Sobre la recepción española del fascismo

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SOBRE LA TEMPRANA RECEPCIÓN ESPAÑOLA DEL FASCISMO
CAMBÓ, ORTEGA Y JUAN CHABÁS.
José Luis Villacañas Berlanga
Universidad de Murcia
1.– Introducción. Era muy lógico que la estabilización del
régimen de Mussolini, al coincidir con el golpe de estado de
Primo de Rivera, motivase una reflexión por parte de las elites
intelectuales españolas. Sorprende, sin embargo, que esa
recepción no sea intensa ni tenga como finalidad principal la
comparación de los dos regímenes. Tampoco encontramos en
quienes escribieron algo sobre el tema la voluntad de
introducir en la dictadura española elementos de la dictadura
italiana. Al parecer, nadie creía en la estructura común de
ambas formas de gobierno y, salvo algunos pocos escritores
oficiales, a los que no se hacía caso, nadie pensó en una
aplicación directa de la receta italiana para España. Los
intelectuales españoles más notables de los primeros años 20,
percibían la dictadura de Primo como el muro de contención
que, tarde o temprano, habría de dejar paso a la verdadera
crisis. Para aquellos mismos intelectuales, el análisis del
fascismo podía iluminar la transformación y cambios que
podría experimentar la sociedad y la política española
después de esa crisis, esperada por todos. Así que nuestra
recepción del fascismo fue sintomatológica. En su forma de
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gobierno se podrían ver las enfermedades propias de las
sociedades de masas y el sentido de las respuestas que el
fascismo había dado a estos males. Aunque había casi
consenso en la identificación de esos males, que iban desde la
efectiva irrupción de las masas urbanas, con la crisis del
parlamentarismo y la ideología liberal, hasta el cambio de
horizonte de la vida económica, que ya no se canalizaba por
las formas propias de las burguesías nacionales, no había
consenso respecto a si el fascismo era una solución o un
problema añadido. Según fuera esta valoración, así se ofrecían
diferentes elementos de la vida fascista como reguladores o
inspiradores del futuro que se aproximaba veloz. Este
planteamiento fue el que dominó desde 1924 hasta 1930. En
este contexto se produce el libro de Juan Chabás que aquí
prologamos.
Nadie puede disputar a Cambó el mérito de haber sido
el primero que se enfrentara a un análisis serio sobre el
fascismo italiano. Nadie puede negar tampoco que él
inaugurase el tono de ambigüedad que va a ser dominante en
la valoración del fascismo por parte de los intelectuales
españoles. A él dedicaremos los primeros apartados de este
ensayo. Por supuesto, sólo cuando Cambó produjo su libro, y
continuando en cierto modo sus planteamientos, pudo Ortega
dedicar algunos artículos al tema. Sorprende sin embargo que
un intelectual como Ortega, que pretendía ser punto de
referencia para la sociedad moderna, dedicase tan escasa
atención explícita al problema. A pesar de todo, la Revista de
Occidente estuvo bastante pendiente de las novedades
italianas, como lo demuestran las colaboraciones de Chabás y
otras traducciones de autores italianos. A Ortega dedicaremos
el tercer punto de nuestro prólogo. El caso es que hacia 1928,
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cuando la dictadura de Primo de Rivera llegaba a su fin y
España redescubría la pasión política, la intensidad de la
reflexión sobre el fascismo creció. El mérito, si de mérito se
puede hablar, era debido a la irrupción de La Gaceta Literaria.
A este momento pertenece la segunda entrega de Cambó
sobre el fascismo, ahora con el título Las dictaduras, traducido
por Juan Chabás para la editorial Espasa Calpe.
También aquí hemos de situar la edición del propio libro
de Chabás, ya de 1929, en una editorial cercana al financiero
catalán, en la que Josep Plà había editado la versión castellana
de su Françesc Cambó. Es curioso que Plà sea otro autor
traducido por nuestro Juan Chabás, que dio a la prensa su
versión castellana de Vida de Manolo. Este joven Chabás, a
mitad de camino entre Ortega, Cambó y Giménez Caballero
será el objeto de nuestro punto ensayo. El análisis del propio
libro de Chabás será nuestro punto cinco y en él podremos ver
la influencia de Cambó sobre sus argumentos centrales. Poco
después, las páginas de la Revista de Occidente vieron aparecer
la figura de Ramiro Ledesma. Se hizo evidente entonces que
había algo así como una derecha orteguiana, frente a la que el
propio Ortega movilizó una izquierda propia y liberal, de la
que formaría parte un muy joven Francisco Ayala. Es posible
que con este grupo, del que hablaremos en el punto sexto, el
gran pensador se preparase su última intervención ante la
nueva oportunidad política de la inminente república. Este
momento republicano implicó una revisión general de las
posiciones políticas de los jóvenes y la de Chabás se decantó
hacia Izquierda Republicana, como también fue el caso de
Ayala. En esta época se cierra nuestro estudio. El tema de la
presencia del fascismo en la década de los años 30 escapa a
nuestro objetivo. Aquí sólo me interesa apuntar una posible
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continuación que no debería reducirse a la descripción de las
posiciones filosóficas desplegadas por Giménez Caballero y
por Ramiro Ledesma. Hemos de decir que, ya en plena
discusión constituyente, España empezó a recibir la visión
internacional sobre el fascismo, tanto la que propiciaba
Hermann Heller como la de Carl Schmitt. Desoyendo estos
análisis, y ante la nueva situación política, Giménez Caballero
se empeñó en hacer de Azaña un líder en el sentido fascista
del término, antes de esforzarse –ya sin político– en la utópica
vía estética hacia el fascismo que expuso en El arte y el Estado.1
Acción Española, y La época, por su parte, jamás vieron en el
fascismo un modelo político que pudiera aproximarse en
ventajas a una monarquía tradicional, militar y templada, más
soñada que viable. Lo más decisivo de todo esto, sin embargo,
fue que estos debates sobre la crisis de sociedad de masas que
el fascismo representaba, apenas tuvieron importancia en los
debates constituyentes. Los parlamentarios españoles
ofrecieron a sus paisanos una república clásica liberal, y
operaron como si este modelo no estuviera en crisis. Su
vinculación a Weimar, en este sentido, resultó nefasta, pues
no se dieron cuenta de hasta qué punto las debilidades
organizativas de ese régimen bloqueaba el gobierno popular y
propiciaban salidas autoritarias. Así que ninguno de los
síntomas que el fascismo denotaba fue tenido en cuenta y la
constitución de la república española, al fin y al cabo obra de
hombres antiguos, se basó en los mismos modelos que el
fascismo había destruido de un plumazo y el nazismo se
aprestaba a destruir en un acoso implacable, que mostró las
debilidades defensivas de un régimen maniatado por un
1
Debe verse aquí el trabajo de Miguel Corella sobre Giménez Caballero en la revista Res Publica, n.6. 2000.
pp. 145-160.
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parlamentarismo mal entendido. La nueva generación, en este
sentido, iba a tener que defender una obra que sus mayores
impulsaron sin tenerlos en cuenta ni en su saber ni en su
espíritu.
2.–Cambó y la significación universal del fascismo. En junio
de 1924, y bajo el aviso de que “este libro ha estado sometido
a la censura militar”, Cambó firmaba la advertencia de En torn
del feixisme italià.2 La tesis central del libro, anunciada en esta
advertencia, era que por fin el fascismo había encontrado su
figura definitiva, tras una evolución peculiar e interesante.
Esta figura definitiva tenía para el catalán un valor universal.
Con humor, y un poco de desprecio, Cambó venía a decir que
la evolución esencial que representaba el fascismo se iba a dar
en todas partes, aunque en tierras estériles la feraz planta
italiana crecería raquítica y vana. Cambó hablaba sin decirlo
de Primo de Rivera y de España.
Ese valor universal del fascismo era compartido hasta
cierto grado con el bolchevismo. Desde un punto de vista
político, ambos movimientos sepultaban la ideología
democrática y humanitaria. La soberanía popular, para las
dos ideologías, debía ser sustituida por el gobierno de las
minorías heroicas y audaces. La diferencia entre ellas residía
para Cambó en este punto: mientras que el comunismo,
triunfante en política, había fracasado como sistema social y
económico, el fascismo había encontrado las alianzas que iban
a entregar a sus cuadros políticos el éxito total. La autoridad,
la jerarquía y la violencia política del fascismo –este era el
punto– se había vinculado a la nación y la raza italiana [C.12].
En esta unión directa, el parlamento no era sino una
2
Este libro llevaba por subtítulo Meditacions y comentaris sobre problemes de política contemporània. Estaba
editado por la editorial Catalana, S.A. de Barcelona.
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comparsa; la democracia, un estorbo. Pero esa unión, al decir
de Cambó, iba a ser fecunda en el terreno político, económico
y social. Por eso, la estructura de estos hechos ofrecía a
nuestro autor un significado universal.
Esta unidad directa del partido fascista con la nación
italiana no había sido inmediata ni representaba un triunfo
histórico permanente. De hecho ya no existía como tal unidad,
pero había estado a punto de afirmarse victoriosa. Esa unidad
de fascismo y nación fue objeto de una evolución en la que se
demora el libro de Cambó.3 El clímax que hizo presagiar esta
unión tuvo lugar en el año 1920, cuando por la influencia de
Rusia, Italia se encontraba en las vísperas de una “revolución
demagógica” y de una “descomposición anárquica” [C.18].
Hubo entonces en Mussolini un momento de indecisión.
Antes, el partido fascista había sabido reunir en sus escuadras
a los excombatientes y a muchos trabajadores en paro. Pero
por un momento, y ante la ola creciente de la revolución de
izquierdas, Mussolini se hunde en el mutismo. Cambó sugiere
–y luego lo recordará Chabás– que es muy posible que el
antiguo socialista pensase dar el paso y ponerse al frente de la
revolución obrera que se preparaba, y en la que no veía un
líder de su talla. En realidad, fue un momento de indecisión
de Italia entera. Era aquel el tiempo de la “decepción de la
victoria” [C.21], cuando los italianos comprendieron que
ninguna de las ventajas exteriores de la victoria iba a ser suya.
Ni Francia, ni Inglaterra ni Yugoslavia permitirían la
Nadie puede ignorar que bajo esa expresión repetida de “significación universal del fascismo”,
Cambó siempre contempla la relevancia del caso italiano para la situación política de España. El
Estado fascista había salvado a la nación italiana: esta era la clave del fascismo. En un momento en
que la sociedad nacional podía ser amenazada por una compresión parcial de sí misma, atravesada
por la lucha de clases, el fascismo había venido a reunificar la nación. El fascismo era la nación en
su momento de excepción. Pero siempre, por encima del Estado fascista, estaba la nación italiana,
dice Cambó [C.134].
3
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expansión imperial italiana. Fue un instante de perplejidad,
de parálisis. Los italianos habían ganado una guerra y era
como si la hubiesen perdido. Los aliados de repente dejaron
de serlo. Sus valores democráticos y humanitarios se
disolvieron como una ilusión de propaganda. El Estado, que
no se hizo valer en la negociación posterior, dejó de ser
respetado. La burguesía se quedó a solas con una posguerra
sin alicientes, sin grandezas. Cuando los comunistas asaltaron
el poder establecido, nadie acudió en su ayuda. Mussolini
calló y aguardó.
Hasta aquí el diagnóstico de Cambó. Para él, con su
realismo político tan italiano, toda guerra es una empresa
imperialista [C.57]. Que los italianos pensaran obtener
ventajas y conquistas, que entraran en la guerra sólo en vistas
de esta finalidad egoísta, no le parecía a Cambó extraño ni
ruin. El hecho es que Italia no obtuvo ventajas de aquella
guerra. Por eso le parece lo más natural a Cambó que Italia
juzgase pura hipocresía el humanitarismo de Wilson, y puro
humo ideológico los valores de los aliados: la civilización, la
democracia, el derecho de los pueblos. Italia se mostró
comprensiva con las verdaderas realidades de la vida: el
derecho del más fuerte, la barbarie de la autoridad. Desde
entonces aspiró a ellas. Todo esto le parece a Cambó el curso
natural de las cosas, y su realismo jamás tiene una palabra ni
un reparo respecto a la debilidad moral de su posición. Así
explicada, la decepción de la victoria italiana fue una rabieta
contra valores en los que, en el fondo, nadie había creído, un
puro gesto de impotencia contra unos aliados que no habían
compensado a un socio cuya lealtad era interesada y
calculada. Cambó, sin embargo, no es sensible a esta razón de
los aliados. Italia deseaba ventajas y para obtenerlas se inclinó
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de forma calculada –mezquina e hiriente para los aliados– por
la vía de la democracia. Al no encontrarlas, se pasó a la vía
autoritaria, realista, brutal. Nunca se pregunta Cambó si
alguna vez se pensó en luchar por la libertad y la democracia
como valores en sí. La victoria aliada asentaba estos valores y
los aseguraba. En el fondo, era para estar contento. Italia no
tendría un régimen como el prusiano o el austriaco. La
victoria ganaba sentido desde la fe en los valores
democráticos. Desde la utilización de la democracia como
instrumento para obtener ventajas en la política internacional,
el desengaño era explicable, aunque inevitable. En todo caso,
el desengaño era fruto del egoísmo y la mentira. Nadie podía
decir –como dice Cambó– que el humanitarismo y la
democracia era meros bienes de exportación para Inglaterra o
para Estados Unidos. Eran bienes en sí como formas de
organizar a sus pueblos y por ellos lucharon. La guerra les
trajo dificultades, tantas como a los italianos, pero la opinión
mayoritaria de esos pueblos no culpó por ello a la democracia,
que estaba por encima de las ventajas materiales. Pues en
efecto, la democracia afectaba a su sentido de la dignidad.
Cambó jamás se hace cargo de estos razonamientos, por
lo demás obvios. Conoce los hechos, pero no los argumenta.
Sabe que los italianos entraron en la guerra tras un largo
regateo con cada uno de los bandos en litigio [C.65]. Sin
embargo, esto le parece a Cambó el “sagrado egoísmo
nacional”. Las promesas que dieron los aliados se
mantuvieron en el secreto y se magnificaron como mecanismo
de presión futura. Resultaba claro, sin embargo, que los
aliados estaban en su derecho de jugar de forma reservada
con quien, en cierta manera, les hacía chantaje sin escrúpulos,
sin confesar afinidades ideales. Una promesas propagadas,
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magnificadas y burladas, y una intervención en la guerra
juzgada como decisiva por los propios italianos: los hechos
daban la razón a los socialistas, a los que habían clamado por
la neutralidad. Su propaganda de posguerra fue letal: el
capitalismo aliado se había burlado de ellos. Los italianos
habían vertido su sangre y ahora se les daba la espalda. La
crisis industrial, la vuelta de los excombatientes, la
propaganda socialista, la debilidad del Estado: todo indujo a
la desmoralización. Faltaba la síntesis de socialismo con Sorel
para aspirar a una revolución violenta y esa era la que
buscaba Mussolini. Cambó lo dice bien claro: “Nunca, en
ningún tiempo ni país, se ha predicado un nihilismo más
completo, más integral, que el que se predicaba en Italia pocos
meses después de la victoria.” [C.70]. El fruto de ese nihilismo
fue el odio de las clases obreras. Cambó no dice que, en el
fondo, ese odio iba dirigido sobre todo contra los grupos del
Estado que habían esperado obtener ventajas con la sangre de
sus paisanos, los que habían hecho una guerra por cálculo de
interés. Ese odio se dirigía contra los aliados, desde luego;
pero también contra los que habían llevado al pueblo a la
guerra. La única opción pura era Rusia. Entonces se abrió ese
momento de pre-revolución desde 1920 a 1922, el tiempo en
que Mussolini parecía callar y hundirse en la indecisión. Este
es el relato de Cambó.
Entre 1919 y 1922, el fascismo de Mussolini era un
movimiento igualmente revolucionario. Sus raíces crecían en
la misma decepción y resentimiento que hemos descrito y que
encontraba sus mejores ecos en las izquierdas. Sus elementos
eran los propios de todo movimiento revolucionario: tenía
una ideología, un ambiente, una masa y un líder. Es el tiempo
en que Mussolini convoca la primera asamblea de
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excombatientes. Y sin embargo, en tanto movimiento
revolucionario, el fascismo es uno más entre los de la
izquierda. Alcanza sin embargo su dimensión universal cuando, en
ese climax de 1922, Mussolini toma la decisión de unirse a la nación
italiana. Esta decisión fue dura y transformadora. Pero fue
acertada. Ahí es donde Mussolini adquiere el aura de hombre
providencial. Pues nada de lo que antes significaba fascismo
presagiaba la dirección de ese cambio. Antes de 1922, el
fascismo era una pretensión revolucionaria, diseñada al estilo
de Lenín: con audacia antidemocrática, con violencia medida,
con una oligárquica, despótica dirección. Después de 1922, sin
embargo, fue un movimiento nacional. De ser un líder que
impulsaba una idea propia, Mussolini se convirtió en
catalizador político de “un estado de conciencia nacional”. Ya
no tenía ideas propias, sino que hacía suyas las ideas de todos.
De ser un líder revolucionario, paso a ser el creador de un
fascismo conservador. [C.79]
En efecto, en 1919, Mussolini elaboraba un programa a la
medida del resentimiento de las clases populares: abolición
del senado, sufragio universal, representación proporcional,
asamblea constituyente, república, reforma tributaria,
confiscación de los beneficios de la guerra, tasa sobre herencia
para los mutilados, confiscación de bienes eclesiásticos. Se
trataba de una ideología anti-burguesa y, por eso, el fascismo
luchaba contra los otros partidos que se disputaban el mismo
descontento de la gente. La desesperación, pues se ve difícil la
victoria en estas luchas contra las otras fuerzas
revolucionarias, lleva al fascismo hacia una visión cada vez
más anarquizante. A este espíritu destructivo se entrega
Mussolini como si fuera el bálsamo de una religión, la única
que ilumina “el triste presente”. Cambó comenta con fuerza
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crítica: en medio de estas luchas de grupos revolucionarios, el
fascismo no tiene función específica alguna; “ni es factor de
contención ni de revolución” [C. 82]. Cambó, como se ve, ya
sitúa las cosas en términos de revolución y contención, como
por esa época ya empieza a hablar en España el mismo
Maeztu. Cambó nunca pierde de vista el clímax italiano de
1920: el asalto revolucionario de las izquierdas al poder. El
movimiento nacional fascista es, para él, desde luego, un
movimiento contra-revolucionario.
En efecto, en los movimientos revolucionarios
izquierdistas del norte y centro de Italia, el fascismo no tuvo
un papel decisivo. A pesar de todo, esos movimientos no
triunfaron. Enfrente tenían un Estado mínimo, sin poder y sin
prestigio. Pero fracasaron. Ese fracaso, que Mussolini no había
propiciado, le indicó el momento de pasar a la acción. Aquí
Cambó extrema sus alabanzas. El mérito de Mussolini fue
darse cuenta de que ese fracaso se debía en el fondo a un
estado de opinión nacional que quería mantener el Estado, la
sociedad, la nación italiana. Entonces, Mussolini salió de su
mutismo, de su provisional abandono, y se dispuso a ofrecer
sus escuadras como la mano armada de ese estado de opinión
nacional. Entonces el fascismo se convirtió en la fuerza de
choque de la nación italiana desorganizada contra las fuerzas
destructivas de la revolución comunista. Así, Mussolini se
brindó para cumplir en favor de la nación italiana “el ejercicio
violento [...] de una función esencial que el poder público ha
dejado abandonada.” [C. 86] De tener una función
desintegradora, el fascismo conservador pasa a ser una fuerza
organizadora, integradora, defensiva. Esa es su significación
universal.
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El texto fundamental de Cambó, tras estas explicaciones,
dice así: “La burguesía, la oficialidad del ejército, los
intelectuales, la clerecía, la burocracia, todos aquellos en una
palabra que antes de haber sentido la inminencia del peligro
comunista habían mirado, con la antipatía que siente todo
espíritu civil por las violencias, las luchas fratricidas entre
fascistas y comunistas, que las habían considerado con razón
como expresiones bárbaras de rivalidades partidistas, se
entusiasmaron ahora con la acción de las escuadras fascistas,
expresión audaz y afirmativa de su propio estado de
espíritu.” [C. 87] Las escuadras fascistas, de estar al servicio
de una idea propia, pasaron a ser una mera herramienta
técnica al servicio del orden nacional. Con ello, el fascismo se
neutralizó ideológicamente, como corresponde a una máquina
nacional. Dejó de ser socialista, republicano, obrero y
revolucionario. El último momento de resistencia de
Mussolini fue mayo de 1921, cuando se abstuvo en la sesión
inaugural del parlamento. Allí se opuso a la figura del rey. La
reacción interna en las filas del partido sorprendió a
Mussolini, que se dio cuenta de que algo había cambiado
dentro de su gente sin él percibirlo. El 24 de mayo escribió un
artículo a los nuevos afiliados del partido donde dejó clara su
antigua posición, la que había alumbrado en 1919. Se trataba
de erigirse en único interprete del fascismo, su invención y su
partido. Él lo había concebido republicano y así seguiría. La
agitación y la inquietud interna no cesó. El 26 del mismo mes,
Mussolini se vio obligado a escribir otro papel. Su tesis había
cambiado. Su final es glorioso: “Italia. Este es el nombre, el
sagrado, el gran, el adorable nombre en el que nos
reencontramos todos los fascistas. Ninguno puede jurar que
las causa de Italia esté necesariamente ligada a la suerte de la
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monarquía, como pretenden los nacionalistas, o a la suerte de
la república, como creen los republicanos. El futuro es incierto
y lo absoluto no existe. Por eso repudiamos la camisa de
fuerza de las cuestiones previas, que no permiten actuar
libremente sobre el terreno móvil y complejo de la vida y de la
historia” [C. 93]. Era la afirmación del oportunismo que pone
su máquina partidista al servicio de la corriente fundamental
de la masa. Era la primera coartada real del activismo fascista.
Cambó insiste en que se daba con ello el paso decisivo: se
trataba de quedar libre para ponerse al servicio de la
autoafirmación nacional y conservadora que, con su inercia,
había derrotado al comunismo. A eso le llamó Mussolini
instinto y Gentile lo definió como la forma superior de
idealismo. En el fondo se trataba de identificar dónde se
encontraba el punto de menor resistencia de la masa a la
actuación del aparato fascista, para aplicarla la decisión allí
con su mayor intensidad.
Cambó pensaba que, en un pueblo bien constituido, ese
punto de menor resistencia era la gente de orden nacional y
social –la parte mejor y más fuerte y más sana del pueblo
italiano, dijo Cambó [C.107]. Para defenderla, el fascismo
debía aplicar su mayor intensidad de fuerza contra el
desorden revolucionario. Por eso, el activismo del fascismo
sólo se podía traducir en “un formidable movimiento
nacional”. Su base positiva era el ardiente patriotismo
imperialista y la intensificación de la acción del Estado
[C.115], defendidas desde el principio de autoridad.
Justamente aquí, y esto es lo que presta significación universal
a Mussolini respecto a la evolución de las sociedades
nacionales, se descubre la diferencia fundamental con Lenin.
Éste jamás se vincula ni se une a la nación. No sacrifica su
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idea, ni su programa, ni su obstinada teoría, en la que cifra
una salvación racionalista. Por eso Lenin siempre es un
partido y una secta. Mussolini es ante todo un radar sin
ideograma propio: percibe el sentir de su nación y lo sigue.
Lenin es un lunático dogmático que sólo puede triunfar
donde no hay sociedad nacional que le oponga el peso de sus
resistencias. El resultado es que Lenin organiza un Estado
sobre un partido, mientras que Mussolini mantiene abiertos
los ámbitos de integración estatales y reparte poder en ellos a
cambio de fidelidad: ni parlamento, ni senado son disueltos,
sino que se mantienen como “gran festín electoral”. Cambó
dice: “le recuerda [al parlamento] que puede disolverlo, pero
no lo disuelve y acaba solicitando su colaboración” [C. 127].
Un minueto rige las relaciones entre parlamento y gobierno,
donde antes había una lucha. Finalmente, Cambó puede
hablar de “bonhomía y candor”, palabras que ahora aplica al
mismísimo Mussolini. En otro lugar habla de pedagogía
política: Mussolini adapta la función del parlamento a la
educación cívica vigente en Italia. [C.53]
Todo el diagnóstico de Cambó viene a decir que, de
conocer las dificultades propias de la Italia de posguerra,
todas las naciones experimentarán una evolución semejante a
la fascista. El fascismo, en esencia, está dentro de la ley de
evolución de la nación-Estado. En esta evolución lo decisivo y
nuevo es la primacía del poder ejecutivo sobre el poder
legislativo. Con ello quedaban atrás los tiempos
constituyentes de la nación, los tiempos del liberalismo, en los
que ésta se vio representada sobre todo en el poder
legislativo. De otra manera: lo esencial del fascismo reside en
que el nuevo poder ejecutivo ha de tener una relación
inmediata, directa, representativa-plebiscitaria con la opinión
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mayoritaria de la nación, la que representa lo mejor de un
pueblo, las gentes de orden. Esa representación nueva es la
que desplaza el parlamento de sus funciones tradicionales
soberanas. Esa evolución es valorada como positiva por
Cambó. Por eso se puede decir que la Italia de 1924 es mejor
que la Italia de antes de la guerra y que ha sufrido una
transformación completa y positiva [C.25]. Lo decisivo se deja
ver en la oleada de patriotismo positivo y en el “orgullo de
raza” que permite superar la división de clases. La voluntad
nacional ha dejado atrás el resentimiento de la posguerra, dice
Cambó. Ya no se habla más de la guerra. Ahora Mussolini está
dispuesto a realizar, a través de la acción fascista, las
promesas incumplidas –cualquier cosa que esto sea– de los
aliados, lo que Italia no pudo obtener por la debilidad del
Estado o por la culpabilidad de los enemigos internos. Esto es
lo que permite la apoteosis nacional [C.33]. Por eso esta
apoteosis no excluye la celebración de la fuerza. Ejército y
camisas negras muestran la igual consideración de la política
interior y la exterior: ambas fuerzas están determinadas por la
existencia de sus respectivos enemigos. Ambas fuerzas, a su
vez, tienen una dimensión nacional. Es verdad, desde luego
que en el esquema de Cambó, las camisas negras son un
elemento de partido y no de la nación. Es verdad que se
atreve a lanzar la premonición de que quizás tarde poco
Mussolini en disolverlas para que así deje claro que su obra es
de “concordia y pacificación nacional” [C.135]. Esa es la
lectura que hace Cambó del asesinato de Mateotti. La milicia
fascista –dice Cambó, no sabemos sin con ingenuidad o con
cinismo– se ha convertido en un problema evidente para
Mussolini. Siempre lo había sido, pero ahora se convertía en
un asunto de solución inmediata. En la lógica del catalán así
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es. Pero su lógica, al juzgar estos procesos, es benevolente y
positiva y siempre parte del hecho de que el fascismo quiere
ser un movimiento nacional. En este proyecto, las escuadras
fascistas, con su uso parcial de la violencia, son un obstáculo.
Cambó asegura que Mussolini quiere “con buena fe y
sinceridad indudables” convertir su obra en nacional. De
forma consecuente, el autor se ha de imaginar que la
disolución de las escuadras es el objetivo central del momento
nacional y de la significación universal de Mussolini. Al
menos, esa eliminación del escuadrismo es la condición de
toda la valoración que Cambó hace del fascismo.
Cambó escribe todo esto justo en este momento, cuando
las consecuencias del asesinato de Matteotti no se han
mostrado todavía, ni se ha cerrado el proceso político abierto
con el caso. Al estar el frente abierto, Cambó habla más como
político que como observador. Propone a Mussolini los
adjetivos retóricos mejores: sincero, afectado; para la
oposición reserva las invocaciones tenebrosas. De ella habla
como la fiera, a la que la carne que se le lanza aumenta las
hambres por estar embriagada de odio [C.143-5]. Para salir de
este impass, dice, Mussollini “busca la ayuda no del partido,
sino de los afines, de los aliados, de los neutros, de los
imparciales, de la Italia que no es fascista ni comunista, de la
Italia de todos, cuyos intereses ha servido celosamente desde
el poder” [C.144]. El movimiento es muy claro: Mussolini se
presenta como el hombre neutral que conecta con la decencia
de la nación entera. Ahora, al parecer, al tener que decidir
entre escuadras o nación, Mussolini llama en su auxilio a la
nación, en uno de esos plebiscitos que vinculan directamente
a la ciudadanía con el poder ejecutivo. Es el momento de
comprobar la fuerza de las incorporaciones nacionales al
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fascismo.
fascismo desde 1921, esas que respondían a su significación
universal y a la esperanza nacional italiana.
Sin embargo, y en brusco giro de la argumentación, hacia
el final del libro, siguiendo esa valoración continua de la
intención secreta de Mussolini, Cambó le atribuye la asunción
de la derrota. El duce –dice nuestro autor– prepara su salida
del poder y el final del régimen fascista [C.146]. Lo que iba a
tener un significado universal, de repente fracasa. Desde este
momento, Cambó se lamenta: el fascismo no dará el fruto de
una experiencia acabada. No se conocerá de él ni el bien ni el
mal cumplido. Ha servido para impedir la revolución, pero no
ha podido entregarse a la reconstrucción política de la nación
italiana. Su violencia, necesaria para detener la revolución, ha
detenido la obra positiva. Su valor de universalidad está así
apuntado, no logrado. Pero ese apunte es suficiente para
mantener que la mayor parte de su obra, la impulse quien la
impulse, se ha de mantener. Ya hemos dicho varias veces que
esa mejor parte es su conversión en movimiento nacional, su
transformación de los poderes constitucionales del Estado y
del régimen parlamentario, su nueva concepción del poder
ejecutivo. Toda esta obra queda frustrada por la violencia
parcial que asesinó a Matteotti. “La hora de las reformas
transcendentales ha pasado para el fascismo”, dice Cambó
[C.156] y eso quiere decir sobre todo que Mussolini no sabe
qué hacer con el parlamento. Esa indecisión marca el punto
final de la operatividad del fascismo. Pues lo que el fascismo
debía ofrecer a los pueblos latinos era la fórmula para ordenar
las nuevas instituciones políticas y, sobre todo, la nueva
correlación de fuerzas entre el ejecutivo dinámico y el
parlamento legislador y lento. Ese fruto de la transformación
del régimen constitucional, manteniendo un sentido
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
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democrático, no saldrá del árbol del fascismo. Pero, por lo
menos, el fascismo ha dejado a Italia a las puertas de cumplir
esa tarea. Cambo prevé que Mussolini deje el poder, pero no
para volver al viejo orden, sino para asegurar un verdadero
poder ejecutivo nacional, sin la parcialidad arbitraria de la
violencia de las escuadras de las camisas negras. Su sueño y
su deseo se hace evidente justo cuando valora el futuro de
Mussolini. Pues lo que Cambó desea es un poder ejecutivo
nacional fuerte, con amplio margen de maniobra operativa y
represiva, con garantías liberales y con relaciones con un
parlamento sólo para las grandes cuestiones y para visualizar
la unión nacional.
En el fondo, Cambó no puede dejar de pensar en España.
No puede olvidar que aquí se ha instalado una dictadura que
tiene exactamente el mismo problema de base: la
transformación de un régimen parlamentario disfuncional en
un régimen constitucional nacional nuevo, con un ejecutivo
capaz de operar con rapidez y con un legislativo capaz de
legislar sin estorbarse recíprocamente, deteniendo cualquier
veleidad revolucionaria. Estamos en mayo de 1924 y todavía
se comprende la dictadura como un ejercicio de
transformación constitucional del régimen monárquico de la
Restauración. En este orden de cosas funciona bien su análisis:
el fascismo tuvo la oportunidad de mantener un legislativo
prestigioso y un ejecutivo ágil, y tuvo la posibilidad de
mantener las formas democrático-nacionales de participación
de poder. Ahora, el fascismo ya no tiene por delante sino la
posibilidad de una dictadura autoritaria, sostenida por la
violencia de las escuadras privadas del dictador, sin
posibilidad de canalizar los intereses políticos de las masas
nacionales. Si abre esa puerta, dice Cambó, tarde o temprano
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
entrará la revolución. Rusia nunca está lejos del análisis del
catalán. Así que el mensaje para Primo es muy claro: el
camino hacia el mantenimiento de una dictadura personal ha
de bloquearse. Tarde o temprano se tendrá que ir a la
violencia parcial. La significación universal, a eso hay que
atender. Y eso ha de ser la creación de un poder ejecutivo
fuerte, capaz de conectar con la gente de orden de la nación y
de generar un parlamento que refuerce y colabore con esa
acción nacional. He ahí la tarea a la que Mussolini estaba
destinado, en la que ha fracasado, pero que todavía la
dictadura española puede realizar.
Como podemos ver cuando abarcamos todo el
argumento del libro, Cambó nos ha sorprendido. Ha venido
escribiendo un texto en el que Mussolini recibe los mejores
adjetivos. Ha sido una prueba de cordialidad y de
imparcialidad, aunque también sea testimonio del desprecio
que Cambó siente por las izquierdas revolucionarias,
socialistas o comunistas. Pero su valoración positiva del
régimen fascista llega hasta donde es compatible con una
forma democrática. Finalmente, no tenemos razón para dudar
de esta su exigencia “democrática”, aunque nunca se nos
aclara en qué consiste respecto a la formación del poder
ejecutivo. Su análisis de la historia de los poderes del ejecutivo
y del parlamento es muy esquemática, pero no trivial. Los
parlamentos, fruto de la lucha histórica y secular contra el
poder del monarca, están hoy magnificados. Los parlamentos
de la tradición republicana, dice en la p. 167-8, se comprenden
como un poder parcial, tan expresión de la soberanía popular
como el poder ejecutivo. “Han tenido, cada uno, en la
herencia paterna, la parte que a cada uno le tocaba”. Con la
democracia de masas, el parlamento se ha propuesto como
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único canal de sus intereses y se ha visto todavía más
justificado en sus poderes desproporcionados. De esta
congestión de poder parlamentario deriva su impotencia,
incapaz de hacer frente a una situación social que requiere
soluciones aceleradas y decisiones fulminantes. Un ejecutivo
legitimado por la masa nacional –un presidente republicano–
es todavía una forma política futura, un trabajo político
pendiente en aquellos pueblos que, por tradición, lucharon
siempre contra el ejecutivo encarnado en el rey. Mientras no
se disponga de esa forma, la vida política estará
desequilibrada y enferma.
Cambó habla ahora como si fuera un discípulo de Walter
Rathenau. Desde una somera sociología del Estado, considera
que la necesidad del ejecutivo decisionista viene promovida
por la ampliación de la esfera de acción del Estado, tanto
extensiva como intensivamente. Creo que Cambó ha leído
Kritik der Zeit, porque el fenómeno que apoya su tesis es la
aceleración y crecimiento de los medios de comunicación
materiales y espirituales. Se trata de una comunicación de
nivel mundial, que ha generado una economía a nivel
mundial [C.176]. Esta aceleración y aumento de la
información reclama del Estado una intervención inmediata
en todos los campos de la vida social. El final de la premisa
liberal, que determinó la forma de los parlamentos modernos,
se hace evidente en el horizonte. A un nuevo campo y a un
nuevo ritmo de intervención del Estado, éste se ha de dotar de
organismos nuevos, y sobre todo de un nuevo poder
ejecutivo. Cambó no lo dice, pero lo sugiere. Él habría
apostado por un poder decisionista que respondiese a los
hábitos dinámicos de gestión de los intereses privados
empresariales [C.184] y no los paralizase. Mientras que el
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gobierno ejecutivo dependa de la compleja mecánica de los
hábitos parlamentarios, será imposible responder a estos
retos. Un ejecutivo sometido al legislativo no tendrá
autoridad, ni tiempo de respuesta ni prestigio. Será como un
rey humillado, porque ese ejecutivo es el fruto de una
situación institucional diseñada para humillar al monarca.
Como es evidente, esta situación lleva al desprestigio común
de parlamento y gobierno y, así las cosas, a la crisis del
régimen democrático. [C.188]
Esta crisis política, como ha visto Cambó con claridad, se
convierte con necesidad en crisis social. La razón es muy
clara: al aumentar el campo de acción del Estado, todos los
intereses privados se ven afectados por la ineficacia
institucional antes descrita. Mientras que el Estado intervenía
en una parte pequeña de la vida social, el mal funcionamiento
del ejecutivo no tenía una repercusión fatal sobre la totalidad
de los ciudadanos. Ahora que las decisiones afectan a la
totalidad de la vida, la falta de decisión del ejecutivo resulta
fatal para complejos intereses sociales. Con plena convicción,
dado su oficio, Cambó dice que el Estado es una empresa en
la que ya todos somos accionistas. La transformación de la
vieja metáfora liberal exige la participación directa de todos
en el poder. Por eso, la solución para Cambó está en las
fórmulas presidencialistas de los Estados Unidos, con su
elección directa del presidente por el pueblo. Frente a él, un
poder legislativo que no puede ser disuelto por el ejecutivo –
ni a la inversa– y que sólo si presenta leyes con la mayoría
cualificada de dos tercios ha de imponerse al ejecutivo. Para
Cambó, por tanto, “el régimen presidencialista armoniza
admirablemente la democracia y el poder: es un seguro contra
la revolución y contra la dictadura” [C. 192]. Pero ese régimen
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es el que falta en los Estados que lucharon contra los
monarcas tradicionales y disminuyeron el poder ejecutivo por
pura desconfianza del viejo despotismo. Ese régimen era el
que Mussolini podía haber conseguido, de haber obedecido a
la significación universal de su movimiento. Ese régimen
puede impulsar una conciencia nacional verdadera, que
Mussolini no ha podido lograr al sostenerse sobre las propias
escuadras fascistas. Ese régimen presidencialista puede
mantener el prestigio de las instituciones porque las obliga a
colaborar entre sí. Ese mismo régimen mantendrá el prestigio
del parlamento, otorgándole menos tareas, pero más
importantes y factibles.
En cierto modo, Cambó no desea introducir en su
análisis dos problemas centrales. Uno, el del control del
ejecutivo, que ha de pertenecer también al legislativo o al
menos a una parte de él, aunque otra haya de residir en el
poder judicial. El segundo, que este sistema casi reclama la
república, pues ha de retirar todo poder al rey. Sólo al final de
su libro, aludiendo a este asunto, Cambó se pregunta qué ha
de pasar con el poder moderador del rey. Es una pregunta
que Cambó no quiere responder y que deja a la inventiva
hispana. Hay en las últimas líneas del libro una especie de
autocensura extraña y altanera. Resulta claro que en este
régimen presidencialista, la figura de un monarca no es sino
un añadido simbólico, una jefatura del Estado sin poder
efectivo alguno. La alteración constitucional, por tanto,
implicaba retirar al rey ese poder moderador que le reconocía
la constitución de la Restauración y que había permitido un
amplio margen de acción al monarca, a costa del prestigio de
los otros poderes del Estado. En todo caso, la índole de estos
comentarios no puede malinterpretarse: se trataba de caminos
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abiertos para la futura reforma constitucional que debía
emprender la dictadura de Primo, si quería esquivar el
precipicio de la revolución.
3.- Las Dictaduras. Cinco años después, en 1929, Cambó
volvió al tema del fascismo y su significación. Al dar a la
imprenta de Espasa Calpe el libro Las dictaduras, no tuvo que
invocar la censura militar que pesaba todavía sobre España,
por mucho que ya se ejerciera sin convicción. El sentimiento
dominante en el libro, sin embargo, es el propio de un
contenido patetismo. El autor sabía que los pueblos de Europa
iban montados en un tren a toda velocidad y sobre él
resultaba muy difícil ser objetivo y preciso. La dificultad
residía en que, en ese escenario, todos somos actores y
espectadores a la vez. [D.28] Aunque las grandes líneas que
traza Cambó proceden de su viejo libro de 1924, las evidencias
desde las que habla ahora son más nítidas. Por una parte
identifica la mundialización de la economía, o al menos la
necesidad de crear una “gran Zollverein que venga a preparar,
en el aspecto económico, la constitución de los Estados
Unidos de Europa” [D.7]. Por otra aparece como respuesta un
fenómeno opuesto, un “ultra-nacionalismo económico”
proteccionista. Cambó cita a Marx para avalar el fenómeno de
la mundialización, pero insiste en que este rumbo mundial no
se puede gobernar con el nacionalismo. Mientras que todos
vivimos con las mismas máquinas, nos empeñamos en
subrayar las personalidades nacionales. En una palabra: los
problemas económicos nuevos se están abordando con
soluciones políticas viejas. [D.11] Lo mismo sucede en relación
con el mundo de las representaciones culturales: mientras que
un cinema nos hace iguales a los americanos, unos medios de
comunicación periodísticos nacionales insisten en las
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diferencias. Ya no estamos ante aquella evolución regulada de
las sociedades nacionales, que daba sentido universal al
fascismo, sino ante el sentimiento confuso de una necesidad
ignota de superación. Mientras tanto, en opinión de Cambó,
habitamos un mundo de antinomias, de divergencias, de
fenómenos que van acelerados en direcciones diversas,
aunque todas ellas letales para el liberalismo democrático.
[D.26] Así, el aumento a la vez del catolicismo y de un
despiadado malthusionismo moral. [D.13] Esa “inmensa
transformación” desborda por ello la índole de los problemas
de ajuste que se atisbaron en En torn al feixisme. Mucho menos
esperanzado que en el libro del 1924, Cambó entiende que
sólo con un espíritu de ciudadanía extendido entre las masas
es posible la intervención en la realidad. Sólo sobre esa base
podrán funcionar las soluciones institucionales de un poder
ejecutivo fuerte y decisivo.
Como esta tensión entre un mundo interconectado y un
poder nacional no es funcional, para contener las
consecuencias violentas de la crisis, los poderes nacionales,
cuanto más débiles sean y menos ciudadanía política tengan
tras sí, más tienen que ejercerse bajo formas dictatoriales. Este
es el nuevo fenómeno. Para estudiarlo, Cambó se lanza a un
mínimo balance que continúa la temática iniciada en 1924.
Pues resulta claro que el camino de Italia ha sido seguido por
España, Portugal, Turquía, Lituania, Yugoslavia, Albania.
Ahora, sin embargo, lo que en 1924 se presentaba como una
historia abierta, se nos presenta como un proceso cumplido.
Las ambigüedades de Cambó con Mussolini siguen intactas.
Todavía en 1929, tras sobrevivir al asesinato de Matteotti, que
auguraba su fin, Mussolini le parece a Cambó “ejemplo de
exaltaciones patrióticas deseables y envidiables para la patria
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propia” [D.52]. Sin embargo, Cambó habría debido recordar
que la superación de la crisis de 1925 por parte de Mussolini
arruinó la dimensión nacional de su movimiento y le ofreció
su base partidista. De ser un movimiento de consenso, pasó a
ser un movimiento totalitario y violento que aplicó la fórmula
de Lenin. “Todo el poder pasó a todo el fascismo”, dice
finalmente [D. 114], pero no insiste en que esto le privó de
significación universal. Al contrario, ahora ese hecho le
permite mostrar la ley que le interesa demostrar: que la
dictadura es efecto de una sociedad nacional debilitada y mal
constituida, incapaz de reaccionar a los nuevos fenómenos
mundiales. La revolución fascista verdadera empezó el 3 de
enero de 1925 porque forjó una dictadura personal que
concede derecho de ciudadanía sólo a los fascistas. Con ello
Mussolini no ha ajustado la constitución, sino que la ha
derogado. No ha equilibrado el poder legislativo y el
ejecutivo, sino que ha suprimido su juego. De aquel intento de
1924 –si es que alguna vez existió en sitio alguno fuera de la
cabeza de Cambó– de hacer compatible la autoridad y la
democracia nacional, ya no queda nada. Pero,
sorprendentemente, Cambó tampoco trata de responder a un
fenómeno europeo o mundial con estructuras nuevas de
gobierno, de corte supranacional o por lo menos no
esencialmente nacionalistas. Como hemos visto, Cambó se
enrola en el fortalecimiento de la pasión nacional.
El argumento de Cambó es bien sencillo, aunque
diferente del de 1924: una dictadura es una prueba
contundente de debilidad estatal. Las estadísticas lo dicen: los
países gobernados por dictaduras dan los peores resultados
en todos los índices. Pobreza, comercio exterior,
analfabetismo, mortalidad, peso específico del sector
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primario, comunicaciones: todo es peor en ellos. Pero por
encima de todas las demás debilidades propias de los Estados
que han ensayado la dictadura, están sin duda los déficit de la
conciencia ciudadana y de la civilidad política. La dictadura
es para dichos Estados el remedio que se abre en el momento
desesperado. El libro pretende entonces examinar si ese
remedio es tal, o si no será peor que la enfermedad. En todo
caso, resulta evidente que una es la Europa de la dictaduras y
otras la Europa de la riqueza y la modernidad. Queda el
problema de Alemania, que Cambó con ingenuidad ve
asentada definitivamente en la democracia. Pero en todo caso,
hay algo así como un destino: un país pobre y débil tiene
derecho a ensayar como último remedio heroico la dictadura.
Esto no es un orgullo. Puede ser una necesidad, pero en todo
caso no es una virtud. Al contrario, felices los pueblos
saludables que no necesitan ensayar este camino. El punto
decisivo es que para Cambó una dictadura puede ser una
buena terapia [D. 68]. El libro al menos se entrega al análisis
de esta posibilidad.
¿No se había dicho en 1924 que era preciso adaptar el
parlamento y el gobierno a las nuevas realidades de la vida
contemporánea? ¿Se quiere decir ahora que la dictadura es esa
adaptación? No exactamente. Se dice que aquella
transformación institucional no fue posible allí donde no
existía verdadera cultura política. Por eso, de hecho, no venció
la oposición a Mussolini después del asesinato de Matteotti.
Por eso, Mussolini pudo dar el paso a la dictadura, lo que no
era en modo evidente en 1924. Cambó asume que allí donde la
dictadura se impone es porque debajo existe un país sin
política, con instituciones que eran una sombra o un sarcasmo
[D.87]. Tenemos la vieja tesis de 1924 recompuesta: Mussolini
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tenía entonces la significación universal de mostrar la acción
política viable institucionalmente en países sin política
ciudadana y sin educación cívica responsable. Mussolini era el
pedagogo de los países que siempre habían desconfiado del
poder ejecutivo, por identificarlo con el despotismo real. Por
eso era significativo para España, porque mostraba la
viabilidad de un Estado que sólo contaba con semiciudadanos [D. 89]. El propio planteamiento del problema
deja ver la razón del fracaso. Al no contar con esa suficiente
masa política nacional, que le dictara lo que debía hacer tras el
asesinato de Matteotti, Mussolini no tuvo resistencias para
avanzar hacia la dictadura. Por eso, Cambó sigue pensando
que la dictadura resulta inviable en países republicanos como
los Estados Unidos. “Cuando los ricos saben ser ricos, como la
mayor parte de los ricos americanos, la riqueza no envilece a
una sociedad, sino que la ensalza y la dignifica. Cuando los
ciudadanos de un país obran así, no son necesarias ni posible
siquiera las dictaduras” [D.99].
La carencia de una acción política madura por parte de la
ciudadanía es inversamente proporcional a la presencia de la
demagogia. Por eso la demagogia es el índice de la inmadurez
política de una nación y, como tal, la puerta a la dictadura
[D.135]. Como era de esperar, la demagogia es otro de los
fenómenos generales de la Europa atrasada. En sí mismo, el
espíritu de la demagogia es para Cambó antinómico con el
realismo político, pero todavía más con “la cultura y el
espíritu de conservación”. Como sólo donde hay bienestar se
levanta este espíritu, la distribución de la riqueza también es
un arma contra la demagogia. Por el contrario, aliados suyos
son el fracaso, el resentimiento y el intelectual incomprendido
[D.137]. Lo propio de la demagogia moderna es la puesta en
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Sobre la temprana recepción española del
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marcha de poderes carismáticos, dualistas, antinómicos, pero
absolutos entre las masas. Cambó se aproxima a los análisis
de Kelsen sobre la contraposición entre la personalidad
absoluta y demagógica, por una parte, y la personalidad
democrática, anclada en el relativismo, por otra. La antinomia
fundamental entre el bien y el mal, propia de esas potencias
carismáticas, es antidemocrática, catastrofista. El triunfo de
esta demagogia puede ser la dictadura, pero no es lo
frecuente. Lo fue en el caso de Lenin, porque frente a él no
había ya Estado y por su realismo político inmenso. Pero lo
normal es que la dictadura triunfe contra la demagogia,
alentada por la presión de las masas, asustadas por la
catástrofe anunciada por la propia demagogia. La tesis de
Cambó es que la dictadura emerge como respuesta a los males
catastróficos que la demagogia pone de manifiesto. Cambó
una vez más es ambiguo. No nos dice si los males sociales y
políticos a los que va a poner término la dictadura son
ficticios, propuestos por los demagogos, o son reales [D.141].
Dice que en todo caso, la demagogia es un mal real porque
crea males todavía mayores en la imaginación de la gente.
Esta multiplicación ideal del mal real abre las puertas a las
exigencias de una dictadura conservadora por parte de las
masas. Por eso la dictadura aparece como un remedio
enfermo a una enfermedad. Estamos ante el círculo infernal
de enfermedad política [D.142] que Cambó conoce bien.
Barcelona, la demagogia sindical, es ahora invocada como la
fuente de la dictadura española, la respuesta de una burguesía
que estuvo dispuesta a ceder su liberalismo a cambio de
protección. Cambó llama a esta sociedad perezosa y cobarde:
es la misma condición de atraso político la que permite la
emergencia de la demagogia y la que, desamparada ante ella,
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
reclama protección. Entonces, la propia demagogia
desaparece como por arte de magia, esperando una nueva
oportunidad con la libertad venidera. [D.147]
El análisis de Cambó es desde luego optimista. No está
en condiciones, quizás por eso, de identificar el peor
escenario: aquel en el que la demagogia y las masas se unen
estrechamente, haciendo desaparecer del mapa a la cómoda y
cobarde burguesía. Entonces las masas no reclamarán
dictadura alguna, sino que pueden imponerla en el sentido en
el que orienta la demagogia. Carisma y masa, para los
analistas de la época, estaban mucho más vinculados que
masa y dictadura conversadora. En todo caso, como se ve, la
dictadura es síntoma de un mal de fondo y no puede curar los
propios males que la condicionan. Puede a lo sumo mejorar
algunos males agudos. Entonces ha de asumir la forma de un
estado de excepción ante la crisis, capaz de un poder
excepcional comisariado para el mantenimiento mismo de la
legalidad con poderes limitados y concretos. Se trata de la
dictadura legal, la dictadura comisaria que por este tiempo
definía Carl Schmitt [pp. 150-151]. Para esta figura, la
condición que propone Cambó es que este amplio poder
ejecutivo esté condicionado por el Parlamento, con lo que
volvemos a la vieja cuestión –que era significativa en el
fascismo anterior a 1925– de la dictadura como un sucedáneo
del sano equilibrio institucional de los regímenes
republicanos. En el mundo moderno, estas crisis agudas
pueden ser las financieras o las económicas, la realización de
un programa de obras públicas, el mantenimiento del orden
público o la recuperación de la disciplina administrativa
perdida. Luego están las dictaduras que pueden crear un
“gran sentimiento colectivo”, una “gran vibración ideal” que
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haga salir a los pueblos del abatimiento pasajero, como sin
duda fue en parte la de Mussolini. Estos son los bienes que
puede atender una dictadura legal o comisaria en este siglo.
Los males de fondo, desde luego, no puede curarlos la
dictadura. Antes bien, incluso las buenas dictaduras producen
males ulteriores, dice Cambó. Las dictaduras no forjan
civismo, ni aumentan la valentía de una sociedad, reconoce
Cambó, sino que antes bien destruyen el poco que había [D.166-7]. En realidad, las dictaduras son “un gran sindicato de
egoísmos” en el que cada uno busca su propio provecho en
relación con el poder. Frente al espíritu público, la dictadura
transforma todas las estructuras de poder en relaciones
privadas. Sobre ella no puede emerger virtud política
republicana alguna. Cambó ha visto bien lo que Max Weber
defendió en Parlamento y Gobierno sobre Bismarck; a saber: que
un dictador arruina toda una generación política subsiguiente
al dejar bloqueada la lucha política. La consecuencia es que el
Estado sometido a la dictadura, al final de ella, está más
desprotegido e inmaduro desde un punto de vista político,
que antes de la dictadura. En este sentido, la dictadura sólo
tiene efectos agravantes respecto a la crisis que la produjo. Por
eso tienden a perpetuarse, en una inercia incontrolada, que
sólo puede aspirar a durar lo que dure la vida del dictador.
Ya vemos que en cierto modo Cambó era lúcido y
previsor. Curiosamente, sin embargo, él no aspiraba a
predecir el futuro de los españoles, sino a regular el presente.
El problema de salir de la dictadura no era un asunto teórico,
para este Cambó de 1928. Era el problema español y todas las
advertencias sobre el agravamiento de los problemas de
origen que producían las dictaduras, en el fondo, tenían la
finalidad de preparar a los lectores de sus libros sobre las
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dificultades que se avecinaban. En este momento era evidente
que Primo podía estar preparando una sucesión de su
régimen que desembocara en un “régimen jurídico”. Cambó
concedía pocas posibilidades a este intento. Estaba inclinado a
una previsión que le parecía inevitable. Cuando la dictadura
desapareciese entrarían en disolución los frágiles vínculos con
los que ella había mantenido unidas sus fuerzas. Sin duda
eran frágiles porque se trataba de mero cálculo de intereses.
“Como la dictadura ha suprimido el régimen político que
antes regulaba la vida del Estado, se abre en el momento de la
substitución de la misma un proceso constituyente integral.”
[D. 203]. Era la misma previsión que hacían los grupos
republicanos y, entre ellos, los más demagógicos. España, y
cualquier dictadura, tarde o temprano, estaba abocada a un
momento constituyente. Con ello se hacía inevitable
enfrentarse al estallido de todos los grandes problemas
políticos, los que podían dividir a los ciudadanos con más
fuerza. Lo peor es que esta situación problemática extrema se
debía abordar desde la desmoralización política de una
ciudadanía que había mantenido de forma cobarde una
dictadura y desde la improvisación de una clase política
nueva y no comprometida. Pues los políticos de la oposición
anterior a la dictadura serían vistos como los fracasados que
no pudieron evitarla y los de oposición reciente serían
incógnitas desconocidas. Aquí Cambó era un pedagogo y al
reflejar el temor y la inquietud ante el final de las dictaduras
se limitaba a expresar el temblor de mucha gente ante el final
de Primo de Rivera. Una vez más, él fue optimista. Una
sociedad que había padecido de forma paciente una dictadura
no tenía razones ni fuerza para darle las espaldas a los
políticos que no habían evitado su proclamación. Al contrario,
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Sobre la temprana recepción española del
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sobre ellos, incomprensiblemente, iba a recaer la confianza
popular y la obra de reorganizar la vida política.
Y sin embargo, en el epílogo, Cambó deseaba que cuanto
antes se presentara ese momento. Las demoras no harían más
que aumentar las dificultades. Al menos se tenía la esperanza
de lograr un buen régimen, lo que no era factible ni desde la
dictadura ni desde la monarquía anterior, un régimen para
Cambó “torpe y abominable”. Los dolores del tránsito quizá
fueran los de un verdadero renacer. Eran meras palabras, pero
también algo más. Todo dependía de quién se hiciera con el
poder tras Primo. En el apéndice a su libro, así, Cambó
proponía un programa de mínimos para caminar hacia un
futuro aceptable en su opinión. Era preciso mantener el orden
público, tal y como habían logrado Noske y los socialistas
alemanes en 1918. La invocación era directa. Luego, era
preciso reflexionar hasta dar con las causas del régimen que se
había hundido y levantar sobre ellas la reforma. Aquí, una vez
más, se dejaba ver la vieja obsesión de Cambó, su diagnóstico
de que era preciso adaptar las instituciones políticas al nivel
de la formación cívica popular. “La reforma ha de inspirarse
en un criterio de absoluta sinceridad, reconociendo al pueblo
todos los derechos y todas las libertades que pueda ejercer, y
evitando la abyecta cobardía de inscribir en la Constitución
unos derechos excesivos con la reserva mental de impedir o
falsear su ejercicio. Más que la extensión de los derechos que
se reconocen a todas las colectividades humanas, importa su
absoluta efectividad y las garantías con que la ley y la
conducta de los gobiernos consagra su absoluto respeto” [D.
217]. Al lado de esta tesis, juzgar con generosidad la dictadura
anterior era un asunto menor. Cambó deseaba evitar la
oscilación del péndulo. Pero tampoco se planteó con claridad
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la necesidad de inaugurar un proceso constituyente. Su tesis
de base, la que le había tornado receptivo al fascismo, la que
sin duda le había hecho condescendiente con Primo, la que en
su opinión justificaba la dictadura en el fondo como remedio,
era que el poder ejecutivo debía ser estable y ejercerse de
forma independiente del poder parlamentario. Finalmente,
Cambó votaba por una república de régimen presidencialista
[D.221], en la que el parlamento debía encontrar su reforma.
Como en el fondo había previsto ya en la última y críptica
frase del primer libro, el poder ejecutivo fuerte e
independiente, encarnado en un presidente popular,
expulsaba el poder moderador del rey y destruía su figura.
Era el camino, sin duda, que la IIª República no iba a seguir.
Pues la figura de un presidente popular con poderes
ejecutivos amplios, al estilo de los Estados Unidos, no sólo
exigía políticos que ninguna dictadura produce, y que el
humillante régimen de la Restauración había anulado.
Requería además una tradición política que nos faltaba y que
la república no podía improvisar con su régimen
parlamentario. Así que finalmente, todos los análisis de
Cambó se tornaron estériles. A este fracaso no era ajena su
propia ambigüedad.
4.– Ortega y la negatividad del fascismo. En 1925 escribió
Ortega su primer artículo dedicado expresamente al
fascismo.4 En sí mismo, el trabajo era una respuesta a Corpus
Antes, en 1924, editó en El Sol un artículo dentro de la serie de Ideas Políticas donde se hacía eco de
la difícil situación del parlamento como institución y del diferente y ambiguo uso que de él hacía
Mussolini. Por una parte decía que podía gobernar sin él, como una institución inútil, pero por otra
acudía a él tan pronto tenía dificultad. Al decir de Ortega, esto dejaba claro la necesidad de
reformar el parlamento. Puesto que los gobiernos no podían estar ni con el parlamento ni sin él, era
evidente que debían reformarlo. En estas ideas está Ortega cuando la situación española comienza
forjar planes de reforma constitucional al hilo de la dictadura de Primo. Tras esta reforma, los
parlamentos deberían quedar exonerados de toda tarea de intervención en los asuntos de la
4
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Barga, que había editado un artículo en el El Sol bajo el título,
muy orteguiano, de “La rebelión de las camisas”. Además, allí
se hace eco Ortega del texto de Cambó En torno al fascismo. De
hecho, Ortega escribe justo cuando el fascismo se ha repuesto
tras el asesinato de Mateotti y la previsión de la retirada de
Mussolini por parte de Cambó se ha mostrado ridícula. Como
veremos, esta refutación de la tesis de Cambó por los tozudos
hechos históricos, es decisiva para entender el espíritu del
escrito de Ortega y su identificación de la esencia del
fascismo. La pretensión de Ortega, más filosófica que
sociológica, contra la de Cambó, busca captar la esencia del
fascismo más allá de sus contradictorios fenómenos. Al lanzar
a la cara una complexio oppositorum radical entre
conservadurismo y revolución, construcción y destrucción,
Estado y formas privadas de organización política, el fascismo
se presenta como un enigma cuya esencia hay que desvelar
más allá de esas apariencias. Descifrador de enigmas por
vocación, dice Ortega, su trabajo va destinado a leer “la frase
histórica” que pronuncia el fascismo.
Ortega ve bien que esa frase resulta enigmática porque la
nueva realidad de poder no ha encontrado su propio lenguaje
político. No le cabe duda de que algo es viejo: la política
liberal y la sociedad burguesa del siglo XIX. Pero la nueva
realidad no se ha identificado a sí misma. El siglo XX tiene
que expresarse con las viejas palabras del XIX. Por eso es
normal que, por una parte, encuentre su identidad
repudiando las más obvias, liberalismo, democracia,
parlamento. Pero con ese repudio no se logra la positiva
identificación de su perfil. La vida histórica que mueve al
administración, y quedaría como control del ejecutivo en las grandes cuestiones y la alta legislación.
Estas medidas beneficiarían al poder ejecutivo cuyo refuerzo entiende Ortega necesario.
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fascismo necesita además tensar los viejos significados,
superar su unilateralidad e intentar apresar el sentido de una
evolución histórica imprevista por las dualidades meridianas
del siglo XIX. El fascismo, como hecho imperante, es el
resultado de la ineficacia de las viejas realidades, como hecho
retórico es producto de la vejez de las categorías políticas. De
ahí el contraste entre lo rotundo de su triunfo histórico y lo
confuso de su discurso. Ambos fenómenos, viene a decir
Ortega, dependen de la debilidad del enemigo, del viejo
mundo. En una acertada analogía histórica, Ortega sentencia
que “fascismo y cesarismo tienen, como supuesto común, el
previo desprestigio de las instituciones establecidas” [OC. II,
500].
Desde dentro, el fascismo no parece misterioso, dice
Ortega. Todos sus elementos ideológicos son conocidos y
defendidos por otros grupos. Su autoritarismo, antidemocratismo, nacionalismo, y espíritu revolucionario, por
separado, son actitudes de otros partidos. Lo peculiar y nuevo
del fascismo no se aprecia desde lo que el fascismo dice ser.
Su retórica no está dispuesta para la claridad y la verdad. Al
contrario, su esencia se define desde la forma en que se
relaciona con lo exterior, lo que Ortega llama el contorno.
Pues lo decisivo es que el fascismo se relaciona hacia el
exterior desde la violencia ilegítima. Ortega, sin quererlo, y
puede que sin saberlo, se ha puesto en unas manos cercanas a
las de Weber, muy lejos de las complacencias de Cambó, que
siempre vio en esta violencia ilegítima el final de la genuina
significación del fascismo. En la tesis orteguiana, opuesta a
Cambó, pero en el fondo propiciada por la refutación de su
hipótesis, lo propio del fascismo es la violencia ilegítima sobre
la que Mussolini se ha sostenido en el poder tras el asesinato
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de Matteotti. Ortega quiere decir que, a diferencia de
cualquier otro grupo revolucionario, el fascismo no sólo
quiere llegar al poder de forma ilegítima, sino que aspira a
mantenerse en el uso de ese poder de la misma manera. Por
los comentarios comparativos con el bolchevismo,
entendemos lo que quiere decir Ortega. La revolución es
ilegítima en sus orígenes, pero aspira a fundar una
legitimidad. “El gobierno soviético usa de la violencia para
asegurar su derecho, pero no hace de aquella su derecho”
[OC. II, 502]. La violencia, como diría Benjamin, funda aquí el
derecho. Lo propio del fascismo sería su desvinculación de la
forma jurídica, su desprecio de la necesidad de fundación de
un derecho nuevo. Al no necesitar de vinculación a principio
jurídico alguno, el fascismo se presenta como ajeno a las
necesidades de legitimidad de todo Estado anterior. Su
legitimidad es la fuerza desnuda, el mecanicismo de las
camisas negras. De esta manera, el fascismo ha lanzado por la
borda media frase de Weber: su estado no es el monopolio de
la violencia legítima, sino exclusivamente el monopolio de la
violencia. La violencia ha absorbido el papel de la legitimidad.
Desde un punto de vista sociológico, de seguir las
categorías weberianas, la posición de Ortega es un callejón sin
salida. No cabe mantener en la sociedad de masas unas
relaciones de mando y obediencia desde la mera coacción
violenta. Es preciso que un vínculo voluntario asocie la
obediencia con el mando. Ese vínculo voluntario es la creencia
en la validez de ese mando. Esa creencia define su
legitimidad. Empíricamente puede ser escasa, y puede estar
sobredeterminada por motivos materiales de toda índole,
pero no hay probabilidad de imponer la dirección política de
una autoridad a las masas populares sin que tal creencia se dé
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en alguna medida. Ortega mismo regresa de su punto de
llegada y exige que se le entienda con rigor. Pero dudo que
haga otra cosa que enredarse en sus propios conceptos. Por
una parte dice que el fascismo se presenta como “un poder
ilegítimo como tal”. Por otro lado afirma que “toda
preocupación por consagrar mediante un derecho el ejercicio
del poder está sustituida por la mera declaración de un
motivo: ‘hay que salvar a Italia’ ”. [OC. II, 502]. Como se ve, lo
que Ortega quiere decir es que el fascismo ha dejado atrás la
legitimidad formal-legal, propia del Estado de derecho, y que
la ha sustituido por una legitimidad carismática abstracta que,
en cada caso, decide desde el valor superior de lo que es
necesario para salvar a Italia. Sin duda, esta sustitución de la
legitimidad legal-racional por la carismática-salvadora es la
decisiva para encarar el hecho del fascismo. Que el fascismo
necesite de la violencia al margen de la ley indica que la
legitimidad carismática siempre deja fuera de su obediencia
unos restos de población contra los que hay que lanzarse
como si fueran el enemigo interior. Pero, en cierto modo,
podemos decir que esa violencia es aceptada como legítima
por los todavía más numerosos seguidores del líder
carismático.
Podemos considerar lo que venimos diciendo como una
exposición ajustada de las tesis de Ortega desde las categorías
weberianas, sin duda más rigurosas. Pero no se trata sólo de
verter en lenguaje preciso lo que Ortega dice en el lenguaje de
amateur. Algo relevante en la teoría se escapa por el hecho de
carecer de una vocabulario definido. Ortega, al no entender
que el proceso del fascismo consiste en una sustitución de
legitimidad, contrapone de forma maniquea legitimidad
jurídica a ilegitimidad violenta. La anulación de la actuación
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política vinculada al derecho positivo la entiende como la
actuación política ilegítima. Al hacerlo, Ortega se mantiene en
la mirada liberal del siglo XIX. Por la misma época, Car
Schmitt, analizando el fascismo italiano, está en condiciones
de darse cuenta de que el fascismo desea transformar la
misma noción de derecho. De ser un orden jurídico positivo
mecanicista, el Estado fascista comienza proponiendo una
concepción del derecho como orden concreto. Para Ortega, el
asunto reside únicamente en que el fascismo genera un caos
jurídico. Si triunfa es sólo porque ya no existen fuerzas
capaces de creer en el carisma del derecho. “Hoy no existe en
las naciones continentales ninguna forma de legitimidad que
satisfaga e ilusione a los espíritus”, dice finalmente [OC. II,
503]. Un weberiano e incluso un kelseniano diría aquí dos
cosas: primera, que la legitimidad legal-racional es una
específicamente anti-carismática y, por eso, no está diseñada
para ilusionar a nadie. Segunda, que el fascismo es la
irrupción de esa nueva legitimidad que ilusiona, pues procede
de fuentes carismáticas y afectivas desconocidas hasta ahora y
necesitadas de una explicación. Cuando Ortega pida un
movimiento capaz de “entusiasmar sin vacilaciones” a las
masas, está pidiendo una legitimidad carismática que luche
contra otra oferta del mismo estilo. Sin ninguna duda, tras
estas formas carismáticas hay un ideal difuso, de la misma
manera que lo hay tras la legitimidad racional-legal. El
problema de base es que la vinculación a las formas de
legitimidad racional-legal implica un control de los afectos y
de las pasiones, mientras que la vinculación a formas
carismáticas implica justamente una entrega incondicional a
esos elementos de la personalidad. La razón de que las
poblaciones se hayan entregado a estas pasiones afectivas
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puede ser la pérdida de “normas legítimas”, pero también el
bloqueo de la actividad innovadora capaz de buscar formas
racionales-legales compatibles con expresiones carismáticas
democráticas y no autoritarias. Quizás esto es lo que buscaba
Ortega. Pero carecería de herramientas teóricas para
expresarlo. El bloqueo de esa búsqueda llevó a las masas a
una entrega apasionada en brazos de ilusiones carismáticas de
salvación plenamente autoritarias y antidemocráticas.
En todo caso, los planteamientos orteguianos no reparan
en esta nueva legitimidad positiva que el fascismo inventa.
Frente al ensayo de Cambó, Ortega no identifica los
movimientos y necesidades sociales que el fascismo atiende.
Por eso, Ortega ve el fascismo como un mero fenómeno
negativo, como un mero contorno, y por eso su fortaleza
reside, en su opinión, únicamente en la debilidad del
principio de legitimidad legal. Para él, al carecer de forma
jurídica, el fascismo se niega el futuro. De esta manera, al
desconocer la naturaleza del activismo fascista, la nueva
forma de personalidad autoritaria que se dibujaba por
doquier, y sus profundas vinculaciones con afectos masivos
de carácter nacionalista, Ortega se confiesa incapaz de
comprender el mundo del presente y, pese a todas sus
reclamaciones, nos aparece como anclado en el legitimismo
legal del Estado de derecho liberal del siglo XIX. Desde luego,
que en toda su obra no aparezca citado ni una sola vez el
nombre de Roosewelt, indica su incapacidad para entender la
posibilidad de que el mundo democrático, consciente de la
falta de validez de sus normas clásicas, configure dinámicas
de búsqueda capaces de transformar democráticamente la
idea misma de legitimidad racional-legal. Quien no analice los
dos factores al mismo tiempo, el fracaso de Europa a la hora
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de propiciar una transformación carismática del sistema
político democrático, y el éxito de Estado Unidos en esta
empresa, no se hará cargo del origen del fascismo.5 Cambó,
como vimos, así lo entendió. Ortega, que contaba con los
mejores instrumentos intelectuales y que podía asomarse a las
reflexiones de un Weber, prefirió, en un gesto muy típico,
afirmarse en su propio pensamiento, propio de un filósofo en
gran estilo, abandonando todo trabajo intelectual en sentido
científico.
A pesar de todo, Ortega sabía, y lo dice en este ensayo,
que no es posible mantener el poder sin el apoyo de mayorías
y sin que el detentador del poder representa a la gente [OC. II,
504-5]. Sin embargo, aun reconociendo esto, se niega a
estudiar el vínculo positivo de representación que une a los
En La rebelión de las masas, [OC. IV, 272ss] Ortega se dejó llevar por su euro-centrismo y elevó a
diagnóstico mundial un diagnóstico meramente europeo. A su decir, la rebelión de las masas era
efecto de la desmoralización del mundo y tenía su causa más profunda en la pérdida de la
centralidad soberana de Europa. cf. p. 276: “Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral”.
Todavía en 1931, en el artículo “Los ‘nuevos’ Estados Unidos”, Ortega dejaba muestras evidentes
de su incapacidad para ver claro sobre este tema. Allí decía que la desmoralización de Europa
dependía también de la falsa idea de los Estados Unidos que dejó entrar en su mente. [OC. IV, 357].
Esa falsa idea era el pragmatismo, que reducía la realidad a lo que le hombre podía manipular.
Ortega, tras complejas variaciones sobre el ser del hombre, llega a esta conclusión: “Imagen tal [la
de Estados Unidos joven y fuerte] disminuía automáticamente la idea heroica de sí mismo que
durante siglos había mantenido al europeo en la brecha de las esforzadas naciones” [OC. IV, 360].
Esta imagen hizo pensar a Europa que ya vivía en el pasado. Sin embargo, dice Ortega, América no
ha influido en absoluto en la revitalización de Europa. Para Ortega, tras la depresión de 1929,
comenzaba una consecuencia inexorable: “comienza una etapa de depresión americana y de
resurgimiento europeo”. Verdaderamente, Ortega ignoraba las consecuencias terribles que para
Europa iba a tener la depresión americana, pero todavía más ignoraba hasta qué punto América iba
a salir de esta crisis y Europa iba a hundirse en ella. Cuando en 1932 continuó este artículo sobre los
Estados Unidos, Ortega pudo decir con orgullo que “Entretanto, los Estados Unidos, con una
celeridad aun superior a mis cálculos, se han derrumbado como figura legendaria, y hoy todo el
mundo sabe que sufren una crisis más honda y más grave que ningún otro país del mundo”. [OC.
IV, 371]. Allí, Ortega seguía hablando de la civilización colonial del hombre americano y de su
primitivismo con un desparpajo que nos causa asombro. Los adjetivos eran muy sonoros: “nulidad
interna, indiscreción, frivolidad e inconciencia”, junto a una vacuidad insuperable. Al hablar de la
mujer americana, la cosa empeoraba. La conclusión es que América no es todavía historia, no es
nada, vive en su prehistoria propia de una vida colonial. Cf. IV, 378. Norteamérica no tenía otra
opción que imitar a Europa. Estas son páginas definitivas para comprender los riesgos de filósofo
en gran estilo, forma de pensar chulesca e impropia a la que Ortega jamás renunció.
5
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fascistas con el pueblo italiano. Sin avanzar por este camino,
Ortega se ha quedado a mitad: por una parte, ha reconocido
que todo poder es positivo; y por otra ha identificado al
fascismo como un mero poder oportunista que, sin vínculo
positivo alguno con su pueblo, sólo puede mantenerse por la
violencia desnuda. De esta manera, Ortega se negaba a ver la
relación entre el problema de las masas y la nueva forma
política, fuese democrática o autoritaria/totalitaria. Su
diagnóstico será más o menos decisivo para su futuro como
pensador. Cuando en la Rebelión de las masas analice el Estado
fascista, Ortega dejará ver toda su mentalidad liberal. Allí dirá
que el mayor enemigo de la libertad y la cultura es el Estado y
hará de Mussolini su usuario más perfecto. En lugar de actuar
por medio de la ley, el fascismo actuaría por medio de la
maquinaría del Estado, moviendo a las masas a su violento
antojo. Las categorías no han cambiado respecto del escrito de
1925, pero ahora están sometidas una torsión insoportable por
cuanto desconoce que no puede haber Estado sin una
transformación del derecho: “El estatismo es la forma superior
que toman la violencia y la acción directa, constituidas en
norma. A través y por medio del Estado, máquina anónima,
las masas actúan por sí mismas”. Cambia aquí la visión de la
negatividad del fascismo, como política efectiva de las masas
rebeldes; pero siempre se concibe dentro de una anti-intuitiva
comparación entre estatitismo y acción directa y violenta,
forzaba para salvar el aspecto violento del fascismo como su
única sustancia. Pero queda muy claro, desde luego, que en
modo alguno se puede identificar el uso ingente del Estado
con la falta de derecho y la acción institucional con la
violencia directa. Aunque pueda conceder que el fascismo
tiene un vínculo positivo con la sociedad convertida masa, a la
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que representa, en el fondo Ortega quiere decir que el
fascismo es la propia masa en actuación. El fascismo tendría
como soporte positivo la rebelión de las masas, a las que él –
ahora un ente anónimo y mecánico– promete y otorga la
hegemonía social. Pero esta rebelión, como sabemos, no era
para Ortega sino otra forma de nihilismo. El fascismo era el
representante de esa rebelión y, como tal, no tenía realidad.
En la medida en que la irrupción de las masas en la política
era vista como una rebelión, Ortega se indisponía a pensar la
democracia de masas. Por ello no podía considerar sino como
ilegítimo un régimen sostenido por ellas. Con estas categorías
era evidente que la vinculación de Ortega con la política de la
república no podía ser más que circunstancial.
Es curioso sin embargo recordar que, en 1928, la Revista
de Occidente publicaba una reseña de J.G. de la Serna Favre
sobre el libro de Alfredo Rocco, La trasformaziones dello Stato.
Comparar las tesis de Ortega con la reseña publicada en su
propia revista nos permite indagar en la forma especial en que
Ortega entendía el trabajo intelectual. Allí, De la Serna
reconocía que no había posibilidad de vincular la obediencia a
la dirección política por “la sola compulsión de los cuerpos
por los cuerpos”. Citando a Paul Valery, reconocía que el
mundo político, el orden y la obediencia que produce,
depende del complejo mundo de símbolos e ideales que une a
las gentes. No había violencia desnuda: había ideologías y la
voluntad fascista de negar toda ideología no era sino una más.
La comprensión del fascismo como pura violencia era la
negativa a ejercer la teoría. Por lo demás, no era verdad que el
Estado fascista no ejerciera una acción a través del derecho.
Rocco, ministro de justicia del Gabinete Mussolini se había
encargado de transformar tanto el sentido del Estado y del
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derecho para hacerlos funcionar a la merced de la dirección
política fascista. Entonces expresaba De la Serna su asombro,
que debía ser el mismo del liberal Ortega: “Lo que debemos
destacar desde luego, para ponernos a tono –y lo que
seguramente sorprenderá al lector español– es el punto de
vista jurídico, de respeto y adaptación a un sistema de
derecho en que el libro está situado”.6 Y abunda en el juicio
que la revolución fascista se produjo dentro de las formas
constitucionales, sin romper la legalidad jurídica del Estado
italiano. “No fue nunca cuestión de hacer, alegremente,
almoneda de los principios de derecho [...] sino de fundar un
nuevo orden jurídico sobre el antiguo”. ¿Hay algo más
contrario a las tesis de Ortega?
Todavía más: la tesis de Rocco, que De la Serna recoge,
consiste en que la revolución de Mussolini no tuvo lugar en
1922, con la marcha sobre Roma, sino tras la muerte de
Matteotti, cuando reclama todo el poder para el fascio y funda
el Estado totalitario. “Comienza entonces la transformación
del Estado liberal italiano en Estado fascista”, dice De la
Serna. ¿Es esto una visión negativa, meramente violenta, de
acción directa? Para lanzar una sombra de duda sobre sus
propias posiciones, Ortega no tenía sino que leerse una breve
reseña de seis páginas en su propia revista, de un libro escrito
por el ministro de justicia italiano, escrita por un especialista y
muy ajustada al texto del libro de Rocco. Si lo hubiera hecho,
se podría haber dado cuenta de la tipología básica que
diferencia entre el Estado fascista y el liberal, del rechazo del
fascismo por la fórmula del estado nacional, tan atrasada, en
la que Ortega iba a insistir a lo largo de su producción.
Entonces podría haberse dado cuenta de que no era el
6
Revista de Occidente, 1928, p. 122.
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
fascismo una esencia negativa, sino una forma jurídica capaz
de reposar sobre el soberano y una materia política capaz de
intervenir en todas las manifestaciones de la vida social. Esta
diferencia entre forma y materia de la vida del Estado ya era
rica e invocaba los planteamientos de la ciencia jurídica
weberiana y post-weberiana. Al contrario de todo esto, la
reseña señalaba “el carácter esencialmente negativo de las
constituciones liberales”.7 Era justamente un mundo invertido
respecto a las tesis de propio Ortega. Así llegamos al punto
decisivo: un filósofo se empeña en diagnóstico en gran estilo
que podría ser cuestionados sencillamente desde una lectura
de las reseñas que publica una revista que él mismo dirige.
5. Bajo la sombra de Ortega. Pues bien en ese contexto
histórico conviene situar el libro que vamos a estudiar. Las
intuiciones básicas de este libro de Chabás sobre la Italia
Fascista son anteriores a esta evolución de Ortega hacia una
república liberal aristocratizante, pero posteriores al artículo
de Ortega sobre el fascismo. Sus puntos de vista fueron
conquistados entre 1924 y 1926, tiempo en que Chabás dio
clases en Génova sobre literatura española. Sus bocetos
preparatorios se publicaron en revistas: La libertad, la Revista
de Occidente de Ortega y la Gaceta Literaria de Giménez
Caballero, pero todavía en ese tiempo anterior a la
radicalización fascista de este último. El libro salió a la luz en
1929, después de todos estos artículos que aquí mencionamos.
Chabás se veía por aquel entonces miembro de una
generación compacta, a la que nada dividía profundamente, y
en la que militaban con igual derecho Pedro Salinas, Jorge
Guillén, Dámaso Alonso, Guillermo de Torre o Gecé.8 En
7
8
o.c. p. 124.
cf. el artículo en la La Libertad de 8 de septiembre de 1928.
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
términos generales, todos ellos estaban más o menos influidos
por Ortega y en el caso de Chabás tal influencia es
indiscutible. Su pérfil de escritor de ensayo viene muy
marcado, como vamos a ver, por la actitud de Ortega.
De todos ellos, sin duda, Chabás estaba más cercano al
primer Gecé que a ningún otro. Pace algunos intérpretes, que
tienen el mérito indudable de haberse ocupado de este libro
olvidado, el comentario de Giménez Caballero al libro de
Chabás, tal y como salió en la Gaceta Literaria, no parece
descabellado ni carente de objetividad. “Es un libro claro,
fino, informado. Un libro muy bueno. De gran tono europeo.
Hecho con pasión. Pero sin partido. (Por tanto algo vacilante y
mesurado a la par, en ciertos juicios.) Desde luego es el único
libro español útil sobre el fascismo italiano en sus aspectos
políticos y culturales. Ojalá todos los pensionados españoles
en el extranjero aportaran una memoria tan interesante como
la de Chabás –y tan extraoficial– sobre los países de sus
instalaciones. Como levantino, Chabás ha sentido el caso
subyugador de Italia. Pero como “español celular”, sin
entusiasmos colectivos, deja prudentemente de sumarse a él.
Libro providente y prudente, éste de Chabás”.9 Aznar insiste
en que Gecé falsea la “realidad textual ya que Juan Chabás
escribe claramente desde un ‘partido’, es decir, desde una
actitud antifascista”.10 Sinceramente, no creo que exista tal
falsedad. No es lo mismo un partido que una actitud y,
aunque estoy de acuerdo en que la de Chabás es libre e
independiente, y contraria al fascismo, lo que en todo caso
Gecé reconoce al hablar de Chabás como “español celular”, no
9
“Libros españoles de la quincena. Juan Chabás: Italia Fascista. Gaceta Literaria, 46 (15.XI.1928), p. 3.
Manuel Aznar Soler. “Juan Chabás y la Italia fascista: del vanguardismo deshumanizado al compromiso
antifascista”, en Titus Heydenreich, editor. Cultura italiana y española frente a frente: años 1918-1939.
Stauffenburg Verlag. Tübingen, 1992, p. 68.
10
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
creo que su posición se pueda caracterizar bien como
“antifascista”. En todo caso, si Gecé llama compañero a
Chabás no puede querer decir sino cooperante en la empresa
de la Gaceta Ilustrada. Nadie en 1929 vestía en España camisa
negra. Pero hemos de reconocer que casi nadie llevaba nadie
camisa roja.
He de insistir en esto. Aunque, como veremos, el libro de
Chabás es contrario al fascismo, está escrito desde la
independencia personal. Chabás por aquel entonces no era un
hombre de partido, y desde luego tampoco era “antifascista”
en el sentido en que tal adjetivo se entenderá después de 1936.
Aplicar retrospectivamente las categorías que genera nuestra
guerra apenas ilumina las cosas de este tiempo anterior, pues
esencializa los bandos, nos hace creer que el destino de los
hombres estaba fijado de antemano y deja la historia como un
mero desarrollo de individuos monádicos esencialmente
definidos en sus posiciones desde siempre. En 1929 no había
tal definición.11 Se estaba abriendo la gran sima que habría de
romper la intelectualidad española, y tenemos pistas
abundantes para saber dónde se iba a situar cada uno, de
seguir la lógica radicalización que se veía venir, pero que
todavía no había cristalizado. Chabás, por tanto, con una
voluntad de objetividad que Gecé reconoce, deja claro que el
fascismo no es su opción, que es una política que se debe
rechazar y combatir, pero lo hace como intelectual libre,
11
El hecho de que el propio Chabás mirara con desdén, desde Cuba, su época madrileña, indica también que
no se sentía cómodo en aquella independencia de intelectual en cierto modo orteguiano, que hay una genuina
evolución y que de sus premisas podía haber salido más de un Chabás. P. e. el que hubiera seguido fiel a la
posición de Izquierda Republicana que mantuvo en la república, sin afiliarse al PCE, como hizo p.e. Francisco
Ayala. El artículo que Chabás publica en Revista de occidente, XLIV, febrero de 1927, 205-6, titulado Las
vueltas inútiles deja bien clara su adscripción a Ortega: De hecho Chabás aplica aquí las categorías del arte
deshumanizado y de minorías, arte de inteligencia e impopular. De todo esto reniega el Chabás de Cuba,
como sabe Pérez Bazo, o. c. p. 109.
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fascismo.
consciente de su posición soberana y aristocrática.12 No deja
de ser sincero y ajustado el calificativo “celular”, que le aplica
Gecé, quien está acertado también al sugerirnos la idea de
apertura evolutiva en las posiciones de Chabás.13 Que un tipo
humano así, como este Chabás escritor de La Italia fascista,
fuera expulsado por Mussolini es bastante lógico. La gama de
actitudes y de opciones políticas intolerables para el fascismo
es muy amplia, y también cabe en ellas las propias de la
inteligencia libre, con la que Chabás escribe este libro. Ser
contrario al fascismo no era, ni entonces ni después,
monopolio de los que militaron en el “movimiento
antifascista”.
Interesa mucho destacar cierta coherencia entre el joven
Chabás que se lanza a un cierto vanguardismo poético en
Espejos, que aplica al detalle las premisas artísticas de Ortega
en la Deshumanziación del arte e Ideas sobre la novela y este
escritor de Italia fascista. De hecho, el Chabás maduro14
reconocerá expresamente que el ultraísmo, al que se vincula
su obra poética Espejos, puede estar influido por el
vanguardismo futurista de Marinetti, junto con el cubismo y
el creacionismo. Por lo demás, sus novelas, como las de
Espina, serían la aplicación de los criterios deshumanizados a
la prosa, en la línea de la colección nova novorum de la Revista
de occidente. Formalmente, lo dominante en toda esta
producción era la actitud distante, la veneración de la
12
Una nota común a todos los que se vinculaban a Ortega por este tiempo, como de hecho Chabás lo estaba.
cf. por lo demás el manifiesto de 1919 sobre post-guerra. Sabemos que Chabás detestó posteriormente esta
influencia de Ortega. Cf. Pérez Bazo, Juan Chabás, o. c. p. 109.
13
Otra cosa es que la evolución estuviera regida por la entrada en escena de la primera esposa de Chabás,
Simone Tery, colaboradora del comunista L’Humanité. Aquí, como es obvio, el viejo Giménez Caballero nos
propone una ocurrencia, y poco más. Cf. “Nación en Denia. Murió en Cuba”. texto en Anthropos, n. 84. 1988,
p. 52. dedicado a Giménez Caballero.
14
Cf. Literatura española contemporánea, 1898-1950. la Habana. Editorial Pueblo y Eduación, 1979, pp.
414-5.
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
inteligencia, la búsqueda de la posición individual. Estas
actitudes básicas determinan la escritura de Italia fascista, que
comparte una estética fría y desapasionada desde el punto de
vista de la escritura, por mucho que la actitud política del
autor no pueda ser más distante que la descrita en el
contenido del libro.
De esta manera, llegamos a la clave de la posición
coherente de este Chabás: formalmente vanguardista,
materialmente orteguiano. Lo primero le hace sensible a
autores como Marinetti, que luego ha de detestar desde el
punto de vista político. De hecho, esta diferencia de las esferas
de acción, en cierto modo orteguiana, define la posición de
Chabás. Se puede ver con mucha claridad en la respuesta a la
encuesta de Melchor Fernández Almagro sobre las relaciones
entre política y literatura.15 Chabás, en el texto que nos
reproduce Pérez Bazo16, contesta lo siguiente: “Creo que no;
es decir, no considero necesario que los sentimiento políticos
de un escritor condicionen su producción literaria. Ni es
necesario ni conveniente. No es cuestión de límites y
deslindes, sino de absoluta independencia. Se puede ser de
una extrema derecha política, y pertenecer, literariamente, a la
última vanguardia, a la más arriesgada izquierda. O al
contrario. En ciertos casos, sin embargo, puede ser un deber
juvenil en los escritores usar su pluma en el ejercicio de
determinada literatura política. No como artista –la obra en
este sentido debe aspirar a des-circunstacializarse–, pero sí
como hombre, como ciudadano. Cosas que inevitablemente
hay que ser al mismo tiempo y por encima de la profesión o
devoción con que vivimos”.
15
“Política y literatura. Una encuesta a la juventud española”. Gaceta Literaria. n. 24. 15-diciembre de 1927.
p. 3.
16
o.c.p. 327ss.
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de Pensamiento Político Hispano
José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Aznar nos recuerda la cita, pero no la comenta ni la
expone entera. A todas luces resulta claro, sin embargo, que
Chabás se está retratando a sí mismo y su actividad,
compartida por otros de su generación. Así las cosas, el texto
parece testimonio la posición de modernidad que había
alcanzado la conciencia española en los años 20. En efecto, los
jóvenes orteguianos, como Chabás, estaban en condiciones de
distinguir entre la esfera de acción estética y la de acción
política. También podían añadir la esfera de profesión
económica. En una esfera, la estética, se podía ser conservador
y en la política revolucionario. Así, por ejemplo: Azaña. Pero,
al contrario, también se podía ser revolucionario en la estética
y conservador en la esfera política. Ejemplo: el propio
Giménez Caballero. Creo, sin embargo, que Chabás no se
identifica con ninguna de estas posibilidades. Él puede ser
claramente vanguardista en estética, y ahí está Espejos, o
Puerto de Sombra, pero no está ni con los conservadores
políticos, ni con los revolucionarios. Este es el fenómeno del
tiempo: que la acción política vaya por un lado y la literatura
por otro. Sin romper esta tesis, no obstante, Chabás propone
un tercer caso que creo lo define. Un joven escritor, por
sentido del deber, puede poner su pluma al servicio de
determinada literatura política. Este cumplimiento del deber
sirve a una idea política. Demasiado lo dice esa palabra
republicana que sienta bien al cumplimiento del deber: se
trata de la actitud del ciudadano. Entonces el joven escritor no
debe aspirar a ser artista. Como querría Ortega, la obra de arte
debe ser ajena a la circunstancia. La acción política no puede
separarse de ella. La acción política a la que atiende este
escritor sensible al deber ciudadano ha de tener un contexto.
Por mucho que la obra de arte tienda a deshumanizarse, la
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
obra política del escritor-ciudadano cobra sentido desde el
hombre, dice Chabás. Este ejercicio de ciudadano–hombre,
que cumple con su deber, es el que Chabás ha llevado a cabo
con su Italia Fascista. Aquí ha prestado su pluma para
determinada literatura política, al servicio desde luego de los
deberes de libertad, de inteligencia, de ciudadanía. Ese es el
fondo de su actitud, por mucho que por el momento no sea
credo de partido alguno. Por eso su pluma es contraria al
fascismo, en la medida en que se centra en los valores del
civismo político.
La continuación de la respuesta a la encuesta es bien
característica de esta conciencia ciudadana de Juan Chabás y
de su sentido del deber. Cuando se le pregunta si siente la
política –conviene recordar que estamos en diciembre de
1927– dice que “Mucho. Como dolor, cierta política. Como
aspiración y deseo, la que me parece necesaria, de urgente
conveniencia”. Podemos leer entre líneas: con dolor la de la
dictadura de Primo. Con anhelo la que ha de venir. En qué
consista esta, podemos saberlo por la siguiente respuesta. La
pregunta dice: ¿qué ideas considera fundamentales para el
porvenir del Estado español? Chabás argumenta que ante
todo le parece urgente la diferencia entre Estado y Nación. El
sentido de esta diferencia sólo puede ser uno: el Estado no
monopoliza la política nacional. Vemos que la influencia de
Ortega a la hora de comprender la política es también muy
clara. “Sería necesario –dice– hacer una política nacional”.
Pero inmediatamente nos propone una cautela que también se
da en Ortega, y en Francisco Ayala, que no se va a dar ya en
Gecé. No se trata de hacer una política nacionalista. No hay
nacionalismo, sino invocación de un pueblo entero, lo que
Chabás llama país, título que propondrá para su periódico en
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Denia. Sin duda, la suya es la idea del republicanismo
nacional que se anuncia en el horizonte de manera clara. La
opción pasa por hacer intervenir a la nación en la política. Que
esto implicará un profundo cambio, resulta claro. Chabás
habla de “cambiar de acera”, pero de evitar la forma
revolucionaria: con sigilo, con lentitud. A mi parecer, Chabás
se vincula a una política burguesa progresista y republicana.
Inmediatamente después asume la necesidad de parlamento,
democracia, liberalismo. Y ahora viene el texto que Anzar no
ha querido citar, el texto en el que podía pensar Caballero al
llamarle compañero, el texto que dice así: “Después, ya
vendría el tiempo de caminar deprisa. Por caminos que irían
descubriéndose, espontáneamente, a medida que madurara –
que renaciese– la conciencia nacional. El cultivo de esta
conciencia quizás fuera necesario –ya– imponerlo. Hasta con
una dictadura. Una dictadura abierta, cuyo primer dictado
fuese, como punto de partido, una disposición enérgica que
obligara a cumplir la constitución del país. Hasta que, con esa
amplitud, pudiera llegarse a una nueva constitución. Entonces
podrá verse qué ideas fuesen las mejores para engrandecer a
España. Qué ideas y, aun más, qué obras”.
En este último pasaje, según vemos, los deberes cívicos
de ciudadanía se comprenden bajo la forma de un madurar de
la conciencia nacional. Estamos en 1927 y estas afirmaciones
las firmaría desde luego Cambó, no menos que Ortega. Pero
curiosamente, la opción por la que apuesta Chabás es por el
regreso a la constitución de la Restauración, la constitución
del país. Y sobre ella, sobre una vuelta a la normalidad,
caminar hacia una nueva constitución. Esta encuesta, que fue
publicada por La Gaceta Literaria, era bien moderada en el
reconocimiento de los mínimos políticos del futuro. El propio
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Cambó, en 1928, ya no veía posible esta evolución y
reclamaba una constituyente inmediata. En todo caso, la
conciencia nacional podía unir todavía a todos estos
intelectuales, por mucho que las soluciones concretas fueran
poco a poco diferenciándose. Pues lo que todos ellos
esperaban, desde luego, era el final de la dictadura, lo que
esperaban coincidiese con un momento vibrante de
movilización política en libertad y de reencuentro con las
formas democráticas.
En todo caso, fuera de estos deseos de recuperación de la
conciencia nacional, apenas nada une a Chabás con los
hombres como Gecé. En cierto modo, comprendemos la
superior conciencia intelectual de Chabás, frente a la exigencia
de coherencia total de Giménez Caballero. Chabás sabe que
estamos condenados a ser al mismo tiempo artistas,
profesionales, ciudadanos. Cuando somos lo primero, no
tenemos humanidad, ni deberes, ni conciudadanos.
Escribimos textos como Espejos o Puerto de Sombra. Cuando
somos lo segundo, escribimos textos sobre la reforma del
derecho penal o traducimos a los grandes profesores
italianos.17 Cuando escribimos como ciudadanos, hacemos
textos como, por ejemplo, La Italia Fascista, y entonces desde
luego que tenemos conciudadanos y deberes y
17
De Julio Fioretti y Adolfo Zerboglio tradujo Chabás para la casa de Reus, Madrid, 1926, el tratado Sobre la
legítima defensa. Estudio jurídico, a la que puso una introducción en la que se pronuncia con radical rigor de
jurista contra el fascismo y la posibilidad de que un jurista se pueda profesar fascista. “Ahora bien, los medios
de lucha que el fascismo emplee para combatir el delito no podrán nunca contrarrestar la violencia del
ambiente criminoso que hha creado en Italia. Esa nueva mafia, que es el escuadrismo, y que Ferri quiere
justificar con ingrávidas razones, hace estériles todos los sustitutivos penales. Porque la moral de esa mafia,
defendida y apologéticamente exaltada por el mismo Mussolini, no es otro que las famosas bouttades de
Marinetti, convertidas en ética nacional: queremos cantar el amor del peligro, el hábito de la energía y la
temeridad”, “queremos glorificar la guerra –sola higiene del mundo-, el militarismo, el patriotismo, el gesto
destructor de los anarquistas–, las camisas negras son de paño rojo vuelto al revés-, las bellas ideas que matan
y el desprecio de la mujer”. [...] El nuevo derecho penal a que Ferri se adhiere no es ya ni siquiera un derecho
de defensa social; es únicamente un derecho al servicio de una bandería política”, o. c. p. IX-X. Pero
finalmente, su apuesta era la de Dorado Montero, propia de una pragmatismo o utilitarismo idealista.
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fascismo.
responsabilidades. Estas instancias dictan a Chabás la crítica
al fascismo. Insistiendo en este modelo Chabás publicó en
1935 su ensayo Juan Maragall, poeta y ciudadano.18 La
modernidad está en darnos cuenta de esta escisión, desde
luego, y en comprender que España todavía tenía por delante
la promesa de hallar una adecuada política. Para definir esta
política, todavía por venir, podía ser interesante dar cuenta
del fascismo como fenómeno histórico. Aquí, el gesto de
Chabás no era diferente del de Cambó. Era el tiempo en que
todo era posible y en el que lo peor todavía no se intuía. Justo
aquí ancla toda la evolución de tantos hombres de esta
generación y, entre ellos, la de Juan Chabás.
6.– Con Cambó, más allá de Cambó. La recepción del fascismo
por parte de Chabás. La ambigüedad valorativa respecto al
presente italiano y la dictadura fascista, que hemos venido
describiendo en Cambó, y en la que Chabás sin ninguna duda
también cayó, se presiente en las páginas de Italia Fascista
desde el prólogo. Las cautelas y distinciones, desde luego, son
muchas y continuas, como corresponde a una obra editada en
una casa cercana a Cambó, donde había editado Luis Durán y
Ventosa su obra Los políticos, citada con favor en Las
Dictaduras, en su p. 183.19 A pesar de todo, Chabás ha dejado
18
Espasa Calpa, Madrid. 1935.
No sólo eso. Chabás hizo la reseña del libro de Cambó sobre las dictaduras en la Gaceta Literaria, en la
sección de libros catalanes que dirigía Chabás junto con Tomás Garcés. Allí, en el primero punto, dedicado al
autor, dijo de Cambó que era “la personalidad más compleja y rcia del mundo política peninsular”. Añadía
que además su metas estaban todas atravesadas por “los grandes meridianos de Europa”. En este libro nos
informa Chabás que él ha hecho la versión castellana del libro de Cambó. La frase, literalmente, dice: “”el
último libro de Cambó Las Dictaduras, cuya versión castellana, hecha por mí, tengo a la vista (Espasa-Calpe)
y de cuya edición original en catalán van ya vendidos en ocho días diez mil ejemplares”. Comparándolo a
Maquiavelo, nos dice Chabás que el libro es tanto un tratado de doctrina política como un espejo en el que
poder ver la época. Como no puede ser de otra manera, en la segunda sección de la reseña, Chabás insiste en
que el líder regional catalán apuesta por la democracia, pero reclama una forma de autoridad compatible con
ella. El fascismo sería una autoridad no controlada, y por eso es incompatible con la dictadura. Las tesis del
libro quedan recogidas con claridad, pero Chabás compara a Cambó con Ortega, sobre todo en la claridad de
comprensión de los fenómenos universales. Por lo demás, es interesante comprobar que Chabás subraya la
dimensión federativa del Estado y su capacidad para integrar naciones diferentes, cuyo hecho natural es
19
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fascismo.
claro el objetivo de sus páginas. Ha dicho que no va a analizar
el espíritu revolucionario, tan enraizado en la juventud
italiana. Él, así lo confiesa, aspira a la objetividad y desea
mostrar algunos rasgos de la vida italiana actual. La mayor
dificultad de la empresa es que todavía va su generación en
las alas de ese espíritu nuevo y, empujado por él, resulta
difícil tomar distancias. Como recordaba Cambó en sus dos
obras, nadie sabe todavía que darán de sí esos fenómenos.
Chabás se planta ante la historia abierta del fascismo y tiene la
decencia de decirnos que es un fenómeno ambiguo e
inquietante. Allí se dejan caer, con perfecta medida, los
adjetivos positivos: en Italia asistimos al “viril
estremecimiento de historia viva [...] a grandes golpes de
energía nacional”. Italia nos aparece en el inicio del libro como
“nación viva, pueblo fuerte”. La vieja belleza, transida de
melancolía, ha dejado paso a una nueva belleza “áspera y
obsesionante, la belleza de un pueblo en lucha, ordenada pero
agresiva, para conquistar un porvenir brillante”. Tras esta
salutación, en esencia positiva, pues implica una deseada
conciencia nacional, aparece la inquietud. No todo es
transparente en esta nueva situación, nos dice Chabás. El
fascismo, también desde la primera página, aparece como un
fenómeno en esencia italiano, pero con aspectos que encierran
una “trascendencia universal”. La inquietud procede
justamente del carácter ignoto de estas repercusiones
universales. Como se ve, Chabás sigue en la línea de Cambó:
aventurar una significación universal del fascismo y, sobre
todo, para un pueblo en crisis como el español.
inmortal. Es importante señalar esto porque luego veremos que el federalismo será una razón del Chabás
republicano.
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fascismo.
Al final de este prólogo, que nos sirve para introducirnos
en el sentido de la recepción del fascismo por parte de
Chabás, se nos propone una frase que da sentido claro a sus
ambigüedades. Dice allí Chabás que el fascismo es varias
cosas y encierra varias caras. De ahí su complejidad. Por una
parte es una forma de vida y por otra es un régimen político.
Chabás habla bien de lo primero y mal de lo segundo. El
fascismo es ante todo una manera italiana de vivir, la única
con cierta universalidad. Pero también es “el desesperado
ademán de un partido que pretende salvar la política de su
país”. La tesis de Chabás dice que la forma de vida fascista, la
actitud vital intensa, dinámica, es lo esencial. El dominio
político del partido fascista es accidental. Con una sutileza
construida sobre negaciones amontonadas, Chabás ha dicho:
“Esta afirmación [Hay una manera fascista de vivir], al
parecer tan vasta, excluye, sin embargo, la imposibilidad de
otro gobierno que no sea la dictadura de Mussolini”. En
positivo: la manera fascista de vivir no determina con
necesidad la existencia de una dictadura fascista. Con las
palabras del mismo Chabás: “El fascismo, como actitud vital,
ha ido más allá del partido fascista como instrumento
político”. De esta forma, Chabás reconocía lo positivo de una
forma de vida tensa y dinámica, nacional y auto-afirmadora, y
expresaba su rechazo de una dictadura política que
repugnaba su sentido liberal de la vida y su apuesta por la
forma democrática de organización de la vida nacional. Como
resumen a su prólogo, Chabás, ya en el puerto de Barcelona,
intenta apresar su experiencia y encuentra dos palabras: amor
e inquietud. Si existiera una palabra única con la que
proponer la significación del enigma italiano para su propio
país, esa, en todo caso, sería la de contraste con la situación
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española. En 1928, desde luego, en España no había realidades
que pudieran reclamar el amor. Bien pronto se dejarían ver las
que causaban inquietud. En todo caso el balance era claro:
“España e Italia, hoy más que nunca, hállanse distantes”
[If,11]. La dictadura de Primo, en todo caso, no tenía nada que
ver con Italia.
No se puede decir que no haya pensado bien Chabás sus
palabras. Las que dominan este prólogo, desde luego, tejen un
complejo argumento que atraviesa toda la construcción del
texto. La presencia de los argumentos de Cambó en él, desde
luego, se dejan ver más que los de Ortega, que es como si no
existieran. Finalmente, Chabás, que ha traducido la obra de
Croce sobre el siglo XIX, dispone de un saber histórico al que
Ortega jamás descendería. En esta dirección, el ensayo de
Chabás argumenta con cierta voluntad explicativa. Su tesis se
puede exponer con sencillez. Italia es una nación tardía y sólo
cuenta con una tradición política realista y ciudadana, sin
afinidad con la moderna cultura nacional. Esta necesita más
de partidos amplios, con firmes creencias, basados en ideas
universales, capaces de organizar grandes corrientes
populares. En Italia, esta dimensión nacional fue una retórica,
no una política. Una retórica, la de la supremacía romana, el
renacimiento, el carácter latino, apoyada en la idea mística de
la monarquía unitaria y en la literatura de Corradini y de
D’Annunzio y luego, a pesar de todo, en el movimiento
futurista, a quien con agudo juicio Chabás otorga una
trascendencia política nacionalista [If.18]. En contraste con
esta realidad sentimental de la unidad nacional, los partidos
liberales, democráticos y republicanos se hicieron efectivos
cuando todas sus ideas reguladoras mantenían confusas las
diferencias entre sí. En lugar de unir todas estas fuerzas en la
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de libertad y en la defensa de un constitucionalismo estricto,
se mantuvieron separadas sin poder oponer nada serio a la
prioridad mística de la unidad nacional. La emergencia del
partido popular católico no hacía sino complicar las cosas, por
cuanto bloqueaba la posibilidad de una política liberalrepublicana.
“El triunfo fascista se debe a estas condiciones de
impreparación”, dice Chabás [If,16]. Hemos de suponer que el
triunfo del fascismo en tanto dictadura política. El triunfo de
la forma de vida agresiva, intensa, electrizante, joven, se debe
sin duda al pathos que el futurismo supo infundir a la vida
italiana. Así estaban las cosas antes de la guerra: Italia era un
régimen afirmado en su retórica nacionalista, políticamente
bloqueado en su capacidad de reformas institucionales,
incapaz de poner al día las relaciones entre el poder ejecutivo
y el legislativo, que empezaba a dejarse seducir por los
manifiestos radicales, innovadores, rupturistas, que de hecho
extremaban y actualizaban la retórica nacionalista. Para
Chabás, sin embargo, en la guerra se puso en juego la
verdadera tradición italiana: el realismo político, la agilidad
de la negociación, la astucia, el cálculo. Allí Italia no se dejó
llevar por idea alguna. Podía haber servido a la latinidad y
estar desde el primer momento con Francia y Bélgica; podía
haber servido a la democracia, y haber estado con Inglaterra;
podía haber mostrado su preferencia por la cultura alemana, y
también podría haberse dejado llevar por el odio a Austria;
podía en fin haber sido fiel al hecho de que la Triple Alianza
le había dado su época de esplendor económico. En lugar de
inclinarse por idea alguna, con claro sentido de la
responsabilidad, Italia duda, vacila, calcula y “comienza a
pensar con ese cálculo práctico y romano que hemos señalado
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como tradicional en su espíritu político, en los beneficios
materiales que concretamente puede ofrecer una actitud
resuelta ante la contienda europea”. [If,21]. Era el sagrado
egoísmo, del que hablaba Cambó, que ahora se nos presenta
como menos sagrado, como mezquino. Lo peor –sin embargo–
no fue esa entrada en la guerra para obtener ventajas de
índole material –fronteras, colonias–, sino la necesidad de
crear “ideales retóricos que dieron un aspecto desinteresado y
súbito al cálculo inicial que decide la postura
intervencionista”. [If,21]. Fue una bebida que trastornó la
conciencia italiana y sus fabricantes fueron D’Annunzio y
Mussolini desde Avanti!, Federzoni, desde L’Idea Nazionale,
Corradini, Cadorna y Marinetti, con sus manifiestos.
Esto fue lo peor. Cuando la guerra acabó y las ventajas
no llegaron, Italia, con el sentido fortalecido por la victoria,
con el sentimiento de ser de verdad una nación única, de
haber mezclado la sangre de los hijos de todas sus regiones en
las mismas trincheras, fue víctima de lo que Cambó llamó la
decepción de la derrota y Chabás llama la angustia de la paz.
Una vez más, Chabás elige mejor las palabras. Él quiere
indicar que a la guerra siguió un estado de ánimo doloroso y
agobiante. Italia quedó dominada por un problema moral,
colectivo y difícil de curar. No fue un asunto de competencia
política. Fue un asunto de reclamar lo imposible, lo que desde
siempre había sido imposible, lo que se había vendido a la
conciencia de la gente como ventajas de la guerra y que ahora
no podían hacerse efectivas. Fue la pérdida de confianza de la
nación en unos políticos que habían mentido. La respuesta
empeoró las cosas. Cada sector del pueblo aspiró a no pagar
los gastos y el país perdió toda cohesión cívica [If,23]. La
indisciplina, la desconfianza, el egoísmo, todos los fenómenos
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
de una comunidad política en disolución se dieron cita en
Italia. Era el mismo Estado el objeto de la desconfianza de los
italianos. Y con el Estado, las palabras de los aliados, las
palabra de Francia, de Inglaterra, de la democracia, de los
ideales.
Así, era lógico que el partido socialista comenzara a
llenar sus filas con los excombatientes. Había defendido la
opción pacifista, nunca se había dejado engañar por las
palabras occidentales, y ahora denunciaba con fuerza las
grandes fortunas resultado de la guerra y las dificultades de
los excombatientes para encontrar trabajo. Frente a este
aumento, las fuerzas de orden del partido popular también se
rehicieron. Los viejos partidos liberales, democráticos,
republicanos, desaparecieron porque ya estaban agotados
antes de la guerra. Todos se quisieron atraer a los
excombatientes: los nacionalistas y los comunistas dieron con
las palabras más directas: la nación entera había sido
engañada por los aliados; la clase obrera había sido engañada
por las potencias capitalistas. En medio de estos dos frentes, el
de los excombatientes y obreros comunistas y el de los fascios
de excombatientes nacionalistas, el gobierno naufragó. Todo
parecía indicar sin embargo que el comunismo llevaba la
iniciativa. Es la época en que Cambó dice que Mussolini dudó.
Chabás lo recuerda [If.26], pero le da una interpretación
diferente a la maliciosa e irónica de Cambó. Mussolini sabía
que en el medio plazo, la victoria era suya. Su seguridad le
sugirió la lenta espera. Y esta seguridad se la dio enraizar con
la tradición realista italiana, desprovista de principios ideales,
inspirada en los problemas y realidades concretas. Eso, y la
asunción de una retórica nacional, dio a su camino un triunfo
revolucionario.
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Y así, conectando con los ideales nacionales, incluso al
precio del crimen, Mussolini triunfó. Chabás no tiene el
concepto, pero como testigo de la vida italiana, ha padecido la
impresión: la totalidad de la vida pública italiana está
dominada por el fascismo. Por eso, el totalitarismo, ante todo,
es para nuestro autor un espectáculo. De ahí su aire de
teatralidad, su gesto de gran parada, de función construida
para la diversión populachera. Este aspecto plebeyo del
fascismo está bien visto por Chabás, pero inmediatamente nos
llama la atención sobre “la virtud que trasciende del bullicio
superficial y callejero”. [If,30]. La palabra que entonces
propone Chabás es que el fascismo, en su fondo, se torna
feroz. Una vez más tenemos aquella doble cara. La que daba
envidia, la vitalidad, la alegría y la juventud, es la cara
superficial. Debajo, el espíritu de camorra, belicoso, criminal.
Lo nuevo: la apariencia de gran episodio cinematográfico, la
retórica visual de la nueva épica, las formas de la aventura.
Como se ve, Chabás también resalta esta continua doble alma
que ya vió Cambó en el fascismo. Su mirada es mucho más
fina y sincera, más actual: la evolución del fascismo –tal y
como él la ve– se puede explicar sin apelar a las buenas
intenciones de Mussolini, desde luego. Es más fácil apelar a
las presiones de las aristocracias militares para deshacer su
republicanismo, al realismo político, al circunstancialismo y al
oportunismo que genera, a la fe desnuda en el poder del éxito
[If,31]. Cambó hacía de Mussolini casi la víctima del
escuadrismo. Chabás reconoce que Mussolini es su propio
autor. Todo lo demás, como en Ortega, la confusa y efectiva
retórica de la revolución conservadora y la amalgama de ideas
de Pareto y su teoría de las elites en lucha, de Gentile y el
papel del Estado, todo ello envuelto en la atmósfera mítica
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que hace de su líder el salvador nacional. Chabás, así, no
desprecia la sicología social: Mussolini cura el desasosiego y
la ansiedad, los males que generó una victoria sin ventajas. Es
el hombre carismático, el poeta de las masas, el hombre que
sume el destino trágico de sepultar en su pecho todos los
miedos de la gente a cambio de oprimirlos con su mando.
Así que, para Chabás, la entraña del fascismo es ante
todo Mussolini, el líder carismático. Mas la entraña de
Mussolini es el realismo político, llevado al extremo en su
circunstancialismo y oportunismo. Eso le condujo a la
victoria. Pero sólo la violencia de Farinacci puede mantener
en el poder un partido que no tiene ideas, ni principios, ni
política. Esa es la división de papeles desde el asesinato de
Matteotti, que Cambó no supo apreciar como estrategia. Este
asesinato no aparece nunca ante los ojos de Chabás como un
accidente. Es la lógica misma de un partido que desea a toda
consta mantener un poder que ha sido conquistado con las
armas del duce. Cambó nunca adjetivó aquel asesinato.
Chabás le llama “uno de los más repugnantes delitos
revolucionarios, porque tuvo más de delito y menos de
revolucionario que cualquier otro crimen cometido por una
época de terror” [If, 34], “la más grave culpa que pueda
arrojarse sobre un régimen”. De forma consecuente, revisar el
proceso de este delito oficial será para Chabás la condición
para que Italia recupere su dignidad moral más allá del sordo
rumor de indignación con que se recibió la excarcelación de
los culpables.
Cambó mantenía que la autoafirmación reactiva de
Mussolini se debió a la exigencia extrema de la oposición.
Chabás, más realista, sabe que esa reacción agresiva fue
inmediata, original, espontánea en el fascismo ante una
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oposición que no supo tejer la rebelión popular. La dimensión
totalitaria, la identificación del partido y el Estado, la
exclusión de cualquier puesto público a quien no sea parte del
fascio, todo esto es la consecuencia del asesinato, no el
resultado del desafío de la oposición. Es la coherencia del
crimen inicial. Lo que vino a decir Matteotti muerto era que
“aun pueden haber muchos Matteotti cuyas vidas sean
necesarias a la salud de Italia. Es la hora del terror y de la
suma disciplina” [If.35]. Es la propuesta de la doctrina de la
violencia, la violencia hecha ley, la única que puede imponer
la reducción de nación a fascio, opción invertida de los deseos
de Cambó de reducir el fascio a nación. Y así surge la entraña
verdadera del fascismo: la alianza de la violencia del Estado y
la violencia de la calle, de la escuadra; el amontonamiento de
la violencia propia de los estatutos y de la cachiporra y el
ricino. Y no de una ley cualquiera. Chabás ha dicho de la ley
de prensa que era “la más reaccionaria y dictatorial que
conocen los tiempos modernos” [If.37]. Así, en la alianza de la
calle y el poder, se logró la paz y se impuso la obra fascista.
Chabás, en 1928, ya puede decir que esa paz no era sino “el
acuartelamiento general de la vida italiana”.
Al caracterizar el fascismo, en un apretado balance,
como un mito forjado por la ciega voluntad nacional, Chabás
recoge todo el discurso anterior. Mito aquí tiene la dimensión
de conjunto de exaltaciones que encubren el realismo político
de un hombre y de un partido. En tanto tales, el mito que
resulta de estas exaltaciones no es la verdad de nada. Así, por
ejemplo, tomemos el heroísmo, aquella faceta que predisponía
al amor en el fascismo, aquella agitación, generosidad,
tensión, arriesgado amor, aquella encarnación de las
inquietudes y la actitudes de la juventud de vanguardia. Tras
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
ellas, Chabás ahora descubre su mentira. Ese heroísmo se
dispersa en gesto teatrales. En lugar de proponer “el ahínco
de la virtud”, Mussolini hace de él una exaltación palabrera.
Ese espíritu podía ser un bien, pero en manos del Duce se ha
convertido en un “mal nacional”. Es la ambigüedad de la que
hablamos antes, ahora diluida con claridad y profundidad.
“Ya veremos cuán frecuente resulta en la política del Duce que
una ventaja inicial sea, irremediablemente, un daño futuro”
[If,38]. Lo mismo sucede con el nacionalismo, que podría
reforzar la unidad nacional y que, en manos de Mussolini, se
convierte en imperialismo, y del más torpe y grosero, en un
patriotismo arrogante y falaz. Pues, en manos del fascismo,
ese patriotismo no tiene nada de exaltación de la voluntad, de
la organización, del trabajo, de la dignidad civil, sino de
delirio. [If,39-40]. Por lo que hace al imperialismo, incluso eso
es mentira. Con agudeza, Chabás entiende que esas grandes
palabras sólo tienen la función de movilizar la opinión pública
interna y de garantizar la organización de su partido como
factor de adhesión. La realidad es muy otra y diferente. La
política internacional del fascismo, concluye Chabás, está
llena de humillaciones y de reconocimiento de su debilidad
como potencia y gracias a eso ha conseguido algunos éxitos
[It,40], como la disminución de la deuda.
Chabás, al mostrar las ambigüedades del fascismo está,
desde luego, explicando su victoria. Espíritu heroico y unidad
nacional necesitaba Italia tras 1918. Mussolini le ofreció
simulacros de estos bienes. En las manos de Mussolini se
convirtieron en males nacionales. De hecho, Chabás ha
apreciado con bastante agudeza el juego compensatorio de
toda la política fascista: el rigor de una dictadura violenta e
infame, dice, “se ve compensado por la ilusión que todos los
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
subyugados tienen de subyugar a su vez” [If,42]. Mientras
tanto, lo único que de verdad determina la política
internacional del fascismo es la necesidad de la emigración. Ni
siquiera es viable para él la configuración de un verdadero
ejército a la altura de sus pretensiones. Las diferencias entre el
ejército nacional, pobre y recortado, y la milicia fascista,
vistosa y cuidada, lo demuestra bien claro, dice Chabás en
una página en la que cita a Ossorio, en el prólogo que hizo a la
edición castellana del En torno al Fascismo, para recordar las
viejas diferencias entre las instituciones nacionales y las
fuerzas privadas de un gobierno autoritario
Y mientras tanto, el país no ha podido eliminar la
pobreza ni la desproporción entre ella y el lujo, ni las
diferencias entre el norte y el sur, entre la industria y la
agricultura. De hecho no ha podido integrar a Sicilia en el
proyecto fascista y de ahí la espita de la emigración. Ha
podido mejorar el tono vital de Italia, la impresión de que es
posible progresar. El fascismo ha impulsado las grandes
industrias nacionales desde el Estado, y ha logrado escenarios
de máquinas en los que se hace verdad el universo del
futurismo. Chabás describe todo esto con emoción contenida,
como cuando visitó los talleres de la Fiat. Pero no subraya las
palabras del futurismo. Para él, lo decisivo es el rigor, la
profesionalidad, la puntualidad, la independencia y el orgullo
del trabajo bien hecho, y ese es el mérito fundamental del
fascismo, la disciplina social y la seriedad en el trabajo. Cierto
que todo esto se ha hecho desde el Estado, mientras que en los
países del capitalismo se ha hecho desde la sociedad. Pero,
puesto que es preciso hacerlo en todo caso, Chabás no puede
dejar de poner todo esto en el balance positivo de Mussolini,
por mucho que proceda de su “subconciencia socialista”
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
[If,46]. “Asentando la intervención del Estado que apoya y
obliga, que ayuda y exige, la grandeza de esas fábricas se ha
convertido en grandeza nacional” [If,45]. Pero esto no es
esencial al fascismo. Al contrario, dice Chabás, si Mussolini se
hubiera mantenido vinculado a los ideales del socialismo, o
hubiera desplegado las virtudes de las organizaciones
comunistas de Turín, todavía habría fortalecido más esas
virtudes. Sólo entonces habría podido acabar con la relajación
burguesa que se aprecia todavía en muchos sitios y con la
pobreza que se esconde debajo de todo ese lujo.
Chabás, sin embargo se pronuncia contra el Estado
corporativo. Primero, por lo que tiene de Estado fascista, en el
fondo una dictadura personal que concede a Mussolini el
poder legislativo por decreto. Pero segundo, por lo que tiene
de corporativo. Le parece bien la cultura del trabajo, pero no
que resulte penetrada por la cultura política fascista, que
impide “la libre manifestación de intereses y aspiraciones” de
los trabajadores [If,50]. Aquí, la ambigüedad del fascismo se
deja sentir más fuerte, por cuanto su aspecto sincrético de
socialismo y nacionalismo es más evidente y central. “Ha
ennoblecido el trabajo en todo el país, robusteciendo la
autoridad de los patronos en cuanto son creadores de
industria y mejorando la condición de los obreros, con tal de
ser fascistas, naturalmente”, dice con ironía final.
Con lo que es franco y claro Chabás es con la ausencia
total de moral del fascismo. Esta confusión programática, esta
substitución de ideas por el mito, esta síntesis de anhelos
contrapuestos adobados con retóricas huecas, le parece a
Chabás la clave de la debilidad ideal del fascismo. Para cubrir
esta debilidad moral, el fascismo ha subrayado su afinidad
con la filosofía idealista. Este ha sido el trabajo de Gentile y
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
esa síntesis es la que ha alarmado a Croce y le ha alejado del
fascismo. Chabás aquí se nos muestra suficientemente
informado: el idealismo real que está en la base de Gentile no
es Hegel, sino Fichte. Su tesis central es que el fascismo no
tiene nada de aquella imponente reflexión sobre el juego
institucional de Hegel. La clave del asunto es que para esa
síntesis de fascismo y de Fichte se ha tenido que corromper a
la vez el contenido de ambos. Respecto al idealismo, el
fascismo ha tenido que corromper el concepto de espíritu. El
espíritu siempre llama al espíritu en una renovación libre de
un sentido anterior. El fascismo cree, por el contrario, que
todo acto espiritual es una creatio ex nihilo que no se atiene a
antecedente alguno. Por lo demás, ese acto siempre tiene la
estructura de un esfuerzo en medio de oposiciones y
obstáculos. El resultado de este acto es sentirse más libre cada
vez, encontrar menos resistencias, imponer la propia ley. De
esta forma, el idealismo da la imagen más precisa del
actualismo fascista: se debe elegir en cada momento la acción
que encuentre menos obstáculos, que haga más libre la
decisión del partido, que reduzca la resistencia del no-yo de la
parte no fascista del Estado. Ahora bien, sólo el sabio-filósofo
tiene la medida de esta libertad profunda y general y por eso
está legitimado a hacer libres a los ciudadanos incluso en
contra de su voluntad. Los ciudadanos pueden ser obligados a
ser libres, coaccionados a ser racionales. Ellos, en el fondo, no
tienen la clave de la verdadera libertad. Esta es la cuestión: la
libertad para los ciudadanos es “un deseo o una meta
envueltos en la oscuridad”, mientras que la ley es una libertad
objetiva. De ahí que esa ley pueda imponerse violentamente
en contra de un sentido subjetivo de libertad que es
conceptualmente erróneo. El principio escondido del
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fascismo.
argumento, que ha visto bien Chabás, es que se ha hecho
coincidir con necesidad la autoridad y la libertad. Y este fue el
subterfugio de Fichte, al establecer la tesis de que el Estado ha
de estar regido por el sabio. Una vez aceptado esto –y el sabio
se declara sabio a sí mismo–, “quien consiga llevar a los
demás el conocimiento objetivo [...] aunque sea
violentamente, evita la razón de nuevas violencias o lo que es
lo mismo, genera libertad” [If.55]. Así que la cuestión es esta:
o reconocer libremente al que se ha proclamado sabio y seguir
todos sus actos porque a priori son actos de verdad y libertad,
o bien desconocer a estos sabios, demostrar que no somos
dignos de ser libres y que, por lo tanto, podemos ser
obligados a serlo. Esa coacción violenta siempre se mantendrá
como un buen medio, puro y eficaz, de hacer universal una
verdad y una libertad que el líder no puede resignarse a que
sea meramente suya.
Chabas ha llamado a esto un disfraz filosófico que
encubre la desnuda violencia con un barniz de cinismo. No
caer ahí ha dignificado a Croce y ha mostrado que el camino
de la conciencia liberal es posible incluso en las peores
circunstancias: Croce ha deseado ofrecer un ejemplo de
conducta personal con “actos que estén siempre de acuerdo
con su conciencia individual” [If,56] y que pueden ser
compartidos por todo ciudadano. De manera consecuente, ha
defendido que el Estado es una fuerza basada en el consenso
y en el asentimiento. Al exigir que la moral es siempre un
sistema de censura del Estado, Croce reclama que las
relaciones políticas se dejen presionar por los valores críticos
de la moral y evolucionen con ella. Puesto que esta censura
moral es de naturaleza humana y universal, o al menos
europea y occidental, no ha de permitirse la influencia
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fascismo.
excesiva del nacionalismo, en último extremo basado en la
idea falsa de la existencia de morales y ética particulares.
Todo esto, Croce lo ha defendido con serenidad y, por eso, se
ha convertido en el punto de referencia para el futuro de
Italia, la garantía de que Italia no perderá su conexión con la
cultura occidental, el terreno donde, a decir de Chabás, se
ventila la victoria sobre el fascismo.
Magníficas estas páginas de Chabás sobre el gran
inconformista Croce, desde luego; unas páginas que habría
leído con gusto Cambó y quizás también Ortega.20 En ellas
podemos apreciar el sentido positivo de la política que asume
Chabás. Frente a esta grandeza de gesto del pensador retirado
pero crítico, el fascismo no es sino una traición continua a sí
mismo y a todo, una recaída en las debilidades de los viejos
partidos, como esa cesión ante el Vaticano para que entren en
las escuelas los crucifijos y los evangelios, los himnos
piadosos y las historias sagradas. A los ojos de Chabás, que
deja traslucir aquí un radical espíritu laico, y que habla del
cristianismo como una vaga mezcla de palestinismo y
helenismo decadente, esta medida, que no implica ventaja
moral alguna, compromete la vida del espíritu civil italiano y
determinará el veredicto de la historia sobre la hipocresía del
fascismo. Finalmente, tras la justificación de Gentile, que
comentó que “nuestra doctrina es la doctrina mística de la
política”, Chabás no ve sino el real-político sin escrúpulos que
siempre cuenta con la equivalencia de derecho y violencia.
Hacia el final de su balance político, sin embargo, surge
la vieja ambigüedad de Chabás, muy en la línea de Cambó. El
20
En 1911 Ortega escribía sobre el caso Italia y allí alabó claramente a Croce, a quien reconoció como “la
figura más saliente de la Italia actual, que, con plena conciencia de los peligros que presenta la potencia
germano-inglesa, trata de curar con rudo cauterio las entrañas enfermas de su nación incitándola a una vida
más continente, más severa, más reposada”. Ortega pensaba que el caso era común y en cierto modo pensaba
hacer lo mismo en España, con la finalidad de evitar que nos separásemos de Europa. Cf. OC, X, 184.
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fascismo.
fascismo ha logrado eliminar el antiguo régimen de partidos
políticos y ha logrado convencer a la población de que las
viejas instituciones no servirían para nada en la hora presente.
La gente de Italia, piensa Chabás, es fascista en la medida en
que no quiere ser parlamentaria–liberal a la antigua usanza.
Sin embargo, esta capacidad de ruptura no es lo peligroso del
fascismo para Chabás, que parece coincidir con Cambó en lo
caduco de un mundo que se va. Su problema es el futuro: el
fascismo está separando a la gente peligrosamente de la lucha
política y, por ende, de la responsabilidad cívica. En lugar de
esta cultura política que lleva a la definición de ideas y
principios por los que luchar, el fascismo está introduciendo
el abandono en “la exaltada unanimidad de las
muchedumbres” [If,59]. Esta política es la que dejará sin un
responsable al que acudir en la hora del fracaso, sin un
recambio de elites al que recurrir en un momento dado. Este
es el punto decisivo, a la postre, del libro de Chabás. Se trata
de saber, como ya quería preguntar Cambó, si el fascismo es
“una paréntesis necesario para emprender una campaña de
reconstrucción” o si se va a mantener por su propia aspiración
al poder. De recordar las confusiones introducidas por
Gentile, le hubiera sido fácil a Chabás imaginar que no iba a
ser un paréntesis. Si la reconstrucción italiana precisaba una
obra de crítica y de formación de nuevas elites, por sitio
alguno se abría ese espacio social necesario para la
emergencia de la libertad. Chabás pensaba que por debajo del
fascismo se estaban reconstruyendo las clases medias italianas
y que estas, tarde o temprano, aspirarían a definir una
política, reclamarían una libertad y se lanzarían a una lucha
cívica.
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Chabás, una vez más, deja ver sus cartas y quizás sus
deseos para España. Libertad y lucha política implican para él
conciencia de intereses plurales y la aspiración a defenderlos,
configurando un equilibrio capaz de entregar a los individuos
y grupos sociales una autonomía dentro de la disciplina del
Estado. Esta lucha no es posible en Italia y cada minuto que se
mantenga el fascismo en el poder se hará más difícil en el
futuro. Pues la lucha contra Mussolini no puede ser la de
hombres aislados contra el omnipotente partido fascista. Ha
de ser lucha de partidos. El caso de Amendola, su impotente
muerte en Niza, lo deja bien claro. El decreciente peso del
partido popular, cogido en medio de un Vaticano receloso y
un fascismo que combate en él a su peor enemigo, y la huida
de Don Sturzo, indica hasta qué punto Mussolini conoce el
sentido de la lucha. El problema es que, cuando el fascismo
pone en marcha la retórica de masas, las herramientas para
formar un partido son las “exaltaciones estéticas”. Y estas
pronto se monopolizan con la poderosa intervención de la
propaganda oficial. Así las cosas, y en conclusión, el fascismo
no ha demostrado ser integrador. Ha suprimido incluso los
elementos que podían ser sus aliados en una renovación
futura y, por eso, para Chabás no ha construido sino un
vergonzoso espectáculo. Ahora, al final del apartado político
del libro, el autor ya habla en tiempo pasado y en subjuntivo.
“El fascismo hubiera realizado una gran labor reorganizando
los poderes del Estado, haciendo compatibles los usos de una
nueva democracia con la existencia de fuertes elites y de todo
principio de autoridad, haciendo compatibles el parlamento y
el poder ejecutivo. Pero suprimiendo aquel para crear, con
gesto de complacida burla dictatorial, ese falso parlamento
que son las cámaras fascitas, Mussolini ha frustrado la mayor
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trascendencia política que el fascismo hubiera podido
alcanzar”. [It. 65]. Era la misma conclusión de Cambó y
también la misma en la que entonces estaba trabajando
Ortega. Era la parte de reflexión que se mantenía abierta en
España, la que pretendía regular la nueva relación entre el
poder ejecutivo y el poder legislativo. Pero desgraciadamente,
era la cuestión que, por mucho que estuviera pensada, nadie
iba a introducir en la agenda de la constitución de la república
española. Así que, cuando se llegó a una constitución, el
problema de las relaciones entre el poder ejecutivo y el
legislativo, que al decir de Cambó, de Ortega y de Chabás,
estaba en el fondo de la emergencia del fascismo, no se tuvo
en cuenta. La constitución de 1931 no iba a crear un gobierno
fuerte, ni iba a ser sensible a las formas de presidencialismo
que, al decir de todos, eran necesarias para un poder ejecutivo
capaz de estar a la altura de los nuevos retos. En este sentido,
el libro de Chabás, como todo el saber de la joven generación
más seria, no fue tenido en cuenta. Finalmente, la república
quedaría entregada a políticos de la vieja escuela, incapaces
de comprender la sociedad y la crisis de la democracia de
masas que, sin embargo, se asomaba a España con la violencia
de los procesos largamente contenidos.
7.– Chabás y los orteguianos. Algunos jóvenes españoles –
vinculados a la empresa de Ortega– por aquel entonces no
tenían una visión tan negativa del fascismo como la que
hemos registrado hasta aquí.21 Incluso podemos decir más:
21
En la Revista de occidente, 20, LVIII, abril de 1928, A. Sánchez Rivero, escribía un artículo titulado
“Curzio Malaparte. L’Italie contre l’Europe”, donde se daba otra versión bien distinta del fascismo. Así, en su
p. 134 decía: “en el movimiento fascista está el nudo de toda la historia italiana, con su doble manifestación:
espiritual y política”. No era un asunto de negatividad y de nihilismo europeo. Es fácil pensar que este escrito
influyó en Giménez Caballero, quien en su Circuito Imperial dijo. “En Italia asombra echar una ojeada
profunda (literaria) por su historia y no sentir más que ese ansia de una forma política, antiburguesa, violenta
y primordial de regir sus destinos”. p. 54.
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fascismo.
algunos de esos jóvenes no podían aceptar ni la visión tan
negativa del maestro sobre el nuevo fenómeno italiano, ni esta
moderada y rigurosa comprensión que del mismo tenía
Chabás. Para ellos, desde luego, el fascismo era una forma del
nacionalismo italiano. Como tal no era una ideología
materialmente exportable. Al contrario: cada gran país debía
encontrar su vía propia hacia la misma renovación, algo así
como el fascismo acorde con su propia esencia nacional. Los
discípulos radicales de Ortega, como Ramiro Ledesma Ramos
y Ernesto Giménez Caballero, creían que este futuro
nacionalismo español –equivalente al fascismo– debía partir
de los grandes momentos nacionales de la obra de Ortega.
Esta es una paradoja: mientras que Ortega denunciaba la
negatividad del fascismo italiano, su mera operatividad para
las masas rebeldes, algunos de los jóvenes orteguianos
pretendían usar a Ortega como fermento de un movimiento
similar.22 Para Giménez Caballero, por ejemplo, Mussolini era
algo así como el Cisneros de la nueva Italia. Los paralelismos
entre un nacionalismo italiano fascista y un nacionalismo
español eran evidentes para todos. Ambos países habían
luchado contra la modernidad nórdica, contra la reforma,
contra el individualismo liberal y burgués. En una “Carta a un
compañero de la Joven España”, Giménez Caballero puso su
nómina de intelectuales por pares: ellos podían hacer en
cf. M. Pastor. Los orígenes del fascismo en España. Madrid. Tucar, 1975. J. Bécarud y E. López
Campillo. Los intelectuales españoles durante la II República, Madrid. Siglo XXI, 1978. T. Borrás,
Ramiro Ledesma Ramos. Madrid. Ed. Nacional. 1971. J. Velarde Fuertes, El nacionalsidicalismo
cuarenta años después. Notas Críticas. Madrid, De. Nacional. 1971. R. Ledesma Ramos. Fascismo en
España? La Patria Libre. Nuestra revolución. Madrid. Ed. de Trinidad Ledesma. 1988. De hecho,
Giménez Caballero desde su Circuito imperial, Madrid, La Gaceta Literaria, col. Joven España, 1929,
ya estaba viendo la posibilidad de encontrar analogías entre Italia y España. Así compara Milán con
Barcelona, Florencia con Toledo, y Roma con el Madrid que nunca sería, el Madrid imperial y
triunfante. Para todo esto ver Enrique Selva, Ernesto Giménez Caballero, entre la vanguardia y el
fascismo. Pretextos, 2000., p. 105ss.
22
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de Pensamiento Político Hispano
José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
España lo que los escritores fascistas habían logrado en Italia.
Y entre ellos estaba Menéndez Pidal, junto con Rajna o
D’Ovidio, Gómez de la Serna frente a D’Annunzio, Baroja
frente a Pirandello, frente a Gentile, Luzuriaga y luego
Maeztu, Araquistáin, Marañón, Zulueta, Castro, Salaverría,
etcétera. Pero entre estos pares figuraban dos fundamenales.
Allí estaba Unamuno por delante de Malaparte, el Unamuno
que había identificado el casticismo antimoderno y
antieuropeo de España. Pero al principio de todo estaba el
gran par español de Croce: Ortega, “creador de nuestra idea
nazionale”.23 La lectura de España invertebrada de Ortega tenía
sentido desde aquí. Era preciso que las divergencias
estallaran, que todos los regionalismos y separatismo
aparecieran a la luz del día “para poder tener un verdadero
día el nodo central, un motivo de hacinamiento, de fascismo
hispánico”.24
Esta interesada, y sin duda unilateral, vinculación de
Ortega con los promotores de un fascismo en España no
quedó sin respuesta.25 Fueron esta vez los hombres de PostGuerra,26 luego los de Nueva España,27 con José Díaz Fernández
23
Selva, o. c. p. 119.
Selva, o., c. p. 121.
25
No sólo porque Antonio espina abandonara la revista, aunque siguieran colaborando Alberti, Arconada,
Pérez Ferrero, Juan Chabás, Francisco Ayala, Juan Piqueras. cf. Selva, o. c. p. 124.
26
Todas estas denominaciones eran propias de la nueva generación. De hecho, el mismo Chabás, en enero
1919, en la revista Cervantes, había publicado un artículo muy generacional que se llama “Orientaciones de la
Post-Guerra” en la revista Cervantes. En çél, el autor marca la nueva época de la humanidad después del
fracaso de las potencias imperiales, toma partido por las potencias democráticas, por el valor de la razón y
por el fin de la soberbia. “Una nueva época adviene”, dice. No es de extrañar que los jóvenes identificaran su
posición nueva en el mundo por el punto de no retorno de la guerra mundial. Lo que definía la posición de
vanguardia era haber salido a la vida tras ese gran hecho.
27
Aquí tenemos, igual que en la nota anterior, una indicación del lugar generacional. Nueva España hace
referencia a la voluntad de separarse de la revista España, en la que habían publicado Ortega, Azaña y
Araquistáin. Los jóvenes, que pronto tendrían que elegir entre estos hombres, no podían sino pensar en una
nueva revista, en una nueva España, con lo que confesaban la mimesis de la anterior generación. Gecé
también estaba en esto. De hecho, su primer escrito claramente fascista, “Carta a un compañero de la joven
España”, publicada en febrero de 1929, en la Gaceta Literaria, incluye en su título el mismo ideal de la
revista.
24
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
a la cabeza, los que reclamaron, en un artículo en el El Sol
reproducido en la portuguesa Seara Nova, que Ortega no
estaba con esta juventud tradicionalista y estética, sino con
una republicana, no tradicionalista y política.28 Sin ninguna
duda, esta polémica, de julio de 1929 ya estaba determinada
por el fin de la dictadura, tan inminente, y por la opción
republicana de Ortega. Era evidente que llegaba el momento
de la decisión, de abandonar el coqueteo verbal. Ya antes, en
el mes de abril de 1929, un nutrido grupo de jóvenes escritores
orteguianos reclamó la politización de la intelectualidad
“dentro del horizonte de la libertad”.29 La carta decía que al
grupo “nunca le faltará como guía y orientación el consejo de
José Ortega y Gasset”. Ese horizonte de la libertad de la
misiva se parece mucho al Horizontes del Liberalismo de la
Zambrano, que vería la luz justo en el año 1930. En la carta se
hablaba de “sensibilidad liberal” y se confesaba la aspiración
a la formación de un partido fuerte: “un grupo de genérico y
resuelto liberalismo”. El orteguismo queda claro al reconocer
la legitimidad última del derecho, la “soberanía fundamental
del derecho”. Era evidente que los jóvenes habían leído el
trabajo de Ortega sobre el fascismo. Los jóvenes se decían
adictos a José Ortega y Gasset y le pedían su parecer. Este
contestó con sumo placer, pues le brindaron la ocasión de
manifestarse a favor de una nueva politización de la
inteligencia, frente a la despolitización consustancial al inicio
de la Revista de Occidente. Como siempre, Ortega ejerció el
ocasionalismo, tan afín a su valoración gracianesca de la
28
Selva, o. c. p. 130.
Eran Genaro Artiles, Francisco Ayala, José P. Bances, Corpus Barga. Manuel Chaves Nogales, José Días
Fernández, Antonio Espina, Federico García Lorca, Fernando González, Benjamín Jarnés, Ángel Lázaro, José
López Rubio, José Lorenzo. Antonio Obregón, Francisco Pina, Antonio Rodríguez León., Cipriano Rivas
Cherif, Esteban Salazar, Pedro Salinas, Ramón J: Sender, Eduardo Ugarte, Fernando Vela, José Venegas, Luis
García de Valdeavellano, Francisco Vighi. La carta se reproduce en Obras Completas de Ortega, XI, p. 102-6.
29
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Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
circunstancia. España entraba en una época constituyente, en
un ensayo de reorganización nacional en gran estilo. Era
preciso estar a la altura del presente, de esta hora maravillosa
tan esperada por él desde hacía veinte años.
La contestación de Ortega no era muy alentadora. Al
contrario, mantenía la paradoja de ser un pensador
nacionalista que, sin embargo, no hacía del nacionalismo su
bandera. Tampoco se profesaba liberal empedernido o
doctrinario. Invocaba el liberalismo de sus discípulos, pero no
como una fe explícita, sino como una realidad implícita, como
el aire que se respira, sin hacer de esto gran cuestión. Tal y
como estaban las cosas, no era mucho. Lo decisivo para
Ortega era romper con el pasado, salirse de los partidos
tradicionales y de las definiciones de derechas e izquierdas
que habían establecido. Todo esto era muy ambiguo y desde
luego muy nacionalista. También era una aspiración
compartida por el fascismo. Tanto como el consejo de no
anclar en la diferencia amigo-enemigo, de no ejercer actitudes
de “parasitismo negativo”. Sin duda, Ortega se quería
diferenciar de la revolución negativa que, en su opinión,
encarnaba el fascismo. Ortega quería una revolución nacional
positiva, fruto de lo que él llamaba un pensar en grande. Su
posición se definía por lo que quería evitar: tanto la tradición,
como la revolución negativa del fascismo. El suyo era el
oximoron de gran patriarca nacional con que identificaba su
figura. Pero sus discípulos no podían evitar un combate en el
que sí había amigos y enemigos. El nuevo régimen estaba a las
puertas y, en este sentido, convenía hablar claro: Giménez
Caballero era para unos un fascista reaccionario
ultranacionalista, y los orteguianos no eran nacionalistas, sino
que creían en el liberalismo, la inteligencia y el espíritu.
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José Luis Villacañas Berlanga,
Sobre la temprana recepción española del
fascismo.
Aquello se escenificó en el famoso banquete del Pombo, en
honor de Giménez Caballero. Allí Alberti ridiculizó la Revista
de Occidente, Ledesma declaró su fascismo y Espina defendió
la juventud liberal y republicana. Al parecer, alguien invocó
las pistolas o las exhibió. Giménez Caballero vio en este
banquete el primer acto simbólico de la guerra civil. Era el 8
de enero de 1930. El escándalo fue suavizado en la prensa,
pero Ramiro Ledesma se vio obligado a responder en el
Heraldo de Madrid, el 21 de enero, que sus ideas no eran
fascistas, que se encontraban en Ortega y Gasset30 y que
trataba de aportar una “idea nacional” que no tenía que ver
con la reacción tradicionalista. Curiosamente, los hombres de
Nueva España también creían ser orteguianos ortodoxos.31
Entre la Nueva Españaa la izquierda, la Gaceta Literaria a la
derecha, la Revista de Occidente, finalmente, quedaba en un
terreno de nadie, como la revista del gran pensador que justo
por su grandeza quedaba neutralizado.32 Al ser declarado
30
Esto quedo claro en los artículos de Ledesma en la Gaceta en 1929 y 1930. En sus notas sobre “Actualidad,
Filosofía, Ciencia”, de la GLT de 1 de enero de 1929, Ledesma reivindicaba el elitismo de Ortega, la
necesidad de mantener en el trabajo filosófico a una distancia sideral de las masas y establecer una dictadura
intelectual. En el Breve Diálogo con Keyserling, de 1930,Ledesma reconoce que no hay que ir a Alemania a
estudiar filosofía ya que “hay aquí algún maestro de filosofía que justificaría más bien el viaje opuesto. De
Alemania a Madrid”. Es muy curioso sin embargo la diferencia radical entre Ortega y Ledesma. Donde el
maestro hablaba de rebelión, el discípulo habla de dirección, de colaboración jerárquica entre masas y líder
que impulse las empresas del Estado. En realidad era aceptar como signos de los tiempos Italia y Rusia. Se
trataba de darse cuenta de que allí donde Ortega se resistía, allí era preciso coger el toro. Pero lo decisivo era
el diagnóstico común. El Estado debía imponer la jerarquía a unas masas que, de otra manera, irían sueltas y
por libre.
31
En su Nuevo Romanrticismo, editado ahora por la editorial de José Esteban, 1985, se dice, claramente en
contra de Giménez Caballero: “Por lo que se refiere a nuestro país, si las gentes estuvieran atentas a la obra de
sus hombres, aprovecharían mejor las lecciones de algunos y serían más fieles a sus doctrinas. Otra vez acude
a la pluma el nombre de Ortega y Gasset, cuyo pensamiento está acendrado por la preocupación política. Esto
no lo han aprendido de él muchos de aquellos que le siguen. Por el contrario, permanecen encerrados en sus
torres estéticas, lejos del torrente social, que no les conmueve siquiera. Hablaban de juventud y de vitalidad,
cantan el deporte y la máquina, y sin embargo, se apartan con terror de todo contacto con las fuentes
auténticas de esa energía. No saben hacer un alto en las tareas del arte para acudir solícitos a la conciencia
nacional y cuidar que la vida pública sea la vida civilizada y fecunda que deben tratar de construir todos los
hombres inteligente, aunque no sea más que en beneficio de sí mismos y de su obra” p. 65. citado por
Francisco José Martín, Revista de Estudios Orteguianos, n. 2. 2001. p. 98. n.14.
32
Aunque inclinado a dejar sus páginas a los jóvenes de sus flancos, todavía en mayo de 1930, EGC
escribe en Revista de occidente “San José. Contribución para una simbología hispánica”, en el n. 28,
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maestro por todas las partes, Ortega acabó quedándose solo.
Durante 1930 y 1931 pensó llevar su propia estrategia con los
seniors Marañón y Gómez de la Serna. Los primeros éxitos le
hicieron creer que puerta iba a algún sitio. Cuando Ortega
pisó por primera vez los escaños de las cortes constituyentes,
era fácil suponer que aquello era el principio del fin de su
influencia.
Coherentes con su análisis del fascismo fueron los pasos
de Chabás. En la fecha indefinida de la novelas, pero que debe
ser por la época en que Chabás escribió su libro, Aub situó
nuestro autor próximo a las conspiraciones de Marcelino
Domingo.33 No es de extrañar que el 16 de marzo de 1930, si
hemos de creer a Javier Pérez Bazo, Chabás fundara en Denia
el diario El País y que lo subtitulara “Periódico Republicano
Regional de la Marina”. Aunque no pretendía adscribirse a un
partido, sino reclamar el republicanismo “sin distinción de
matices”, el líder del Partido socialista radical, Marcelino
Domingo escribió algún artículo, como el de “Orientaciones”,
que abre el segundo número. Como se ve, la evolución de
Juan Chabás era lineal y clara. Los motivos de un
republicanismo nacional, que habíamos apreciado en la
contestación a la encuesta de Fernández Almagro, y del
civismo político que hemos subrayado en el libro sobre el
fascismo, cristalizaron de forma lógica en la federación de
partidos que fue Izquierda Republicana, el partido de Azaña.
Aquí la evolución de Chabás fue como la de Francisco Ayala,
y es de suponer que a todos ellos les pareciese la figura de
LXXXIII. p. 171. Resulta claro que era un artículo contra el nuevo romanticismo que por aquel entonces
defendía José Diez Fernández en su El nuevo romanticismo, editado en Madrid, Zeus, 1930 y dirigido contra
Ortega y su arte deshumanizado. Cf. para esto Francisco José Martín. Estudios Orteguianos. n. 2. El
argumento de GC era ver en el surrealismo el mismo miedo a la realidad que caracterizaba el romanticismo.
Ramiro Ledesma seguirá escribiendo hasta diciembre de 1930.
33
Se trata de La calle de Valverde. Cátedra, 1985, pp. 184-5.
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Azaña mucho más nítida desde el punto de vista político que
el zozobrante Ortega.
Como si tuviera presente el texto de la encuesta que
hemos analizado antes, Chabás escribió un artículo en su
diario que llevaba por título “El verdadero patriotismo. Deber
de la juventud”. Era prácticamente un año antes de que
llegase el nuevo régimen y en él Chabás explicaba el sentido
del republicanismo, que no podía quedar reducido a cambiar
un rey por un presidente de la república ni a caer en las
trampas del programa político de “la primera y desventurada
república española”. Se trataba, antes bien, de transformar la
esencia de la política española. Se trataba de un
republicanismo de nuevo cuño, sostenido por una juventud
universitaria, moderna, enterada, leída, pero también por una
juventud trabajadora plenamente consciente de los problemas
que implicaba la nueva organización de la industria. Chabás,
al escribir todo esto, debía tener en cuenta los párrafos de su
Italia Fascista dedicados a la gran industria del norte, a la
movilización de las poblaciones en los nuevos valores del
rigor y del sentido productivo del trabajo.
En realidad, Chabás tenía razón. La esperanza de la
república estaba en los hombres que él veía a su alrededor,
hombres jóvenes que habían hecho su camino europeo y
tenían una aguda noticia de lo necesario para que España
fuese un país moderno. Pero el problema estaba justo ahí: que
de esos hombres no había suficientes en España, que apenas
existían en masa suficiente fuera de las grandes ciudades, y
que en muchos lugares apenas los identificaban como el
nuevo tipo humano español. Por mucho que Juan Chabás
invocara a la nueva generación como “la vanguardia sana y
orientadora” de la nueva república, iba a ser todavía la vieja,
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la de los hombres de la generación del 14, la que iba a hacerse
con el rumbo de los acontecimientos. Mientras que Chabás
pensaba luchar contra el caciquismo y la oligarquía, no era
capaz de ver que el peligro estaba en aquellos políticos que
habían jugado a todo en la Restauración y que no se hacían
una idea precisa de las nuevas realidades sociales y políticas.
Pero, con independencia de ello, las menciones de la
primera república y de la lucha contra las oligarquías no eran
gratuitas. El programa de Chabás era claramente autonomista.
Con él colaboraban los hombres que en Valencia, por aquel
entonces, aspiraban a una Liga regionalista valenciana, calco
de la de Cambó en Cataluña. Ese era el caso de Joaquim Reig,
uno de los firmantes de las normas de ortografía de Castellón,
y amigo de Ignasi Villolanga.34 Aunque él hable de
federalismo en su artículo, desea sobre todo “derechos
concretos autonómicos al municipio y a las regiones con
personalidad histórica”. Por eso era preciso no caer ni el
federalismo desintegrador de la Gloriosa, pero destruir las
elites locales tradicionales oligárquicas, que se habían
formado a lo largo del siglo XIX como forma específica de la
revolución burguesa española. Sin escapar a estos dos
peligros, el ideario político de Chabás se hunde. “Este
sentimiento de la región, así como el de la más democrática
independencia de los partidos populares, constituye hoy, en
la mayor parte y la más digna de los españoles, un problema
que posee trascendencia de momento histórico”. En este
sentido, Chabás invocaba el camino de Solidaridad Catalana
de 1907 y el de la fraternidad castellano-catalana en la que
había participado tan activamente, y en la que él podía ofrecer
34
Cf. el trabajo de Vincent Balaguer, “El País, un periodic fundat y dirigit per Joan Chabàs y Martí”, en
Dianium. Homenaje a Juan Chabás. Revista Universitaria de las letras y de las ciencias. Centro asociado de
la Uned de Denia. Alicante. 1989, pp. 89-95.
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los mejores créditos, como ensayista que había abordado la
gran figura de Joan Maragall. Esa, la creación de verdaderos
representantes políticos locales y regionales, era la
transformación esencial de la política española que promovía
Chabás. Por eso era coherente que abandonase Madrid y fuera
a hacer política a su propio pueblo, demostrando con los
hechos que “el verdadero amor se engendra en el propio
hogar”. Sus reproches contra los candidatos cuneros tenía con
ello cierta verosimilitud.
Este camino político, sin embargo, fracasó. Finalmente,
en plena república, Chabás se convirtió en un intelectual que
podía vivir en los límites de la bohemia y de la academia.
Podía haber sido un periodista, un crítico de teatro, un
catedrático de literatura. No fue un político, pero durante la
república claramente se opuso al fascismo y al nazismo y los
calificó siempre de catastróficos para lo que más le concernía,
la cultura.35 De hecho, hasta aquí llega la evolución que llevó
Chabás mientras fue la suya una decisión de la voluntad libre
35
Esto se puede ver en las críticas que hizo para Luz, en 1934, sobre el teatro político y el teatro de masas que
impulsaba el fascismo y el nazismo. Allí, Chabás seguía firme en el carácter derivadamente político de toda
obra de cultura y de literatura, y en este sentido amplio toda obra podía tener consecuencias y relevancia
políticas. Pero se mostraba contrario a politizar la propia obra literaria, escribiéndola para un propósito
concreto. “Lo que parece una actitud artística equivocada es escribir obra de teatro, como cualquier otra obra
literaria, con un propósito político determinado y sólo este propósito.”. El valor poético, en este sentido, no
era ni de izquierdas ni de derechas, pero en su cota más alta, la belleza se transforma en política. “Ejemplo e
impulso de esa alta política moral que llega a formar una conciencia ética formando una conciencia estética”.
Como se ve, se trataba de la tesis de la educación estética del hombre que, al configurar una comunidad
estética, determina la configuración de una forma ética de ser. La tesis es clásica. Sin embargo, esta
comunidad estética no podía forjarse desde la propaganda política dirigida por los líderes nazi o fascistas. “No
es extraño que todos los afanes de Göbbels por crear un teatro nacional, cuyas ideas y personajes él pudiera
mover atándolos a los fines y crueles chicotes de los hilos de su ministerio de Propaganda, hayan
desembocado en el más ruidoso y absoluto fracaso”, dice en el artículo El teatro en Alemania. Estos
regímenes, como es evidente, no podía alentar creación auténtica alguna. Piscator y Reinhardt han sido
retirados de los escenarios alemanes. Ya en estas fechas, Chabás dice que estamos antes un régimen que ha
llenado los campos de concentración de israelitas y de gentes revolucionarias. Chabás por último mostraba la
diferencia entre los movimientos de masas nazi y soviético. Aquí se daba forma artística que conseguían
interesar a las masas, y que dejaban atrás las formas burguesas del arte. Sobre ello, citaba el artículo que había
escrito Max Aub a la vuelta de Rusia. Se trataba de potencia artística creadora y esta fuerza no la poseían los
autoritarismos nazi y fascistas. Cuando eso sucede, “el pueblo, alma colectiva de hombres reunidos, fundidos
en un solo aliento, se ha sentido defraudado”.
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e incondicionada. Luego, con la guerra, el sentido de la
libertad se alteró ante las coacciones de la situación. Cuando
el conflicto entre el artista y el ciudadano se radicalizó, y
afectó al destino entero de la gente, tuvo que triunfar su
sentido de lo humano, el que ya venía insistiendo una
literatura llena de solidaridad y de piedad, la que siempre
defendió Machado, la que reclamaba el nuevo romanticismo
de Fernández Díaz, la que tenía sentido para el pueblo y para
compartir su suerte, amarga o espléndida. Entonces, por la
urgencia de los valores políticos, por su transformación en
valores humanos, la teoría de la vanguardia, que vivía de la
separación de las esferas de acción, pasó a un segundo plano.
Era natural que el Chabás del exilio, que no dejó de vivir en
situaciones de excepcionalidad, renegara de aquella época de
aparente normalidad española, en la que la diferencia de las
esferas de acción resistía la urgente y radical politización que
trajeron consigo los diferentes totalitarismos. En el caso
español, sin embargo, lo específico fue que los valores cívicos
y republicanos, en sí mismos moderados –como testimonian
los escritos de Chabás en el diario El País– provocaron el
autoritarismo militarista defensor de profundos y antiguos
privilegios, bloqueando el camino a la modernidad durante
más medio siglo. Este hecho impidió que muchos
mantuvieran la adscripción a los valores democráticos que
previamente, y en condiciones normales, habían defendido.
La marea militarista y ultramontana convenció a muchos de
que en el corto plazo era preciso recurrir a formas
simétricamente autoritarias de organización política. Esto no
lo aceptaron ni Ayala ni Aub, pero así lo entendió Chabás
quien, para su desgracia, fue a terminar sus días del exilio en
un país que también se hundía en una dictadura. Motivó este
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gesto no el espíritu militante y combativo de Chabás, que a
decir verdad no lo tenía, sino el más cotidiano de la atención
debida a los progenitores, que con él iban. Así fue como sus
padres le sobrevivieron y él, herido por un destino que le dejó
desarmado, un destino que Alberti, magistral, resumió como
el de un bello Ulises perdido, se hundió para siempre en la
tierra de Cuba. A unos el exilio los dejó crecer y los hizo
grandes. El exilio hizo de Prados uno de los más grandes y
puros; en Aub forjó una intensa memoria de los tiempos
épicos, mítica, proverbial. En el caso de Chabás, el exilio fue
una herida demasiado profunda, la antesala de la muerte.
Este Chabás, que se entrega al magisterio de Ortega, sin
embargo, no será el Chabás definitivo que se nos impone al
final del texto. Con el tiempo de la escritura, la esencia del
fascismo será la política y la actitud en la que haya que
juzgarse el presente será, sin duda, no la mística del
dinamismo y del esfuerzo, del espíritu deportivo y del fervor
técnico futurista, sino la defensa del civismo y de la libertad.
A lo largo del texto, llegará a ser claro que no es una forma de
vida dinámica y moderna la que sostiene el fascismo como
forma política, sino el resentimiento y la desmoralización de
un pueblo que se rinde a la violencia creyendo que en ella ha
de encontrar la protección, cuando de hecho no ha de hallar
sino su propia ruina. En el devenir de su propio texto, por
tanto, Chabás ha generado un proceso de madurez de juicio
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en relación con el fascismo que convierten su libro en un
documento histórico de esa fuerza libre que se detuvo ante la
sirena de la vanguardia cuando esta entonó el canto del
autoritarismo político.
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