria en
La ciudad no es para mí, huye horrorizada de la gran manzana
y se refugia en Connecticut, en la casa de campo de un
matrimonio amigo, el traductor Robert Fitzgerald y su
esposa Sally, dos de sus más fieles amistades.
En 1949, durante el viaje de vuelta al hogar para pasar la
Navidad, le sobreviene el primer ataque de la enfermedad
congénita, el lupus eritematoso, que ella confunde en un
principio con artritis. Tiene 24 años y su vida sufrirá un
vuelco tan radical como el de sus historias. Tras algunas
estancias en hospitales y consciente de la gravedad del mal,
O’Connor renuncia a la vida mundana y, en 1951, se enclaustra
junto a su madre en la granja familiar, llamada «Andalusia»
(pronúnciese ‘andaluchia’), en las afueras de Milledgville, donde
transcurrirá el resto de su existencia dedicada a la escritura, las
lecturas devotas y el cuidado de las aves exóticas de la granja,
entre ellas sus amados pavos reales, de los que llegó a reunir un
centenar. En 1952, su primera novela, Sangre sabia, es aceptada y
publicada, con críticas desiguales. Más fortuna tendrá tres años
más tarde con Un hombre bueno es difícil de encontrar (A Good Man
Is Hard to Find), su primera colección de cuentos, que será
aclamada de manera unánime en todas las críticas.
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←↓Diversas imágenes de una O’Connor ya enferma,
instalada en la granja familiar «Andalusia»
Para entonces, ya no puede caminar sin
muletas. Aunque una vez diagnosticada,
sólo le dieron una esperanza de vida de
cinco años, logró sobrevivir catorce,
durante los cuales apenas abandonó su
refugio salvo para impartir esporádicas
conferencias o realizar un viaje a Europa
en 1958, con etapas en Lourdes (que ella
describe de la manera más escéptica y
socarrona; «He venido a pedir por mi libro,
no por mis huesos», escribió) y en Roma,
donde visitó al Papa Pío XII. Durante su
larga enfermedad, O’Connor sustituyó las
relaciones humanas y amorosas por la
religión, la literatura (su otra religión) y una
abundante correspondencia con otros
escritores y amigos. En los últimos años de
su vida, escribió también numerosas
reseñas de libros de teología para
publicaciones católicas.
Su segunda novela, The Violent Bear It
Away (Los violentos lo arrebatan, traducida en
España también como Los profetas), una
obra desigual y ardua de escribir, sale en
1960 y es recibida con malas críticas. No
importa; su fama ya se había consolidado y
las universidades no dejan de llamarle para que imparta conferencias, pese al progresivo
debilitamiento que le causa la enfermedad. Existe un curioso testimonio sonoro, disponible
en internet (véase la bibliografía), de una de estas comparecencias públicas. En él se
escucha a la autora leyendo con su cerrado acento del Sur (tan cerrado que, durante su
estancia en Iowa, el director de la escuela le pidió que le pusiera por escrito lo que quería
decirle, porque no la entendía), ante un público que estalla en carcajadas cada pocas frases.
Algo chocante, teniendo en cuenta que lo que leía era Un hombre bueno es difícil de encontrar,
uno de sus relatos más brutales; pero también muy significativo de lo festiva que puede ser
la lectura de O’Connor,
pese
a
todo
su
tremendismo.
La escritora fue una
enferma valiente, que
hablaba
de
sus
padecimientos con humor
sardónico
y
rechazó
siempre la compasión:
«Debo de ofrecer un
aspecto patético con estas
muletas. Hace unos días
estuve en Atlanta y una
señora mayor se subió en el
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ascensor. Cuando me miró con un ojo húmedo y centelleante, me dijo en voz baja: “¡Dios
la bendiga, querida!” Me sentí igual que el Desequilibrado [el asesino de su relato Un hombre
bueno es difícil de encontrar] y le dirigí una mirada letal […] (la señora añadió) “Los lisiados
entrarán primero”. Y así será, porque los lisiados golpearán a todos los de alrededor con
sus muletas» (carta a A., 1955, citado en la introducción a El negro artificial y otros relatos, p.
14).
Murió escribiendo casi hasta el último momento. Su último relato (El día del Juicio Final,
una versión ampliada del primero que escribió, El geranio, con lo que el círculo parecía
cerrarse), terminó de corregirlo poco antes de su muerte (de un fallo renal, en agosto de
1964), escondiéndolo bajo la almohada de su cama de hospital para burlar la prohibición de
los médicos.
En una clara demostración ―una más― de que la buena literatura no se hace con ideas,
las de O’Connor fueron toda su vida de lo más reaccionarias. Le gustaba describirse a sí
misma como un ser del siglo XIII. La enfermedad acentuó su religiosidad y la convirtió en
una católica de las de misa a diario. Confiaba muy poco en el progreso y todos los
personajes ilustrados y reformistas que salen en sus obras resultan ser, sin excepción, unos
primos que fracasan estrepitosamente. A una íntima amiga le escribió: «Creo que la Iglesia
es lo único que puede hacer soportable esta terrible época hacia la que nos encaminamos».
Respecto a la cuestión racial, pese a que nunca se manifestó abiertamente, compartía
buena parte de los estereotipos de los sureños de la época sobre los negros. De hecho,
O’Connor se mostró indiferente hacia el movimiento por los derechos civiles, que
comenzó a cobrar fuerza en los 50. Su actitud fue ambigua como poco. Por ejemplo,
aunque admiraba al escritor negro James Baldwin, se negó a recibirlo en su casa de Georgia
con el peregrino argumento de que «Respeto las tradiciones de la sociedad que me sustenta
―es lo honrado».
Igualmente puritana se mostró en relación al sexo; el erotismo (incluido la más inocente
expresión de afectos) brilla por su ausencia en sus libros. En sus relatos se sufre, pero no se
ama. Como escribió a una amiga: «Provengo de una familia en que la única emoción
respetable que se permite exteriorizar es la irritación. En algunos esta tendencia produce
urticaria, en otros literatura, en mí ambas cosas».
Gozó de amplio reconocimiento en vida, y su prestigio no hizo sino aumentar con la
publicación póstuma, un año después de su muerte, de su segunda colección de relatos,
Everything That Rises Must Converge (Todo lo que asciende tiene que converger) y posteriormente, en
1971, de una recopilación de toda su narrativa breve, uno de los muy escasos libros que
cualquier paleto debería leer antes de morirse.
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OBRA
Flannery O’Connor fue una ardiente católica toda su vida, pero, por fortuna, no se le
nota casi nunca al leerla. Es más, si nadie nos lo advirtiera, costaría trabajo imaginar que,
detrás de esas historias tan negras y desesperadas, se oculta un creyente. Contra la tentación
de confundir un cuento con una homilía, escribió:
«El católico que no escribe para un círculo limitado de católicos podrá considerar con toda probabilidad
que, como ésta es su visión, está escribiendo para una audiencia hostil, y estará más que nunca preocupado de
que su trabajo tenga valor por sí mismo y de que sea completo, independiente e invulnerable por derecho
propio. Cuando la gente me ha dicho que no puedo ser una artista porque soy católica, he tenido que
responder que porque soy católica no me puedo permitir ser menos que artista»
(«La Iglesia y el escritor de narrativa», en: Flannery O’Connor, El negro artificial y otros escritos, p. 302).
Antes que a una doctrina, O’Connor fue fiel a la realidad a la hora de escribir. Su Dios es
discreto y, aunque no renuncia a manifestarse en la naturaleza, lo hace a través de la mente
y el corazón de sus personajes, nunca mediante el milagro o el poltergeist, de manera que el
lector puede decidir si explica sus actos de una manera teológica o exclusivamente natural.
Es decir, que si se quita a Dios de la balanza, el peso apenas oscilaría.
INFLUENCIAS. O’Connor no empezó a leer en serio hasta relativamente tarde, cuando
ingresó en el taller de escritores de Iowa, ya cumplidos los 20. Antes de eso, sólo admitía la
influencia de Edgar Allan Poe, un autor al que resulta difícil no venerar si uno se dedica al
relato breve.
En Iowa, la escritora recuperó el tiempo a marchas forzadas. Leyó a otros sureños
(Faulkner, sobre todo), a rusos (gustaba de
Dostoievsky, Chéjov, Gogol y Turgueniev,
pero nada de Tolstoi) y a novelistas católicos
(Mauriac, Bernanos, Bloy, Green, Waugh).
Admiraba a Faulkner (Mientras agonizo), Joyce y
Bernard Malamud, pero le aburría Kafka, pese
a que a menudo la comparasen con él. Decía
haber aprendido algo de Hawthorne, Flaubert
y Balzac. Con otras mujeres novelistas,
liberadas y modernas, se mostró despiadada:
Iris Murdoch, Carson McCullers, Mary
McCarthy, Virginia Woolf, Djuna Barnes… a
todas las tildó de chifladas.
Henry James, el escritor favorito de la O’Connor→
Por encima de todos, siempre situó dos
nombres: Joseph Conrad y, antes que nadie,
Henry James, de quien decía que, al leerlo,
sentía que algo sucedía en ella. No adivinamos
qué, puesto que no puede haber dos autores
más antagónicos: uno, el inglés, trabajaba con
personajes refinados y con gran capacidad de
introspección; la otra con paletos casi inarticulados; uno procuraba explicar casi todo, la
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otra apelaba al misterio y la revelación; uno abominaba de la trascendencia y, aunque
escribió relatos de fantasmas, sus espectros sólo se distinguen de sus personajes vivos
porque no pueden tomar el té; la otra recurría a la gracia divina hasta para tomar el té… En
fin, dejando aparte su admiración técnica por el maestro, se trata de un caso de manual de
atracción de opuestos. Es evidente que O’Connor tenía más en común con algunas de las
odiadas damas citadas más arriba que con el cerebral y controlado británico de adopción,
que sin duda habría considerado de mal gusto, cuando no directamente una falta de
educación, tanta revelación, iluminación e intromisión de gracia divina.
BUENO Y BREVE. La obra literaria de O’Connor es breve: dos novelas (tampoco muy
voluminosas) y treinta y un cuentos. Aunque sus obras largas contienen pasajes soberbios,
su verdadera contribución a la
literatura se halla en sus
cuentos. El formato de novela
no se adapta bien a los
personajes de O’Connor, que
sólo tienen dos estados: antes
y después de recibir la gracia
divina, o lo que quiera que
reciban
que
los
deja
trastornados.
No
experimentan
una
lenta
evolución sino que sufren un
cambio violento, instantáneo.
Pero la novela está pensada
precisamente
para
el
desarrollo acumulativo y el
cambio lento y progresivo de
los personajes, mientras que
los
vuelcos
imprevistos
funcionan mejor en el relato
breve. En las narraciones de O’Connor, por el contrario, sus personajes permanecen
obstinadamente inalterables desde que nos los presentan hasta el instante del cambio
traumático.
Sus novelas parecen cuentos hinchados, y de hecho provienen de algunos de sus relatos.
Al comparar ambas versiones, no podemos dejar de pensar que lo que quería decirnos la
autora está mejor y más intensamente expresado en su forma original de relato breve.
TÉCNICA LITERARIA. Las ideas de la escritora sobre técnica literaria, expresadas en
diversos ensayos (como por ejemplo Naturaleza y finalidad de la narrativa, fuente de las
siguientes citas), se estudian hoy día en todas las escuelas de escritura y se han vuelto, por
así decir, canónicas. Parte de una distinción básica: la literatura es el reino de lo concreto;
no debe ser nunca predicación ni discurso filosófico: «El escritor atrae por medio de los
sentidos, y no se puede atraer a los sentidos con abstracciones». Por ello, no es posible
extraer el mensaje de una historia como se extrae el mejillón de la concha: «Algunas
personas tienen la idea de que primero se lee la historia y luego se llega al significado, pero
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para el propio escritor de narrativa toda la historia es el significado, porque es una
experiencia, no una abstracción».
Derivada de esta exigencia de concreción, «la segunda característica común de la narrativa
[consiste en que] la narrativa tiene que ser en gran parte presentada, en lugar de
contada.» Es decir, no me cuentes algo, házmelo ver, pónmelo ante los ojos.
En consonancia con esta voluntad de dejar hablar a la historia, se entiende también la
desaparición del autor. El autor omnisciente, trasunto de ese burgués optimista que creía
poder explicarlo todo, se desvanece ahora detrás de sus personajes y deja de intervenir
directamente en las historias; los personajes se cuentan a sí mismos. «Cuando llegamos a
James Joyce, el autor no aparece por ningún lado en el libro. El lector está solo,
enredándose en los pensamientos de varios personajes desagradables. El lector se encuentra
en mitad de un mundo, aparentemente sin comentarios».
Por último: «A mí me parece que todas las buenas historias muestran una conversión,
un cambio de carácter». (Carta a A., 4 de abril de 1958). O’Connor fue una maestra del
punto de giro más violento en una narración. Hablaba de que en todos los relatos hay un
momento clave, encarnado en una acción o un gesto, que trastocan para siempre la vida del
personaje. Sus tramas van acumulando tensión hasta que el resorte se suelta con un
latigazo. Sus finales son de una violencia imprevista y terrorífica. Lo que comenzaba de la
manera más cotidiana y banal, termina casi siempre en tragedia o, al menos, en trauma.
La autora de Sangre sabia, que salió de una de las mejores escuelas de escritores, advirtió
en cualquier caso de las limitaciones de la enseñanza de la escritura, como de las de
cualquier enseñanza artística, por lo demás. Los talleres de escritura tendrían una función
más profiláctica que otra cosa; es decir, que no pueden enseñarnos a escribir bien, pero sí
evitar que lo hagamos mal:
«No sé lo que es peor, si tener un profesor malo o no tener ninguno. En cualquier caso, la labor del profesor
debería ser en gran parte negativa. El profesor no puede darte el talento, pero, si lo encuentra, puede intentar
evitar que vaya en una dirección obviamente equivocada. Podemos aprender cómo no escribir, pero ésa es
una disciplina que no tiene que ver solamente con escribir, sino que tiene que ver con toda la vida intelectual.
[…] El profesor puede intentar eliminar lo que es definitivamente malo, y éste debería ser el objetivo de toda
la universidad autónoma.»
MISTERIO Y COSTUMBRES. En cuanto al contenido, su pensamiento literario lo
resumió en una pareja de conceptos: mistery y manners, traducibles por «misterio» y
«costumbres». Lo último alude al
marco realista en que se mueven
sus historias; lo primero, a la
necesidad de trascenderlo, para
llegar más allá de las motivaciones
racionales y previsibles de sus
personajes, allí donde comienza
lo incomprensible, que ella
asociaba a la trascendencia, es
decir, a la presencia de lo divino.
←Uno de los estrafalarios anuncios de
carretera en el Sur, años 50. El texto advierte:
«¡Vigila! Porque no sabes a qué hora llegará tu
Señor»
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Un lector más contemporáneo hablaría de impulsos irracionales, que tanta importancia
cobran en la literatura a partir de Freud. En cualquier caso, se trata de un instante crítico,
difícilmente explicable en términos profanos, pero que catapulta al personaje más allá de sí
mismo y de toda sensatez, allí donde nunca se imaginó ni quiso encontrarse.
Ese instante, según la autora católica, señalaba la intervención de la gracia, una gracia que
casi siempre es rechazada.
A Dios rogando y con el
mazo
dando:
el
predicador de La noche
del cazador, un personaje
digno de O’Connor→
La gracia que
se rechaza es casi
el tema exclusivo
de
todas sus
historias: «Todos
mis relatos tratan
sobre la gracia en
un personaje que
no la desea, por
eso la mayoría de
la gente piensa que las historias son duras, sin esperanza, brutales, etc […] La acción de la
gracia cambia un carácter y la gracia no puede ser experimentada por sí misma […] Por eso
en un relato lo único que se puede mostrar es cómo cambia un carácter» (Carta a A., 4 de
abril de 1958). Y en otra ocasión escribió: «Cualquier naturaleza humana resiste con vigor a
la gracia, porque la gracia nos cambia y el cambio es doloroso».
La presunta irrupción de la gracia (o de lo divino o del misterio, como gustaba decir
O’Connor) es siempre terrible. La gracia se manifiesta o revela a través de la violencia. «La
violencia», declaró la propia autora, «es de manera paradójica capaz de devolver a la
realidad a mis personajes y de prepararlos para aceptar el momento de la gracia» (Mistery and
manners: Occasional Prose. NY, 1970, p. 112).
Ahora bien, al lector no creyente le resulta difícil distinguir lo divino en medio de tanto
destrozo. Veamos algunos ejemplos de esta gracia criminal: en Todo lo que asciende tiene que
converger el momento místico acontece cuando una negra atlética propina un mortal
puñetazo a la madre del protagonista; en Revelación, a partir de que una joven lanza un libro
y luego trata de estrangular a la protagonista; en Greenleaf, cuando un toro cornea hasta la
muerte a la granjera; en Los lisiados serán los primeros, la iluminación acaece al protagonista
ante la contemplación de un niño ahorcado, su propio hijo; en la novela Los profetas, el
adolescente no verá a Dios hasta que no lo viole un pederasta y en Sangre sabia, la llamada
divina provocará que el personaje se abrase los ojos y se deje morir de debilidad… Uno
más bien pensaría ―de ser religioso― que es el diablo el que anda suelto. Todas las
narraciones de O’Connor admiten, por ello mismo, dos lecturas: natural y sobrenatural
(sólo para católicos practicantes).
Al crítico Harold Bloom, esta curiosa religión, cuyo principal artículo de fe es la
«regeneración a través de la violencia», le parecía un producto genuinamente americano
más que católico: «En la obra de O’Connor la gracia no aparece para corregir la naturaleza,
sino para abolirla. Seríamos buenos, parece decir, si a cada momento de nuestras vidas
tuviéramos a alguien que nos disparara, o que nos bautizara, o que nos ahogara. La
regeneración a través de la violencia es la doctrina de Shrike en Miss Lonelyhearts y la del juez
Holden en Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. A mi juicio, ésa es la verdadera visión
de lo que he aprendido a llamar la religión americana, nuestra pragmática fe nacional. Sus
admiradores la alaban [a O’Connor] por ser una moralista católica romana, cosa que a mí
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me parece curiosa. Creo que su genio es uno de los verdaderos profetas de la religión
americana, la fuente de nuestra individualidad en la literatura y en la vida y origen de
nuestra violencia endémica, que West y O’Connor parodiaron, aunque ésta última con
cierta ambigüedad» (Harold Bloom, Genios, p. 685).
CUENTOS. Los cuentos de O’Connor siempre nos
desconciertan. Lo que comienza como una historia
costumbrista más, ambientada por lo general en un
mundo rural donde nunca parece suceder nada, se
acelera, de súbito, de la manera más vertiginosa por
causa de un incidente imprevisto. Un encuentro
indeseado, la llegada de un forastero, un simple gesto
equívoco… precipitan el instante crítico, el
«momento de la gracia» de que hablaba O’Connor, en
que todo se desborda con un ímpetu estremecedor.
El telón de fondo es siempre el Sur más atrasado,
con su cohorte de paletos y matronas recalcitrantes,
fanáticos predicadores, blancos racistas y negros
fatalistas. Miseria moral y humana en todos los
estamentos. La mayoría de sus escenarios son granjas
de pequeños propietarios, como era ella misma y su
familia, y las escasas ocasiones en que la historia
transcurre en una gran ciudad (Atlanta o Nueva
York), lo urbano ―calles y personajes― adquiere
siempre connotaciones de lo más peyorativas.
Obsesiva es la presencia de la religión, una religión
puritana y protestante que insiste, con acentos apocalípticos, en la maldad del hombre y en
la necesidad de redención. Casi todos los personajes son ignorantes y racistas, salvo los
pocos e ingenuos ilustrados, que se estrellan contra las profundas raíces de la superstición
que creían poder erradicar mediante la razón y la pedagogía.
La única forma de escapar que O’Connor les deja a sus criaturas es mediante una
repentina iluminación. La aparición de este instante místico provoca enormes destrozos,
tanto físicos como anímicos, pero en realidad no cambia nada, puesto que su objetivo no es
transformar la realidad, que para O’Connor está infestada de mal hasta los tuétanos y no
tiene salvación, sino prepararnos espiritualmente para la verdadera realidad, la realidad del
creyente. Tras el vendaval que la autora levanta en cada uno de sus cuentos, los pilares del
tenderete siguen intactos: el racismo, la explotación de los campesinos, la superstición y el
fanatismo religiosos, la ignorancia y el atraso cultural… Si O’Connor pone ante nuestros
ojos todos estos males de manera tan descarnada no es para denunciarlos y animar al lector
a combatirlos, sino todo lo contrario: para instarnos a buscar la salvación en otro mundo,
porque este no tiene arreglo.
Poco importa sus intenciones. Lo que cuenta para el lector es su arrolladora capacidad de
instalarnos en unas pocas páginas en el centro de la tragedia y luego convencernos de que
no es ella la que nos lo está contando, que tan sólo se limita a mostrarnos un trozo crudo
de experiencia. Muy pocos autores son capaces de transmitirnos esta ilusión de no estar
leyendo literatura, sino asomándonos a la propia vida.
O’Connor, que siempre quiso que la realidad hablara por sí misma en sus historias,
pensando que eso sería suficiente para demostrar la presencia divina, nunca imaginó que su
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literatura se convertiría en la mejor prueba de lo contrario: a saber, de cómo un pobre
infeliz, en situación de extremo desamparo, se lanza al delirio religioso como la única forma
de consuelo que le cabe. Como señalaba el crítico Harold Bloom en un artículo sobre la
escritora: «… sus mejores cuentos son más astutos que ella», es decir, no sermonean, por
mucho que ella pretendiese lo contrario. Su valentía intelectual ante los hechos, por crudos
que fuesen, lo que ella llamaba la «humildad ante la realidad», se sobrepuso casi siempre al
catolicismo profesado.
Ilustración de diversos personajes de O’Connor↓
Sus historias abarcan
un limitado rango de
personajes,
que
podríamos dividir en
tres
categorías:
paletos (redneck en
inglés), de todas las
edades y condiciones
(viejos recalcitrantes,
jóvenes
cínicos,
profetas e iluminados,
niños y adolescentes,
víctimas propiciatorias
estos últimos del
fanatismo religioso o
ideológico de sus mayores, acaso los tipos más conmovedores); matronas autoritarias,
buena parte de ellas granjeras, y casi todas madres posesivas, que castran a sus hijos con
un amor aplastante (basadas en la figura de la propia madre de la escritora, Regina, a quien
su hija ―con secreto sadismo― se divertía en asesinar en efigie en sus relatos); y, por
último, como débiles antagonistas de esta ralea de racistas y retrógrados, los hijos
rebeldes, universitarios liberales, pero de carácter débil y oprimidos casi siempre por
madres devoradoras, que les impedirán llegar muy lejos en sus tímidos intentos de romper
el statu quo.
Al final de su relato Revelación, la protagonista goza de una visión de los bienaventurados
desfilando por el cielo del atardecer. La procesión constituye todo un catálogo de los
desperdicios de la sociedad que pueblan los cuentos de la sureña:
«Vio la franja como un enorme puente oscilante que surgía de la tierra y atravesaba un campo de fuego vivo.
Por ese puente una horda de almas ascendía con paso lento hacia el cielo. Había batallones enteros de gentuza
blanca, limpios por primera vez en su vida, y grupos de negros con túnicas blancas, y legiones de lisiados y de
locos gritaban y daban palmas y saltaban como ranas. Y al final de la procesión había una tribu de gente que
reconoció en el acto: eran aquellos que, al igual que ella y Claud, siempre habían tenido un poquito de todo y
suficiente juicio para usarlo bien».
Como en una ilustración del bíblico «los últimos serán los primeros», el desfile lo cierra la
gente respetable, que O’Connor fustigó sin tregua. A los olvidados les reservó, en cambio,
la única línea directa con lo divino, aunque nunca se privara de dibujarlos tal como eran,
ignorantes, violentos y abocados a un final catastrófico. Sólo ellos, sin embargo,
conservaban para la escritora el privilegio de contemplar la existencia con ojos inocentes,
descubriendo en ella su esplendor elemental. «Quienes abarrotan los maravillosos cuentos
de Flannery O’Connor», señala Bloom, «son los condenados, una categoría en la que ella
incluía a la mayor parte de sus lectores».
14
TRES CUENTOS PERFECTOS. Casi todos los 31 relatos que escribió son pequeñas
joyas; algunos, además, son cumbres del género que cualquier aspirante a escritor debería
leer sin tregua. Citaremos tan sólo tres de los mejores:
El negro artificial,
que su autora
consideraba lo mejor que había escrito, cuenta cómo
un viejo paleto decide llevar a su nieto de diez años a
la ciudad, con la intención de que conozca sus
peligros y deje de soñar con ella. Al poco de llegar,
sin embargo, el viejo se siente superado por la
aglomeración y terminan extraviándose por el barrio
negro. Lo que se preveía como un viaje iniciático, se
vuelve de pronto en contra del propio guía, que ve
cómo el nieto lo observa con creciente recelo, ante
su temor a preguntar y su torpeza para orientarse.
Tras deambular perdidos durante horas, deciden
hacer un alto en el camino. Hambriento y fatigado, el
niño termina durmiéndose y el abuelo decide
entonces esconderse para darle un buen susto y
recuperar su autoridad. El tiro le sale por la culata: al
despertar, el chico, que cree haber sido abandonado,
sale corriendo en alocada huida, antes de que el abuelo pueda advertirle. El viejo,
angustiado, parte en su búsqueda y lo encuentra al poco en medio de una aglomeración: en
su estampida, el niño ha arrollado a una señora, que se lamenta en el suelo de su tobillo.
Los que le rodean se muestran indignados y hablan de avisar a la policía. El abuelo se llega
junto al grupo y el niño se abraza a él aliviado. Alguien le pregunta entonces si el niño es
suyo, pero el viejo, atemorizado por el escándalo, decide desentenderse y contesta que no
lo conoce. Aunque la señora consigue levantarse sin daño y el incidente se resuelve sin
consecuencias, el viejo comprende que algo se ha roto para siempre entre él y su nieto.
Mientras reemprenden en lúgubre silencio el camino de vuelta a la estación, el viejo piensa
desolado que ha perdido el cariño del niño.
Hasta aquí, todo previsible, y O’Connor nos perpetra un estupendo cuento de ambiente;
pero es el maravilloso final el que hace que la narración ascienda en picado.
Este desenlace es uno de los más sorprendentes y enigmáticos de la historia de la
literatura. En su paseo de regreso, abuelo y nieto se topan con la estatua de un negro
decorando un jardín y ambos se quedan atónitos contemplándola. El asombro compartido
ante aquella extraña figura, emblema de la extrema cosificación que puede alcanzar un ser
humano, servirá para reconciliarlos sin
palabras, desbordados por un misterio
que les revela su pequeñez y
desamparo. «Lo que tenía en la cabeza
sugerir con el negro artificial era la
calidad redentora de los negros
sufriendo por nosotros», declaró la
autora en una ocasión.
Servicios segregados para blancos y negros, incluso
la fuente del agua, en la estación de autobuses de
Oklahoma City, 1939→
15
Alguien, que no pasará a la historia de la literatura por su clarividencia, le sugirió a la
escritora que se mostrara más explícita en su mensaje y la autora estuvo a punto de
malograr por primera vez un cuento genial con un párrafo superfluo, que desentona a todas
luces con el resto. Escuchemos la explicación de la propia autora: «He escrito esta historia
muchas veces y he tenido muchos problemas con el final. Con frecuencia mando mis
relatos a Mrs. Tate y ella siempre me dice que mis finales son excesivamente planos y que
en ellos debo ganar cierta altitud y tener una visión más amplia. Pues bien, el final de El
negro artificial era un intento empeñado de hacer eso en los dos últimos párrafos: he ido del
Jardín del Edén a las Puertas del paraíso. No sé si con éxito, pero he tratado de hacer otras
cosas» (carta a Ben Griffith del 4 de mayo de 1955).
Por suerte, es tan evidente la incongruencia, que uno puede olvidarse tranquilamente de
la homilía sin que el conjunto sufra merma. He aquí el desafortunado añadido:
«El señor Head se quedó muy quieto y sintió de nuevo la acción de la misericordia, pero esta vez supo que
no había palabras en este mundo que pudieran nombrarla. Comprendió que nacía del sufrimiento, que no se
le niega a ningún hombre y que es dado de modos extraños a los niños. Comprendió que era todo cuanto un
hombre podía llevar consigo a su muerte para ofrecer al Creador y de pronto se sintió avergonzado porque
tenía muy poca para llevarse con él. Quedó espantado, al juzgarse con la rigurosidad de Dios, mientras la
acción de la misericordia cubría su orgullo como una llama y lo consumía. Nunca había pensado en sí mismo
como un gran pecador, pero ahora vio que su verdadera depravación había permanecido oculta para que no
desesperara. Comprendió que sus pecados estaban perdonados desde el principio de los tiempos, cuando
había concebido en su propio corazón el pecado de Adán, hasta este momento, en que había negado al pobre
Nelson. Vio que no había pecado tan mosntruoso que no pudiera proclamar como suyo y, ya que Dios amaba
en la medida en que perdonaba, se sintió preparado para entrar en el Paraíso».
Compárese lo anterior con este otro y maravilloso párrafo, que narra el encuentro de los
dos viajeros con la estatua del negro, y se comprenderá la distancia que media entre la
homilía y la verdadera literatura:
«No había caminado trescientos metros cuando vio, a su alcance, la figura de yeso de un negro sentado
sobre una cerca baja de ladrillos que rodeaba una amplia parcela de césped. El negro tenía más o menos la
misma estatura de Nelson y estaba inclinado hacia delante en un ángulo precario porque la masilla que lo
mantenía sobre la pared se había quebrado. Uno de sus ojos era enteramente blanco y sostenía un pedazo de
sandía marrón.
El señor Head se quedó mirándolo en silencio hasta que Nelson se detuvo a corta distancia. Entonces,
mientras estaban allí parados, el señor Head susurró:
―¡Un negro artificial!
No era posible saber si el negro artificial había sido creado joven o viejo; parecía demasiado triste para ser lo
uno o lo otro. Estaba hecho con el propósito de parecer alegre porque tenía las comisuras de la boca
estiradas, pero el ojo desconchado y el ángulo en que estaba colocado le daban un feroz aspecto de tristeza.
―¡Un negro artificial! ―repitió Nelson con el mismo tono que el señor Head.
Los dos se quedaron allí con el cuello estirado en el mismo ángulo, los hombros encorvados de idéntica
forma y las manos temblando de la misma manera en los bolsillos. El señor Head parecía un niño anciano y
Nelson un anciano en miniatura. Se quedaron mirando fijamente al negro artificial como si se hallaran frente a
un gran misterio, a algún monumento a la victoria de un tercero que era quien los había unido en su derrota
común. Ambos sintieron que disolvía sus diferencias como un acto de misericordia. El señor Head nunca
había sabido cómo era la misericordia porque había
sido demasiado bueno para merecerla, pero sintió
que ahora lo sabía. Miró a Nelson y comprendió
que debía decirle algo para mostrarle que todavía
era sabio, y en la mirada que el chico le devolvió
percibió la necesidad de esa confirmación. Los ojos
de Nelson parecían implorarle que le explicara de
una vez por todas el misterio de la existencia.
El señor Head separó los labios para hacer una
declaración grandilocuente y se oyó a sí mismo
decir:
―No tienen bastantes negros de verdad por aquí.
Tienen que tener uno artificial.»
16
Un hombre bueno es difícil de
encontrar alcanza otra de los puntos álgidos del
genio narrativo de O’Connor. El cuento narra el viaje
en automóvil de una familia de lo más convencional,
compuesta por los padres, dos críos y una abuela
odiosa y entrometida, que se dirigen a Florida de
vacaciones. Nuevamente, todo parece augurar un
relato costumbrista sin sorpresas, pero los enredos de
la irritante abuela terminarán provocando que su
camino se cruce con el de un peligroso psicópata y sus
secuaces, que no dudarán en eliminarlos uno por uno
con metódica frialdad. El Desequilibrado, como es
llamado el jefe de la partida, es un chiflado
obsesionado con la figura de Cristo, que no deja de
filosofar mientras imparte órdenes asesinas. En un
escalofriante final, la abuela, última superviviente,
tratará de aprovechar esta confusa religiosidad para
conmoverlo, apelando a sentimientos maternales, pero
lo único que conseguirá será alterar su flema,
provocando un estallido de furia.
«Hay cierto sadismo en el temperamento de O’Connor…», admite Harold Bloom y se
queda corto. La autora explota como nadie el sadismo del lector. Sabe que éste desprecia a
los personajes corrientes, que no despierten su interés, y sacrifica a la familia con cara de
póker, aplaudida en secreto por el hipócrita lector. Con la odiosa Abuela se demora más
tiempo, el proporcional a la irritación que ha despertado tanto en su ejecutor como en el
propio lector.
La eficacia inconfesable de este relato reside en algo que trabajó con fruición Alfred
Hitchcock (otro católico anglosajón con quien O’Connor, beaterías al margen, comparte
sentido del humor macabro): ofrecerle al espectador la posibilidad de identificarse
impunemente con el asesino, es decir, la posibilidad de convertirse en psicópata durante
unas páginas sin consecuencias penales. Todo lo demás (las justificaciones teológicas, el
recurso a la gracia, etc.) son coartadas para creyentes. No es extraño, por tanto, que los
católicos observaran a O’Connor como a un bulto sospechoso. Según propias
declaraciones, se supone que el final del cuento debía testimoniar el avance imparable de la
gracia divina a través del mal; pero, francamente, por mucho que miramos, lo único que
vemos es una familia masacrada y unos asesinos joviales, nada arrepentidos, a cuyo líder
―el presunto recipiendario de la divina gracia― sólo se le ocurre comentar, con humor
negro que envisiaría Tarantino, ante el cadáver aún caliente de su última víctima: «Habría
sido una buena mujer… si hubiera tenido a alguien cerca que le disparara cada minuto de
su vida». A lo que el lector presta en secreto su asentimiento, riendo entre dientes.
La interpretación de O’Connor sobre este mismo final es tan rebuscada como
inverosímil: «La Abuela está al fin sola ante el Desequilibrado. Su mente se aclara durante
un instante y se da cuenta, incluso con sus limitaciones, de que es responsable de este
hombre. Se da cuenta de que está ligada a él por lazos de misericordia que tienen sus raíces
en la profundidad del misterio» (El negro artificial y otros escritos, Madrid, Ediciones
Encuentro, 2000, p. 323).
17
Resulta difícil imaginar cómo una vieja estúpida podría albergar en sus últimos instantes,
en pleno ataque de pánico, conceptos teológicos tan sutiles. Cualquiera sin estudios divinos
apostaría más bien a que se trata de una anciana histérica suplicando por su vida.
Un fragmento de Un hombre bueno es difícil de encontrar:
«Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato de un disparo.
―¿Le parece a usted bien, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen nada?
―¡Jesús ―gritó la anciana― ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes de
una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré todo el dinero que tengo!
―Señora ―repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque―, nunca ha habido un cadáver que diera una
propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y
gritó: “¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!”, como si fuera a partírsele el corazón.
―Jesús es el único que ha resucitado a los muertos ―continuó el Desequilibrado―, y no tendría que haberlo
hecho. Rompió el equilibrio de todo. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo todo y seguirlo, y
si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible,
matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad ―dijo,
y su voz casi se había transformado en un gruñido.»
O’Connor trató el drama de los
La
desplazada,
supervivientes del Holocausto en
persona
narración contenida en el volumen Un
hombre bueno es difícil de encontrar. Aunque
en ningún momento se menciona la
palabra «judío», es obvio que esa
«displaced person» (como se les
denominó en inglés) de la que se habla
es uno de ellos.
Aparceros de Alabama, 1936 (fot. Walker Evans)→
La acción se sitúa en el Sur de los
Estados Unidos, país al que se calcula
que arribaron unos 80.000 judíos
supervivientes del genocidio durante la posguerra en la que transcurre la narración. Una de
estas familias de desplazados llega a una granja del Sur, propiedad de una viuda mayor, la
señora McIntyre, donde un sacerdote católico le ha conseguido trabajo al marido de la
familia, que apenas sabe inglés. La irrupción de los exóticos Guizat, provenientes de
Polonia, supone toda una conmoción en el cerrado y paleto mundo de la granja, sobre todo
para los Shortley, los arrendatarios, que ven a los recién llegados como una potencial
amenaza. La envidia, la ignorancia y el miedo, catalizarán de inmediato en un sentimiento
furibundo de xenofobia en la señora Shortley, que no parará hasta inficionar al marido. Ni
siquiera la evidencia de lo ridículo de sus prejuicios será capaz de desarmar su odio:
«Lo primero que le sorprendió fue que parecieran como el resto de la gente. Cada vez que se los había
representado en su imaginación, la imagen que había obtenido era la de tres osos, caminando en fila india, con
zapatos de madera como los holandeses, gorras de marino y abrigos brillantes con un montón de botones. Sin
embargo, la mujer llevaba un vestido que ella misma se hubiera puesto y los chicos iban vestidos como
cualquier hijo de vecino».
18
Tampoco el conocimiento del horror del que provienen, el saber que no son más que
víctimas, servirá para ablandar sus endurecidas ideas, sino, paradójicamente, para
confirmarlas y transformar al damnificado en posible verdugo:
«La señora Shortley recordó un noticiario que había visto una vez de una pequeña habitación llena hasta
arriba de cuerpos de gente muerta y desnuda, todos en un montón, los brazos y las piernas enmarañados, una
cabeza asomando aquí, otra allí, un pie, una rodilla, cierta parte que debía estar cubierta despuntando, una
mano levantada aferrada a nada. Antes de que uno pudiera darse cuenta de que era real y metérselo en la
cabeza, la película cambió y una voz profunda dijo: “¡La vida continúa!”. Ese era el tipo de cosas que sucedían
todos los días en Europa, donde no estaban tan avanzados como en este país, y, mientras miraba desde su
lugar de observación, la señora Shortley tuvo la
súbita intuición de que los Gobblehook, como
ratas con pulgas del tifus, podían haber acarreado
con ellos, a través del océano, todas esas
costumbres criminales hasta este mismísimo
lugar. Si venían de donde esa clase de cosas se
practicaban contra ellos, ¿quién podía decir que
no eran de la especie de gente que podía hacer lo
mismo a sus semejantes?».
←El pavo real, que ostenta importancia simbólica en el
relato
No importa el motivo de su exilio; en
un mundo inmovilista, aferrado al
pasado, el desplazado siempre es culpable
de querer cambiar:
«―No están donde deberían estar ―dijo [la
señora Shortley]―. Tendrían que estar allí donde
todo sigue siendo como antes. Esto es más
avanzado que de donde vienen. Y más vale que os andéis con cuidado de ahora en adelante ―añadió, y asintió
con la cabeza―. Hay alrededor de diez mil billones como esos…»
Para colmo, el forastero se revela enseguida como un trabajador eficiente y honrado,
capaz de manejar y reparar todo tipo de maquinaria agrícola, cuya diligencia pone en
evidencia la desidia de blancos y negros.
La avara viuda MacIntyre, harta de aparceros negligentes, se muestra encantada en un
principio con el nuevo trabajador, al que paga una miseria, hasta el punto de que decide
prescindir de los Shortley, los arrendatarios nativos. Mostrar cómo ese tímido paso
modernizador desemboca fatalmente en tragedia en solo unas pocas páginas requiere un
profundo conocimiento de los tipos humanos que se manejan, además de un infalible
sentido del ritmo, dos habilidades en las que sobresalía la autora de Sangre sabia.
Flannery O’Connor es una maestra en el arte de hacer ver al lector por sí mismo, sin
necesidad de molestos subrayados. Por
ejemplo, no necesita excitar nuestra
piedad demorándose en la víctima, que
permanece casi todo el tiempo lejana y
en segundo plano; le basta para lograrlo
con
mostrárnosla
a
los
ojos
tendenciosos de quienes la rodean,
mientras asistimos, poco a poco, a la
manera en que la presa se va cerrando
implacable en torno al inocente.
Igualmente soberbia se muestra
O’Connor en las escenas de violencia,
tan imprevistas como brutales, que son
19
como el reverso de ese mundo estancado en el que nunca pasa nada. La escritora nos pinta
estas erupciones de frenesí con sequedad fatalista, sin ningún énfasis, como si nos dijera:
«¿Y qué esperabais? ¿Pensabais que podía mantenerse intacto vuestro podrido mundo sin
una violencia despiadada?».
La descripción del síncope que sufre la señora Shortley en un coche atestado de bultos y
personas es uno de estos trozos de antología; el súbito desvelamiento del racismo de la
propietaria, la viuda MacIntyre, es otro de ellos. Guizat, el desplazado, pretende en su
ingenuidad casar a una sobrina suya, que ha perdido a todos sus parientes y se halla
internada desde hace tres años en un campo de desplazados de Europa, con un joven negro
de la granja. Al enterarse, la señora McIntyre monta en cólera:
«―Señor Guizac! ¡Usted iba a traer a esta pobre criatura inocente hasta aquí para tratar de casarla con un
negro imbécil, apestoso y ladrón! ¡Qué clase de monstruo es usted!»
Toda la modernización que traía el desplazado a la granja fue bienvenida mientras sólo
afectase al dinero y no tocara los rancios prejuicios en que se sustenta ese mundo. Pero el
forastero, con su iniciativa, ha traspasado una línea no marcada, aunque no menos sagrada,
que otras más evidentes. A partir de ese momento, todos los elementos de ese universo,
que hasta poco antes disputaban entre sí, olvidarán sus diferencias y se confabularán para
formar un sólido frente unido contra el intruso, un frente de una eficiencia criminal, que no
necesita de palabras para ponerse de acuerdo.
La eficacia narrativa de O’Connor resulta arrolladora. Ante cualquiera de sus cuentos,
tenemos la impresión de encontrarnos en presencia de un mecanismo de precisión,
hermoso y letal, que se cerrará sobre la víctima al menor roce. Pese al intransigente
realismo de sus narraciones (y en este caso, O’Connor sabía muy bien de lo que hablaba,
porque su granja empleó también a «personas desplazadas»), su estilo no renuncia a
imágenes perfectamente cotidianas, que se cargan, casi por sí solas, de una enorme fuerza
simbólica y poética. Así sucede en esta ocasión con la omnipresencia de los pavos reales (la
propia autora los adoraba y criaba en su granja), frente a la cual se definen los personajes y
cuyo antiguo significado como símbolo de inmortalidad y resurrección no podía pasar
desapercibido a una católica tan amante de estas aves.
«La persona desplazada» puede considerarse un pequeño y sutil estudio de laboratorio de
cómo se genera un odio xenófobo a partir de nada. Pero posee al mismo tiempo un alcance
tan universal, que no se limita a ser tan sólo un cuento sobre el inmovilista Sur americano o
sobre el destino aciago de algunos supervivientes del Holocausto, sino que trasciende como
metáfora de lo que sucede siempre que alguien dinámico y honrado, un recién llegado que
sólo pretende hacer
bien
su
trabajo,
evitando los conflictos
y las rebeldías, cae en
un medio anquilosado,
donde
su
mera
presencia actúa como
una lente de aumento
para las deformidades y
vergüenzas de los que
vegetan.
←Negros en Gordonton, North
Carolina, 1939 (fot., Dorothea
Lange)
20
NOVELAS. Las dos
novelas que escribió
Flannery O’Connor
cuentan historias muy
parecidas. Aunque en
Sangre sabia (1952)
el protagonista es un
joven
recién
licenciado del ejército
y en Los violentos lo
arrebatan
(1960,
también
traducida
como Los profetas)
nada más que un
adolescente de 14
años, ambos parten
de situaciones muy
Fotograma de Sangre sabia, la magnífica versión cinematográfica de John Huston de la novela de O’Connor
parecidas: han nacido en un medio rural miserable y de una religiosidad enfermiza; y
además sus abuelos fueron predicadores fanáticos. Tanto uno como otro lucharán
rabiosamente por liberarse de esa pesada herencia religiosa y tratarán de vivir su propia
vida, renegando de las enseñanzas recibidas. En su desesperado combate por encontrar su
propio camino, al margen de la culpa y el pecado, ambos se mostrarán duros y blasfemos, y
de un fanatismo parejo a aquel que combaten. Finalmente, los dos sucumbirán a la presión
del ambiente y la educación recibida, y tras experiencias traumáticas que interpretan como
una llamada de las alturas, se arrepentirán de su rebeldía y retornarán a la senda de sus
mayores. El más joven terminará convertido en un predicador iluminado, una especie de
profeta aún más delirante que el abuelo, mientras que el otro, en Sangre sabia, abrazará un
destino aún más terrible: se inmolará cegándose con cal viva y dejándose morir de hambre
para expiar su remordimiento.
Como siempre en O’Connor, sus novelas admiten dos interpretaciones contrapuestas,
según adoptemos el punto de vista del creyente, que era el de la autora, o el del ateo. Lo
cual dice mucho de la honradez intelectual de la escritora, que permitía que la historia
hablara por sí misma, incluso aunque pudiera ser interpretada en contra de sus intenciones,
como a menudo se le reprochaba. O como señaló agudamente Bloom: sus historias eran
más astutas que ella.
En el caso de las novelas, O’Connor pensaba que ejemplificaban la poderosa acción de la
gracia, que terminaba imponiéndose sobre dos pecadores endurecidos, hasta llevarlos de
nuevo al redil.
Para un lector no creyente, en cambio, muestran algo muy diferente: cómo una sociedad
hundida en la ignorancia y la superstición religiosa acaba aplastando a dos jóvenes valientes,
que luchan a ciegas, con una lucidez excepcional, por escapar a la maldición de sus
orígenes, pero que carecen del apoyo y los recursos intelectuales necesarios para consumar
su liberación.
A su manera ingenua e inclulta, Hazel Motes, el protagonista de Sangre sabia, predica una
religión sin Cristo y sin pecado, sin culpa ni redención, ni infierno ni paraíso, y tan radical y
liberadora como las doctrinas de Nietzsche:
«Pues bien, yo predico la Iglesia sin Cristo. Soy miembro y predicador de esa iglesia en la que el ciego no ve y
el cojo no camina y el muerto se queda como está. Si me preguntas te diré que es la iglesia que la sangre de
Jesús no mancilló con la redención […] Escuchad: voy a llevar la verdad dondequiera que vaya. Voy a
predicarla a quien quiera oírme y en cualquier lugar. Voy a predicar que no hubo Caída porque no había de
donde caer, y que no hubo Redención porque no hubo Caída, y por lo tanto tampoco habrá Juicio. Lo único
que importa es que Jesús fue un mentiroso».
(Sangre sabia, capítulo 6)
21
LITERATURA SUREÑA
El Sur de los Estados Unidos posee su propia y rica tradición literaria que se remonta
hasta Edgar Allan Poe y Mark Twain, y refleja una cultura con valores propios, producto de
una sociedad rural y conservadora, que resultó marcada de manera indeleble por dos
traumas: el esclavismo y la Guerra Civil. Tras esta última, la región entró en una larga fase
de decadencia, que la relegó a un segundo plano frente al dinámico y poderoso Norte de la
nación. Desde entonces ha venido arrastrando un endémico atraso económico y cultural,
del que nunca, en realidad, se ha recobrado. Se trata, pues, de una sociedad anclada en los
valores más tradicionales, donde los prejuicios raciales aún siguen vigentes, pese a todos los
avances realizados, y la religión y la Biblia poseen una presencia obsesiva, cuyo aspecto más
estrafalario son las numerosas sectas y predicadores que pululan, excitando una religiosidad
tenebrosa.
Feria de monstruos humanos (human freaks) en el Sur↓
Siempre que se habla de literatura sureña sale a colación el concepto de lo grotesco.
Según Harold Bloom, «Lo “grotesco” generalmente se define como una especie de
distorsión: lo extravagante, lo absurdo, lo fantástico» (Harold Bloom, Genios, Anagrama,
2005, p. 681). Sería la predilección literaria por los aspectos más estrafalarios, sórdidos y
chocantes de la realidad frente a la normalidad cotidiana: tipos extremos, o ridículos;
situaciones morbosas y decadentes; la degeneración y el fracaso como temas. Algún crítico
lo ha aproximado al espejo deformante del esperpento de Valle Inclán. En ambos se
22
trataría de lo mismo: deformar y exagerar deliberadamente los aspectos anómalos de la
realidad para resaltarlos dramáticamente.
Como corriente literaria que abarca una amplia nómina de escritores sureños, desde
Faulkner a la propia O’Connor, pasando por Eudora Welty o Tennessee Williams, ha
recibido diversas denominaciones, más o menos afortunadas: Escuela Sureña de la
Degeneración (School of Southern Degeneracy), Gótico sureño (Southern Gothic), etc.,
pero todas ellas aluden a una misma tendencia antinaturalista que privilegia lo irracional y el
misterio frente a escenarios y motivaciones reconocibles.
O’Connor tenía un sentido muy vivo de lo grotesco y rara es su narración que no deriva
hacia lo delirante y lo extremo, con auténticos monstruos humanos (freaks) como el
piscópata de Un hombre bueno… o el hermafrodita de El templo del espíritu Santo. Como
apuntaba Bloom en sus estudios repetidamente citados: «El genio de lo grotesco es muy
escaso, y O’Connor y Carson McCullers se unen a Faulkner y a Nathanael West en tan
difícil arte». Acaso sólo otro autor europeo, el francés Céline, en otro registro literario más
innovador, haya llegado tan lejos en esta exploración de lo deforme.
La propia O’Connor teorizó con lucidez sobre este uso de lo grotesco en una de sus
conferencias (Algunos aspectos de lo grotesco en la ficción sureña): «Siempre que me preguntan por
qué los escritores del Sur tenemos preferencia por los personajes extraños, contesto que
porque todavía somos capaces de reconocerlos.» Y aclaraba:
«En estas obras grotescas encontramos que el escritor ha encarnado una experiencia que no estamos
acostumbrados a observar a diario, o que quizá no experimente en su vida cotidiana el hombre corriente.
Vemos que no se producen las conexiones habituales que normalmente esperaríamos en el realismo al uso,
que se dan extraños saltos y grietas que no consentiría cualquiera que se dedicase a describir hábitos
costumbres. Y, a pesar de todo, los personajes de estas novelas están vivos, poseen su coherencia interior, a
falta de otro tipo de coherencia con su ambiente social. Y sus cualidades narrativas se deslizan desde
comportamientos sociales admitidos hacia el misterio y lo imprevisible».
Un predicador sureño en plena faena↓
23
BIBLIOGRAFÍA
OBRAS DE FLANNERY O’CONNOR
Cuentos completos, Barcelona, Debolsillo, 2010
[N OCO cue]
Una edición íntegra de los treinta y un cuentos de O’Connor, a la que cabe objetar la
discutible versión de los traductores del habla inculta del Sur de Estados Unidos. Los
regionalismos e idiosincrasias del idioma son difícilmente transplantables a otra lengua y
más vale quedarse corto que hacer hablar a un redneck de Georgia como a un cateto
andaluz de los Álvarez Quintero. Los vaqueros con boina no son creíbles.
Por lo demás, este volumen representa una de las joyas indiscutibles de la literatura
norteamericana del siglo XX. El genio maléfico de O’Connor en estado de gracia.
El negro artificial y otros escritos, Barcelona, Debolsillo,
2010 [N OCO neg]
Antología que incluye ocho de los mejores cuentos de la autora de Georgia, que muy
bien podían haber sido otros ocho, sin que la calidad decayera. La edición incluye
también tres ensayos (entre ellos el célebre en escuelas de escritura «Naturaleza y
finalidad de la narrativa»), así como reveladores fragmentos de la correspondencia de
O’Connor en los que comenta algunos de sus cuentos más conocidos. Una buena
manera para introducirse en la lectura de la autora sureña.
Sangre sabia, Madrid, Cátedra, 1990 [N OCO san]
Sangre sabia fue la primera obra publicada por su autora en 1952, una novela de
personajes enfermos de religión. Predicadores y falsos profetas, cuyos delirios apenas
desentonan sobre el fondo de una ciudad ignorante y supersticiosa. En medio de todos
ellos destaca el candoroso Hazel Motes, que pretende liberar al prójimo del miedo al
pecado y a la condenación, y que termina estrellándose contra la estupidez y la codicia de
los que le rodean. Lo cual no es de extrañar, vista la pasmosa lucidez con que predica:
«Yo predico que hay verdades de todo tipo: vuestra verdad y las de otros, pero detrás de
todas ellas sólo hay una verdad y es que la verdad no existe».
Los profetas, Barcelona, Lumen, 1986 [N OCO pro]
La segunda novela publicada por O’Connor, en 1960, carece de la intensidad de la
primera, debido en parte a que su autora prefiere hacer divagar a sus personajes en lugar
de hacerlos actuar y hablar. También porque el conflicto entre los dos personajes
principales, una vez planteado al principio, se reitera y apenas progresa. O’Connor era
muy consciente además de que uno de los antagonistas, el liberal Rayber, carecía de
enjundia y no estaba a la altura del otro, el profeta adolescente, una especie de Rimbaud
analfabeto y furioso. Aun así, la novela contiene magníficas escenas que justifican su
lectura.
24
OBRAS SOBRE FLANNERY O’CONNOR
Bloom, Harold Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000
[82 BLO]
El célebre crítico americano ha dedicado en diversas ocasiones agudos comentarios a la
obra de O’Connor, de quien se declara ferviente admirador. En este canon de lecturas
imprescindibles de la historia de la literatura, se centra en su labor de cuentista y comenta
tres de sus cuentos favoritos: Un hombre bueno es difícil de encontrar, La buena gente del campo y
Una vista de los bosques. Bloom es como O’Connor: breve y agudo, y nunca aburre, cosa
rara en un crítico. Véase, botón de muestra, la siguiente observación: «Como cuentista
[O’Connor] era muy astuta; pero creo que sus mejores cuentos son más astutos que ella,
y no imponen más moralidad que la de una imaginación moral avivada».
Bloom, Harold Genios, Barcelona, Anagrama, 2005 [82 BLO]
En otro de sus abrumadores cánones, que deberían subitutlarse «Libros que ningún tipo
culto debería dejar de leer y que, por eso mismo, nunca leerá», el inefable Harold Bloom,
siempre ameno, dedica un capitulillo a la O’Connor novelista. Aunque reconoce de
entrada que «Flannery O’Connor es mejor en los cuentos», confiesa su debilidad por esa
novela fallida que es Los violentos lo arrebatan (también traducida como Los profetas) y la
analiza certeramente en unas pocas páginas. Aquí se encuentra la profunda descripción
de O’Connor como profetisa de una «religión americana», más que católica, basada en
«la regeneración a través de la violencia».
Emory Elliot, ed., Historia de la literatura norteamericana, Madrid,
Cátedra, 2000 [82 (09) HIS]
Un exhaustivo y voluminoso manual de referencia para universitarios y curiosos, que, sin
embargo, dedica páginas atinadas a O’Connor, enmarcándola en el contexto de un Sur
decadente pero de brillante literatura. Subraya además la conexión entre la marginalidad
de sus personajes (tullidos físicos y mentales) y la necesidad perentoria que tienen de
hablar directamente con el de Muy Arriba. Como decía la propia O’Coonor, cuando uno
está hundido en el fondo de un pozo sólo puede ver el cielo.
Pearce, Joseph, Escritores conversos, Madrid, Palabra, 2007
[82 PEA]
Como reacción frente a una cultura materialista y nihilista, que dejaba huérfanos de
aspiraciones espirituales a numerosos intelectuales, durante la primera mitad del siglo XX
se produjo una curiosa vuelta hacia el dogma católico, que afectó a escritores e
intelectuales de primera. Chesterton, Eliot, Tolkien, Evelyn Waugh, C. S. Lewis o
Graham Green entre otros, sufrieron el mono de la trascendencia y el incienso, y
terminaron enganchados al reclinatorio. Aunque el presente estudio se centra en figuras
inglesas, sus análisis pueden igualmente aplicarse a los escritores e intelectuales católicos
norteamericanos, entre ellos a nuestra O’Connor.
25
LECTURAS SUREÑAS
Faulkner, William, Mientras agonizo, Barcelona, Seix Barral, 1984
[N FAU mie]
En 1930 se edita Mientras agonizo, donde hasta quince personajes se alternan para narrar la odisea
del transporte en carreta de un cadáver (la madre de una familia rural) hasta el lugar donde
deseaba ser enterrada. Escrita en seis semanas, mientras trabajaba de vigilante nocturno en una
central térmica, está considerada un prodigio narrativo. Una de las obras favoritas de Flannery
O’Connor.
McCullers, Carson, Reflejos en un ojo dorado, Barcelona, Seix Barral,
2001 [N MCC ref]
Curioso caso el de estas dos escritoras sureñas que no se entendieron, pese a lo mucho que
McCullers y O’Connor tenían en común: su procedencia del Sur, el genio literario, la debilidad
por los freakis, como este oficial y caballero tan gay como cornudo, que no se atreve a salir del
armario o, más bien, del tanque. John Huston, que tenía debilidad por la literatura sureña,
llevaría esta novela al cine en 1967, como haría posteriormente con la de su mortal enemiga
O’Connors, Sangre sabia, o con La noche de la iguana del también escritor sureño Tennessee
Williams. La genial McCullers la escribió con sólo 24 años, en 1941.
Caldwell, Erskine, El camino del tabaco, Barcelona, Alba, 1997
[N CAL cam]
La figura del aparcero (sharecropper en inglés) es frecuente en la literatura del Sur. Sólo un
escalón por encima del negro, el aparcero alquila un trozo de tierra a cambio de un porcentaje
de la cosecha. En la práctica deriva en situaciones semifeudales que condena a la miseria al
campesino alquilado. Caldwell describió la situación en esta obra ya clásica de 1932,
protagonizada por una familia de algodoneros pobres, a los que la Gran Depresión y la
industrialización condenan a una miseria irreversible.
Welty, Eudora, El corazón de los Ponder, Barcelona, Anagrama, 1985
[N WEL cor]
Eudora Welty (1909-2001) fue una de las escritoras sureñas más reconocidas en su propio
país, aunque más desconocidas en el nuestro. Como tantos autores sureños, Welty valoraba el
apego realista a lugares y paisajes como un índice de autenticidad literaria. La presente obra,
de 1954, una de sus más populares, trata de herederos sureños estrafalarios, que regalan a
cualquiera su fortuna, de los parientes que tratan de impedírselo y de un misterioso crimen.
Puro gótico sureño, grotesco como la vida misma.
26
Grubb, Davis, La noche del cazador, Barcelona, Anagrama, 2000
[N GRU noc]
David Grubb (1919-1970) escribió en 1953 esta novela sobre un predicador homicida y una
abuelita y unos niños de cuento heroicos, y enseguida se convirtió en un gran éxito, que
James Agee, otro escritor genial del Sur, y Charles Laughton llevarían al cine, con resultados
asombrosos. La época de la Depresión y el Sur de los fanáticos, transformados en un mágico
cuento cargado de simbolismo, oscuridad y crueldad.
Capote, Truman, A sangre fría, Barcelona, Anagrama, 1998
[N CAP asa]
A medio camino entre el reportaje y el thriller, esta clásico del gótico sureño, de 1966, narra el
asesinato de una familia de granjeros a manos de dos desgraciados, que apretaban el gatillo
como podían haber apretado tuercas. Violencia gratuita ―la otra cara del sueño americano―
contra una familia modélica de Kansas. Capote fue pionero en un género ―la ficción
documental― que cada vez ha ido ganando más adeptos en la literatura, hambrienta de
realidad y recelosa de las convenciones narrativas.
Styron, William, Tendidos en la oscuridad, Barcelona, La otra orilla,
2010 [N STY ten]
Historia de una familia autodestructiva, con madre devoradora, padre débil y alcohólico,
hija tullida y mimada y otra despreciada por su belleza y vitalidad. El clan familiar como
laboratorio de pasiones morbosas, impulsos destructivos y frustraciones inconfesadas. La
familia como causa de muerte parangonable al tabaco. Todo muy sureño, puesto que la
acción transcurre en Virgina. Tendidos… fue la primera novela (1951) de Styron (19252006), más conocido por La decisión de Sophie, historia de una superviviente de Auschwitz
que obtuvo un clamoroso éxito en su versión cinematográfica.
Williams, Tennessee, El zoo de cristal, Madrid, Losada, 2003
[T WIL zoo]
Sureño hasta en el nombre, Tennessee Williams es quizá el autor que más ha hecho por
difundir una imagen característica del Sur americano, trufado de sensualidad mórbida,
individuos estrafalarios, sentimientos a flor de piel y la tapadera de una represión que
termina saltando por los aires cuando la pasión explota. El zoo de cristal, su primer éxito
teatral, es también uno de sus dramas más delicados y autobiográficos, y también menos
histriónicos, basado en la desdichada figura de su hermana, una frágil flor de estufa
asfixiada en su invernadero.
27
PELÍCULAS SUREÑAS
Sangre sabia, dir. John Huston (1979) [No disponible en
bibliotecas muinicipales]
John Huston, que sentía predilección por las adaptaciones de grandes obras literarias,
(de Melville a Joyce, pasando por Chandler, Kipling o la misma Biblia), realizó esta
obra maestra con la recreación de la novela de Flannery O’Connor. En ella se narra
el trágico destino de un anti-profeta, que pretende liberar a sus conciudadanos de las
supersticiones con que los otros profetas los encadenan. «Vosotros sois el único
lugar que ahora mismo os queda. Si alguna vez hubo Caída, miraos a vosotros
mismos, si hubo Redención, miraos a vosotros mismos, y si esperáis que haya Juicio,
miraos también, porque los tres tendrán que estar en ese vuestro cuerpo y en este
vuestro tiempo». Un prodigio de lucidez en medio del oscurantismo.
No es país para viejos, dir. Joel y Ethan Coen (2007)
[VID DRA NOE]
Basada en una novela del escritor sureño Cormac McCarthy, este film de los
hermanos Coen cuenta una intriga de violencia desatada en el salvaje Texas de ahora
mismo, con trasfondo de tráfico de drogas y personajes a los que jamás pediríamos
fuego por la calle. Todos ellos se sentirían en su salsa en un cuento de Flannery
O’Connor, aunque ni la escitora católica podría salvarlos con su gracia divina.
Matar a un ruiseñor, dir. Robert Mulligan (1962)
[VID DRA MAT]
Versión cinematográfica del best-seller de la escritora sureña Harper Lee, que fue
colaboradora de Truman Capote en la preparación de A sangre fría. Cuenta la lucha de
un joven abogado por demostrar la inocencia de un negro, acusado injustamente de
violar a una mujer blanca. El escenario es de los que uno no escogería: la Alabama
racista de los años de la Gran Depresión, donde el único consuelo para los blancos
miserables era mirar hacia abajo y descubrir que aún los había más desgraciados y con
la piel más oscura. Una película que tuvo una enorme repercusión para airear las
cuestiones raciales en un momento crítico de cambio.
La noche del cazador, dir. Charles Laughton (1955)
[VID SUS NOC]
Con guion de James Agee, el guionista asimismo de otra obra maestra, La reina de
África, y uno de los genios sureños de la literatura, La noche del cazador fue el único
film dirigido por el actor inglés Charles Laughton y no le hizo falta más para entrar
en la historia del cine con todos los honores. A medio camino entre el cuento
infantil, el cine negro y el drama naturalista más sórdido. En una atmósfera de
puritanismo obsesivo y fanatismo religioso, sólo una abuelita-coraje (la maravillosa
Lilian Gish) y unos niños inocentes conservarán el suficiente sentido común para
enfrentarse al mal. Imposible olvidar a ese siniestro predicador (Robert Mitchum, el
mejor malo de cine), cantando himnos religiosos mientras persigue a los niños.
28
FLANNERY O’CONNOR EN INTERNET
• Biografía:
http://topics.nytimes.com/top/reference/timestopics/people/o/flannery_oconnor/index
.html?8qa
http://www.georgiaencyclopedia.org/articles/arts-culture/flannery-oconnor-1925-1964
http://kirjasto.sci.fi/flannery.htm
http://www.flanneryoconnor.org/occountry.html
http://archive.csustan.edu/english/reuben/pal/chap10/oconnor.html#bio
• Flannery O’Coonor y su gallina amaestrada:
http://www.britishpathe.com/video/do-you-reverse-1
• O’Connor leyendo Un hombre bueno es difícil de encontrar:
http://www.openculture.com/2012/05/rare_1959_audio_flannery_oconnor_reads_a_goo
d_man_is_hard_to_find.html
• O’Connor leyendo Aspectos de lo grotesco:
http://www.openculture.com/2013/04/listen_as_flannery_oconnor_reads_some_aspects
_of_the_grotesque_in_southern_fiction_c_1960.html
• «Andalusia», la granja-museo de la escritora:
http://www.theasc.com/blog/2012/04/09/flannery-oconnor-andalusia-in-milledgeville/
http://literaryman.com/2013/01/29/when-in-rome-do-as-you-done-in-milledgeville/
http://andalusiafarm.org/author/flannery_at_andalusia.htm
• Crítica:
http://www.flanneryoconnor.org/
• Blog en español sobre la escritora:
http://www.flanneryoc.blogspot.com.es/
Biblioteca Pública Gerardo Diego
C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa)
28031 MADRID
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