I Kacimiento del autor.-Don posa.--La El Salitre José Joaquín Ortiz familia Ortiz y sus progenitores.-La y sus dueños primitivos. y su e.- hacienda de Nagle Nací en Bcgotá el 28 de septiembre de 1808, en una casita alta, que hace frente a la iglesia de Santa Inés y forma esquina con la plaza de La Concepción. Mi padre, abogado de la real audiencia española, el doctor don José Joaquín Ortiz Nagle, bugueño, y mi madre, la señora doña Isabel Rojas Medina, que vive (y ojalá viva muchos años para mi consuelo), tuvieron de su matrimonio siete hijos: yo, el primogénito; Mariana, que murió soltera hace tres años; María Manuela, que nació enfermiza y falleció muy niña; José Joaquín, que se ha hecho conocer en la República; Dolores, José 1vlaría y Simón Emigdio. Los dos últimos murieren en la cuna, puede decirse, y de siete hermanos que éramos hemos quedado apenas tres. Al hablar de mis abuelos trataré primero de mi bisabuelo materno, don Agustín Justo de Medina. Don Justo, según me refería mi padre, que gozó de su íntima confianza, era limeño, y en años de robusta juventud dejó su país natal y vino a la ciudad de Tunja, acaudalado por demás. Remató las alcabalas y los aguardientes de todo el corregimiento de Tunja, rentas cuyo manejo de- 24 JUAN FRANCISCO ORTIZ jaba muchos miles de ganancia, y viéndose ya acomodado, pensó en tomar mujer, se casó con doña Bárbara Sánchez Caicedo, de una buena familia de Bogotá, y se estableció con su linda esposa en la hacienda de El Salitre. A poco se puso a construir una casa, que siempre que la veo me recuerda los palacios góticos de los señores feudales de la Edad Media. Ciertamente, levántase el edificio en una colina rebajada que se destaca como nna isla en la hermosa llanura, no a flor de tierra, sino sobre un alto murallón terraplenado, presentando al pasajero que lo COlltempla una fachada de veintisiete arcos de piedra bien labrada, rematando por la izquierda en una gran capilla. A la derecha se extiende un patio, y sigue luégo otra casa alta de un solo piso, formando un largo tramo, en donde existen las oficinas correspondientes al servicio de la hacienda, como fragua, carpintería, almacenes para acopiar el salitre y corralejas de cal y canto muy bien dispuestas para separar el ganado. A don .Justo le venía éste de sus haciendas del Llano, y vendía a diez pesos cada res. Si el comprador le observaba que la res estaba pequeña, don .Justo le respondía fríamente: Déjela usted crecer; y si le hacía notar que estaba muy flaca, le atajaba la palabra diciendo: Déjela usted engordar. Cuando le llegaban huéspedes, a los cuales obsequiaba de una manera espléndida, destinaba para cada uno de ellos una pieza bien amueblada, a la que conducían el equipaje los asistentes; pero si venían a avisarle que a alguno de esos señores le faltaba colchón, respondía don .Justo de la manera grave y lacónica que acostumbraba: N o lo usará, REMINISCENCIAS 25 pues no lo ha traído, y el pobre diablo tenía que dormir sobre las duras tablas. Si se prolongaba la visita por más de tres días, lo que sucedía muchas veces, teniendo una opípara mesa y excelentes vinos, don Justo mandaba ensillar los caballos y que les pusieran los frenos; de modo que advertidos los visitantes con aquella indirecta del padre Cobos, no dilataban en ponerse en marcha. Los domingos, después de oír! misa en la capilla, salía don Justo al altozano a hacer una plática a su familia y a los arrendatarios de la hacienda, e inmediatamente después montaba en su caballo enjaezado y seguía para el pueblo de Paipa. Luégo que pasaba el puente se quitaba el sombrero de tres picos y lo metía debajo del brazo, lloviera que tronara, ejecutando aquella ceremonia con el doble objeto, decía, de enseñar a los que no se descubrían delante de su persona y de corresponder a cuantos le hicieran la cortesía. De doña Bárbara Sánchez Caicedo tuvo a mi abuela doña Rosalía. Doña Bárbara se volvió loca: arrojó por la ventana, en el primer acceso de locura, sus cajas de joyas, sus perlas y sus diamantes. Después de aquel arranque no volvió a tener furor, quedando una loca pacífica, extrenlOsa en el aseo de su persona, que lloraba mucho y vivía casi sm comer. Cuentan de ella, entre otras, una magnífica respuesta que no quiero dejar en el tintero. Construída la casa y edificada la capilla en la hacienda de El Salitre, quiso don Justo que una piedra de dos metros de larga se pusiera después de labrada, como se puso en efecto, en el altozano de la capilla, y hablando con los albañiles que ejecutaban 26 JUAN PRANCISCO ORTIZ sus órdenes, les decía: "Vean ustedes: cuando yo muera, enterrarán mi cuerpo debajo de esta piedra; labrarán con el cincel una pequeña cruz aquí (y señalaba el lugar), y debajo escribirán en la piedra mi nombre y apellido, y al pie pondrán estas iniciales: D. E. P., que significa descansa en pa,z." Doña Bárbara, que le estaba oyendo desde una ventana, le gritó: "Déjese usted de cuentos, señor don .Justo, que cuando uno muere otro es el que dispone. " Cumplióse la profecía de la buena señora. 'Murió don Justo en Bogotá, lejos de su hacienda; pobre no, pero bastante arruinado de bienes de fortuna. 'Sus últimos momentos revelan la energía de su carácter. Acostumbraba dar muchas limosnas, y la víspera de su fallecimiento encargó a mi padre que no olvidara mandar comprar los seis pesos de pan que repartía a los pobres todos los sábados. Avisó luégo que quería recibir el santo viático el día siguiente. A las ocho de la mañana se oyó la campanilla que anunciaba la venida del Santísimo. Don .Justo se había puesto un vestido nuevo de paño; se arrodilló en la alfombra de la sala y comulgó con profunda reverencia. Perdió entonces el uso de la palabra e hizo señas para que le condujeran a su cama; reclinóse en la almohada, dio un gran gemido y expiró a los ciento ocho años de edad, sin haber sufrido más enfermedad que la última, qne fue un ataque a la vejiga; sin perder un diente, con su cabellera completa, y sin haber usado anteojos, pues escribió con pulso firme una letra casi microscópica basta pocos días antes de morir. En la Peregr'inación de Alpha llallamos lo siguiente: "Dos tercios de legua al sur de Paipa REMINISCENCIAS 2i queda la hacienda de El Salitre, fundada por 1m eS1Jañol rnrnboso, que en la fábrica de la casa imitó los claustros y arquerías de los conventos, completando esta semejanza con una capilla espaciosa, edificada frente a la casa de habitación, y encerrándolo todo dentro de altas tapias. Yace aquello abandonado y solitario: la yerba crece libremente en los patios y corredores; el viento suena en los claustros como un murmullo de voces comprimidas, y la boja de una ventana que batía contra el marco y hacía retumbar las cerradas salas, completaba la impresión de desamparo producida por aquella casa, centro quizás de festines ruidosos ... " (Página 280). 28 JUAN FRANCISCO ORTIZ II Don Nicolás Ortiz Victoria y doña Rosa Nagle.-Un Chocó.--Don Pedro de Rojas Garrido. tesoro en el Algo me he detenido tratando de mi bisabuelo, por lo original de su carácter; diré ahora sólo algunas palabras acerca de mis abuelos paternos y maternos. Don Nicolás Ortiz Victoria y doña Rosa Nagle Santijusti tuvieron siete hijas y dos hijos varones: mi tío Antonio, llamado El manco Ortiz, y mi padre, que fue el último, y el Benjamín de la familia por su linda figura, por la vivacidad de su genio y por su despejada inteligencia. Mi abuelo era oriundo de la vega de Supía; mi abuela, nieta de un comerciante que fue vicecónsul de Inglaterra en Santo Domingo, irlandés como lo reza su apellido, nació en Buga, bella ciudad del Valle del Cauca. Tenía mi abuela un Niño Jesús hermosísimo. colocado sobre un aparador, en un rincón de la sala, corno se usaba y se usa todavía en el Valle. Debajo del aparador habían puesto un brasero de cobre para calentar una bebida. Al subir una negra al aparador a bajar alguna cosa, hizo caer el Niño sobre el brasero, y se le quebraron tres dedos de la mano derecha. Mi abuela, que estaba encinta, se impresionó vivamente con aquel accidente, y dio a luz después de algunos meses un niño a quien le faltaban los mismos dedos de la misma mano, y como cortados por las mismas coyunturas por donde se le quebraron al Nifío Jesús. Este fenómeno, REMINISCENCIAS 29 aunque extraordinario, no es desconocido en la medicina. El niño fue El manco Ortiz, padre de doña Antcnia, madre del general José María Mela, bien conocido en Venezuela y en Nueva Granada, y del cual tendré que hablar más adelante. Don Nicolás, en sus diversos viajes al Chocó, hizo considerable caudal, que por malos tratos y confianzas de que abusaron sus favorecidos, vino a menos de día en día, y quiso la desgracia que pam acabar de arruinarse diera crédito a una india que le manifestó que en el páramo de San José había un gran tesoro, dándole las señas del sitio en que se hallaba con la mayor puntualidad. Héte aquí a mi dichoso abuelo que se pone en marcha con una cuadrilla de cincuenta negros de su propiedad, bien armados de herramientas, y llevando las provisicnes necesarias para pasar mucho tiempo en la montaña. Hasta capellán llevó, que lo fue el padre Aedo. Empezaron los trabajos con suma actividad y se descubrió el primer enchontado, es decir, un piso artificial formado de la palma que llaman chonta; hallaron después la piedra redonda, como volandera de molino, según lo había indicado la india; pero al llegar al segundo enehontado tembló la montaña con tal violencia, que los negros se resistieron, y no fue pesible reducirlos a que siguieran trabajando. El terremoto derribó la iglesia de Buga, de modo que mi padre fue bautizado en la plaza, en 1764, bajo un gran toldo que habían habilitado de capilla. Perplejo me ha dejado siempre el suceso de referir, poco más o menos en los mismos términos en que repetidas veces se lo oí contar a mi buen padre,· que era el sujeto más veraz que he conocido. 30 JUAN FRANCISCO ORTIZ Posteriormente (parece que en 1834) formó el señor José Ignacio París una compañía, que volvió a emprender el trabajo, sin éxito favorable, en el mismo cerro, y en el mismo sitio en donde ahora noventa y cuatro años lo había abandonado mi abuelo. Mi padre hablaba siempre de su madre, doña Rosa Nagle, con entusiasmo, como de una gran matrona, como de una señora de mucho gobierno, de muchos alcances y de acrisolada virtud. Don Pedro de Rojas Garrido, viudo, casó en segundas nupcias con mi abuela doña Rosalía Medina, a la que conoció jovencita en una corrida de toros en la ciudad de Tunja. Era don Pedro el justicia mayor, empleo ¡que entopces significaba mucho en una ciudad en que se hacía, y se hace aún, mucho caso del origen de las personas. Luégo que se casó, llevó a su mujer a su hacienda de Chiguatá, y no pasaría mi abuela tan buena vida en aquella soledad, pues varias veces oí que les decía a mis hermanas: "Cuidado, niñas; ustedes no se casen nunca con viudo, ni con hombre que se llame Pedro." Mi abuela fue muy trabajadora y económica; esas eran las principales facciones de su carácter. Disfrutó siempre de buena salud, poro no alcanzó a una edad tan avanzada como la de su padre don Justo; murió de noventa y tres años, en una hacienda que había comprado, llamada Zapata, que dista un cuarto de hora de la J11 esa de Juan Díaz. De don Pedro de Rojas, que no murió viejo, nada tengo que decir: pasó su vida entre las labores del campo y los empleos públicos; porque cuando no estaba de justicia mayor estaba de corre- REMINISCENCIAS 31 gidor, O de regidor, o de alcalde ordinario, siempre con la vara del mando espantando a los criminales, rodeado del respeto de los pueblos que gobernaba y de las consideraciones que se rendían a la autoridad en aquellos tiempos en que el máR jaque temblaba delante de un empleado de la corona que hablaba en nombre del rey; y más si, como don Pedro, tenía una figura elegante e imponente, una gran cabellera con polvos, la casaca de paño de grana bordada de hilo de oro, el sombrero al tres, un gran vozarrón, el espadín al cinto y el bastón en la mano. JUAN 32 FRANCISCO ORTIZ III El padre del autor: su ('alTera, su matrimonio. Al volver la vista a los lejanos horizontes, dorados con la preciosa luz de mis primeros años, mi corazón se turba, y siento, bien a pesar mío, haberme alejado tánto de la cara sombra del techo paterno. Recuerdo con tristeza mis juegos infantiles, y las caricias de mis padres; recorro luégo en la memoria las variadas escenas de mi existencia, y veo el río de la vida con sus riberas esmaltadas de flores, o sombreadas por vistosas arboledas, o que atraviesa por desiertos arenales; pero siempre bajando, sin detenerse un momento, basta que SU!; aguas se pierdan y confundan con las de aquel golfo inmenso que se llama la eternidad. t Qué se hicieron aquellos preciosos días ~ ~En dónde están aquellas tranquilas noches en que, niño inocente, me dormía en los brazos de mi padre ~ Paréceme que ayer no más pasó todo eso; y sin embargo, años de años há que voy bajando la corriente de (:ste río, en que he perdido muchos compañeros, las ilusiones que me rodeaban y las esperanzas que me seducían; y hoy, solo, triste, desengañado, tengo que evocar antiguos recuerdos para fingirme las dichas que he perdido. Mi padre era abogado, como llevo dicho, y por HU honradez y talentos muy apreciado del virrey y de los oidores, en términos que llegó a ser, antes de la revolución, fiscal de la real audiencia, bajo (.~tlyosolio no podían sentarse, según la política de la corte de España, sino los naturales de la Penínsnla. Había hecho los primeros estudios de litera- REMINISCENCIAS 33 tura con su tío don Miguel Ortiz, que dejó la sotana de la Compañía de Jesús, antes de la expulsión, y murió en Buga, de clérigo suelto. Este don Miguel era muy versado en la lengua latina y famoso moralista, como lo comprueba su Prontuario de moral, cuyas reglas están en exámetros y pentámetros latinos, libro' que he visto impreso en Bogotá con otro nombre, y no he querido perseguir judicialmente, porque la propiedad literaria vale tan poco entre nosotros. Don Miguel tuvo dos discípulos en Buga a quienes enseñó a escribir correctamente, y la latinidad con mucha perfección, y lo fueron don Vicente Gil de Tejada, que vino a ser un médico muy acreditado, y mi padre, abogado muy distinguido. Hizo mi padre sus estudios de filosofía en Popayán con el doctor don Félix Restrepo, profesor muy notable, y pasó después a Bogotá a estudiar jurisprudencia en el Seminario de San Bartolomé. Consagró a la práctica los años requeridos por la ley, y se recibió de abogado en la real audiencia, acreditándose desde temprano entre sus comprofesores. Ahora, cuando todo ciudadano puede defenderse por sí, sin necesitar de la firma de un abogado para presentar sus escritos y alegatos a los tribunales y juzgados, hay en Bogotá doscientos abogados por lo menos. Entonces, que era indispensable la firma de un letrado, habría dieciséis o veinte a lo sumo. Mi padre me refería que hubo año en que ganó con su profesión cinco mil pesos, y entonces el dinero valía más que ahora. Ya por aquel tiempo habia llegado a los treinta y ocho de su edad; estaba bien relacionado, era muy apreciado de la gente que valía, y tenía con qué pcderse establecer; pero 3 34 JUAN FRANCISCO ORTIZ le había cobrado mucho miedo al matrimonio, y refiriéndose a aquella época, solía decirme: "J ual1, yo era un hombre incasable." Pero fue de "-[1unjaa Bogotá mi abuela doña Rosalía, con sus hijas Isabel y Ramona, a agitar un pleito sobre intereses, y como buscara 11nabogado de crédito, le indicaron a mi padre. Pasó a verse con él acompañada de sus hijas. Mi madre, que era la mayor, no había cumplido doce años, y estaba preciosa. Mi padre, con su genial viveza, dijo a la niña, burla burlando: "Míra, Isabelita, que nos hemos de casar cuando crezcas." La niña se puso colorada corno una rosa, sin hacer caso de aquella chanza. Hízose cargo mi padre de la defensa del pleito de mi abuela, y lo ganó en todas sus instancias, entre tanto que ella había vuelto con sus hijas a Tunja; pero regresó a Bogotá al cabo de cinco años, y dejó a mi madre en casa de su hija doña Bárbara, esposa de don Honorato Vila. Don Honorato era médico, y catalán muy cerrado por añadidura. Entonces no había en la capital sino tres o cuatro facultativos: don Vicente Gil de Tejada, don Sebastián López, don Honorato Vila, y Borrás, médico y cirujano al mismo tiempo. Dice el libro de los proverbios: JI onora medicum propter necessitatem y en Bogotá, donde nunca han faltado graciosos, repetían: JI onoratus est medicus propter necessitatent, aludiendo al poco saber del catalán; ~pero qué1 si lo que le faltaba de ciencia sobrábale de honradez y de asiduidad en asistir a los enfermos que tenía a su cargo. Don Honorato vivía feliz, lleno de comodidades, al lado de una mujer hermosa, honrada e inteligente. Se levantaba a las cuatro de la mañana .Y REMI~ISOENCIAS 35 bajaba a la caballeriza a echar un pienso a sus mulas, porque tenía siempre dos muy mansas y excelentes, puos no gustaba montar a caballo. Luégo se ponía a rezar sus devociones hasta las cinco y media, hora en que oía misa. Volvía a la casa y tomaba una copa de vino del mejor que tenía en su bodega, que siempre estaba bien provista. Ensillaba él mismo su mula, pues no consentía en su casa criado varón; tomaba su capa de paño burdo, que le abrigaba bien y resistía los aguaceros, montaba y empezaba las estaciones. Ya se sabía en la ciudad cuál era su método: visita hecha, visita pagada; cuatro reales en mano, ni más ni menos, lo mismo al pobre que al rico. Hecorría la ciudad, y volvía a su casa, donde Hirbiú (así llamaba a mi tía), a comer a la una en punto, después de haber visitado veinte o treinta enfermos. Aunque su mesa era abundante y delicada, él hacía una sola comida. Algunas noches se alargaba hasta tomar un trago de vino, antes de recogerse, lo que verificaba a las nueve en punto. Por la tarde leía a Galeno o a Hipácrates en latín, visitaba tal cual enfermo de gravedad, y les echaba pasto a las mulas. Esta fue su vida durante muchos años en que allegó considerable caudal. Fue dueño de la hacienda Lagunalarga, en la Sabana de Bogotá, y dejó catorce mil pesos a cada uno de los cinco hijos que tuvo. Visitaba mi padre a don Honorato y a su señora de vez en cuando; pero así que llegó mi madre de Tunja, en la flor de su edad, sus visitas fueron más frecuentes. Al fin la pidió en matrimonio, se casó con ella, y se estableció en la casa, frente a Santa Inés; porque siendo abogado del convento, y muy mimado y querido de las madres, éstas no le permitían que se alejase del monasterio. 36 JUAN FRANCISCO ORTIZ IV El bautizo del autor: sus padrinos y nombres de pila.-Primera infancia.-La revolución de 1810. ,~I .~ A los nueve meses nací yo. La madre María de Santa Teresa, de apellido Terán en el siglo, íntima amiga de mi padre, quiso ser mi madrina, y no pudiendo tenerme personalmente en la pila bautismal, nombró para qne hiciera sns veces a doña Teresa Domínguez. El inquisidor general de Cartagena de Indias, don Manuel del Corral, fue mi padrino, por poder conferido al doctor don Rafael Lasso de la Vega, que murió de obispo de Mé. rida de Maracaibo. Se hizo el bautismo con solemnidad, y el doctor don Manuel Andrade, cura de la catedral, por complacer a los padres y padrinos, me impuso los nombres siguientes: Juan Evangelista, Franc'isco Javier, Simón, Mariano de los Dolores. Muy dichoso vivió mi padre mientras' permaneció soltero, y no lo fue menos cuando se casó con una señora dotada, además de sus virtudes y gracias personales, de un genio admirable, cuya dulzura angelical no se ha desmentido ni entre las calamidades e infortunios que han visitado de tiempo en tiempo nuestra familia. Entre tanto el pueblo vivía en paz, y la virtud y la piedad florecían en todos los ámbitos del virreinato; los crímenes atroces, ahora frecuentes, eran raros entonces; la propiedad era respetada; se hacía distinción de personas, comoquiera que hay grados en la escala social, y no es lo mismo el que ba recibido una buena educación que el bárbaro REMINISCENCIAS 37 que vaga en las selvas; los indios, cuya raza se va acabando por las inicuas leyes sancionadas para despojarlos de sus terrenos, tenían entonces qué cerner; hoy perecen de hambre; la autoridad era acatada, y el pueblo, que no era devorado por el monopolio de los ricos, ~yivía dichoso y contento. Pero al promediar el año de 1810, el ejemplo de la Revolución Francesa, por una parte, y por otra las consecuencias de la invasión escandalosa de las tropas de Napoleón en la Península, en 1808, prendieron la fiebre democrá"'.::icaen estas comarcas; fiebre que nos ha traído de revolución en revolución, por el espacio de cuarenta años, pues si en la fecha en que escribo esto (Tunja, enero de 1859) no estarnos en armas, estarnos en anarquía, que es mucho peor. Y no importa que algunos sigan creyendo cándidamente que tenemos una república democrática, porque descansando esa forma de gobierno en el sufragio universal, y siendo éste una farsa entre nosotros, se infiere que tenemos una farsa, pero no una república . .Mi padre, que adoptó con la sinceridad que lo caracterizaba las ideas revolucionarias, concurrió a las juntas preparatorias que se tenían en casa del canónigo don Andrés Rosillo. Llegó el 20 de julio y se proclamó la independencia. Para alcanzarla se apoderaron previamente de la persona del virrey, don Antonio Amar, prendieron a la señora Villanova, su esposa, y a los oidores, que por lo general eran unos buenos sujetos. "j Abajo la tiranía!" gritaba un clérigo palurdo, llamado por sobrenombre Panela, y el pueblo repetía "j Abajo!" "El pueblo soberano pide la cabeza del señor Alba", vociferaba el mismo cléri- 38 JUA~ FRANCISCO ORTIZ go, desde el balcón del cabildo, y el pueblo ignorante, que no conocía al oidor de ese nombre, pedía su cabeza. Así comenzó este drama sangriento, invocando el nombre del pueblo, que ni comprendía lo que era la revolución ni sospechaba sus consecuenCIas. REMINlSCEN e [As 39 v El acta de la independencia.-Carracos y pateadorcs.-Los Estados soberanos.-N acimiento de don José J oaquin Ortiz, hermano del autor.-Los años de 1815 y 1816. Aunque mi padre estaba en Cáqueza cuando se dio el grito de independencia, así que regresó, el 24 de julio, se apresuró a firmar el aeta. El señor Simón Cárdenas ha publicado en un cuadro este documento, en el que si no están todas las firmas, se leen los nombres de los principales que lo suscribieron, y el de mi padre se encuentra entre los de los generales Nariño y Neira. Libre e independiente la Nueva Granada, los gamonales, que siempre han interpretado la voluntad del pueblo, se pusieron a excogitar cuál sería el mejor modo de gobernarlo: unos pretendían que la forma federal, y otros sostenían que la central; hasta que acalorados los ánimos y perdida la paciencia, se fueron a las manos en la guerra que se llamó de los carracos y de los pateadores. Todos los lugarones grandes, como Soatá, que tiene ahora 7.000 habitantes, la mayor parte cotudos, se dieron su constitución propia como Estados soberanos,. y aquello era no vagar en la labor de hacer feliz al pueblo, cada cual a su modo; y al cabo, no pudiendo concertarse tan discordes pareceres en las diversas localidades, resolvieron someter sus diferen¿ias a la decisión de un congreso que se llamaría de las Provi1~cias Unidas, el cual se convocó para esta ciudad de Tunja, donde en efecto se reunió en 1814. Concurrió mi padre a ese 40 JUAN FRANCISCO ORTIZ congreso como representante por las provincias del Cauca y Popayán, trayendo su familia. Aquí nació en el mes de julio de dicho año mi hermano José Joaquín, con la particularidad de que sacó una hinchazón tan grande en la cabeza, que las viejas iban diciendo por ahí que el niño, j cosa rara! había nacido con dos cabezas. El padre N. Cárdenas, de la orden de hospitalarios de San Juan de Dios, que murió de cma de Usaquén, le abrió aquel absceso, que resultó ser un depósito de sangre, y en veinte días 110 más quedó perfectamente bueno mi hermano. De ahí proviene que en la familia solemos llamarle El Cabezón. El año de 1815 y parte del 16 los pasó mi padre con su familia en Bogotá, sin novedad particular, bien que no dejaría de inquietarle la idea de la expedición que ya se rugía mandaba el rey de España, :U'ernando VII, para recobrar sus dominios; expedición que muchos creían irrealizable, y otros trataban de quimérica. Al fin se supo que una escuadra de diez mil hombres de desembarco se había presentado delante de Cartagena, y amenazaba subir el río, y venía a castigar a los insurgentes. j Entonces fueron los apuros! Como el gobierno no tenía recursos de ninguna especie para resistir, varios de los comprometidos en la revolución empezaron a sacar el cuerpo y a emigrar. Mi padre pidió inmediatamente, para atravesar la montaña del Quindío y seguir al Valle del Cauca, peones cargueros que a día fijo debían esptrarle en Ibagué. Para aquella ciudad se fletaron bestias, y la caravana se puso en marcha. Tristes y amilanados por demás salimos de Bogotá, y el primer día, ya con la noche, llegámos a una venta que se llama Barro REMINISCl<JNCIAS 41 Blanco. Al día siguiente ensillaron los caballos, cargaron las mulas, almorzámos, y empezaron a montar en sus caballos todos los que podían hacerlo. Un criado debía llevar a mi hermana a la caheza de la silla, otro a José Joaquín, y otro a mí, que aunque era el mayor, no había cumplido ocho años. Al alzar a José Joaquín para que el criado lo tomara en brazos, y lo sentara en la cabeza de la silla, lo que por fortuna no se verificó, arrancó la bestia a corcovear con tánta furia que el peón hubo de tenerse mucho y muy bien para que no diera con él en el suelo. La bestia se sosegó al fin, y mi padre, que presenciaba tristemente aquel su('eso,dio orden de contramarcha, previendo sin duda todos los trabajos de una emigración con niños de corta edad, con su esposa encinta y teniendo que atravesar las fragosas montañas de la cordillera de los Andes. Volvimos, pues, a Bogotá. El 16 de mayo de 1816 dio mi madre a luz a Dolores, y entraron a la capital las tropas espaüolas. Todos los balcones, todas las ventanas se adornaron con banderas blancas y se coronaron de gente que echaba vivas al rey de España como hahía echado mueras al virrey y a los oidores el 20 de julio de 1810. Recuerdo muy mucho que estaba yo en uno de los balcones de la casa de mi tía Bárbara, que viuda ya de don Honorato vivía en la primera Calle de la Carrera. Por allí pasaban al g-alopelos húsares de Fernando VII a coger el camino de Cáqueza, en persecución de 8erviez, que había ideado una estratagema muy rara, para sublevar el pueblo de estas altiplanicies andinas y olJonerlo a los expedicionarios; estratagema que no surtió buen efecto, porque "cuando Dios no 42 JUAN FRANCISCO ORTIZ quiere, santos no pueden". Persuadido el francés de la acendrada devoción que en todas est.as comarcas se profesa a la virgen que se venera en el santuario de Chiquinquirá, fue y se apoderó de la imagen, juzgando que los pueblos se dejarían acuchillar antes que consentir en que cayera en manos de los españoles. Pero no fue así: los pueblos estaban amilanados con la llegada de las t.ropas peninsulares. Sólo unas piadosas mujeres y algunos devotos acompañaron el lienzo bendito una o dos jornadas, y luégo, como el francés caminaba a marchas redobladas, dejaron de seguirlo. Serviez pasó el río Negro con los pocos que le quedaban. cortó la cabuya, arrojó el lienzo milagroso en las orillas del río, y se internó en los llanos de Ca~mnare. 43 REMINISCENCIAS VI La vuelta de los españoles a Santafé.-Los pacificadores y el Tribunal de purificación.-La prisión del padre del autor.-Critica situación de familia.-Los decapitados y fusilados. Los españoles entraron de paz a la capital, sin que sospechara nadie la matanza ulterior que premeditaban; y he oído decir a hombres sabios y prudentes que si los pacificadores hubieran tratado de cultivar la paz y de atraerse los ánimos, y no hubieran cometido las atrocidades que cometieron, el pueblo habría vuelto a la obediencia antigua, y la España no hubiera perdido sus colonias de América, florón riquísimo de su corona. Habiendo entrado los españoles como de paz, presentáronse los principales señores al Tribunal de purificación: se les exigió cierta suma para lavar la mancha que decían se habían echado encima suscribiendo el acta de la independencia, o funcionando como empleados de la patria, y ellos se apresuraron a obedecer la orden, consignando fuertes cantidades. El pueblo empezaba a fraternizar con las tropas del rey, y los oficiales se mostraban alegres y agradecidos al verse alojados en las principales casas de la ciudad, donde eran tratados por sus dueños con la amabilidad y la franqueza bogotanas, nunca desmentidas, como jamás bien ponderadas. El alma conturbada con la aterradora aparición de los expedicionarios, solía abrirse de vez en cuando a la esperanza en las confidencias del hogar doméstico, en donde ninguno llegaba a imaginarse que la ciudad de Santafé se vería erizada de patíbulos y convertida en una charca de sangre. En 44 JUAN FRANCISCO ORTIZ una noche del citado mayo, en que se hallaba mi padre rodeado de su familia, en el aposento de mi madre, tocaron a la puerta y vinieron a avisar que un español deseaba hablarle. Salió mi padre, y el oficial le intimó la orden de Casano, de presentarse inmediatamente en su despacho. Mi padre conoció desde luego toda la extensión del mal que le amenazaba; pero, por no asustar a mi madre, fingió alguna serenidad y se despidió de ella, encareciéndole y suplicándole que no se sobresaltara, y diciéndole que aquel llamamiento no pararía en nada; que sería para pedirle algún informe, que lo darla y volvería inmediatamente. j Oh! j qué cosa tan triste es recordar aquellos sucesos! Mi madre comenzó a llorar teniendo abrazados contra su pecho a sus tres hijos: la chiquita dormía en la cuna. La casa se hundía con nuestro llanto y con los lamentos de los criados. A las once volvieron a llamar a la puerta: era un soldado que venía a .decir que le mandaran un colchón a mi padre, porque quedaba preso en la cárcel pública. Esa noche habían prendido, lo mismo que a mi padre, a un centenar de patriotas. Se le mandó en el momento una cama, pero no se le pudo ver. Así pasaron algunas semanas: mi padre preso, embargada su hacienda de El Salitre de Paipa, y forzada mi madre a ocurrir al triste recurso de vender los muebles de la casa en que vivíamos. Mi madre pasaba horas enteras en la calle, frente a la cárcel, mirando a las ventanas. Alguna vez logramos que mi padre pudiera asomarse a una de ellas; entonces nos hacía señas, y, al contestárselas, no tardaba en venir un soldado de los que estaban de facción, y con amenazas y palabras brutales nos forzaba a REMINISCENCIAS 45 despejar el puesto. El día que teníamos la dicha de ver a mi padre, era un día de fiesta para toda la familia, y aunque llorábamos siempre, esa noche el llanto no era tan amargo. Después de haber pasado mi padre un mes en la cárcel, supimos una mañana que habían trasladado muchos presos al Colegio del Rosario, y que UIlOde ellos era el doctor Ortiz. Tan llena de patriotas estaba la cárcel, que se hizo necesario adoptar aquella providencia, sin que por eso tardara lllucho en llenarse de presos el edificio del colegio. Heinaba en la ciudad entre tanto la mayor consterunción, como si el dolor hubiera extendido sobre ella y sobre la sabana circunvecina sus negras alas. La tristeza se pintaba en todos los semblantes, y Ls diálogos que se trataban entre los conocidos ;-'0 n-uucían a decir: -j Ayer decapitaron a Villavicencio! -j Sí, y dicen que hoy fusilan a Arrubla! Se sabía el número de los que habían bajado a la tumba; ignorábase cuántos y cuándo habían de coger otros la palma del martirio patriótico en la Huerta de Jaime, lugar de las ejecuciones. En esa plaza, que llaman huerta, se plantaron los banquillos. Allí perecieron Francisco Caldas, Camilo Tones, Joaquín Camacho, José Gregario y Frutos Gutiérrez, Crisanto Valenzuela, Miguel Pombo, .Jorge Lozano, Francisco Antonio Ulloa, Manuel Torices, José Manuel Dávila, José María Cabal, Antonio Baraya, Custodio Rovira, Liborio Mejía; por todos, ciento veinticinco, según aparece de la lista que trae Restrepo en el tomo X de su Historia de Colombia, edición de 1827, y de éstos, cincuenta y cinco en la ciudad de Santafé, entre los cuales 46 JUAN FRANCISCO ORTIZ Policarpa Salabarrielta, que Yace por salvar la Patria, como lo expresa su anagrama, y muchas otras ... . .. egregias animas, qua e sanguine Hane patriam pepere suo ... nobis Aeneidos, Lib. Xl. ~Cómo se hallarían mi padre y los otros insurgentes, sus compañeros de cadenas, inciertos de la suerte que les esperaba, al ver salir diariamente de los calabozos a sus amigos que, conducidos por una escolta a la Huerta de Jaime, eran fusilados allí irremisiblemente? i Qué noches de angustia y de sobresalto! j Qué días de congojas pasarían esos infelices, maltratados por la guardia y sin esperanzas en lo humano de salvar la vida! El número de los fusilados no baja de ciento veinticinco, pero no llegó a seiscientos. REMINISCENCIAS 47 VII Reetificación a Cantú sobro don a mnerte de los que supieran semanales. Pablo lVlorillo.-La leor y escribir.-Las condenación ejecuciones Aquí me veo obligado a rectificar un relato de César Cantú en su JI istor'ia universal, acerca de las ejecuciones del general español don Pablo Morillo en Bogotá, en 1816; por cuanto la obra del mencionado escritor anda en manos de todos, y sus narraciones son creídas sin examen, por el profundo respeto qne inspiran la erudición colosal y la e10cuencia del anter. Cantú dice así: "Este hábil general (don Pablo Morillo) usó de una ferocidad sin ejemplo en los tiempos moder1l0S. Escribía a Fernando VII: Es preciso para 8ubyttgar estas provincias emplear los mismos medios que en la p1'inlera conquista, y dice, en un despacho del mes de julio de 1816, fechado en Bogotá, haber declarado rebelde a todo el que sabía leer y escribir; en sn consecuencia, seiscientos notables de aquella ciudad fueron sentenciados eL expirar en la horca en un estado completo de desnudez. " (César Cantú, traducción de don Antonio Ferrer del Río, tomo 33, página 378, edición de Mellado, Madrid, 1849). Eu la traducción de don Nemesio ]'ernández Cuesta (Madrid, 1857, tomo 6Q, página 576) leemos: "que por tanto habían sido ahorcados desnudos unos seiscientos notables de aquella ciudad". Respecto de lo que escribió Morillo al rey, en el despacho citado por Cantú, digo: que ésta es la primera noticia que se tiene en América de semo- 48 JUAN FRANCISCO ORTIZ jante atrocidad, que otro calificativo no merece la condenación a muerte de todos los que sabían leer y escribir en aquella época. Y respecto de los seiscientos notables sentenciados a expirar en la horca, en un completo estado de desnudez, observo que la traducción de V-'errer del Río es oscura; porque se queda uno en duda de si efectivamente fueron ahol'cados aquellos seiscientos notables, o si sólo se dio sentencia de muerte contra ellos; y no se dio tal sentencia, ni fueron ahorcados seiscientos notables,. y menos en un completo estado de desnudez. Los sentenciados a muerte fueron llevados a la Huerta de Jaime y fusilados allí, unos por el pecho y atres por la espalda, como traidores al rey. De este modo perdió la vida el español don .J osé Leiva, oficial de alta graduación en las tropas reales y que había sido secretario del virreinato. Algunos, y muy pocos, fueron colgados de la horca después de fusilados; pero ninguno en estado de desnudc'Z, sino con el vestido ordinario que llevaba. Millares de testigos hay en Bogotá que presenciaron las matanzas de Morillo que contradicen esta parte de la narración de César Cantú. El señor Restrepo, eH su Historia de la Revolución de la República de e olombia, dice: "Desde aquel día funesto (8 de junio de 1816) y por el espacio de seis meses, apenas corrió alguna semana sin que hubiera en Santafé o en las provincias tres, cuatro y aun más individuos pasados por las armas como traidores y rebeldes." Hágase la cuenta y se verá que no llega a ciento el número de los fusilados, según esta apreciación, que es un poco exagerada. REMINISCENCIAS 49 VIII La ferocidad de los expedicionarios.-La salida de la familia Ortiz para Viracachá.-Su mi~erable residencia allí. Sin embargo, no todos los expedicionarios eran feroces e inhumanos: corazones había entre ellos que se desgarraban de dolor viendo la severidad de las prisiones y la matanza diaria. i Eso hace honor a la humanidad! Tal un sargento del regimiento de Numancia, hombre como de cincuenta años de edad: un zuavo de aquellos tiempos. Al verlo por primera vez con sus grandes bigotes y la barba que le caía hasta el pecho; al oírle pronunciar, con desdeñoso acento, todas las palabras con z, como los hijos de Andalucía; al mirar los cordones de su -dormán, su alta gorra de pieles y el sable resplandeciente que arrastraba por el suelo, por cierto que espantara a cualquiera; pero debajo de aquella ruda corteza... j oh, se encerraba un corazón de paloma! Esos ojos que al parecer chispeaban de indignación solían humedecerse, y corrían lágrimas por aquellas mejillas tostadas por el sol de los trópicos y por los vientos marinos. El sargento se había hecho amigo de mi padre. Cuando le tocaba montar guardia, se encargaba de llevar alguna carta a mi madre, y cuidaba de que la comida que ella mandaba para el preso le llegara caliente y sin que la manosearan los centinelas. Poniéndose una vez de acuerdo con el oficial de guardia, me permitió entrar a ver a mi padre. Una criada me acompañó hasta la puerta del colegio: allí el sargento me cogió de la mano, y entramos. Yo caminaba azorado oyendo el ruido de las armas 50 JUAN FRA:KCrSCO ORTIZ de los soldados, .Y el que hacían los presos arrastrando sus cadenas. Subimos las escaleras: el sargento empujó la puerta de un cuarto, y dijo a mi padre: "j Ahí tiene uzté a ezte bribonzueIo !" Yo me arrojé a sus brazos y eché a llorar. j Hacía tánto tiempo que no le veía! Mi padre me hizo muchos cariños y repetidas preguntas acerca del estado de la familia, a las que contesté como pude: y aquella visita, que duraría dos horas, se me hizo de un minuto. Volvió el sargento y dijo: "Alza, picarillo, que ya te eztarán ezperando a comer en la caza." -Yo no quiero comer, le grité; lo que quiero es quedarme con mi señor padre. -Tóma j Currillo, C0n la que zalez! refunfuñó el sargento, y me pareció que sus ojos se habían humedecido con el llanto. Yo me había prendido al cuello de mi padre, y no quería soltarlo, lo que consiguió al fin el sargento, a fuerza de promesas de que me dejaría entrar otras muchas veces a ver a mi padre, que se quedó muy triste i Ah! i me quería tánto! Salimos y no lo volví a ver sino después de muchos años! Aquel fue, hablando propiamente, un relámpago de felicidad. Como mi madre se había quedado sin recursos, resolvió mandar a sus hijos al campo con mi abuela doña Rosalía, que casualmente había venido a Bogotá, dejando consigo a la chiquita, que tendría dos o tres meses de nacida, para atender y auxiliar a mi padre en lo que pudiera. Salimos, pues, de Bogotá en malas bestias y con peores avíos. En ese viaje monté solo a caballo por primera vez. Con no pocos trabajos, y después de cinco días de marcha, llegamos a un pueblo que se llama Viracachá, en las inmediaciones de Tun- REMIXISCENCIAS 51 ja, del que hago reminiscencias más bien por los campos que lo rodean que por su caserío, que era entonces y es todavía, según entiendo, ruin y miserable. Los peruanos llamaban Viracocha a uno de los descendientes de Manco. ¡, Será Viracachá el mismo nombre, tal vez adulterado? Triste como es y miserable el referido pueblecillo, ha dejado recuerdos muy gratos a mi corazón. Es una soledad, un retiro que nadie visita. Su clima es frío, su población escasa, toda ella de indios, el terreno húmedo, la tierra fértil, las cosechas de manzanas y de maíz abundantísimas, y sus contornos se hallan revestidos de mil arbustos diferentes, entre los cuales levanta la uva que llaman de anís sus rojos penachos. A pesar de vivir allí como huérfano, y de que no cesaba de acordarme de mis progenitores y de llorar muchas veces por ellos, trayendo a la memoria las contemplaciones, el mimo y el regalo con que me trataban. Viracachá me gustaba porque vivía allí en la independencia de las selvas. Puede decirse que todo el tiempo que permanecí allí, viví en los bosques. No me aparecía a la casa de mi abuela sino a las horas de comer, o ya con la noche, buscando la cama para dormir, y nadie se cuidaba de preguntarme: ¡, qué has hecho? ¡, dónde has estado? En vez de zapatos me habían puesto alpargatas, y en lugar de los buenos vestidos de paño que usaba en otro tiempo, vestía pantalón y chaqueta de manta del Socorro. Recorría incansablemente todas las laderas, bajaba a las quebradas, entraba a, las cuevas, subía a !l\.3t.cuIJ:}~~1~ ..Jqs.~f)flk.rros, cogla uvas, moras, r~nás -frutillas verdes, UNIVrR~lDAC NqIí h~tllti#d d,' : '>;""'. , :.-"¡ 52 JUAN FRANCISCO ORTIZ que llaman esmeraldas; veía los nidos de los pajarillos, y se me pasaban los días insensiblemente en aquellas excursiones. A veces me dormía a la sombra de los laureles y de los mortiños; y el ejercicio, el aire libre, la dura vida que llevaba contribuyeron, aparte de mi buena constitución, a fortificarme y robustecerme. Entre tanto, las causas de los presos, mal seguidas o seguidas pro formula, marchaban con una lentitud desesperante, y se notaba ya como que los pacificadores estaban cansados de la matanza. REMI~ISCENCIAS 53 IX Confinamiento del padre del autor a Puerto Cabello.-Fusilamiento de don Isidro Plata.-Don Nicolás Tanco.-Torturas a los presos. Con tales auspicios empezó el año de 1817. No he podido averiguar si en febrero o a principios de marzo fue cuando sacaron una partida de presos entre los que iba mi padre. Los conductores tomaron el camino del norte de Bogotá. Mi padre, que había sabido con anticipación ese movimiento, si· guió la partida, a corta distancia, parando en los lugares en que aquélla hacía alto. Así fue hasta la villa de Sogamoso, que no era entonces floreciente como lo. es en la actualidad. Los presos habían venido de cárcel en cárcel, y no tuvieron que extrañar cuando los llevaron a la de la villa. Al siguiente día de su llegada, estando reunidos aquellos infelices en el salón, y rodeados de la guardia con bayoneta calada, mandó el capitán que se arrodillaran. Algunos se desmayaron, pensando que la escolta iba a hacer fuego sobre ellos, y no hubo tal; el objeto de aquella ceremonia era notificarles las sentencias que habían recaído en sus respectivos procesos. Uno de elles, el señor Isidro Plata, padre del célebre José María Plata, fue pasado por las armas en Sogamoso. Los demás estaban condenados a presidio, y mi padre a diez años en las bóvedas del castillo de Puerto Cabello. Cuando oyó aquella notificación, me contaba él después que había derramado lágrimas de alegría, dando gracias a Dios, pues ya- al menos sabía que no lo mataban. Concluída aquella triste ceremonia, ¡ 54 JUAN FRANCISCO ORTIZ el oficial les permitió que vieran a sus familias y conocidos, y mi madre pudo hablar largas horas con su esposo, que, aunque desgraciado, no creía serlo tánto, al quedarle dos preciosos bienes que habían escapado del naufragio de su fortuna: la vida y la esperanza. Los presos se detuvieron en Sogamoso tres o cuatro días, al fin de los cuales el conductor dio la orden de marcha. Mi madre había buscado unos pesos, que no llegaban a ciento, para que llevara el desterrado en su largo viaje, una mula ensilladá y algunas mudas de ropa. El oficial, al ver la mula, rechinó los dientes de rabia, echó una maldición, y dijo: -i Vean qué insolencia de insurgentes! i Quieren ir montados como unos canónigos, y que los fieles vasallos de su majestad vayamos a pie! i No será así ! Voto a. . . Yo pondré remedio a todo esto. Esa mula es para mí: los criminales deben marchar a pie. Y diciendo y haciendo montó en la mula, i bribonazo! y después se apoderó de las mudas de ropa y del dinero que iba entre los cojinetes. Entonces vino un herrero y sobre una piedra que había en la plaza ayuntó a los presos de dos en dos, remachándoles una esposa en una mano. A mi padre le tocó por compañero un gran patriota: su estimado amigo don Nicolás Tanco. Marchó la escolta con los presos. i Nosotros nos quedamos huérfanos y mi madre viuda! Tan bárbaro era el oficial, que si había que atravesar una quebrada o riachuelo, pasaba él por el puente cantando la jota aragonesa, y hacía atravesar a los presos por la corriente; y no quiero recargar este cuadro con otras cien indignidades de aquel hombre, que me refería mi padre; baste REMINISCENCIAS a mi propósito decir que fueron innumerables los trabajos que pasó ese grupo de patriotas hasta que embarcados en el Zulia bajaron a un puerto del lago de Maracaibo. Allí les quitaron las esposas, los metieron en pequeños bongos en que no cabían sino un preso, dos soldados y dos remeros. Así, calados de agua, pasaron el lago, con viento favorable, y cruzaron por la costa de Venezuela hasta llegar a la fortaleza de Puerto Cabello. Dejemos allí a mi padre, que, firme y verdadero patriota, no se arrepentía, ni se arrepintió jamás de haber entrado en la revolución del año 10, y que destituíc10 del amparo de los hombres, tenía fija su esperanza en Aquel que nunca se olvida de los infelices; y volvamos a Viracachá, adonde, despué:s de algunos días, tornó mi madre a reunirse con su familia. 56 JUAN FRANCISCO ORTIZ x El cura de Chivatá, presbitero don Antonio Guevara.-Su a la familia Ortiz. protección Mi padre, en años pasac1os, había interpuesto sus respetos ante la curia eclesiástica en pro del presbítero Antonio Guevara, y éste había obtenido el curato de Chivatá. Entre las virtudes que adornaban al mencionado sacerdote, una de ellas era la gratitud, virtud de las almas nobles, y por desgracia del mundo, virtud muy rara. Sabiendo que su amigo y protector gemía en un presidio y que su familia estaba en la miseria, montó a caballo y se vino un día a Viracachá, que no queda lejos de aquel curato, a suplicar a mi madre que le permitiera llevarme consigo, para tenerme a su lado y enseñarme alguna cosa. Largos años há que el señor Guevara duerme el sueño de los justos, y siento un grande y vivo placer al manifestarle mi gratitud, consignando entre Mis reminiscencias los cuidados, el cariño y los favores que le merecí. Era y es Chivatá un pueblo de indios. En el tiempo a que se refiere mi narración no había allí sino una sola familia de blancos. Los domingos, antes de la misa, se rezaba el catecismo de la doctrina del padre Gaspar Astete, y a los indics que habían faltado el domingo anterior, fueran varones o hembras, les daba unos tres o cuatro azotes con mucha fuerza, por encima de la ropa, el indio fiscal que se paraba a este fin en la puerta de la iglesia; y como no se pasaba lista, ni era esto dable en un crecido vecindario, las faltas de asistencia se saldaban en las espaldas de los indios, fl7 REMINISCENCIAS atenido el fiscal a su buena memoria. En mi artículo titulado El Camarico hallará el lector algunos informes de Chivatá. El señor Guevara fue casado, y ya viudo se dedicó al servicio del altar. Vivía en su beneficio con la señora Blasina, su madre, con sus dos hijas Trinidad y Dolores y con su hijo José María, quien, huyendo del furor de los españoles por sus comprometimientos, se mantenía oculto en una pieza, y no se dejaba ver sino de su familia. Este y un clérigo Espinel me dieron algunas lecciones de escritura; pero no adelanté cosa mayor, hasta que el señor Guevara me llevó a su cuarto y con mucha i1ulzura y admirable paciencia se encargó de mi enseñanza; él mismo me rayaba el papel y me hacía escribir tedos los días; yo ponía cuidado, y al cabo ele poco tiempo remedaba su letra que era un primor. Mi madre me había enseñado a leer las o.ruciones del cristiano y los más notables pasajes del /mtiguo y del Nuevo rrestamento. No era yo de esos niños que se están quietos y callados en un rincón, pensando sólo en comer o en hacer daño a los animales: era traviesillo, conversador, inquieto. Un día que vino gente de visita a la casa cural, salí con los criados a dar de beber a los caballos en que habían llegado los huéspedes. A la vuelta venía solo, en pelo, en un hermoso caballo; sopló un ráfaga de viento y alzó unas ajas secas que había en la plaza, las cuales se arremolinaron; el caballo dio un rechazo violento y me derribó. Por el momento creí que el golpe no había sido cosa. Sujeté el caballo y traté de volver a montar, pero no pude hacer fuerza al apoyarme en el brazo izquierdo: se me había quebrado con el golpe. 4 58 JUAN FRANCISCO ORTIZ Me metieron a la casa; el brazo empezó a dolerme muchísimo. Ocurrieron en busca de un sobandero llamado Antonio Niño, campesino de buen corazón, pero que no entendía el mecanismo del brazo ni su construcción orgánica. Cada apretón que me daba me hacía ver las estrellas. Por fin me envolvió el pobre brazo en unas hojas de ayuelo, lo entablilló lo mejor que supo y me acostaron en la cama. Cuarenta días y cuarenta noches, como el arca que nadaba en las aguas del diluvio, permanecí boca arriba sin ver el sol, sin dar un paseo. Del brazo que se quebró por el codo me sacó el buen viejo Niño astillas considerables; la boca de la herida cicatrizó al fin, y el brazo quedó torcido para siempre; mas ejercitándome en levantar pesos proporcionados a mi edad y haciendo movimientos, logré recuperar la fuerza perdida, que no me ha faltado nunca.