PDF (Capítulo I a X)

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I
Kacimiento
del autor.-Don
posa.--La
El Salitre
José
Joaquín
Ortiz
familia Ortiz y sus progenitores.-La
y sus dueños primitivos.
y su
e.-
hacienda
de
Nagle
Nací en Bcgotá el 28 de septiembre de 1808, en
una casita alta, que hace frente a la iglesia de
Santa Inés y forma esquina con la plaza de La
Concepción.
Mi padre, abogado de la real audiencia española, el doctor don José Joaquín Ortiz Nagle, bugueño, y mi madre, la señora doña Isabel Rojas
Medina, que vive (y ojalá viva muchos años para
mi consuelo), tuvieron de su matrimonio siete
hijos: yo, el primogénito; Mariana, que murió soltera hace tres años; María Manuela, que nació enfermiza y falleció muy niña; José Joaquín, que se
ha hecho conocer en la República; Dolores, José
1vlaría y Simón Emigdio. Los dos últimos murieren
en la cuna, puede decirse, y de siete hermanos que
éramos hemos quedado apenas tres.
Al hablar de mis abuelos trataré primero de mi
bisabuelo materno, don Agustín Justo de Medina.
Don Justo, según me refería mi padre, que gozó
de su íntima confianza, era limeño, y en años de
robusta juventud dejó su país natal y vino a la ciudad de Tunja, acaudalado por demás.
Remató las alcabalas y los aguardientes de todo
el corregimiento de Tunja, rentas cuyo manejo de-
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JUAN
FRANCISCO ORTIZ
jaba muchos miles de ganancia, y viéndose ya acomodado, pensó en tomar mujer, se casó con doña
Bárbara Sánchez Caicedo, de una buena familia
de Bogotá, y se estableció con su linda esposa en
la hacienda de El Salitre.
A poco se puso a construir una casa, que siempre que la veo me recuerda los palacios góticos
de los señores feudales de la Edad Media. Ciertamente, levántase el edificio en una colina rebajada
que se destaca como nna isla en la hermosa llanura, no a flor de tierra, sino sobre un alto murallón
terraplenado, presentando al pasajero que lo COlltempla una fachada de veintisiete arcos de piedra
bien labrada, rematando por la izquierda en una
gran capilla. A la derecha se extiende un patio, y
sigue luégo otra casa alta de un solo piso, formando un largo tramo, en donde existen las oficinas
correspondientes al servicio de la hacienda, como
fragua, carpintería, almacenes para acopiar el salitre y corralejas de cal y canto muy bien dispuestas para separar el ganado. A don .Justo le venía
éste de sus haciendas del Llano, y vendía a diez
pesos cada res. Si el comprador le observaba que
la res estaba pequeña, don .Justo le respondía fríamente: Déjela usted crecer; y si le hacía notar que
estaba muy flaca, le atajaba la palabra diciendo:
Déjela usted engordar.
Cuando le llegaban huéspedes, a los cuales obsequiaba de una manera espléndida, destinaba para
cada uno de ellos una pieza bien amueblada, a la
que conducían el equipaje los asistentes; pero si
venían a avisarle que a alguno de esos señores le
faltaba colchón, respondía don .Justo de la manera
grave y lacónica que acostumbraba: N o lo usará,
REMINISCENCIAS
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pues no lo ha traído, y el pobre diablo tenía que
dormir sobre las duras tablas. Si se prolongaba la
visita por más de tres días, lo que sucedía muchas
veces, teniendo una opípara mesa y excelentes
vinos, don Justo mandaba ensillar los caballos y
que les pusieran los frenos; de modo que advertidos los visitantes con aquella indirecta del padre
Cobos, no dilataban en ponerse en marcha.
Los domingos, después de oír! misa en la capilla, salía don Justo al altozano a hacer una plática
a su familia y a los arrendatarios de la hacienda,
e inmediatamente después montaba en su caballo
enjaezado y seguía para el pueblo de Paipa. Luégo
que pasaba el puente se quitaba el sombrero de tres
picos y lo metía debajo del brazo, lloviera que tronara, ejecutando aquella ceremonia con el doble
objeto, decía, de enseñar a los que no se descubrían
delante de su persona y de corresponder a cuantos
le hicieran la cortesía.
De doña Bárbara Sánchez Caicedo tuvo a mi
abuela doña Rosalía. Doña Bárbara se volvió loca:
arrojó por la ventana, en el primer acceso de locura, sus cajas de joyas, sus perlas y sus diamantes. Después de aquel arranque no volvió a tener
furor, quedando una loca pacífica, extrenlOsa en el
aseo de su persona, que lloraba mucho y vivía casi
sm comer.
Cuentan de ella, entre otras, una magnífica
respuesta que no quiero dejar en el tintero. Construída la casa y edificada la capilla en la hacienda
de El Salitre, quiso don Justo que una piedra de
dos metros de larga se pusiera después de labrada, como se puso en efecto, en el altozano de la capilla, y hablando con los albañiles que ejecutaban
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JUAN PRANCISCO ORTIZ
sus órdenes, les decía: "Vean ustedes: cuando yo
muera, enterrarán mi cuerpo debajo de esta piedra;
labrarán con el cincel una pequeña cruz aquí (y
señalaba el lugar), y debajo escribirán en la piedra mi nombre y apellido, y al pie pondrán estas
iniciales: D. E. P., que significa descansa en pa,z."
Doña Bárbara, que le estaba oyendo desde una ventana, le gritó: "Déjese usted de cuentos, señor don
.Justo, que cuando uno muere otro es el que dispone. "
Cumplióse la profecía de la buena señora. 'Murió
don Justo en Bogotá, lejos de su hacienda; pobre
no, pero bastante arruinado de bienes de fortuna.
'Sus últimos momentos revelan la energía de su carácter. Acostumbraba dar muchas limosnas, y la víspera de su fallecimiento encargó a mi padre que
no olvidara mandar comprar los seis pesos de pan
que repartía a los pobres todos los sábados. Avisó
luégo que quería recibir el santo viático el día siguiente. A las ocho de la mañana se oyó la campanilla que anunciaba la venida del Santísimo. Don
.Justo se había puesto un vestido nuevo de paño;
se arrodilló en la alfombra de la sala y comulgó
con profunda reverencia. Perdió entonces el uso
de la palabra e hizo señas para que le condujeran
a su cama; reclinóse en la almohada, dio un gran
gemido y expiró a los ciento ocho años de edad,
sin haber sufrido más enfermedad que la última,
qne fue un ataque a la vejiga; sin perder un diente,
con su cabellera completa, y sin haber usado anteojos, pues escribió con pulso firme una letra casi
microscópica basta pocos días antes de morir.
En la Peregr'inación de Alpha llallamos lo siguiente: "Dos tercios de legua al sur de Paipa
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queda la hacienda de El Salitre, fundada por 1m
eS1Jañol rnrnboso, que en la fábrica de la casa imitó
los claustros y arquerías de los conventos, completando esta semejanza con una capilla espaciosa,
edificada frente a la casa de habitación, y encerrándolo todo dentro de altas tapias. Yace aquello abandonado y solitario: la yerba crece libremente en
los patios y corredores; el viento suena en los claustros como un murmullo de voces comprimidas, y
la boja de una ventana que batía contra el marco
y hacía retumbar las cerradas salas, completaba
la impresión de desamparo producida por aquella
casa, centro quizás de festines ruidosos ... " (Página 280).
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JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
II
Don Nicolás Ortiz Victoria y doña Rosa Nagle.-Un
Chocó.--Don
Pedro de Rojas Garrido.
tesoro
en el
Algo me he detenido tratando de mi bisabuelo,
por lo original de su carácter; diré ahora sólo algunas palabras acerca de mis abuelos paternos y
maternos.
Don Nicolás Ortiz Victoria y doña Rosa Nagle
Santijusti
tuvieron siete hijas y dos hijos varones: mi tío Antonio, llamado El manco Ortiz, y mi
padre, que fue el último, y el Benjamín de la familia por su linda figura, por la vivacidad de su
genio y por su despejada inteligencia. Mi abuelo
era oriundo de la vega de Supía; mi abuela, nieta
de un comerciante que fue vicecónsul de Inglaterra
en Santo Domingo, irlandés como lo reza su apellido, nació en Buga, bella ciudad del Valle del
Cauca.
Tenía mi abuela un Niño Jesús hermosísimo.
colocado sobre un aparador, en un rincón de la sala,
corno se usaba y se usa todavía en el Valle. Debajo
del aparador
habían puesto un brasero de cobre
para calentar una bebida. Al subir una negra al
aparador a bajar alguna cosa, hizo caer el Niño
sobre el brasero, y se le quebraron tres dedos de la
mano derecha. Mi abuela, que estaba encinta, se
impresionó vivamente con aquel accidente, y dio
a luz después de algunos meses un niño a quien
le faltaban los mismos dedos de la misma mano, y
como cortados por las mismas coyunturas por donde se le quebraron al Nifío Jesús. Este fenómeno,
REMINISCENCIAS
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aunque extraordinario,
no es desconocido en la
medicina. El niño fue El manco Ortiz, padre de
doña Antcnia, madre del general José María Mela, bien conocido en Venezuela y en Nueva Granada, y del cual tendré que hablar más adelante.
Don Nicolás, en sus diversos viajes al Chocó,
hizo considerable caudal, que por malos tratos y
confianzas de que abusaron sus favorecidos, vino
a menos de día en día, y quiso la desgracia que
pam acabar de arruinarse diera crédito a una india
que le manifestó que en el páramo de San José
había un gran tesoro, dándole las señas del sitio
en que se hallaba con la mayor puntualidad.
Héte
aquí a mi dichoso abuelo que se pone en marcha
con una cuadrilla de cincuenta negros de su propiedad, bien armados de herramientas,
y llevando
las provisicnes necesarias para pasar mucho tiempo en la montaña. Hasta capellán llevó, que lo fue
el padre Aedo.
Empezaron los trabajos con suma actividad y se
descubrió el primer enchontado, es decir, un piso
artificial formado de la palma que llaman chonta;
hallaron después la piedra redonda, como volandera de molino, según lo había indicado la india; pero
al llegar al segundo enehontado tembló la montaña
con tal violencia, que los negros se resistieron, y no
fue pesible reducirlos a que siguieran trabajando.
El terremoto derribó la iglesia de Buga, de modo
que mi padre fue bautizado en la plaza, en 1764,
bajo un gran toldo que habían habilitado de capilla.
Perplejo me ha dejado siempre el suceso de
referir, poco más o menos en los mismos términos
en que repetidas veces se lo oí contar a mi buen
padre,· que era el sujeto más veraz que he conocido.
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JUAN
FRANCISCO ORTIZ
Posteriormente (parece que en 1834) formó el
señor José Ignacio París una compañía, que volvió
a emprender el trabajo, sin éxito favorable, en el
mismo cerro, y en el mismo sitio en donde ahora
noventa y cuatro años lo había abandonado mi
abuelo.
Mi padre hablaba siempre de su madre, doña
Rosa Nagle, con entusiasmo, como de una gran
matrona, como de una señora de mucho gobierno,
de muchos alcances y de acrisolada virtud.
Don Pedro de Rojas Garrido, viudo, casó en
segundas nupcias con mi abuela doña Rosalía Medina, a la que conoció jovencita en una corrida
de toros en la ciudad de Tunja. Era don Pedro el
justicia mayor, empleo ¡que entopces significaba
mucho en una ciudad en que se hacía, y se hace
aún, mucho caso del origen de las personas. Luégo
que se casó, llevó a su mujer a su hacienda de
Chiguatá, y no pasaría mi abuela tan buena vida
en aquella soledad, pues varias veces oí que les
decía a mis hermanas: "Cuidado, niñas; ustedes
no se casen nunca con viudo, ni con hombre que
se llame Pedro."
Mi abuela fue muy trabajadora y económica;
esas eran las principales facciones de su carácter.
Disfrutó siempre de buena salud, poro no alcanzó
a una edad tan avanzada como la de su padre
don Justo; murió de noventa y tres años, en una
hacienda que había comprado, llamada Zapata, que
dista un cuarto de hora de la J11 esa de Juan Díaz.
De don Pedro de Rojas, que no murió viejo,
nada tengo que decir: pasó su vida entre las labores del campo y los empleos públicos; porque cuando no estaba de justicia mayor estaba de corre-
REMINISCENCIAS
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gidor, O de regidor, o de alcalde ordinario, siempre con la vara del mando espantando a los criminales, rodeado del respeto de los pueblos que
gobernaba y de las consideraciones que se rendían
a la autoridad en aquellos tiempos en que el máR
jaque temblaba delante de un empleado de la corona que hablaba en nombre del rey; y más si,
como don Pedro, tenía una figura elegante e imponente, una gran cabellera con polvos, la casaca
de paño de grana bordada de hilo de oro, el sombrero al tres, un gran vozarrón, el espadín al cinto
y el bastón en la mano.
JUAN
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FRANCISCO
ORTIZ
III
El
padre
del
autor:
su ('alTera,
su matrimonio.
Al volver la vista a los lejanos horizontes, dorados con la preciosa luz de mis primeros años, mi
corazón se turba, y siento, bien a pesar mío, haberme alejado tánto de la cara sombra del techo paterno. Recuerdo con tristeza mis juegos infantiles, y
las caricias de mis padres; recorro luégo en la memoria las variadas escenas de mi existencia, y veo
el río de la vida con sus riberas esmaltadas de
flores, o sombreadas por vistosas arboledas, o que
atraviesa por desiertos arenales; pero siempre bajando, sin detenerse un momento, basta que SU!;
aguas se pierdan y confundan con las de aquel
golfo inmenso que se llama la eternidad. t Qué se
hicieron aquellos preciosos días ~ ~En dónde están
aquellas tranquilas
noches en que, niño inocente,
me dormía en los brazos de mi padre ~ Paréceme
que ayer no más pasó todo eso; y sin embargo,
años de años há que voy bajando la corriente de
(:ste río, en que he perdido muchos compañeros,
las ilusiones que me rodeaban y las esperanzas que
me seducían; y hoy, solo, triste, desengañado, tengo
que evocar antiguos recuerdos para fingirme las
dichas que he perdido.
Mi padre era abogado, como llevo dicho, y por
HU honradez
y talentos muy apreciado del virrey
y de los oidores, en términos que llegó a ser, antes
de la revolución, fiscal de la real audiencia, bajo
(.~tlyosolio no podían sentarse, según la política de
la corte de España, sino los naturales de la Penínsnla. Había hecho los primeros estudios de litera-
REMINISCENCIAS
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tura con su tío don Miguel Ortiz, que dejó la sotana de la Compañía de Jesús, antes de la expulsión,
y murió en Buga, de clérigo suelto. Este don Miguel
era muy versado en la lengua latina y famoso moralista, como lo comprueba su Prontuario de moral,
cuyas reglas están en exámetros y pentámetros latinos, libro' que he visto impreso en Bogotá con
otro nombre, y no he querido perseguir judicialmente, porque la propiedad literaria vale tan poco
entre nosotros.
Don Miguel tuvo dos discípulos en Buga a
quienes enseñó a escribir correctamente, y la latinidad con mucha perfección, y lo fueron don Vicente Gil de Tejada, que vino a ser un médico muy
acreditado, y mi padre, abogado muy distinguido.
Hizo mi padre sus estudios de filosofía en Popayán con el doctor don Félix Restrepo, profesor
muy notable, y pasó después a Bogotá a estudiar
jurisprudencia en el Seminario de San Bartolomé.
Consagró a la práctica los años requeridos por la
ley, y se recibió de abogado en la real audiencia,
acreditándose desde temprano entre sus comprofesores. Ahora, cuando todo ciudadano puede defenderse por sí, sin necesitar de la firma de un abogado
para presentar sus escritos y alegatos a los tribunales y juzgados, hay en Bogotá doscientos abogados por lo menos. Entonces, que era indispensable
la firma de un letrado, habría dieciséis o veinte a
lo sumo. Mi padre me refería que hubo año en que
ganó con su profesión cinco mil pesos, y entonces
el dinero valía más que ahora. Ya por aquel tiempo
habia llegado a los treinta y ocho de su edad; estaba bien relacionado, era muy apreciado de la gente
que valía, y tenía con qué pcderse establecer; pero
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JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
le había cobrado mucho miedo al matrimonio, y
refiriéndose a aquella época, solía decirme: "J ual1,
yo era un hombre incasable."
Pero fue de "-[1unjaa Bogotá mi abuela doña
Rosalía, con sus hijas Isabel y Ramona, a agitar
un pleito sobre intereses, y como buscara 11nabogado de crédito, le indicaron a mi padre. Pasó a
verse con él acompañada de sus hijas. Mi madre,
que era la mayor, no había cumplido doce años, y
estaba preciosa. Mi padre, con su genial viveza,
dijo a la niña, burla burlando: "Míra, Isabelita,
que nos hemos de casar cuando crezcas." La niña
se puso colorada corno una rosa, sin hacer caso de
aquella chanza. Hízose cargo mi padre de la defensa del pleito de mi abuela, y lo ganó en todas sus
instancias, entre tanto que ella había vuelto con
sus hijas a Tunja; pero regresó a Bogotá al cabo
de cinco años, y dejó a mi madre en casa de su hija
doña Bárbara, esposa de don Honorato Vila.
Don Honorato era médico, y catalán muy cerrado por añadidura. Entonces no había en la capital sino tres o cuatro facultativos: don Vicente
Gil de Tejada, don Sebastián López, don Honorato Vila, y Borrás, médico y cirujano al mismo
tiempo. Dice el libro de los proverbios: JI onora
medicum propter necessitatem y en Bogotá, donde
nunca han faltado graciosos, repetían: JI onoratus
est medicus propter necessitatent, aludiendo al poco
saber del catalán; ~pero qué1 si lo que le faltaba
de ciencia sobrábale de honradez y de asiduidad
en asistir a los enfermos que tenía a su cargo.
Don Honorato vivía feliz, lleno de comodidades,
al lado de una mujer hermosa, honrada e inteligente. Se levantaba a las cuatro de la mañana .Y
REMI~ISOENCIAS
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bajaba a la caballeriza a echar un pienso a sus
mulas, porque tenía siempre dos muy mansas y
excelentes, puos no gustaba montar a caballo. Luégo se ponía a rezar sus devociones hasta las cinco
y media, hora en que oía misa. Volvía a la casa y
tomaba una copa de vino del mejor que tenía en
su bodega, que siempre estaba bien provista. Ensillaba él mismo su mula, pues no consentía en su
casa criado varón; tomaba su capa de paño burdo,
que le abrigaba bien y resistía los aguaceros, montaba y empezaba las estaciones. Ya se sabía en la
ciudad cuál era su método: visita hecha, visita
pagada; cuatro reales en mano, ni más ni menos,
lo mismo al pobre que al rico. Hecorría la ciudad,
y volvía a su casa, donde Hirbiú (así llamaba a mi
tía), a comer a la una en punto, después de haber
visitado veinte o treinta enfermos. Aunque su mesa
era abundante y delicada, él hacía una sola comida.
Algunas noches se alargaba hasta tomar un trago
de vino, antes de recogerse, lo que verificaba a las
nueve en punto. Por la tarde leía a Galeno o a
Hipácrates en latín, visitaba tal cual enfermo de
gravedad, y les echaba pasto a las mulas. Esta fue
su vida durante muchos años en que allegó considerable caudal. Fue dueño de la hacienda Lagunalarga, en la Sabana de Bogotá, y dejó catorce mil
pesos a cada uno de los cinco hijos que tuvo.
Visitaba mi padre a don Honorato y a su señora de vez en cuando; pero así que llegó mi madre
de Tunja, en la flor de su edad, sus visitas fueron
más frecuentes. Al fin la pidió en matrimonio, se
casó con ella, y se estableció en la casa, frente a
Santa Inés; porque siendo abogado del convento,
y muy mimado y querido de las madres, éstas no
le permitían que se alejase del monasterio.
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JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
IV
El bautizo del autor: sus padrinos y nombres de pila.-Primera
infancia.-La revolución de 1810.
,~I
.~
A los nueve meses nací yo. La madre María
de Santa Teresa, de apellido Terán en el siglo,
íntima amiga de mi padre, quiso ser mi madrina,
y no pudiendo tenerme personalmente en la pila
bautismal, nombró para qne hiciera sns veces a
doña Teresa Domínguez. El inquisidor general de
Cartagena de Indias, don Manuel del Corral, fue
mi padrino, por poder conferido al doctor don Rafael Lasso de la Vega, que murió de obispo de Mé.
rida de Maracaibo. Se hizo el bautismo con solemnidad, y el doctor don Manuel Andrade, cura de la
catedral, por complacer a los padres y padrinos,
me impuso los nombres siguientes: Juan Evangelista, Franc'isco Javier, Simón, Mariano de los Dolores.
Muy dichoso vivió mi padre mientras' permaneció soltero, y no lo fue menos cuando se casó con
una señora dotada, además de sus virtudes y gracias personales, de un genio admirable, cuya dulzura angelical no se ha desmentido ni entre las calamidades e infortunios que han visitado de tiempo
en tiempo nuestra familia.
Entre tanto el pueblo vivía en paz, y la virtud y
la piedad florecían en todos los ámbitos del virreinato; los crímenes atroces, ahora frecuentes, eran
raros entonces; la propiedad era respetada; se hacía distinción de personas, comoquiera que hay
grados en la escala social, y no es lo mismo el que
ba recibido una buena educación que el bárbaro
REMINISCENCIAS
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que vaga en las selvas; los indios, cuya raza se va
acabando por las inicuas leyes sancionadas para
despojarlos de sus terrenos, tenían entonces qué
cerner; hoy perecen de hambre; la autoridad era
acatada, y el pueblo, que no era devorado por el
monopolio de los ricos, ~yivía dichoso y contento.
Pero al promediar el año de 1810, el ejemplo de la
Revolución Francesa, por una parte, y por otra las
consecuencias de la invasión escandalosa de las
tropas de Napoleón en la Península, en 1808, prendieron la fiebre democrá"'.::icaen estas comarcas;
fiebre que nos ha traído de revolución en revolución, por el espacio de cuarenta años, pues si en la
fecha en que escribo esto (Tunja, enero de 1859)
no estarnos en armas, estarnos en anarquía, que es
mucho peor. Y no importa que algunos sigan creyendo cándidamente que tenemos una república democrática, porque descansando esa forma de gobierno en el sufragio universal, y siendo éste una
farsa entre nosotros, se infiere que tenemos una
farsa, pero no una república .
.Mi padre, que adoptó con la sinceridad que lo
caracterizaba las ideas revolucionarias, concurrió
a las juntas preparatorias que se tenían en casa del
canónigo don Andrés Rosillo.
Llegó el 20 de julio y se proclamó la independencia. Para alcanzarla se apoderaron previamente de la persona del virrey, don Antonio Amar,
prendieron a la señora Villanova, su esposa, y a los
oidores, que por lo general eran unos buenos sujetos. "j Abajo la tiranía!" gritaba un clérigo palurdo, llamado por sobrenombre Panela, y el pueblo
repetía "j Abajo!" "El pueblo soberano pide la
cabeza del señor Alba", vociferaba el mismo cléri-
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JUA~
FRANCISCO
ORTIZ
go, desde el balcón del cabildo, y el pueblo ignorante, que no conocía al oidor de ese nombre, pedía su cabeza. Así comenzó este drama sangriento,
invocando el nombre del pueblo, que ni comprendía
lo que era la revolución ni sospechaba sus consecuenCIas.
REMINlSCEN e [As
39
v
El acta de la independencia.-Carracos y pateadorcs.-Los Estados
soberanos.-N acimiento de don José J oaquin Ortiz, hermano
del autor.-Los años de 1815 y 1816.
Aunque mi padre estaba en Cáqueza cuando se
dio el grito de independencia, así que regresó, el
24 de julio, se apresuró a firmar el aeta. El señor
Simón Cárdenas ha publicado en un cuadro este
documento, en el que si no están todas las firmas,
se leen los nombres de los principales que lo suscribieron, y el de mi padre se encuentra entre los
de los generales Nariño y Neira.
Libre e independiente la Nueva Granada, los
gamonales, que siempre han interpretado la voluntad del pueblo, se pusieron a excogitar cuál sería
el mejor modo de gobernarlo: unos pretendían que
la forma federal, y otros sostenían que la central;
hasta que acalorados los ánimos y perdida la paciencia, se fueron a las manos en la guerra que se
llamó de los carracos y de los pateadores.
Todos los lugarones grandes, como Soatá, que
tiene ahora 7.000 habitantes, la mayor parte cotudos, se dieron su constitución propia como Estados
soberanos,. y aquello era no vagar en la labor de
hacer feliz al pueblo, cada cual a su modo; y al
cabo, no pudiendo concertarse tan discordes pareceres en las diversas localidades, resolvieron someter sus diferen¿ias a la decisión de un congreso
que se llamaría de las Provi1~cias Unidas, el cual
se convocó para esta ciudad de Tunja, donde en
efecto se reunió en 1814. Concurrió mi padre a ese
40
JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
congreso como representante por las provincias del
Cauca y Popayán, trayendo su familia.
Aquí nació en el mes de julio de dicho año mi
hermano José Joaquín, con la particularidad de
que sacó una hinchazón tan grande en la cabeza,
que las viejas iban diciendo por ahí que el niño,
j cosa rara! había nacido con dos cabezas. El padre
N. Cárdenas, de la orden de hospitalarios de San
Juan de Dios, que murió de cma de Usaquén, le
abrió aquel absceso, que resultó ser un depósito de
sangre, y en veinte días 110 más quedó perfectamente bueno mi hermano. De ahí proviene que en
la familia solemos llamarle El Cabezón.
El año de 1815 y parte del 16 los pasó mi padre con su familia en Bogotá, sin novedad particular, bien que no dejaría de inquietarle la idea de
la expedición que ya se rugía mandaba el rey de
España, :U'ernando VII, para recobrar sus dominios; expedición que muchos creían irrealizable, y
otros trataban de quimérica. Al fin se supo que una
escuadra de diez mil hombres de desembarco se había presentado delante de Cartagena, y amenazaba
subir el río, y venía a castigar a los insurgentes.
j Entonces fueron los apuros! Como el gobierno no
tenía recursos de ninguna especie para resistir, varios de los comprometidos en la revolución empezaron a sacar el cuerpo y a emigrar. Mi padre pidió
inmediatamente, para atravesar la montaña del
Quindío y seguir al Valle del Cauca, peones cargueros que a día fijo debían esptrarle en Ibagué.
Para aquella ciudad se fletaron bestias, y la caravana se puso en marcha. Tristes y amilanados por
demás salimos de Bogotá, y el primer día, ya con
la noche, llegámos a una venta que se llama Barro
REMINISCl<JNCIAS
41
Blanco. Al día siguiente ensillaron los caballos,
cargaron las mulas, almorzámos, y empezaron a
montar en sus caballos todos los que podían hacerlo. Un criado debía llevar a mi hermana a la caheza de la silla, otro a José Joaquín, y otro a mí,
que aunque era el mayor, no había cumplido ocho
años. Al alzar a José Joaquín para que el criado
lo tomara en brazos, y lo sentara en la cabeza de
la silla, lo que por fortuna no se verificó, arrancó
la bestia a corcovear con tánta furia que el peón
hubo de tenerse mucho y muy bien para que no
diera con él en el suelo. La bestia se sosegó al fin,
y mi padre, que presenciaba tristemente aquel su('eso,dio orden de contramarcha, previendo sin duda
todos los trabajos de una emigración con niños de
corta edad, con su esposa encinta y teniendo que
atravesar las fragosas montañas de la cordillera
de los Andes. Volvimos, pues, a Bogotá.
El 16 de mayo de 1816 dio mi madre a luz a
Dolores, y entraron a la capital las tropas espaüolas. Todos los balcones, todas las ventanas se
adornaron con banderas blancas y se coronaron de
gente que echaba vivas al rey de España como hahía echado mueras al virrey y a los oidores el 20
de julio de 1810. Recuerdo muy mucho que estaba
yo en uno de los balcones de la casa de mi tía Bárbara, que viuda ya de don Honorato vivía en la
primera Calle de la Carrera. Por allí pasaban al
g-alopelos húsares de Fernando VII a coger el camino de Cáqueza, en persecución de 8erviez, que
había ideado una estratagema muy rara, para
sublevar el pueblo de estas altiplanicies andinas y
olJonerlo a los expedicionarios; estratagema que
no surtió buen efecto, porque "cuando Dios no
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JUAN
FRANCISCO ORTIZ
quiere, santos no pueden". Persuadido el francés
de la acendrada devoción que en todas est.as comarcas se profesa a la virgen que se venera en el santuario de Chiquinquirá, fue y se apoderó de la imagen, juzgando que los pueblos se dejarían acuchillar antes que consentir en que cayera en manos
de los españoles. Pero no fue así: los pueblos estaban amilanados con la llegada de las t.ropas peninsulares. Sólo unas piadosas
mujeres y algunos
devotos acompañaron el lienzo bendito una o dos
jornadas,
y luégo, como el francés caminaba a
marchas redobladas, dejaron de seguirlo. Serviez
pasó el río Negro con los pocos que le quedaban.
cortó la cabuya, arrojó el lienzo milagroso en las
orillas del río, y se internó en los llanos de Ca~mnare.
43
REMINISCENCIAS
VI
La vuelta de los españoles a Santafé.-Los
pacificadores y el Tribunal de purificación.-La
prisión del padre del autor.-Critica
situación
de familia.-Los
decapitados
y
fusilados.
Los españoles entraron de paz a la capital, sin
que sospechara nadie la matanza ulterior que premeditaban; y he oído decir a hombres sabios y
prudentes que si los pacificadores
hubieran tratado
de cultivar la paz y de atraerse los ánimos, y no
hubieran cometido las atrocidades que cometieron,
el pueblo habría vuelto a la obediencia antigua, y
la España no hubiera perdido sus colonias de América, florón riquísimo de su corona. Habiendo entrado los españoles como de paz, presentáronse los
principales señores al Tribunal de purificación:
se
les exigió cierta suma para lavar la mancha que
decían se habían echado encima suscribiendo el
acta de la independencia, o funcionando como empleados de la patria, y ellos se apresuraron a obedecer la orden, consignando fuertes cantidades. El
pueblo empezaba a fraternizar con las tropas del
rey, y los oficiales se mostraban alegres y agradecidos al verse alojados en las principales casas
de la ciudad, donde eran tratados por sus dueños
con la amabilidad y la franqueza bogotanas, nunca
desmentidas, como jamás bien ponderadas.
El alma conturbada con la aterradora aparición
de los expedicionarios, solía abrirse de vez en cuando a la esperanza en las confidencias del hogar
doméstico, en donde ninguno llegaba a imaginarse
que la ciudad de Santafé se vería erizada de patíbulos y convertida en una charca de sangre. En
44
JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
una noche del citado mayo, en que se hallaba mi
padre rodeado de su familia, en el aposento de mi
madre, tocaron a la puerta y vinieron a avisar que
un español deseaba hablarle. Salió mi padre, y el
oficial le intimó la orden de Casano, de presentarse
inmediatamente en su despacho. Mi padre conoció
desde luego toda la extensión del mal que le amenazaba; pero, por no asustar a mi madre, fingió
alguna serenidad y se despidió de ella, encareciéndole y suplicándole que no se sobresaltara, y diciéndole que aquel llamamiento no pararía en nada;
que sería para pedirle algún informe, que lo darla
y volvería inmediatamente.
j Oh! j qué cosa tan triste es recordar aquellos
sucesos! Mi madre comenzó a llorar teniendo abrazados contra su pecho a sus tres hijos: la chiquita
dormía en la cuna. La casa se hundía con nuestro
llanto y con los lamentos de los criados. A las once
volvieron a llamar a la puerta: era un soldado que
venía a .decir que le mandaran un colchón a mi
padre, porque quedaba preso en la cárcel pública.
Esa noche habían prendido, lo mismo que a mi
padre, a un centenar de patriotas. Se le mandó en
el momento una cama, pero no se le pudo ver. Así
pasaron algunas semanas: mi padre preso, embargada su hacienda de El Salitre de Paipa, y forzada
mi madre a ocurrir al triste recurso de vender los
muebles de la casa en que vivíamos. Mi madre pasaba horas enteras en la calle, frente a la cárcel,
mirando a las ventanas. Alguna vez logramos que
mi padre pudiera asomarse a una de ellas; entonces nos hacía señas, y, al contestárselas, no tardaba
en venir un soldado de los que estaban de facción,
y con amenazas y palabras brutales nos forzaba a
REMINISCENCIAS
45
despejar el puesto. El día que teníamos la dicha
de ver a mi padre, era un día de fiesta para toda
la familia, y aunque llorábamos siempre, esa noche
el llanto no era tan amargo.
Después de haber pasado mi padre un mes en
la cárcel, supimos una mañana que habían trasladado muchos presos al Colegio del Rosario, y que
UIlOde ellos era el doctor Ortiz. Tan llena de patriotas estaba la cárcel, que se hizo necesario adoptar aquella providencia, sin que por eso tardara
lllucho en llenarse de presos el edificio del colegio.
Heinaba en la ciudad entre tanto la mayor consterunción, como si el dolor hubiera extendido sobre
ella y sobre la sabana circunvecina sus negras alas.
La tristeza se pintaba en todos los semblantes, y
Ls diálogos que se trataban entre los conocidos ;-'0
n-uucían a decir:
-j Ayer decapitaron a Villavicencio!
-j Sí, y dicen que hoy fusilan a Arrubla!
Se sabía el número de los que habían bajado a
la tumba; ignorábase cuántos y cuándo habían de
coger otros la palma del martirio patriótico en la
Huerta de Jaime, lugar de las ejecuciones. En esa
plaza, que llaman huerta, se plantaron los banquillos. Allí perecieron Francisco Caldas, Camilo Tones, Joaquín Camacho, José Gregario y Frutos
Gutiérrez, Crisanto Valenzuela, Miguel Pombo,
.Jorge Lozano, Francisco Antonio Ulloa, Manuel
Torices, José Manuel Dávila, José María Cabal,
Antonio Baraya, Custodio Rovira, Liborio Mejía;
por todos, ciento veinticinco, según aparece de la
lista que trae Restrepo en el tomo X de su Historia
de Colombia, edición de 1827, y de éstos, cincuenta
y cinco en la ciudad de Santafé, entre los cuales
46
JUAN
FRANCISCO ORTIZ
Policarpa Salabarrielta, que Yace por salvar la
Patria, como lo expresa su anagrama, y muchas
otras ...
. .. egregias animas, qua e sanguine
Hane patriam
pepere suo ...
nobis
Aeneidos, Lib. Xl.
~Cómo se hallarían mi padre y los otros insurgentes, sus compañeros de cadenas, inciertos de la
suerte que les esperaba, al ver salir diariamente
de los calabozos a sus amigos que, conducidos por
una escolta a la Huerta de Jaime, eran fusilados
allí irremisiblemente? i Qué noches de angustia y
de sobresalto! j Qué días de congojas pasarían esos
infelices, maltratados por la guardia y sin esperanzas en lo humano de salvar la vida! El número de
los fusilados no baja de ciento veinticinco, pero no
llegó a seiscientos.
REMINISCENCIAS
47
VII
Reetificación
a Cantú sobro don
a mnerte de los que supieran
semanales.
Pablo lVlorillo.-La
leor y escribir.-Las
condenación
ejecuciones
Aquí me veo obligado a rectificar un relato de
César Cantú en su JI istor'ia universal,
acerca de
las ejecuciones del general español don Pablo Morillo en Bogotá, en 1816; por cuanto la obra del
mencionado escritor anda en manos de todos, y sus
narraciones son creídas sin examen, por el profundo respeto qne inspiran la erudición colosal y la
e10cuencia del anter. Cantú dice así:
"Este hábil general (don Pablo Morillo) usó
de una ferocidad sin ejemplo en los tiempos moder1l0S. Escribía
a Fernando
VII: Es preciso
para
8ubyttgar
estas provincias
emplear
los mismos
medios que en la p1'inlera conquista, y dice, en un
despacho del mes de julio de 1816, fechado en Bogotá, haber declarado rebelde a todo el que sabía
leer y escribir; en sn consecuencia, seiscientos notables de aquella ciudad fueron
sentenciados
eL
expirar en la horca en un estado completo de desnudez. " (César Cantú, traducción de don Antonio
Ferrer del Río, tomo 33, página 378, edición de
Mellado, Madrid, 1849). Eu la traducción de don
Nemesio ]'ernández
Cuesta (Madrid, 1857, tomo
6Q, página 576) leemos: "que por tanto habían
sido ahorcados desnudos unos seiscientos notables
de aquella ciudad".
Respecto de lo que escribió Morillo al rey, en
el despacho citado por Cantú, digo: que ésta es la
primera noticia que se tiene en América de semo-
48
JUAN
FRANCISCO ORTIZ
jante atrocidad, que otro calificativo no merece la
condenación a muerte de todos los que sabían leer
y escribir en aquella época. Y respecto de los seiscientos notables sentenciados a expirar en la horca,
en un completo estado de desnudez, observo que la
traducción de V-'errer del Río es oscura; porque se
queda uno en duda de si efectivamente fueron ahol'cados aquellos seiscientos notables, o si sólo se dio
sentencia de muerte contra ellos; y no se dio tal
sentencia, ni fueron ahorcados seiscientos notables,.
y menos en un completo estado de desnudez. Los
sentenciados a muerte fueron llevados a la Huerta
de Jaime y fusilados allí, unos por el pecho y
atres por la espalda, como traidores al rey. De este
modo perdió la vida el español don .J osé Leiva,
oficial de alta graduación en las tropas reales y
que había sido secretario del virreinato. Algunos,
y muy pocos, fueron colgados de la horca después
de fusilados; pero ninguno en estado de desnudc'Z,
sino con el vestido ordinario que llevaba. Millares
de testigos hay en Bogotá que presenciaron las
matanzas de Morillo que contradicen esta parte de
la narración de César Cantú. El señor Restrepo,
eH su Historia de la Revolución de la República de
e olombia, dice: "Desde aquel día funesto (8 de
junio de 1816) y por el espacio de seis meses, apenas corrió alguna semana sin que hubiera en Santafé o en las provincias tres, cuatro y aun más
individuos pasados por las armas como traidores
y rebeldes." Hágase la cuenta y se verá que no llega
a ciento el número de los fusilados, según esta
apreciación, que es un poco exagerada.
REMINISCENCIAS
49
VIII
La ferocidad de los expedicionarios.-La salida de la familia Ortiz
para Viracachá.-Su mi~erable residencia allí.
Sin embargo, no todos los expedicionarios eran
feroces e inhumanos: corazones había entre ellos
que se desgarraban de dolor viendo la severidad
de las prisiones y la matanza diaria. i Eso hace
honor a la humanidad! Tal un sargento del regimiento de Numancia, hombre como de cincuenta
años de edad: un zuavo de aquellos tiempos. Al
verlo por primera vez con sus grandes bigotes y la
barba que le caía hasta el pecho; al oírle pronunciar, con desdeñoso acento, todas las palabras con
z, como los hijos de Andalucía; al mirar los cordones de su -dormán, su alta gorra de pieles y el
sable resplandeciente que arrastraba por el suelo,
por cierto que espantara a cualquiera; pero debajo
de aquella ruda corteza... j oh, se encerraba un
corazón de paloma! Esos ojos que al parecer chispeaban de indignación solían humedecerse, y corrían lágrimas por aquellas mejillas tostadas por el
sol de los trópicos y por los vientos marinos. El
sargento se había hecho amigo de mi padre. Cuando
le tocaba montar guardia, se encargaba de llevar
alguna carta a mi madre, y cuidaba de que la comida que ella mandaba para el preso le llegara
caliente y sin que la manosearan los centinelas.
Poniéndose una vez de acuerdo con el oficial de
guardia, me permitió entrar a ver a mi padre. Una
criada me acompañó hasta la puerta del colegio:
allí el sargento me cogió de la mano, y entramos.
Yo caminaba azorado oyendo el ruido de las armas
50
JUAN
FRA:KCrSCO
ORTIZ
de los soldados, .Y el que hacían los presos arrastrando sus cadenas. Subimos las escaleras: el sargento empujó la puerta de un cuarto, y dijo a mi
padre: "j Ahí tiene uzté a ezte bribonzueIo !" Yo me
arrojé a sus brazos y eché a llorar. j Hacía tánto
tiempo que no le veía! Mi padre me hizo muchos
cariños y repetidas preguntas acerca del estado de
la familia, a las que contesté como pude: y aquella
visita, que duraría dos horas, se me hizo de un minuto. Volvió el sargento y dijo: "Alza, picarillo,
que ya te eztarán ezperando a comer en la caza."
-Yo no quiero comer, le grité; lo que quiero
es quedarme con mi señor padre.
-Tóma j Currillo, C0n la que zalez! refunfuñó
el sargento, y me pareció que sus ojos se habían
humedecido con el llanto. Yo me había prendido al
cuello de mi padre, y no quería soltarlo, lo que
consiguió al fin el sargento, a fuerza de promesas
de que me dejaría entrar otras muchas veces a ver
a mi padre, que se quedó muy triste i Ah! i me quería tánto! Salimos y no lo volví a ver sino después
de muchos años! Aquel fue, hablando propiamente,
un relámpago de felicidad.
Como mi madre se había quedado sin recursos,
resolvió mandar a sus hijos al campo con mi abuela
doña Rosalía, que casualmente había venido a Bogotá, dejando consigo a la chiquita, que tendría
dos o tres meses de nacida, para atender y auxiliar
a mi padre en lo que pudiera.
Salimos, pues, de Bogotá en malas bestias y
con peores avíos. En ese viaje monté solo a caballo
por primera vez. Con no pocos trabajos, y después
de cinco días de marcha, llegamos a un pueblo que
se llama Viracachá, en las inmediaciones de Tun-
REMIXISCENCIAS
51
ja, del que hago reminiscencias más bien por los
campos que lo rodean que por su caserío, que era
entonces y es todavía, según entiendo, ruin y miserable.
Los peruanos llamaban Viracocha a uno de los
descendientes de Manco. ¡, Será Viracachá el mismo
nombre, tal vez adulterado?
Triste como es y miserable el referido pueblecillo, ha dejado recuerdos muy gratos a mi corazón.
Es una soledad, un retiro que nadie visita. Su clima
es frío, su población escasa, toda ella de indios, el
terreno húmedo, la tierra fértil, las cosechas de
manzanas y de maíz abundantísimas, y sus contornos se hallan revestidos de mil arbustos diferentes,
entre los cuales levanta la uva que llaman de anís
sus rojos penachos.
A pesar de vivir allí como huérfano, y de que
no cesaba de acordarme de mis progenitores y de
llorar muchas veces por ellos, trayendo a la memoria las contemplaciones, el mimo y el regalo con
que me trataban. Viracachá me gustaba porque
vivía allí en la independencia de las selvas. Puede
decirse que todo el tiempo que permanecí allí, viví
en los bosques. No me aparecía a la casa de mi
abuela sino a las horas de comer, o ya con la noche,
buscando la cama para dormir, y nadie se cuidaba
de preguntarme: ¡, qué has hecho? ¡, dónde has estado? En vez de zapatos me habían puesto alpargatas, y en lugar de los buenos vestidos de paño
que usaba en otro tiempo, vestía pantalón y chaqueta de manta del Socorro. Recorría incansablemente todas las laderas, bajaba a las quebradas,
entraba a, las cuevas, subía a !l\.3t.cuIJ:}~~1~
..Jqs.~f)flk.rros, cogla uvas, moras, r~nás
-frutillas verdes,
UNIVrR~lDAC
NqIí
h~tllti#d d,' : '>;""'.
,
:.-"¡
52
JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
que llaman esmeraldas; veía los nidos de los pajarillos, y se me pasaban los días insensiblemente en
aquellas excursiones. A veces me dormía a la sombra de los laureles y de los mortiños; y el ejercicio,
el aire libre, la dura vida que llevaba contribuyeron,
aparte de mi buena constitución, a fortificarme y
robustecerme.
Entre tanto, las causas de los presos, mal seguidas o seguidas pro formula, marchaban con una
lentitud desesperante, y se notaba ya como que los
pacificadores
estaban cansados de la matanza.
REMI~ISCENCIAS
53
IX
Confinamiento del padre del autor a Puerto Cabello.-Fusilamiento
de don Isidro Plata.-Don
Nicolás Tanco.-Torturas
a los
presos.
Con tales auspicios empezó el año de 1817. No
he podido averiguar si en febrero o a principios
de marzo fue cuando sacaron una partida de presos
entre los que iba mi padre. Los conductores tomaron el camino del norte de Bogotá. Mi padre, que
había sabido con anticipación ese movimiento, si·
guió la partida, a corta distancia, parando en los
lugares en que aquélla hacía alto. Así fue hasta la
villa de Sogamoso, que no era entonces floreciente
como lo. es en la actualidad. Los presos habían
venido de cárcel en cárcel, y no tuvieron que extrañar cuando los llevaron a la de la villa.
Al siguiente día de su llegada, estando reunidos
aquellos infelices en el salón, y rodeados de la
guardia con bayoneta calada, mandó el capitán que
se arrodillaran. Algunos se desmayaron, pensando
que la escolta iba a hacer fuego sobre ellos, y no
hubo tal; el objeto de aquella ceremonia era notificarles las sentencias que habían recaído en sus
respectivos procesos. Uno de elles, el señor Isidro
Plata, padre del célebre José María Plata, fue
pasado por las armas en Sogamoso. Los demás estaban condenados a presidio, y mi padre a diez
años en las bóvedas del castillo de Puerto Cabello.
Cuando oyó aquella notificación, me contaba él
después que había derramado lágrimas de alegría,
dando gracias a Dios, pues ya- al menos sabía que
no lo mataban. Concluída aquella triste ceremonia,
¡
54
JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
el oficial les permitió que vieran a sus familias y
conocidos, y mi madre pudo hablar largas horas
con su esposo, que, aunque desgraciado, no creía
serlo tánto, al quedarle dos preciosos bienes que
habían escapado del naufragio de su fortuna: la
vida y la esperanza.
Los presos se detuvieron en Sogamoso tres o
cuatro días, al fin de los cuales el conductor dio
la orden de marcha. Mi madre había buscado unos
pesos, que no llegaban a ciento, para que llevara
el desterrado en su largo viaje, una mula ensilladá y algunas mudas de ropa. El oficial, al ver la
mula, rechinó los dientes de rabia, echó una maldición, y dijo: -i Vean qué insolencia de insurgentes! i Quieren ir montados como unos canónigos, y
que los fieles vasallos de su majestad vayamos a
pie! i No será así ! Voto a. . . Yo pondré remedio a
todo esto. Esa mula es para mí: los criminales deben
marchar a pie. Y diciendo y haciendo montó en la
mula, i bribonazo! y después se apoderó de las mudas
de ropa y del dinero que iba entre los cojinetes.
Entonces vino un herrero y sobre una piedra que
había en la plaza ayuntó a los presos de dos en
dos, remachándoles una esposa en una mano. A
mi padre le tocó por compañero un gran patriota:
su estimado amigo don Nicolás Tanco. Marchó la
escolta con los presos. i Nosotros nos quedamos
huérfanos y mi madre viuda!
Tan bárbaro era el oficial, que si había que
atravesar una quebrada o riachuelo, pasaba él por
el puente cantando la jota aragonesa, y hacía atravesar a los presos por la corriente; y no quiero
recargar este cuadro con otras cien indignidades
de aquel hombre, que me refería mi padre; baste
REMINISCENCIAS
a mi propósito decir que fueron innumerables los
trabajos que pasó ese grupo de patriotas hasta que
embarcados en el Zulia bajaron a un puerto del
lago de Maracaibo. Allí les quitaron las esposas,
los metieron en pequeños bongos en que no cabían
sino un preso, dos soldados y dos remeros. Así,
calados de agua, pasaron el lago, con viento favorable, y cruzaron por la costa de Venezuela hasta
llegar a la fortaleza de Puerto Cabello. Dejemos
allí a mi padre, que, firme y verdadero patriota,
no se arrepentía, ni se arrepintió jamás de haber
entrado en la revolución del año 10, y que destituíc10 del amparo de los hombres, tenía fija su
esperanza en Aquel que nunca se olvida de los infelices; y volvamos a Viracachá, adonde, despué:s
de algunos días, tornó mi madre a reunirse con su
familia.
56
JUAN
FRANCISCO
ORTIZ
x
El cura de Chivatá, presbitero don Antonio Guevara.-Su
a la familia Ortiz.
protección
Mi padre, en años pasac1os, había interpuesto
sus respetos ante la curia eclesiástica en pro del
presbítero Antonio Guevara, y éste había obtenido
el curato de Chivatá. Entre las virtudes que adornaban al mencionado sacerdote, una de ellas era
la gratitud, virtud de las almas nobles, y por desgracia del mundo, virtud muy rara. Sabiendo que
su amigo y protector gemía en un presidio y que
su familia estaba en la miseria, montó a caballo y
se vino un día a Viracachá, que no queda lejos de
aquel curato, a suplicar a mi madre que le permitiera llevarme consigo, para tenerme a su lado y
enseñarme alguna cosa. Largos años há que el señor
Guevara duerme el sueño de los justos, y siento
un grande y vivo placer al manifestarle mi gratitud, consignando entre Mis reminiscencias los
cuidados, el cariño y los favores que le merecí.
Era y es Chivatá un pueblo de indios. En el
tiempo a que se refiere mi narración no había allí
sino una sola familia de blancos. Los domingos,
antes de la misa, se rezaba el catecismo de la doctrina del padre Gaspar Astete, y a los indics que
habían faltado el domingo anterior, fueran varones
o hembras, les daba unos tres o cuatro azotes con
mucha fuerza, por encima de la ropa, el indio fiscal que se paraba a este fin en la puerta de la
iglesia; y como no se pasaba lista, ni era esto
dable en un crecido vecindario, las faltas de asistencia se saldaban en las espaldas de los indios,
fl7
REMINISCENCIAS
atenido el fiscal a su buena memoria. En mi artículo
titulado El Camarico hallará el lector algunos informes de Chivatá.
El señor Guevara fue casado, y ya viudo se dedicó al servicio del altar. Vivía en su beneficio con
la señora Blasina, su madre, con sus dos hijas Trinidad y Dolores y con su hijo José María, quien,
huyendo del furor de los españoles por sus comprometimientos, se mantenía oculto en una pieza, y
no se dejaba ver sino de su familia. Este y un clérigo Espinel me dieron algunas lecciones de escritura; pero no adelanté cosa mayor, hasta que el
señor Guevara me llevó a su cuarto y con mucha
i1ulzura y admirable paciencia se encargó de mi
enseñanza; él mismo me rayaba el papel y me hacía
escribir tedos los días; yo ponía cuidado, y al cabo
ele poco tiempo remedaba su letra que era un primor. Mi madre me había enseñado a leer las o.ruciones del cristiano y los más notables pasajes del
/mtiguo y del Nuevo rrestamento.
No era yo de esos niños que se están quietos y
callados en un rincón, pensando sólo en comer o
en hacer daño a los animales: era traviesillo, conversador, inquieto. Un día que vino gente de visita
a la casa cural, salí con los criados a dar de beber
a los caballos en que habían llegado los huéspedes.
A la vuelta venía solo, en pelo, en un hermoso
caballo; sopló un ráfaga de viento y alzó unas
ajas secas que había en la plaza, las cuales se arremolinaron; el caballo dio un rechazo violento y me
derribó. Por el momento creí que el golpe no había
sido cosa. Sujeté el caballo y traté de volver a montar, pero no pude hacer fuerza al apoyarme en el
brazo izquierdo: se me había quebrado con el golpe.
4
58
JUAN
FRANCISCO ORTIZ
Me metieron a la casa; el brazo empezó a dolerme
muchísimo. Ocurrieron en busca de un sobandero
llamado Antonio Niño, campesino de buen corazón, pero que no entendía el mecanismo del brazo
ni su construcción orgánica. Cada apretón que me
daba me hacía ver las estrellas. Por fin me envolvió el pobre brazo en unas hojas de ayuelo, lo entablilló lo mejor que supo y me acostaron en la cama.
Cuarenta días y cuarenta noches, como el arca
que nadaba en las aguas del diluvio, permanecí boca
arriba sin ver el sol, sin dar un paseo. Del brazo
que se quebró por el codo me sacó el buen viejo
Niño astillas considerables; la boca de la herida
cicatrizó al fin, y el brazo quedó torcido para siempre; mas ejercitándome en levantar pesos proporcionados a mi edad y haciendo movimientos, logré
recuperar la fuerza perdida, que no me ha faltado
nunca.
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