Obras Escogidas Tomo III

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Obras Escogidas
Editorial Progreso
Tomo III
1
Prólogo a la Crítica del Programa de Gotha de Marx.
Engels, enero de 1891.
Carta a W. Bracke.
4
5
Marx, 5 de mayo de 1875.
Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán (Crítica del Programa de
8
Gotha).
Marx, entre abril y mayo de 1875.
Carta a A. Bebel.
21
Engels, 18-28 de marzo de 1875.
Carta a C. Kautsky.
26
Engels, 23 de febrero de 1891.
Introducción a la Dialéctica de la Naturaleza.
Engels, entre 1875 y 1876.
Viejo prólogo para el Anti-Dühring. Sobre la Dialéctica.
Engels, entre mayo y junio de 1878.
El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre.
Engels, en 1876.
Carlos Marx.
29
40
45
53
Engels, junio de 1877.
De la carta circular a A. Bebel, W. Liebknecht, W. Bracke y otros.
Marx y Engels, septiembre de 1879.
Del socialismo utópico al socialismo científico.
Engels, en 1880.
Proyecto de respuesta a la carta de V. I. Zasulich.
Marx, entre febero y marzo de 1881.
Discurso ante la tumba de Marx.
60
66
105
112
Engels, 17 de marzo de 1883.
Marx y la Neue Rheinische Zeitung (1848-1849).
Engels, entre febrero y marzo de 1884.
Contribución a la historia de la Liga de los Comunistas.
Engels, octubre de 1885.
El origen de la familia la propiedad privada y el estado.
Engels, 1884.
Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.
Engels, 1886.
El papel de la violencia en la historia.
113
120
134
222
248
Engels, entre 1877 y 1888.
Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemocrata de 1891.
Engels, junio de 1891.
286
Prefacio a la segunda edición alemana de 1892 de La situación de la clase obrera en
295
Inglaterra.
Engels, en 1892.
La venidera revolución italiana y el Partido Socialista.
Engels, enero de 1894.
El problema campesino en Francia y en Alemania.
Engels, noviembre de 1894.
Carta a Piotr Lavrovich Lavrov.
305
308
321
Engels, 12-17 de noviembre de 1875.
Carta a Guillermo Bloss.
323
Marx, 10 de noviembre de 1877.
2
Carta a Carlos Kautsky.
323
Engels, 12 de septiembre de 1882.
Carta a Florence Kelley-Wischnewetzky.
325
Engels, 28 de diciembre de 1886.
Carta a Conrado Schmidt.
326
Engels, 5 de agosto de 1890.
Carta a Otto von Boenigk.
328
Engels, 21 de agosto de 1890.
Carta a Jose Bloch.
329
Engels, 21-[22] de septiembre de 1890.
Carta a Conrado Schmidt,
331
Engels, 27 de octubre de 1890.
Carta a Francisco Mehring.
336
Engels, 14 de julio de 1893.
Carta a Nikolai Frantsevich Danielson.
339
Engels, 17 de octubre de 1893.
Carta a W. Borgius.
341
Engels, 25 de enero de 1894.
Carta a Werner Sombart.
343
Engels, 11 de marzo de 1895.
3
F. ENGELS
CRITICA DEL PROGRAMA DE GOTHA [1]
PROLOGO DE F. ENGELS [2] En vida de Engels no se volvió a editar la "Crítica del Programa de Gotha" y su
prólogo a dicho trabajo. El texto completo de la obra fue publicado por vez primera en 1932, en la URSS.- 5
El manuscrito que aquí publicamos —la crítica al proyecto de programa y la carta a Bracke que la acompaña—
fue enviado a Bracke en 1875, poco antes de celebrarse el Congreso de unificación de Gotha [3], para que lo
transmitiese a Geib, Auer, Bebel y Liebknecht y se lo devolviera luego a Marx. Como el Congreso del partido en
Halle [4] había incluido en el orden del día la discusión del programa de Gotha, me parecía un delito hurtar por
más tiempo a la publicidad este importante documento —acaso el más importante de todos— sobre el tema que
iba a ponerse a discusión.
Este trabajo tiene, además, otra significación de mayor alcance. En él se expone por primera vez, con claridad y
firmeza, la posición de Marx frente a la tendencia trazada por Lassalle desde que se lanzó a la agitación, tanto en
lo que atañe a sus principios económicos como a su táctica.
El rigor implacable con que se desmenuza aquí el proyecto de programa, la inexorabilidad con que se expresan
los resultados obtenidos y se ponen de relieve los errores del proyecto; todo esto, hoy, a la vuelta de quince años,
ya no puede herir a nadie. Lassalleanos específicos ya sólo quedan —ruinas aisladas— en el extranjero, y el
programa de Gotha ha sido abandonado en Halle, como absolutamente inservible, incluso por sus propios
autores.
A pesar de esto, he suprimido algunas expresiones y juicios duros sobre personas, allí donde carecían de
importancia objetiva, y los he sustituido por puntos suspensivos [*]. El propio Marx lo haría así, si hoy publicase
el manuscrito. El lenguaje violento que a veces se advierte en él obedecía a dos circunstancias. En primer lugar,
Marx y yo estábamos más estrechamente vinculados con el movimiento alemán que con ningún otro; por eso, el
decisivo retroceso que se manifestaba en este proyecto de programa, tenía por fuerza que afectarnos muy
seriamente. En segundo lugar, nosotros nos encontrábamos entonces —pasados apenas dos años desde el
Congreso de La Haya de la Internacional [5]— en pleno apogeo de la lucha contra Bakunin y sus anarquistas,
que nos hacían responsables de todo lo que ocurría en el movimiento obrero de Alemania; era, pues, de esperar
que nos atribuyesen también la paternidad secreta de este programa. Estas consideraciones ya no tienen razón de
ser hoy, y con ellas desaparece también la necesidad de los pasajes en cuestión.
Algunas frases han sido sustituidas también por puntos, a causa de la ley de prensa. Cuando he tenido que elegir
una expresión más suave, la he puesto ente paréntesis cuadrados. Por lo demás, reproduzco literalmente el
manuscrito.
Londres, 6 de enero de 1891
F. Engels
Publicado en la revista "Die Neue Zeit"
Bd. I, Nº 18, 1890-1891.
Traducido del alemán.
4
NOTAS
[1]
1 El trabajo de Marx "Crítica del Programa de Gotha", escrito en 1875, consta de observaciones críticas al proyecto del futuro partido
obrero unificado de Alemania. El proyecto pecaba de graves errores y hacía concesiones de principio a los lassalleanos. Marx y Engels,
a la vez que aprobaban la creación del partido socialista único de Alemania, se pronunciaron en contra del compromiso ideológico con
los lassalleanos y lo sometieron a dura crítica.- 5, 9, 450
[2] 2 Engels escribió el presente prólogo al publicar en 1891 la obra de C. Marx "Crítica del Programa de Gotha". Al emprender la
edición de este impartante documento programático, Engels quería asestar un golpe a los elementos oportunistas que habían levantado
cabeza en la socialdemocracia alemana. Tal golpe revestía particular importancia en el momento en que el partido se disponía a discutir
y adoptar en el Congreso de Erfurt un programa nuevo en sustitución del de Gotha. Al publicar la "Crítica del Programa de Gotha",
Engels, que tropezó con cierta resistencia por parte de los dirigentes de la socialdemocracia alemana, como también de Dietz, editor de
"Die Neue Zeit" («Tiempos Nuevos») y del redactor C. Kautsky, tuvo que hacer algunas enmiendas y omitir ciertos pasajes del texto. El
trabajo de Marx fue acogido con satisfacción por la masa fundamental de los miembros del partido alemán y por los socialistas de otros
partidos, que vieron en él un documento programático para todo el movimiento socialista internacional. Junto con la Crítica del
Programa de Gotha, Engels publicó la carta de Marx a Bracke del 5 de mayo de 1875, directamente relacionada con la obra.
[3] 3 En el Congreso de Gotha, celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento obrero alemán: el
Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de
Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la
escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a
la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.- 5, 98, 439
[4] 4 El Congreso del Partido Socialdemócrata Alemán, celebrado en Halle del 12 al 18 de octubre de 1890, acordó preparar para el
próximo Congreso del partido, que debía convocarse en Erfurt, un proyecto de nuevo programa, y publicarlo tres meses antes del
Congreso, con el fin de que las organizaciones locales y la prensa del partido pudiesen discutirlo.- 5
[*]El texto se publica de acuerdo con el manuscrito de Marx, y no con la edición que preparó Engels para la revista "Die Neue Zeit" en
1890-91.
[5] 5 El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya se celebró del 2 al 7 de septiembre de 1872, con la
asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales. Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels. En él se dio cima a la
lucha de largos años de Marx y Engels y sus compañeros contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el movimiento obrero. La
actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La
Haya colocaron los cimientos para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los distintos
países.- 6, 85
5
C. MARX
CARTA A W. BRACKE
Londres, 5 de mayo de 1875
Querido Bracke:
Le ruego que, después de leerlas, transmita las adjuntas glosas críticas marginales al programa de coalición a
Geib, Auer, Bebel y Liebknecht, para que las vean. Estoy ocupadísimo y me veo obligado a rebasar con mucho
el régimen de trabajo que me ha sido prescrito por los médicos. No ha sido, pues, ninguna "delicia" para mí,
tener que escribir una tirada tan larga. Pero era necesario hacerlo, para que luego los amigos del partido a quienes
van destinadas esas notas no interpreten mal los pasos que habré de dar. Me refiero a que, después de celebrado
el Congreso de unificación, Engels y yo haremos pública una breve declaración haciendo saber que no estamos
de acuerdo con dicho programa de principios y que nada tenemos que ver con él.
Es indispensable hacerlo así, pues, en el extranjero se tiene la idea, absolutamente errónea, pero cuidadosamente
fomentada por los enemigos del partido, de que el movimiento del llamado Partido de Eisenach [1] está
estrechamente dirigido desde aquí por nosotros. Todavía en un libro [2] que ha publicado hace poco en ruso,
Bakunin, por ejemplo, me hace a mí responsable, no sólo de todos los programas, etc., de ese partido, sino de
todos los pasos dados por Liebknecht desde el día en que inició su cooperación con el Partido Popular [3] En
1866 al Partido Popular Alemán se adhirió el Partido Popular Sajón, cuyo núcleo fundamental constaba de
obreros. Este ala izquierda, que compartía el deseo del Partido Popular de resolver la cuestión de la unificación
del país por vía democrática, participó en la creación, en agosto de 1869, del Partido Obrero Socialdemócrata
Alemán.- 7, 23, 29.
Aparte de esto tengo el deber de no reconocer, ni siquiera mediante un silencio diplomático, un programa que es,
en mi [8] convicción, absolutamente inadmisible y desmoralizador para el partido.
Cada paso de movimiento real vale más que una docena de programas. Por lo tanto, si no era posible --y las
circunstancias del momento no lo consentían-- ir más allá del programa de Eisenach, habría que haberse
limitado, simplemente, a concertar un acuerdo para la acción contra el enemigo común. Pero, cuando se redacta
un programa de principios (en vez de aplazarlo hasta el momento en que una prolongada actuación conjunta lo
prepare), se colocan ante todo el mundo los jalones por los que se mide el nivel del movimiento del partido.
Los jefes de los lassalleanos han venido a nosotros porque las circunstancias les obligaron a venir. Y si desde el
primer momento se les hubiera hecho saber que no se admitía ningún chalaneo con los principios, habrían tenido
que contentarse con un programa de acción o con un plan de organización para la actuación conjunta. En vez de
esto, se les consiente que se presenten armados de mandatos, y se reconocen estos mandatos como obligatorios,
rindiéndose así a la clemencia o inclemencia de los que necesitaban ayuda. Y, para colmo y remate, ellos
celebran un congreso antes del Congreso de conciliación, mientras que el propio partido reúne el suyo post
festum *****[*]. Indudablemente, con esto se ha querido escamotear toda crítica y no permitir que el propio
partido reflexionase. Sabido es que el mero hecho de la unificación satisface de por sí a los obreros, pero se
equivoca quien piense que este éxito efímero no ha costado demasiado caro.
Por lo demás, aun prescindiendo de la canonización de los artículos de fe de Lassalle, el programa no vale nada.
Próximamente, le enviaré a usted las últimas entregas de la edición francesa de "El Capital". La marcha de la
impresión se vio entorpecida largo tiempo por la prohibición del Gobierno francés. Esta semana o a comienzos
de la próxima quedará el asunto terminado. ¿Ha recibido usted las seis entregas anteriores? Le agradecería que
me comunicase también las señas de Bernhard Becker, a quien tengo que enviar también las últimas entregas.
6
La librería del «Volksstaat» [4] "Der Volksstaat" («El Estado Popular»): órgano central del Partido Obrero
Socialdemócrata Alemán (eisenachianos); se publicó en Leipzig desde el 2 de octubre de 1869 hasta el 29 de
septiembre de 1876. La dirección general del periódico corría a cargo de G. Liebknecht. Marx y Engels
colaboraban en el periódico, ayudando constantemente en la redacción del mismo.- 8, 29 obra a su manera. Hasta
este momento, no he recibido ni un solo ejemplar de la tirada del "Proceso de los comunistas de Colonia" [*].
Saludos cordiales. Suyo,
Carlos Marx
[1]
6 En Eisenach, en el Congreso panalemán de los socialdemóctatas de Alemania, Austria y Suiza, celebrado del 7
al 9 de agosto de 1869, fue instituido el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, conocido luego con el nombre
de partido de los eisenachianos. El programa adoptado en el Congreso respondía enteramente al espíritu de la
Internacional.- 7, 29
[2] 7 Trátase del libro de Bakunin titulado "El Estado y la Anarquía", publicado en Suiza en 1873.- 7
[3] 8 El Partido Popular Alemán, fundado en 1865, constaba de elementos democráticos de la pequeña burguesía
y, en parte, de la burguesía, principalmente de los Estados del Sur de Alemania. Al aplicar una política
antiprusiana y presentar consignas democráticas generales, este partido reflejaba, al propio tiempo, tendencias
particularistas de ciertos Estados alemanes. Al hacer propaganda de la idea del Estado alemán federal, era
contraria a la unificación de Alemania bajo la forma de república democrática centralizada única.
[******] Después de la fiesta, es decir, después de los acontecimientos. (N. de la Edit.)
[4] 9 Se alude a la editorial del Partido Obrero Socialdemócrata que publicaba el periódico "Der Volksstaat" y
literatura socialdemocrática. El director de la editorial era A. Bebel.
[*] Se alude a la obra de Marx, "Revelaciones acerca del proceso de los comunistas de Colonia". (N. de la Edit.)
7
C. MARX
GLOSAS MARGINALES AL PROGRAMA DEL
PARTIDO OBRERO ALEMAN [1]
I
1.- «El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura, y como el trabajo útil sólo es posible dentro de la
sociedad y a través de ella, todos los miembros de la sociedad tienen igual derecho a percibir el fruto íntegro del
trabajo».
Primera parte del párrafo: «El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura».
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso (¡que son los que
verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la
manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre. Esa frase se encuentra en todos los
silabarios y sólo es cierta si se sobreentiende que el trabajo se efectúa con los correspondientes objetos e
instrumentos. Pero un programa socialista no debe permitir que tales tópicos burgueses silencien aquellas
condiciones sin las cuales no tienen ningún sentido. Por cuanto el hombre se sitúa de antemano como propietario
frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la trata como posesión suya, por
tanto su trabajo se convierte en fuente de valores de uso, y por consiguiente, en fuente de riqueza. Los burgueses
tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del
hecho de que el trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más
propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo
de otros hombres, de aquellos que se han adueñado de las condiciones materiales de [10] trabajo. Y no podrá
trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso.
Pero dejemos la tesis tal como está, o mejor dicho, tal como viene renqueando. ¿Qué conclusión habría debido
sacarse de ella? Evidentemente, ésta:
«Como el trabajo es la fuente de toda riqueza, nadie en la sociedad puede adquirir riqueza que no sea producto
del trabajo. Si, por tanto, no trabajo él mismo, es que vive del trabajo ajeno y adquiere también su cultura a costa
del trabajo de otros».
En vez de esto, se añade a la primera oración una segunda mediante la locución copulativa «y como», para
deducir de ella, y no de la primera, la conclusión.
Segunda parte del párrafo: «El trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y a través de ella».
Según la primera tesis, el trabajo era la fuente de toda riqueza y de toda cultura, es decir, que sin trabajo, no era
posible tampoco la existencia de una sociedad. Ahora, nos enteramos, por el contrario, de que sin la sociedad no
puede existir el trabajo «útil».
Del mismo modo hubiera podido decirse que el trabajo inútil e incluso perjudicial a la comunidad, sólo puede
convertirse en rama industrial dentro de la sociedad, que sólo dentro de la sociedad se puede vivir del ocio, etc.,
etc.; en una palabra, copiar aquí a todo Rousseau.
¿Y qué es el trabajo «útil»? No puede ser más que uno: el trabajo que consigue el efecto útil propuesto. Un
salvaje -y el hombre es un salvaje desde el momento en que deja de ser mono- que mata a un animal de una
pedrada, que amontona frutos, etc., ejecuta un trabajo «útil».
8
Tercero. Conclusión: «Y como el trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y a través de ella, todos los
miembros de la sociedad tienen igual derecho a percibir el fruto íntegro del trabajo».
¡Hermosa conclusión! Si el trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y a través de ella, el fruto del trabajo
pertenecerá a la sociedad, y el trabajador individual sólo percibirá la parte que no sea necesaria para sostener la
«condición» del trabajo, que es la sociedad.
En realidad, esa tesis la han hecho valer en todos los tiempos los defensores de todo orden social existente. En
primer lugar, vienen las pretensiones del gobierno y de todo lo que va pegado a él, pues el gobierno es el órgano
de la sociedad para el mantenimiento del orden social; detrás de él, vienen las distintas clases de propiedad
privada, con sus pretensiones respectivas, pues las distintas clases de propiedad privada son las bases de la
sociedad, etc. [11] Como vemos, a estas frases hueras se les puede dar las vueltas y los giros que se quiera.
La primera y la segunda parte del párrafo sólo guardarían una cierta relación lógica redactándolas de la siguiente
manera:
«El trabajo sólo es fuente de riqueza y de cultura como trabajo social», o, lo que es lo mismo, «dentro de la
sociedad y a través de ella».
Esta tesis es, indiscutiblemente, exacta, pues aunque el trabajo del individuo aislado (presuponiendo sus
condiciones materiales) también puede crear valores de uso, no puede crear ni riqueza ni cultura.
Pero, igualmente indiscutible es esta otra tesis:
«En la medida en que el trabajo se desarrolla socialmente, convirtiéndose así en fuente de riqueza y de cultura, se
desarrollan también la pobreza y el desamparo del obrero, y la riqueza y la cultura de los que no trabajan».
Esta es la ley de toda la historia, hasta hoy. Así pues, en vez de los tópicos acostumbrados sobre «el trabajo» y
«la sociedad», lo que procedía era señalar concretamente cómo, en la actual sociedad capitalista, se dan ya, al fin,
las condiciones materiales, etc., que permiten y obligan a los obreros a romper esa maldición social.
Pero de hecho, todo ese párrafo, que es falso lo mismo en cuanto a estilo que en cuanto a contenido, no tiene más
finalidad que la de inscribir como consigna en lo alto de la bandera del partido el tópico lassalleano del «fruto
íntegro del trabajo». Volveré más adelante sobre esto del «fruto del trabajo», el «derecho igual», etc., ya que la
misma cosa se repite luego en forma algo diferente.
2.- «En la sociedad actual, los medios de trabajo son monopolio de la clase capitalista; el estado de dependencia
de la clase obrera que de esto se deriva es la causa de la miseria y de la esclavitud en todas sus formas».
Así, «corregida», esta tesis, tomada de los Estatutos de la Internacional, es falsa.
En la sociedad actual los medios de trabajo son monopolio de los propietarios de tierras (el monopolio de la
propiedad del suelo es, incluso, la base del monopolio del capital) y de los capitalistas. Los Estatutos de la
Internacional no mencionan, en el pasaje correspondiente, ni una ni otra clase de monopolistas. Hablan de «los
monopolizadores de los medios de trabajo, es decir, de las fuentes de vida». Esta adición: «fuentes de vida»,
señala claramente que el suelo está comprendido entre los medios de trabajo.
Esta enmienda se introdujo porque Lassalle, por motivos que hoy son ya de todos conocidos, sólo atacaba a la
clase capitalista, y no a los propietarios de tierras. En Inglaterra, la mayoría de las veces el capitalista no es
siquiera propietario del suelo sobre el que se levanta su fábrica.
9
3.- «La emancipación del trabajo exige que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común de la sociedad y
que todo el trabajo sea regulado colectivamente, con un reparto equitativo del fruto del trabajo».
Donde dice «que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común», debería decir, indudablemente, «se
conviertan en patrimonio común». Pero esto sólo de pasada.
¿Qué es el «fruto del trabajo»? ¿El producto del trabajo, o su valor? Y en este último caso, ¿el valor total del
producto, o sólo la parte de valor que el trabajo añade al valor de los medios de producción consumidos?
Eso del «fruto del trabajo» es una idea vaga con la que Lassalle ha suplantado conceptos económicos concretos.
¿Qué es «reparto equitativo»?
¿No afirman los burgueses que el reparto actual es «equitativo»? ¿Y no es éste, en efecto, el único reparto
«equitativo» que cabe, sobre la base del modo actual de producción? ¿Acaso las relaciones económicas son
reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las relaciones jurídicas de las relaciones
económicas? ¿No se forjan también los sectarios socialistas las más variadas ideas acerca del reparto
«equitativo»?
Para saber lo que aquí hay que entender por la frase de «reparto equitativo», tenemos que cotejar este párrafo con
el primero. El párrafo que glosamos supone una sociedad en la cual los «medios de trabajo son patrimonio
común y todo el trabajo se regula colectivamente», mientras que en el párrafo primero vemos que «todos los
miembros de la sociedad tienen por igual derecho a percibir el fruto íntegro del trabajo».
¿«Todos los miembros de la sociedad»? ¿También los que no trabajan? ¿Dónde se queda, entonces, el «fruto
íntegro del trabajo»? ¿O sólo los miembros de la sociedad que trabajan? ¿Dónde dejamos, entonces, el «derecho
igual» de todos los miembros de la sociedad?
Sin embargo, lo de «todos los miembros de la sociedad» y «el derecho igual» no son, manifiestamente, más que
frases. Lo esencial del asunto está en que, en esta sociedad comunista, todo obrero debe obtener el «fruto íntegro
del trabajo» lassalleano.
Tomemos, en primer lugar, las palabras «el fruto del trabajo» en el sentido del producto del trabajo; entonces el
fruto colectivo del trabajo será el producto social global.
Pero, de aquí, hay que deducir:
Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.
Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.
Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos debidos a calamidades, etc.
Estas deducciones del «fruto íntegro del trabajo» constituyen una necesidad económica, y su magnitud se
determinará según los medios y fuerzas existentes, y en parte, por medio del cálculo de probabilidades; lo que no
puede hacerse de ningún modo es calcularlas partiendo de la equidad.
Queda la parte restante del producto global, destinada a servir de medios de consumo.
Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que deducir todavía:
Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la producción.
10
En esta parte se conseguirá, desde el primer momento, una reducción considerabilísima, en comparación con la
sociedad actual, reducción que irá en aumento a medida que la nueva sociedad se desarrolle.
Segundo: la parte que se destine a la satisfacción colectiva de las necesidades, tales como escuelas, instituciones
sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en comparación con la sociedad actual, y
seguirá aumentando en la medida en que la sociedad se desarrolle.
Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para el trabajo, etc.; en una palabra, lo que
hoy compete a la llamada beneficencia oficial.
Sólo después de esto podemos proceder a la «distribución», es decir, a lo único que, bajo la influencia de
Lassalle y con una concepción estrecha, tiene presente el programa, es decir, a la parte de los medios de consumo
que se reparte entre los productores individuales de la colectividad.
El «fruto íntegro del trabajo» se ha transformado ya, imperceptiblemente, en el «fruto parcial», aunque lo que se
le quite al productor en calidad de individuo vuelva a él, directa o indirectamente, en calidad de miembro de la
sociedad.
Y así como se ha evaporado la expresión «el fruto íntegro del trabajo», se evapora ahora la expresión «el fruto
del trabajo» en general.
En el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los
productores no cambian [14] sus productos; el trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco,
como valor de estos productos, como una cualidad material, inherente a ellos, pues aquí, por oposición a lo que
sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no forman ya parte integrante del trabajo común
mediante un rodeo, sino directamente. La expresión «el fruto del trabajo», ya hoy recusable por su ambigüedad,
pierde así todo sentido.
De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino de una
que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus
aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede.
Congruentemente con esto, en ella el productor individual obtiene de la sociedad —después de hechas las
obligadas deducciones— exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota
individual de trabajo. Así, por ejemplo, la jornada social de trabajo se compone de la suma de las horas de
trabajo individual; el tiempo individual de trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social
de trabajo que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal
o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca
de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió. La
misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de ésta bajo otra distinta.
Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es
intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie
puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de
los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de éste entre los distintos
productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad
de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta.
Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués, aunque ahora el principio y la
práctica ya no se tiran de los pelos, mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio de
equivalentes no se da más que como término medio, y no en los casos individuales.
11
A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una limitación burguesa. El derecho de los
productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo
rasero: por el trabajo.
Pero unos individuos son superiores física o intelectualmente a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más
trabajo, o pueden trabajar más tiempo; y el trabajo, para servir de medida, tiene que determinarse en cuanto a
duración o intensidad; de otro modo, deja de ser una medida. Este derecho igual es un derecho desigual para
trabajo desigual. No reconoce ninguna distinción de clase, porque aquí cada individuo no es más que un obrero
como los demás; pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios naturales, las desiguales aptitudes de
los individuos, y, por consiguiente, la desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo
derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una
medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo
pueden medirse por la misma medida siempre y cuando se les enfoque desde un punto de vista igual, siempre y
cuando que se les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso concreto, sólo en cuanto
obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: unos
obreros están casados y otros no; unos tienen más hijos que otros, ect., ect. A igual trabajo y, por consiguiente, a
igual participación en el fondo social de consumo, unos obtienen de hecho más que otros, unos son más ricos que
otros, ect. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual.
Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad
capitalista después de un largo y doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura
económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado.
En la fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los
individuos a la división del trabajo, y con ella, la oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual;
cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo
de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los
manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho
burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus
necesidades!
Me he extendido sobre el «fruto íntegro del trabajo», de una parte, y de otra, sobre «el derecho igual» y «la
distribución equitativa», para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a
imponer a nuestro partido como dogmas [16] ideas que, si en otro tiempo tuvieron un sentido, hoy ya no son más
que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la concepción realista —que tanto esfuerzo ha costado
inculcar al partido, pero que hoy está ya enraizada— con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en
boga entre los demócratas y los socialistas franceses.
Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general, tomar como esencial la llamada
distribución y hacer hincapié en ella, como si fuera lo más importante.
La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias
condiciones de producción. Y esta distribución es una característica del modo mismo de producción. Por
ejemplo, el modo capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones materiales de producción
les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la
masa sólo es propietaria de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este modo
los elementos de producción, la actual distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las
condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto determinaría, por sí
solo, una distribución de los medios de consumo distinta de la actual. El socialismo vulgar (y por intermedio
suyo, una parte de la democracia) ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución
como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que
12
gira principalmente en torno a la distribución. Una vez que está dilucidada, desde hace ya mucho tiempo la
verdadera relación de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?
4.- «La emancipación del trabajo tiene que ser obra de la clase obrera, frente a la cual todas las otras clases no
forman más que una masa reaccionaria».
La primera estrofa está tomada del preámbulo de los Estatutos de la Internacional, pero «corregida». Allí se dice:
«La emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos» [*], aquí, por el contrario, «la clase
obrera», tiene que emancipar, ¿a quién?, «al trabajo». ¡Entiéndalo quien pueda!
Para indemnizarnos, se nos da, a título de antistrofa, una cita lassalleana del más puro estilo: «frente a la cual (a
la clase [17] obrera) todas las otras clases no forman más que una masa reaccionaria».
En el Manifiesto Comunista se dice: «De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía, sólo el
proletariado es una clase verdaderamente revolucionaria. Las demás clases van degenerando y desaparecen con
el desarrollo de la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto más peculiar» [*].
Aquí, se considera a la burguesía como una clase revolucionaria —vehículo de la gran industria— frente a los
señores feudales y a las capas medias, empeñados, aquéllos y éstas, en mantener posiciones sociales que fueron
creadas por modos caducos de producción. No forman, por tanto, juntamente con la burguesía, sólo una masa
reaccionaria.
Por otra parte, el proletariado es revolucionario frente a la burguesía, porque habiendo surgido sobre la base de la
gran industria, aspira a despojar a la producción de su carácter capitalista, que la burguesía quiere perpetuar. Pero
el Manifiesto añade que las «capas medias... se vuelven revolucionarias cuando tienen ante sí la perspectiva de su
tránsito inminente al proletariado».
Por tanto, desde este punto de vista es también absurdo decir que frente a la clase obrera «no forman más que una
masa reaccionaria», juntamente con la burguesía, y, además —por si eso fuera poco—, con los señores feudales.
¿Es que en las últimas elecciones se ha gritado a los artesanos, a los pequeños industriales y a los campesinos:
Frente a nosotros, no formáis, juntamente con los burgueses y los señores feudales, más que una masa
reaccionaria?
Lassalle se sabía de memoria el Manifiesto Comunista, como sus devotos se saben los evangelios compuestos
por él. Así, pues, cuando lo falsificaba tan burdamente, no podía hacerlo más que para cohonestar su alianza con
los adversarios absolutistas y feudales contra la burguesía.
Por lo demás, en el párrafo que acabamos de citar, esta sentencia lassalleana está traída por los pelos y no guarda
ninguna relación con la mal digerida y «arreglada» cita de los Estatutos de la Internacional. El traerla aquí, es
sencillamente una impertinencia, que seguramente no le desagradará, ni mucho menos, al señor Bismarck; una de
estas impertinencias baratas en que es especialista el Marat de Berlín *[*].
5.- «La clase obrera procura, en primer término, su emancipación dentro del marco del Estado nacional de hoy,
consciente de que el resultado necesario de sus aspiraciones, comunes a los obreros de todos los países
civilizados, será la fraternización internacional de los pueblos».
Por oposición al Manifiesto Comunista y a todo el socialismo anterior, Lassalle concebía el movimiento obrero
desde el punto de vista nacional más estrecho. ¡Y, después de la actividad de la Internacional, aún se siguen sus
huellas en este camino!
13
Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, y éste es la
palestra inmediata de sus luchas. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como
dice el Manifiesto Comunista, «por su forma». Pero «el marco del Estado nacional de hoy», por ejemplo, del
Imperio alemán, se halla a su vez, económicamente, «dentro del marco del mercado mundial», y políticamente,
«dentro del marco de un sistema de Estados». Cualquier comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo
tiempo, comercio exterior, y el señor Bismarck debe su grandeza precisamente a una política internacional sui
géneris.
¿Y a qué reduce su internacionalismo el Partido Obrero Alemán? A la conciencia de que el resultado de sus
aspiraciones «será la fraternización internacional de los pueblos», una frase tomada de la Liga burguesa por la
Paz y la Libertad [2], que se quiere hacer pasar como equivalente de la fraternidad internacional de las clases
obreras, en su lucha común contra las clases dominantes y sus gobiernos. ¡De las funciones internacionales de la
clase obrera alemana no se dice, por tanto, ni una palabra! ¡Y esto es lo que la clase obrera alemana debe
contraponer a su propia burguesía, que ya fraterniza contra ella con los burgueses de todos los demás países, y a
la política internacional de conspiración del señor Bismarck!
La profesión de fe internacionalista del programa queda, en realidad, infinitamente por debajo de la del partido
librecambista. También éste afirma que el resultado de sus aspiraciones será «la fraternización internacional de
los pueblos». Pero, además, hace algo por internacionalizar el comercio, y no se contenta, ni mucho menos, con
la conciencia de que todos los pueblos comercian dentro de su propio país.
La acción internacional de las clases obreras no depende, en modo alguno, de la existencia de la «Asociación
Internacional de los Trabajadores». Esta ha sido solamente un primer intento de dotar a aquella acción de un
órgano central; un intento que, por el impulso que ha dado, ha tenido una eficacia perdurable, pero que [19] en su
primera forma histórica no podía prolongarse después de la caída de la Comuna de París.
La «Norddeutsche» de Bismarck tenía sobrada razón cuando, para satisfacción de su dueño, proclamó que, en su
nuevo programa, el Partido Obrero Alemán renegaba del internacionalismo [3].
II
«Partiendo de estos principios, el Partido Obrero Alemán aspira, por todos los medios legales, a implantar el
Estado libre —y— la sociedad socialista; a abolir el sistema del salario, con la ley de bronce —y— la
explotación bajo todas sus formas; a suprimir toda desigualdad social y política».
Sobre lo del Estado «libre», volveré más adelante.
Así pues, de aquí en adelante, el Partido Obrero Alemán ¡tendrá que comulgar con la «ley de bronce del salario»
lassalleana! Y para que esta «ley» no vaya a perderse, se comete el absurdo de hablar de «abolir el sistema de
salario» (lo correcto hubiera sido decir el sistema de trabajo asalariado) «con su ley de bronce». Si suprimo el
trabajo asalariado, suprimo también, evidentemente, sus leyes, sean de «bronce» o de corcho. Lo que pasa es que
la lucha de Lassalle contra el trabajo asalariado, gira casi toda ella en torno a esa llamada ley. Por tanto, para
demostrar que la secta de Lassalle ha triunfado, hay que abolir «el sistema del salario, con su ley de bronce», y
no sin ella.
De la «ley de bronce del salario» no pertenece a Lassalle, como es sabido, más que la expresión «de bronce»,
copiada de los «ewigen, ehernen grossen Gesetzen» («las leyes eternas, las grandes leyes de bronce»), de Goethe
[*]. La expresión «de bronce» es la contraseña por la que los creyentes ortodoxos se reconocen. Y si admitimos
la ley con el cuño de Lassalle, y por tanto en el sentido lassalleano, tenemos que admitirla también con su
fundamentación. ¿Y cuál es ésta? Es, como ya señaló Lange, poco después de la muerte de Lassalle, la teoría de
la población de Malthus (predicada por el propio Lange). Pero, si esta teoría es exacta, la mentada ley no se
podrá abolir, por mucho que se suprima el trabajo asalariado, porque esta ley no regirá solamente para el sistema
14
del trabajo asalariado, sino para todo sistema social. Apoyándose precisamente en esto, los economistas han
venido demostrando, desde hace cincuenta años y aun más, que el socialismo no puede acabar [20] con la
miseria, determinada por la misma naturaleza, ¡sino sólo generalizarla, repartirla por igual sobre toda la
superficie de la sociedad!
Pero todo esto no es lo fundamental. Aun prescindiendo plenamente de la falsa concepción lassalleana de esta
ley, el retroceso verdaderamente indignante consiste en lo siguiente:
Después de la muerte de Lassalle, se ha abierto paso en nuestro partido la concepción científica de que el salario
no es lo que parece ser, es decir, el valor —o el precio— del trabajo, sino sólo una forma disfrazada del valor —
o del precio— de la fuerza de trabajo. Con esto, se ha echado por la borda, de una vez para siempre, tanto la
vieja concepción burguesa del salario, como toda crítica dirigida hasta hoy contra esta concepción, y se ha puesto
en claro que el obrero asalariado sólo está autorizado a trabajar para mantener su propia vida, es decir, a vivir, si
trabaja gratis durante cierto tiempo para el capitalista (y, por tanto, también para los que, con él, se embolsan la
plusvalía); que todo el sistema de producción capitalista gira en torno a la prolongación de este trabajo gratuito,
alargando la jornada de trabajo o desarrollando la productividad, o sea, acentuando la tensión de la fuerza de
trabajo, etc.; que, por tanto, el sistema del trabajo asalariado es un sistema de esclavitud, una esclavitud que se
hace más dura a medida que se desarrollan las fuerzas sociales productivas del trabajo, aunque el obrero esté
mejor o peor remunerado. Y cuando esta concepción va ganando cada vez más terreno en el seno de nuestro
partido, ¡se retrocede a los dogmas de Lassalle, a pesar de que hoy ya nadie puede ignorar que Lassalle no sabía
lo que era el salario, sino que, yendo a la zaga de los economistas burgueses, tomaba la apariencia por la esencia
de la cosa!
Es como si, entre esclavos que al fin han descubierto el secreto de la esclavitud y se rebelan contra ella, viniese
un esclavo fanático de las ideas anticuadas y escribiese en el programa de la rebelión: ¡la esclavitud debe ser
abolida porque el sustento de los esclavos, dentro del sistema de la esclavitud, no puede pasar de un cierto límite,
sumamente bajo!
El mero hecho que los representantes de nuestro partido fuesen capaces de cometer un atentado tan monstruoso
contra una concepción tan difundida entre la masa del partido, prueba por sí solo la ligereza criminal, la falta de
escrúpulos con que se ha acometido la redacción de este programa de compromiso.
En vez de la vaga frase final del párrafo: «suprimir toda desigualdad social y política», lo que debiera haberse
dicho, es que con la abolición de las diferencias de clase, desaparecen por sí mismas las desigualdades sociales y
políticas que de ellas emanan.
III
«Para preparar el camino a la solución del problema social, el Partido Obrero Alemán exige que se creen
cooperativas de producción, con la ayuda del Estado y bajo el control democrático del pueblo trabajador. En la
industria y en la agricultura, las cooperativas de producción deberán llamarse a la vida en proporciones tales que
de ellas surja la organización socialista de todo trabajo».
Después de la «ley de bronce del salario» de Lassalle, viene la panacea del profeta. Y se le «prepara el camino»
de un modo digno. La lucha de clases existente es sustituida por una frase de periodista «el problema social»,
para cuya «solución» se «prepara el camino». La «organización socialista de todo el trabajo» no resulta del
proceso revolucionario de transformación de la sociedad, sino que «surge» de «la ayuda del Estado», ayuda que
el Estado presta a cooperativas de producción «llamadas a la vida» por él y no por los obreros. ¡Esta fantasía de
que con empréstitos del Estado se puede construir una nueva sociedad como se construye un nuevo ferrocarril es
digna de Lassalle!
15
Por un resto de pudor, se coloca «la ayuda del Estado» bajo el control democrático del «pueblo trabajador».
Pero, en primer lugar, el «pueblo trabajador», en Alemania, está compuesto, en su mayoría, por campesinos, y no
por proletarios.
En segundo lugar, «democrático» quiere decir en alemán «gobernado por el pueblo» («volksherrschaftlich»). ¿Y
qué es eso del «control gobernado por el pueblo del pueblo trabajador»? Y, además, tratándose de un pueblo
trabajador que, por el mero hecho de plantear estas reivindicaciones al Estado, exterioriza su plena conciencia de
que ¡ni está en el poder ni se halla maduro para gobernar!
Huelga entrar aquí en la crítica de la receta prescrita por Buchez, bajo el reinado de Luis Felipe, por oposición a
los socialistas franceses, y aceptada por los obreros reaccionarios de «L'Atelier» [4]. Lo verdaderamente
escandaloso no es tampoco el que se haya llevado al programa esta cura milagrosa específica, sino el que se
abandone el punto de vista del movimiento de clases, para retroceder al del movimiento de sectas.
El que los obreros quieran establecer las condiciones de producción colectiva en toda la sociedad y ante todo en
su propia casa, en una escala nacional, sólo quiere decir que laboran por subvertir las actuales condiciones de
producción, y eso nada tiene que ver con la fundación de sociedades cooperativas con la ayuda del [22] Estado,
Y, por lo que se refiere a las sociedades cooperativas actuales, éstas sólo tienen valor en cuanto son creaciones
independientes de los propios obreros, no protegidas ni por los gobiernos, ni por los burgueses.
IV
Y ahora voy a referirme a la parte democrática.
A. «Base libre del Estado».
Ante todo, según el capítulo II, el Partido Obrero Alemán aspira «al Estado libre».
¿Qué es el Estado libre?
La misión del obrero, que se ha librado de la estrecha mentalidad del humilde súbdito, no es, en modo alguno,
hacer «libre» al Estado. En el Imperio alemán el «Estado» es casi tan «libre» como en Rusia. La libertad consiste
en convertir al Estado de órgano que está por encima de la sociedd en un órgano completamente subordinado a
ella, y las formas del Estado siguen siendo hoy más o menos libres en la medida en que limitan la «libertad del
Estado».
El Partido Obrero Alemán —al menos, si hace suyo este programa— demuestra cómo las ideas del socialismo no
le calan siquiera la piel; ya que, en vez de tomar a la sociedad existente (y lo mismo podemos decir de cualquier
sociedad en el futuro) como base del Estado existente (o del futuro, para una sociedad futura), considera más
bien al Estado como un ser independiente, con sus propios «fundamentos espirituales, morales y liberales».
Y, además, ¡qué decir del burdo abuso que hace el programa de las palabras «Estado actual», «sociedad actual»
y de la incomprensión más burda todavía que manifiesta acerca del Estado, al que dirige sus reivindicaciones!
La «sociedad actual» es la sociedad capitalista, que existe en todos los países civilizados, más o menos libres de
aditamentos medievales, más o menos modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país,
más o menos desarrollada. Por el contrario, el «Estado actual» cambia con las fronteras de cada país. En el
Imperio prusiano-alemán es otro que en Suiza, en Inglaterra, otro que en los Estados Unidos. El «Estado actual»
es, por tanto, una ficción.
16
Sin embargo, los distintos Estados de los distintos países civilizados, pese a la abigarrada diversidad de sus
formas, tienen de común el que todos ellos se asientan sobre las bases de la moderna sociedad burguesa, aunque
ésta se halle en unos sitios más desarrollada que en otros, en el sentido capitalista. Tienen también, [23] por
tanto, ciertos caracteres esenciales comunes. En este sentido, puede hablarse del «Estado actual», por oposición
al futuro, en el que su actual raíz, la sociedad burguesa, se habrá extinguido.
Cabe, entonces, preguntarse: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la sociedad comunista? O, en otros
términos: ¿qué funciones sociales, análogas a las actuales funciones del Estado, subsistirán entonces? Esta
pregunta sólo puede contestarse científicamente, y por más que acoplemos de mil maneras la palabra «pueblo» y
la palabra «Estado», no nos acercaremos ni un pelo a la solución del problema.
Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la
primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no
puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.
Pero el programa no se ocupa de esta última ni de la futura organización estatal de la sociedad comunista [*].
Sus reivindicaciones políticas no se salen de la vieja y consabida letanía democrática: sufragio universal,
legislación directa, derecho popular, milicia del pueblo, etc. Son un simple eco del Partido Popular burgués, de la
Liga por la Paz y la Libertad. Son, todas ellas, reivindicaciones que, cuando no están exageradas hasta verse
convertidas en ideas fantásticas, están ya realizadas. Sólo que el Estado que las ha puesto en práctica no cae
dentro de las fronteras del Imperio alemán, sino en Suiza, en los Estados Unidos, etc. Esta especie de «Estado del
futuro» es ya Estado actual, aunque situado fuera «del marco» del Imperio alemán.
Pero, se ha olvidado una cosa. Ya que el Partido Obrero Alemán declara expresamente que actúa dentro del
«actual Estado nacional», es decir, dentro de su propio Estado, del Imperio prusiano-alemán —de otro modo, sus
reivindicaciones serían, en su mayor parte, absurdas, pues sólo se exige lo que no se tiene— no debía haber
olvidado lo principal, a saber: que todas estas lindas menudencias tienen por base el reconocimiento de la
llamada soberanía del pueblo, y que, por tanto, sólo caben en una república democrática.
Y si no tenía el valor —lo cual es muy cuerdo, pues la situación exige prudencia— de exigir la república
democrática, como lo hacían los programas obreros franceses bajo Luis Felipe y bajo Luis Napoleón, no debía
haberse recurrido al ardid, que ni es «honrado» ni es digno, de exigir cosas, que sólo tienen sentido en una
república democrática, a un Estado que no es más que un despotismo militar de armazón burocrático y blindaje
policíaco, guarnecido de formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por la
burguesía; ¡y, encima, asegurar [24] a este Estado que uno se imagina poder conseguir eso de él «por medios
legales»!
Hasta la democracia vulgar, que ve en la república democrática el reino milenario y no tiene la menor idea de que
es precisamente bajo esta última forma de Estado de la sociedad burguesa donde se va a ventilar definitivamente
por la fuerza de las armas la lucha de clases; hasta ella misma está hoy a mil codos de altura sobre esta especie de
democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía y vedado por la lógica.
Que por «Estado» se entiende, en realidad, la máquina de gobierno, o el Estado en cuanto, por efecto de la
división del trabajo, forma un organismo propio, separado de la sociedad, lo indican ya estas palabras: «el
Partido Obrero Alemán exige como base económica del Estado: un impuesto único y progresivo sobre la renta»,
etc. Los impuestos son la base económica de la máquina de gobierno, y nada más. En el Estado del futuro,
existente ya en Suiza, esta reivindicación está casi realizada. El impuesto sobre la renta presupone las diferentes
fuentes de ingresos de las diferentes clases sociales, es decir, la sociedad capitalista. No tiene, pues, nada de
extraño que los Financial Reformers [*] de Liverpool —que son burgueses, con el hermano de Gladstone al
frente— planteen la misma reivindicación que el programa.
17
B. «El Partido Obrero Alemán exige, como base espiritual y moral de Estado:
1. Educación popular general e igual a cargo del Estado. Asistencia escolar obligatoria para todos. Instrucción
gratuita».
¿ Educación popular igual ? ¿Qué se entiende por esto?. ¿Se cree que en la sociedad actual (que es la de que se
trata), la educación puede ser igual para todas las clases? ¿O lo que se exige es que también las clases altas sean
obligadas por la fuerza a conformarse con la modesta educación que da la escuela pública, la única compatible
con la situación económica, no sólo del obrero asalariado, sino también del campesino?
«Asistencia escolar obligatoria para todos. Instrucción gratuita». La primera existe ya, incluso en Alemania; la
segunda, en Suiza y en los Estados Unidos, en lo que a las escuelas públicas se refiere. El que en algunos Estados
de este último país sean «gratuitos» también los centros de instrucción media, sólo significa, en realidad, que allí
a las clases altas se les pagan sus gastos de educación a costa del fondo de los impuestos generales. Y —dicho
[25] sea incidentalmente— esto puede aplicarse también a la «administración de justicia con carácter gratuito»,
de que se habla en el punto A, 5 del programa. La justicia en lo criminal es gratuita en todas partes; la justicia
civil gira casi exclusivamente en torno a los pleitos sobre la propiedad y afecta, por tanto, casi únicamente a las
clases poseedoras. ¿Se pretende que éstas ventilen sus pleitos a costa del Tesoro público?
El párrafo sobre las escuelas debería exigir, por lo menos, escuelas técnicas (teóricas y prácticas), combinadas
con las escuelas públicas.
Eso de «educación popular a cargo del Estado» es absolutamente inadmisible. ¡Una cosa es determinar, por
medio de una ley general, los recursos de las escuelas públicas, las condiciones de capacidad del personal
docente, las materias de enseñanza, etc., y velar por el cumplimiento de estas prescripciones legales mediante
inspectores del Estado, como se hace en los Estados Unidos, y otra cosa, completamente distinta, es nombrar al
Estado educador del pueblo! Lejos de esto lo que hay que hacer es substraer la escuela a toda influencia por parte
del Gobierno y de la Iglesia. Sobre todo en el Imperio prusiano-alemán (y no vale salirse con el torpe subterfugio
de que se habla de un «Estado futuro»; ya hemos visto lo que es éste), es, por el contrario, el Estado el que
necesita recibir del pueblo una educación muy severa.
Pese a todo su cascabeleo democrático, el programa está todo él infestado hasta el tuétano de la fe servil de la
secta lassalleana en el Estado; o —lo que no es mejor ni mucho menos— de la superstición democrática ; o es
más bien un compromiso entre estas dos supersticiones, ninguna de las cuales tiene nada que ver con el
socialismo.
«Libertad de la ciencia»; la estatuye ya un párrafo de la Constitución prusiana. ¿Para qué, pues, traer ésta aquí?
«¡Libertad de conciencia!» Si, en estos tiempos de Kulturkampf [5], se quería recordar al liberalismo sus viejas
consignas, sólo podía hacerse, naturalmente, de este modo: todo el mundo tiene derecho a satisfacer sus
necesidades religiosas, lo mismo que a hacer sus necesidades físicas sin que la policía tenga que meter las narices
en ello. Pero el Partido Obrero, aprovechando la ocasión, tenía que haber expresado aquí su convicción de que
«la libertad de conciencia» burguesa se limita a tolerar cualquier género de libertad de conciencia religiosa,
mientras que él aspira, por el contrario, a liberar la conciencia de todo fantasma religioso. Pero, se ha preferido
no salirse de los límites «burgueses».
Y con esto, llego al final, pues el apéndice que viene después del programa, no constituye una parte característica
del mismo. Por tanto, procuraré ser muy breve.
2. «Jornada normal de trabajo».
18
En ningún país se limita el Partido Obrero a formular una reivindicación tan vaga, sino que fija siempre la
duración de la jornada de trabajo que, bajo las condiciones concretas, se considera normal.
3. «Restricción del trabajo de la mujer y prohibición del trabajo infantil».
La reglamentación de la jornada de trabajo debe incluir ya la restricción del trabajo de la mujer, en cuanto se
refiere a la duración, descansos, etc., de la jornada; de no ser así, sólo puede equivaler a la prohibición del trabajo
de la mujer en las ramas de producción que sean especialmente nocivas para el organismo femenino o
inconvenientes, desde el punto de vista moral, para este sexo. Si es esto lo que se ha querido decir, debió haberse
dicho.
«Prohibición del trabajo infantil». Aquí, era absolutamente necesario señalar el límite de la edad.
La prohibición general del trabajo infantil es incompatible con la existencia de la gran industria y, por tanto, un
piadoso deseo, pero nada más.
El poner en práctica esta prohibición —suponiendo que fuese factible— sería reaccionario, ya que, reglamentada
severamente la jornada de trabajo según las distintas edades y aplicando las demás medidas preventivas para la
protección de los niños, la combinación del trabajo productivo con la enseñanza desde una edad temprana es uno
de los más potentes medios de transformación de la sociedad actual.
4. «Inspección por el Estado de la industria en las fábricas, en los talleres y a domicilio».
Tratándose del Estado prusiano-alemán, debía exigirse, taxativamente, que los inspectores sólo pudieran ser
destituidos por sentencia judicial; que todo obrero pudiera denunciarlos a los tribunales por transgresiones en el
cumplimiento de su deber; y que perteneciesen a la profesión médica.
5. «Reglamentación del trabajo en las prisiones».
Mezquina reivindicación, en un programa general obrero. En todo caso, debió proclamarse claramente que no se
quería, por celos de competencia, ver tratados a los delincuentes comunes [27] como a bestias, y, sobre todo, que
no se les quería privar de su único medio de corregirse: el trabajo productivo. Era lo menos que podía esperarse
de socialistas.
6. «Una ley eficaz de responsabilidad civil».
Había que haber dicho qué se entiende por ley «eficaz» de responsabilidad civil.
Diremos de paso que, al hablar de la jornada normal de trabajo, no se ha tenido en cuenta la parte de la
legislación fabril que se refiere a las medidas sanitarias y medios de protección contra los accidentes, etc. La ley
de responsabilidad civil sólo entra en acción después de infringidas estas prescripciones.
En una palabra, también el apéndice se caracteriza por su descuidada redacción.
Dixi et salvavi animan meam [*]
Escrito por C. Marx en abril y a principios de mayo de 1875.
Publicado (con ciertas omisiones), en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 1
19
NOTAS
[1]
1 El trabajo de Marx "Crítica del Programa de Gotha", escrito en 1875, consta de observaciones críticas al proyecto del futuro partido
obrero unificado de Alemania. El proyecto pecaba de graves errores y hacía concesiones de principio a los lassalleanos. Marx y Engels,
a la vez que aprobaban la creación del partido socialista único de Alemania, se pronunciaron en contra del compromiso ideológico con
los lassalleanos y lo sometieron a dura crítica.- 5, 9, 450
[*] Véase la presente edición, t. 2, pág. 14 (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 1, pág. 120. (N. de la Edit.)
[**]Por lo visto, Hasselmann, redactor jefe de "Neuer Sozial-Demokrat" («Nuevo Socialdemócrata»). (N. de la Edit.)
[2] 10 La Liga por la Paz y la Libertad era una organización burguesa pacifista fundada en 1867 en Suiza por republicanos y liberales
pequeñoburgueses. Con sus declaraciones acerca de la posibilidad de acabar con la guerra mediante la creación de los «Estados Unidos
de Europa», la Liga sembraba entre las masas falsas ilusiones y apartaba al proletariado de la lucha de clase.- 18, 30
[3] 11 "Norddeutsche Allgemeine Zeitung" («Periódico General de Alemania del Norte»): diario reaccionario que se publicó en Berlín
desde 1861 hasta 1918; en los años 60-80 fue órgano oficial del Gobierno de Bismarck; Marx se refiere al artículo aparecido en el
periódico del 20 de marzo de 1875.- 19
[*]De la poesía de Goethe "Lo Divino". (N. de la Edit.)
[4] 12 "L'Atelier" («El Taller»): revista mensual francesa que se publicaba en París desde 1840 hasta 1850; órgano de artesanos y
obreros influenciados por el socialismo cristiano.- 21
[*]Staatswesen (organización estatal) es la palabra que utiliza Marx en este caso. Para justificar sus puntos de vista, la camarilla
revisionista de Jruschov afirmó que esa Staatwesen en la sociedad comunista a que se refería Marx, «ya no es la dictadura del
proletariado», sino otro tipo de estado como podía serlo el «estado de todo el pueblo». El Presidente Mao Tsetung rebatió esa
tergiversación en el artículo de la polémica "Acerca del falso comunismo de Jruschov y sus lecciones históricas para el mundo", en el
capítulo dedicado especialmente a refutar el llamado «estado de todo el pueblo». En este edición de las Obras Escogidas de Marx y
Engels, fechada en Moscú en 1974, se sustituye el término «organización estatal» por él de «Estado», «Estado futuro de la sociedad
comunista». La falsificación es evidente.
[*]Partidarios de la reforma financiera. (N. de la Edit.)
[5] 13 "Kulturkampf" («Lucha por la cultura»): denominación dada por los liberales burgueses al sistema de medidas legislativas del
Gobierno de Bismarck en los años 70 del siglo XIX llevadas a la práctica bajo la bandera de la lucha por la cultura laica. En Ios años
80, Bismarck abolió la mayor parte de estas medidas, con el fin de unir las fuerzas reaccionarias.- 25, 410, 448
[*] He dicho y salvado mi alma. (N. de la Edit.)
20
F. Engels
CARTA A A. BEBEL
Londres, 18-28 de marzo de 1875.
Querido Bebel:
He recibido su carta del 23 de febrero, y me alegra que su estado de salud sea tan satisfactorio.
Me pregunta usted cuál es nuestro criterio sobre la historia de la unificación. Desgraciadamente, nos ha pasado lo
mismo que a usted. Ni Liebknecht ni nadie nos ha dado ninguna noticia, por lo cual tampoco nosotros sabemos
más que lo que dicen los periódicos, que no trajeron nada, hasta que hace unos ocho días recibimos el proyecto
de programa. Este nos ha causado, ciertamente, bastante asombro.
Nuestro partido ha tendido con tanta frecuencia la mano a los partidarios de Lassalle para la conciliación, o
cuando menos para llegar a algún acuerdo, y los Hasenclever, Hasselmann y Tölcke la han rechazado siempre de
un modo tan persistente y desdeñoso que hasta a un niño podría ocurrírsele que si ahora esos señores vienen a
nosotros por sí solos y nos ofrecen la conciliación, es porque deben encontrarse en una situación muy apurada.
Dado el carácter, sobradamente conocido, de esta gente, el deber de todos nosotros era el de aprovechar este
apuro para arrancar toda clase de garantías y no permitir que esta gente afianzase de nuevo su insegura posición
ante la opinión obrera a costa de nuestro partido. Había que haberles acogido con extraordinaria frialdad y
desconfianza, hacer depender la unificación del grado en que estuviesen dispuestos a renunciar a sus consignas
sectarias y a su ayuda [29] del Estado, y adoptar, en lo esencial, el programa de Eisenach de 1869 [1], o una
versión del mismo corregida y adaptada a los momentos actuales. En el aspecto teórico, es decir, en lo que es
decisivo para el programa, nuestro partido no tiene absolutamente nada que aprender de los de Lassalle, pero
ellos sí que tienen que aprender de él; la primera condición para la unidad debía haber sido que dejasen de ser
sectarios, que dejasen de ser lassalleanos, y, por tanto y ante todo, que renunciasen a la panacea universal de la
ayuda del Estado, o por lo menos, que la reconociesen como una de tantas medidas transitorias y secundarias. El
proyecto de programa demuestra que nuestra gente, situada a cien codos por encima de los dirigentes
lassalleanos en lo que a la teoría se refiere, está a cien brazos por debajo de ellos en cuanto a habilidad política;
los «honrados» *****[*] se han visto, una vez más, cruelmente burlados por los pícaros.
En primer lugar, se acepta la rimbombante, pero históricamente falsa, frase de Lassalle: frente a la clase obrera,
todas las otras no forman más que una masa reaccionaria. Esta tesis sólo es exacta en algunos casos
excepcionales, por ejemplo, en una revolución del proletariado como la Comuna, o en un país donde no ha sido
la burguesía sola la que ha creado el Estado y la sociedad a su imagen y semejanza, sino que después de ella ha
venido la pequeña burguesía democrática y ha llevado hasta sus últimas consecuencias el cambio operado. Si,
por ejemplo, en Alemania, la pequeña burguesía democrática perteneciese a esta masa reaccionaria, ¿cómo podía
el Partido Obrero Socialdemócrata haber marchado hombro con hombro con ella, con el Partido Popular [2] En
1866 al Partido Popular Alemán se adhirió el Partido Popular Sajón, cuyo núcleo fundamental constaba de
obreros. Este ala izquierda, que compartía el deseo del Partido Popular de resolver la cuestión de la unificación
del país por vía democrática, participó en la creación, en agosto de 1869, del Partido Obrero Socialdemócrata
Alemán.- 7, 23, 29, durante varios años? ¿Cómo podía el "Volksstaat" [3] "Der Volksstaat" («El Estado
Popular»): órgano central del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán (eisenachianos); se publicó en Leipzig
desde el 2 de octubre de 1869 hasta el 29 de septiembre de 1876. La dirección general del periódico corría a
cargo de G. Liebknecht. Marx y Engels colaboraban en el periódico, ayudando constantemente en la redacción
del mismo.- 8, 29 tomar la casi totalidad de su contenido político de la "Frankfurter Zeitung" [4], periódico
democrático pequeñoburgués? ¿Y cómo pueden incluirse en este mismo programa siete reivindicaciones, por lo
menos, que coinciden directa y literalmente con el programa del Partido Popular y de la democracia
21
pequeñoburguesa? Me refiero a las siete reivindicaciones políticas (de la 1 a la 5 y la 1 y la 2), entre las cuales no
hay una sola que no sea democrático-burguesa [5] «El Partido Obrero Alemán exige, como base libre del Estado:
1 . Sufragio universal, igual, directo y secreto para todos los hombres, desde los 21 años, en todas las elecciones
nacionales y municipales; 2 . Legislación directa por el pueblo con derecho de iniciativa y de veto; 3 .
Instrucción militar general. Milicias del pueblo en lugar de ejército permanente. Las decisiones acerca de la
guerra y de la paz las tomará la representación del pueblo; 4 . Derogación de todas las leyes de excepción,
especialmente las de prensa, reunión y asociación; 5 . Administración de justicia por el pueblo y con carácter
gratuito.
El Partido Obrero Alemán exige, como fundamento espiritual y moral del Estado:
1 . Educación popular general e igual, a cargo del Estado. Asistencia escolar obligatoria para todos. Instrucción
gratuita. 2 . Libertad de la ciencia. Libertad de conciencia».- 29.
En segundo lugar, se reniega prácticamente por completo, para el presente, del principio internacionalista del
movimiento obrero, ¡y esto lo hacen hombres que por espacio de cinco años y en las circunstancias más duras
mantuvieron de un modo glorioso este principio! La posición que ocupan los obreros alemanes a la cabeza del
movimiento europeo se debe, esencialmente, a la actitud auténticamente internacionalista mantenida por ellos
durante la guerra [6]; ningún otro proletariado se hubiera portado tan bien. [30] ¡Y ahora va a renegar de este
principio, en el momento en que en todos los países del extranjero los obreros lo recalcan con la misma
intensidad que los gobiernos tratan de reprimir todo intento de imponerlo en una organización! ¿Y qué queda en
pie del internacionalismo del movimiento obrero? ¡La pálida perspectiva, no ya de una futura acción conjunta de
los obreros europeos para su emancipación, sino de una futura «fraternidad internacional de los pueblos», de los
«Estados Unidos de Europa» de los burgueses de la Liga por la Paz [7]!
No había, naturalmente, para qué hablar de la Internacional como tal. Pero al menos no debía haberse dado
ningún paso atrás respecto al programa de 1869 y decir, por ejemplo, que aunque el Partido Obrero Alemán
actúa, en primer término, dentro de las fronteras del Estado del que forma parte (no tiene ningún derecho a
hablar en nombre del proletariado europeo, ni, sobre todo, a decir, nada que sea falso), tiene conciencia de su
solidaridad con los obreros de todos los países y estará siempre dispuesto a seguir cumpliendo, como hasta ahora,
con los deberes que esta solidaridad impone. Estos deberes existen, aunque uno no se considere ni se proclame
parte de la Internacional; son, por ejemplo, el deber de ayudar en caso de huelga y paralizar el envío de
esquiroles, preocuparse de que los órganos del partido informen a los obreros alemanes sobre el movimiento
extranjero, organizar campañas de agitación contra las guerras dinásticas inminentes o que han estallado ya, una
actitud frente a éstas como la mantenida ejemplarmente en 1870 y 1871, etc.
En tercer lugar, nuestra gente se ha dejado imponer la «ley de bronce del salario» lassalleana, basada en un
criterio económico completamente anticuado, a saber: que el obrero no recibe, por término medio, más que el
mínimo de salario, y esto porque según la teoría de la población de Malthus, hay siempre obreros de sobra (ésta
era la argumentación de Lassalle). Ahora bien: Marx ha demostrado minuciosamente, en "El Capital", que las
leyes que regulan el salario son muy complejas, que tan pronto predominan unas como otras, según las
circunstancias; que, por tanto, estas leyes no son, en modo alguno, de bronce, sino, por el contrario, muy
elásticas, y que el problema no puede resolverse así, en dos palabras, como creía Lassalle. La fundamentación
que da Malthus de la ley que Lassalle toma de él y de Ricardo (falseando a este último), tal como puede verse,
por ejemplo, citada de otro folleto de Lassalle, en el "Libro de lecturas para obreros", pag. 5, ha sido refutada con
todo detalle por Marx en el capítulo sobre el proceso de acumulación del capital *********[*]. Así pues, al adoptar
[31] la «ley de bronce» de Lassalle, se han pronunciado a favor de un principio falso y de una falsa
fundamentación del mismo.
En cuarto lugar, el programa plantea como única reivindicación social la ayuda estatal lassalleana en su forma
más descarada, tal como Lassalle la plagió de Buchez. ¡Y esto, después de que Bracke demostró de sobra la
22
inutilidad de esta reivindicación [8]; después de que casi todos, si no todos, los oradores de nuestro partido se
han visto obligados, en su lucha contra los lassalleanos, a pronunciarse en contra de esta «ayuda del Estado»!
Nuestro partido no podía llegar a mayor humillación. ¡El internacionalismo rebajado a la altura de un Armand
Gögg, el socialismo, a la del republicano burgués Buchez, que planteaba esta reivindicación frente a los
socialistas, para combatirlos!
En el mejor de los casos, la «ayuda del Estado», en el sentido lassalleano, no es más que una de tantas medidas
para conseguir el objetivo que aquí se define con las torpes palabras de «para preparar el camino a la solución del
problema social», ¡como si para nosotros existiese todavía un problema social que estuviese teóricamente sin
resolver! Si, por tanto, se dijera: el Partido Obrero Alemán aspira a abolir el trabajo asalariado, y con él las
diferencias de clase, implantando la produccción cooperativa en la industria y en la agricultura en una escala
nacional, y aboga por todas y cada una de las medidas adecuadas a la consecución de este fin, ningún lassalleano
tendría nada que objetar contra esto.
En quinto lugar, no se dice absolutamente nada de la organización de la clase obrera como tal clase, por medio de
los sindicatos. Y éste es un punto muy esencial, pues se trata de la verdadera organización de clase del
proletariado, en la que éste ventila sus luchas diarias con el capital, en la que se educa y disciplina a sí mismo, y
aún hoy día, con la más negra reacción (como ahora en París), no se la puede aplastar. Dada la importancia que
esta organización ha adquirido también en Alemania, hubiera sido, a nuestro juicio, absolutamente necesario
mencionarla en el programa y reservarle, a ser posible, un puesto en la organización del partido.
Todo esto ha hecho nuestra gente para complacer a los lassalleanos. ¿Y en qué han cedido los otros? En que
figuren en el programa un montón de reivindicaciones puramente democráticas y bastante embrolladas, algunas
de las cuales no son más que cuestión de moda, como, por ejemplo, la «legislación por el pueblo», que existe en
Suiza, donde produce más perjuicios que beneficios, si es que puede decirse que produce algo. Si se dijera
«administración por el pueblo», quizá tendría algún sentido. Falta, igualmente, la primera condición de toda
libertad: que todos los funcionarios sean responsables en cuanto a sus actos de servicio [32] respecto a todo
ciudadano, ante los tribunales ordinarios y según las leyes generales. Y no quiero hablar de reivindicaciones
como la de libertad de la ciencia y la libertad de conciencia, que figuran en todo programa liberal burgués y que
aquí suenan a algo extraño.
El Estado popular libre se ha convertido en el Estado libre. Gramaticalmente hablando, Estado libre es un Estado
que es libre respecto a sus ciudadanos, es decir, un Estado con un Gobierno despótico. Habría que abandonar
toda esa charlatanería acerca del Estado, sobre todo después de la Comuna, que no era ya un Estado en el
verdadero sentido de la palabra. Los anarquistas nos han echado en cara más de la cuenta esto del «Estado
popular», a pesar de que ya la obra de Marx contra Proudhon [*], y luego el "Manifiesto Comunista" *[*] dicen
claramente que, con la implantación del régimen social socialista, el Estado se disolverá por sí mismo [sich
auflöst] y desaparecerá. Siendo el Estado una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la
revolución, para someter por la violencia a los adversarios, es un absurdo hablar de Estado popular libre:
mientras que el proletariado necesite todavía del Estado no lo necesitará en interés de la libertad, sino para
someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por
eso nosotros propondríamos remplazar en todas partes la palabra Estado por la palabra ´comunidad'
(Gemeinwesen), una buena y antigua palabra alemana equivalente a la palabra francesa Commune **[*].
«Supresión de toda desigualdad social y política», en vez de «abolición de todas las diferencias de clase», es
también una frase muy dudosa. De un país a otro, de una región a otra, incluso de un lugar a otro, existirá
siempre una cierta desigualdad en cuanto a las condiciones de vida, que podrá reducirse al mínimo, pero jamás
suprimirse por completo. Los habitantes de los Alpes vivirán siempre en condiciones distintas que los habitantes
del llano. La concepción de la sociedad socialista como el reino de igualdad, es una idea unilateral francesa,
apoyada en el viejo lema de «libertad, igualdad, fraternidad»; una concepción que tuvo su razón de ser como fase
de desarrollo en su tiempo y en su lugar, pero que hoy debe ser superada, al igual que todo lo que hay de
23
unilateral en las escuelas socialistas anteriores, ya que sólo origina confusiones, y porque además se han
descubierto fórmulas más precisas para presentar el problema.
Y termino aquí, aunque habría que criticar casi cada palabra de este programa, redactado además sin jugo y sin
brío. Hasta tal punto que, caso de ser aprobado, Marx y yo jamás podríamos militar en el nuevo partido erigido
sobre esta base y tendríamos que meditar muy seriamente qué actitud habríamos de adoptar frente a él, incluso
públicamente. Tenga usted en cuenta que, en el extranjero, se nos considera a nosotros responsables de todas y
cada una de las manifestaciones y de los actos del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán. Así, por ejemplo,
Bakunin en su obra "Política y Anarquía" nos hace responsables de cada palabra irreflexiva pronunciada y escrita
por Liebknecht desde la fundación del "Demokratisches Wochenblatt" [9]. La gente se imagina, en efecto, que
nosotros dirigimos desde aquí todo el asunto, cuando usted sabe tan bien como yo, que casi nunca nos hemos
mezclado en lo más mínimo en los asuntos internos del partido, y cuando lo hemos hecho, sólo ha sido para
corregir, en lo posible, los errores que a nuestro juicio se habían cometido, y además, sólo cuando se trataba de
errores teóricos. Pero usted mismo comprenderá que este programa representa un viraje, el cual fácilmente
podría obligarnos a declinar toda responsabilidad respecto al partido que lo adopte.
En general, importan menos los programas oficiales de los partidos que sus actos. Pero un nuevo programa es
siempre, a pesar de todo, una bandera que se levanta públicamente y por la cual los de fuera juzgan al partido. No
debería, por tanto, en modo alguno, representar un retroceso como el que representa éste, comparado con el de
Eisenach. Y habría también que tener en cuenta lo que los obreros de otros países dirán de este programa; la
impresión que ha de producir esta genuflexión de todo el proletariado socialista alemán ante el lassalleísmo.
Además, yo estoy convencido de que la unión hecha sobre esta base no durará ni un año. ¿Van las mejores
cabezas de nuestro partido a prestarse a aprender de memoria y recitar de corrido las tesis lassalleanas sobre la
ley de bronce del salario y la ayuda del Estado? ¡Aquí quisiera yo verle a usted, por ejemplo! Y si fuesen capaces
de hacerlo, el auditorio les silbaría. Y estoy seguro de que los lassalleanos se aferran precisamente a estas partes
del programa como Shylock a su libra de carne [*]. Vendrá la escisión; pero habremos devuelto «la honra» a los
Hasselmann, los Hasenclever, los Tölcke y consortes; nosotros saldremos debilitados de la escisión y los
lassalleanos fortalecidos; nuestro partido habrá perdido su virginidad política y jamás podrá volver a combatir
con valentía [34] la fraseología de Lassalle, que él mismo ha llevado inscrita en sus banderas durante algún
tiempo; y si entonces los lassalleanos vuelven a decir que ellos son el verdadero y único partido obrero y que los
nuestros son unos burgueses, allí estará el programa para demostrarlo. Cuantas medidas socialistas figuran en él,
proceden de ellos, y lo único que nuestro partido ha puesto son las reivindicaciones tomadas de la democracia
pequeñoburguesa, ¡a la cual también él considera, en el mismo programa, como parte de la «masa reaccionaria»!
No he echado esta carta al correro, ya que no saldrá usted en libertad hasta el 1 de abril, en honor del cumpleaños
de Bismarck, y no quería exponerla al riesgo de que la interceptasen si se intentaba pasarla de contrabando.
Mientras, acabo de recibir una carta de Bracke, al que también ofrece graves reparos el programa y que quiere
conocer nuestra opinión. Por eso, y para ganar tiempo, se la envío por intermedio suyo, para que la lea y así no
necesito escribirle también a él, repitiéndole toda la historia. Por lo demás, también a Ramm le he hablado claro,
y a Liebknecht le he escrito sólo concisamente. A él no le perdono que no nos haya dicho ni una palabra de todo
el asunto (mientras Ramm y otros creían que nos había informado detalladamente), hasta que se hizo, por decirlo
así, demasiado tarde. Cierto que siempre ha hecho lo mismo --y de aquí el montón de cartas desagradables que
Marx y yo hemos cambiado con él--, pero esta vez la cosa es demasiado grave y, decididamente, no
marcharemos con él por ese camino.
Arregle usted las cosas para venirse en el verano. Se alojará usted, naturalmente, en mi casa y, si hace buen
tiempo, podremos ir un par de días a bañarnos en el mar, cosa que le vendrá a usted muy bien, después después
del largo encarcelamiento.
Cordialmente suyo, F. E.
24
[1]
6 En Eisenach, en el Congreso panalemán de los socialdemóctatas de Alemania, Austria y Suiza, celebrado del 7
al 9 de agosto de 1869, fue instituido el Partido Obrero Socialdemócrata Alemán, conocido luego con el nombre
de partido de los eisenachianos. El programa adoptado en el Congreso respondía enteramente al espíritu de la
Internacional.- 7, 29
[******] Se llaman «honrados» a los eisenachianos. (N. de la Edit.)
[2] 8 El Partido Popular Alemán, fundado en 1865, constaba de elementos democráticos de la pequeña burguesía
y, en parte, de la burguesía, principalmente de los Estados del Sur de Alemania. Al aplicar una política
antiprusiana y presentar consignas democráticas generales, este partido reflejaba, al propio tiempo, tendencias
particularistas de ciertos Estados alemanes. Al hacer propaganda de la idea del Estado alemán federal, era
contraria a la unificación de Alemania bajo la forma de república democrática centralizada única.
[3] 9 Se alude a la editorial del Partido Obrero Socialdemócrata que publicaba el periódico "Der Volksstaat" y
literatura socialdemocrática. El director de la editorial era A. Bebel.
[4] 14 "Frankfurter Zeitung und Handelsblatt" («Periódico de Francfort y Hoja del Comercio»): diario de
orientación democrática pequeñoburguesa; se publicó desde 1856 (con este nombre desde 1866) hasta 1943.- 29
[5] 15 Trátase de los siguientes puntos del proyecto de Programa de Gotha:
[6] 16 Se trata de la guerra franco-prusiana de 1870-1871.- 29
[7] 10 La Liga por la Paz y la Libertad era una organización burguesa pacifista fundada en 1867 en Suiza por
republicanos y liberales pequeñoburgueses. Con sus declaraciones acerca de la posibilidad de acabar con la
guerra mediante la creación de los «Estados Unidos de Europa», la Liga sembraba entre las masas falsas
ilusiones y apartaba al proletariado de la lucha de clase.- 18, 30
[**********] C. Marx, "El Capital", t. I, 7 sección, "El proceso de acumulación del capital". (N. de la Edit.)
[8] 17 Véase W. Bracke. "Der Lassalle'sche Vorschlag", Braunschweig, 1873, («La propuesta de Lassalle»,
Brunswick, 1873).- 31
[*]C. Marx, "«La miseria de la filosofía». Respuesta a la «Filosofía de la miseria» del señor Proudhon". (N. de la
Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140 (N. de la Edit.)
[***]Esta carta la cita Lenin en "El Estado y la Revolución", en el capítulo IV, apartado 3. Esta carta de 1875 fue
publicada por primera vez por Bebel en el segundo tomo de sus memorias ("De mi vida"), que aparecieron en
1911, es decir, 36 años después de escrita y enviada aquella carta. En la edición que estamos utilizando de las
Obras Escogidas de Marx y Engels en vez de las palabras «remplazar en todas partes» están las palabras «decir
siempre». Como Engels está criticando un proyecto de programa, señalando sus defectos, lo más justo es el uso
de las palabras «remplazar en todas partes», tal y como están en la cita señalada de "El Estado y la Revolución".
[9] 18 "Demokratisches Wochenblatt" («Semanario democrático»): periódico obrero alemán, se publicó con ese
nombre en Leipzig desde enero de 1868 hasta septiembre de 1869 bajo la dirección de G. Liebknecht. El
periódico desempeñó un papel considerable en la creación del Partido Obrero Socialdemócrata Alemán. En el
25
Congreso de Eisenach (1869), el semanario fue proclamado órgano central del partido y denominado "Der
Volksstaat" (véase la nota 9). Marx y Engels colaboraban en el periódico.- 33
[*] Shakespeare. "El Mercader de Venecia", acto I, escena III. (N. de la Edit.)
______________________________________________________
F. ENGELS
CARTA A C. KAUTSKY
Londres, 23 de febrero de 1891.
Querido Kautsky:
Habrás recibido mi apresurada felicitación de anteayer. Volvamos, pues, ahora a nuestro asunto, a la carta de
Marx [*].
El temor de que proporcionase un arma a los adversarios, era infundado. Insinuaciones malignas pueden ser
vertidas contra todos y contra todo, pero, en conjunto, la impresión que produjo entre los adversarios fue de
completa perplejidad ante esta implacable autocrítica, y el sentimiento de ¡qué fuerza interior debe tener un
partido para poder permitirse tales lujos! Esto es lo que se deduce de los periódicos de los adversarios que me has
enviado (¡muchas gracias!) y de los que han llegado a mis manos por otros conductos. Y, francamente hablando,
ésta fue la intención con que yo publiqué el documento. No ignoraba yo que en algunos sitios iba a producir, en
el primer instante, mucha desazón, pero esto era inevitable, y el contenido del documento pesó en mí más que
otras consideraciones. Sabía que el partido era sobradamente fuerte para aguantarlo y calculé que también ahora
aguantaría aquel lenguaje franco, empleado hace quince años, [36] y que se señalaría con justificado orgullo esta
prueba de fuerza y se diría: ¿qué partido puede atreverse a hacer otro tanto? Pero el decirlo se ha dejado a cargo
de los "Arbeiter Zeitung" de Sajonia y de Viena y del "Züricher Post" [1] "Arbeiter-Zeitung" («Periódico
obrero»), órgano de la socialdemocracia austríaca, aparecía en Viena desde 1889. El redactor del periódico era V.
Adler. En la década del 90 publicó varios artículos de F. Engels.
"Sächsische Arbeiter-Zeitung" («Periódico Obrero Sajón»), diario socialdemócrata alemán, a comienzos de la
década del 90, órgano de un grupo semianarquista oposicionista de «jóvenes»; aparecía en Dresde desde 1890
hasta 1908.
"Züricher Post" («Correo de Zurich»), periódico democrático, se publicaba en Zurich de 1879 a 1936.- 36, 516.
Es magnífico de tu parte el que cargues con la responsabilidad de publicarlo en el número 21 de la "Neue Zeit"
[2], pero no olvides que el primer empujón lo di yo, poniéndote, además, por decirlo así, entre la espada y la
pared. Por eso recabo para mí la principal responsabilidad. En cuanto a los detalles, sobre esto siempre se pueden
tener diversos criterios. He tachado y cambiado todas aquellas cosas a las que tú y Dietz habíais puesto reparos, y
si Dietz hubiese señalado más lugares, yo hubiera procurado, dentro de lo posible, ser transigente; siempre os he
dado pruebas de ello. Pero, en cuanto a lo esencial, yo tenía el deber de dar publicidad a la cosa, ya que se ponía
a debate el programa. Y con mayor motivo después del informe de Liebknecht en Halle [3], en el que éste, por
una parte, utilizó sin escrúpulos extractos del documento como si fuesen suyos, y por otra, lo combatió sin
nombrarlo. Marx habría opuesto indispensablemente a semejante versión el original, y yo estaba obligado a hacer
lo mismo. Desgraciadamente, entonces no tenía aún el documento, que encontré mucho más tarde, después de
larga búsqueda.
26
Dices que Bebel te escribe que la forma en Marx trata a Lassalle les ha puesto mala sangre a los viejos
lassalleanos. Es posible. La gente no conocía la verdadera historia, y no estuvo mal explicársela. Yo no tengo la
culpa de que esa gente ignorase que Lassalle debía toda su personalidad al hecho de que Marx le permitió,
durante muchos años, adornarse con los frutos de sus investigaciones como si fuesen de él, dejándole además que
las tergiversase por falta de preparación en materia de Economía. Pero yo soy el albacea literario de Marx, y esto
me impone mis deberes.
Lassalle ha pasado a la historia desde hace 26 años. Y si, mientras estuvo vigente la ley de excepción [4], la
crítica histórica le dejó tanquilo, ya va siendo, por fin, hora de que vuelva por sus fueros y se ponga en claro la
posición de Lassalle respecto a Marx. La leyenda que envuelve y glorifica la verdadera figura de Lassalle no
puede convertirse en artículo de fe para el partido. Por mucho que se quieran destacar los méritos de Lassalle en
el movimiento, su papel histórico dentro de él sigue siendo un papel doble. Al socialista Lassalle le sigue como
la sombra al cuerpo el demagogo Lassalle. Por detrás del agitador y organizador Lassalle, asoma el abogado que
dirige el proceso de la Hatzfeldt [5]: el mismo cinismo en cuanto a la elección de los medios y la misma
predilección por rodearse de gentes turbias y corrompidas, [37] que sólo se utilizan o se desechan como simples
instrumentos. Hasta 1862 fue, en su actuación práctica, un demócrata vulgar específicamente prusiano con
marcadas inclinaciones bonapartistas (precisamente acabo de releer sus cartas a Marx); luego cambió
súbitamente por razones puramente personales y comenzó sus campañas de agitación; y no habían transcurrido
dos años, cuando propugnaba que los obreros debían tomar partido por la monarquía contra la burguesía, y se
enzarzó en tales intrigas con Bismarck, afín a él en carácter, que forzosamente le habrían conducido a traicionar
de hecho el movimiento si, por suerte para él, no le hubiesen pegado un tiro a tiempo. En sus escritos de
agitación, las verdades que tomó de Marx están tan embrolladas con sus propias lucubraciones, generalmente
falsas, que resulta difícil separar unas cosas de otras. El sector obrero que se siente herido por el juicio de Marx,
sólo conoce de Lassalle sus dos años de agitación, y, además, vistos de color de rosa. Pero la crítica histórica no
puede prosternarse eternamente ante tales prejuicios. Para mí, era un deber descubrir de una vez las verdaderas
relaciones entre Marx y Lassalle. Ya está hecho. Con esto puedo contentarme, por el momento. Además, yo
mismo tengo ahora otras cosas que hacer. Y el implacable juicio de Marx sobre Lassalle, ya publicado, se
encargará por sí solo de surtir su efecto e infundir ánimos a otros. Pero, si me viese obligado a ello, no tendría
más remedio que acabar de una vez para siempre con la leyenda de Lassalle.
Tiene gracia el que en la minoría hayan aparecido voces que exigen se imponga una censura a "Neue Zeit". ¿Es
el fantasma de la dictadura de la minoría del tiempo de la ley contra los socialistas (dictadura necesaria y
magníficamente dirigida entonces), o son recuerdos de la difunta organización cuartelera de von Schweitzer? Es,
en verdad, una idea genial pensar en someter la ciencia socialista alemana, después de haberla liberado de la ley
contra los socialistas de Bismarck, a una nueva ley antisocialista que habrían de fabricar y poner en ejecución las
propias autoridades del Partido Socialdemócrata. Por lo demás, la propia naturaleza ha dispuesto que los árboles
no crezcan hasta el cielo.
El artículo del "Vorwärts" [6] Aquí se trata del artículo editorial, publicado en el periódico el 13 de febrero de
1891, en el que la minoría socialdemócrata del Reichsteg expresaba su desacuerdo con las observaciones de
Marx sobre el Programa de Gotha y la apreciación del papel de Lassalle formulada en dichas observaciones.- 37
no me inquieta mucho. Esperaré a que Liebknecht relate a su manera lo ocurrido, y después contestaré a ambos
en el tono más amistoso posible. Habrá que corregir algunas inexactitudes del artículo del "Vorwärts" (por
ejemplo, la de que nosotros no queríamos la unificación, que los acontecimientos han venido a probar que Marx
no estaba en lo cierto, etc.); también habrá que confirmar algunas cosas evidentes. Con esta respuesta pienso dar
por terminado, en cuanto [38] a mí, el debate, caso de que nuevos ataques o afirmaciones inexactas no me
obliguen a dar nuevos pasos.
Dile a Dietz que estoy trabajando en la nueva edición del "Origen" [*]. Pero hoy me escribe Fischer que quiere
¡tres prólogos nuevos! [7].
Tuyo, F. E.
27
[*]
C. Marx, "Crítica del Programa de Gotha". (véase el presente tomo, págs. 7-27). (N. de la Edit.)
[1] 19 Engels enumera los periódicos socialdemócratas en los que en febrero de 1891 fueron insertadas
correspondencias que aprobaban en lo fundamental, la publicación de la obra de Marx "Crítica del Programa de
Gotha".
[2] 20 "Die Neue Zeit" («Tiempos nuevos»); revista teórica de la socialdemocracia alemana, aparecía en
Stuttgart de 1883 a 1923. De 1885 a 1894 publicó varios artículos de F. Engels.- 36, 354, 468, 525
[3] 21 En el Congreso de Halle (véase la nota 4), Liebknecht hizo el informe sobre el programa del partido.- 36
[4] 22 La ley de excepción contra los socialistas fue promulgada en Alemania el 21 de octubre de 1878. En
virtud de esta ley fueron prohibidas todas las organizaciones del Partido Socialdemócrata y las organizaciones
obreras de masas, suspendida la prensa obrera, confiscadas las publicaciones socialistas y represaliados los
socialdemócratas. Bajo la presión del movimiento obrero de masas, la ley fue derogada el 1 de octubre de 1890.36, 93, 122, 451, 512, 513
[5] 23 Se trata del proceso de divorcio de la condesa Sofía de Hatzfeldt que Lassalle dirigía en calidad de
abogado en los años 1846-1856. Exagerando la importancia de este proceso judicial en defensa de una
representante de una antigua familia aristocrática, Lassalle lo equiparaba a la lucha por la causa de los
oprimidos.- 36
[6] 24 "Vorwärts. Berliner Volksblatt" («Adelante. Hoja popular berlinesa»): diario socialdemócrata alemán;
órgano central del Partido Socialdemócrata de Alemania desde 1891. Fundado en 1884, se publicaba bajo el
título mencionado desde 1891.
[*] Se trata de la cuarta edición del "Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado". (N. de la Edit.)
[7] 25 En su carta del 20 de febrero de 1891, Fischer comunicaba a Engels la resolución de la Directiva del
partido de reeditar las obras de Marx "La guerra civil en Francia" y "El trabajo asalariado y el capital" y la obra
de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" y le pedía que escribiese los prefacios
correspondientes.- 38
____________________________________________________
28
F. ENGELS
INTRODUCCION A LA DIALECTICA DE LA
NATURALEZA [1]
En el índice del tercer cuaderno de materiales de "La Dialéctica de la Naturaleza", redactado por Engels, esta
"Introducción" se denomina "Vieja introducción". Puede ponérsele la fecha de 1875 o de 1876. Es posible que la
primera parte de la "Introducción" haya sido escrita en 1875 y la segunda, en la primera mitad de 1876.- 39
Las modernas Ciencias Naturales, las únicas, han alcanzado un desarrollo científico, sistemático y completo, en
contraste con las geniales intuiciones filosóficas que los antiguos aventuraran acerca de la naturaleza, y con los
descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la mayoría de los casos perdidos sin
resultado; las modernas Ciencias Naturales, como casi toda la nueva historia, datan de la gran época que
nosotros, los alemanes, llamamos la Reforma —según la desgracia nacional que entonces nos aconteciera—, los
franceses Renaissance y los italianos Cinquencento ******[*], si bien ninguna de estas denominaciones refleja con
toda plenitud su contenido. Es ésta la época que comienza con la segunda mitad del siglo XV. El poder real,
apoyándose en los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y estableció grandes
monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y en cuyo seno se desarrollaron las naciones
europeas modernas y la moderna sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles
hallábanse aún enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania [2] apuntó proféticamente las futuras
batallas de clase: en ella no sólo salieron a la arena los campesinos insurrecionados [40] —esto no era nada
nuevo—, sino que tras ellos aparecieron los antecesores del proletariado moderno, enarbolando la bandera roja y
con la reivindicación de la propiedad común de los bienes en sus labios. En los manuscritos salvados en la caída
de Bizancio, en las estatuas antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo —la Grecia antigua— se
ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los espectros del medioevo se desvanecieron ante aquellas formas
luminosas; en Italia se produjo un inusitado florecimiento del arte, que vino a ser como un reflejo de la
antigüedad clásica y que jamás volvió a repetirse. En Italia, Francia y Alemania nació una Literatura nueva, la
primera literatura moderna. Poco después llegaron las épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en España.
Los límites del viejo «orbis terrarum» ******[*] fueron rotos; sólo entonces fue descubierto el mundo, en el
sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el subsecuente comercio mundial y para el paso del
artesanado a la manufactura, que a su vez sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue abatida la
dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos germanos se sacudió su yugo y abrazó la religión
protestante, mientras que entre los pueblos románicos iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando
el camino al materialismo del siglo XVIII una serena libertad de pensamiento heredada de los árabes y nutrida
por la filosofía griega, de nuevo descubierta.
Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta entonces; fue una época que
requería titanes y que engendró titanes por la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la
universalidad y la erudición. De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la burguesía podrá
decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de limitación burguesa. Por el contrario: todos ellos
se hallaban dominados, en mayor o menor medida, por el espíritu de aventuras inherente a la época. Entonces
casi no había ni un solo gran hombre que no hubiera realizado lejanos viajes, no hablara cuatro o cinco idiomas y
no brillase en varios dominios de la ciencia y de la técnica. Leonardo de Vinci no sólo fue un gran pintor, sino un
eximio matemático, mecánico e ingeniero, al que debemos importantes descubrimientos en las más distintas
ramas de la física. Alberto Durero fue pintor, grabador, escultor, arquitecto y, además, ideó un sistema de
fortificación que encerraba pensamientos desarrollados mucho después por Montalembert [41] y la moderna
ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue hombre de Estado, historiador, poeta y, por añadidura, el
primer escritor militar digno de mención de los tiempos modernos. Lutero no sólo limpió los establos de Augías
de la Iglesia, sino también los del idioma alemán, fue el padre de la prosa alemana contemporánea y compuso la
letra y la música del himno triunfal que llegó a ser "La Marsellesa" del siglo XVI [3]. Los héroes de aquellos
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tiempos aún no eran esclavos de la división del trabajo, cuya influencia comunica a la actividad de los hombres,
como podemos observarlo en muchos de sus sucesores, un carácter limitado y unilateral. Lo que más
caracterizaba a dichos héroes era que casi todos ellos vivían plenamente los intereses de su tiempo, participaban
de manera activa en la lucha práctica, se sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la palabra y la pluma,
otros con la espada y otros con ambas cosas a la vez. De aquí la plenitud y la fuerza de carácter que les daba tanta
entereza. Los sabios de gabinete eran en el entonces una excepción; eran hombres de segunda o tercera fila o
prudentes filisteos que no deseaban pillarse los dedos.
En aquellos tiempos también las Ciencias Naturales se desarrollaban en medio de la revolución general y eran
revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes
italianos que dieron nacimiento a la nueva filosofía, las Ciencias Naturales dieron sus mártires a las hogueras y
las prisiones de la Inquisición. Es de notar que los protestantes aventajaron a los católicos en sus persecuciones
contra la investigación libre de la naturaleza. Calvino quemó a Servet cuando éste se hallaba ya en el umbral del
descubrimiento de la circulación de la sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo; la Inquisición, por lo menos, se
dio por satisfecha con quemar simplemente a Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que las Ciencias Naturales declararon su independencia y parecieron repetir la acción
de Lutero cuando éste quemó la bula del papa, fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien
tímidamente, y, por decirlo así, en su lecho de muerte, arrojó el guante a la autoridad de la Iglesia en las
cuestiones de la naturaleza [4]. De aquí data la emancipación de las Ciencias Naturales respecto a la teología,
aunque la lucha por algunas reclamaciones recíprocas se ha prolongado hasta nuestros días y en ciertas mentes
aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de entonces se operó, a pasos agigantados, el desarrollo de
la ciencia, y puede decirse que este desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado de la distancia
(en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció como si huhiera sido necesario demostrar [42] al
mundo que a partir de entonces para el producto supremo de la materia orgánica, para el espíritu humano, regía
una ley del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la materia inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las Ciencias Naturales, período que acababa de empezar, consistía en
dominar el material que se tenía a mano. En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental.
Todo lo que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de Ptolomeo, y los árabes, la
numeración decimal, los rudimentos del álgebra, los numerales modernos y la alquimia; el medioevo cristiano no
había dejado nada. En tal situación era inevitable que el primer puesto lo ocuparan las Ciencias Naturales más
elementales: la mecánica de los cuerpos terrenos y celestes y, al mismo tiempo, como auxiliar de ella, el
descubrimiento y el perfeccionamiento de los métodos matemáticos. En este dominio se consiguieron grandes
realizaciones. A fines de este período, caracterizado por Newton y Linneo, vemos que estas ramas de la ciencia
han llegado a cierto tope. En lo fundamental fueron establecidos los métodos matemáticos más importantes: la
geometría analítica, principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier, y los cálculos diferencial e
integral, por Leibniz y, quizá, por Newton. Lo mismo puede decirse de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas
leyes principales fueron halladas de una vez y para siempre. Finalmente, en la astronomía del sistema solar,
Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario, y Newton las formuló desde el punto de vista de las leyes
generales del movimiento de la materia. Las demás ramas de las Ciencias Naturales estaban muy lejos de haber
alcanzado incluso este tope preliminar. La mecánica de los cuerpos líquidos y gaseosos sólo fue elaborada con
mayor amplitud a fines del período indicado. [Torricelli en conexión con la regulación de los torrentes de los
Alpes] [*]. La física propiamente dicha se hallaba aún en pañales, excepción hecha de la óptica, que alcanzó
realizaciones extraordinarias, impulsada por las necesidades prácticas de la astronomía. La química acababa de
liberarse de la alquimia merced a la teoría del flogisto [5]. La geología aún no había salido del estado
embrionario que representaba la mineralogía, y por ello la paleontología no podía existir aún. Finalmente, en el
dominio de la biología la preocupación principal era todavía la acumulación y clasificación elemental de un
inmenso acervo de datos no sólo botánicos y zoológicos, sino también anatómicos [43] y fisiológicos en el
sentido propio de la palabra. Casi no podía hablarse aún de la comparación de las distintas formas de vida ni del
estudio de su distribución geográfica, condiciones climatológicas y demás condiciones de existencia. Aquí
únicamente la botánica y la zoología, gracias a Linneo, alcanzaron una estructuración relativamente acabada.
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Pero lo que caracteriza mejor que nada este período es la elaboración de una peculiar concepción general del
mundo, en la que el punto de vista más importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza.
Según esta idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido, una vez presente
permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento
por el misterioso «primer impulso», seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas, sus
elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inmóviles en sus sitios, manteniéndose unas a
otras en ellos en virtud de la «gravitación universal». La Tierra permanecía inmutable desde que apareciera o —
según el punto de vista— desde su creación. Las «cinco partes del mundo» habían existido siempre, y siempre
habían tenido los mismos montes, valles y ríos, el mismo clima, la misma flora y la misma fauna, excepción
hecha de lo cambiado o transplantado por el hombre. Las especies vegetales y animales habían sido establecidas
de una vez para siempre al aparecer, cada individuo siempre producía otros iguales a él, y Linneo hizo ya una
gran concesión al admitir que en algunos lugares, gracias al cruce, podían haber surgido nuevas especies. En
oposición a la historia de la humanidad, que se desarrolla en el tiempo, a la historia natural se le atribuía
exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se negaba todo cambio, todo desarrollo en la naturaleza. Las Ciencias
Naturales, tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza conservadora hasta la médula, en la
que todo seguía siendo como había sido en el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o
eternamente, tal y como fuera desde el principio mismo de las cosas.
Las Ciencias Naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por encima de la antigüedad griega en
cuanto al volumen de sus conocimientos e incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo
en cuanto a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la naturaleza. Para los filósofos
griegos el mundo era, en esencia algo surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser.
Para todos los naturalistas del período que estamos estudiando el mundo era algo osificado, inmutable, y para la
[44] mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología. En
todas partes buscaba y encontraba como causa primera un impulso exterior, que no se debía a la propia
naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton gravitación universal, se concibe como una
propiedad esencial de la materia, ¿de dónde proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las
órbitas de los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y animales? ¿Y cómo, en
particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de acuerdo en que no existe de toda la eternidad? Al
responder a estas preguntas, las Ciencias Naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de todo
al creador. Al comienzo de este período, Copérnico expulsó de la ciencia la teología; Newton cierra esta época
con el postulado del primer impulso divino. La idea general más elevada alcanzada por las Ciencias Naturales del
período considerado es la de la congruencia del orden establecido en la naturaleza, la teleología vulgar de Wolff,
según la cual los gatos fueron creados para devorar a los ratones, los ratones para ser devorados por los gatos y
toda la naturaleza para demostrar la sabiduría del creador. Hay que señalar los grandes méritos de la filosofía de
la época que, a pesar de la limitación de las Ciencias Naturales contemporáneas, no se desorientó y —
comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses— esforzóse tenazmente para
explicar el mundo partiendo del mundo mismo y dejando la justificación detallada de esta idea a las Ciencias
Naturales del futuro.
Incluyo también en este período a los materialistas del siglo XVIII, porque no disponían de otros datos de las
Ciencias Naturales que los descritos más arriba. La obra de Kant, que posteriormente hiciera época, no llegaron a
conocerla, y Laplace apareció mucho después de ellos [6]. No olvidemos que si bien los progresos de la ciencia
abrieron numerosas brechas en esa caduca concepción de la naturaleza, toda la primera mitad del siglo XIX se
encontró, pese a todo, bajo su influjo [«El carácter osificado de la vieja concepción de la naturaleza ofreció el
terreno para la síntesis y el balance de las Ciencias Naturales como un todo íntegro: los enciclopedistas franceses,
lo hicieron de un modo mecánico, lo uno al lado del otro; luego aparecen Saint-Simon y la filosofía alemana de
la naturaleza, a la que Hegel dio cima»], en esencia, incluso hoy continúan enseñándola en todas las escuelas [*]
«El mecanismo entero de nuestro sistema solar tiende, por todo cuanto hemos logrado comprender, a la
preservación de lo que existe, a su existencia prolongada e inmutable. Del mismo modo que ni un solo animal y
ni una sola planta en la Tierra se han hecho más perfectos o, en general, diferentes desde los tiempos más
remotos, del mismo modo que en todos los organismos observamos únicamente estadios de contigüidad, y no de
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sucesión, del mismo modo que nuestro propio género ha permanecido siempre el mismo corporalmente, la mayor
diversidad de los cuerpos celestes coexistentes no nos da derecho a suponer que estas formas sean meramente
distintas fases del desarrollo; por el contrario, todo lo creado es igualmente perfecto de por sí». (Mädler,
"Astronomía popular", pág. 316, 5ª edición, Berlín, 1861)
Se refiere al libro: Mädler J. H., "Der Wunderbau des Weltalls oder populäre Astronomie", 5 Aufl., Berlin, 1861.
(N. de la Edit.).
La primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue abierta por un naturalista, sino por un
filósofo. En 1755 apareció la "Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo" de Kant. La cuestión del
primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron como algo que había devenido en el
transcurso del tiempo. Si la mayoría aplastante de los naturalistas no hubiese sentido hacia el pensamiento la
aversión que Newton expresara en la advertencia: «¡Física, ten cuidado de la metafísica!» [7], el genial
descubrimiento de Kant les hubiese permitido hacer deducciones que habrían puesto fin a su interminable
extravío por sinuosos vericuetos y ahorrado el tiempo y el esfuerzo derrochados copiosamente al seguir falsas
direcciones, porque el descubrimiento de Kant era el punto de partida para todo progreso ulterior. Si la Tierra era
algo que había devenido, algo que también había devenido eran su estado geológico, geográfico y climático, así
como sus plantas y animales; la Tierra no sólo debía tener su historia de coexistencia en el espacio, sino también
de sucesión en el tiempo. Si las Ciencias Naturales hubieran continuado sin tardanza y de manera resuelta las
investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la
filosofía? La obra de Kant no proporcionó resultados inmediatos, hasta que, muchos años después, Laplace y
Herschel no desarrollaron su contenido y no la fundamentaron con mayor detalle, preparando así, gradualmente,
la admisión de la «hipótesis de las nebulosas». Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a esta
teoría; los más importantes entre dichos descubrimientos fueron: el del movimiento propio de las estrellas fijas,
la demostración de que en el espacio cósmico existe un medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis
espectral, de la identidad química de la materia cósmica y la existencia —supuesta por Kant— de masas
nebulosas incandescentes. [La influencia retardadora de las mareas en la rotación de la Tierra, también supuesta
por Kant, sólo ahora ha sido comprendida.]
Sin embargo, puede dudarse de que la mayoría de los naturalistas hubiera adquirido pronto conciencia de la
contradicción entre la idea de una Tierra sujeta a cambios y la teoría de la inmutabilidad de los organismos que
se encuentran en ella, si la naciente concepción de que la naturaleza no existe simplemente sino que se encuentra
en un proceso de devenir y de cambio no se hubiera visto apoyada por otro lado. Nació la geología y no sólo
descubrió estratos geológicos formados unos después de otros y situados unos sobre otros, sino la presencia en
ellos de caparazones, de esqueletos de animales extintos y de troncos, hojas y frutos de plantas que hoy ya no
existen. Se imponía reconocer que no sólo la Tierra, tomada en su conjunto, tenía su historia en el tiempo, sino
que también la tenían su superficie y los animales y plantas en ella existentes. Al principio esto se reconocía de
bastante mala gana. La teoría de Cuvier acerca de las revoluciones de la Tierra era revolucionaria de palabra y
reaccionaria de hecho. Sustituía un único acto de creación divina por una serie de actos de creación, haciendo del
milagro una palanca esencial de la naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo el sentido común en la geología,
sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo del creador, por el efecto gradual de una lenta transformación de
la Tierra [*].
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la admisión de la constancia de especies
orgánicas. La idea de la transformación gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida en la misma
llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de los organismos y de su adaptación al medio
cambiante, llevaba a la teoría de la variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa,
no sólo en la Iglesia católica, sino también en las Ciencias Naturales. Durante largos años el mismo Lyell no
advirtió esta contradicción, y sus discípulos, mucho menos. Ello fue debido a la división del trabajo que llegó a
dominar por entonces en las Ciencias Naturales, en virtud de la cual cada investigador se limitaba, más o menos,
a su especialidad, siendo muy contados los que no perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.
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Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados fueron resumidos casi
simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo época en esta rama de las Ciencias [47] Naturales.
Mayer, en Heilbronn, y Joule, en Mánchoster, demostraron la transformación del calor en fuerza mecánica y de
la fuerza mecánica en calor. La determinación del equivalente mecánico del calor puso fin a todas las dudas al
respecto. Mientras tanto Grove, que no era un naturalista de profesión, sino un abogado inglés, demostraba,
mediante una simple elaboración de los resultados sueltos ya obtenidos por la física, que todas las llamadas
fuerzas físicas —la fuerza mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo, e incluso la llamada energía
química— se transformaban unas en otras en determinadas condiciones, sin que se produjera la menor pérdida de
energía. Grove probó así, una vez más, con método físico, el principio formulado por Descartes al afirmar que la
cantidad de movimiento existente en el mundo es siempre la misma. Gracias a este descubrimiento, las distintas
fuerzas físicas, estas «especies» inmutables, por así decirlo, de la física, se diferenciaron en distintas formas del
movimiento de la materia, que se transformaban unas en otras siguiendo leyes determinadas. Se desterró de la
ciencia la casualidad de la existencia de tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas sus
interconexiones y transiciones. La física, como antes la astronomía, llegó a un resultado que apuntaba
necesariamente el ciclo eterno de la materia en movimiento como la úItima conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde Lavoisier y, sobre todo, desde Dalton, atacó, por otro
costado, las viejas concepciones de la naturaleza. La obtención por medios inorgánicos de compuestos que hasta
entonces sólo se habían producido en los organismos vivos, demostró que las leyes de la química tenían la misma
validez para los cuerpos orgánicos que para los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo entre la
naturaleza inorgánica y la orgánica, abismo que ya Kant estimaba insuperable por los siglos de los siglos.
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones biológicas, sobre todo los viajes y las expediciones
científicas organizados de modo sistemático a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más meticuloso de
las colonias europeas en todas las partes del mundo por especialistas que vivían allí, y, además, las realizaciones
de la paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre todo desde que empezó a usarse
sistemáticamente el microscopio y se descubrió la célula; todo esto ha acumulado tantos datos, que se ha hecho
posible —y necesaria— la aplicación del método comparativo. [Embriología.] De una parte, la geografía física
comparada permitió determinar las condiciones de vida de las distintas floras y faunas; de otra parte, se [48]
comparó unos con otros distintos organismos según sus órganos homólogos, y por cierto no sólo en el estado de
madurez, sino en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y exacta era esta investigación, tanto
más se esfumaba el rígido sistema que suponía la naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo
más difusas las fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino que se descubrieron animales,
como el anfioxo y la lepidosirena [8] Lepidosirena: pez dipneumónido, es decir, con respiración pulmonar y
branquial; vive en Sudamérica.- 48, que parecían mofarse de toda la clasificación existente hasta entonces
[Ceratodus. Ditto archeoptery [9] Archeopteryx: vertebrado fósil, uno de los más antiguos representantes de la
clase de las aves; presenta, al propio tiempo, ciertos caracteres de los reptiles.- 48, etc.]; finalmente, fueron
hallados organismos de los que ni siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal o al vegetal. Las
lagunas en los anales de la paleontología iban siendo llenadas una tras otra, lo que obligaba a los más obstinados
a reconocer el asombroso paralelismo existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su conjunto
y la historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo el hilo de Ariadna, que debía indicar la
salida del laberinto en que la botánica y la zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al
mismo tiempo que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff desencadenaba, en
1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de las especies y proclamaba la teoría de la evolución
[10]. Pero lo que en él sólo era una anticipación brillante tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y
Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin [11], en 1859, exactamente cien años después.
Casi al mismo tiempo quedó establecido que el protoplasma y la célula, considerados hasta entonces como los
últimos constituyentes morfológicos de todos los organismos, eran también formas orgánicas inferiores con
existencia independiente. Todas estas realizaciones redujeron al mínimo el abismo entre la naturaleza inorgánica
y la orgánica y eliminaron uno de los principales obstáculos que se alzaban ante la teoría de la evolución de los
organismos. La nueva concepción de la naturaleza hallábase ya trazada en sus rasgos fundamentales: toda rigidez
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se disolvió, todo lo inerte cobró movimiento, toda particularidad considerada como eterna resultó pasajera, y
quedó demostrado que la naturaleza se mueve en un flujo eterno y cíclico.
***
Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes fundadores de la filosofía griega, a la
concepción de que toda la naturaleza, desde sus partículas más ínfimas hasta sus cuerpos más gigantescos, desde
los granos de arena hasta los soles, desde los protistas [12] hasta el hombre, se halla en un [49] estado perenne de
nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes cambios y movimientos. Con la sola diferencia
esencial de que lo que fuera para los griegos una intuición genial es en nuestro caso el resultado de una estricta
investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene una forma más terminada y más clara. Es cierto
que la prueba empírica de este movimiento cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en
comparación con lo que se ha logrado ya establecer firmemente, son menos cada año. Además, ¿cómo puede
estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos detalles si tomamos en consideración que las ramas más
importantes del saber —la astronomía transplanetaria, la química, la geología— apenas si cuentan un siglo, que
la fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la forma básica de casi todo desarrollo vital, la
célula, fue descubierta hace menos de cuarenta?
***
Los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, limitada por los anillos estelares extremos de
la Vía Láctea, se han desarrollado debido a la contracción y enfriamiento de nebulosas incandescentes, sujetas a
un movimiento en torbellino cuyas leyes quizá sean descubiertas cuando varios siglos de observación nos
proporcionen una idea clara del movimiento propio de las estrellas. Evidentemente, este desarrollo no se ha
operado en todas partes con la misma rapidez. La astronomía se ve más y más obligada a reconocer que, además
de los planetas, en nuestro sistema estelar existen cuerpos opacos, soles extintos (Mädler); por otra parte (según
Secchi), una parte de las manchas nebulares gaseosas pertenece a nuestro sistema estelar como soles aún no
formados, lo que no excluye la posibilidad de que otras nebulosas, como afirma Mädler, sean distantes islas
cósmicas independientes, cuyo estadio relativo de desarrollo debe ser establecido por el espectroscopio.
Laplace demostró con todo detalle, y con maestría insuperada hasta la fecha, cómo un sistema solar se desarrolla
a partir de una masa nebular independiente; realizaciones posteriores de la ciencia han ido probando su razón
cada vez con mayor fuerza.
En los cuerpos independientes formados así —tanto en los soles como en los planetas y en sus satélites—
prevalece al principio la forma de movimiento de la materia a la que hemos denominado calor. No se puede
hablar de compuestos de elementos químicos ni siquiera a la temperatura que tiene actualmente el Sol;
observaciones posteriores sobre éste nos demostrarán hasta que punto el calor se transforma en estas condiciones
en [50] electricidad o en magnetismo; ya está casi probado que los movimientos mecánicos que se operan en el
Sol se deben exclusivamente al conflicto entre el calor y la gravedad.
Los cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más rápidamente cuanto más pequeños son. Primero se
enfrían los satélites, los asteroides y los meteoritos, del mismo modo que nuestra Luna ha enfriado hace mucho.
En los planetas este proceso se opera más despacio, y en el astro central, aún con la máxima lentitud.
Paralelamente al enfriamiento progresivo empieza a manifestarse con fuerza creciente la interacción de las
formas físicas de movimiento que se transforman unas en otras, hasta que, al fin, se llega a un punto en que la
afinidad química empieza a dejarse sentir, en que los elementos químicos antes indiferentes se diferencian
químicamente, adquieren propiedades químicas y se combinan unos con otros. Estas combinaciones cambian de
continuo con la disminución de la temperatura —que influye de un modo distinto no ya sólo en cada elemento,
sino en cada combinación de elementos—; cambian con el consecuente paso de una parte de la materia gaseosa
primero al estado líquido y después al sólido y con las nuevas condiciones así creadas.
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El período en que el planeta adquiere su corteza sólida y aparecen acumulaciones de agua en su superficie
coincide con el período en que la importancia de su calor intrínseco disminuye más y más en comparación con el
que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en teatro de fenómenos meteorológicos en el sentido que
damos hoy a esta palabra, y su superficie, en teatro de cambios geológicos, en los que los depósitos, resultado de
las precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor preponderancia sobre los efectos, lentamente
menguantes, del fluido incandescente que constituye su núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta tal punto —por lo menos en una parte importante de la
superficie— que ya no rebasa los límites en que la albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan otras
condiciones químicas favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos qué condiciones son ésas, cosa que
no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha no se ha logrado establecer la fórmula química de la albúmina, ni
siquiera conocemos cuántos albuminoides químicamente diferentes existen, y sólo hace unos diez años que
sabemos que la albúmina completamente desprovista de estructura cumple todas las funciones esenciales de la
vida: la digestión, la excreción, el movimiento, la contracción, la reacción a los estímulos y la reproducción.
Pasaron seguramente miles de años antes de que se dieran las condiciones para el siguiente paso adelante y de la
albúmina [51] informe surgiera la primera célula, merced a la formación del núcleo y de la membrana. Pero con
la primera célula se obtuvo la base para el desarrollo morfológico de todo el mundo orgánico; lo primero que se
desarrolló, según podemos colegir tomando en consideración los datos que suministran los archivos de la
paleontología, fueron innumerables especies de protistas acelulares y celulares —de ellas sólo ha llegado hasta
nosotros el Eozoon canadense [13]— que fueron diferenciándose hasta formar las primeras plantas y los
primeros animales. Y de los primeros animales se desarrollaron, esencialmente gracias a la diferenciación,
incontables clases, órdenes, familias, géneros y especies, hasta llegar a la forma en la que el sistema nervioso
alcanza su más pleno desarrollo, a los vertebrados, y finalmente, entre éstos, a un vertebrado, en que la naturaleza
adquiere conciencia de sí misma, el hombre.
También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo como individuo —desarrollándose a partir de un
simple óvulo hasta formar el organismo más complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido
histórico. Cuando después de una lucha de milenios la mano se diferenció por fin de los pies y se llegó a la
actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono y quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje
articulado y para el poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo infranqueable entre
el hombre y el mono. La especialización de la mano implica la aparición de la herramienta, y ésta implica la
actividad específicamente humana, la acción recíproca transformadora del hombre sobre la naturaleza, la
producción. También los animales tienen herramientas en el sentido más estrecho de la palabra, pero sólo como
miembros de su cuerpo: la hormiga, la abeja, el castor; los animales también producen, pero el efecto de su
producción sobre la naturaleza que les rodea es en relación a esta última igual a cero. Unicamente el hombre ha
logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando plantas y animales de un lugar a otro, sino
modificando también el aspecto y el clima de su lugar de habitación y hasta las propias plantas y los animales
hasta tal punto, que los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con la extinción general del globo
terrestre. Y esto lo ha conseguido el hombre, ante todo y sobre todo, valiéndose de la mano. Hasta la máquina de
vapor, que es hoy por hoy su herramienta más poderosa para la transformación de la naturaleza, depende en fin
de cuentas, como herramienta, de la actividad de las manos. Sin embargo, paralelamente a la mano fue
desarrollándose, paso a paso, la cabeza; iba apareciendo la conciencia, primero de las condiciones necesarias
para obtener ciertos resultados prácticos [52] útiles; después, sobre la base de esto, nació entre los pueblos que se
hallaban en una situación más ventajosa la comprensión de las leyes de la naturaleza que determinan dichos
resultados útiles. Al mismo tiempo que se desarrollaba rápidamente el conocimiento de las leyes de la naturaleza,
aumentaban los medios de acción recíproca sobre ella; la mano sola nunca hubiera logrado crear la máquina de
vapor si, paralelamente, y en parte gracias a la mano, no se hubiera desarrollado correlativamente el cerebro del
hombre.
Con el hombre entramos en la historia. También los animales tienen una historia, la de su origen y desarrollo
gradual hasta su estado presente. Pero, los animales son objetos pasivos de la historia, y en cuanto toman parte en
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ella, esto ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el contrario, a medida que se alejan más de
los animales en el sentido estrecho de la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos,
conscientemente, y tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias imprevistas y
las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde el resultado histórico con los fines
establecidos de antemano. Pero si aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la historia de los pueblos
más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso aquí existe todavía una colosal discrepancia entre los
objetivos propuestos y los resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias
imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las puestas en movimiento de acuerdo a
un plan. Y esto no será de otro modo mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha
elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus demás actividades —me refiero
a la producción de sus medios de subsistencia, es decir, a lo que hoy llamamos producción social— se vea
particularmente subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el objetivo deseado se
alcance sólo como una excepción y mucho más frecuentemente se obtengan resultados diametralmente opuestos.
En los países industriales más adelantados hemos sometido a las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al servicio
del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la producción, de modo que hoy un niño
produce más que antes cien adultos. Pero, ¿cuáles han sido las consecuencias de este acrecentamiento de la
producción? El aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un crac inmenso cada diez
años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de los hombres, y en particular de sus compatriotas,
cuando demostró que la libre concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la [53]
mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal. Unicamente una organización consciente de
la producción social, en la que la producción y la distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a
los hombres sobre el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción en general les elevó como
especie. El desarrollo histórico hace esta organización más necesaria y más posible cada día. A partir de ella
datará la nueva época histórica en la que los propios hombres, y con ellos todas las ramas de su actividad,
especialmente las Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.
Pero «todo lo que nace es digno de morir» [*]. Quizá antes pasen millones de años, nazcan y bajen a la tumba
centenares de miles de generaciones, pero se acerca inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del
Sol no podrá ya derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada en torno al ecuador,
no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la vida; irá desapareciendo paulatinamente toda huella de
vida orgánica, y la Tierra, muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las tinieblas más
profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas, en torno al Sol, también muerto, sobre el que, a fin de cuentas,
terminará por caer. Unos planetas correrán esa suerte antes y otros después que la Tierra; y en lugar del luminoso
y cálido sistema solar, con la armónica disposición de sus componentes, quedará tan sólo una esfera fría y
muerta, que aún seguirá su solitario camino por el espacio cósmico. El mismo destino que aguarda a nuestro
sistema solar espera antes o después a todos los demás sistemas de nuestra isla cósmica, incluso a aquellos cuya
luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede un ser humano capaz de percibirla.
¿Pero qué ocurrirá cuando este sistema solar haya terminado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo
lo finito, la muerte? ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio infinito, y todas las
fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente diferenciadas, se convertirán en una única forma del movimiento, en
la atracción?
«¿O —como pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la naturaleza fuerzas capaces de hacer que el sistema muerto
vuelva a su estado original de nebulosa incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No lo sabemos».
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 X 2 = 4 o que la atracción de la materia aumenta y
disminuye en razón del cuadrado de la distancia. Pero en las Ciencias Naturales [54] teóricas —que en lo posible
unen su concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las cuales en nuestros días no puede hacer nada el
empírico más limitado—, tenemos que operar a menudo con magnitudes imperfectamente conocidas; y la
consecuencia lógica del pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la insuficiencia de nuestros
conocimientos. Las Ciencias Naturales contemporáneas se han visto constreñidas a tomar de la filosofía el
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principio de la indestructibilidad del movimiento; sin este principio las Ciencias Naturales ya no pueden existir.
Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor
y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir
que la materia durante toda su existencia ilimitada en el tiempo sólo una vez —y ello por un período
infinitamente corto, en comparación con su eternidad— ha podido diferenciar su movimiento y, con ello,
desplegar toda la riqueza del mismo, y que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples
cambios de lugar; decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el movimiento pasajero. La
indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el
cualitativo. La materia cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si se dan
condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida, pero que es incapaz de producir esas
condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha
perdido la capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si bien posee aún dynamis
[*], no tiene ya energeia *[*], y por ello se halla parcialmente destruido. Pero lo uno y lo otro es inconcebible.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que la materia de nuestra isla cósmica convertía en calor una
cantidad tan enorme de movimiento —hasta hoy no sabemos de qué género—, que de él pudieron desarrollarse
los sistemas solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a veinte millones de estrellas y cuya extinción
gradual es igualmente indudable. ¿Cómo se operó esta transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre
Secchi si el futuro caput mortuum **[*] de nuestro sistema solar se convertirá de nuevo, alguna vez, en materia
prima para nuevos [55] sistemas solares. Pero aquí nos vemos obligados a recurrir a la ayuda del creador o a
concluir que la materia prima incandescente que dio origen a los sistemas solares de nuestra isla cósmica se
produjo de forma natural, por transformaciones del movimiento que son inherentes por naturaleza a la materia
en movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser reproducidas por la materia, aunque sea después
de millones y millones de años, más o menos accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a
la casualidad.
Ahora es más y más admitida la posibilidad de semejante transformación. Se llega a la convicción de que el
destino final de los cuerpos celestes es de caer unos en otros y se calcula incluso la cantidad de calor que debe
desarrollarse en tales colisiones. La aparición repentina de nuevas estrellas y el no menos repentino aumento del
brillo de estrellas hace mucho conocidas —de lo cual nos informa la astronomía—, pueden ser fácilmente
explicados por semejantes colisiones. Además, debe tenerse en cuenta que no sólo nuestros planetas giran
alrededor del Sol y que no sólo nuestro Sol se mueve dentro de nuestra isla cósmica, sino que toda esta última se
mueve en el espacio cósmico, hallándose en equilibrio temporal relativo con las otras islas cósmicas, pues
incluso el equilibrio relativo de los cuerpos que flotan libremente puede existir únicamente allí donde el
movimiento está recíprocamente condicionado; además, algunos admiten que la temperatura en el espacio
cósmico no es en todas partes la misma. Finalmente, sabemos que, excepción hecha de una porción infinitesimal,
el calor de los innumerables soles de nuestra isla cósmica desaparece en el espacio cósmico, tratando en vano de
elevar su temperatura aunque nada más sea que en una millonésima de grado centígrado. ¿Qué sé hace de toda
esa enorme cantidad de calor? ¿Se pierde para siempre en su intento de calentar el espacio cósmico, cesa de
existir prácticamente y continúa existiendo sólo teóricamente en el hecho de que el espacio cósmico se ha
calentado en una fracción decimal de grado, que comienza con diez o más ceros? Esta suposición niega la
indestructibilidad del movimiento; admite la posibilidad de que por la caída sucesiva de los cuerpos celestes unos
sobre otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá en calor irradiado al espacio cósmico, merced a
lo cual, a despecho de toda la «indestructibilidad de la fuerza», cesaría, en general, todo movimiento. (Por cierto,
aquí se ve cuán poco acertada es la expresión indestructibilidad de la fuerza en lugar de indestructibilidad del
movimiento.) Llegamos así a la conclusión de que el calor irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro
—llegará un tiempo en que las Ciencias Naturales se impongan la tarea de averiguarlo—, convertirse en otra
forma del [56] movimiento en la que tenga la posibilidad de concentrarse una vez más y funcionar activamente.
Con ello desaparece el principal obstáculo que hoy existe para el reconocimiento de la reconversión de los soles
extintos en nebulosas incandescentes.
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Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos en el tiempo infinito es únicamente un complemento
lógico a la coexistencia de innumerables mundos en el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad
indiscutible se ha visto forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del yanqui Draper [*].
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para
los que nuestro año terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de máximo
desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida de los seres conscientes de sí mismos y de
la naturaleza, es tan parcamente medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en el
que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que una nebulosa, un individuo animal
o una especie de animales, la combinación o la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay
nada eterno do no ser la materia en eterno movimiento y transformación y las leyes según las cuales se mueve y
se transforma. Pero, por más frecuente e inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por
más millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en crearse en un sistema solar e
incluso en un solo planeta las condiciones para la vida orgánica, por más innumerables que sean los seres
orgánicos que deban surgir y perecer antes de que se desarrollen de su medio animales con un cerebro capaz de
pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones favorables para su vida, para ser luego también
aniquilados sin piedad, tenemos la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus
transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad
férrea con que ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en
algún otro sitio y en otro tiempo.
Escrito por F. Engels en 1875-1876.
NOTAS
[1]
26 La "Dialéctica de la Naturaleza": una de las principales obras de F. Engels; se da en ella una síntesis dialéctico-materialista de los
mayores adelantos de las Ciencias Naturales de mediados del siglo XIX, se desarrolla la dialéctica materialista y se hace la crítica de las
concepciones metafísicas e idealistas en las Ciencias Naturales.
[*******] Literalmente: los años quinientos, es decir, el siglo XVI. (N. de la Edit.)
[2] 27 Se alude a la Gran Guerra campesina en Alemania de 1524 a 1525.- 39
[*******] Textualmente: círculo de las tierras; así llamaban los antiguos romanos el mundo, la Tierra. (N. de la Edit.)
[3] 28 Engels se refiere al coral de Lutero "Ein feste Burg ist unser Gott" («El Señor es nuestro firme baluarte»). E. Heine, en su obra
"Historia de la religión y la filosofía en Alemania", segundo tomo, llama a este canto "La Marsellesa de la Reforma".- 41
[4] 29 Copérnico recibió el ejemplar de su libro "De Revolutionibus Orbium Coelestium" («De las revoluciones de los círculos
celestiales») en el que exponía el sistema heliocéntrico del mundo, el 24 de mayo (calendario juliano) de 1543, el día de su muerte.- 41
[*] Aquí y en los casos siguientes damos en paréntesis cuadrados las palabras escritas por Engels en los márgenes del manuscrito. (N.
de la Edit.)
[5] 30 Según los criterios que reinaban en la química del siglo XVIII, se consideraba que el proceso de combustión se hallaba
condicionado por la existencia de una substancia especial en los cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión.
El eminente químico francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y dio la explicación justa del proceso como reacción
de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.- 42, 64, 368
[6] 31 Trátase del libro de Kant "Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels" («Historia universal de la naturaleza y teoría
del cielo»), publicado anónimo en 1755. En dicha obra se exponía la hipótesis cosmogónica de Kant, según la cual el sistema solar se
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habrá desarrollado a partir de una nebulosa originaria. Laplace expuso por vez primera su hipótesis acerca de la formación del sistema
solar en el último capítulo de su obra "Exposition du systême du monde", tomos I y II, París, 1796.- 44
[*] Cuán firmemente se aferraba en 1861 a estas concepciones un hombre cuyos trabajos científicos proporcionaron mucho y muy
valioso material para superarlas lo demuestran las siguientes palabras clásicas:
[7] 32 Se alude a la idea expresada por I. Newton en el trabajo "Philosophiae naturalis principia mathematica" («Principios matemáticos
de la filosofía natural»), libro tercero. Consideraciones generales. Al referirse a esta expresión de Newton, Hegel, en su "Enciclopedia
de las ciencias filosóficas", § 98, Adición I, hacía notar: «Newton ...advirtió abiertamente a la física para que no incurriera en la
metafísica...».- 45
[*] El defecto de las concepciones de Lyell —por lo menos en su forma original— consiste en que considera las fuerzas que actúan
sobre la Tierra como fuerzas constantes, tanto cualitativa como cuantitativamente. Para él no existe el enfriamiento de la Tierra y ésta
no se desarrolla en una dirección determinada, sino que cambia solamente de modo casual y sin conexión.
[8] 33 Anfioxo: pequeño animal pisciforme; es una forma transitoria de los invertebrados a los vertebrados; vive en varios mares y
océanos.
[9] 34 Ceratodus: pez dipneumónido de Australia.
[10] 35 Trátase de la disertación de K. F. Wolff "Theoria generationis" («La teoría de la generación»), publicada en 1759.- 48
[11] 36 En 1859 vio la luz el libro de C. Darwin "El origen de las especies".- 48
[12] 37 Protista: nombre que propuso Haeckel para designar un extenso grupo de organismos inferiores (unicelulares y acelulares) que,
a la par de los dos reinos de organismos multicelulares (animales y vegetales), forma un tercer reino especial de la naturaleza orgánica.48
[13] 38 Eozoon canadense: mineral hallado en el Canadá, que se creyó un fósil de organismos primitivos. En 1878, el zoólogo alemán
K. Möbius mostró que este mineral no era de origen orgánico.- 51
[*] Palabras de Mefistófeles en el "Fausto" de Goethe, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[*] Posibilidad. (N. de la Edit.)
[**] Realidad. (N. de la Edit.)
[***] «Caput mortuum»: literalmente, «cabeza muerta»; en el sentido figurado, de restos mortales, desechos después de la calcinación,
reacción química, etc., aquí se trata del Sol apagado con los planetas muertos caídos sobre él. (N. de la Edit.)
[*] «La multiplicidad de los mundos en el espacio infinito lleva a la concepción de una sucesión de mundos en el tiempo infinito». J. W.
Draper, "History of the Intellectual Development of Europe", II, p. 325 («Historia del desarrollo intelectual de Europa», t. II, pág. 325).
(N. de la Edit.)
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F. ENGELS
VIEJO PROLOGO PARA EL [ANTI]-DÜHRING.
SOBRE LA DIALÉCTICA
El presente trabajo no es, ni mucho menos, fruto de ningún «impulso interior». Lejos de eso, mi amigo
Liebknecht puede atestiguar cuánto esfuerzo le costó convencerme de la necesidad de analizar críticamente la
novísima teoría socialista del señor Dühring. Una vez resuelto a ello, no tenía más remedio que investigar esta
teoría, que se expone a sí misma como el último fruto práctico de un nuevo sistema filosófico, analizando por
consiguiente, en relación con este sistema, el sistema mismo. Me vi, pues, obligado a seguir al señor Dühring por
aquellos anchos campos, en los que trata de todas las cosas posibles y de unas cuantas más. Y así surgió toda una
serie de artículos, que vieron la luz en el «Vorwärts» [1] de Leipzig desde comienzos del año 1877 y que se
recogen, ordenados, en este volumen.
Dos circunstancias deben excusar el que la crítica de un sistema, tan insignificante pese a toda su jactancia,
adopte unas proporciones tan grandes, impuestas por el tema. Por una parte, esta crítica me brindaba la ocasión
para desarrollar de un modo positivo, en los más diversos campos de la ciencia, mis ideas acerca de las
cuestiones en litigio que encierran hoy un interés general, científico o práctico. Y aunque esta obra no persigue,
ni mucho menos, el designio de oponer un nuevo sistema al sistema del señor Dühring, confío en que la trabazón
interna entre las ideas expuestas [58] por mí, a pesar de la diversidad de materias tratadas, no escapará a la
percepción del lector.
Y por otra parte, el señor Dühring, como «creador de sistema», no es un fenómeno aislado en la Alemania actual.
Desde hace algún tiempo, en Alemania brotan por docenas, como las setas después de la lluvia, de la noche a la
mañana, los sistemas filosóficos, y principalmente los sistemas de filosofía de la naturaleza, para no hablar de los
innumerables sistemas nuevos de política, Economía política, etc. Y tal parece como si en la ciencia quisiera
también aplicarse ese postulado del Estado moderno que supone a todo ciudadano capaz para juzgar de todos los
problemas acerca de los cuales se le pide el voto, o el postulado de la Economía política según el cual todo
consumidor conoce al dedillo las mercancías que necesita para el sustento de su vida. Todo el mundo puede
escribir de todo, y consiste precisamente en eso la «libertad de la ciencia», en escribir con especial desembarazo
de cosas que no se han estudiado, haciéndolo pasar como el único método rigurosamente científico. El señor
Dühring es, sin embargo, uno de los tipos más representativos de esa ruidosa seudociencia que, por todas partes
se coloca hoy en Alemania, a fuerza de codazos, en primera fila y que atruena el espacio con su estrepitoso y
sublime absurdo. Ruido de latón en poesía, en filosofía, en Economía política, en historia; sublime absurdo en la
cátedra y en la tribuna; ruido de latón por todas partes; sublime absurdo, que se arroga una gran superioridad y
profundidad de pensamiento, a diferencia del simple, trivial y vulgar ruido de latón de otros pueblos, es el
producto más característico y más abundante de la industria intelectual alemana, barato pero malo, ni más ni
menos que los demás artículos alemanes, sólo que, desgraciadamente, no fue representado conjuntamente con
estos últimos en Filadelfia [2]. Hasta el socialismo alemán, sobre todo desde que el señor Dühring dio el buen
ejemplo, ha hecho últimamente grandes progresos en este arte del sublime absurdo; el que, en la práctica, el
movimiento socialdemócrata se deje influir tan poco por el confusionismo de ese sublime absurdo, es una prueba
más de la maravillosa y sana naturaleza de nuestra clase obrera, en un país en el que, a excepción de Las Ciencias
Naturales, todo parece estar actualmente enfermo.
Cuando, en su discurso pronunciado en el congreso de naturalistas de Munich, Nägeli afirmaba que el
conocimiento humano jamás revestiría el carácter de la omnisciencia, ignoraba evidentemente los logros del
señor Dühring. Estos logros me han obligado a mí a seguir a su autor por una serie de campos en los que, a lo
sumo, sólo he podido moverme en calidad de aficionado. Esto se refiere principalmente a las distintas ramas de
las Ciencias [59] Naturales, donde hasta hoy solía considerarse como pecado de arrogancias el que un «profano»
osase entrometerse con su opinión. Sin embargo, me ha animado en cierto modo el juicio enunciado, también en
40
Munich, por el señor Wirchow, al que nos referimos más detenidamente en otro lugar, de que fuera del campo de
su propia especialidad, todo naturalista es sólo semidocto [3], es decir, un profano. Y así como tal o cual
especialista se permite y no tiene más remedio que permitirse, de vez en cuando, pisar un terreno colindante con
el suyo, cuyos especialistas le perdonan sus torpezas de expresión y sus pequeñas inexactitudes, yo me he
tomado también la libertad de citar una serie de fenómenos y de leyes naturales como ejemplos demostrativos de
mis ideas teóricas generales, y confío en que podré contar con la misma indulgencia [*]. Los resultados de las
modernas Ciencias Naturales se imponen a todo el que se ocupe en cuestiones teóricas con la misma fuerza
irresistible con que los naturalistas de hoy se ven arrastrados, quieran o no, a deducciones teóricas generales. Y
aquí se establece una cierta compensación. Pues si los teóricos son semidoctos en el campo de las Ciencias
Naturales, por su parte, los naturalistas de hoy día no lo son menos en el terreno teórico, en el terreno de lo que
hasta aquí ha venido calificándose como filosofía.
La investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan enorme de material positivo de
conocimiento, que la necesidad de ordenarlo sistemáticamente y por su trabazón interna en cada campo de
investigación es algo sencillamente irrefutable. Y no menos irrefutable es la necesidad de establecer la debida
trabazón entre los distintos campos del conocimiento. Pero con esto, las Ciencias Naturales entran en el campo
teórico, donde fallan los métodos empíricos y donde sólo el pensamiento teórico puede prestar un servicio. Mas
el pensar teórico sólo es un don natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad ha de ser cultivada y
desarrollada, y hasta hoy, no existe más remedio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la filosofía
anterior.
El pensamiento teórico de toda época, incluyendo, por tanto, el de la nuestra, es un producto histórico que en
períodos distintos reviste formas muy distintas y asume, por lo tanto, un contenido muy distinto. Como todas las
ciencias, la ciencia del pensamiento es, por consiguiente, una ciencia histórica, la ciencia del desarrollo [60]
histórico del pensamiento humano. Y esto tiene también su importancia en lo que afecta a la aplicación práctica
del pensamiento a los campos empíricos. Porque, primeramente, la teoría de las leyes del pensamiento no es, ni
mucho menos, una «verdad eterna» establecida de una vez para siempre como se lo imagina el espíritu del
filisteo en cuanto oye la palabra «lógica». La misma lógica formal sigue siendo objeto de enconados debates
desde Aristóteles hasta nuestros días. Y por lo que a la dialéctica se refiere, hasta hoy sólo ha sido investigada
detenidamente por dos pensadores: por Aristóteles y por Hegel. Y precisamente la dialéctica es la forma más
importante del pensamiento para las modernas Ciencias Naturales, ya que es la única que nos brinda la analogía
y, por tanto, el método para explicar los procesos de desarrollo en la naturaleza, las concatenaciones en sus
rasgos generales, y el tránsito de un terreno a otro de investigación.
En segundo lugar, el conocimiento del curso de desarrollo histórico del pensamiento humano, de las
concepciones que en las diferentes épocas se han manifestado acerca de las concatenaciones generales del mundo
exterior, es también una necesidad para las Ciencias Naturales teóricas, porque nos brinda la medida para
apreciar las teorías formuladas por éstas. Pero en este respecto, se nos revela con harta frecuencia y con colores
muy vivos el insuficiente conocimiento de la historia de la filosofía. No pocas veces, vemos sostenidas por los
naturalistas teorizantes, como si se tratase de los más modernos conocimientos, que hasta se imponen por moda
durante algún tiempo, tesis que la filosofía viene profesando ya desde hace varios siglos y que, bastantes veces,
han sido ya filosóficamente desechadas. Es, indudablemente, un gran triunfo de la teoría mecánica del calor
haber apoyado con nuevos testimonios y hecho pasar de nuevo a primer plano la tesis de la conservación de la
energía; pero ¿acaso esta tesis hubiera podido proclamarse como algo tan absolutamente nuevo si los señores
físicos se hubieran acordado de que ya había sido formulada, en su tiempo, por Descartes? Desde que la física y
la química vuelven a operar casi exclusivamente con moléculas y con átomos, necesariamente ha tenido que
aparecer de nuevo en primer plano la filosofía atomística de la antigua Grecia. Pero, ¡cuán superficialmente
aparece tratada, aún por los mejores de aquellos! Así, por ejemplo, Kekulé («Fines y adquisiciones de la
química») afirma que procede de Demócrito, no de Leucipo, y sostiene que Dalton fue el primero que admitió la
existencia de átomos elementales cualitativamente distintos, a los cuales asignó por vez primera distintos pesos,
característicos de los distintos elementos, cuando en Diógenes Laercio (X, §§ 43-44 y 61) puede leerse que ya
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Epicuro atribuía a los átomos diferencias, no sólo de magnitud y de forma, sino también [61] de peso, es decir,
que conocía ya, a su modo, el peso y el volumen atómicos.
El año 1848, que en Alemania no puso remate a nada, sólo impulsó allí un viraje radical en el campo de la
filosofía. Al lanzarse la nación al terreno práctico, dando comienzo a la gran industria y la estafa, por un lado y,
por otro, al enorme auge que las Ciencias Naturales adquirieron desde entonces en Alemania, iniciado por los
predicadores errantes y caricaturescos como Vogt, Büchner, etc., renegó categóricamente de la vieja filosofía
clásica alemana, extraviada en las arenas del viejo hegelianismo berlinés. El viejo hegelianismo berlinés se lo
tenía bien merecido. Pero una nación que quiera mantenerse a la altura de la ciencia, no puede prescindir de
pensamiento teórico. Con el hegelianismo se echó por la borda también a la dialéctica —precisamente en el
momento en que el carácter dialéctico de los fenómenos naturales se estaba imponiendo con una fuerza
irresistible, en que, por tanto, sólo la dialéctica de las Ciencias Naturales podía ayudar a escalar la montaña
teórica—, para entregarse de nuevo desamparadamente en brazos de la vieja metafísica. Desde entonces tuvieron
una gran difusión entre el público, por una parte, las vacuas reflexiones de Schopenhauer, cortadas a la medida
del filisteo, y más tarde hasta las de un Hartmann y, por otra, el materialismo vulgar de predicadores errantes, de
un Vogt y de un Büchner. En las universidades se hacían la competencia las más diversas especies del
eclecticismo, que sólo coincidían en ser todas una mezcolanza de restos de viejas filosofías y en ser todas
igualmente metafísicas. De los escombros de la filosofía clásica sólo se salvó un cierto neokantismo, cuya última
palabra era la cosa en sí eternamente incognoscible; es decir, precisamente aquella parte de Kant que menos
merecía ser conservada. El resultado final de todo esto fue la confusión y la algarabía que hoy reinan en el campo
del pensamiento teórico.
Apenas se puede coger en la mano un libro teórico de Ciencias Naturales sin tener la impresión de que los
propios naturalistas se dan cuenta de cómo están dominados por esa algarabía y confusión y de cómo la llamada
filosofía, hoy en curso, no puede ofrecerles absolutamente ninguna salida. Y, en efecto, no hay otra salida ni más
posibilidad de llegar a ver claro en estos campos que retornar, bajo una u otra forma, del pensar metafísico al
pensar dialéctico.
Este retorno puede operarse por distintos caminos. Puede imponerse de un modo natural, por la fuerza coactiva
de los propios descubrimientos de las Ciencias Naturales, que no quieren seguir dejándose torturar en el viejo
lecho metafísico de Procusto. Pero éste sería un proceso lento y penoso, en el que habría que vencer toda una
infinidad de rozamientos superfluos. En gran parte, ese [62] proceso está ya en marcha, sobre todo en la biología.
Pero podría acortarse notablemente si los naturalistas teóricos se decidieran a prestar mayor atención a la
filosofía dialéctica, en las formas que la historia nos brinda. Entre estas formas hay singularmente dos que
podrían ser muy fructíferas para las modernas Ciencias Naturales.
La primera es la filosofía griega. Aquí, el pensamiento dialéctico aparece todavía con una sencillez natural, sin
que le estorben aún los cautivantes obstáculos [*] que se oponía a sí misma la metafísica de los siglos XVII y
XVIII —Bacon y Locke en Inglaterra; Wolff en Alemania— y con los que se obstruía el camino que había de
llevarla de la comprensión de los detalles a la comprensión del conjunto, a concebir las concatenaciones
generales. En los griegos —precisamente por no haber avanzado todavía hasta la desintegración y el análisis de
la naturaleza— ésta se enfoca todavía como un todo, en sus rasgos generales. La trabazón general de los
fenómenos naturales no se comprueba en detalle, sino que es, para los griegos, el resultado de la contemplación
inmediata. Aquí es donde estriba la insuficiencia de la filosofía griega, la que hizo que más tarde hubiese de
ceder el paso a otras concepciones. Pero es aquí, a la vez, donde radica su superioridad respecto a todos sus
posteriores adversarios metafísicos. Si la metafísica tenía razón contra los griegos en el detalle, en cambio, éstos
tenían razón contra la metafísica en el conjunto. He aquí una de las razones de que, en filosofía como en muchos
terrenos más, nos veamos obligados a volver los ojos muy frecuentemente hacia las hazañas de aquel pequeño
pueblo, cuyo talento, dotes y actividad universales le aseguraran tal lugar en la historia del desarrollo de la
humanidad como no puede reivindicar para sí ningún otro pueblo. Pero hay aún otra razón, y es que en las
múltiples formas de la filosofía griega se contienen ya en germen, en génesis, casi todas las concepciones
posteriores. Por eso las Ciencias Naturales teóricas están igualmente obligadas, si quieren proseguir la historia de
42
la génesis de sus actuales principios generales, a retrotraerse a los griegos. Y este modo de ver va abriéndose
paso, cada vez más resueltamente. Cada día abundan menos los naturalistas que, operando como con verdades
eternas con los despojos de la filosofía griega, por ejemplo, con la atomística, miran a los griegos por encima del
hombro, con un desprecio baconiano, porque éstos no conocían ninguna ciencia natural empírica. Lo único que
hay que desear es que este modo de ver progrese hasta convertirse en un conocimiento real de la filosofía griega.
La segunda forma de la dialéctica, la que más cerca está de los naturalistas alemanes, es la filosofía clásica
alemana desde Kant hasta Hegel. Aquí, ya se ha conseguido algo desde que, además del ya mencionado
neokantismo, vuelve a estar de moda el recurrir a Kant. Desde que se ha descubierto que Kant es el autor de dos
hipótesis geniales, sin las que no podrían dar un paso las modernas Ciencias Naturales teóricas —la teoría de los
orígenes del sistema solar, que antes se atribuía a Laplace, y la teoría de la retardación de la rotación de la tierra a
causa de las mareas— este filósofo volvió a conquistar merecidos honores entre los naturalistas. Pero querer
estudiar la dialéctica en Kant sería un trabajo estérilmente penoso y poco fructífero desde que las obras de Hegel
nos ofrecen un amplio compendio de dialéctica, aunque desarrollado a partir de un punto de arranque
absolutamente falso.
Hoy, cuando, por un lado, la reacción contra la «filosofía de la naturaleza», justificada en gran parte por ese falso
punto de partida y por el imponente enfangamiento del hegelianismo berlinés, se ha expandido a sus anchas y ha
degenerado en simples injurias y cuando, por otra parte, las Ciencias Naturales han sido tan notoriamente
traicionadas en sus necesidades teóricas por la metafísica ecléctica al uso, creemos que ya podrá volver a
pronunciarse ante los naturalistas el nombre de Hegel, sin provocar con ello ese baile de San Vito, en que el
señor Dühring es tan divertido maestro.
Ante todo, conviene puntualizar que no tratamos, ni mucho menos, de defender el punto de vista del que arranca
Hegel, según el cual el espíritu, el pensamiento, la idea es lo originario y el mundo real, sólo una copia de la idea.
Este punto de vista fue abandonado ya por Feuerbach. Hoy, todos estamos conformes en que toda ciencia, sea
natural o histórica, tiene que partir de los hechos dados, y por tanto, tratándose de las Ciencias Naturales, de las
diversas formas objetivas y dinámicas de la materia; en que, por consiguiente, en las Ciencias Naturales teóricas
las concatenaciones no deben construirse e imponerse a los hechos, sino descubrirse en éstos y, una vez
descubiertas, demostrarse por vía experimental, hasta donde sea posible.
Tampoco puede hablarse de mantener en pie el contenido dogmático del sistema de Hegel, tal y como lo han
venido predicando los hegelianos berlineses, viejos y jóvenes. Con el punto idealista de arranque se viene
también a tierra el sistema construido sobre él y, por tanto, la filosofía hegeliana de la naturaleza. Recuérdese que
la polémica de los naturalistas contra Hegel, en la medida en que supieron comprenderle acertadamente, sólo
versaba sobre estos [64] dos puntos: el punto idealista de arranque y la construcción arbitraria de un sistema
contrario a los hechos.
Descontando todo esto, queda todavía la dialéctica hegeliana. Frente a los «gruñones, petulantes y mediocres
epígonos que hoy ponen cátedra en la Alemania culta» [*] corresponde a Marx el mérito de haber sido el primero
en poner nuevamente de relieve el olvidado método dialéctico, su entronque con la dialéctica hegeliana y las
diferencias que le separan de ésta, y el haber aplicado a la par en su "El Capital" este método a los hechos de una
ciencia empírica, la Economía Política. Y lo ha hecho con tanto éxito, que hasta en Alemania, la nueva escuela
económica sólo acierta a remontarse por encima del vulgar librecambismo copiando a Marx (no pocas veces
falsamente) bajo el pretexto de criticarlo.
En la dialéctica hegeliana reina la misma inversión de todos los entronques reales que en las demás
ramificaciones de su sistema. Pero, como dice Marx: «El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una
alteración no obsta para que este filósofo fuese el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus
formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que en él la dialéctica aparece puesta de cabeza. No hay más
que invertirla, y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional» *[*].
43
Pero en las propias Ciencias Naturales nos encontramos no pocas veces con teorías en que las relaciones reales
aparecen colocadas patas arriba, en que las imágenes reflejas se toman por la forma original, y es, por tanto,
necesario invertirlas. Con frecuencia, esas teorías se entronizan durante largo tiempo. Así aconteció, por ejemplo,
con el calor, en el que durante casi dos siglos enteros se veía una misteriosa materia especial y no una forma
dinámica de la materia corriente; sólo la teoría mecánica del calor vino a colocar las cosas en su sitio. No
obstante, la física, dominada por la teoría del calórico, descubrió una serie de leyes importantísimas del calor, y
abrió, gracias sobre todo a Fourier y a Sadi Carnot [4], el cauce para una concepción exacta, concepción que no
tuvo más que invertir y traducir a su lenguaje las leyes descubiertas por su predecesora [*] 1
- = temperatura absoluta. Sin esta inversión, nada se puede hacer
c con ella.. Y lo mismo ocurrió en la química, donde la teoría del flogisto [5], sólo después de cien años de
trabajo experimental, suministró los datos con ayuda de los cuales Lavoisier pudo descubrir en el oxígeno
obtenido por Priestley el verdadero polo [65] contrario del imaginario flogisto, con lo cual echó por tierra toda la
teoría flogística. Mas con ello no se cancelaron, ni mucho menos, los resultados experimentales de la flogística.
Nada de eso. Lo único que se hizo fue invertir sus fórmulas, traduciéndolas del lenguaje flogístico a la
terminología moderna de la química y conservando así su validez.
Pues bien, la relación que guarda la teoría del calórico con la teoría mecánica del calor o la teoría del flogisto con
la de Lavoisier es la misma que guarda la dialéctica hegeliana con la dialéctica racional.
Escrito por F. Engels en mayo- comienzos de junio de 1878
Publicado por vez primera en alemán y ruso en el Archivo de
Marx y Engels, libro II, 1925.Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
39 "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876
hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de
julio de 1878.- 57, 99
[2] 40 El 10 de mayo de 1876 se inauguró en Filadelfia (Estados Unidos) la sexta exposición industrial mundial. Entre los cuarenta
países representados figuraba también Alemania. La exposición mostró que la industria alemana quedaba muy a la zaga de la industria
de otros países y se regía por el principio «barato y podrido».- 58
[3] 41 Engels alude a las intervenciones de Nägeli y Wirchow en septiembre de 1877 en el Congreso de Naturalistas y Médicos
Alemanes, cuyos materiales fueron publicados en "Tageblatt der 50. Versammlung deutscher Naturforscher und Aerzte in München
1877" («Boletín del 50 Congreso de Naturalistas y Médicos Alemanes en Munich, 1877»), y también a las declaraciones de Wirchow
en el libro "Die Freibeit der Wissenschaft im modernen Staat" («La libertad de la ciencia en el Estado moderno»), Berlin, 1877, S. 13. 59
[*] La parte del manuscrito del "Viejo prólogo" que va desde el comienzo hasta aquí viene tachada con una línea vertical por Engels por
haber sido ya utilizada en el prólogo a la primera edición de "Anti-Dühring". (N. de la Edit.)
[*] «Cautivantes obstáculos» (holde Hindernisse), expresión tomada del ciclo poético de Heine "La nueva primavera". Prólogo. (N. de
la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 2, pág. 99. (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 2, pág. 100. (N. de la Edit.)
44
[4] 42 Trátase de los libros: J. B. J. Fourier, "Théorie analytique de la chaleur" («Teoría analítica del calor»), Paris, 1822 y S. Carnot,
"Réflexions sur la puissance motrice du feu et sur les machines propres à développer cette puissance" («Reflexiones sobre la potencia
motriz del fuego y sobre las máquinas capaces de desarrollar esta potencia»), Paris, 1824. La función C que Engels menciona a
continuación figura en la nota de las páginas 73-79 del libro de Carnot.- 64
[*] La función C de Carnot fue literalmente transformada en la inversa:
[5] 30 Según los criterios que reinaban en la química del siglo XVIII, se consideraba que el proceso de combustión se hallaba
condicionado por la existencia de una substancia especial en los cuerpos, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión.
El eminente químico francés A. Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y dio la explicación justa del proceso como reacción
de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.- 42, 64, 368
F. ENGELS
EL PAPEL DEL TRABAJO EN LA
TRANSFORMACION DEL MONO EN HOMBRE
[1]
El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en Economía política. Lo es, en efecto, a la par
que la naturaleza, proveedora de los materiales que él convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más que
eso. Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto,
debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre.
Hace muchos centenares de miles de años, en una época, aún no establecida definitivamente, de aquel período
del desarrollo de la Tierra que los geólogos denominan terciario, probablemente a fines de este período, vivía en
algún lugar de la zona tropical —quizás en un extenso continente hoy desaparecido en las profundidades del
Océano Indico— una raza de monos antropomorfos extraordinariamente desarrollada. Darwin nos ha dado una
descripción aproximada de estos antepasados nuestros. Estaban totalmente cubiertos de pelo, tenían barba, orejas
puntiagudas, vivían en los árboles y formaban manadas [2].
Es de suponer que como consecuencia directa de su género de vida, por el que las manos, al trepar, tenían que
desempeñar funciones distintas a las de los pies, estos monos se fueron acostumbrando a prescindir de ellas al
caminar por el suelo y empezaron [67] a adoptar más y más una posición erecta. Fue el paso decisivo para el
tránsito del mono al hombre.
Todos los monos antropomorfos que existen hoy día pueden permanecer en posición erecta y caminar
apoyándose únicamente en sus pies; pero lo hacen sólo en caso de extrema necesidad y, además, con suma
torpeza. Caminan habitualmente en actitud semierecta, y su marcha incluye el uso de las manos. La mayoría de
estos monos apoyan en el suelo los nudillos y, encogiendo las piernas, hacen avanzar el cuerpo por entre sus
largos brazos, como un cojo que camina con muletas. En general, aún hoy podemos observar entre los monos
todas las formas de transición entre la marcha a cuatro patas y la marcha en posición erecta. Pero para ninguno de
ellos ésta última ha pasado de ser un recurso circunstancial.
Y puesto que la posición erecta había de ser para nuestros peludos antepasados primero una norma, y luego, una
necesidad, de aquí se desprende que por aquel entonces las manos tenían que ejecutar funciones cada vez más
variadas. Incluso entre los monos existe ya cierta división de funciones entre los pies y las manos. Como hemos
45
señalado más arriba, durante la trepa las manos son utilizadas de distinta manera que los pies. Las manos sirven
fundamentalmente para recoger y sostener los alimentos, como lo hacen ya algunos mamíferos inferiores con sus
patas delanteras. Ciertos monos se ayudan de las manos para construir nidos en los árboles; y algunos, como el
chimpancé, llegan a construir tejadillos entre las ramas, para defenderse de las inclemencias del tiempo. La mano
les sirve para empuñar garrotes, con los que se defienden de sus enemigos, o para bombardear a éstos con frutos
y piedras. Cuando se encuentran en la cautividad, realizan con las manos varias operaciones sencillas que copian
de los hombres. Pero aquí es precisamente donde se ve cuán grande es la distancia que separa la mano primitiva
de los monos, incluso la de los antropoides superiores, de la mano del hombre, perfeccionada por el trabajo
durante centenares de miles de años. El número y la disposición general de los huesos y de los músculos son los
mismos en el mono y en el hombre, pero la mano del salvaje más primitivo es capaz de ejecutar centenares de
operaciones que no pueden ser realizadas por la mano de ningún mono. Ni una sola mano simiesca ha construido
jamás un cuchillo de piedra, por tosco que fuese.
Por eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron adaptando poco a poco sus manos durante los
muchos miles de años que dura el período de transición del mono al hombre, sólo pudieron ser, en un principio,
funciones sumamente sencillas. Los salvajes más primitivos, incluso aquellos en los que [68] puede presumirse
el retorno a un estado más próximo a la animalidad, con una degeneración física simultánea, son muy superiores
a aquellos seres del período de transición. Antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en
cuchillo por la mano del hombre, debió haber pasado un período de tiempo tan largo que, en comparación con él,
el período histórico conocido por nosotros resulta insignificante. Pero se había dado ya el paso decisivo: la mano
era libre y podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad; y ésta mayor flexibilidad adquirida se
transmitía por herencia y se acrecía de generación en generación.
Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también producto de él. Unicamente por el trabajo,
por la adaptación a nuevas y nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento especial así
adquirido por los músculos, los ligamentos y, en un período más largo, también por los huesos, y por la
aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones nuevas y cada vez más complejas, ha
sido como la mano del hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha hecho capaz de dar vida, como
por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a las estatuas de Thorwaldsen y a la música de Paganini.
Pero la mano no era algo con existencia propia e independiente. Era únicamente un miembro de un organismo
entero y sumamente complejo. Y lo que beneficiaba a la mano beneficiaba también a todo el cuerpo servido por
ella; y lo beneficiaba en dos aspectos.
Primeramente, en virtud de la ley que Darwin llamó de la correlación del crecimiento. Según ésta ley, ciertas
formas de las distintas partes de los seres orgánicos siempre están ligadas a determinadas formas de otras partes,
que aparentemente no tienen ninguna relación con las primeras. Así, todos los animales que poseen glóbulos
rojos sin núcleo y cuyo occipital está articulado con la primera vértebra por medio de dos cóndilos, poseen, sin
excepción, glándulas mamarias para la alimentación de sus crías. Así también, la pezuña hendida de ciertos
mamíferos va ligada por regla general a la presencia de un estómago multilocular adaptado a la rumia. Las
modificaciones experimentadas por ciertas formas provocan cambios en la forma de otras partes del organismo,
sin que estemos en condiciones de explicar tal conexión. Los gatos totalmente blancos y de ojos azules son
siempre o casi siempre sordos. El perfeccionamiento gradual de la mano del hombre y la adaptación
concomitante de los pies a la marcha en posición erecta repercutieron indudablemente, en virtud de dicha
correlación, sobre otras partes del organismo. [69] Sin embargo, ésta acción aún está tan poco estudiada que aquí
no podemos más que señalarla en términos generales.
Mucho más importante es la reacción directa —posible de demostrar— del desarrollo de la mano sobre el resto
del organismo. Como ya hemos dicho, nuestros antepasados simiescos eran animales que vivían en manadas;
evidentemente, no es posible buscar el origen del hombre, el más social de los animales, en unos antepasados
inmediatos que no viviesen congregados. Con cada nuevo progreso, el dominio sobre la naturaleza, que
comenzara por el desarrollo de la mano, con el trabajo, iba ampliando los horizontes del hombre, haciéndole
46
descubrir constantemente en los objetos nuevas propiedades hasta entonces desconocidas. Por otra parte, el
desarrollo del trabajo, al multiplicar los casos de ayuda mutua y de actividad conjunta, y al mostrar así las
ventajas de ésta actividad conjunta para cada individuo, tenía que contribuir forzosamente a agrupar aún más a
los miembros de la sociedad. En resumen, los hombres en formación llegaron a un punto en que tuvieron
necesidad de decirse algo los unos a los otros. La necesidad creó el órgano: la laringe poco desarrollada del
mono se fue transformando, lenta pero firmemente, mediante modulaciones que producían a su vez
modulaciones más perfectas, mientras los órganos de la boca aprendían poco a poco a pronunciar un sonido
articulado tras otro.
La comparación con los animales nos muestra que ésta explicación del origen del lenguaje a partir del trabajo y
con el trabajo es la única acertada. Lo poco que los animales, incluso los más desarrollados, tienen que
comunicarse los unos a los otros puede ser transmitido sin el concurso de la palabra articulada. Ningún animal en
estado salvaje se siente perjudicado por su incapacidad de hablar o de comprender el lenguaje humano. Pero la
situación cambia por completo cuando el animal ha sido domesticado por el hombre. El contacto con el hombre
ha desarrollado en el perro y en el caballo un oído tan sensible al lenguaje articulado, que estos animales pueden,
dentro del marco de sus representaciones, llegar a comprender cualquier idioma. Además, pueden llegar a
adquirir sentimientos desconocidos antes por ellos, como son el apego al hombre, el sentimiento de gratitud, etc.
Quien conozca bien a estos animales, difícilmente podrá escapar a la convicción de que, en muchos casos, ésta
incapacidad de hablar es experimentada ahora por ellos como un defecto. Desgraciadamente, este defecto no
tiene remedio, pues sus órganos vocales se hallan demasiado especializados en determinada dirección. Sin
embargo, cuando existe un órgano apropiado, ésta incapacidad puede ser superada dentro de ciertos límites. Los
órganos bucales de las aves se distinguen en forma radical de los del hombre, y, sin embargo, [70] las aves son
los únicos animales que pueden aprender a hablar; y el ave de voz más repulsiva, el loro, es la que mejor habla.
Y no importa que se nos objete diciéndonos que el loro no entiende lo que dice. Claro está que por el solo gusto
de hablar y por sociabilidad con los hombres el loro puede estar repitiendo horas y horas todo su vocabulario.
Pero, dentro del marco de sus representaciones, puede también llegar a comprender lo que dice. Enseñad a un
loro a decir palabrotas, de modo que llegue a tener una idea de su significación (una de las distracciones favoritas
de los marineros que regresan de las zonas cálidas), y veréis muy pronto que en cuanto lo irritáis hace uso de esas
palabrotas con la misma corrección que cualquier verdulera de Berlín. Y lo mismo ocurre con la petición de
golosinas.
Primero el trabajo, luego y con él la palabra articulada, fueron los dos estímulos principales bajo cuya influencia
el cerebro del mono se fue transformando gradualmente en cerebro humano, que, a pesar de toda su similitud, lo
supera considerablemente en tamaño y en perfección. Y a medida que se desarrollaba el cerebro, desarrollábanse
también sus instrumentos más inmediatos: los órganos de los sentidos. De la misma manera que el desarrollo
gradual del lenguaje va necesariamente acompañado del correspondiente perfeccionamiento del órgano del oído,
así también el desarrollo general del cerebro va ligado al perfeccionamiento de todos los órganos de los sentidos.
La vista del águila tiene mucho más alcance que la del hombre, pero el ojo humano percibe en las cosas muchos
más detalles que el ojo del águila. El perro tiene un olfato mucho más fino que el hombre, pero no puede captar
ni la centésima parte de los olores que sirven a éste de signos para diferenciar cosas distintas. Y el sentido del
tacto, que el mono posee a duras penas en la forma más tosca y primitiva, se ha ido desarrollando únicamente
con el desarrollo de la propia mano del hombre, a través del trabajo.
El desarrollo del cerebro y de los sentidos a su servicio, la creciente claridad de conciencia, la capacidad de
abstracción y de discernimiento cada vez mayores, reaccionaron a su vez sobre el trabajo y la palabra,
estimulando más y más su desarrollo. Cuando el hombre se separa definitivamente del mono, este desarrollo no
cesa ni mucho menos, sino que continúa, en distinto grado y en distintas direcciones entre los distintos pueblos y
en las diferentes épocas, interrumpido incluso a veces por regresiones de carácter local o temporal, pero
avanzando en su conjunto a grandes pasos, considerablemente impulsado y, a la vez, orientado en un sentido más
preciso por un nuevo elemento que surge con la aparición del hombre acabado: la sociedad.
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Seguramente hubieron de pasar centenares de miles de años [71] —que en la historia de la Tierra tienen menos
importancia que un segundo en la vida de un hombre [*]— antes de que la sociedad humana surgiese de aquellas
manadas de monos que trepaban por los árboles. Pero, al fin y al cabo, surgió. ¿Y qué es lo que volvemos a
encontrar como signo distintivo entre la manada de monos y la sociedad humana? Otra vez el trabajo. La
manada de monos se contentaba con devorar los alimentos de un área que determinaban las condiciones
geográficas o la resistencia de las manadas vecinas. Trasladábase de un lugar a otro y entablaba luchas con otras
manadas para conquistar nuevas zonas de alimentación: pero era incapaz de extraer de estas zonas más de lo que
la naturaleza buenamente le ofrecía, si exceptuamos la acción inconsciente de la manada, al abonar el suelo con
sus excrementos. Cuando fueron ocupadas todas las zonas capaces de proporcionar alimento, el crecimiento de la
población simiesca fue ya imposible; en el mejor de los casos el número de sus animales podía mantenerse al
mismo nivel. Pero todos los animales son unos grandes despilfarradores de alimentos; además, con frecuencia
destruyen en germen la nueva generación de reservas alimenticias. A diferencia del cazador, el lobo no respeta la
cabra montés que habría de proporcionarle cabritos al año siguiente; las cabras de Grecia, que devoran los
jóvenes arbustos antes de que puedan desarrollarse, han dejado desnudas todas las montañas del país. Esta
«explotación rapaz» llevada a cabo por los animales desempeña un gran papel en la transformación gradual de
las especies, al obligarlas a adaptarse a unos alimentos que no son los habituales para ellas, con lo que cambia la
composición química de su sangre y se modifica poco a poco toda la constitución física del animal; las especies
ya plasmadas desaparecen. No cabe duda de que ésta explotación rapaz contribuyó en alto grado a la
humanización de nuestros antepasados, pues amplió el número de plantas y las partes de éstas utilizadas en la
alimentación por aquella raza de monos que superaba con ventaja a todas las demás en inteligencia y en
capacidad de adaptación. En una palabra, la alimentación, cada vez más variada, aportaba al organismo nuevas y
nuevas substancias, con lo que fueron creadas las condiciones químicas para la transformación de estos monos en
seres humanos. Pero todo esto no era trabajo en el verdadero sentido de la palabra. El trabajo comienza con la
elaboración de instrumentos. ¿Y qué son los instrumentos más antiguos, si juzgamos por los restos que nos han
llegado del hombre prehistórico, por el género de vida de los pueblos más antiguos que [72] registra la historia,
así como por el de los salvajes actuales más primitivos? Son instrumentos de caza y de pesca; los primeros
utilizados también como armas. Pero la caza y la pesca suponen el tránsito de la alimentación exclusivamente
vegetal a la alimentación mixta, lo que significa un nuevo paso de suma importancia en la transformación del
mono en hombre. El consumo de carne ofreció al organismo, en forma casi acabada, los ingredientes más
esenciales para su metabolismo. Con ello acortó el proceso de la digestión y otros procesos de la vida vegetativa
del organismo (es decir, los procesos análogos a los de la vida de los vegetales), ahorrando así tiempo, materiales
y estímulos para que pudiera manifestarse activamente la vida propiamente animal. Y cuanto más se alejaba el
hombre en formación del reino vegetal, más se elevaba sobre los animales. De la misma manera que el hábito a
la alimentación mixta convirtió al gato y al perro salvajes en servidores del hombre, así también el hábito a
combinar la carne con la dieta vegetal contribuyó poderosamente a dar fuerza física e independencia al hombre
en formación. Pero donde más se manifestó la influencia de la dieta cárnea fue en el cerebro, que recibió así en
mucha mayor cantidad que antes las substancias necesarias para su alimentación y desarrollo, con lo que su
perfeccionamiento fue haciéndose mayor y más rápido de generación en generación. Debemos reconocer —y
perdonen los señores vegetarianos— que no ha sido sin el consumo de la carne como el hombre ha llegado a ser
hombre; y el hecho de que, en una u otra época de la historia de todos los pueblos conocidos, el empleo de la
carne en la alimentación haya llevado al canibalismo (aún en el siglo X, los antepasados de los berlineses, los
veletabos o vilzes, solían devorar a sus progenitores) es una cuestión que no tiene hoy para nosotros la menor
importancia.
El consumo de carne en la alimentación significó dos nuevos avances de importancia decisiva: el uso del fuego y
la domesticación de animales. El primero redujo aún más el proceso de la digestión, ya que permitía llevar a la
boca comida, como si dijéramos, medio digerida; el segundo multiplicó las reservas de carne, pues ahora, a la par
con la caza, proporcionaba una nueva fuente para obtenerla en forma más regular. La domesticación de animales
también proporcionó, con la leche y sus derivados, un nuevo alimento, que en cuanto a composición era por lo
menos del mismo valor que la carne. Así, pues, estos dos adelantos se convirtieron directamente para el hombre
en nuevos medios de emancipación. No podemos detenernos aquí a examinar en detalle sus consecuencias
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indirectas, a pesar de toda la importancia que hayan podido tener para el desarrollo del hombre y de la sociedad,
pues tal examen nos apartaría demasiado de nuestro tema.
El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió también, de la misma manera, a vivir en
cualquier clima. Se extendió por toda la superficie habitable de la Tierra siendo el único animal capaz de hacerlo
por propia iniciativa. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas —los animales domésticos y
los insectos parásitos— no lo lograron por sí solos, sino únicamente siguiendo al hombre. Y el paso del clima
uniformemente cálido de la patria original, a zonas más frías donde el año se dividía en verano e invierno, creó
nuevas necesidades, al obligar al hombre a buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la
humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas actividades que fueron apartando más y
más al hombre de los animales.
Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino
también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a
plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de
generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse
la agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado del
comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los
Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la
mente del hombre: la religión. Frente a todas estas creaciones, que se manifestaban en primer término como
productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las producciones más modestas, fruto del
trabajo de la mano, quedaron relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del
desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza que planeaba el trabajo era ya capaz
de obligar a manos ajenas a realizar el trabajo proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue
atribuído exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a
explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas,
naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el transcurso del
tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde
la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso los
naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara
acerca del origen del hombre, pues esa misma [74] influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí
por el trabajo.
Los animales, como ya hemos indicado de pasada, también modifican con su actividad la naturaleza exterior,
aunque no en el mismo grado que el hombre; y estas modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente
repercuten, como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. En la naturaleza nada ocurre en
forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de
este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las
cosas más simples. Ya hemos visto cómo las cabras han impedido la repoblación de los bosques en Grecia; en
Santa Elena, las cabras y los cerdos desembarcados por los primeros navegantes llegados a la isla exterminaron
casi por completo la vegetación allí existente, con lo que prepararon el suelo para que pudieran multiplicarse las
plantas llevadas más tarde por otros navegantes y colonizadores. Pero la influencia duradera de los animales
sobre la naturaleza que los rodea es completamente involuntaria y constituye, por lo que a los animales se refiere,
un hecho accidental. Pero cuanto más se alejan los hombres de los animales, más adquiere su influencia sobre la
naturaleza el carácter de una acción intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de
antemano. Los animales destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo que hacen. Los hombres, en
cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen con el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar
cereales, plantar árboles o cultivar la vid, conscientes de que la cosecha que obtengan superará varias veces lo
sembrado por ellos. El hombre traslada de un país a otro plantas útiles y animales domésticos modificando así la
flora y la fauna de continentes enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas y criados éstos en
condiciones artificiales, sufren tales modificaciones bajo la influencia de la mano del hombre que se vuelven
irreconocibles. Hasta hoy día no han sido hallados aún los antepasados silvestres de nuestros cultivos cerealistas.
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Aún no ha sido resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que ha dado origen a nuestros perros actuales, tan
distintos unos de otros, o a las actuales razas de caballos, también tan numerosas.
Por lo demás, de suyo se comprende que no tenemos la intención de negar a los animales la facultad de actuar en
forma planificada, de un modo premeditado. Por el contrario, la acción planificada existe en germen dondequiera
que el protoplasma —la albúmina viva— exista y reaccione, es decir, realice determinados movimientos, aunque
sean los más simples, en respuesta a [75] determinados estímulos del exterior. Esta reacción se produce, no
digamos ya en la célula nerviosa, sino incluso cuando aún no hay célula de ninguna clase. El acto mediante el
cual las plantas insectívoras se apoderan de su presa, aparece también, hasta cierto punto, como un acto
planeado, aunque se realice de un modo totalmente inconsciente. La facultad de realizar actos conscientes y
premeditados se desarrolla en los animales en correspondencia con el desarrollo del sistema nervioso, y adquiere
ya en los mamíferos un nivel bastante elevado. Durante la caza inglesa de la zorra puede observarse siempre la
infalibilidad con que la zorra utiliza su perfecto conocimiento del lugar para ocultarse a sus perseguidores, y lo
bien que conoce y sabe aprovechar todas las ventajas del terreno para despistarlos. Entre nuestros animales
domésticos, que han llegado a un grado más alto de desarrollo gracias a su convivencia con el hombre, pueden
observarse a diario actos de astucia, equiparables a los de los niños, pues lo mismo que el desarrollo del embrión
humano en el claustro materno es una repetición abreviada de toda la historia del desarrollo físico seguido a
través de millones de años por nuestros antepasados del reino animal, a partir del gusano, así también el
desarrollo mental del niño representa una repetición, aún más abreviada, del desarrollo intelectual de esos
mismos antepasados, en todo caso de los menos remotos. Pero ni un solo acto planificado de ningún animal ha
podido imprimir en la naturaleza el sello de su voluntad. Sólo el hombre ha podido hacerlo.
Resumiendo: lo único que pueden hacer los animales es utilizar la naturaleza exterior y modificarla por el mero
hecho de su presencia en ella. El hombre, en cambio, modifica la naturaleza y la obliga así a servirle, la domina.
Y ésta es, en última instancia, la diferencia esencial que existe entre el hombre y los demás animales, diferencia
que, una vez más, viene a ser efecto del trabajo [*].
Sin embargo, no nos dejemos llevar del entusiasmo ante nuestras victorias sobre la naturaleza. Después de cada
una de estas victorias, la naturaleza toma su venganza. Bien es verdad que las primeras consecuencias de estas
victorias son las previstas por nosotros, pero en segundo y en tercer lugar aparecen unas consecuencias muy
distintas, totalmente imprevistas y que, a menudo, anulan las primeras. Los hombres que en Mesopotamia,
Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían
imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de humedad, [76] estaban
sentando las bases de la actual aridez de esas tierras. Los italianos de los Alpes, que talaron en las laderas
meridionales los bosques de pinos, conservados con tanto celo en las laderas septentrionales, no tenían ni idead
de que con ello destruían las raíces de la industria lechera en su región; y mucho menos podían prever que, al
proceder así, dejaban la mayor parte del año sin agua sus fuentes de montaña, con lo que les permitían, al llegar
el período de las lluvias, vomitar con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que difundieron el
cultivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo farináceo difundían a la vez la escrofulosis. Así, a
cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de
un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino
que nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos
en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de
conocer sus leyes y de aplicarlas adecuadamente.
En efecto, cada día aprendemos a comprender mejor las leyes de la naturaleza y a conocer tanto los efectos
inmediatos como las consecuencias remotas de nuestra intromisión en el curso natural de su desarrollo. Sobre
todo después de los grandes progresos logrados en este siglo por las Ciencias Naturales, nos hallamos en
condiciones de prever, y, por tanto, de controlar cada vez mejor las remotas consecuencias naturales de nuestros
actos en la producción, por lo menos de los más corrientes. Y cuanto más sea esto una realidad, más sentirán y
comprenderán los hombres su unidad con la naturaleza, y más inconcebible será esa idea absurda y antinatural de
la antítesis entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, idea que empieza a
50
difundirse por Europa a raíz de la decadencia de la antigüedad clásica y que adquiere su máximo
desenvolvimiento en el cristianismo.
Mas, si han sido precisos miles de años para que el hombre aprendiera en cierto grado a prever las remotas
consecuencias naturales de sus actos dirigidos a la producción, mucho más le costó aprender a calcular las
remotas consecuencias sociales de esos mismos actos. Ya hemos hablado más arriba de la patata y de sus
consecuencias en cuanto a la difusión de la escrofulosis: Pero, ¿qué importancia puede tener la escrofulosis
comparada con los efectos que sobre las condiciones de vida de las masas del pueblo de países enteros ha tenido
la reducción de la dieta de los trabajadores a simples patatas, con el hambre que se extendió [77] en 1847 por
Irlanda a consecuencia de una enfermedad de este tubérculo, y que llevó a la tumba a un millón de irlandeses que
se alimentaban exclusivamente o casi exclusivamente de patatas y obligó a emigrar allende el océano a otros dos
millones? Cuando los árabes aprendieron a destilar el alcohol, ni siquiera se les ocurrió pensar que habían creado
una de las armas principales con que habría de ser exterminada la población indígena del continente americano,
aún desconocido, en aquel entonces. Y cuando Colón descubrió más tarde América, no sabía que a la vez daba
nueva vida a la esclavitud, desaparecida desde hacía mucho tiempo en Europa, y sentaba las bases de la trata de
negros. Los hombres que en los siglos XVII y XVIII trabajaron para crear la máquina de vapor, no sospechaban
que estaban creando un instrumento que habría de subvertir, más que ningún otro, las condiciones sociales en
todo el mundo, y que, sobre todo en Europa, al concentrar la riqueza en manos de una minoría y al privar de toda
propiedad a la inmensa mayoría de la población, habría de proporcionar primero el dominio social y político a la
burguesía y provocar después la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, lucha que sólo puede
terminar con el derrocamiento de la burguesía y la abolición de todos los antagonismos de clase. Pero también
aquí, aprovechando una experiencia larga, y a veces cruel, confrontando y analizando los materiales
proporcionados por la historia, vamos aprendiendo poco a poco a conocer las consecuencias sociales indirectas y
más remotas de nuestros actos en la producción, lo que nos permite extender también a estas consecuencias
nuestro dominio y nuestro control.
Sin embargo, para llevar a cabo este control se requiere algo más que el simple conocimiento. Hace falta una
revolución que transforme por completo el modo de producción existente hasta hoy día y, con él, el orden social
vigente.
Todos los modos de producción que han existido hasta el presente sólo buscaban el efecto útil del trabajo en su
forma más directa e inmediata. No hacían el menor caso de las consecuencias remotas, que sólo aparecen más
tarde y cuyo efecto se manifiesta únicamente gracias a un proceso de repetición y acumulación gradual. La
primitiva propiedad comunal de la tierra correspondía, por un lado, a un estado de desarrollo de los hombres en
el que el horizonte de éstos quedaba limitado, por lo general, a las cosas más inmediatas, y presuponía, por otro
lado, cierto excedente de tierras libres, que ofrecía cierto margen para neutralizar los posibles resultados adversos
de ésta economía positiva. Al agotarse el excedente de tierras libres, comenzó la decadencia de la propiedad
comunal. Todas las formas más elevadas de producción [78] que vinieron después condujeron a la división de la
población en clases diferentes y, por tanto, al antagonismo entre las clases dominantes y las clases oprimidas. En
consecuencia, los intereses de las clases dominantes se convirtieron en el elemento propulsor de la producción,
en cuanto ésta no se limitaba a mantener bien que mal la mísera existencia de los oprimidos. Donde esto halla su
expresión más acabada es en el modo de producción capitalista que prevalece hoy en la Europa Occidental. Los
capitalistas individuales, que dominan la producción y el cambio, sólo pueden ocuparse de la utilidad más
inmediata de sus actos. Más aún; incluso ésta misma utilidad —por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía
producida o cambiada— pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único incentivo la ganancia
obtenida en la venta.
***
La ciencia social de la burguesía, la Economía Política clásica, sólo se ocupa preferentemente de aquellas
consecuencias sociales que constituyen el objetivo inmediato de los actos realizados por los hombres en la
producción y el cambio. Esto corresponde plenamente al régimen social cuya expresión teórica es esa ciencia.
51
Por cuanto los capitalistas aislados producen o cambian con el único fin de obtener beneficios inmediatos, sólo
pueden ser tenidos en cuenta, primeramente, los resultados más próximos y más inmediatos. Cuando un
industrial o un comerciante vende la mercancía producida o comprada por él y obtiene la ganancia habitual, se da
por satisfecho y no le interesa lo más mínimo lo que pueda ocurrir después con esa mercancía y su comprador.
Igual ocurre con las consecuencias naturales de esas mismas acciones. Cuando en Cuba los plantadores españoles
quemaban los bosques en las laderas de las montañas para obtener con la ceniza un abono que sólo les alcanzaba
para fertilizar una generación de cafetos de alto rendimiento, ¡poco les importaba que las lluvias torrenciales de
los trópicos barriesen la capa vegetal del suelo, privada de la protección de los árboles, y no dejasen tras sí más
que rocas desnudas! Con el actual modo de producción, y por lo que respecta tanto a las consecuencias naturales
como a las consecuencias sociales de los actos realizados por los hombres, lo que interesa preferentemente son
sólo los primeros resultados, los más palpables. Y luego hasta se manifiesta extrañeza de que las consecuencias
remotas de las acciones que perseguían esos fines resulten ser muy distintas y, en la mayoría de los casos, hasta
diametralmente opuestas; de que la armonía entre la oferta y la demanda se convierta en su antípoda, como nos lo
demuestra [79] el curso de cada uno de esos ciclos industriales de diez años, y como han podido convencerse de
ello los que con el «crac» [3] han vivido en Alemania un pequeño preludio; de que la propiedad privada basada
en el trabajo de uno mismo se convierta necesariamente, al desarrollarse, en la desposesión de los trabajadores de
toda propiedad, mientras toda la riqueza se concentra más y más en manos de los que no trabajan; de que [...] [*]
Escrito por Engels en 1876.
Publicado por primera vez
en la revista "Die Neue Zeit", Bd. 2, Traducido del alemán.
Nº 44, 1895-1896.
NOTAS
[1]
43 El presente artículo fue ideado inicialmente como introducción a un trabajo más extenso denominado "Tres formas fundamentales de
esclavización". Pero, visto que el propósito no se cumplía, Engels acabó por dar a la introducción el título "El papel del trabajo en el
proceso de transformación del mono en hombre". Engels explica en ella el papel decisivo del trabajo, de la producción de instrumentos,
en la formación del tipo físico del hombre y la formación de la sociedad humana, mostrando que, a partir de un antepasado parecido al
mono, como resultado de un largo proceso histórico, se desarrolló un ser cualitativamente distinto, el hombre. Lo más probable es que
el artículo haya sido escrito en junio de 1876.- 66
[2] 44 Véase el libro de C. Darwin "The Descent of Man and Selection in Relation to Sex" («El origen del hombre y la selección
sexual»), publicado en Londres en 1871.- 66
[*] Sir William Thomson, autoridad de primer orden en la materia calculó que ha debido transcurrir poco más de cien millones de años
desde el momento en que la Tierra se enfrió lo suficiente para que en ella pudieran vivir las plantas y los animales. (Nota de Engels).
[*] Acotación al margen: «Ennoblecimiento».
[3] 45 Trátase de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis comenzó con una «grandiosa bancarrota» en mayo de
1873, preludio de la crisis que duró hasta fines de los años 70.- 79, 88, 438
[*] Aquí se interrumpe el manuscrito. (N. de la Edit.).
52
F. ENGELS
CARLOS MARX
Carlos Marx, el hombre que dio por vez primera una base científica al socialismo, y por tanto a todo el
movimiento obrero de nuestros días, nació en Tréveris, en 1818. Comenzó a estudiar jurisprudencia en Bonn y en
Berlín, pero pronto se entregó exclusivamente al estudio de la historia y de la filosofía, y se disponía, en 1842, a
habilitarse como profesor de filosofía, cuando el movimiento político producido después de la muerte de
Federico Guillermo III orientó su vida por otro camino. Los caudillos de la burguesía liberal renana, los
Camphausen, Hansemann, etc., habían fundado en Colonia, con su cooperación, la "Reinische Zeitung" [1]; y en
el otoño de 1842, Marx, cuya crítica de los debates de la Dieta provincial renana había producido enorme
sensación, fue colocado a la cabeza del periódico. La "Rheinische Zeitung" publicábase, naturalmente, bajo la
censura, pero ésta no podía con ella ******[*] [2]. El periódico sacaba adelante casi siempre los artículos que le
interesaba publicar: se empezaba echándole al censor cebo sin importancia para que lo tachase, hasta que, o cedía
por sí mismo, o se veía obligado a ceder bajo la amenaza de que al día [81] siguiente no saldría el periódico. Con
diez periódicos que hubieran tenido la misma valentía que la "Rheinische Zeitung" y cuyos editores se hubiesen
gastado unos cientos de táleros más en composición se habría hecho imposible la censura en Alemania ya en
1843. Pero los propietarios de los periódicos alemanes eran filisteos mezquinos y miedosos, y la "Rheinische
Zeitung" batallaba sola. Gastaba a un censor tras otro, hasta que, por último, se la sometió a doble censura,
debiendo pasar, después de la primera, por otra nueva y definitiva revisión del Regierungspräsident ******[*].
Más tampoco esto bastaba. A comienzos de 1843, el gobierno declaró que no se podía con este periódico, y lo
prohibió sin más explicaciones.
Marx, que entretanto se había casado con la hermana de von Westphalen, el que más tarde había de ser ministro
de la reacción, se trasladó a París, donde editó con A. Ruge los "Deutsch-Französische Jahrbücher" [3], en los
que inauguró la serie de sus escritos socialistas, con una "Crítica de la filosofía hegeliana del Derecho". Después,
en colaboración con F. Engels, publicó "La Sagrada Familia. Contra Bruno Bauer y consortes", crítica satírica de
una de las últimas formas en las que se había extraviado el idealismo filosófico alemán de la época.
El estudio de la Economía política y de la historia de la gran Revolución francesa todavía le dejaba a Marx
tiempo para atacar de vez en cuando al Gobierno prusiano; éste se vengó, consiguiendo del ministerio Guizot, en
la primavera de 1845 —y parece que el mediador fue el señor Alejandro de Humboldt—, que se le expulsase de
Francia [4]. Marx trasladó su residencia a Bruselas, donde, en 1847, publicó en lengua francesa la "Miseria de la
Filosofía", crítica de la "Filosofía de la Miseria", de Proudhon, y, en 1848, su "Discurso sobre el libre cambio".
Al mismo tiempo encontró ocasión de fundar en Bruselas una Asociación de obreros alemanes [5], con lo que
entró en el terreno de la agitación práctica. Esta adquirió todavía mayor importancia para él al ingresar en 1847,
en unión de sus amigos políticos, en la Liga de los Comunistas, liga secreta, que llevaba ya largos años de
existencia. Toda la estructura de esta organización se transformó radicalmente; la que hasta entonces había sido
una sociedad más o menos conspirativa, se convirtió en una simple organización de propaganda comunista —
secreta tan sólo porque las circunstancias lo exigían—, y fue la primera organización del Partido
Socialdemócrata Alemán. La Liga existía dondequiera que hubiese asociaciones de obreros alemanes; en casi
todas estas asociaciones, en Inglaterra, en Bélgica, en Francia y en Suiza, y en muchas asociaciones de Alemania,
los [82] miembros dirigentes eran afiliados a la Liga, y la participación de ésta en el naciente movimiento obrero
alemán era muy considerable. Además, nuestra Liga fue la primera que destacó, y lo demostró en la práctica, el
carácter internacional de todo el movimiento obrero; contaba entre sus miembros a ingleses, belgas, húngaros,
polacos, etc., y organizaba, principalmente en Londres, asambleas obreras internacionales.
La transformación de la Liga se efectuó en dos congresos celebrados en 1847, el segundo de los cuales acordó la
redacción y publicación de los principios del partido, en un manifiesto que habían de redactar Marx y Engels. Así
surgió el Manifiesto del Partido Comunista [*] que apareció por vez primera en 1848, poco antes de la
revolución de Febrero, y que después ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos.
53
La "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" [6], en la que Marx colaboraba y en la que se ponían al desnudo
implacablemente las bienaventuranzas policíacas de la patria, movió nuevamente al Gobierno prusiano a
maquinar para conseguir la expulsión de Marx, pero en vano. Mas, cuando la revolución de Febrero provocó
también en Bruselas movimientos populares y parecía ser inminente en Bélgica una revolución, el Gobierno
belga detuvo a Marx sin contemplaciones y lo expulsó. Entretanto, el gobierno provisional de Francia, por
mediación de Flocon, le había invitado a reintegrarse a París, invitación que aceptó.
En París, se enfrentó ante todo con el barullo creado entre los alemanes allí residentes, por el plan de organizar a
los obreros alemanes de Francia en legiones armadas, para introducir con ellas en Alemania la revolución y la
república. De una parte, era Alemania la que tenía que hacer por sí misma la revolución, y de otra parte, toda
legión revolucionaria extranjera que se formase en Francia nacía delatada, por los Lamartines del gobierno
provisional, al gobierno que se quería derribar, como ocurrió en Bélgica y en Baden.
Después de la revolución de marzo, Marx se trasladó a Colonia y fundó allí la "Neue Rheinische Zeitung", que
vivió desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de mayo de 1849. Fue el único periódico que defendió, dentro del
movimiento democrático de la época, la posición del proletariado, cosa que hizo ya, en efecto, al apoyar sin
reservas a los insurrectos de junio de 1848 en París [7], lo que le valió la deserción de casi todos los accionistas.
En vano la "Kreuz-Zeitung" [8] señalaba el "Chimborazo de insolencia" *[*] con que la [83] "Neue Rheinische
Zeitung" atacaba todo lo sagrado, desde el rey y el regente del imperio hasta los gendarmes, y esto en una
fortaleza prusiana, que tenía entonces 8.000 hombres de guarnición: en vano clamaba el coro de filisteos liberales
renanos, vuelto de pronto reaccionario, en vano se suspendió el estado de sitio decretado en Colonia, en el otoño
de 1848; en vano el Ministerio de Justicia del imperio denunciaba desde Francfort al fiscal de Colonia artículo
tras artículo, para que se abriese proceso judicial; el periódico seguía redactándose e imprimiéndose
tranquilamente, a la vista de la Dirección General de Seguridad, y su difusión y su fama crecían con la violencia
de los ataques contra el gobierno y la burguesía. Al producirse, en noviembre de 1848, el golpe de Estado de
Prusia, la "Neue Rheinische Zeitung" incitaba al pueblo, en la cabecera de cada número, para que se negase a
pagar los impuestos y contestase a la violencia con la violencia. Llevado ante el Jurado, en la primavera de 1849,
por esto y por otro artículo, el periódico salió absuelto las dos veces. Por fin, al ser aplastadas las insurrecciones
de mayo de 1849, en Dresde y la provincia del Rin [9], y al iniciarse la campaña prusiana contra la insurrección
de Baden-Palatinado, mediante la concentración y movilización de grandes contingentes de tropas, el gobierno se
creyó lo bastante fuerte para suprimir por la violencia la "Neue Rheinische Zeitung". El último número —
impreso en rojo— apareció el 19 de mayo.
Marx se trasladó nuevamente a París, pero pocas semanas después de la manifestación del 13 de junio de 1849
[10] el Gobierno francés lo colocó ante la alternativa de trasladar su residencia a la Bretaña o salir de Francia.
Optó por esto último y se fue a Londres, donde ha vivido desde entonces sin interrupción.
La tentativa de seguir publicando la "Neue Rheinische Zeitung" en forma de revista (en Hamburgo, en 1850)
[11], hubo de ser abandonada algún tiempo después, ante la violencia creciente de la reacción. Inmediatamente
después del golpe de Estado de diciembre de 1851 en Francia, Marx publicó "El 18 Brumario de Luis Bonaparte"
[*] (Boston, 1852; segunda edición, Hamburgo, 1869, poco antes de la guerra). En 1853, escribió las
"Revelaciones sobre el proceso de los comunistas en Colonia" (obra impresa primeramente en Basilea, más tarde
en Boston y reeditada recientemente en Leipzig).
Después de la condena de los miembros de la Liga de los Comunistas en Colonia [12], Marx se retiró de la
agitación política y se consagró, de una parte, por espacio de diez años, a estudiar a fondo los ricos tesoros que
encerraba la biblioteca del Museo Británico en materia de Economía política, y de otra parte, a colaborar en
"New-York Tribune" [13], periódico que, hasta que estalló la guerra [84] norteamericana de Secesión [14], no
sólo publicó las correspondencias firmadas por él, sino también numerosos artículos editoriales sobre temas
europeos y asiáticos salidos de su pluma. Sus ataques contra lord Palmerston, basados en minuciosos estudios de
documentos oficiales ingleses, fueron editados en Londres como folletos de agitación.
54
Como primer fruto de sus largos años de estudios económicos apareció en 1859 la "Contribución a la crítica de la
Economía política. Primer cuaderno" (Berlín, Duncker.) Esta obra contiene la primera exposición sistemática de
la teoría del valor de Marx, incluyendo la teoría del dinero. Durante la guerra italiana [15], Marx combatió desde
las columnas de "Das Volk" [16], periódico alemán que se publicaba en Londres, el bonapartismo, que por
entonces se teñía de liberal y se las daba de libertador de las nacionalidades oprimidas, y la política prusiana de
la época, que, bajo la manto de la neutralidad, procuraba pescar en río revuelto. A propósito de esto, hubo de
atacar también al señor Karl Vogt, que por entonces hacía agitación en pro de la neutralidad de Alemania, más
aún, de la simpatía de Alemania, por encargo del príncipe Napoleón (Plon-Plon) y a sueldo de Luis Napoleón.
Como Vogt acumulase contra él las calumnias más infames, infundadas a sabiendas, Marx le contestó en "El
señor Vogt" (Londres, 1860), donde se desenmascara a Vogt y a los demás señores de la banda bonapartista de
seudo-demócratas, demostrando con pruebas de carácter externo e interno que Vogt estaba sobornado por el
imperio decembrino. A los diez años justos, se tuvo la confirmación de esto; en la lista de las gentes a sueldo del
bonapartismo, descubierta en las Tullerías en 1870 [17] y publicada por el gobierno de septiembre [18], aparecía
en la letra "V" esta partida: "Vogt: le fueron entregados, en agosto de 1859... 40.000 francos".
Por fin, en 1867, vio la luz en Hamburgo el tomo primero de "El Capital, Crítica de la Economía política", la
obra principal de Marx, en la que se exponen las bases de sus ideas económico-socialistas y los rasgos
fundamentales de su crítica de la sociedad existente, del modo de producción capitalista y de sus consecuencias.
La segunda edición de esta obra que hace época se publicó en 1872; el autor se ocupa actualmente de la
preparación del segundo tomo.
Entretanto, el movimiento obrero de diversos países de Europa había vuelto a fortalecerse en tal medida, que
Marx pudo pensar en poner en práctica un deseo acariciado desde hacía largo tiempo: fundar una asociación
obrera que abarcase los países más adelantados de Europa y América y que había de personificar, por decirlo así,
el carácter internacional del movimiento socialista tanto ante los propios obreros como ante los burgueses y los
gobiernos, para [85] animar y fortalecer al proletariado y para atemorizar a sus enemigos. Dio ocasión para
exponer la idea, que fue acogida con entusiasmo, un mitin popular celebrado en el Saint Martin's Hall de
Londres, el 28 de septiembre de 1864, a favor de Polonia, que volvía a ser aplastada por Rusia. Quedó fundada
así la Asociación Internacional de los Trabajadores. En la Asamblea se eligió un Consejo General provisional,
con residencia en Londres. El alma de este Consejo General, como de los que le siguieron hasta el Congreso de
La Haya [19], fue Marx. El redactó casi todos los documentos lanzados por el Consejo General de la
Internacional, desde el Manifiesto Inaugural de 1864, hasta el manifiesto sobre la guerra civil de Francia en 1871
****
[*]. Exponer la actuación de Marx en la Internacional, equivaldría a escribir la historia de esta misma
Asociación que, por lo demás, vive todavía en el recuerdo de los obreros de Europa.
La caída de la Comuna de París colocó a la Internacional en una situación imposible. Viose empujada al primer
plano de la historia europea, en un momento en que por todas partes tenía cortada la posibilidad de una acción
práctica y eficaz. Los acontecimientos que la erigían en séptima gran potencia le impedían, al mismo tiempo,
movilizar y poner en acción sus fuerzas combativas, so pena de llevar a una derrota infalible al movimiento
obrero y de contenerlo por varios decenios. Además, por todas partes pugnaban por colocarse en primera fila
elementos que intentaban explotar, para fines de vanidad o de ambición personal, la fama, que tan súbitamente
había crecido, de la Asociación, sin comprender la verdadera situación de la Internacional o sin preocuparse de
ella. Había que tomar una decisión heroica, y fue, como siempre, Marx quien la tomó y la hizo prosperar en el
Congreso de La Haya. En un acuerdo solemne, la Internacional se desentendió de toda responsabilidad por los
manejos de los bakuninistas, que eran el eje de aquellos elementos insensatos y poco limpios; luego, ante la
imposibilidad de cumplir también, frente a la reacción general, las exigencias redobladas que a ella se le
planteaban y de mantener en pie su plena actividad, más que por medio de una serie de sacrificios, que
necesariamente habrían desangrado el movimiento obrero, la Internacional se retiró provisionalmente de la
escena, trasladando a Norteamérica el Consejo General. Los acontecimientos posteriores han venido a demostrar
cuán acertado fue este acuerdo, tantas veces criticado por entonces y después. De una parte, quedaron cortadas de
raíz, y siguieron cortadas en adelante, las posibilidades de organizar en nombre de la Internacional vanas
intentonas, y de otra parte, las [86] constantes y estrechas relaciones entre los partidos obreros socialistas de los
55
distintos países demostraban que la conciencia de la identidad de intereses y de la solidaridad del proletariado de
todos los países, despertada por la Internacional, llega a imponerse aun sin el enlace de una asociación
internacional formal que, por el momento, se había convertido en traba.
Después del Congreso de La Haya, Marx volvió a encontrar, por fin, tiempo y sosiego para reanudar sus trabajos
teóricos, y es de esperar que en un período de tiempo no muy largo pueda dar a la imprenta el segundo tomo de
"El Capital".
De los muchos e importantes descubrimientos con que Marx ha inscrito su nombre en la historia de la ciencia,
sólo dos podemos destacar aquí.
El primero es la revolución que ha llevado a cabo en toda la concepción de la historia universal. Hasta aquí, toda
la concepción de la historia descansaba en el supuesto de que las últimas causas de todas las transformaciones
históricas habían de buscarse en los cambios que se operan en las ideas de los hombres, y de que de todos los
cambios, los más importantes, los que regían toda la historia, eran los políticos. No se preguntaban de dónde les
vienen a los hombres las ideas ni cuáles son las causas motrices de los cambios políticos. Sólo en la escuela
moderna de los historiadores franceses, y en parte también de los ingleses, se había impuesto la convicción de
que, por lo menos desde la Edad Media, la causa motriz de la historia europea era la lucha de la burguesía en
desarrollo contra la nobleza feudal por el Poder social y político. Pues bien, Marx demostró que toda la historia
de la humanidad, hasta hoy, es una historia de luchas de clases, que todas las luchas políticas, tan variadas y
complejas, sólo giran en torno al Poder social y político de unas u otras clases sociales; por parte de las clases
viejas, para conservar el poder, y por parte de las ascendentes clases nuevas, para conquistarlo. Ahora bien, ¿qué
es lo que hace nacer y existir a estas clases? Las condiciones materiales, tangibles, en que la sociedad de una
época dada produce y cambia lo necesario para su sustento. La dominación feudal de la Edad Media descansaba
en la economía cerrada de las pequeñas comunidades campesinas, que cubrían por sí mismas casi todas sus
necesidades, sin acudir apenas al cambio, a las que la nobleza belicosa defendía contra el exterior y daba
cohesión nacional o, por lo menos, política. Al surgir las ciudades y con ellas una industria artesana
independiente y un tráfico comercial, primero interior y luego internacional, se desarrolló la burguesía urbana, y
conquistó, luchando contra la nobleza, todavía en la Edad Media, una incorporación al orden feudal, como
estamento también privilegiado. Pero, con el descubrimiento de los [87] territorios no europeos, desde mediados
del siglo XV, la burguesía obtuvo una zona comercial mucho más extensa, y, por tanto, un nuevo acicate para su
industria. La industria artesana fue desplazada en las ramas más importantes por la manufactura de tipo ya fabril,
y ésta, a su vez, por la gran industria, que habían hecho posible los inventos del siglo pasado, principalmente la
máquina de vapor, y que a su vez repercutió sobre el comercio, desalojando, en los países atrasados, al antiguo
trabajo manual y creando, en los más adelantados, los modernos medios de comunicación, los barcos de vapor,
los ferrocarriles, el telégrafo eléctrico. De este modo, la burguesía iba concentrando en sus manos, cada vez más,
la riqueza social y el poder social, aunque tardó bastante en conquistar el poder político, que estaba en manos de
la nobleza y de la monarquía, apoyada en aquélla. Pero al llegar a cierta fase —en Francia, desde la gran
Revolución—, conquistó también éste y se convirtió, a su vez, en clase dominante frente al proletariado y a los
pequeños campesinos. Situándose en este punto de vista —siempre y cuando que se conozca suficientemente la
situación económica de la sociedad en cada época; conocimientos de que, ciertamente, carecen en absoluto
nuestros historiadores profesionales—, se explican del modo más sencillo todos los fenómenos históricos, y
asimismo se explican con la mayor sencillez los conceptos y las ideas de cada período histórico, partiendo de las
condiciones económicas de vida y de las relaciones sociales y políticas de ese período, condicionadas a su vez
por aquéllas. Por primera vez se erigía la historia sobre su verdadera base; el hecho palpable, pero totalmente
desapercibido hasta entonces, de que el hombre necesita en primer término comer, beber, tener un techo y
vestirse, y por tanto, trabajar, antes de poder luchar por el mando, hacer política, religión, filosofía, etc.; este
hecho palpable, pasaba a ocupar, por fin, el lugar histórico que por derecho le correspondía.
Para la idea socialista, esta nueva concepción de la historia tenía una importancia culminante. Demostraba que
toda la historia, hasta hoy, se ha movido en antagonismos y luchas de clases, que ha habido siempre clases
dominantes y dominadas, explotadoras y explotadas, y que la gran mayoría de los hombres ha estado siempre
56
condenada a trabajar mucho y disfrutar poco. ¿Por qué? Sencillamente, porque en todas las fases anteriores del
desenvolvimiento de la humanidad, la producción se hallaba todavía en un estado tan incipiente, que el desarrollo
histórico sólo podía discurrir de esta forma antagónica y el progreso histórico estaba, en líneas generales, en
manos de una pequeña minoría privilegiada, mientras la gran masa se hallaba condenada a producir, trabajando,
su mísero sustento y a acrecentar cada vez más [88] la riqueza de los privilegiados. Pero, esta misma concepción
de la historia, que explica de un modo tan natural y racional el régimen de dominación de clase vigente hasta
nuestros días, que de otro modo sólo podía explicarse por la maldad de los hombres, lleva también a la
convicción de que con las fuerzas productivas, tan gigantescamente acrecentadas, de los tiempos modernos,
desaparece, por lo menos en los países más adelantados, hasta el último pretexto para la división de los hombres
en dominantes y dominados, explotadores y explotados; de que la gran burguesía dominante ha cumplido ya su
misión histórica, de que ya no es capaz de dirigir la sociedad y se ha convertido incluso en un obstáculo para el
desarrollo de la producción, como lo demuestran las crisis comerciales, y sobre todo el último gran crac [20] y la
depresión de la industria en todos los países; de que la dirección histórica ha pasado a manos del proletariado,
una clase que, por toda su situación dentro de la sociedad, sólo puede emanciparse acabando en absoluto con
toda dominación de clase, todo avasallamiento y toda explotación; y de que las fuerzas productivas de la
sociedad, que crecen hasta escapársele de las manos a la burguesía, sólo están esperando a que tome posesión de
ellas el proletariado asociado, para crear un estado de cosas que permita a caba miembro de la sociedad participar
no sólo en la producción, sino también en la distribución y en la administración de las riquezas sociales, y que,
mediante la dirección planificada de toda la producción, acreciente de tal modo las fuerzas productivas de la
sociedad y su rendimiento, que se asegure a cada cual, en proporciones cada vez mayores, la satisfacción de
todas sus necesidades razonables.
El segundo descubrimiento importante de Marx consiste en haber puesto definitivamente en claro la relación
entre el capital y el trabajo; en otros términos, en haber demostrado cómo se opera, dentro de la sociedad actual,
con el modo de producción capialista, la explotación del obrero por el capitalista. Desde que la Economía
política sentó la tesis de que el trabajo es la fuente de toda riqueza y de todo valor, era inevitable esta pregunta:
¿cómo se concilia esto con el hecho de que el obrero no perciba la suma total de valor creada por su trabajo, sino
que tenga que ceder una parte de ella al capitalista? Tanto los economistas burgueses como los socialistas se
esforzaban por dar a esta pregunta una contestación científica sólida; pero en vano, hasta que por fin apareció
Marx con la solución. Esta solución es la siguiente: El actual modo de producción capitalista tiene como premisa
la existencia de dos clases sociales: de una parte, los capitalistas, que se hallan en posesión de los medios de
producción y de sustento, y de otra parte, los proletarios, que, excluidos de esta posesión, sólo tienen una
mercancía que vender: su fuerza de trabajo, mercancía que, por tanto, [89] no tienen más remedio que vender,
para entrar en posesión de los medios de sustento más indispensables. Pero el valor de una mercancía se
determina por la cantidad de trabajo socialmente necesario invertido en su producción, y también, por tanto en su
reproducción; por consiguiente, el valor de la fuerza de trabajo de un hombre medio durante un día, un mes, un
año, se determina por la cantidad de trabajo plasmada en la cantidad de medios de vida necesarios para el
sustento de esta fuerza de trabajo durante un día, un mes o un año. Supongamos que los medios de vida para un
día exigen seis horas de trabajo para su producción o, lo que es lo mismo, que el trabajo contenido en ellos
representa una cantidad de trabajo de seis horas; en este caso, el valor de la fuerza de trabajo durante un día se
expresará en una suma de dinero en la que se plasmen también seis horas de trabajo. Supongamos, además, que
el capitalista para quien trabaja nuestro obrero le paga esta suma, es decir, el valor íntegro de su fuerza de
trabajo. Ahora bien; si el obrero trabaja seis horas del día para el capitalista, habrá reembolsado a éste
íntegramente su desembolso: seis horas de trabajo por seis horas de trabajo. Claro está que de este modo no
quedaría nada para el capitalista; por eso éste concibe la cosa de un modo completamente distinto. Yo, dice él, no
he comprado la fuerza de trabajo de este obrero por seis horas, sino por un día completo. Consiguientemente,
hace que el obrero trabaje, según las circunstancias, 8, 10, 12, 14 y más horas, de tal modo que el producto de la
séptima, de la octava y siguientes horas es el producto de un trabajo no retribuido, que, por el momento, se
embolsa el capitalista. Por donde el obrero al servicio del capitalista no se limita a reponer el valor de su fuerza
de trabajo, que se le paga, sino que, además crea una plusvalía que, por el momento, se apropia el capitalista y
que luego se reparte con arreglo a determinadas leyes económicas entre toda la clase capitalista. Esta plusvalía
forma el fondo básico del que emanan la renta del suelo, la ganancia, la acumulación de capital; en una palabra,
57
todas las riquezas consumidas o acumuladas por las clases que no trabajan. De este modo, se comprobó que el
enriquecimiento de los actuales capitalistas consiste en la apropiación del trabajo ajeno no retribuido, ni más ni
menos que el de los esclavistas o de los señores feudales, que explotaban el trabajo de los esclavos o de los
siervos, y que todas estas formas de explotación sólo se diferencian por el distinto modo de apropiarse el trabajo
no pagado. Y con esto, se quitaba la base de todas esas retóricas hipócritas de las clases poseedoras de que bajo
el orden social vigente reinan el derecho y la justicia, la igualdad de derechos y deberes y la armonía general de
intereses. Y la sociedad burguesa actual se desenmascaraba, no menos que las que la antecedieron, como un
establecimiento [90] grandioso montado para la explotación de la inmensa mayoría del pueblo por una minoría
insignificante y cada vez más reducida.
Estos dos importantes hechos sirven de base al socialismo moderno, al socialismo científico. En el segundo tomo
de "El Capital" se desarrollan estos y otros descubrimientos científicos no menos importantes relativos al sistema
social capitalista, con lo cual se revolucionan también los aspectos de la Economía política que no se habían
tocado todavía en el primer tomo. Lo que hay que desear es que Marx pueda entregarlo pronto a la imprenta.
Escrito por F. Engels a mediados de junio de 1877.
Traducido del alemán.
"Volks-Kalender", Brunswick, 1878.
NOTAS
[1]
46 Rheinisehe Zeitung fiir Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario
que se publicó en Colonia del I de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en
octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.- 80, 172, 361, 409
[*******]El primer censor de la "Rheinische Zeitung" fue el consejero de policía Dolleschall, el mismo que en cierta ocasión había
tachado en la "Kölnische Zeitung" el anuncio de la traducción de la "Divina Comedia", de Dante, por Philalethes (el que más tarde
había de ser rey Juan de Sajonia), con esta observación: «Con las cosas divinas no se deben hacer comedias»..
[2] 47 "Kölnische Zeitung" («Periódico de Colonia»): diario alemán que se publicó con ese nombre desde 1802 en Colonia; en el
período de la revolución de 1848-1849 y la reacción que le sucedió reflejaba la política de traición y cobardía de la burguesía liberal
prusiana; en el último tercio del siglo XIX estuvo ligado al partido nacional-liberal.- 80, 182, 428
[*******]En Prusia, representante del poder central en la provincia. (N. de la Edit.)
[3] 48 "Deutsch-Französische Jahrbücher" («Anales franco-alemanes»): se publicaba en París, en alemán, bajo la redacción de C. Marx
y A. Ruge. No salió más que el primer fascículo (doble) en febrero de 1844. En él se publicaron las obras de Carlos Marx:
"Contribución al problema hebreo" y "Contribución a la critica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como las de
Federico Engels: "Esbozos para la crítica de la Economía Política" y "Situación de Inglaterra. Tomás Carlyle, El pasado y el presente".
Estas obras marcaban el paso definitivo de Marx y de Engels del democratismo revolucionario al materialismo y al comunismo. La
causa principal del cese de la publicación del anuario residía en las divergencias en cuestiones de principio entre Marx y el radical
burgués Ruge.- 81, 190
[4] 49 El Gobierno francés dispuso la expulsión de Marx de Francia el 16 de enero de 1845 bajo la presión del Gobierno de Prusia.- 81
[5] 50 La "Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas" fue fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847, con el fin de
educar políticamente a los obreros alemanes residentes en Bélgica. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la Asociación
se convirtió en un centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica. Los mejores elementos de la Asociación
integraban la Organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación de Obreros Alemanes en
Bruselas se suspendieron poco después de la revolución de febrero de 1848 en Francia, debido a las detenciones y la expulsión de sus
componentes por la policía belga.- 81, 191
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
58
[6] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los emigrados políticos alemanes en
Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848. A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban
permanentemente en él y ejercían una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[7] 52 Insurrección de junio: heroica insurrección de los obreros de París el 23-26 de junio de 1848, aplastada con excepcional crueldad
por la burguesía francesa. Fue la primera gran guerra civil entre el proletariado y la burguesía.- 82, 115, 180
[8] 53 "Kreuz-Zeitung" («Periódico de la Cruz»): nombre con que se conocía (por llevar en el título una cruz, emblema de las milicias,
el landwehr) el diario alemán "Neue Preussische Zeitung" («Nuevo Periódico Prusiano»); se publicó en Berlín desde junio de 1848
hasta 1939, fue órgano de la camarilla contrarrevolucionaria de la corte y de los junkers prusianos.- 82, 178
[**]Chimborazo: uno de los picos más altos de América del Sur. (N. de la Edit.)
[9] 54 Se trata de la insurrección armada en Dresde del 3 al 8 de mayo y de las insurrecciones en Alemania del Sur y del Oeste de mayo
a julio de 1849 en defensa de la Constitución imperial aprobada por la Asamblea Nacional de Francfort el 28 de marzo de 1849, pero
rechazada por varios Estados alemanes. Las insurrecciones tenían carácter aislado y espontáneo y fueron aplastadas hacia mediados de
julio de 1849.- 83, 197
[10] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una manifestación pacífica de protesta contra
el envío de tropas francesas para aplastar la revolución en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La
Montaña fueron arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
[11] 56 "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" («Nuevo Periódico del Rin. Revista político-económica»): revista,
órgano teórico de la Liga de los Comunistas, fundada por Marx y Engels. Se publicó desde diciembre de 1849 hasta noviembre de
1850; salieron seis números.- 83, 199
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 408-498. (N. de la Edit.)
[12] 57 Se trata del proceso organizado en Colonia (del 4 de octubre al 12 de noviembre de 1852) con fines provocativos por el
Gobierno de Prusia contra 11 miembros de la Liga de los Comunistas. Acusados de crimen de alta traición sobre la base de documentos
falsos y perjurios, siete fueron condenados a reclusión en la fortaleza por plazos de 3 a 6 años.- 83, 184
[13] 58 "New-York Daily Tribune" («Tribuna diaria de Nueva York»): diario progresista burgués que se publicó de 1841 a 1924. Marx
y Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta marzo de 1862.- 83, 172
[14] 59 La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se llevó a cabo entre los Estados industriales del Norte de los EE.UU. y los
sublevados Estados esclavistas del Sur, que querían conservar la esclavitud y resolvieron en 1861 separarse de los Estados del Norte. La
guerra fue resultado de la lucha de dos sistemas: el de la esclavitud y el del trabajo asalariado.- 84, 200
[15] 60 La guerra italiana: guerra de Francia y Piamonte contra Austria, desencadenada por Napoleón III so falso pretexto de
liberación de Italia. Lo que quería Napoleón III, en realidad, era conquistar nuevos territorios y consolidar el régimen bonapartista en
Francia. Sin embargo, asustado por la gran envergadura del movimiento de liberación nacional en Italia y empeñado en mantener el
fraccionamiento político de ésta, Napoleón III concertó una paz separada con Austria. Francia se quedó con Saboya y Niza. Lombardía
pasó a pertenecer a Cerdeña, y Venecia siguió bajo la dominación de Austria.- 84, 404
[16] 61 "Das Volk" («El pueblo»): semanario que se publicó en alemán en Londres desde el 7 de mayo hasta el 20 de agosto de 1859,
con la más activa participación de Marx, el cual fue, en realidad, su redactor a partir de principios de julio.- 84
[17] 62 Trátase del Palacio de las Tullerías, de París, residencia de Napoleón III durante el Segundo Imperio.- 84
[18] 63 El 4 de septiembre de 1870 se produjo un alzamiento revolucionario de las masas populares que condujo al derrocamiento del
régimen del Segundo Imperio, a la proclamación de la República y a la formación del Gobierno Provisional, en el que entraron
monárquicos, además de republicanos moderados. Este Gobierno, encabezado por Trochu, gobernador militar de París, y Thiers, su
auténtico inspirador, tomó el camino de la traición nacional y la componenda alevosa con el enemigo exterior.- 84, 428
[19] 5 El Congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores de La Haya se celebró del 2 al 7 de septiembre de 1872, con la
asistencia de 65 delegados de 15 organizaciones nacionales. Dirigían las labores del Congreso Marx y Engels. En él se dio cima a la
lucha de largos años de Marx y Engels y sus compañeros contra toda clase de sectarismo pequeñoburgués en el movimiento obrero. La
actuación escisionista de los anarquistas fue condenada, y sus líderes expulsados de la Internacional. Los acuerdos del Congreso de La
59
Haya colocaron los cimientos para la futura fundación de partidos políticos de la clase obrera con existencia propia en los distintos
países.- 6, 85
[*****] Véase la presente edición, t. 2, págs. 5-13, 214-259. (N. de la Edit.)
[20] 45 Trátase de la crisis económica mundial de 1873. En Alemania, la crisis comenzó con una «grandiosa bancarrota» en mayo de
1873, preludio de la crisis que duró hasta fines de los años 70.- 79, 88, 438
C. MARX Y F. ENGELS
DE LA CARTA CIRCULAR A A. BEBEL, W.
LIEBKNECHT, W. BRACKE Y OTROS [1]
Marx y Engels denuncian en su carta las bases políticas de clase e ideológicas del oportunismo manifestado y
hacen valer su protesta contra la transigencia para con él por parte le la dirección del partido. Critican
acerbamente las vacilaciones oportunistas que se manifestaron en el partido después de la promulgación de la ley
de excepción contra los socialistas. Al defender el carácter consecuente de clase del partido proletario, Marx y
Engels exigen que se elimine toda influencia de los elementos oportunistas en el partido y el órgano del partido.
La crítica de Marx y Engels ayudó a los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán a mejorar la situación en
el partido, que supo en el período de vigencia de la ley de excepción, en condiciones de persecuciones de todo
género, fortalecer sus filas, reestructurar la organización y encontrar el acertado camino de las masas,
combinando las formas legales y clandestinas de trabajo.- 91
I I I. EL MANIFIESTO DE LOS TRES DE ZURICH
Entretanto, llegó el "Jahrbuch" [2] de Höchberg, con el artículo "Examen retrospectivo del movimiento socialista
en Alemania", escrito, según me ha comunicado el propio Höchberg, precisamente por los tres miembros de la
Comisión de Zurich. Aquí tenemos una crítica auténtica de estos señores a todo el movimiento hasta nuestros
días, y, por consiguiente, en la medida en que ellos determinan la línea del nuevo periódico [3], el programa
auténtico del mismo.
Desde el principio leemos:
«El movimiento, considerado como eminentemente político por Lassalle —quien invitaba a incorporarse a él no
sólo a los obreros, sino también a todos los demócratas honrados—, y al frente del cual debían situarse los
representantes independientes de la ciencia y todas las personas de verdaderos sentimientos humanitarios, se
acható bajo la dirección de J. B. von Schweitzer, reduciéndose a una lucha unilateral de los obreros industriales
por sus intereses».
No voy a examinar la cuestión de si esto corresponde, y hasta qué punto, a la realidad de los hechos. El reproche
especial que aquí se le hace a Schweitzer es el de haber achatado el lassalleanismo, considerado aquí como un
movimiento burgués democrático-filantrópico, reduciéndolo al nivel de una lucha unilateral de los obreros
industriales por sus intereses. Pero, en realidad, resulta que Schweitzer acható el movimiento, haciéndolo más
profundo, al darle el carácter de lucha de clases de los obreros industriales contra la burguesía. Más adelante se le
reprocha el «haber ahuyentado a la democracia burguesa». Pero, ¿qué tiene que hacer [92] la democracia
burguesa en las filas del Partido Socialdemócrata? Si la democracia burguesa está integrada por «personas
60
honradas», no puede desear el ingreso en el Partido; y si a pesar de ello desea ingresar en él, sólo puede ser para
hacer daño.
El partido lassalleano «ha preferido, de la manera más unilateral, conducirse como un partido obrero». Y los
señores que escriben eso pertenecen a un partido que se conduce del modo más unilateral como partido obrero, y
ocupan ahora en él puestos oficiales. Hay en esto una incompatibilidad absoluta. Si piensan, como escriben,
deben abandonar el partido, o por lo menos, renunciar a los cargos que en él ocupan. Si no lo hacen, confiesan
con ello sus intenciones de aprovechar su posición oficial para luchar contra el carácter proletario del partido. De
este modo, al dejarlos en sus puestos oficiales, el partido se hace traición a sí mismo.
Así pues, según estos señores, el Partido Socialdemócrata no debe ser un partido unilateralmente obrero, sino el
partido universal «de todas las personas de verdaderos sentimientos humanitarios». Y para demostrarlo, debe
renunicar ante todo a las groseras pasiones proletarias y, dirigido por burgueses cultos y de sentimientos
filantrópicos, «adquirir gustos finos» y «aprender buenos modales» (pag. 85). Entonces, los «toscos modales» de
ciertos líderes serán sustituidos por distinguidos «modales burgueses» (¡como si la indecorosidad externa de
aquellos a quienes se alude no fuese el menor de los defectos que se les puede imputar!). Entonces, tampoco
tardarán en aparecer
"numerosos partidarios procedentes de las clases cultivadas y poseedoras. Sin estos elementos los que deben ser
atraídos ante todo... si se quiere que la propaganda alcance éxitos tangibles».
El socialismo alemán «ha atribuido demasiada importancia a la conquista de las masas, a la vez que ha
descuidado la propaganda enérgica (!) entre las llamadas capas altas de la sociedad». Pero «al partido aún le
faltan personas que pueden representarlo en el Reichstag», y «es deseable, e incluso necesario, que las
credenciales sean entregadas a personas que tengan tiempo y posibilidades de estudiar a fondo los problemas.
Los simples obreros y los pequeños artesanos... sólo muy excepcionalmente pueden disponer del ocio necesario».
Así que, ¡elegid a los burgueses!
En una palabra, la clase obrera no es capaz de lograr por sí misma su emancipación. Para ello necesita someterse
a la dirección de burgueses «cultivados y poseedores», pues sólo ellos «tienen tiempo y posibilidades» de llegar a
conocer lo que puede ser útil para los obreros. En segundo lugar, la burguesía no debe ser atacada en ningún
caso, sino conquistada mediante una propaganda enérgica.
Pero si nos proponemos conquistar a las capas altas de la sociedad, o por lo menos a sus elementos bien
intencionados, en modo alguno debemos asustarlos. Y aquí es donde los tres de Zurich creen haber hecho un
descubrimiento tranquilizador:
«Precisamente ahora, bajo la presión de la ley contra los socialistas, el partido demuestra que no tiene la
intención de recurrir a la violencia e ir a una revolución sangrienta, sino que, por el contrario, está dispuesto... a
seguir el camino de la legalidad, es decir, el camino de las reformas».
De este modo, si 500.000 ó 600.000 electores socialdemócratas (la décima o la octava parte del censo electoral),
dispersos, además, por todo el país, son lo bastante sensatos para no romperse la cabeza contra un muro y para no
lanzarse, en la proporción de uno contra diez, a una «revolución sangrienta», eso demuestra que han renunciado
para siempre a utilizar cualquier gran acontecimiento de la política exterior y el ascenso revolucionario por él
provocado, e incluso la victoria lograda por el pueblo en el conflicto que pueda producirse sobre esta base. Si
alguna vez Berlín vuelve a dar pruebas de su incultura con otro 18 de Marzo [4], la socialdemocracia no
participará en la lucha, como «cualquier chusma ansiosa de lanzarse a las barricadas» (pag. 88), sino que
«seguirá el camino de la legalidad», apaciguará la insurrección, retirará las barricadas y, en caso necesario,
marchará con el glorioso ejército contra la masa unilateral, grosera e inculta. Y si esos caballeros afirman que no
era tal la intención de sus palabras, ¿qué era, pues, lo que querían decir?
61
Pero aún falta lo mejor.
«Cuanto más sereno, objetivo y circunspecto sea el partido en su crítica del orden actual y en sus propuestas de
reforma, menos posibilidades habrá de que se repita la jugada, que ahora ha tenido éxito» (al dictarse la ley
contra los socialistas), «y gracias a la cual la reacción consciente ha logrado meter en un puño a la burguesía,
intimidada por el fantasma rojo» (pag. 88).
Para liberar a la burguesía de toda sombra de temor, hay que demostrarle clara y palpablemente que el fantasma
rojo no es más que eso, un fantasma que no existe en la realidad. Pero el secreto del fantasma rojo está
precisamente en el miedo de la burguesía a la inevitable lucha a vida o muerte que tiene que librarse entre ella y
el proletariado, está en el temor al inevitable desenlace de la actual lucha de clases. Acabemos con la lucha de
clases y la burguesía, lo mismo que «todas las personas independientes», «no temerá marchar del brazo con el
proletariado». Pero éste será precisamente quien se quede con un palmo de narices.
Por lo tanto, el partido debe demostrar con su acatamiento y humildad que ha renunciado para siempre a «los
despropósitos y a los excesos» que dieron pie a la promulgación de la ley contra los socialistas. Si promete
voluntariamente no salirse del marco de esa ley, Bismarck y la burguesía serán naturalmente tan amables que la
abolirán, pues ya no será necesaria.
«Entiéndasenos bien»; nosotros no queremos «renunciar a nuestro partido ni a nuestro programa, pero
consideramos que tenemos trabajo para [94] muchos años si aplicamos todas nuestras fuerzas y todas nuestras
energías a lograr ciertos objetivos inmediatos, que deben ser conseguidos por encima de todo antes de ponernos a
pensar en tareas de mayor alcance».
Y entonces, los burgueses, los pequeñoburgueses y los obreros, que «ahora se asustan... de nuestras
reivindicaciones de largo alcance», vendrán a nosotros en masa.
No se renuncia al programa; lo único que se hace es aplazar su realización... por tiempo indefinido. Se acepta el
programa, pero esta aceptación no es en realidad para sí mismo, para seguirlo durante la vida de uno, sino
únicamente para dejarlo en herencia a los hijos y a los nietos. Y mientras tanto, «todas las fuerzas y todas las
energías» se dedican a futilidades sin cuento y a un remiendo miserable del régimen capitalista, para dar la
impresión de que se hace algo, sin asustar al mismo tiempo a la burguesía. Es preferible mil veces la conducta
del «comunista» Miqel, quien para demostrar su seguridad inquebrantable de que la sociedad capitalista ha de
hundirse inevitablemente al cabo de unos cuantos siglos, especula cuanto puede y contribuye, en la medida de
sus fuerzas, al crac de 1873, con lo que realmente hace algo para preparar el fin del régimen actual.
Otro atentado a los buenos modales fueron los «ataques exagerados contra los especuladores», quienes después
de todo no eran más que unas «criaturas de la época»; por eso, «hubiera sido mejor... no insultar a Stroussberg ni
a los de su mismo tipo». Por desgracia, todos los hombres son «criaturas de la época», y si esta justificación es
valedera, ya no se puede atacar a nadie y tenemos que renunciar a toda polémica y a toda lucha; tenemos que
aceptar tranquilamente los puntapiés de nuestros adversarios, pues nuestra sabiduría nos enseña que no son más
que unas «criaturas de la época», y como tales no pueden actuar de otro modo. En lugar de devolverles con
creces sus puntapiés, tenemos que compadecernos de esos desdichados.
Así también, nuestra defensa de la Comuna tuvo consecuencias desagradables, pues
«apartó de nuestro lado a muchas personas que estaban bien dispuestas hacia nosotros y, en general, acrecentó el
odio que nos tenía la burguesía». Ademas, el partido «no está totalmente libre de culpa por la promulgación de la
ley de octubre [5], pues atizó innecesariamente el odio de la burguesía».
Tal es el programa de los tres censores de Zurich. Es de una claridad meridiana, sobre todo para nosotros, que
desde 1848 conocemos al dedillo todos esos tópicos. Aquí tenemos a unos representantes de la pequeña
62
burguesía llenos de miedo ante la idea de que los proletarios, impulsados por su posición revolucionaria, puedan
«llegar demasiado lejos». En lugar de una oposición política resuelta, mediación general; en lugar de la lucha
[95] contra el gobierno y la burguesía, intentos de convencerlos y de atraerlos; en lugar de una resistencia
encarnizada a las persecuciones de arriba, humilde sumisión y reconocimiento de que el castigo ha sido
merecido. Todos los conflictos impuestos por la necesidad histórica se interpretan como malentendidos y se da
carpetazo a todas las discusiones con la declaración de que en lo fundamental todos estamos de acuerdo. Los que
en 1848 actuaban como demócratas burgueses pueden llamarse hoy socialdemócratas sin ningún reparo. Lo que
para los primeros era la república democrática es para los segundos la caída del régimen capitalista: algo
perteneciente a un futuro muy remoto, algo que no tiene absolutamente ninguna importancia para la práctica
política del momento presente, por lo que puede uno entregarse hasta la saciedad a la mediación, a las
componendas y a la filantropía. Exactamente lo mismo en cuanto a la lucha de clases entre el proletariado y la
burguesía. Se le reconoce en el papel, porque ya es imposible negarla, pero en la práctica se la difumina, se la
diluye, se la debilita. El Partido Socialdemócrata no debe ser un partido de la clase obrera, no debe despertar el
odio de la burguesía ni de nadie. Lo primero que debe hacer es realizar una propaganda enérgica entre la
burguesía; en vez de hacer hincapié en objetivos de largo alcance, que asustan a la burguesía y que de todos
modos no han de ser conseguidos por nuestra generación, mejor será que concentre todas sus fuerzas y todas sus
energías en la aplicación de reformas remendonas pequeñoburguesas, que habrán de convertirse en nuevos
refuerzos del viejo régimen social, con lo que, tal vez, la catástrofe final se transformará en un proceso de
descomposición que se lleve a cabo lentamente, a pedazos y, en la medida de lo posible, pacíficamente. Esa
gente es la misma que, so capa de una febril actividad, no sólo no hace nada ella misma, sino que trata de
impedir que, en general, se haga algo más que charlar; son los mismos que en 1848 y 1849, con su miedo a
cualquier acción, frenaban el movimiento a cada paso y terminaron por conducirlo a la derrota; los mismos que
nunca advierten la reacción y se asombran extraordinariamente al hallarse en un callejón sin salida, donde la
resistencia y la huida son igualmente imposibles; los mismos que se empeñan en aprisionar la historia en su
estrecho horizonte de filisteos, y de los cuales la historia jamás hace el menor caso, pasando invariablemente al
orden del día.
Por lo que respecta a sus convicciones socialistas, ya han sido bastante criticadas en el Manifiesto del Partido
Comunista, en el capítulo donde se trata del socialismo alemán o socialismo «verdadero» [*]. Cuando la lucha de
clases se deja a un lado como algo [96] fastidioso y «grosero», la única base que le queda al socialismo es el
«verdadero amor a la humanidad» y unas cuantas frases hueras sobre la «justicia».
El mismo curso del desarrollo determina el fenómeno inevitable de que algunos individuos de la clase hasta
ahora dominante se incorporen al proletariado en lucha y le proporcionen elementos de instrucción. Ya lo hemos
señalado con toda claridad en el Manifiesto. Pero aquí conviene tener presente dos circunstancias:
Primera; que para ser verdaderamente útiles al movimiento proletario, esos individuos deben aportar auténticos
elementos de instrucción, cosa que no podemos decir de la mayoría de los burgueses alemanes que se han
adherido al movimiento; ni "Zukunft" ni "Neue Gesellschaft" [6] "Die Neue Gesellschaft" («La nueva
sociedad»): revista socialreformista, aparecía en Zurich de 1877 a 1880.- 96 han dado nada que haya hecho
avanzar al movimiento un solo paso. En ellos no encontramos ningún material verdaderamente efectivo o teórico
que pueda contribuir a la ilustración de las masas. En su lugar, un intento de conciliar unas ideas socialistas
superficialmente asimiladas con los más variados conceptos teóricos, adquiridos por esos señores en la
universidad o en otros lugares, y a cual más confusos a causa del proceso de descomposición por que están
pasando actualmente los residuos de la filosofía alemana. En lugar de profundizar ante todo en el estudio de la
nueva ciencia, cada uno de ellos ha tratado de adaptarla de una forma o de otra a los puntos de vista que ha
tomado de fuera, se ha hecho a toda prisa una ciencia para su uso particular y se ha lanzado a la palestra con la
pretensión de enseñársela a los demás. De aquí que entre esos caballeros haya tantos puntos de vista como
cabezas. En vez de poner en claro un problema cualquiera, han provocado una confusión espantosa, que, por
fortuna, se circunscribe casi exclusivamente a ellos mismos. El partido puede prescindir perfectamente de unos
educadores cuyo principio fundamental es enseñar a los demás lo que ellos mismos no han aprendido.
63
Segunda; que cuando llegan al movimiento proletario tales elementos procedentes de otras clases, la primera
condición que se les debe exigir es que no traigan resabios de prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., y
que asimilen sin reservas el enfoque proletario. Pero estos señores, como ya se ha demostrado, están atiborrados
de ideas burguesas y pequeñoburguesas, que tienen sin duda su justificación en un país tan pequeñoburgués
como Alemania, pero únicamente fuera del Partido Obrero Socialdemócrata. Si estos señores se constituyen en
un partido socialdemócrata pequeñoburgués, nadie les discutirá el derecho de hacerlo; en tal caso, podríamos
entablar negociaciones, formar en ciertos momentos bloques con ellos, etc. Pero en un partido obrero constituyen
un elemento corruptor. Si por ahora las circunstancias [97] aconsejan que se les tolere, debemos comprender que
la ruptura con ellos es únicamente cuestión de tiempo, siendo nuestro deber el de tolerarlos únicamente, sin
permitir que ejerzan alguna influencia sobre la dirección del partido. Además, parece ser que el momento de
ruptura ya ha llegado. No podemos comprender en modo alguno cómo puede el partido seguir tolerando en sus
filas a los autores de ese artículo. Y si hasta la dirección del partido cae en mayor o menor grado en manos de
esos hombres, quiere decir simplemente que el partido está castrado y que ya no le queda vigor proletario.
En cuanto a nosotros, y teniendo en cuenta todo nuestro pasado, no nos queda más que un camino. Durante cerca
de cuarenta años hemos venido destacando la lucha de clases como fuerza directamente propulsora de la historia,
y particularmente la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como la gran palanca de la revolución
social moderna. Esta es la razón de que no podamos marchar con unos hombres que pretenden extirpar del
movimiento esta lucha de clases. Al ser fundada la Internacional, formulamos con toda claridad su grito de
guerra: la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los obreros mismos [*]. No podemos, por
consiguiente, marchar con unos hombres que declaran abiertamente que los obreros son demasiado incultos para
emanciparse ellos mismos, por lo que tienen que ser liberados desde arriba, por los filántropos de la gran
burguesía y de la pequeña burguesía. Si el nuevo órgano de prensa del partido sigue una orientación en
consonancia con los puntos de vista de esos señores, si en vez de un periódico proletario se convierte en un
periódico burgués, no nos quedará, por desgracia, más remedio que manifestar públicamente nuestro desacuerdo
y romper la solidaridad que hemos tenido con ustedes al representar al partido alemán en el extranjero. Pero es de
esperar que las cosas no lleguen a tal extremo.....
Escrito por C. Marx y F. Engels del 17 al 18 de septiembre de 1879
Publicado por primera vez en la revista "Die Kommunistische
Internationale", XII. Jahrg., Heft 23, 15 de junio de 1931.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
64 La carta circular de C. Marx y F. Engels del 17-18 de septiembre de 1879, enviada a Bebel, pero destinada por sus autores a toda la
dirección del Partido Socialdemócrata Alemán, tiene carácter de documento del partido. En el presente tomo se publica la parte III de
este documento, en la que se pone de relieve la conducta capituladora de Höchberg, Bernstein y Schramm, que encabezaban el ala
derecha del partido e insertaron en 1879 en las páginas del "Jahrbuch für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik" («Anuario de ciencias
sociales y de política social») artículos predicando un oportunismo descarado.
[2] 65 Trátase del "Jahrbuch für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik", revista de orientación socialreformista que se publicaba en
Zurich de 1879 a 1881 bajo la dirección de K. Höchberg, cuyo seudónimo era Ludwig Richter; aparecieron tres números.- 91
[3] 66 Trátase del órgano del partido que se proyectaba fundar en Zurich.- 91
[4] 67 Se alude a los combates de barricadas en Berlín el 18 de marzo, que dieron comienzo a la revolución de 1848-1849 en
Alemania.- 93
[5] 68 Trátase de la ley de excepción contra los socialistas, aprobada por el Reichstag alemán en octubre de 1878 (véase la nota 22).- 94
64
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 133-135. (N. de la Edit.)
[6] 69 "Die Zukunft" («El porvenir»): revista de orientación socialreformista que aparecía en Berlín desde octubre de 1877 hasta
noviembre de 1878. La editaba K. Höchberg. Marx y Engels criticaban acerbamente la revista por sus intentos de llevar al partido a la
vía reformista.
[*] C. Marx, "Estatutos Provisionales de la Asociación". (N. de la Edit.)
65
F. ENGELS
DEL SOCIALISMO UTOPICO AL SOCIALISMO
CIENTIFICO [1]
PROLOGO A LA EDICION INGLESA DE 1892
El pequeño trabajo que tiene delante el lector, formaba parte, en sus orígenes, de una obra mayor. Hacia 1875, el
Dr. E. Dühring, privat-docent en la Universidad de Berlín, anunció de pronto y con bastante estrépito su
conversión al socialismo y presentó al público alemán, no sólo una teoría socialista detalladamente elaborada,
sino también un plan práctico completo para la reorganización de la sociedad. Se abalanzó, naturalmente, sobre
sus predecesores, honrando particularmente a Marx, sobre quien derramó las copas llenas de su ira.
Esto ocurría por los tiempos en que las dos secciones del Partido Socialista Alemán —los eisenachianos y los
lassalleanos [2]— acababan de fusionarse, adquiriendo éste así, no sólo un inmenso incremento de fuerza, sino
algo que importaba todavía más: la posibilidad de desplegar toda esta fuerza contra el enemigo común. El Partido
Socialista Alemán se iba convirtiendo rápidamente en una potencia. Pero, para convertirlo en una potencia, la
condición primordial era no poner en peligro la unidad recién conquistada. Y el Dr. Dühring se aprestaba
públicamente a formar en torno a su persona una secta, el núcleo de un partido futuro aparte. No había, pues, más
remedio que recoger el guante que se nos lanzaba y dar la batalla, por muy poco agradable que ello nos fuese.
Por cierto, la cosa, aunque no muy difícil, había de ser, evidentemente, harto pesada. Es bien sabido que
nosotros, los alemanes, tenemos una terrible y poderosa Gründlichkeit, un cavilar profundo o una caviladora
profundidad, como se le quiera llamar. En cuanto uno de nosotros expone algo que reputa una nueva doctrina, lo
primero que hace es elaborarla en forma de un sistema universal. Tiene que demostrar que lo mismo los primeros
principios de la lógica que las leyes fundamentales del Universo, no han existido desde toda una eternidad con
otro designio que el de llevar, al fin y a la postre, hasta esta teoría recién descubierta, que viene a coronar todo lo
existente. En este respecto, el Dr. Dühring estaba cortado en absoluto por el patrón nacional. Nada menos que un
"Sistema completo de la Filosofía" —filosofía intelectual, moral, natural y de la Historia—, un "Sistema
completo de Economía Política y de Socialismo" y, finalmente, una "Historia crítica de la Economía Política" —
tres gordos volúmenes en octavo, pesados por fuera y por dentro, tres cuerpos de ejército de argumentos,
movilizados contra todos los filósofos y economistas precedentes en general y contra Marx en particular—; en
realidad, un intento de completa «subversión de la ciencia». Tuve que vérmelas con todo eso; tuve que tratar
todos los temas posibles, desde las ideas sobre el tiempo y el espacio hasta el bimetalismo [3], desde la eternidad
de la materia y el movimiento hasta la naturaleza perecedera de las ideas morales; desde la selección natural de
Darwin hasta la educación de la juventud en una sociedad futura. Cierto es que la sistemática universalidad de mi
contrincante me brindaba ocasión para desarrollar frente a él, en una forma más coherente de lo que hasta
entonces se había hecho, las ideas mantenidas por Marx y por mí acerca de tan grande variedad de materias. Y
ésta fue la razón principal que me movió a acometer esta tarea, por lo demás tan ingrata.
Mi réplica vio la luz, primero, en una serie de artículos publicados en el "Vorwärts" [4] de Leipzig, órgano
central del Partido Socialista, y, más tarde, en forma de libro, con el título de "Herrn Eugen Dührings
Umwälzung der Wissenschaft" ["La subversión de la ciencia por el señor E. Dühring"], del que en 1886 se
publicó en Zurich una segunda edición.
A instancias de mi amigo Paul Lafargue, actual representante de kille en la Cámara de los diputados de Francia,
arreglé tres capítulos de este libro para un folleto, que él tradujo y publicó en 1880 con el título de "Socialisme
utopique et socialisme scientifique". De este texto francés se hicieron una versión polaca y otra española. En
1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. Desde entonces, se han publicado,
a base del texto alemán, traducciones al italiano, al ruso, al danés, al holandés [100] y al rumano. Es decir, que,
66
contando la actual edición inglesa, este folleto se halla difundido en diez lenguas. No sé de ninguna otra
publicación socialista, incluyendo nuestro Manifiesto Comunista ******[*] de 1848 y "El Capital" de Marx, que
haya sido traducida tantas veces. En Alemania se han hecho cuatro ediciones, con una tirada total de unos veinte
mil ejemplares.
El apéndice "La Marca" [5] fue escrito con el propósito de difundir entre el Partido Socialista Alemán algunas
nociones elementales respecto a la historia y al desarrollo de la propiedad rural en Alemania. En aquel entonces
era tanto más necesario cuanto que la incorporación de los obreros urbanos al partido estaba en vía de concluirse
y se planteaba la tarea de ocuparse de las masas de obreros agrícolas y de los campesinos. Este apéndice fue
incluido en la edición, teniendo en cuenta la circunstancia de que las formas primitivas de posesión de la tierra,
comunes a todas las tribus teutónicas, así como la historia de su decadencia, son menos conocidas todavía en
Inglaterra que en Alemania. He dejado el texto en suforma original, sin aludir a la hipótesis recientemente
expuesta por Maxim Kovalevski, según la cual al reparto de las tierras de cultivo y de pastoreo entre los
miembros de la Marca precedió el cultivo en común de estas tierras por una gran comunidad familiar patriarcal,
que abarcó a varias generaciones (de ejemplo puede servir la zádruga de los sudeslavos, que aún existe hoy día).
Luego, cuando la comunidad creció y se hizo demasiado numerosa para administrar en común la economía, tuvo
lugar el reparto de la tierra [6]. Es probable que Kovalevski tenga razón, pero el asunto se encuentra aún sub
judice ******[*].
Los términos de Economía empleados en este trabajo coinciden, en tanto que son nuevos, con los de la edición
inglesa de "El Capital" de Marx. Designamos como «producción mercantil» aquella fase económica en que los
objetos no se producen solamente para el uso del productor, sino también para los fines del cambio, es decir,
como mercancías, y no como valores de uso. Esta fase va desde los albores de la producción para el cambio hasta
los tipos presentes; pero sólo alcanza su pleno desarrollo bajo la producción capitalista, es decir, bajo las
condiciones en que el capitalista, propietario de los medios de producción, emplea, a cambio de un salario, a
obreros, a hombres despojados de todo medio de producción, salvo su propia fuerza de trabajo, y se embolsa el
excedente del precio de venta de los productos sobre su coste de producción. Dividimos la historia de la
producción industrial desde la Edad Media en tres [101] períodos: 1) industria artesana, pequeños maestros
artesanos con unos cuantos oficiales y aprendices, en que cada obrero elabora el artículo completo; 2)
manufactura, en que se congrega en un amplio establecimiento un número más considerable de obreros,
elaborándose el artículo completo con arreglo al principio de la división del trabajo, donde cada obrero sólo
ejecuta una operación parcial, de tal modo que el producto está acabado sólo cuando ha pasado sucesivamente
por las manos de todos; 3) moderna industria, en que el producto se fabrica mediante la máquina movida por la
fuerza motriz y el trabajo del obrero se limita a vigilar y rectificarlas operaciones del mecanismo.
Sé muy bien que el contenido de este libro indignará a gran parte del público británico. Pero si nosotros, los
continentales, hubiésemos guardado la menor consideración a los prejuicios de la «respetabilidad» británica, es
decir, del filisteísmo británico habríamos salido todavía peor parados de lo que hemos salido. Esta obra defiende
lo que nosotros llamamos el «materialismo histórico», y en los oídos de la inmensa mayoría de los lectores
británicos la palabra materialismo es una palabra muy malsonante. «Agnosticismo» aún podría pasar, pero
materialismo es de todo punto inadmisible.
Y sin embargo, la patria primitiva de todo el materialismo moderno, a partir del siglo XVII, es Inglaterra.
«El materialismo es hijo nativo de la Gran Bretaña. Ya elescolástico británico Duns Escoto se preguntaba si la
materia no podría pensar.
«Para realizar este milagro, iba a refugiarse en la omnipotencia divina, es decir, obligaba a la propia teología a
predicar el materialismo. Duns Escoto era, además, nominalista. El nominalismo [7] aparece como elemento
primordial en los materialistas ingleses y es, en general, la expresión primera del materialismo.
67
«El verdadero padre del materialismo inglés es Bacon. Para él, las ciencias naturales son la verdadera ciencia, y
la física experimental, la parte más importante de las ciencias naturales. Anaxágoras con sus homoiomerias [8] y
Demócrito con sus átomos son las autoridades que cita con frecuencia. Según su teoría, los sentidos son
infalibles y constituyen la fuente de todos los conocimientos. Toda ciencia se basa en la experiencia y consiste en
aplicar un método racional de investigación a lo dado por los sentidos. La inducción, el análisis, la comparación,
la observación, la experimentación son las condiciones fundamentales de este método racional. Entre las
propiedades inherentes a la materia, la primera y más importante es el movimiento, concebido no sólo como
movimiento mecánico y matemático, sino más aún como impulso, [102] como espíritu vital, como tensión, como
«Qual» [*] —para emplear la expresión de Jakob Böhme— de la materia.
«Las formas primitivas de la última son fuerzas sustanciales vivas, individualizantes, a ella inherentes, las
fuerzas que producen las diferencias específicas.
«En Bacon, como su primer creador, el materialismo guarda todavía de un modo ingenuo los gérmenes de un
desarrollo multilateral. La materia sonríe con un destello poéticamente sensorial a todo el hombre. En cambio, la
doctrina aforística es todavía de por sí un hervidero de inconsecuencias teológicas.
«En su desarrollo ulterior, el materialismo se hace unilateral. Hobbes sistematiza el materialismo de Bacon. La
sensoriedad pierde su brillo y se convierte en la sensoriedad abstracta del geómetra. El movimiento físico se
sacrifica al movimiento mecánico o matemático, la geometría es proclamada como la ciencia fundamental. El
materialismo se hace misántropo. Para poder dar la batallaen su propio terreno al espíritu misantrópico y
descarnado, el materialismo se ve obligado también a flagelar su carne y convertirse en asceta. Se presenta como
una entidad intelectual, pero desarrolla también la lógica despiadada del intelecto.
«Si los sentidos suministran al hombre todos los conocimientos —argumenta Hobbes partiendo de Bacon—, los
conceptos, las ideas, las representaciones mentales, etc., no son más que fantasmas del mundo físico, más o
menos despojado de su forma sensorial. La ciencia no puede hacer más que dar nombres a estos fantasmas. Un
nombre puede ponérsele a varios fantasmas. Puede incluso haber nombres de nombres. Pero sería una
contradicciónquerer, de una parte, buscar el origen de todas las ideas en el mundo de los sentidos, y, de otra
parte, afirmar que una palabra es algo más que una palabra, que además de los seres siempre individuales que
nos representamos, existen seres universales. Una sustancia incorpórea es el mismo contrasentido que un cuerpo
incorpóreo. Cuerpo, ser, sustancia, es una y la misma idea real. No se puede separar el pensamiento de la
materia que piensa. Es ella el sujeto de todos los cambios. La palabra «infinito» carece de sentido, si no es como
expresión de la capacidad de nuestro espíritu para añadir sin fin. Como sólo lo material es perceptible,
susceptible de ser sabido, nada se sabe de la existencia de Dios. Sólo [103] mi propia existencia es segura. Toda
pasión humana es movimiento mecánico que termina o empieza. Los objetos de los impulsos son el bien. El
hombre se halla sujeto a las mismas leyes que la naturaleza. El poder y la libertad son cosas idénticas.
«Hobbes sistematizó a Bacon, pero sin aportar nuevas pruebas en favor de su principio fundamental: el de que
los conocimientos y las ideas tienen su origen en el mundo de los sentidos.
«Locke, en su obra "Essay on the Human understanding" [Ensayo sobre el entendimiento humano], fundamenta
el principio de Bacony Hobbes.
«Del mismo modo que Hobbes destruyó los prejuicios teísticos del materialismo baconiano, Collins, Dodwell,
Coward, Hartley, Priestley, etc., derribaron la última barrera teológica del sensualismo de Locke. El deísmo [9]
no es, por lo menos para los materialistas, más que un modo cómodo y fácil de deshacerse de la religión» [*].
Así se expresaba Carlos Marx hablando de los orígenes británicos del materialismo moderno. Y si a los ingleses
de hoy día no les hace mucha gracia este homenaje que Marx rinde a sus antepasados, lo sentimos por ellos. Pero
es innegable, a pesar de todo, que Bacon, Hobbes y Locke fueron los padres de aquella brillante escuela de
materialistas franceses que, pese a todas las derrotas que los alemanes y los ingleses infligieron por mar y por
68
tierra a Francia, hicieron del siglo XVIII un siglo eminentemente francés; y esto, mucho antes de aquella
revolución francesa que coronó el final del siglo y cuyos resultados todavía hoy nos estamos esforzando nosotros
por aclimatar en Inglaterra y en Alemania. No puede negarse. Si a mediados del siglo un extranjero culto se
instalaba en Inglaterra, lo que más le sorprendía era la beatería y la estupidez religiosa —así tenía que
considerarla él— de la «respetable» clase media inglesa. Por aquel entonces, todos nosotros éramos materialistas,
o, por lo menos, librepensadores muy avanzados, y nos parecía inconcebible que casi todos los hombres cultos de
Inglaterra creyesen en una serie de milagros imposibles, y que hasta geólogos como Buckland y Mantell
tergiversasen los hechos de su ciencia, para no dar demasiado en la cara a los mitos del Génesis; inconcebible
que, para encontrar a gente que se atreviese a servirse de su inteligencia en materias religiosas, hubiese que ir a
los sectores no ilustrados, a las «hordas de los que no se lavan», como en aquel entonces se decía, a los obreros, y
principalmente a los socialistas owenianos.
Pero, de entonces acá, Inglaterra se ha «civilizado». La Exposición de 1851 [10] fue el toque a muerte por el
exclusivismo insular inglés. Inglaterra fue, poco a poco, internacionalizándose en cuanto a la comida y la bebida,
en las costumbres y en las ideas, hasta el punto de que ya desearía yo que ciertas costumbres inglesas
encontrasen en el continente una acogida tan general como la que han encontrado otros usos continentales en
Inglaterra. Lo que puede asegurarse es que la difusión del aceite para ensalada (que antes de 1851 sólo conocía la
aristocracia) fue acompañada de una fatal difusión del escepticismo continental en materias religiosas,
habiéndose llegado hasta el extremo de que el agnosticismo, aunque no se considere todavía tan elegante como la
Iglesia anglicana oficial, está no obstante, en lo que a la respetabilidad se refiere, casi a la misma altura que la
secta baptista y ocupa, desde luego, un rango mucho más alto que el Ejército de Salvación [11]. No puedo por
menos de pensar que para muchos que deploran y maldicen con toda su alma estos progresos del descreimiento
será un consuelo saber que estas ideas flamantes no son de origen extranjero, no circulan con la marca de «Made
in Germany», fabricado en Alemania, como tantos otros artículos de uso diario, sino que tienen, por el contrario,
un añejo y venerable origen inglés y que sus autores británicos de hace doscientos años iban bastante más allá
que sus descendientes de hoy día.
En efecto, ¿qué es el agnosticismo si no un materialismo vergonzante? La concepción agnóstica de la naturaleza
es enteramente materialista. Todo el mundo natural está regido por leyes y excluye en absoluto toda influencia
exterior. Pero nosotros, añade cautamente el agnóstico, no estamos en condiciones de poder probar o refutar la
existencia de un ser supremo fuera del mundo por nosotros conocido. Esta reserva podía tener su razón de ser en
la época en que Laplace, como Napoleón le preguntase por qué en la Mécanique Céleste [*] del gran astrónomo
no se mencionaba siquiera al creador del mundo, contestó con estas palabras orgullosas: «Je n'avais pas besoin
de cette hypothèse» *[*]. Pero hoy nuestra idea del universo en su desarrollo no deja el menor lugar ni para un
creador ni para un regente del universo; y si quisiéramos admitir la existencia de un ser supremo puesto al
margen de todo el mundo existente, incurriríamos en una contradicción lógica, y además, me parece, inferiríamos
una ofensa inmerecida a los sentimientos de la gente religiosa.
Nuestro agnóstico reconoce también que todos nuestros conocimientos descansan en las comunicaciones que
recibimos por [105] medio de nuestros sentidos. Pero, ¿cómo sabemos —añade— si nuestros sentidos nos
transmiten realmente una imagen exacta de los objetos que percibimos a través de ellos? Y a continuación nos
dice que cuando habla de las cosas o de sus propiedades, no se refiere, en realidad, a estas cosas ni a sus
propiedades, acerca de las cuales no puede saber nada de cierto, sino solamente a las impresiones que dejan en
sus sentidos. Es, ciertamente, un modo de concebir que parece difícil rebatir por vía de simple argumentación.
Pero los hombres, antes de argumentar, habían actuado. «Im Anfang war die That» **[*]. Y la acción humana
había resuelto la dificultad mucho antes de que las cavilaciones humanas la inventasen. The proof of the pudding
is in the eating ***[*]. Desde el momento en que aplicamos estas cosas, con arreglo a las cualidades que
percibimos en ellas, a nuestro propio uso, sometemos las percepciones de nuestros sentidos a una prueba infalible
encuanto a su exactitud o falsedad. Si estas percepciones fuesen falsas, lo sería también nuestro juicio acerca de
la posibilidad de emplear la cosa de que se trata, y nuestro intento de emplearla tendría que fracasar
ferzosamente. Pero si conseguimos el fin perseguido, si encontramos que la cosa corresponde a la idea quenos
formábamos de ella, que nos da lo que de ella esperábamos al emplearla, tendremos la prueba positiva de que,
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dentro de estos límites, nuestras percepciones acerca de esta cosa y de sus propiedades coinciden con la realidad
existente fuera de nosotros. En cambio, si nos encontramos con que hemos dado un golpe en falso, no tardamos
generalmente mucho tiempo en descubrir las causas de nuestro error; llegamos a la conclusión de que la
percepción en que se basaba nuestra acción era incompleta y superficial, o se hallaba enlazada con los resultados
de otras percepciones de un modo no justificado por la realidad de las cosas; es decir, habíamos realizado lo que
denominamos un razonamiento defectuoso. Mientras adiestremos y empleemos bien nuestros sentidos y
ajustemos nuestro modo de proceder a los límites que trazan las observaciones bien hechas y bien utilizadas,
veremos que los resultados de nuestros actos suministran la prueba de la conformidad de nuestras percepciones
con la naturaleza objetiva de las cosas percibidas. Ni en un solo caso, según la experiencia que poseemos hasta
hoy, nos hemos visto obligados a llegar a la conclusión de que las percepciones sensoriales científicamente
controladas originan en nuestro cerebro ideas del mundo exterior que difieren por su naturaleza de la realidad, o
de que entre el mundo [106] exterior y las percepciones que nuestros sentidos nos transmiten de él media una
incompatibilidad innata.
Pero, al llegar aquí, se presenta el agnóstico neokantiano y nos dice: Sí, podremos tal vez percibir exactamente
las propiedades de una cosa, pero nunca aprehender la cosa en sí por medio de ningún proceso sensorial o
discursivo. Esta «cosa en sí» cae más allá de nuestras posibilidades de conocimiento. A esto, ya hace mucho
tiempo, que ha contestado Hegel: desde el momento en que conocemos todas las propiedades de una cosa,
conocemos también la cosa misma; sólo queda en pie el hecho de que esta cosa existe fuera de nosotros, y en
cuanto nuestros sentidos nos suministraron este hecho, hemos aprehendido hasta el último residuo de la cosa en
sí, la famosa e incognoscible Ding an sich de Kant. Hoy, sólo podemos añadir a eso que, en tiempos de Kant, el
conocimiento que se tenía de las cosas naturales era lo bastante fragmentario para poder sospechar detrás de cada
una de ellas una misteriosa «cosa en sí». Pero, de entonces acá, estas cosas inaprehensibles han sido
aprehendidas, analizadas y, más todavía, reproducidas una tras otra por los gigantescos progresos de la ciencia.
Y, desde el momento en que podemos producir una cosa, no hay razón ninguna para considerarla incognoscible.
Para la química de la primera mitad de nuestro siglo, las sustancias orgánicas eran cosas misteriosas. Hoy,
aprendemos ya a fabricarlas una tras otra, a base de los elementos químicos y sin ayuda de procesos orgánicos.
La química moderna nos dice que tan pronto como se conoce la constitución química de cualquier cuerpo, este
cuerpo puede integrarse a partir de sus elementos. Hoy, estamos todavía lejos de conocer exactamente la
constitución de las sustancias orgánicas superiores, los cuerpos albuminoides, pero no hay absolutamente
ninguna razón para que no adquiramos, aunque sea dentro de varios siglos, este conocimiento y con ayuda de él
podamos fabricar albúmina artificial. Y cuando lo consigamos, habremos conseguido también producir la vida
orgánica, pues la vida, desde sus formas más bajas hasta las más altas, no es más que la modalidad normal de
existencia de los cuerpos albuminoides.
Pero, después de hechas estas reservas formales, nuestro agnóstico habla y obra en un todo como el materialista
empedernido, que en el fondo es. Podrá decir: a juzgar por lo que nosotros sabemos, la materia y el movimiento
o, como ahora se dice, la energía, no pueden crearse ni destruirse, pero no tenemos pruebas de que ambas no
hayan sido creadas en algún tiempo remoto y desconocido. Y, si intentáis volver contra él esta confesión en un
caso dado, os llamará al orden a toda prisa y os mandará callar. Si in abstracto reconoce la posibilidad del
espiritualismo, [107] in concreto no quiere saber nada de él. Os dirá: por lo que sabemos y podemos saber, no
existe creador ni regente del Universo; en lo que a nosotros respecta, la materia y la energía son tan increables
como indestructibles; para nosotros, el pensamiento es una forma de la energía, una función del cerebro. Todo lo
que nosotros sabemos nos lleva a la conclusión de que el mundo material se halla regido por leyes inmutables,
etcétera, etcétera. Por tanto, en la medida en que es un hombre de ciencia, en la medida en que sabe algo, el
agnóstico es materialista; fuera de los confines de su ciencia, en los campos que no domina, traduce su
ignorancia al griego, y la llama agnosticismo.
En todo caso, lo que sí puede asegurarse es que, aunque yo fuese agnóstico, no podría dar a la concepción de la
historia esbozada en este librito el nombre de «agnosticismo histórico». Las gentes de sentimientos religiosos se
reirían de mí, los agnósticos me preguntarían, indignados, si quería burlarme de ellos. Así pues, confío en que la
«respetabilidad» británica, que en alemán se llama filisteísmo, no se enfadará demasiado porque emplee en
70
inglés, como en tantos otros idiomas, el nombre de «materialismo histórico» para designar esa concepción de los
derroteros de la historia universal que ve la causa final y la fuerza propulsora decisiva de todos los
acontecimientos históricos importantes en el desarrollo económico de la sociedad, en las transformaciones del
modo de producción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en las luchas de
estas clases entre sí.
Se me guardará, tal vez, esta consideración, sobre todo si demuestro que el materialismo histórico puede incluso
ser útil para la respetabilidad británica. Ya he aludido al hecho de que, hace cuarenta o cincuenta años, el
extranjero culto que se instalaba a vivir en Inglaterra se veía desagradablemente sorprendido por lo que
necesariamente tenía que considerar como beatería y mojigatería de la respetable clase media inglesa. Ahora
demostraré que la respetable clase media inglesa de aquel tiempo no era, sin embargo, tan estúpida como el
extranjero inteligente se figuraba. Sus tendencias religiosas tenían su explicación.
Cuando Europa salió del medioevo, la clase media en ascenso de las ciudades era su elemento revolucionario. La
posición reconocida, que se había conquistado dentro del régimen feudal de la Edad Media, era ya demasiado
estrecha para su fuerza de expansión. El libre desarrollo de esta clase media, la burguesía, no era ya compatible
con el sistema feudal; éste tenía forzosamente que derrumbarse.
Pero el gran centro internacional del feudalismo era la Iglesia católica romana. Ella unía a toda Europa
Occidental feudalizada, [108] pese a todas sus guerras intestinas, en una gran unidad política, contrapuesta tanto
al mundo cismático griego como al mundo mahometano. Rodeó a las instituciones feudales del halo de la
consagración divina. También ella había levantado su jerarquía según el modelo feudal, y era, en fin de cuentas,
el mayor de todos los señores feudales, pues poseía, por lo menos, la tercera parte de toda la propiedad territorial
del mundo católico. Antes de poder dar en cada país y en diversos terrenos la batalla al feudalismo secular había
que destruir esta organización central sagrada.
Paso a paso, con el auge de la burguesía, iba produciéndose el gran resurgimiento de la ciencia. Volvían a
cultivarse la astronomía, la mecánica, la física, la anatomía, la fisiología. La burguesía necesitaba, para el
desarrollo de su producción industrial, una ciencia que investigase las propiedades de los cuerpos físicos y el
funcionamiento de las fuerzas naturales. Pero, hasta entonces la ciencia no había sido más que la servidora
humilde de la Iglesia, a la que no se le consentía traspasar las fronteras establecidas por la fe; en una palabra,
había sido cualquier cosa menos una ciencia. Ahora, la ciencia se rebelaba contra la Iglesia; la burguesía
necesitaba a la ciencia y se lanzó con ella a la rebelión.
Aquí no he tocado más que dos de los puntos en que la burguesía en ascenso tenía necesariamente que chocar
con la religión establecida; pero esto bastará para probar: primero, que la clase más directamente interesada en la
lucha contra el poder de la Iglesia católica era precisamente la burguesía y, segundo, que por aquel entonces toda
lucha contra el feudalismo tenía que vestirse con un ropaje religioso y dirigirse en primera instancia contra la
Iglesia. Pero el grito de guerra lanzado por las universidades y los hombres de negocios de las ciudades, tenía
inevitablemente que encontrar, como en efecto encontró, una fuerte resonancia entre las masas del campo, entre
los campesinos, que en todas partes estaban empeñados en una dura lucha contra sus señores feudales
eclesiásticos y seculares, lucha en la que se ventilaba su existencia.
La gran campaña de la burguesía europea contra el feudalismo culminó en tres grandes batallas decisivas.
La primera fue la que llamamos la Reforma protestante alemana. Al grito de rebelión de Lutero contra la Iglesia,
respondieron dos insurrecciones políticas; primero, la de la nobleza baja, acaudillada por Franz von Sickingen,
en 1523, y luego la gran guerra campesina, en 1525. Ambas fueron aplastadas, a causa, principalmente, de la
falta de decisión del partido más interesado en la lucha: la burguesía de las ciudades: falta de decisión cuyas
causas no podemos investigar aquí. Desde este instante, [109] la lucha degeneró en una reyerta entre los
príncipes locales y el poder central del emperador, trayendo como consecuencia el borrar a Alemania por
doscientos años del concierto de las naciones políticamente activas de Europa. Cierto es que la Reforma luterana
71
condujo a una nueva religión; aquella precisamente que necesitaba la monarquía absoluta. Apenas abrazaron el
luteranismo, los campesinos del noreste de Alemania se vieron degradados de hombres libres a siervos de la
gleba.
Pero, donde Lutero falló, triunfó Calvino. El dogma calvinista cuadraba a los más intrépidos burgueses de la
época. Su doctrina de la predestinación era la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el
mundo de la competencia, el éxito o la bancarrota no depende de la actividad o de la aptitud del individuo, sino
de circunstancias independientes de él. «Así que no es del que quiere ni del que corre, sino de la misericordia» de
fuerzas económicas superiores, pero desconocidas. Y esto era más verdad que nunca en una época de revolución
económica, en que todos los viejos centros y caminos comerciales eran desplazados por otros nuevos, en que se
abría al mundo América y la India y en que vacilaban y se venían abajo hasta los artículos económicos de fe más
sagrados: los valores del oro y de la plata. Además, el régimen de la Iglesia calvinista era absolutamente
democrático y republicano: ¿cómo podían los reinos de este mundo seguir siendo súbditos de los reyes, de los
obispos y de los señores feudales donde el reino de Dios se había republicanizado? Si el luteranismo alemán se
convirtió en un instrumento sumiso en manos de los pequeños príncipes alemanes, el calvinismo fundó una
república en Holanda y fuertes partidos republicanos en Inglaterra y, sobre todo, en Escocia.
En el calvinismo encontró acabada su teoría de lucha la segunda gran insurrección de la burguesía. Esta
insurrección se produjo en Inglaterra. La puso en marcha la burguesía de las ciudades, pero fueron los
campesinos medios (la yeomanry) de los distritos rurales los que arrancaron el triunfo. Cosa singular: en las tres
grandes revoluciones burguesas son los campesinos los que suministran las tropas de combate, y ellos también,
precisamente, la clase, que, después de alcanzar el triunfo, sale arruinada infaliblemente por las consecuencias
económicas de este triunfo. Cien años después de Cromwell, la yeomanry de Inglaterra casi había desaparecido.
En todo caso, sin la intervención de esta yeomanry y del elemento plebeyo de las ciudades, la burguesía nunca
hubiera podido conducir la lucha hasta su final victorioso ni llevado al cadalso a Carlos I. Para que la burguesía
se embolsase aunque sólo fueran los frutos del triunfo que estaban bien maduros, fue necesario llevar la
revolución bastante más allá de su meta: [110] exactamente como habría de ocurrir en Francia en 1793 y en
Alemania en 1848. Parece ser ésta, en efecto, una de las leyes que presiden el desarrollo de la sociedad burguesa.
Después de este exceso de actividad revolucionaria, siguió la inevitable reacción que, a su vez, rebasó también el
punto en que debía haberse mantenido. Tras una serie de vacilaciones, consiguió fijarse, por fin, el nuevo centro
de gravedad, que se convirtió, a su vez, en nuevo punto de arranque. El período grandioso de la historia inglesa,
al que los filisteos dan el nombre de «la gran rebelión», y las luchas que le siguieron, alcanzan su remate en el
episodio relativamente insignificante de 1689, que los historiadores liberales señalan con el nombre de la
«gloriosa revolución» [12].
El nuevo punto de partida fue una transacción entre la burguesía en ascenso y los antiguos grandes terratenientes
feudales. Estos, aunque entonces como hoy se les conociese por el nombre de aristocracia estaban ya desde hacía
largo tiempo en vías de convertirse en lo que Luis Felipe había de ser mucho después en Francia: en los primeros
burgueses de la nación. Para suerte de Inglaterra, los antiguos barones feudales se habían destrozado unos a otros
en las guerras de las Dos Rosas [13]. Sus sucesores, aunque descendientes en su mayoría de las mismas antiguas
familias, procedían ya de líneas colaterales tan alejadas, que formaban una corporación completamente nueva;
sus costumbres y tendencias tenían mucho más de burguesas que de feudales; conocían perfectamente el valor
del dinero, y se aplicaron en seguida a aumentar las rentas de sus tierras, arrojando de ellas a cientos de pequeños
arrendatarios y sustituyéndolos por rebaños de ovejas. Enrique VIII creó una masa de nuevos landlords
burgueses, regalando y dilapidando los bienes de la Iglesia; y a idénticos resultados condujeron las
confiscaciones de grandes propiedades territoriales, que se prosiguieron sin interrupción hasta fines del siglo
XVII, para entregarlas luego a individuos semi o enteramente advenedizos. De aquí que la «aristocracia» inglesa,
desde Enrique VII, lejos de oponerse al desarrollo de la producción industrial procurase sacar indirectamente
provecho de ella. Además, una parte de los grandes terratenientes se mostró dispuesta en todo momento, por
móviles económicos o políticos a colaborar con los caudillos de la burguesía industrial y financiera. La
transacción de 1689 no fue, pues, difícil de conseguir. Los trofeos políticos —los cargos, las sinecuras, los
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grandes sueldos— les fueron respetados a las familias de la aristocracia rural, a condición de que defendiesen
cumplidamente los intereses económicos de la clase media financiera, industrial y mercantil. Y estos intereses
económicos eran ya, por aquel entonces, bastante poderosos; eran ellos los [111] que trazaban en último término
los rumbos de la política nacional. Podría haber rencillas acerca de los detalles, pero la oligarquía aristocrática
sabía demasiado bien cuán inseparablemente unida se hallaba su propia prosperidad económica a la de la
burguesía industrial y comercial.
A partir de este momento, la burguesía se convirtió en parte integrante, modesta pero reconocida, de las clases
dominantes de Inglaterra. Compartía con todas ellas el interés de mantener sojuzgada a la gran masa trabajadora
del pueblo. El comercianteo fabricante mismo ocupaba, frente a su dependiente, a sus obreros o a sus criados, la
posición del amo, o la posición de su «superior natural», como se decía hasta hace muy poco en Inglaterra. Tenía
que estrujarles la mayor cantidad y la mejor calidad de trabajo posible; para conseguirlo, había de educarlos en
una conveniente sumisión. Personalmente, era un hombre religioso; su religión le había suministrado la bandera
bajo la cual combatió al rey y a los señores; muy pronto, había descubierto también los recursos que esta religión
le ofrecía para trabajar los espíritus de sus inferiores naturales y hacerlos sumisos a las órdenes de los amos, que
los designios inescrutables de Dios les habían puesto. En una palabra, el burgués inglés participaba ahora en la
empresa de sojuzgar a los «estamentos inferiores», a la gran masa productora de la nación, y uno de los medios
que se empleaba para ello era la influencia de la religión.
Pero a esto venía a añadirse una nueva circunstancia, que reforzaba las inclinaciones religiosas de la burguesía: la
aparición del materialismo en Inglaterra. Esta nueva doctrina no sólo hería los píos sentimientos de la clase
media, sino que, además, se anunciaba como una filosofía destinada solamente a los sabios y hombres cultos del
gran mundo; al contrario de la religión, buena para la gran masa no ilustrada, incluyendo a la burguesía. Con
Hobbes, esta doctrina pisó la escena como defensora de las prerrogativas y de la omnipotencia reales e invitó a la
monarquía absoluta a atar corto a aquel puer robustus sed mailitiosus [*] que era el pueblo. También en los
continuadores de Hobbes, en Bolingbroke, en Shaftesbury, etc., la nueva forma deística del materialismo seguía
siendo una doctrina aristocrática, esotérica *[*] y odiada, por tanto, de la burguesía, no sólo por ser una herejía
religiosa, sino también por sus conexiones políticas antiburguesas. Por eso, frente al materialismo y al deísmo de
la aristocracia, las sectas protestantes, que habían suministrado la bandera y los hombres para luchar contra los
Estuardos, eran precisamente [112] las que daban el contingente principal de las fuerzas de la clase media
progresiva y las que todavía hoy forman la médula del «gran partido liberal».
Entretanto, el materialismo pasó de Inglaterra a Francia donde se encontró con una segunda escuela materialista
de filósofos, que habían surgido del cartesianismo [14], y con la que se refundió. También en Francia seguía
siendo al principio una doctrina exclusivamente aristocrática. Pero su carácter revolucionario no tardó en
revelarse. Los materialistas franceses no limitaban su crítica simplemente a las materias religiosas, sino que la
hacían extensiva a todas las tradiciones científicas y a todas las instituciones políticas de su tiempo; para
demostrar la posibilidad de aplicación universal de su teoría, siguieron el camino más corto: la aplicaron
audazmente a todos los objetos del saber en la "Encyclopédie", la obra gigantesca que les valió el nombre de
«enciclopedistas». De este modo, el materialismo, bajo una u otra forma —como materialismo declarado o como
deísmo—, se convirtió en el credo de toda la juventud culta de Francia; hasta tal punto, que durante la Gran
Revolución la teoría creada por los realistas ingleses sirvió de bandera teórica a los republicanos y terroristas
franceses, y de ella salió el texto de la "Declaración de los Derechos del Hombre" [15].
La Gran Revolución francesa fue la tercera insurrección de la burguesía, pero la primera que se despojó
totalmente del manto religioso, dando la batalla en el campo político abierto. Y fue también la primera que llevó
realmente la batalla hasta la destrucción de uno de los dos combatientes, la aristocracia, y el triunfo completo del
otro, la burguesía. En Inglaterra, la continuidad ininterrumpida de las instituciones prerrevolucionarias y
postrrevolucionarias y la transacción sellada entre los grandes terratenientes y los capitalistas, encontraban su
expresiónen la continuidad de los precedentes judiciales, así como en la respetuosa conservación de las formas
legales del feudalismo. En Francia la revolución rompió plenamente con las tradiciones del pasado, barrió los
últimos vestigios del feudalismo y creó, con el Code civil [16], una adaptación magistral a las relaciones
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capitalistas modernas del antiguo Derecho romano, de aquella expresión casi perfecta de las relaciones jurídicas
derivadas de la fase económica que Marx llama la «producción de mercancías»; tan magistral, que este Código
francés revolucionario sirve todavía hoy en todos los países —sin exceptuar a Inglaterra— de modelo para las
reformas del derecho de propiedad. Pero, no por ello debemos perder de vista una cosa. Aunque el Derecho
inglés continúa expresando las relaciones económicas de la sociedad capitalista en un lenguaje feudal bárbaro,
que guarda con la cosa expresada la misma relación [113] que la ortografía con la fonética inglesa —«vous
écrivez Londres et vous prononcez Constantinople», **[*], decía un francés—, este Derecho inglés es el único
que ha mantenido indemne a través de los siglos y que ha transplantado a Norteamérica y a las colonias la mejor
parte de aquella libertad personal, aquella autonomía local y aquella salvaguardia contra toda injerencia, fuera de
la de los tribunales; en una palabra, aquellas antiguas libertades germánicas que en el continente se habían
perdido bajo el régimen de la monarquía absoluta y que hasta ahora no han vuelto a recobrarse íntegramente en
ninguna parte.
Pero volvamos a nuestro burgués británico. La revolución francesa le brindó una magnífica ocasión para
arruinar, con ayuda de las monarquías continentales, el comercio marítimo francés, anexionarse las colonias
francesas y reprimir las últimas pretensiones francesas de hacerle la competencia por mar. Fue ésta una de las
razones de que la combatiese. La segunda razón era que los métodos de esta revolución le hacían muy poca
gracia. No ya su «execrable» terrorismo, sino también su intento de implatar el régimen burgués hasta en sus
últimas consecuencias. ¿Qué iba a hacer en el mundo el burgués británico sin su aristocracia, que le imbuía
maneras (¡y qué maneras!) e inventaba para él modas, que le suministraba la oficialidad para el ejército,
salvaguardia del orden dentro del país, y para la marina, conquistadora de nuevos dominios coloniales y de
nuevos mercados en el exterior? Cierto es que también había dentro de la burguesía una minoría progresiva,
formada por gentes cuyos intereses no habían salido tan bien parados en la transacción, esta minoría, integrada
por la clase media de posición más modesta, simpatizaba con la revolución, pero era impotente en el parlamento.
Por tanto, cuanto más se convertía el materialismo en el credo de la revolución francesa, tanto más se aferraba el
piadoso burgués británico a su religión. ¿Acaso la época del terror en París no había demostrado lo que ocurre,
cuando el pueblo pierde la religión? Conforme se extendía el materialismo de Francia a los países vecinos y
recibía el refuerzo de otras corrientes teóricas afines, principalmente el de la filosofía alemana; conforme en el
continente ser materialista y librepensador era, en realidad, una cualidad indispensable para ser persona culta,
más tenazmente se afirmaba la clase media inglesa en sus diversas confesiones religiosas. Por mucho que
variasen las unas de las otras, todas eran confesiones decididamente religiosas, cristianas.
Mientras que la revolución aseguraba el triunfo político de la burguesía en Francia, en Inglaterra Watt,
Arkwright, Cartwright [114] y otros iniciaron iniciaron una revolución industrial, que desplazó completamente el
centro de gravedad del poder económico. Ahora, la burguesía enriquecíase mucho más aprisa que la aristocracia
terrateniente. Y, dentro de la burguesía misma, la aristocracia financiera, los banqueros, etc., iban pasando cada
vez más a segundo plano ante los fabricantes. La transacción de 1689, aun con las enmiendas que habían ido
introduciéndose poco a poco a favor de la burguesía, ya no correspondía a la posición recíproca de las dos partes
interesadas. Había cambiado también el carácter de éstas: la burguesía de 1830 difería mucho de la del siglo
anterior. El poder político que aún conservaba la aristocracia y que se ponía en acción contra las pretensiones de
la nueva burguesía industrial, hízose incompatible con los nuevos intereses económicos. Planteábase la necesidad
de renovar la lucha contra la aristocracia; y esta lucha sólo podía terminar con el triunfo del nuevo poder
económico. Bajo el impulso de la revolución francesa de 1830, se impuso en primer término, pese a todas las
resistencias, la ley de reforma electoral [17]. Esto dio a la burguesía una posición fuerte y reconocida en el
parlamento. Luego, vino la derogación de las leyes cerealistas [18], que instauró de una vez para siempre el
predominio de la burguesía, y sobre todo de su parte más activa, los fabricantes, sobre la aristocracia de la tierra.
Fue éste el mayor triunfo de la burguesía, pero fue también el último conseguido en su propio y exclusivo
interés. Todos sus triunfos posteriores hubo de compartirlos con un nuevo poder social, aliado suyo en un
principio, pero luego rival de ella.
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La revolución industrial había creado una clase de grandes fabricantes capitalistas, pero había creado también
otra, mucho más numerosa, de obreros fabriles. Esta clase crecía constantemente en número, a medida que la
revolución industrial se iba adueñando de una rama industrial tras otra. Y con su número, crecía también su
fuerza, que se demostró ya en 1824, cuando obligó al parlamento a derogar a regañadientes las leyes contra la
libertad de coalición [19]. Durante la campaña de agitación por la reforma electoral, los obreros formaban el ala
radical del partido de la reforma; y cuando la ley de 1832 los privó del derecho de sufragio, sintetizaron sus
reivindicaciones en la Carta del Pueblo (People's Charter) [20] y se constituyeron, en oposición al gran partido
burgués que combatía las leyes cerealistas [21], en un partido independiente, el partido cartista, que fue el primer
partido obrero de nuestro tiempo.
A continuación, vinieron las revoluciones continentales de febrero y marzo de 1848, en las que los obreros
desempeñaron un papel tan importante y en las que plantearon, por lo menos en París, reivindicaciones que eran
resueltamente inadmisibles, [115] desde el punto de vista de la sociedad capitalista. Y luego sobrevino la
reacción general. Primero, la derrota de los cartistas del 10 de abril de 1848 [22]; después, el aplastamiento de la
insurrección obrera de París, en junio del mismo año; más tarde, los descalabros de 1849 en Italia, Hungría y el
Sur de Alemania; y por último, el triunfo de Luis Bonaparte sobre París, el 2 de diciembre de 1851 [23]. Con
esto, habíase conseguido ahuyentar, por lo menos durante algún tiempo, el espantajo de las reivindicaciones
obreras, pero ¡a qué costa! Por tanto, si el burgués británico estaba ya antes convencido de la necesidad de
mantener en el pueblo vil el espíritu religioso, ¡con cuánta mayor razón tenía que sentir esa necesidad, después
de todas estas experiencias! Por eso, sin hacer el menor caso de las risotadas de burla de sus colegas
continentales, continuaba año tras año gastando miles y decenas de miles en la evangelización de los estamentos
inferiores. No contento con su propia maquinaria religiosa, se dirigió al Hermano Jonathan [24] Revivalismo:
corriente de la Iglesia protestante surgida en Inglaterra en la primera mitad del siglo XVIII y propagada en
Norteamérica; sus adeptos se valían de las prédicas religiosas y la organización de nuevas comunidades de
creyentes para consolidar y ampliar la influencia de la religión cristiana., el más grande organizador de negocios
religiosos por aquel entonces, e importó de los Estados Unidos el revivalismo, a Moody y Sankey, etc.; y, por
último, aceptó incluso hasta la ayuda peligrosa del Ejército de Salvación, que viene a restaurar los recursos de
propaganda del cristianismo primitivo, que se dirige a los pobres como a los elegidos, combatiendo al
capitalismo a su manera religiosa y atizando así un elemento de lucha de clases del cristianismo primitivo, que
un buen día puede llegar a ser molesto para las gentes ricas que hoy suministran de su bolsillo el dinero para esta
propaganda.
Parece ser una ley del desarrollo histórico el que la burguesía no pueda detentar en ningún país de Europa el
poder político —al menos, durante largo tiempo—, de la misma manera exclusiva con que pudo hacerlo la
aristocracia feudal durante la Edad Media. Hasta en Francia, donde se extirpó tan de raíz el feudalismo, la
burguesía, como clase global, sólo ejerce todo el poder durante breves períodos de tiempo. Bajo Luis Felipe
(1830-1848), sólo gobernaba una pequeña parte de la burguesía, pues otra parte mucho más considerable
quedaba excluida del sufragio por el elevado censo de fortuna que se exigía para poder votar. Bajo la segunda
República (1848-1851), gobernó toda la burguesía, pero sólo durante tres años; su incapacidad abrió el camino al
Segundo Imperio. Sólo ahora, bajo la tercera República [25], vemos a la burguesía en bloque empuñar el timón
por espacio de veinte años, pero en eso revela ya gratos síntomas de decadencia. Hasta ahora, una dominación de
la burguesía mantenida durante largos años sólo ha sido posible en países como Norteamérica, que nunca
conocieron el feudalismo y donde la sociedad se ha construido desde el primer momento sobre una base
burguesa. Pero hasta [116] en Francia y en Norteamérica llaman ya a la puerta con recios golpes los sucesores de
la burguesía: los obreros.
En Inglaterra, la burguesía no ha ejercido jamás el poder indiviso. Hasta el triunfo de 1832 dejó a la aristocracia
en el disfrute casi exclusivo de todos los altos cargos públicos. Yo no acertaba a explicarme la sumisión con que
la clase media rica se resignaba a tolerar esto, hasta que un día el gran fabricante liberal Mr. W. A. Forster, en un
discurso, suplicó a los jóvenes de Bradford que aprendiesen francés si querían hacer carrera, contando a este
propósito el triste papel que había hecho él cuando, siendo ministro, se vio metido de pronto en una sociedad en
que el francés era, por lo menos, tan necesario como el inglés. En efecto, los burgueses ingleses de aquel
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entonces eran, quien más quien menos, unos nuevos ricos sin cultura, que tenían que ceder a la aristocracia,
quisieran o no, todos aquellos altos puestos del gobierno que exigían otras dotes que la limitación y la fatuidad
insulares, salpimentadas por la astucia para los negocios [*]. Todavía hoy los debates inacabables de la prensa
sobre la middle-class-education *[*] revelan que la clase media inglesa no se considera aún bastante buena para
recibir la mejor educación y busca algo más modesto. Por eso, aun después de la derogación de las leyes
cerealistas, se consideró como algo muy natural que los que habían arrancado el triunfo, los Cobden, los Bright,
los Forster, etcétera, quedasen privados de toda participación en el gobierno oficial, hasta que por último, veinte
años después, una nueva ley de Reforma [26] les abrió las puertas del ministerio. Hasta hoy día está la burguesía
inglesa tan profundamente penetrada de un sentimiento de inferioridad social, que sostiene a costa suya y del
pueblo una casta decorativa de zánganos que tienen por oficio representar dignamente a la nación en todos los
actos solemnes y se considera honradísima cuando se encuentra a un burgués cualquiera reconocido como digno
de ingresar en esta corporación selecta y privilegiada, que al fin y al cabo ha sido fabricada por la misma
burguesía.
Así pues, la clase media industrial y comercial no había conseguido aún arrojar por completo del poder político a
la aristocracia terrateniente, cuando se presentó en escena el nuevo rival: la clase obrera. La reacción que se
produjo después del movimiento cartista y las revoluciones continentales, unida a la expansión sin precedentes
de la industria inglesa desde 1848 a 1866 (expansión que suele atribuirse sólo al librecambio, pero que se debió
en mucha mayor parte a la extensión gigantesca de los ferrocarriles, los transatlánticos y los medios de
comunicación en general) volvió a poner a los obreros bajo la dependencia de los liberales, cuya ala radical
formaban, como en los tiempos anteriores al cartismo. Pero, poco a poco, las exigencias obreras en cuanto al
sufragio universal fueron haciéndose irresistibles. Mientras los «whigs», los caudillos de los liberales, temblaban
de miedo, Disraeli demostraba su superioridad; supo aprovechar el momento propicio para los «tories»
introduciendo en los distritos electorales urbanos el régimen electoral del household suffrage [*] y, en relación
con éste, una nueva distribución de los distritos electorales.
A esto, siguió poco después el ballot *[*], luego, en 1884, el household suffrage hízose extensivo a todos los
distritos, incluso a los de condado, y se introdujo una nueva distribución de las circunscripciones electorales, que
las nivelaba hasta cierto punto. Todas estas reformas aumentaron de tal modo la fuerza de la clase obrera en las
elecciones, que ésta representaba ya a la mayoría de los electores en 150 a 200 distritos. ¡Pero no hay mejor
escuela de respeto a la tradición que el sistema parlamentario! Si la clase media mira con devoción y veneración
al grupo que lord John Manners llama bromeando «nuestra vieja nobleza», la masa de los obreros miraba en
aquel tiempo con respeto y acatamiento a la que entonces se llamaba «la clase mejor», la burguesía. En realidad,
el obrero británico de hace quince años era ese obrero modelo [118] cuya consideración respetuosa por la
posición de su patrono y cuya timidez y humildad al plantear sus propias reivindicaciones ponían un poco de
bálsamo en las heridas que a nuestros socialistas alemanes de cátedra [27] les inferían las incorregibles
tendencias comunistas y revolucionarias de los obreros de su país.
Sin embargo, los burgueses ingleses, como buenos hombres de negocios, veían más allá que los profesores
alemanes. Sólo de mala gana habían compartido el poder con los obreros. Durante el período cartista, habían
tenido ocasión de aprender de lo que era capaz el pueblo, ese puer robustus sed malitiosus. Desde entonces,
habían tenido que aceptar y ver convertida en ley nacional la mayor parte de la Carta del Pueblo. Ahora más que
nunca, era importante tener al pueblo a raya mediante recursos morales; y el recurso moral primero y más
importante con que se podía influenciar a las masas seguía siendo la religión. De aquí la mayoría de puestos
otorgados a curas en los organismos escolares y de aquí que la burguesía se imponga a sí misma cada vez más
tributos para sostener toda clase de revivalismos, desde el ritualismo [28] hasta el Ejército de Salvación.
Y entonces llegó el triunfo del respetable filisteísmo británico sobre la libertad de pensamiento y la indiferencia
en materias religiosas del burgués continental. Los obreros de Francia y Alemania se volvieron rebeldes. Estaban
totalmente contaminados de socialismo, y además, por razones muy fuertes, no se preocupaban gran cosa de la
legalidad de los medios empleados para conquistar el poder. Aquí, el puer robustus se había vuelto realmente
cada día más malitiosus. Y al burgués francés y alemán no le quedaba más recurso que renunciar tácitamente a
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seguir siendo librepensador, como esos guapos mozos que cuando se ven acometidos irremediablemente por el
mareo, dejan caer el cigarro humeante con que fantocheaban a bordo. Los burlones fueron adoptando uno tras
otro, exteriormente, una actitud devota y empezaron a hablar con respeto de la Iglesia, de sus dogmas y ritos,
llegando incluso, cuando no había más remedio, a compartir estos últimos. Los burgueses franceses se negaban a
comer carne los viernes y los burgueses alemanes se aguantaban, sudandando en sus reclinatorios, interminables
sermones protestantes. Habían llegado con su materialismo a una situación embarazosa. Die Religion muss dem
Volk erhalten werden («¡Hay que conservar la religión para el pueblo!»); era el último y único recurso para
salvar a la sociedad de su ruina total. Para desgracia suya, no se dieron cuenta de esto hasta que habían hecho
todo lo humanamente posible para derrumbar para siempre la religión. Había llegado, pues, el momento en que el
burgués británico podía reírse, [119] a su vez, de ellos y gritarles: «¡Ah, necios, eso ya podía habérselo dicho yo
hace doscientos años!»
Sin embargo, me temo mucho que ni la estupidez religiosa del burgués británico ni la conversión post festum [*]
del burgués continental, consigan poner un dique a la creciente marea proletaria. La tradición es una gran fuerza
de freno; es la vis inertiae *[*] de la historia. Pero es una fuerza meramente pasiva; por eso tiene necesariamente
que sucumbir. De aquí que tampoco la religión pueda servir a la larga de muralla protectora de la sociedad
capitalista. Si nuestras ideas jurídicas, filosóficas y religiosas no son más que los brotes más próximos o más
remotos de las condiciones económicas imperantes en una sociedad dada, a la larga estas ideas no pueden
mantenerse cuando han cambiado completamente aquellas condiciones. Una de dos: o creemos en una revelación
sobrenatural, o tenemos que reconocer que no hay dogma religioso capaz de apuntalar una sociedad que se
derrumba.
Y la verdad es que también en Inglaterra comienzan otra vez los obreros a moverse. Indudablemente, el obrero
inglés está atado por una serie de tradiciones. Tradiciones burguesas, como la tan extendida creencia de que no
pueden existir másque dos partidos, el conservador y el liberal, y de que la clase obrera tiene que valerse del gran
partido liberal para laborar por su emancipación. Y tradiciones obreras, heredadas de los tiempos de sus primeros
tanteos de actuación independiente, como la eliminación, en numerosas y antiguas tradeuniones, de todos
aquellos obreros que no han tenido un determinado tiempo reglamentario de aprendizaje; lo que significa, en
rigor, que cada una de estas uniones se crea sus propios esquiroles. Pero, a pesar de todo esto y mucho más, la
clase obrera inglesa avanza, como el mismo profesor Brentano se ha visto obligado a comunicar, con harto dolor,
a sus hermanos, los socialistas de cátedra. Avanza, como todo en Inglaterra, con paso lento y mesurado, vacilante
aquí, y allí mediante tanteos, a veces estériles; avanza a trechos, con una desconfianza excesivamente prudente
hacia el nombre de Socialismo, pero asimilándose poco a poco la esencia. Avanza, y su avance va
comunicándose a una capa obrera tras otra. Ahora, ha sacudido el letargo de los obreros no calificados del East
End de Londres, y todos nosotros ya hemos visto qué magnífico empuje han dado, a su vez, a la clase obrera
estas nuevas fuerzas. Y si el ritmo del movimiento no es aconsonantado a la impaciencia de unos u otros, no
deben olvidar que es precisamente la clase [120] obrera la que mantiene vivos los mejores rasgos del carácter
nacional inglés y que en Inglaterra, cuando se da un paso hacia adelante, ya no se pierde jamás. Si los hijos de los
viejos cartistasno dieron de sí, por los motivos indicados, todo lo que de ellos se podía esperar, parece que los
nietos van a ser dignos de sus abuelos.
Pero, el triunfo de la clase obrera europea no depende solamente de Inglaterra. Este triunfo sólo puede asegurarse
mediante la cooperación, por lo menos, de Inglaterra, Francia y Alemania [29]. En estos dos últimos países, el
movimiento obrero le lleva un buen trecho de delantera al de Inglaterra. En Alemania, se halla incluso a una
distancia ya mesurable del triunfo. Los progresos obtenidos aquí desde hace veinticinco años, no tienen
precedente. El movimiento obrero alemán avanza con velocidad acelerada.Y si la burguesía alemana ha dado
pruebas de su carencia lamentable de capacidad política, de disciplina, de bravura, de energía y de perseverancia,
la clase obrera de Alemania ha demostrado que posee en grado abundante todas estas cualidades. Hace ya casi
cuatrocientos años que Alemania fue el punto de arranque del primer gran alzamiento de la clase media de
Europa; tal como están hoy las cosas, ¿es descabellado pensar que Alemania vaya a ser también el escenario del
primer gran triunfo del proletariado europeo?
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20 de abril de 1892
F. Engels
Publicado por primera vez en el libro: Frederick Engels. «Socialism Utopian and Scientific»,
Traducido del inglés.
Revista "Die Neue Zeit", Bd. 1
Nº1, 2, 1892-1893.
NOTAS
[1] 70 El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres capítulos del "Anti-Dühring" revisados por
él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.- 98, 121
[2] En el "Congreso de Gotha", celebrado del 22 al 25 de mayo de 1875, se unieron las dos corrientes del movimiento obrero alemán: el
Partido Obrero Socialdemócrata (los eisenachianos), dirigido por A. Bebel y W. Liebknecht, y la lassalleana Asociación General de
Obreros Alemanes. El partido unificado adoptó la denominación de Partido Obrero Socialista de Alemania. Así se logró superar la
escisión en las filas de la clase obrera alemana. El proyecto de programa del partido unificado, propuesto al Congreso de Gotha, pese a
la dura crítica que habían hecho Marx y Engels, fue aprobado en el Congreso con insignificantes modificaciones.— 5, 98, 439.
[3] Bimetalismo: sistema monetario, en el que las funciones de dinero las cumplen simultáneamente dos metales monetarios: el oro y la
plata.— 99.
[4] "Vorwärts" («Adelante»): órgano central del Partido Obrero Socialista Alemán, se publicó en Leipzig desde el 1 de octubre de 1876
hasta el 27 de octubre de 1878. La obra de Engels "Anti-Dühring" se publicó en el periódico desde el 3 de enero de 1877 hasta el 7 de
julio de 1878.— 57, 99.
[*******] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[5] En la presente edición no se inserta el trabajo de F. Engels "La Marca".— 100.
[6] Engels se refiere a los trabajos de M. Kovalevski "Tableau des origines et de l'évolution de la famille et de la proprieté" («Ensayo
acerca del origen de la familia y la propiedad») publicado en 1890 en Estocolmo, y "Pervobytnoye pravo" («Derecho primitivo»)
fascículo 1, "La Gens", Moscú, 1886.— 100.
[*******] En el estado de dimensión. (N. de la Edit.)
[7] Nominalistas: representantes de una tendencia de la filosofía medieval que consideraba que los conceptos generales genéricos eran
nombres, engendrados por el pensamiento y el lenguaje humanos y no valían más que para designar objetos sueltos, existentes en
realidad. En oposición a los realistas medievales, los nominalistas negaban la existencia de conceptos como prototipos y fuentes
creadoras de las cosas. De este modo reconocían el carácter primario de la realidad y secundario del concepto. En este sentido, el
nominalismo era la primera expresión del materialismo en la Edad Media.— 101.
[8] Nomoiomerias: minúsculas partículas cualitativamente determinadas y divisibles infinitamente. Anaxágoras consideraba que las
homoiomerias constituían la base inicial de todo lo existente y que sus combinaciones daban origen a la diversidad de las cosas.— 101.
[*] Qual es un juego de palabras fílosófico. Qual significa, literalmente, tortura, dolor que incita a realizar una acción cualquiera. Al
mismo tiempo, el místico Böhme transfiere a la palabra alemana algo del término latino qualitas (calidad). Su Qual era, por oposición
al dolor producido exteriormente, un principio activo, nacido del desarrollo espontáneo de la cosa, de la relación o de la personalidad
sometida a su influjo y que, a su vez, provocaba este desarrollo.
[9] Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su
intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.— 103, 371, 521.
[*] K. Marx und F. Engels, "Die heilige Familie", Frankfurt am M., 1845, S. 201-204. (C. Marx y F. Engels. La Sagrada Familia,
Francfort del Meno, 1845, págs. 201-204.) (N. de la Edit.)
[10] Se alude a la primera exposición comercial e industrial mundial que se celebró en Londres de mayo a octubre de 1851.— 104.
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[11] Ejército de Salvación: organización reaccionaria religioso-filantrópica fundada en 1865 en Inglaterra y reorganizada en 1880
adoptando el modelo militar (de ahí su denominación). Apoyada en medida considerable por la burguesía, esta organización fundó en
muchos países una red de instituciones de beneficencia, con el fin de apartar a las masas trabajadoras de la lucha contra los
explotadores.— 104.
[*] P. Laplace, Traité de mécanique céleste ("Tratado de mecánica celeste») Vols. I—V, Paris, 1799-1825. (N. de la Edit).
[**] «No tenía necesidad de recurrir a esta hipótesis». (N. de la Edit.)
[***]«En el principio era la acción». Goethe, Fausto, parte I, escena III. (N. de la Edit.)
[****] «El pudin se prueba comiéndolo». (N. de la Edit).
[12] La historiografía burguesa inglesa llama «revolución gloriosa» al golpe de Estado de 1688 con el que se derrocó en Inglaterra la
dinastía de los Estuardos y se instauró la monarquía constitucional (1689) encabezada por Guillermo de Orange y basada en el
compromiso entre la aristocracia terrateniente y la gran burguesía.— 110, 521.
[13] La guerra de las Dos Rosas (1455-1485): guerra entre dos familias feudales inglesas que luchaban por el trono: los York, en cuyo
escudo figuraba una rosa blanca, y los Lancaster, que tenían en el escudo una rosa roja. Alrededor de los York se agrupaba una parte de
los grandes feudales del Sur (más desarrollado económicamente), los caballeros y los ciudadanos; los Lancaster eran apoyados por la
aristocracia feudal de los condados del Norte. La guerra llevó casi al total exterminio de las antiguas familias feudales y concluyó al
subir al trono la nueva dinastía de los Tudor que implantó el absolutismo en Inglaterra.— 110.
[*] Muchacho robusto, pero malicioso. (N. de la Edit.)
[**] Oculta, sólo destinada a los iniciados. (N. de la Edit.)
[14] Filosofía cartesiana: doctrina de los seguidores del filósofo francés del siglo XVII Descartes (en latín Cartesius), que dedujeron
conclusiones materialistas de su filosofía.— 112.
[15] La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue aprobada por la Asamblea Constituyente en 1789. Se
proclamaban en ella los principios políticos del nuevo régimen burgués. La Declaración fue incluida en la Constitución francesa de
1791; sirvió de base a los jacobinos al redactar la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793, que figuró como prefacio a la
primera Constitución republicana de Francia adoptada por la Convención Nacional en 1793.— 112.
[16] Aquí y en adelante, Engels no entiende por Código de Napoleón únicamente el Code civil (Código civil) de Napoleón adoptado en
1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco
códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos
fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en
vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.— 112, 177, 390, 486, 520.
[***] Se escribe Londres y se pronuncia Constantinopla. (N. de la Edit.)
[17] El proyecto de ley de la primera reforma electoral en Inglaterra fue llevado al Parlamento en marzo de 1831 y aprobado en junio
de 1832. La reforma abrió las puertas al Parlamento sólo a los representantes de la burguesía industrial. El proletariado y la pequeña
burguesía, que eran la fuerza principal en la lucha por la reforma, fueron engañados por la burguesía liberal y se quedaron, al igual que
antes, sin derechos electorales.
[18] El bill de abolición de las leyes cerealistas fue aprobado en junio de 1846. Las llamadas leyes cerealistas, aprobadas con vistas a
restringir o prohibir la importación de trigo del extranjero, fueron promulgadas en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes
(landlords). La aprobación del bill de 1846 fue un triunfo de la burguesía industrial, que luchaba contra las leyes cerealistas bajo la
consigna de libertad de comercio.
[19] En 1824, el Parlamento inglés, presionado por el movimiento obrero de masas, tuvo que promulgar un acto aboliendo la
prohibición de las uniones obreras (las tradeuniones).
[20] La Carta del Pueblo, que contenía las exigencias de los cartistas, fue publicaba el 8 de mayo de 1838 como proyecto de ley a ser
presentado en el Parlamento; la integraban seis puntos; derecho electoral universal (para los varones desde los 21 años de edad),
elecciones anuales al Parlamento, votación secreta, igualdad de las circunscripciones electorales, abolición del requisito de propiedad
79
para los candidatos a diputado al Parlamento, remuneración de los diputados. Las tres peticiones de los cartistas con la exigencia de la
aprobación de la Carta del Pueblo, entregadas al Parlamento, fueron rechazados por éste en 1839, 1842 y 1849.
[21] La Liga anticerealista: organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los fabricantes Cobden y Bright, de
Manchester. Al presentar la exigencia de la libertad completa de comercio, la Liga propugnaba la abolición de las leyes cerealistas con
el fin de rebajar los salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. Después de
la abolición de las leyes cerealistas (1846), la Liga dejó de existir.
[22] La manifestación de masas que los cartistas anunciaron para el 10 de abril de 1848 en Londres, con el fin de entregar al Parlamento
la petición sobre la aprobación de la Carta popular, fracasó debido a la indecisión y las vacilaciones de sus organizadores. El fracaso de
la manifestación fue utilizado por las fuerzas de la reacción para arreciar la ofensiva contra los obreros y las represalias contra los
cartistas.
[23] Trátase del golpe de Estado organizado por Luis Bonaparte el 2 de diciembre de 1851, que dio comienzo al régimen bonapartista
del Segundo Imperio.
[24] Hermano Jonathan: mote dado por los ingleses a los norteamericanos durante la guerra de las colonias norteamericanas de
Inglaterra por la independencia (1775-1783).
[25] El Segundo Imperio de Napoleón III existió en Francia de 1852 a 1870, y la Tercera República, de 1870 a 1940.— 115.
[*] Y hasta en materia de negocios la fatuidad del chovinismo nacional es un mal consejo. Hasta hace muy poco, el fabricante inglés
corriente consideraba denigrante para un inglés hablar otro idioma que no fuese el suyo propio y le enorgullecía en cierto modo que
esos «pobres diablos» de los extranjeros se instalasen a vivir en Inglaterra, descargándole con ello del trabajo de vender sus productos
en el extranjero. No advertía siquiera que estos extranjeros, alemanes en su mayor parte, se adueñaban de este modo de una gran parte
del comercio exterior de Inglaterra —tanto del de importación como del de exportación— y que el comercio directo de los ingleses con
el extranjero iba circunscribiéndose casi exclusivamente a las colonias, a China, a los Estados Unidos y a Sudamérica. Y tampoco
advertía que estos alemanes comerciaban con otros alemanes del extranjero, que con el tiempo iban organizando una red completa de
colonias comerciales por todo el mundo. Y cuando, hace unos cuarenta años, Alemania empezó seriamente a fabricar para la
exportación, encontró en estas colonias comerciales alemanas un instrumento que le prestó maravillosos servicios en la empresa de
transformarse, en tan poco tiempo, de un país exportador de cereales en un país industrial de primer orden. Por fin, hace unos diez años,
los fabricantes ingleses empezaron a inquietarse y a preguntar a sus embajadores y cónsules cómo era que ya no podían retener a todos
sus clientes. La respuesta unánime fue ésta: 1º porque no os molestáis en aprender la lengua de vuestros clientes y exigís que ellos
aprendan la vuestra, y 2º porque no intentáis siquiera satisfacer las necesidades, las costumbres y los gustos de vuestros clientes, sino
que queréis que se atengan a los vuestros, a los de Inglaterra.
[**] Educación de la clase media (N. de la Edit.)
[26] En 1867, en Inglaterra, bajo la influencia del movimiento obrero de masas, se llevó a cabo la segunda reforma parlamentaria. El
Consejo General de la I Internacional tomó parte activa en el movimiento que reivindicaba esta reforma. Como resultado de ella, el
número de electores en Inglaterra aumentó en más del doble y cierta parte de obreros calificados conquistó el derecho a votar.
[*] El household suffrage establecía el derecho de voto para todo el que viviese en casa independiente. (N. de la Edit.)
[**] Votación secreta. (N. de la Edit.)
[27] 94 Socialismo de cátedra: corriente de la ideología burguesa de los años 70-90 del siglo XIX. Sus representantes, ante todo
profesores de universidades alemanas, predicaban desde sus cátedras el reformismo burgués, tratando de presentarlo como socialismo.
Afirmaban (entre otros A. Wagner, H. Schmoller, L. Brentano y W. Sombart) que el Estado era una institución situada por encima de
las clases, podía reconciliar las clases enemigas e implantar gradualmente el «socialismo» sin afectar los intereses de los capitalistas. Su
programa se reducía a la organización de los seguros de los obreros contra enfermedades y accidentes y a la aplicación de ciertas
medidas en la esfera de la legislación fabril. Los socialistas de cátedra estimaban que, habiendo sindicatos bien organizados, no había
necesidad de lucha política, ni de partido político de la clase obrera. El socialismo de cátedra constituyó una de las fuentes ideológicas
del revisionismo.- 118
[28] Ritualismo: corriente surgida en la Iglesia anglicana en los años 30 del siglo XIX, sus adeptos llamaban a la restauración de los
ritos católicos (de ahí la denominación) y de ciertos dogmas del catolicismo en la Iglesia anglicana.— 118.
[*] Después de la fiesta, o sea, retardada. (N. de la Edit.)
80
[**] La fuerza de la inercia. (N. de la Edit.)
[29] 96 Esta conclusión de la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria únicamente en el caso de ser simultánea en los países
capitalistas avanzados y, por consiguiente, de la imposibilidad de la revolución en un solo país, era justa para el período del capitalismo
premonopolista. En las nuevas condiciones históricas, en el período del capitalismo monopolista, Lenin, partiendo de la ley, descubierta
por él, de la desigualdad del desarrollo económico y político del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a una nueva
conclusión, a la de la posibilidad de la victoria de la revolución socialista primero en unos cuantos o, incluso, en un solo país, y de la
imposibilidad de la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. Lenin formula por vez primera esta
conclusión nueva en su artículo "La consigua de los Estados Unidos de Europa" (1915).- 120
DEL SOCIALISMO UTOPICO
A L S O C I A L I S M O C I E N T I F I C O [30]
I
El socialismo moderno es, en primer término, por su contenido, fruto del reflejo en la inteligencia, por un lado,
de los antagonismos de clase que imperan en la moderna sociedad entre poseedores y desposeídos, capitalistas y
obreros asalariados, y, por otro lado, de la anarquía que reina en la producción. Pero, por su forma teórica, el
socialismo empieza presentándose como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los
principios proclamados por los grandes ilustradores franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el
socialismo, aunque tuviese sus raíces en los hechos materiales económicos, hubo de empalmar, al nacer, con las
ideas existentes.
Los grandes hombres que en Francia ilustraron las cabezas para la revolución que había de desencadenarse,
adoptaron ya una actitud resueltamente revolucionaria. No reconocían autoridad exterior de ningún género. La
religión, la concepción de la naturaleza, la sociedad, el orden estatal: todo lo sometían a la crítica más
despiadada; cuanto existía había de justificar los títulos de su existencia ante el fuero de la razón o renunciar a
seguir existiendo. A todo se aplicaba como rasero único la razón pensante. Era la época en que, según Hegel, «el
mundo giraba sobre la cabeza» ******[*], primero, en el sentido de que la cabeza humana [122] y los principios
establecidos por su especulación reclamaban el derecho a ser acatados como base de todos los actos humanos y
de toda relación social, y luego también, en el sentido más amplio de que la realidad que no se ajustaba a estas
conclusiones se veía subvertida de hecho desde los cimientos hasta el remate. Todas las formas anteriores de
sociedad y de Estado, todas las ideas tradicionales, fueron arrinconadas en el desván como irracionales; hasta
allí, el mundo se había dejado gobernar por puros prejuicios; todo el pasado no merecía más que conmiseración y
desprecio. Sólo ahora había apuntado la aurora, el reino de la razón; en adelante, la superstición, la injusticia, el
privilegio y la opresión serían desplazados por la verdad eterna, por la eterna justicia, por la igualdad basada en
la naturaleza y por los derechos inalienables del hombre.
Hoy sabemos ya que ese reino de la razón no era más que el reino idealizado de la burguesía, que la justicia
eterna vino a tomar cuerpo en la justicia burguesa; que la igualdad se redujo a la igualdad burguesa ante la ley;
que como uno de los derechos más esenciales del hombre se proclamó la propiedad burguesa; y que el Estado de
la razón, el «contrato social» de Rousseau pisó y solamente podía pisar el terreno de la realidad, convertido en
república democrática burguesa. Los grandes pensadores del siglo XVIII, como todos sus predecesores, no
podían romper las fronteras que su propia época les trazaba.
Pero, junto al antagonismo entre la nobleza feudal y la burguesía, que se erigía en representante de todo el resto
de la sociedad, manteníase en pie el antagonismo general entre explotadores y explotados, entre ricos holgazanes
y pobres que trabajaban. Y este hecho era precisamente el que permitía a los representantes de la burguesía
arrogarse la representación, no de una clase determinada, sino de toda la humanidad doliente. Más aún. Desde el
momento mismo en que nació, la burguesía llevaba [123] en sus entrañas a su propia antítesis, pues los
capitalistas no pueden existir sin obreros asalariados, y en la misma proporción en que los maestros de los
81
gremios medievales se convertían en burgueses modernos, los oficiales y los jornaleros no agremiados
transformábanse en proletarios. Y, si, en términos generales, la burguesía podía arrogarse el derecho a
representar, en sus luchas contra la nobleza, además de sus intereses, los de las diferentes clases trabajadoras de
la época, al lado de todo gran movimiento burgués que se desataba estallaban movimientos independientes de
aquella clase que era el precedente más o menos desarrollado del proletariado moderno. Tal fue en la época de la
Reforma y de las guerras campesinas en Alemania la tendencia de los anabaptistas [31] y de Tomás Münzer; en
la Gran Revolución inglesa, los «levellers» [32], y en la Gran Revolución francesa, Babeuf. Y estas
sublevaciones revolucionarias de una clase incipiente son acompañadas, a la vez, por las correspondientes
manifestaciones teóricas: en los siglos XVI y XVII aparecen las descripciones utópicas de un régimen ideal de la
sociedad [33]; en el siglo XVIII, teorías directamente comunistas ya, como las de Morelly y Mably. La
reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía a las condiciones
sociales de vida de cada individuo; ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las
propias diferencias de clase. Un comunismo ascético, a lo espartano, que prohibía todos los goces de la vida: tal
fue la primera forma de manifestarse de la nueva doctrina. Más tarde, vinieron los tres grandes utopistas: SaintSimon, en quien la tendencia burguesa sigue afirmándose todavía, hasta cierto punto, junto a la tendencia
proletaria; Fourier y Owen, quien, en el país donde la producción capitalista estaba más desarrollada y bajo la
impresión de los antagonismos engendrados por ella, expuso en forma sistemática una serie de medidas
encaminadas a abolir las diferencias de clase, en relación directa con el materialismo francés.
Rasgo común a los tres es el no actuar como representantes de los intereses del proletariado, que entretanto había
surgido como un producto de la propia historia. Al igual que los ilustradores franceses, no se proponen
emancipar primeramente a una clase determinada, sino, de golpe, a toda la humanidad. Y lo mismo que ellos,
pretenden instaurar el reino de la razón y de la justicia eterna. Pero entre su reino y el de los ilustradores
franceses media un abismo. También el mundo burgués, instaurado según los principios de éstos, es irracional e
injusto y merece, por tanto, ser arrinconado entre los trastos inservibles, ni más ni menos que el feudalismo y las
formas sociales que le precedieron. Si hasta ahora la verdadera razón y la verdadera justicia no han [124]
gobernado el mundo, es, sencillamente, porque nadie ha sabido penetrar debidamente en ellas. Faltaba el hombre
genial que ahora se alza ante la humanidad con la verdad, al fin, descubierta. El que ese hombre haya aparecido
ahora, y no antes, el que la verdad haya sido, al fin, descubierta ahora y no antes, no es, según ellos, un
acontecimiento inevitable, impuesto por la concatenación del desarrollo histórico, sino porque el puro azar lo
quiere así. Hubiera podido aparecer quinientos años antes ahorrando con ello a la humanidad quinientos años de
errores, de luchas y de sufrimientos.
Hemos visto cómo los filósofos franceses del siglo XVIII, los precursores de la revolución, apelaban a la razón
como único juez de todo lo existente. Se pretendía instaurar un Estado racional, una sociedad ajustada a la razón,
y cuanto contradecía a la razón eterna debía ser desechado sin piedad. Y hemos visto también que, en realidad,
esa razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano que, precisamente por
aquel entonces, se estaba convirtiendo en burgués. Por eso cuando la revolución francesa puso en obra esta
sociedad racional y este Estado racional, resultó que las nuevas instituciones, por más racionales que fuesen en
comparación con las antiguas, distaban bastante de la razón absoluta. El Estado racional había quebrado
completamente. El contrato social de Rousseau venía a tomar cuerpo en la época del terror [34], y la burguesía,
perdida la fe en su propia habilidad política, fue a refugiarse, primero, en la corrupción del Directorio [35] y, por
último, bajo la égida del despotismo napoleónico. La prometida paz eterna se había trocado en una interminable
guerra de conquistas. Tampoco corrió mejor suerte la sociedad de la razón. El antagonismo entre pobres y ricos,
lejos de disolverse en el bienestar general, habíase agudizado al desaparecer los privilegios de los gremios y
otros, que tendían un puente sobre él, y los establecimientos eclesiásticos de beneficencia, que lo atenuaban. La
«libertad de la propiedad» de las trabas feudales, que ahora se convertía en realidad, resultaba ser, para el
pequeño burgués y el pequeño campesino, la libertad de vender a esos mismos señores poderosos su pequeña
propiedad, agobiada por la arrolladora competencia del gran capital y de la gran propiedad terrateniente; con lo
que se convertía en la «libertad» del pequeño burgués y del pequeño campesino de toda propiedad. El auge de la
industria sobre bases capitalistas convirtió la pobreza y la miseria de las masas trabajadoras en condición de vida
de la sociedad. El pago al contado fue convirtiéndose, cada vez en mayor grado, según la expresión de Carlyle,
82
en el único eslabón que enlazaba a la sociedad. La estadística criminal crecía de año en año. Los vicios feudales,
[125] que hasta entonces se exhibían impúdicamente a la luz del día, no desaparecieron, pero se recataron, por el
momento, un poco al fondo de la escena; en cambio, florecían exuberantemente los vicios burgueses, ocultos
hasta allí bajo la superficie. El comercio fue degenerando cada vez más en estafa. La «fraternidad» de la divisa
revolucionaria [36] tomó cuerpo en las deslealtades y en la envidia de la lucha de competencia. La opresión
violenta cedió el puesto a la corrupción, y la espada, como principal palanca del poder social, fue sustituida por
el dinero. El derecho de pernada pasó del señor feudal al fabricante burgués. La prostitución se desarrolló en
proporciones hasta entonces inauditas. El matrimonio mismo siguió siendo lo que ya era: la forma reconocida
por la ley, el manto oficial con que se cubría la prostitución, complementado además por una gran abundancia de
adulterios. En una palabra, comparadas con las brillantes promesas de los ilustradores, las instituciones sociales y
políticas instauradas por el «triunfo de la razón» resultaron ser unas tristes y decepcionantes caricaturas. Sólo
faltaban los hombres que pusieron de relieve el desengaño y que surgieron en los primeros años del siglo XIX.
En 1802, vieron la luz las "Cartas ginebrinas" de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque
las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Roberto Owen se hizo cargo de la dirección de
la empresa de New Lanark [37].
Sin embargo, por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y
el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco. La gran industria, que en Inglaterra acababa de nacer,
era todavía desconocida en Francia. Y sólo la gran industria desarrolla, de una parte, los conflictos que
transforman en una necesidad imperiosa la subversión del modo de producción y la eliminación de su carácter
capitalista —conflictos que estallan no sólo entre las clases engendradas por esa gran industria, sino también
entre las fuerzas productivas y las formas de cambio por ella creadas— y, de otra parte, desarrolla también en
estas gigantescas fuerzas productivas los medios para resolver estos conflictos. Si bien, hacia 1800, los conflictos
que brotaban del nuevo orden social apenas empezaban a desarrollarse, estaban mucho menos desarrollados,
naturalmente, los medios que habían de conducir a su solución. Si las masas desposeídas de París lograron
adueñarse por un momento del poder durante el régimen del terror y con ello llevar al triunfo a la revolución
burguesa, incluso en contra de la burquesía, fue sólo para demostrar hasta qué punto era imposible mantener por
mucho tiempo este poder en las condiciones de la época. El proletariado, que apenas empezaba a destacarse en el
seno de estas masas desposeídas, como tronco de una clase nueva, totalmente [126] incapaz todavía para
desarrollar una acción política propia, no representaba más que un estamento oprimido, agobiado por toda clase
de sufrimientos, incapaz de valerse por sí mismo. La ayuda, en el mejor de los casos, tenía que venirle de fuera,
de lo alto.
Esta situación histórica informa también las doctrinas de los fundadores del socialismo. Sus teorías incipientes no
hacen más que reflejar el estado incipiente de la producción capitalista, la incipiente condición de clase. Se
pretendía sacar de la cabeza la solución de los problemas sociales, latente todavía en las condiciones económicas
poco desarrolladas de la época. La sociedad no encerraba más que males, que la razón pensante era la llamada a
remediar. Tratábase por eso de descubrir un sistema nuevo y más perfecto de orden social, para implantarlo en la
sociedad desde fuera, por medio de la propaganda, y a ser posible, con el ejemplo, mediante experimentos que
sirviesen de modelo. Estos nuevos sistemas sociales nacían condenados a moverse en el reino de la utopía;
cuanto más detallados y minuciosos fueran, mas tenían que degenerar en puras fantasías.
Sentado esto, no tenemos por qué detenernos ni un momento más en este aspecto, incorporado ya
definitivamente al pasado. Dejemos que los traperos literarios revuelvan solemnemente en estas fantasías, que
hoy parecen mover a risa, para poner de relieve, sobre el fondo de ese «cúmulo de dislates», la superioridad de su
razonamiento sereno. Nosotros, en cambio, nos admiramos de los geniales gérmenes de ideas y de las ideas
geniales que brotan por todas partes bajo esa envoltura de fantasía y que los filisteos son incapaces de ver.
Saint-Simon era hijo de la Gran Revolución francesa, que estalló cuando él no contaba aún treinta años. La
revolución fue el triunfo del tercer estado, es decir, de la gran masa activa de la nación, a cuyo cargo corrían la
producción y el comercio, sobre los estamentos hasta entonces ociosos y privilegiados de la sociedad: la nobleza
y el clero. Pero pronto se vio que el triunfo del tercer estado no era más que el triunfo de una parte muy pequeña
83
de él, la conquista del poder político por el sector socialmente privilegiado de esa clase: la burguesía poseyente.
Esta burguesía, además, se desarrollaba rápidamente ya en el proceso de la revolución, especulando con las
tierras confiscadas y luego vendidas de la aristocracia y de la Iglesia, y estafando a la nación por medio de los
suministros al ejército. Fue precisamente el gobierno de estos estafadores el que, bajo el Directorio, llevó a
Francia y a la revolución al borde de la ruina, dando con ello a Napoleón el pretexto para su golpe de Estado. Por
eso, en la idea de Saint-Simon, el antagonismo entre el tercer estado y los [127] estamentos privilegiados de la
sociedad tomó la forma de un antagonismo entre «obreros» y «ociosos». Los «ociosos» eran no sólo los antiguos
privilegiados, sino todos aquellos que vivían de sus rentas, sin intervenir en la producción ni en el comercio. En
el concepto de «trabajadores» no entraban solamente los obreros asalariados, sino también los fabricantes, los
comerciantes y los banqueros. Que los ociosos habían perdido la capacidad para dirigir espiritualmente y
gobernar políticamente, era un hecho evidente, que la revolución había sellado con carácter definitivo. Y, para
Saint-Simon, las experiencias de la época del terror habían demostrado, a su vez, que los descamisados no
poseían tampoco esa capacidad. Entonces, ¿quiénes habían de dirigir y gobernar? Según Saint-Simon, la ciencia
y la industria unidas por un nuevo lazo religioso, un «nuevo cristianismo», forzosamente místico y rigurosamente
jerárquico, llamado a restaurar la unidad de las ideas religiosas, rota desde la Reforma. Pero la ciencia eran los
sabios académicos; y la industria eran, en primer término, los burgueses activos, los fabricantes, los
comerciantes, los banqueros. Y aunque estos burgueses habían de transformarse en una especie de funcionarios
públicos, de hombres de confianza de toda la sociedad, siempre conservarían frente a los obreros una posición
autoritaria y económicamente privilegiada. Los banqueros serían en primer término los llamados a regular toda la
producción social por medio de una reglamentación del crédito. Ese modo de concebir correspondía
perfectamente a una época en que la gran industria, y con ella el antagonismo entre la burquesía y el proletariado,
apenas comenzaba a despuntar en Francia. Pero Saint-Simon insiste muy especialmente en esto: lo que a él le
preocupa siempre y en primer término es la suerte de «la clase más numerosa y más pobre» de la sociedad («la
classe la plus nombreuse et la plus pauvre»).
Saint-Simon sienta ya, en sus "Cartas ginebrinas", la tesis de que
«todos los hombres deben trabajar».
En la misma obra, se expresa ya la idea de que el reinado del terror era el gobierno de las masas desposeídas.
«Ved —les grita— lo que aconteció en Francia, cuando vuestros camaradas subieron al poder, ellos provocaron
el hambre».
Pero el concebir la revolución francesa como una lucha de clases, y no sólo entre la nobleza y la burguesía, sino
entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, era, para el año 1802, un descubrimiento verdaderamente genial.
En 1816, Saint-Simon declara que la política es la ciencia de la producción y predice [128] ya la total absorción
de la política por la Economía. Y si aquí no hace más que aparecer en germen la idea de que la situación
económica es la base de las instituciones políticas, proclama ya claramente la transformación del gobierno
político sobre los hombres en una administración de las cosas y en la dirección de los procesos de la producción,
que no es sino la idea de la «abolición del Estado», que tanto estrépito levanta últimamente. Y, alzándose al
mismo plano de superioridad sobre sus contemporáneos, declara, en 1814, inmediatamente después de la entrada
de las tropas coligadas en París [*], y reitera en 1815, durante la guerra de los Cien Días [38], que la alianza de
Francia con Inglaterra y, en segundo término, la de estos países con Alemania es la única garantía del desarrollo
próspero y la paz en Europa. Para predicar a los franceses de 1815 una alianza con los vencedores de Waterloo
[39], hacía falta tanta valentía como capacidad para ver a lo lejos en la historia.
Lo que en Saint-Simon es una amplitud genial de conceptos que le permite contener ya, en germen, casi todas las
ideas no estrictamente económicas de los socialistas posteriores, en Fourier es la crítica ingeniosa auténticamente
francesa, pero no por ello menos profunda, de las condiciones sociales existentes. Fourier coge por la palabra a la
burguesía, a sus encendidos profetas de antes y a sus interesados aduladores de después de la revolución. Pone al
desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués, y la compara con las promesas
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fascinadoras de los viejos ilustradores, con su imagen de una sociedad en la que sólo reinaría la razón, de una
civilización que haría felices a todos los hombres y de una ilimitada perfectibilidad humana. Desenmascara las
brillantes frases de los ideólogos burgueses de la época, demuestra cómo a esas frases altisonantes responde, por
todas partes, la más mísera de las realidades y vuelca sobre este ruidoso fiasco de la fraseología su sátira mordaz.
Fourier no es sólo un crítico; su espíritu siempre jovial hace de él un satírico, uno de los más grandes satíricos de
todos los tiempos. La especulación criminal desatada con el reflujo de la ola revolucionaria y el espíritu
mezquino del comercio francés en aquellos años, aparecen pintados en sus obras con trazo magistral y deleitoso.
Pero todavía es más magistral en él la crítica de la forma burguesa de las relaciones entre los sexos y de la
posición de la mujer en la sociedad burguesa. El es el primero que proclama que el grado de emancipación de la
mujer en una sociedad es la medida de la emancipación general. Sin embargo, donde más descuella Fourier es en
su modo de concebir la historia de la [129] sociedad. Fourier divide toda la historia anterior en cuatro fases o
etapas de desarrollo: el salvajismo, el patriarcado, la barbarie y la civilización, fase esta última que coincide con
lo que llamamos hoy sociedad burguesa, es decir, con el régimen social implantado desde el siglo XVI, y
demuestra que el
«orden civilizado eleva a una forma compleja, ambigua, equívoca e hipócrita todos aquellos vicios que la
barbarie practicaba en medio de la mayor sencillez».
Para él, la civilización se mueve en un «círculo vicioso», en un ciclo de contradicciones, que está reproduciendo
constantemente sin acertar a superarlas, consiguiendo de continuo lo contrario precisamente de lo que quiere o
pretexta querer conseguir. Y así nos encontramos, por ejemplo, con que
«en la civilización la pobreza brota de la misma abandancia».
Como se ve, Fourier maneja la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Frente a los que se
llenan la boca hablando de la ilimitada capacidad humana de perfección, pone de relieve, con igual dialéctica,
que toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, mas también su ladera descendente, y proyecta esta
concepción sobre el futuro de toda la humanidad. Y así como Kant introduce en la ciencia de la naturaleza la idea
del acabamiento futuro de la Tierra, Fourier introduce en su estudio de la historia la idea del acabamiento futuro
de la humanidad.
Mientras el huracán de la revolución barría el suelo de Francia, en Inglaterra se desarrollaba un proceso
revolucionario, más tranquilo, pero no por ello menos poderoso. El vapor y las máquinas-herramienta
convirtieron la manufactura en la gran industria moderna, revolucionando con ello todos los fundamentos de la
sociedad burguesa. El ritmo adormilado del desarrollo del período de la manufactura se convirtió en un
verdadero período de lucha y embate de la producción. Con una velocidad cada vez más acelerada, iba
produciéndose la división de la sociedad en grandes capitalistas y proletarios desposeídos, y entre ellos, en lugar
del antiguo estado llano estable, llevaba una existencia insegura una masa inestable de artesanos y pequeños
comerciantes, la parte más fluctuante de la población. El nuevo modo de producción sólo empezaba a remontarse
por su vertiente ascensional; era todavía el modo de producción normal, regular, el único posible, en aquellas
circunstancias. Y, sin embargo, ya entonces originó toda una serie de graves calamidades sociales: hacinamiento
en los barrios más sórdidos de las grandes ciudades de una población desarraigada de su suelo; disolución de
todos [130] los lazos tradicionales de la costumbre, de la sumisión patriarcal y de la familia; prolongación
abusiva del trabajo, que sobre todo en las mujeres y en los niños tomaba proporciones aterradoras;
desmoralización en masa de la clase trabajadora, lanzada de súbito a condiciones de vida totalmente nuevas: del
campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de una situación estable a otra constantemente variable e
insegura. En estas circunstancias, se alza como reformador un fabricante de veintinueve años, un hombre cuyo
candor casi infantil rayaba en lo sublime y que era, a la par, un dirigente innato de hombres como pocos. Roberto
Owen habíase asimilado las enseñanzas de los ilustradores materialistas del siglo XVIII, según las cuales el
carácter del hombre es, de una parte, el producto de su organización innata, y de otra, el fruto de las
circunstancias que rodean al hombre durante su vida, y principalmente durante el período de su desarrollo. La
mayoría de los hombres de su clase no veían en la revolución industrial más que caos y confusión, una ocasión
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propicia para pescar en río revuelto y enriquecerse aprisa. Owen vio en ella el terreno adecuado para poner en
práctica su tesis favorita, introduciendo orden en el caos. Ya en Mánchester, dirigiendo una fábrica de más de
quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría. Desde 1800 a 1829 encauzó en
este sentido, aunque con mucha mayor libertad de iniciativa y con un éxito que le valió fama europea, la gran
fábrica de hilados de algodón de New Lanark, en Escocia, de la que era socio y gerente. Una población que fue
creciendo paulatinamente hasta 2.500 almas, reclutada al principio entre los elementos más heterogéneos, la
mayoría de ellos muy desmoralizados, convirtióse en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía
la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres, ni la beneficencia pública. Para
ello, le bastó sólo con colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado
especial a la educación de su descendencia. Owen fue el creador de las escuelas de párvulos, que funcionaron por
vez primera en New Lanark. Los niños eran enviados a la escuela desde los dos años, y se encontraban tan a
gusto en ella, que con dificultad se les podía llevar a su casa. Mientras que en las fábricas de sus competidores
los obreros trabajaban hasta trece y catorce horas diarias, en New Lanark la jornada de trabajo era de diez horas y
media. Cuando una crisis algodonera obligó a cerrar la fábrica durante cuatro meses, los obreros de New Lanark,
que quedaron sin trabajo, siguieron cobrando íntegros sus jornales. Y, con todo, la empresa había incrementado
hasta el doble su valor y rendido a sus propietarios hasta el último día, abundantes ganancias.
Sin embargo, Owen no estaba satisfecho con lo conseguido. La existencia que había procurado a sus obreros
distaba todavía mucho de ser, a sus ojos, una existencia digna de un ser humano
«Aquellos hombres eran mis esclavos» —decía.
Las circunstancias relativamente favorables, en que les había colocado, estaban todavía muy lejos de permitirles
desarrollar racionalmente y en todos sus aspectos el carácter y la inteligencia, y mucho menos desenvolver
libremente sus energías.
«Y, sin embargo, la parte productora de aquella población de 2.500 almas daba a la sociedad una suma de
riqueza real que apenas medio siglo antes hubiera requerido el trabajo de 600.000 hombres juntos. Yo me
preguntaba: ¿a dónde va a parar la diferencia entre la riqueza consumida por estas 2.500 personas y la que
hubieran tenido que consumir las 600.000?»
La contestación era clara: esa diferencia se invertía en abonar a los propietarios de la empresa el cinco por ciento
de interés sobre el capital de instalación, a lo que venían a sumarse más de 300.000 libras esterlinas de ganancia.
Y el caso de New Lanark era, sólo que en proporciones mayores, el de todas las fábricas de Inglaterra.
«Sin esta nueva fuente de riqueza creada por las máquinas, hubiera sido imposible llevar adelante las guerras
libradas para derribar a Napoleón y mantener en pie los principios de la sociedad aristocrática. Y, sin embargo,
este nuevo poder era obra de la clase obrera» [*].
A ella debían pertenecer también, por tanto, sus frutos. Las nuevas y gigantescas fuerzas productivas, que hasta
allí sólo habían servido para que se enriqueciesen unos cuantos y para la esclavización de las masas, echaban,
según Owen, las bases para una reconstrucción social y estaban llamadas a trabajar solamente, como propiedad
colectiva de todos, para el bienestar colectivo.
Fue así, por este camino puramente práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de
negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico. Así, en
1823, Owen propone un sistema de colonias comunistas para combatir la miseria reinante en Irlanda y presenta,
en apoyo de su propuesta, un presupuesto completo de gastos de establecimiento, desembolsos anuales e ingresos
[132] probables. Y así también en sus planes definitivos de la sociedad del porvenir, los detalles técnicos están
calculados con un dominio tal de la materia, incluyendo hasta diseños, dibujos de frente y a vista de pájaro, que,
una vez aceptado el método oweniano de reforma de la sociedad, poco sería lo que podría objetar ni aun el
técnico experto, contra los pormenores de su organización.
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El avance hacia el comunismo constituye el momento crucial en la vida de Owen. Mientras se había limitado a
actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riquezas, aplausos, honra y fama. Era el hombre más
popular de Europa. No sólo los hombres de su clase y posición social, sino también los gobernantes y los
príncipes le escuchaban y lo aprobaban. Pero, en cuanto hizo públicas sus teorías comunistas, se volvió la hoja.
Eran principalmente tres grandes obstáculos los que, según él, se alzaban en el camino de la reforma social: la
propiedad privada, la religión y la forma vigente del matrimonio. Y no ignoraba a lo que se exponía atacándolos:
la proscripción de toda la sociedad oficial y la pérdida de su posición social. Pero esta consideración no le
contuvo en sus ataques despiadados contra aquellas instituciones, y ocurrió lo que él preveía. Desterrado de la
sociedad oficial, ignorado completamente por la prensa, arruinado por sus fracasados experimentos comunistas
en América, a los que sacrificó toda su fortuna, se dirigió a la clase obrera, en el seno de la cual actuó todavía
durante treinta años. Todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en
interés de la clase trabajadora, van asociados al nombre de Owen. Así, en 1819, después de cinco años de
grandes esfuerzos, consiguió que fuese votada la primera ley limitando el trabajo de la mujer y del niño en las
fábricas. El fue también quien presidió el primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se
fusionaron en una gran organización sindical únical [40]. Y fue también él quien creó, como medidas de
transición, para que la sociedad pudiera organizarse de manera íntegramente comunista, de una parte las
cooperativas de consumo y de producción —que han servido por lo menos para demostrar prácticamente que el
comerciante y el fabricante no son indispensables—, y de otra parte, los bazares obreros, establecimientos de
intercambio de los productos del trabajo por medio de bonos de trabajo y cuya unidad era la hora de trabajo
rendido; estos establecimientos tenían necesariamente que fracasar, pero anticiparon a los Bancos proudhonianos
de intercambio [41], diferenciándose de ellos solamente en que no pretendían ser la panacea universal para todos
los males sociales, sino pura y simplemente un primer paso dado hacia una transformación mucho más radical de
la sociedad.
Los conceptos de los utopistas han dominado durante mucho tiempo las ideas socialistas del siglo XIX, y en
parte aún las siguen dominando hoy. Les rendían culto, hasta hace muy poco tiempo, todos los socialistas
franceses e ingleses, y a ellos se debe también el incipicnte comunismo alemán, incluyendo a Weitling. El
socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con
descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo. Y, como la verdad absoluta no está sujeta a
condiciones de espacio ni de tiempo, ni al desarrollo histórico de la humanidad, sólo el azar puede decidir cuándo
y dónde este descubrimiento ha de revelarse. Añádase a esto que la verdad absoluta, la razón y la justicia varían
con los fundadores de cada escuela: y, como el carácter específico de la verdad absoluta, de la razón y la justicia
está condicionado, a su vez, en cada uno de ellos, por la inteligencia subjetiva, las condiciones de vida, el estado
de cultura y la disciplina mental, resulta que en este conflicto de verdades absolutas no cabe más solución que
éstas se vayan puliendo las unas a las otras. Y, así, era inevitable que surgiese una especie de socialismo
ecléctico y mediocre, como el que, en efecto, sigue imperando todavía en las cabezas de la mayor parte de los
obreros socialistas de Francia e Inglaterra; una mescolanza extraordinariamcute abigarrada y llena de matices,
compuesta de los desahogos críticos, las doctrinas económicas y las imágenes sociales del porvenir menos
discutibles de los diversos fundadores de sectas, mescolanza tanto más fácil de componer cuanto más los
ingredientes individuales habían ido perdiendo, en el torrente de la discusión, sus contornos perfilados y agudos,
como los guijarros lamidos por la corriente de un río. Para convertir el socialismo en una ciencia, era
indispensable, ante todo, situarlo en el terreno de la realidad.
NOTAS
[30] 70 El trabajo de Engels "Del socialismo utópico al socialismo científico" consta de tres capítulos del "Anti-Dühring" revisados por
él con el fin especial de ofrecer a los obreros una exposición popular de la doctrina marxista como concepción íntegra.- 98, 121
[*******] He aquí el pasaje de Hegel referente a la revolución francesa: «La idea, el concepto de Derecho, se hizo valer de golpe, sin
que pudiese oponerle ninguna resistencia la vieja armazón de la injusticia. Sobre la idea del Derecho se ha basado ahora, por tanto, una
Constitución, y sobre ese fundamento debe basarse en adelante todo. Desde que el Sol alumbra en el firmamento y los planetas giran
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alrededor de él, nadie había visto que el hombre se alzase sobre la cabeza, es decir, sobre la idea, construyendo con arreglo a ésta la
realidad. Anaxágoras fue el primero que dijo que el nus, la razón, gobierna el mundo: pero sólo ahora el hombre ha acabado de
comprender que el pensamiento debe gobernar la realidad espiritual. Era, pues, una espléndida aurora. Todos los seres pensantes
celebraron esta nueva época. Una sublime emoción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu estremecía el mundo, como si
por vez primera se lograse la reconciliación del mundo con la divinidad». Hegel, "Philosophie der Geschichte", 184O, S. 535 (Hegel,
"Filosofía de la Historia", 1840, pág. 535). ¿No habrá llegado la hora de aplicar la ley contra los socialistas (22) a estas doctrinas
subversivas y atentatorias contra la sociedad, del difunto profesor Hegel?
[31] 97 Anabaptistas (rebautizados). Los miembros de esta secta se denominaban así porque reivindicaban un segundo bautismo a la
edad consciente.- 123
[32] 98 Engels se refiere a los «verdaderos levellers» («igualadores»), o los «diggers» («cavadores»), representantes de la extrema
izquierda en el período de la revolución burguesa inglesa del siglo XVII y portavoces de los intereses de los pobres del campo y de la
ciudad. Reivindicaban la supresión de la propiedad privada sobre la tierra, propagaban las ideas del comunismo primitivo igualitario y
trataban de llevarlas a la práctica mediante la roturación colectiva de las tierras comunales.- 123
[33] 99 Engels se refiere, ante todo, a las obras de los representantes del comunismo utópico: "Utopía", de Tomás Moro, y "Ciudad del
Sol", de Tomás Campanella.- 123
[34] 100 Epoca del terror: período de la dictadura democrático-revolucionaria de los jacobinos de junio de 1793 a julio de 1794.- 124
[35] 101 El Directorio constaba de cinco miembros, uno de los cuales se elegía cada año. Era el órgano dirigente del poder ejecutivo de
Francia en el período de 1795 a 1799. Apoyaba el régimen de terror contra las fuerzas democráticas y defendía los intereses de la gran
burguesía.- 124
[36] 102 Trátase de la divisa de la revolución burguesa francesa de fines del siglo XVIII: «Libertad. Igualdad. Fraternidad».- 125
[37] 103 New-Lanark: fábrica de hilados de algodón cerca de la ciudad escocesa de Lanark. Fue fundada en 1784, con un pequeño
poblado anejo.- 125
[*] El 31 de marzo de 1814. (N. de la Edit.)
[38] 104 Los Cien Días: breve período de la restauración del Imperio de Napoleón I que duró desde el momento de su regreso del
destierro en la isla de Elba a París, el 20 de marzo de 1815, hasta su segunda abdicación, el 22 de junio del mismo año.- 128
[39] 105 El 18 de junio de 1815, el ejército de Napoleón I fue derrotado en la batalla de Waterloo (Bélgica) por las tropas angloholandesas acaudilladas por Wellington y el ejército prusiano de Blücher.- 128
[*] De "The Revolution in Mind and Practice" («La revolución en el espíritu y en la práctica»), un memorial dirigido a todos «los
republicanos rojos, comunistas y socialistas de Europa» y enviado al Gobierno Provisional francés de 1848, así como «a la reina
Victoria y a sus consejeros responsables».
[40] 106 En octubre de 1833, en Londres, bajo la presidencia de Owen, se celebró el Congreso de las sociedades cooperativas y los
sindicatos en el que fue fundada formalmente la "Gran Unión Consolidada Nacional de las producciones de Gran Bretaña e Irlanda". Al
tropezar con una gran resistencia por parte de la sociedad burguesa y del Estado, la Unión se desmoronó en agosto de 1834.- 132
[41] 107 Proudhon hizo un intento de organizar un banco de intercambio durante la revolución de 1848-1849. Su "Banque du peuple"
(Banco del pueblo) fue fundado en París el 31 de enero de 1849 y existió cerca de dos meses, quebrando antes de comenzar a funcionar.
A principios de abril el banco fue clausurado.- 132
II
Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la moderna filosofía alemana, a
la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como
forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la
cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más sustanciales del
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pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la
dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, [134] influida
principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente
entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo
estrictamente filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta
citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad
entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos
discursivos.
Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad
espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y
mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y
cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía mas o
menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo
que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa,
es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no
es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y
caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los
fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen
general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su
entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos
especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que
los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues
primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta
cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y,
congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales
exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino [42], y más tarde, en la Edad
Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir
de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en
sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos [135] naturales en determinadas
categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras
tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos
cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha
legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la
concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como
sustancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método
de observación, al transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez
específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.
Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación
aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en
antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal
procede [*]. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto.
Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de
una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es
el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre
las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos
campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea
en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza
siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado,
abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver
su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado
89
en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad
de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando
la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como
lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado [136] por descubrir un límite racional
a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil
tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte
no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en
todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras
de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un
período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia
vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro
distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una
antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su
antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen
como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la
imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en
que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere
luego o allí carácter de causa y viceversa.
Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En
cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales sustancialmente en sus conexiones,
en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no
son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de
la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos
extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se
mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la
eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que
citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y
animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de
años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas
que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados
descubiertos y el método [137] discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las
ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.
Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales
del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del
Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo
en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer
momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable
de Newton y su duración eterna —después de recibido el famoso primer impulso— en un proceso histórico: en el
nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la
conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo
después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el
espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado
de condensación.
La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera —y ése es su
gran mérito— se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir,
en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima
conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde este punto de vista, la historia
de la humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el
fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de
90
desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través
de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista
pudiera creerse obra del ciego azar.
No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su mérito, que sentó época,
consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y
aunque Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en
primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los
conocimientos y concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir
una tercera circunstancia, Hegel [138] era idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes
más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le
antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que
existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatcnación real
del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por
Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter
amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el
último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una
parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia humana es un
proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso
que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad
absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es
incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello,
implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de
generación en generación.
La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó necesariamente al materialismo;
pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII.
En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo
moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya
descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que
en Hegel, y en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos
cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton, y con especies invariables de seres
orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las
ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como
las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que
son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el
materialismo moderno es sustancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de
las demás ciencias. Desde [139] el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición que
ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia
especialmente consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior
filosofía, con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se
disuelve en la ciencia positiva dc la naturaleza y de la historia.
Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo había podido imponerse en la
medida en que la investigación suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya
mucho tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo de
enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo
el primer movimiento obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la
burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo ritmo con
que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada
de la burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas
de la identidad de intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las
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naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco
posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja
concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en
intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas
las relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia
cultural».
Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas investigaciones, entonces se vio que,
con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que
estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de
cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la estructura económica de la sociedad en cada
época de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la
superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica,
etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la [140] había
hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba
desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de
la historia, con lo que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por
su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.
De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o cual intelecto de genio, sino
como el producto necesario de la lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía.
Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico
económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios para la
solución de éste en la situación económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta
nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del
materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo
anterior criticaba el modo capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo,
ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y llanamente, como
malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de
producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación.
Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones
históricas y como necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello también la
necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de
manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de
producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de
trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cnando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor,
por todo el valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo que le
paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del
capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la
producción de capital quedaban explicados.
Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la
producción capitalista, [141] mediante la plllsvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se
convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones.
NOTAS
[42] 108 Trátase del período comprendido entre el siglo III a. de n. e. y el siglo VII de n. e., que debe su denominación a la ciudad
egipcia de Alejandría (a orillas del Mediterráneo), uno de los centros más importantes de las relaciones económicas internacionales de
aquella época. En el período alejandrino adquirieron gran desarrollo varias ciencias: las matemáticas, la mecánica (Euclides y
Arquímedes), la geografía, la astronomía, la anatomía, la fisiología, etc.- 134
92
[*] Biblia. Evangelio de Mateo, cap. 5, verso 37. (N. de la Edit.)
III
La concepción materialista de la historia parte de la tesis de que la producción, y tras ella el cambio de sus
productos, es la base de todo orden social; de que en todas las sociedades que desfilan por la historia, la
distribución dc los productos, y junto a ella la división social de los hombres en clases o estamentos, es
determinada por lo que la sociedad produce y cómo lo produce y por el modo de cambiar sus productos. Según
eso, las últimas causas de todos los cambios sociales y de todas las revoluciones políticas no deben buscarse en
las cabezas de los hombres ni en la idea que ellos se forjen de la verdad eterna ni de la eterna justicia, sino en las
transformaciones operadas en el modo de producción y de cambio; han de buscarse no en la filosofía, sino en la
economía de la época de que se trata. Cuando nace en los hombres la conciencia de que las instituciones sociales
vigentes son irracionales e injustas, de que la razón se ha tornado en sinrazón y la bendición en plaga [*], esto no
es mas que un indicio de que en los métodos de producción y en las formas de cambio se han producido
calladamente transformaciones con las que ya no concuerda el orden social, cortado por el patrón de condiciones
económicas anteriores. Con ello queda que en las nuevas relaciones de producción han de contenerse ya —más o
menos desarrollados— los medios necesarios para poner término a los males descubiertos. Y esos medios no han
de sacarse de la cabeza de nadie, sino que es la cabeza la que tiene que descubrirlos en los hechos materiales de
la producción, tal y como los ofrece la realidad.
¿Cuál es, en este aspecto, la posición del socialismo moderno?
El orden social vigente —verdad reconocida hoy por casi todo el mundo— es obra de la clase dominante de los
tiempos modernos de la burguesía. El modo de producción propio de la burguesía, al que desde Marx se da el
nombre de modo capitalista de producción, era incompatible con los privilegios locales y de los estamentos,
como lo era con los vínculos interpersonales del orden feudal. [142] La burguesía echó por tierra el orden feudal
y levantó sobre sus ruinas el régimen de la sociedad burguesa, el imperio de la libre concurrencia, de la libertad
de domicilio, de la igualdad de derechos de los poseedores de las mercancías y tantas otras maravillas burguesas
más. Ahora ya podía desarrollarse libremente el modo capitalista de producción. Y al venir el vapor y la nueva
producción maquinizada y transformar la antigua manufactura en gran industria, las fuerzas productivas creadas
y puestas en movimiento bajo el mando de la burguesía se desarrollaron con una velocidad inaudita y en
proporciones desconocidas hasta entonces. Pero, del mismo modo que en su tiempo la manufactura y la
artesanía, que seguía desarrollándose bajo su influencia, chocaron con las trabas feudales de los gremios, hoy la
gran industria, al llegar a un nivel de desarrollo más alto, no cabe ya dentro del estrecho marco en que la tiene
cohibida el modo capitalista de producción. Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en
que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un
conflicto planteado en las cabezas de los hombres, algo así como el conflicto entre el pecado original del hombre
y la justicia divina, sino que existe en la realidad, objetivamente, fuera de nosotros, independientemente de la
voluntad o de la actividad de los mismos hombres que lo han provocado. El socialismo moderno no es más que
el reflejo de este conflicto material en la mente, su proyección ideal en las cabezas, empezando por las de la clase
que sufre directamente sus consecuencias: la clase obrera.
¿En qué consiste este conflicto?
Antes de sobrevenir la producción capitalista, es decir, en la Edad Media, regía con carácter general la pequeña
producción, basada en la propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción: en el campo, la
agricultura corría a cargo de pequeños labradores, libres o siervos; en las ciudades, la industria estaba en manos
de los artesanos. Los medios de trabajo —la tierra, los aperos de labranza, el taller, las herramientas— eran
medios de trabajo individual, destinados tan sólo al uso individual y, por tanto, forzosamente, mezquinos,
diminutos, limitados. Pero esto mismo hacía que perteneciesen, por lo general, al propio productor. El papel
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histórico del modo capitalista de producción y de su portadora, la burguesía, consistió precisamente en
concentrar y desarrollar estos dispersos y mezquinos medios de producción, transformándolos en las potentes
palancas de la producción de los tiempos actuales. Este proceso, que viene desarrollando la burguesía desde el
siglo XV y que pasa históricamente por las tres etapas de la cooperación simple, la manufactura y la gran
industria, aparece minuciosamente expuesto par Marx en la sección [143] cuarta de "El Capital". Pero la
burguesía, como asimismo queda demostrado en dicha obra, no podía convertir esos primitivos medios de
producción en poderosas fuerzas productivas sin convertirlas de medios individuales de producción en medios
sociales, sólo manejables por una colectividad de hombres. La rueca, el telar manual, el martillo del herrero
fueron sustituidos por la máquina de hilar, por el telar mecánico, por el martillo movido a vapor; el taller
individual cedió el puesto a la fábrica, que impone la cooperación de cientos y miles de obreros. Y, con los
medios de producción, se transformó la producción misma, dejando de ser una cadena de actos individuales para
convertirse en una cadena de actos sociales, y los productos individuales, en productos sociales. El hilo, las telas,
los artículos de metal que ahora salían de la fábrica eran producto del trabajo colectivo de un gran número de
obreros, por cuyas manos tenía que pasar sucesivamente para su elaboración. Ya nadie podía decir: esto lo he
hecho yo, este producto es mío.
Pero allí donde la producción tiene por forma cardinal esa división social del trabajo creada paulatinamente, por
impulso elemental, sin sujeción a plan alguno, la producción imprime a los productos la forma de mercancía,
cuyo intercambio, compra y venta, permite a los distintos productores individuales satisfacer sus diversas
necesidades. Y esto era lo que acontecía en la Edad Media. El campesino, por ejemplo, vendía al artesano los
productos de la tierra, comprándole a cambio los artículos elaborados en su taller. En esta sociedad de
productorcs individuales, de productores de mercancías, vino a introducirse más tarde el nuevo modo de
producción. En medio de aquella división espontánea del trabajo sin plan ni sistema, que imperaba en el seno de
toda la sociedad, el nuevo modo de producción implantó la división planificada del trabajo dentro de cada
fábrica: al lado de la producción individual, surgió la producción social. Los productos de ambas se vendían en el
mismo mercado, y por lo tanto, a precios aproximadamente iguales. Pero la organización planificada podía más
que la división espontánea del trabajo; las fábricas en que el trabajo estaba organizado socialmente elaboraban
productos más baratos que los pequeños productores individuales. La producción individual fue sucumbiendo
poco a poco en todos los campos, y la producción social revolucionó todo el antiguo modo de producción. Sin
embargo, este carácter revolucionario suyo pasaba desapercibido; tan desapercibido, que, por el contrario, se
implantaba con la única y exclusiva finalidad de aumentar y fomentar la producción de mercancías. Nació
directamente ligada a ciertos resortes de producción e intercambio de mercancías que ya venían funcionando: el
capital comercial, la industria artesana [144] y el trabajo asalariado. Y ya que surgía como una nueva forma de
producción de mercancías, mantuviéronse en pleno vigor bajo ella las formas de apropiación de la producción de
mercancías.
En la producción de mercancías, tal como se había desarrollado en la Edad Media, no podía surgir el problema
de a quién debían pertenecer los productos del trabajo. El productor individual los creaba, por lo común, con
materias primas de su propiedad, producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y
elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia. No necesitaba, por tanto, apropiárselos, pues ya eran
suyos por el mero hecho de producirlos. La propiedad de los productos basábase, pues, en el trabajo personal. Y
aún en aquellos casos en que se empleaba la ayuda ajena, ésta era, por lo común, cosa accesoria y recibía
frecuentemente, además del salario, otra compensación: el aprendiz y el oficial de los gremios no trabajaban
tanto por el salario y la comida como para aprender y llegar a ser algún día maestros. Pero sobreviene la
concentración de los medios de producción en grandes talleres y manufacturas, su transformación en medios de
producción realmente sociales. No obstante, estos medios de producción y sus productos sociales eran
considerados como si siguiesen siendo lo que eran antes: medios de producción y productos individuales. Y si
hasta aquí el propietario de los medios de trabajo se había apropiado de los productos, porque eran,
generalmente, productos suyos y la ayuda ajena constituía una excepción, ahora el propietario de los medios de
trabajo seguía apropiándose el producto, aunque éste ya no era un producto suyo, sino fruto exclusivo del trabajo
ajeno. De este modo, los productos, creados ahora socialmente, no pasaban a ser propiedad de aquellos que
habían puesto realmente en marcha los medios de producción y que eran sus verdaderos creadores, sino del
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capitalista. Los medios de producción y la producción se habían convertido esencialmente en factores sociales.
Y, sin embargo, veíanse sometidos a una forma de apropiación que presupone la producción privada individual,
es decir, aquella en que cada cual es dueño de su propio producto y, como tal, acude con él al mercado. El modo
de producción se ve sujeto a esta forma de apropiación, a pesar de que destruye el supuesto sobre que descansa
[*]. En esta contradicción, que imprime al nuevo [145] modo de producción su carácter capitalista, se encierra,
en germen, todo el conflicto de los tiempos actuales. Y cuanto más el nuevo modo de producción se impone e
impera en todos los campos fundamentales de la producción y en todos los países económicamente importantes,
desplazando a la producción individual, salvo vestigios insignificantes, mayor es la evidencia con que se revela
la incompatibilidad entre la producción social y la apropiación capitalista.
Los primeros capitalistas se encontraron ya, como queda dicho, con la forma del trabajo asalariado. Pero como
excepción, como ocupación secundaria, auxiliar, como punto de transición. El labrador que salía de vez en
cuando a ganar un jornal, tenía sus dos fanegas de tierra propia, de las que, en caso extremo, podía vivir. Las
ordenanzas gremiales velaban por que los oficiales de hoy se convirtiesen mañana en maestros. Pero, tan pronto
como los medios de producción adquirieron un carácter social y se concentraron en manos de los capitalistas, las
cosas cambiaron. Los medios de producción y los productos del pequeño productor individual fueron
depreciándose cada vez más, hasta que a este pequeño productor no le quedó otro recurso que colocarse a ganar
un jornal pagado por el capitalista. El trabajo asalariado, que antes era excepción y ocupación auxiliar se
convirtió en regla y forma fundamental de toda la producción, y la que antes era ocupación accesoria se convierte
ahora en ocupación exclusiva del obrero. El obrero asalariado temporal se convirtió en asalariado para toda la
vida. Además, la muchedumbre de estos asalariados de por vida se ve gigantescamente engrosada por el
derrumbe simultáneo del orden feudal, por la disolución de las mesnadas de los señores feudales, la expulsión de
los campesinos de sus fincas, etc. Se ha realizado el completo divorcio entre los medios de producción
concentrados en manos de los capitalistas, de un lado, y de otro, los productores que no poseían más que su
propia fuerza de trabajo. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta
como antagonismo entre el proletariado y la burguesía.
Hemos visto que el modo de producción capitalista vino a introducirse en una sociedad de productores de
mercancías, de productores individuales, cuyo vínculo social era el cambio de sus productos. Pero toda sociedad
basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que en ella los productores pierden el mando
sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual produce por su cuenta, con los medios de producción de que
[146] acierta a disponer, y para las necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos
de la misma clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto
individual responde a una demanda efectiva, ni si podrá cubrir los gastos, ni siquiera, en general, si podrá
venderlo. La anarquía impera en la producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma
de producción, sus leyes características, específicas e inseparables de la misma; y estas leyes se abren paso a
pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en la única forma de ligazón social
que subsiste: en el cambio, y se imponen a los productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de
la competencia. En un principio, por tanto, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga
experiencia las vaya revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos,
como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera sobre el productor.
En la sociedad medieval, y sobre todo en los primeros siglos de ella, la producción estaba destinada
principalmente al consumo propio, a satisfacer sólo las necesidades del productor y de su familia. Y allí donde,
como acontecía en el campo, subsistían relaciones personales de vasallaje, contribuía también a satisfacer las
necesidades del señor feudal. No se producía, pues, intercambio alguno, ni los productos revestían, por lo tanto,
el carácter de mercancías. La familia del labrador producía casi todos los objetos que necesitaba: aperos, ropas y
víveres. Sólo empezó a producir mercancías cuando consiguió crear un remanente de productos, después de
cubrir sus necesidades propias y los tributos en especie que había de pagar al señor feudal; este remanente,
lanzado al intercambio social, al mercado, para su venta, se convirtió en mercancía. Los artesanos de las
ciudades, por cierto, tuvieron que producir para el mercado ya desde el primer momento. Pero también obtenían
ellos mismos la mayor parte de los productos que necesitaban para su consumo; tenían sus huertos y sus
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pequeños campos, apacentaban su ganado en los bosques comunales, que además les suministraban la madera y
la leña; sus mujeres hilaban el lino y la lana, etc. La producción para el cambio, la producción de mercancías,
estaba en sus comienzos. Por eso el intercambio era limitado, el mercado reducido, el modo de producción
estable. Frente al exterior imperaba el exclusivismo local; en el interior, la asociación local: la marca [*] en el
campo, los gremios en las ciudades.
Pero al extenderse la producción de mercancías y, sobre todo, al aparecer el modo capitalista de producción, las
leyes de producción de mercancías, que hasta aquí apenas habían dado señales de vida, entran en funciones de
una manera franca y potente. Las antiguas asociaciones empiezan a perder fuerza, las antiguas fronteras locales
se vienen a tierra, los productores se convierten más y más en productores de mercancías independientes y
aislados. La anarquía de la producción social sale a la luz y se agudiza cada vez más. Pero el instrumento
principal con el que el modo capitalista de producción fomenta esta anarquía en la producción social es
precisamente lo inverso de la anarquía: la creciente organización de la producción con carácter social, dentro de
cada establecimiento de producción. Con este resorte, pone fin a la vieja estabilidad pacífica. Allí donde se
implanta en una rama industrial, no tolera a su lado ninguno de los viejos métodos. Donde se adueña de la
industria artesana, la destruye y aniquila. El terreno del trabajo se convierte en un campo de batalla. Los grandes
descubrimientos geográficos y las empresas de colonización que les siguen, multiplican los mercados y aceleran
el proceso de transformación del taller del artesano en manufactura. Y la lucha no estalla solamente entre los
productores locales aislados; las contiendas locales van cobrando volumen nacional, y surgen las guerras
comerciales de los siglos XVII y XVIII. Hasta que, por fin, la gran industria y la implantación del mercado
mundial dan carácter universal a la lucha, a la par que le imprimen una inaudita violencia. Lo mismo entre los
capitalistas individuales que entre industrias y países enteros, la posesión de las condiciones —naturales o
artificialmente creadas— de la producción, decide la lucha por la existencia. El que sucumbe es arrollado sin
piedad. Es la lucha darvinista por la existencia individual, transplantada, con redoblada furia, de la naturaleza a la
sociedad. Las condiciones naturales de vida de la bestia se convierten en el punto culminante del desarrollo
humano. La contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista se manifiesta ahora como
antagonismo entre la organización de la producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el
seno de toda la sociedad.
El modo capitalista de producción se mueve en estas dos formas de manifestación de la contradicción inherente a
él por sus mismos orígenes, describiendo sin apelación aquel «círculo vicioso» que ya puso de manifiesto
Fourier. Pero lo que Fourier, en su época, no podía ver todavía era que este círculo va reduciéndose
gradualmente, que el movimiento se desarrolla más bien en espiral y tiene que llegar necesariamente a su fin,
como el movimiento de los planetas, chocando con el centro. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la
producción la que convierte [148] a la inmensa mayoría de los hombres, cada vez más marcadamente, en
proletarios, y estas masas proletarias serán, a su vez, las que, por último, pondrán fin a la anarquía de la
producción. Es la fuerza propulsora de la anarquía social de la producción la que convierte la capacidad infinita
de perfeccionamiento de las máquinas de la gran industria en un precepto imperativo, que obliga a todo
capitalista industrial a mejorar continuamente su maquinaria, so pena de perecer. Pero mejorar la maquinaria
equivale a hacer superflua una masa de trabajo humano. Y así como la implantación y el aumento cuantitativo de
la maquinaria trajeron consigo el desplazamiento de millones de obreros manuales por un número reducido de
obreros mecánicos, su perfeccionamiento determina la eliminación de un número cada vez mayor de obreros de
las máquinas, y, en última instancia, la creación de una masa de obreros disponibles que sobrepuja la necesidad
media de ocupación del capital, de un verdadero ejército industrial de reserva, como yo hube de llamarlo ya en
1845 [*], de un ejército de trabajadores disponibles para los tiempos en que la industria trabaja a todo vapor y
que luego, en las crisis que sobrevienen necesariamente después de esos períodos, se ve lanzado a la calle,
constituyendo en todo momento un grillete atado a los pies de la clase trabajadora en su lucha por la existencia
contra el capital y un regulador para mantener los salarios en el nivel bajo que corresponde a las necesidades del
capitalismo. Así pues, la maquinaria, para decirlo con Marx, se ha convertido en el arma más poderosa del
capital contra la clase obrera, en un medio de trabajo que arranca constantemente los medios de vida de manos
del obrero, ocurriendo que el producto mismo del obrero se convierte en el instrumento de su esclavización *[*].
De este modo, la economía en los medios de trabajo lleva consigo, desde el primer momento, el más despiadado
96
despilfarro de la fuerza de trabajo y un despojo contra las condiciones normales de la función misma del trabajo
**
[*]. Y la maquinaria, el recurso más poderoso que ha podido crearse para acortar la jornada de trabajo, se trueca
en el recurso más infalible para convertir la vida entera del obrero y de su familia en una gran jornada de trabajo
disponible para la valorización del capital; así ocurre que el exceso de trabajo de unos es la condición
determinante de la carencia de trabajo de otros, y que la gran industria, lanzándose por el mundo entero, en
carrera desenfrenada, a la conquista de nuevos consumidores, reduce en su propia casa el consumo de las masas a
un [149] mínimo de hambre y mina con ello su propio mercado interior. «La ley que mantiene constantemente el
exceso relativo de población o ejército industrial de reserva en equilibrio con el volumen y la energía de la
acumulación del capital, ata al obrero al capital con ligaduras más fuertes que las cuñas con que Hefestos clavó a
Prometeo a la roca. Esto origina que a la acumulación del capital corresponda una acumulación igual de miseria.
La acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que
produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de
esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento y de degradación moral». (Marx, "El Capital", t. I, cap. XXIII.) Y
esperar del modo capitalista de producción otra distribución de los productos sería como esperar que los dos
electrodos de una batería, mientras estén conectados con ésta, no descompongan el agua ni liberen oxígeno en el
polo positivo e hidrógeno en el negativo.
Hemos visto que la capacidad de perfeccionamiento de la maquinaria moderna, llevada a su límite máximo, se
convierte, gracias a la anarquía de la producción dentro de la sociedad, en un precepto imperativo que obliga a
los capitalistas industriales, cada cual de por sí, a mejorar incesantemente su maquinaria, a hacer siempre más
potente su fuerza de producción. No menos imperativo es el precepto en que se convierte para él la mera
posibilidad efectiva de dilatar su órbita de producción. La enorme fuerza de expansión de la gran industria, a
cuyo lado la de los gases es un juego de chicos, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad cualitativa
y cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos obstáculos son los que
le oponen el consumo, la salida, los mercados de que necesitan los productos de la gran industria. Pero la
capacidad extensiva e intensiva de expansión de los mercados, obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que
actúan de un modo mucho menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo
que la de la producción. La colisión se hace inevitable, y como no puede dar ninguna solución mientras no haga
saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace periódica. La producción capitalista
engendra un nuevo «círculo vicioso».
En efecto, desde 1825, año en que estalla la primera crisis general, no pasan diez años seguidos sin que todo el
mundo industrial y comercial, la producción y el intercambio de todos los pueblos civilizados y de su séquito de
países más o menos bárbaros, se salga de quicio. El comercio se paraliza, los mercados están sobresaturados de
mercancías, los productos se estancan en los almacenes abarrotados, sin encontrar salida; el dinero contante se
hace [150] invisible; el crédito desaparece; las fábricas paran; las masas obreras carecen de medios de vida
precisamente por haberlos producido en exceso, las bancarrotas y las liquidaciones se suceden unas a otras. El
estancamiento dura años enteros, las fuerzas productivas y los productos se derrochan y destruyen en masa, hasta
que, por fin, las masas de mercancías acumuladas, más o menos depreciadas, encuentran salida, y la producción
y el cambio van reanimándose poco a poco. Paulatinamente, la marcha se acelera, el paso de andadura se
convierte en trote, el trote industrial, en galope y, por último, en carrera desenfrenada, en un steeple-chase [*] de
la industria, el comercio, el crédito y la especulación, para terminar finalmente, después de los saltos más
arriesgados, en la fosa de un crac. Y así, una vez y otra. Cinco veces se ha venido repitiendo la misma historia
desde el año 1825, y en estos momentos (1877) estamos viviéndola por sexta vez. Y el carácter de estas crisis es
tan nítido y tan acusado, que Fourier las abarcaba todas cuando describía la primera, diciendo que era una crise
pléthorique, una crisis nacida de la superabundancia.
En las crisis estalla en explosiones violentas la contradicción entre la producción social y la apropiación
capitalista. La circulación de mercancías queda, por el momento, paralizada. El medio de circulación, el dinero,
se convierte en un obstáculo para la circulación; todas las leyes de la producción y circulación de mercancías se
vuelven del revés. El conflicto económico alcanza su punto de apogeo: el modo de producción se rebela contra
el modo de cambio.
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El hecho de que la organización social de la producción dentro de las fábricas se haya desarrollado hasta llegar a
un punto en que se ha hecho inconciliable con la anarquía —coexistente con ella y por encima de ella— de la
producción en la sociedad, es un hecho que se les revela tangiblemente a los propios capitalistas, por la
concentración violenta de los capitales, producida durante las crisis a costa de la ruina de muchos grandes y,
sobre todo, pequeños capitalistas. Todo el mecanismo del modo capitalista de producción falla, agobiado por las
fuerzas productivas que él mismo ha engendrado. Ya no acierta a transformar en capital esta masa de medios de
producción, que permanecen inactivos, y por esto precisamente debe permanecer también inactivo el ejército
industrial de reserva. Medios de producción, medios de vida, obreros disponibles: todos los elementos de la
producción y de la riqueza general existen con exceso. Pero «la superabundancia se convierte en fuente de
miseria y de penuria» (Fourier), ya que es ella, [151] precisamente, la que impide la transformación de los
medios de producción y de vida en capital, pues en la sociedad capitalista, los medios de producción no pueden
ponerse en movimiento más que convirtiéndose previamente en capital, en medio de explotación de la fuerza
humana de trabajo. Esta imprescindible calidad de capital de los medios de producción y de vida se alza como un
espectro entre ellos y la clase obrera. Esta calidad es la que impide que se engranen la palanca material y la
palanca personal de la produccion; es la que no permite a los medios de producción funcionar ni a los obreros
trabajar y vivir. De una parte, el modo capitalista de producción revela, pues, su propia incapacidad para seguir
rigiendo sus fuerzas productivas. De otra parte, estas fuerzas productivas acucian con intensidad cada vez mayor
a que se elimine la contradicción, a que se las redima de su condición de capital, a que se reconozca de hecho su
carácter de fuerzas productivas sociales.
Es esta rebelión de las fuerzas de producción cada vez más imponentes, contra su calidad de capital, esta
necesidad cada vez más imperiosa de que se reconozca su carácter social, la que obliga a la propia clase
capitalista a tratarlas cada vez más abiertamente como fuerzas productivas sociales, en el grado en que ello es
posible dentro de las relaciones capitalistas. Lo mismo los períodos de alta presión industrial, con su desmedida
expansión del crédito, que el crac mismo, con el desmoronamiento de grandes empresas capitalistas, impulsan
esa forma de socialización de grandes masas de medios de producción con que nos encontramos en las diversas
categorías de sociedades anónimas. Algunos de estos medios de producción y de comunicación son ya de por sí
tan gigantescos, que excluyen, como ocurre con los ferrocarriles, toda otra forma de explotación capitalista. Al
llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales
de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción;
determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de
venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los
negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en
una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única
sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse
todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un
capital de 120 millones de marcos.
En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio y la producción sin plan de la sociedad capitalista
capitula ante la producción planeada y organizada de la futura sociedad socialista a punto de sobrevenir. Claro
está que, por el momento, en provecho y beneficio de los capitalistas. Pero aquí la explotación se hace tan
patente, que tiene forzosamente que derrumbarse. Ningún pueblo toleraría una producción dirigida por los trusts,
una explotación tan descarada de la colectividad por una pequeña cuadrilla de cortadores de cupones.
De un modo o de otro, con o sin trusts, el representante oficial de la sociedad capitalista, el Estado, tiene que
acabar haciéndose cargo del mando de la producción [*] [43]. La necesidad a que responde esta transformación
de ciertas empresas en propiedad del Estado empieza manifestándose en las grandes empresas de transportes y
comunicaciones, tales como el correo, el telégrafo y los ferrocarriles.
A la par que las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir rigiendo las fuerzas productivas
modernas, la transformación de las grandes empresas de producción y transporte en sociedades anónimas, trusts
y en propiedad del Estado demuestra que la burguesía no es ya indispensable para el desempeño de estas
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funciones. Hoy, las funciones sociales del capitalista [153] corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la
actividad social de aquél se reduce a cobrar sus rentas, cortar sus cupones y jugar en la Bolsa, donde los
capitalistas de toda clase se arrebatan unos a otros sus capitales. Y si antes el modo capitalista de producción
desplazaba a los obreros, ahora desplaza también a los capitalistas, arrinconándolos, igual que a los obreros, entre
la población sobrante; aunque por ahora todavía no en el ejército industrial de reserva.
Pero las fuerzas productivas no pierden su condición de capital al convertirse en propiedad de las sociedades
anónimas y de los trusts o en propiedad del Estado. Por lo que a las sociedades anónimas y a los trusts se refiere,
es palpablemente claro. Por su parte, el Estado moderno no es tampoco más que una organización creada por la
sociedad burguesa para defender las condiciones exteriores generales del modo capitalista de producción contra
los atentados, tanto de los obreros como de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea
su forma, es una máquina esencialmente capitalista, es el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal.
Y cuantas más fuerzas productivas asuma en propiedad, tanto más se convertirá en capitalista colectivo y tanta
mayor cantidad de ciudadanos explotará. Los obreros siguen siendo obreros asalariados, proletarios. La relación
capitalista, lejos de abolirse con estas medidas, se agudiza, llega al extremo, a la cúspide. Mas, al llegar a la
cúspide, se derrumba. La propiedad del Estado sobre las fuerzas productivas no es solución del conflicto, pero
alberga ya en su seno el medio formal, el resorte para llegar a la solución.
Esta solución sólo puede estar en reconocer de un modo efectivo el carácter social de las fuerzas productivas
modernas y por lo tanto en armonizar el modo de producción, de apropiación y de cambio con el carácter social
de los medios de producción. Para esto, no hay más que un camino: que la sociedad, abiertamente y sin rodeos,
tome posesión de esas fuerzas productivas, que ya no admite otra dirección que la suya. Haciéndolo así, el
carácter social de los medios de producción y de los productos, que hoy se vuelve contra los mismos productores,
rompiendo periódicamente los cauces del modo de producción y de cambio, y que sólo puede imponerse con una
fuerza y eficacia tan destructoras como el impulso ciego de las leyes naturales, será puesto en vigor con plena
conciencia por los productores y se convertirá, de causa constante de perturbaciones y de cataclismos periódicos,
en la palanca más poderosa de la producción misma.
Las fuerzas activas de la sociedad obran, mientras no las conocemos y contamos con ellas, exactamente lo
mismo que las fuerzas [154] de la naturaleza: de un modo ciego, violento, destructor. Pero, una vez conocidas,
tan pronto como se ha sabido comprender su acción, su tendencia y sus efectos, en nuestras manos está el
supeditarlas cada vez más de lleno a nuestra voluntad y alcanzar por medio de ellas los fines propuestos. Tal es
lo que ocurre, muy señaladamente, con las gigantescas fuerzas modernas de producción. Mientras nos resistamos
obstinadamente a comprender su naturaleza y su carácter —y a esta comprensión se oponen el modo capitalista
de producción y sus defensores—, estas fuerzas actuarán a pesar de nosotros, contra nosotros, y nos dominarán,
como hemos puesto bien de relieve. En cambio, tan pronto como penetremos en su naturaleza, esas fuerzas,
puestas en manos de los productores asociados, se convertirán, de tiranos demoníacos, en sumisas servidoras. Es
la misma diferencia que hay entre el poder destructor de la electricidad en los rayos de la tormenta y la
electricidad sujeta en el telégrafo y en el arco voltaico; la diferencia que hay entre el incendio y el fuego puesto al
servicio del hombre. El día en que las fuerzas productivas de la sociedad moderna se sometan al régimen
congruente con su naturaleza, por fin conocida, la anarquía social de la producción dejará el puesto a una
reglamentación colectiva y organizada de la producción acorde con las necesidades de la sociedad y de cada
individuo. Y el régimen capitalista de apropiación, en que el producto esclaviza primero a quien lo crea y luego a
quien se lo apropia, será sustituido por el régimen de apropiación del producto que el carácter de los modernos
medios de producción está reclamando: de una parte, apropiación directamente social, como medio para
mantener y ampliar la producción; de otra parte, apropiación directamente individual, como medio de vida y de
disfrute.
El modo capitalista de producción, al convertir más y más en proletarios a la inmensa mayoría de los individuos
de cada país, crea la fuerza que, si no quiere perecer, está obligada a hacer esa revolución. Y, al forzar cada vez
más la conversión en propiedad del Estado de los grandes medios socializados de producción, señala ya por sí
mismo el camino por el que esa revolución ha de producirse. El proletariado toma en sus manos el poder del
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Estado y comienza por convertir los medios de producción en propiedad del Estado. Pero con este mismo acto se
destruye a sí mismo como proletariado, y destruye toda diferencia y todo antagonismo de clases, y con ello
mismo, el Estado como tal. La sociedad, que se había movido hasta el presente entre antagonismos de clase, ha
necesitado del Estado, o sea, de una organización de la correspondiente clase explotadora para mantener las
condiciones exteriores de producción, y, por tanto, particularmente, para mantener por la fuerza a la clase
explotada en las condiciones de opresión (la [155] esclavitud, la servidumbre o el vasallaje y el trabajo
asalariado), determinadas por el modo de producción existente. El Estado era el representante oficial de toda la
sociedad, su síntesis en un cuerpo social visible; pero lo era sólo como Estado de la clase que en su época
representaba a toda la sociedad: en la antigüedad era el Estado de los ciudadanos esclavistas; en la Edad Media el
de la nobleza feudal; en nuestros tiempos es el de la burguesía. Cuando el Estado se convierta finalmente en
representante efectivo de toda la sociedad será por sí mismo superfluo. Cuando ya no exista ninguna clase social
a la que haya que mantener sometida; cuando desaparezcan, junto con la dominación de clase, junto con la lucha
por la existencia individual, engendrada por la actual anarquía de la producción, los choques y los excesos
resultantes de esto, no habrá ya nada que reprimir ni hará falta, por tanto, esa fuerza especial de represión que es
el Estado. El primer acto en que el Estado se manifiesta efectivamente como representante de toda la sociedad: la
toma de posesión de los medios de producción en nombre de la sociedad, es a la par su último acto independiente
como Estado. La intervención de la autoridad del Estado en las relaciones sociales se hará superflua en un campo
tras otro de la vida social y cesará por sí misma. El gobierno sobre las personas es sustituido por la
administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no es «abolido»; se
extingue. Partiendo de esto es como hay que juzgar el valor de esa frase del «Estado popular libre» [*] en lo que
toca a su justificación provisional como consigua de agitación y en lo que se refiere a su falta de fundamento
científico. Partiendo de esto es también como debe ser considerada la reivindicación de los llamados anarquistas
de que el Estado sea abolido de la noche a la mañana.
Desde que ha aparecido en la palestra de la historia el modo de producción capitalista ha habido individuos y
sectas enteras ante quienes se ha proyectado más o menos vagamente, como ideal futuro, la apropiación de todos
los medios de producción por la sociedad. Mas, para que esto fuese realizable, para que se convirtiese en una
necesidad histórica, era menester que antes se diesen las condiciones efectivas para su realización. Para que este
progreso, como todos los progresos sociales, sea viable, no basta con que la razón comprenda que la existencia
de las clases es incompatible con los dictados de la justicia, de la igualdad, etc.; no basta con la mera voluntad de
abolir estas clases, sino que son necesarias determinadas condiciones económicas nuevas. La división de la
sociedad en una clase explotadora y otra explotada, [156] una clase dominante y otra oprimida, era una
consecuencia necesaria del anterior desarrollo incipiente de la producción. Mientras el trabajo global de la
sociedad sólo rinde lo estrictamente indispensable para cubrir las necesidades más elementales de todos;
mientras, por lo tanto, el trabajo absorbe todo el tiempo o casi todo el tiempo de la inmensa mayoría de los
miembros dc la sociedad, ésta se divide, necesariamente, en clases. Junto a la gran mayoría constreñida a no
hacer más que llevar la carga del trabajo, se forma una clase eximida del trabajo directamente productivo y a
cuyo cargo corren los asuntos generales de la sociedad: la dirección de los trabajos, los negocios públicos, la
justicia, las ciencias, las artes, etc. Es, pues, la ley de la división del trabajo la que sirve de base a la división de la
sociedad en clases. Lo cual no impide que esta división de la sociedad en clases se lleve a cabo por la violencia y
el despojo, la astucia y el engaño; ni quiere decir que la clase dominante, una vez entronizada, se abstenga de
consolidar su poderío a costa de la clase trabajadora, convirtiendo su papel social de dirección en una mayor
explotación de las masas.
Vemos, pues, que la división de la sociedad en clases tiene su razón histórica de ser, pero sólo dentro de
determinados límites de tiempo bajo determinadas condiciones sociales. Era condicionada por la insuficiencia de
la producción, y será barrida cuando se desarrollen plenamente las modernas fuerzas productivas. En efecto, la
abolición de las clases sociales presupone un grado histórico de desarrollo tal, que la existencia, no ya de esta o
de aquella clase dominante concreta, sino de una clase dominante cualquiera que ella sea y, por tanto, de las
mismas diferencias de clase, representa un anacronismo. Presupone, por consiguiente, un grado culminante en el
desarrollo de la producción, en el que la apropiación de los medios de producción y de los productos y, por tanto,
del poder político, del monopolio de la cultura y de la dirección espiritual por una determinada clase de la
100
sociedad, no sólo se hayan hecho superfluos, sino que además constituyan económica, política e intelectualmente
una barrera levantada ante el progreso. Pues bien; a este punto ya se ha llegado. Hoy, la bancarrota política e
intelectual de la burguesía ya apenas es un secreto ni para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno
que se repite periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se asfixia, ahogada por
la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos, a los que no puede aprovechar, y se enfrenta,
impotente, con la absurda contradicción de que sus productores no tengan qué consumir, por falta precisamente
de consumidores. La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el
modo capitalista [157] de producción. Esta liberación de los medios de producción es lo único que puede
permitir el desarrollo ininterrumpido y cada vez más rápido de las fuerzas productivas, y con ello, el crecimiento
prácticamente ilimitado de la producción. Mas no es esto solo. La apropiación social de los medios de
producción no sólo arrolla los obstáculos artificiales que hoy se le oponen a la producción, sino que acaba
también con el derroche y la asolación de fuerzas productivas y de productos, que es una de las consecuencias
inevitables de la producción actual y que alcanza su punto de apogeo en las crisis. Además, al acabar con el necio
derroche de lujo de las clases dominantes y de sus representantes políticos, pone en circulación para la
colectividad toda una masa de medios de producción y de productos. Por vez primera, se da ahora, y se da de un
modo efectivo, la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, por medio de un sistema de
producción social, una existencia que, además de satisfacer plenamente y cada día con mayor holgura sus
necesidades materiales, les garantiza el libre y completo desarrollo y ejercicio de sus capacidades físicas y
espirituales [*]
1814... 2.200 mill. de lib. est. = 44.000 mill. de marcos
1865... 6.100 » » » » = 122.000
1875... 8.500 » » » » = 170.000
Para dar una idea de lo que representa el despilfarro de medios de producción y de productos malogrados durante
las crisis, diré que en el segundo Congreso de los industriales alemanes, celebrado en Berlín el 21 de febrero de
1878, se calculó en 455 millones de marcos las pérdidas globales que supuso el último crac, solamente para la
industria siderúrgica alemana..
Al posesionarse la sociedad de los medios de producción, cesa la producción de mercancías, y con ella el imperio
del producto sobre los productores. La anarquía reinante en el seno de la producción social deja el puesto a una
organización armónica, proporcional y consciente. Cesa la lucha por la existencia individual y con ello, en cierto
sentido, el hombre sale definitivamente del reino animal y se sobrepone a las condiciones animales de existencia,
para someterse a condiciones de vida verdaderamente humanas. Las condiciones de vida que rodean al hombre y
que hasta ahora le dominaban, se colocan, a partir de este instante, bajo su dominio y su control, y el hombre, al
convertirse en dueño y señor de sus propias relaciones sociales, se convierte por primera vez en señor consciente
y efectivo de la naturaleza. Las leyes de su propia [158] actividad social, que hasta ahora se alzaban frente al
hombre como leyes naturales, como poderes extraños que lo sometían a su imperio, son aplicadas ahora por él
con pleno conocimiento de causa y, por tanto, sometidas a su poderío. La propia existencia social del hombre,
que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre
suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control
del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que
hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir
predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de
la necesidad al reino de la libertad.
Resumamos brevemente, para terminar, nuestra trayectoria de desarrollo:
I.- Sociedad medieval: Pequeña producción individual. Medios de producción adaptados al uso individual, y, por
tanto, primitivos, torpes, mezquinos, de eficacia mínima. Producción para el consumo inmediato, ya del propio
101
productor, ya de su señor feudal. Sólo en los casos en que queda un remanente de productos, después de cubrir
ese consumo, se ofrece en venta y se lanza al intercambio. Por tanto, la producción de mercancías está aún en sus
albores, pero encierra ya, en germen, la anarquía de la producción social.
II.- Revolución capitalista: Transformación de la industria, iniciada por medio de la cooperación simple y de la
manufactura. Concentración de los medios de producción, hasta entonces dispersos, en grandes talleres, con lo
que se convierten de medios de producción del individuo en medios de producción sociales, metamorfosis que no
afecta, en general, a la forma del cambio. Quedan en pie las viejas formas de apropiación. Aparece el capitalista:
en su calidad de propietario de los medios de producción, se apropia también de los productos y los convierte en
mercancías. La producción se transforma en un acto social; el cambio y, con él, la apropiación siguen siendo
actos individuales: el producto social es apropiado por el capitalista individual. Contradicción fundamental, de
la que se derivan todas las contradicciones en que se mueve la sociedad actual y que pone de manifiesto
claramente la gran industria.
A. El productor se separa de los medios de producción. El obrero se ve condenado a ser asalariado de por vida.
Antítesis de burguesía y proletariado.
B. Relieve creciente y eficacia acentuada de las leyes que presiden la producción de mercancías. Competencia
desenfrenada. Contradicción entre la organización social dentro de cada fábrica y la anarquía social en la
producción total.
C. De una parte, perfeccionamiento de la maquinaria, que la competencia convierte en imperativo para cada
fabricante y que equivale a un desplazamiento cada vez mayor de obreros: ejército industrial de reserva. De otra
parte, extensión ilimitada de la producción, que la competencia impone también como norma coactiva a todos los
fabricantes. Por ambos lados, un desarrollo inaudito de las fuerzas productivas, exceso de la oferta sobre la
demanda, superproducción, abarrotamiento de los mercados, crisis cada diez años, círculo vicioso:
superabandancia, aquí de medios de producción y de productos, y allá de obreros sin trabajo y sin medios de
vida. Pero estas dos palancas de la producción y del bienestar social no pueden combinarse porque la forma
capitalista de la producción impide a las fuerzas productivas actuar y a los productos circular, a no ser que se
conviertan previamente en capital, que es lo que precisamente les veda su propia superabundancia. La
contradicción se exalta hasta convertirse en contrasentido: el modo de producción se rebela contra la forma de
cambio. La burguesía se muestra incapaz para seguir rigiendo sus propias fuerzas sociales productivas.
D. Reconocimiento parcial del carácter social de las fuerzas productivas, arrancado a los propios capitalistas.
Apropiación de los grandes organismos de producción y de transporte, primero por sociedades anónimas, luego
por trusts, y más tarde por el Estado. La burguesía se revela como una clase superflua; todas sus funciones
sociales son ejecutadas ahora por empleados a sueldo.
III.- Revolución proletaria, solución de las contradicciones: el proletariado toma el poder político, y, por medio
de él, convierte en propiedad pública los medios sociales de producción, que se le escapan de las manos a la
burguesía. Con este acto, redime los medios de producción de la condición de capital que hasta allí tenían y da a
su carácter social plena libertad para imponerse. A partir de ahora es ya posible una producción social con
arreglo a un plan trazado de antemano. El desarrollo de la producción convierte en un anacronismo la
subsistencia de diversas clases sociales. A medida que desaparece la anarquía de la producción social languidece
también la autoridad política del Estado. Los hombres, dueños por fin de su propia existencia social, se
convierten en dueños de la naturaleza, en dueños de sí mismos, en hombres libres.
La realización de este acto que redimirá al mundo es la misión histórica del proletariado moderno. Y el
socialismo científico, [160] expresión teórica del movimiento proletario, es el llamado a investigar las
condiciones históricas y, con ello, la naturaleza misma de este acto, infundiendo de este modo a la clase llamada
a hacer esta revolución, a la clase hoy oprimida, la conciencia de las condiciones y de la naturaleza de su propia
acción.
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Escrito por F. Engels de enero de 1880
Publicado en la revista "La Revue socialiste"
NOTAS
[*] Goethe, "Fausto", parte I, escena IV ("Despacho de Fausto"). (N. de la Edit.)
[*] No necesitamos explicar que, aun cuando la forma de apropiación permanezca invariable, el carácter de la apropiación sufre una
revolución por el proceso que describimos, en no menor grado que la producción misma. La apropiación de un producto propio y la
apropiación de un producto ajeno son, evidentemente, dos formas muy distintas de apropiación. Y advertimos de pasada, que el trabajo
asalariado, que contiene ya el germen de todo el modo capitalista de producción, es muy antiguo; coexistió durante siglos enteros, en
casos aislados y dispersos, con la esclavitud. Sin embargo, este germen sólo pudo desarrollarse hasta formar el modo capitalista de
producción cuando se dieron las premisas históricas adecuadas.
[*] Véase el apéndice al final. [Engels se refiere aquí a su trabajo "La Marca" que no figura en la presente edición. (N. de la Edit.)]
[*] "La situación de la clase obrera en Inglaterra", pág. 109. (N. de la Edit.)
[**] Véase C. Marx, "El Capital", tomo I. (N. de la Edit.)
[***] Ibídem.
[*] Carrera de obstáculos. (N. de la Edit.)
[*] Y digo que tiene que hacerse cargo, pues, la nacionalización sólo representará un progreso económico, un paso de avance hacia la
conquista por la sociedad de todas las fuerzas productivas, aunque esta medida sea llevada a cabo por el Estado actual, cuando los
medios de producción o de transporte se desborden ya realmente de los cauces directivos de una sociedad anónima, cuando, por tanto,
la medida de la nacionalización sea ya económicamente inevitable. Pero recientemente, desde que Bismarck emprendió el camino de la
nacionalización, ha surgido una especie de falso socialismo, que degenera alguna que otra vez en un tipo especial de socialismo, sumiso
y servil, que en todo acto de nacionalización, hasta en los dictados por Bismarck, ve una medida socialista. Si la nacionalización de la
industria del tabaco fuese socialismo, habría que incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a Metternich. Cuando el
Estado belga, por razones políticas y financieras perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las principales líneas férreas
del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes de la red
ferroviaria de Prusia, pura y simplemente para así poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir al personal
de ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la
fiscalización del Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada de
socialistas. De otro modo, habría que clasificar también entre las instituciones socialistas a la Real Compañía de Comercio Marítimo
(109), la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de compañía del ejército, sin olvidar la nacionalización de los prostíbulos
propuesta muy en serio, allá por el año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo III, por un hombre muy listo.
[43] 109 "Seehandlung" («Comercio Marítimo»): sociedad de crédito comercial fundada en 1772 en Prusia. Gozaba de importantes
privilegios estatales y concedía grandes créditos al gobierno.- 152
[*] Véase el presente tomo, págs. 22-25 y 31-32 (N. de la Edit.)
[*] Unas cuantas cifras darán al lector una noción aproximada de la enorme fuerza expansiva que, aun bajo la opresión capitalista,
desarrollan los modernos medios de producción. Según los cálculos de Giffen, la riqueza global de la Gran Bretaña e Irlanda ascendía,
en números redondos, a
103
C. MARX
PROYECTO DE RESPUESTA A LA CARTA DE V.
I. ZASULICH [1]
1) Al tratar de la génesis de la producción capitalista, yo he dicho que su secreto consiste en que tiene por base
«la separación radical entre el productor y los medios de producción» (pág. 315, columna 1 de la edición
francesa de "El Capital") y que «la base de toda esta evolución es la expropiación de los agricultores. Esta no se
ha efectuado radicalmente por el momento más que en Inglaterra... Pero todos los demás países de Europa
Occidental siguen el mismo camino» (lugar citado, col. 2) **************[*].
Por tanto, he restringido expresamente la «fatalidad histórica» de este movimiento a los países de Europa
Occidental. Y ¿por qué? Tenga la bondad de comparar el capítulo XXXII, en el que se dice:
«El movimiento de eliminación, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos en
medios de producción concentrados socialmente, la conversión de la propiedad enana de muchos en propiedad
colosal de unos cuantos, esta dolorosa y torturante expropiación del pueblo trabajador es el origen, es la génesis
del capital... La propiedad privada, basada en el trabajo personal..., está siendo suplantada por la propiedad
privada capitalista, basada en la explotación del trabajo ajeno, en el trabajo asalariado» (pág. 341, col. 2)
**************
[*].
Por tanto, en resumidas cuentas, tenemos el cambio de una forma de la propiedad privada en otra forma de
propiedad privada. Habiendo sido jamás la tierra propiedad privada de los campesinos rusos, ¿cómo puede
aplicárseles este planteamiento?
2) Desde el punto de vista histórico, el único argumento serio que se expone en favor de la disolución fatal de la
comunidad de los campesinos rusos es el siguiente:
Remontando el pasado remoto, hallamos en todas partes de Europa Occidental la propiedad comunal de tipo más
o menos arcaico; ha desaparecido por doquier con el progreso social. ¿Por qué ha de escapar a la misma suerte
tan sólo en Rusia?
Contesto: Porque en Rusia, gracias a una combinación única de las circunstancias, la comunidad rural, que existe
aún a escala nacional, puede deshacerse gradualmente de sus caracteres primitivos y desarrollarse directamente
como elemento de la producción colectiva a escala nacional. Precisamente merced a que es contemporánea de la
producción capitalista, puede apropiarse todas las realizaciones positivas de ésta, sin pasar por todas sus terribles
peripecias. Rusia no vive aislada del mundo moderno; tampoco es presa de ningún conquistador extranjero,
como ocurre con las Indias Orientales.
Si los aficionados rusos al sistema capitalista negasen la posibilidad teórica de tal evolución, yo les preguntaría:
¿acaso ha tenido Rusia que pasar, lo mismo que el Occidente, por un largo período de incubación de la industria
mecánica, para emplear las máquinas, los buques de vapor, los ferrocarriles, etc.? Que me expliquen, a la vez,
¿cómo se las han arreglado para introducir, en un abrir y cerrar de ojos, todo el mecanismo de cambio (bancos,
sociedades de crédito, etc.), cuya elaboración ha costado siglos al Occidente?
Si en el momento de la emancipación las comunidades rurales se viesen en unas condiciones de prosperidad
normal, si, luego, la inmensa deuda pública, pagada en su mayor parte a cuenta de los campesinos, al par que
otras sumas enormes, concedidas por mediación del Estado (siempre a costa de los campesinos) a los «nuevos
pilares de la sociedad» convertidos en capitalistas, si todos estos gastos se empleasen en el fomento ulterior de la
comunidad rural, a nadie le ocurriría ahora la idea de la «fatalidad histórica» de la aniquilación de la comunidad:
104
todos reconocerían en ella el elemento de la regeneración de la sociedad rusa y un elemento de superioridad
sobre los países que se hallan aún sojuzgados por el régimen capitalista.
Otra circunstancia favorable a la conservación de la comunidad rusa (por vía del desarrollo) consiste en que no es
solamente contemporánea de la producción capitalista, sino que ha sobrevivido [163] a la época en que este
sistema social se hallaba aún intacto; ahora, al contrario, tanto en Europa Occidental, como en los Estados
Unidos, lo encuentra en lucha contra la ciencia, contra las masas populares y contra las mismas fuerzas
productivas que engendra. En una palabra, frente a ella se encuentra el capitalismo en crisis que sólo se acabará
con la eliminación del mismo, con el retorno de las sociedades modernas al tipo «arcaico» de la propiedad
común o, como dice un autor americano [*], libre de toda sospecha de tendencias revolucionarias, que goza en
sus investigaciones del apoyo del Gobierno de Washington, «el nuevo sistema» al que tiende la sociedad
moderna, «será un renacimiento (a revival), en una forma superior (in a superior form), de un tipo social
arcaico» [2]. Así que no se debe temer mucho la palabra «arcaico».
Pero, entonces, habría que conocer, al menos, esas vicisitudes. Y nosotros no sabemos nada.
La historia de la decadencia de las comunidades primitivas (sería erróneo colocarlas todas en un mismo plano; al
igual que en las formaciones geológicas, en las históricas existe toda una serie de tipos primarios, secundarios,
terciarios, etc.) está todavía por escribirse. Hasta ahora no hemos tenido más que unos pobres esbozos. En todo
caso, la exploración ha avanzado bastante para que podamos afirmar:
1) la vitalidad de las comunidades primitivas era incomparablemente superior a la de las sociedades semitas,
griegas, romanas, etc. y tanto más a la de las sociedades capitalistas modernas;
2) las causas de su decadencia se desprenden de datos económicos que les impedían pasar por un cierto grado de
desarrollo, del ambiente histórico, lejos de ser análogo al de la comunidad rusa de nuestros días.
Al leer la historia de las comunidades primitivas, escritas por burgueses, hay que andar sobre aviso. Esos autores
no se paran siquiera ante la falsedad. Por ejemplo, sir Henry Maine, que fue colaborador celoso del Gobierno
inglés en la destrucción violenta de las comunidades indias, nos asegura hipócritamente que todos los nobles
esfuerzos del gobierno hechos con vistas a sostener esas comunidades se estrellaron contra la fuerza espontánea
de las leyes económicas [3].
Sea como fuere, esa comunidad sucumbió en medio de guerras incesantes, exteriores e intestinas; es probable
que haya perecido de muerte violenta. Cuando las tribus germanas se apoderaron de Italia, España, Galia, etc., la
comunidad de tipo arcaico ya no existía. No obstante, su vitalidad natural viene probada por dos hechos. Existen
ejemplares sueltos que han sobrevivido a todas las peripecias de la Edad Media y se han conservado hasta [164]
nuestros días, por ejemplo, en mi tierra natal, en el distrito de Tréveris. Pero, y eso es lo más importante, ha
imprimido tan claramente sus propias características a la comunidad que la ha venido a suplantar --comunidad en
la que la tierra de labor se ha convertido en propiedad privada, mientras que los bosques, los pastizales, los
eriales, etc. siguen aún siendo propiedad comunal--, que Maurer, al investigar esta comunidad de formación
secundaria, pudo reconstituir el prototipo arcaico. Gracias a los rasgos característicos tomados de este último, la
comunidad nueva instaurada por los germanos en todos los países conquistados devino a lo largo de toda la Edad
Media el único foco de libertad y de vida popular.
Si después de la época de Tácito no sabemos nada de la vida de la comunidad, ni del modo y tiempo de su
desaparición, conocemos, al menos, el punto de partida, merced al relato de Julio César. En su tiempo, la tierra
ya se redistribuía anualmente entre las gens y las tribus de confederaciones germanas, pero aún no entre los
miembros individuales de una comunidad. Por tanto, la comunidad rural nació en Germania de las entrañas de
un tipo más arcaico, fue producto de un desarrollo espontáneo en lugar de ser importada ya hecha de Asia. Allí,
en las Indias Orientales, la encontramos también, y siempre como último término o último período de la
formación arcaica.
105
Para juzgar de los posibles destinos de la «comunidad rural» desde un punto de vista puramente teórico, es decir,
presuponiendo siempre condiciones de vida normales, tengo que señalar ahora ciertos rasgos característicos que
distinguen la «comunidad agrícola» de los tipos más arcaicos.
En primer término, todas las comunidades primitivas anteriores se asientan en el parentesco natural de sus
miembros; al romper este vínculo fuerte, pero estrecho, la comunidad agrícola resulta más capaz de extenderse y
de mantener el contacto con los extranjeros.
Luego, dentro de ella, la casa y su complemento --el patio-- son ya propiedad privada del agricultor, mientras
que, mucho tiempo antes de la aparición misma de la agricultura, la casa común era una de las bases materiales
de las comunidades precedentes.
Finalmente, aunque la tierra de labor siga siendo propiedad comunal, se redistribuye periódicamente entre los
miembros de la comunidad agrícola, de modo que cada agricultor cultiva por su cuenta los campos que se le
asignan y se apropia individualmente los frutos de ese cultivo, mientras que en las comunidades más arcaicas la
producción se practica en común y se reparte sólo el producto. Este tipo primitivo de la producción cooperativa
[165] o colectiva fue, como es lógico, el resultado de la debilidad del individuo aislado, y no de la socialización
de los medios de producción.
Se comprende con facilidad que el dualismo inherente a la «comunidad agrícola» puede servirle de fuente de una
vida vigorosa, puesto que, de una parte, la propiedad común y todas las relaciones sociales que se desprenden de
ella le dan mayor firmeza, mientras que la casa privada, el cultivo parcelario de la tierra de labor y la apropiación
privada de los frutos admiten un desarrollo de la individualidad incompatible con las condiciones de las
comunidades más primitivas.
Pero no es menos evidente que este mismo dualismo puede, con el tiempo, convertirse en fuente de
descomposición. Dejando de lado todas las influencias del ambiente hostil, la sola acumulación gradual de la
riqueza mobiliaria, que comienza por la acumulación de ganado (admitiendo incluso la riqueza en forma de
siervos), el papel cada vez mayor que el elemento mobiliario desempeña en la agricultura misma y una multitud
de otras circunstancias inseparables de esa acumulación, pero cuya exposición me llevaría muy lejos, actuarán
como un disolvente de la igualdad económica y social y harán nacer en la comunidad misma un conflicto de
intereses que trae aparejada la conversión de la tierra de labor en propiedad privada y que termina con la
apropiación privada de los bosques, los pastizales, los eriales, etc., convertidos ya en anexos comunales de la
propiedad privada. Por esta razón, la «comunidad agrícola» representa por doquier el tipo más reciente de la
formación arcaica de las sociedades, y en el movimiento histórico de Europa Occidental, antigua y moderna, el
período de la comunidad agrícola aparece como período de transición de la formación primaria a la secundaria.
Ahora bien, ¿quiere eso decir que, en cualesquiera circunstancias, el desarrollo de la «comunidad agrícola» deba
seguir este camino? En absoluto. Su forma constitutiva admite la siguiente alternativa: el elemento de propiedad
privada que implica se impondrá al elemento colectivo o éste se impondrá a aquél. Todo depende del ambiente
histórico en que se halla... Estas dos soluciones son posibles a priori, pero, tanto la una como la otra requieren
sin duda ambientes históricos muy distintos.
3) Rusia es el único país europeo en el que la «comunidad agrícola» se mantiene a escala nacional hasta hoy día.
No es una presa de un conquistador extranjero, como ocurre con las Indias Orientales. No vive aislada del mundo
moderno. Por una parte, la propiedad común sobre la tierra le permite transformar directa y gradualmente la
agricultura parcelaria e individualista en agricultura colectiva, y los campesinos rusos la practican ya [166] en los
prados indivisos; la configuración física del suelo ruso propicia el empleo de máquinas en vasta escala; la
familiaridad del campesino con las relaciones de artel le facilita el tránsito del trabajo parcelario al cooperativo
y, finalmente, la sociedad rusa, que ha vivido tanto tiempo a su cuenta, le debe presentar los avances necesarios
para ese tránsito. Por otra parte, la existencia simultánea de la producción occidental, dominante en el mercado
mundial, le permite a Rusia incorporar a la comunidad todos los adelantos positivos logrados por el sistema
capitalista sin pasar por sus Horcas Caudinas [4].
106
Si los representantes de los «nuevos pilares sociales» negasen la posibilidad teórica de la evolución de la
comunidad rural moderna, se podría preguntarles: ¿debía Rusia, lo mismo que el Occidente, pasar por un largo
período de incubación de la industria mecánica para llegar a las máquinas, a los buques de vapor, a los
ferrocarriles, etc.? Se podría preguntarles, además, ¿cómo se las han arreglado para introducir en un abrir y cerrar
de ojos todo el mecanismo de cambio (bancos, sociedades por acciones, etc.), cuya elaboración le ha costado
siglos al Occidente?
Existe una característica de la «comunidad agrícola» rusa que sirve de fuente de su debilidad y le es hostil en
todos los sentidos. Es su aislamiento, la ausencia de ligazón entre la vida de una comunidad y la de otras, ese
microcosmos localizado que no se encuentra por doquier como carácter inmanente de ese tipo, pero que donde se
encuentre ha hecho que sobre las comunidades surja un despotismo más o menos central. La federación de las
repúblicas rusas del Norte prueba que este aislamiento, que parece haber sido impuesto primitivamente por la
vasta extensión del territorio, fue consolidado en gran parte por los destinos políticos de Rusia desde la invasión
mongola. Hoy es un obstáculo muy fácil de eliminar. Habría simplemente que sustituir la vólost [5], institución
gubernamental, con una asamblea de campesinos apoderados elegidos por las comunidades, que servirían de
órgano económico y administrativo defensor de sus intereses.
Una circunstancia muy favorable, desde el punto de vista histórico, para la conservación de la «comunidad
agrícola» por vía de su ulterior desarrollo, consiste en que no sólo es contemporánea de la producción capitalista
occidental y puede, por tanto, apropiarse los frutos sin sujetarse a su modus operandi [*], sino que ha sobrevivido
a la época en que el sistema capitalista se hallaba aún intacto, que lo encuentra, al contrario, en Europa
Occidental, lo mismo que en los Estados Unidos, en lucha tanto contra las [167] masas trabajadoras como contra
la ciencia y contra las mismas fuerzas productivas que engendra, en una palabra, lo encuentra en una crisis que
terminará con la eliminación del mismo, con un retorno de las sociedades modernas a una forma superior de un
tipo «arcaico» de la propiedad y de la producción colectivas.
Por supuesto, la evolución de la comunidad sería gradual y el primer paso sería el de colocarla en unas
condiciones normales sobre su base actual.
Pero le hace frente la propiedad sobre la tierra, que tiene en sus manos casi la mitad, y, además, la mejor parte
del suelo, sin hablar ya de los dominios del Estado. Precisamente por eso, la conservación de la «comunidad
rural» por vía de su evolución ulterior coincide con el movimiento general de la sociedad rusa, cuya regeneración
sólo es posible a ese precio.
Incluso desde el punto de vista puramente económico, Rusia puede salir de su atolladero agrícola mediante la
evolución de su comunidad rural; serían vanos los intentos de salir de esa situación con ayuda del arrendamiento
capitalizado al estilo inglés, sistema contrario a todas las condiciones rurales del país.
De hacer abstracción de todas las calamidades que deprimen en el presente la «comunidad rural» rusa y de tomar
en consideración nada más que su forma constitutiva y su ambiente histórico, se verá con toda evidencia, desde
la primera mirada, que uno de sus caracteres fundamentales --la propiedad comunal sobre la tierra-- forma la
base natural de la producción y la apropiación colectivas. Además la familiaridad del campesino ruso con las
relaciones de artel le facilitaría el tránsito del trabajo parcelario al colectivo, que practica ya en cierto grado en
los prados indivisos, en los trabajos de avenamiento y otras empresas de interés general. Pero, para que el trabajo
colectivo pueda sustituir en la agricultura propiamente dicha el trabajo parcelario, fuente de apropiación privada,
hacen falta dos cosas: la necesidad económica de tal transformación y las condiciones materiales para llevarla a
cabo.
Cuanto a la necesidad económica, la «comunidad rural» la sentirá tan pronto como se vea colocada en
condiciones normales, es decir, tan pronto como se le quite el peso que gravita sobre ella y tan pronto como
reciba una extensión normal de tierra para el cultivo. Han pasado ya los tiempos en que la agricultura rusa no
necesitaba más que tierra y agricultor parcelario pertrechado con aperos más o menos primitivos. Estos tiempos
107
han pasado con tanta más rapidez porque la opresión del agricultor contagia y esteriliza su campo. Le hace falta
ahora el trabajo colectivo organizado en gran escala. Además, ¿acaso el campesino, que carece de las cosas
indispensables para el cultivo de 2 ó 3 desiatinas [168] de tierra, se verá en una situación mejor cuando el
número de sus desiatinas se decuplique?
Pero, ¿cómo conseguir los equipos, los fertilizantes, los métodos agronómicos, etc., todos los medios
imprescindibles para el trabajo colectivo? Precisamente aquí resalta la gran superioridad de la «comunidad rural»
rusa en comparación con las comunidades arcaicas del mismo tipo. Es la única que se ha conservado en Europa
en gran escala, a escala nacional. Así se halla en un ambiente histórico en el que la producción capitalista
contemporánea le ofrece todas las condiciones de trabajo colectivo. Tiene la posibilidad de incorporarse a los
adelantos positivos logrados por el sistema capitalista sin pasar por sus Horcas Caudinas. La configuración física
de la tierra rusa favorece el empleo de las máquinas en la agricultura organizada en vasta escala y practicada por
medio del trabajo cooperativo. Cuanto a los primeros gastos de establecimiento --intelectuales y materiales--, la
sociedad rusa debe facilitarlos a la «comunidad rural», a cuenta de la cual ha vivido tanto tiempo y en la que
debe buscar su «elemento regenerador».
La mejor prueba de que este desarrollo de la «comunidad rural» responde al rumbo histórico de nuestra época es
la crisis fatal que experimenta la producción capitalista en los países europeos y americanos, en las que se ha
desarrollado más, crisis que terminará con la eliminación del mismo, con el retorno de la sociedad moderna a una
forma superior del tipo más arcaico: la producción y la apropiación colectivas.
4) Para poder desarrollarse, es preciso, ante todo, vivir, y nadie ignorará que, en el momento presente, la vida de
la «comunidad rural» se encuentra en peligro.
A fin de expropiar a los agricultores no es preciso echarlos de sus tierras, como se hace en Inglaterra y otros
países; tampoco hay necesidad de abolir la propiedad común mediante un ukase. Que pruebe uno arrancar a los
campesinos el producto del trabajo de éstos por encima de cierta medida. A despecho de la gendarmería y del
ejército, ¡no habrá manera de aferrarlos a sus campos! En los últimos años del Imperio romano, los decuriones
provinciales, no los campesinos, sino propietarios de tierras, huían de sus casas, abandonaban sus tierras, se
vendían como esclavos, con la única finalidad de verse libre de una propiedad que no era más que un pretexto
oficial para estrujarlos sin piedad.
Desde la llamada emancipación de los campesinos, la comunidad rusa se ha visto colocada por el Estado en unas
condiciones económicas anormales, y desde entonces éste no ha cesado de oprimirla con ayuda de las fuerzas
sociales concentradas en sus manos. Extenuada por las exacciones fiscales, se ha convertido en una [169] materia
inerte de fácil explotación por el comercio, la propiedad de tierras y la usura. Esta opresión desde fuera ha
desencadenado en el seno de la comunidad misma el conflicto de intereses ya existente y ha desarrollado
rápidamente sus gérmenes de descomposición. Ahora bien, eso no es todo. A cuenta de los campesinos, el Estado
ha impulsado las ramas del sistema capitalista occidental que, sin desarrollar lo más mínimo las potencias
productivas de la agricultura, son las más apropiadas para facilitar y precipitar el robo de sus frutos por los
intermediarios improductivos. De este modo ha coadyuvado al enriquecimiento de un nuevo parásito capitalista
que chupa la sangre, ya de por sí escasa, de la «comunidad rural».
...En una palabra, el Estado ha prestado su concurso al desarrollo precoz de los medios técnicos y económicos
más apropiados para facilitar y precipitar la explotación del agricultor, es decir, la mayor fuerza productiva de
Rusia, y para enriquecer los «nuevos pilares de la sociedad».
5) Este concurso de influencias destructivas, a menos de que no se vea aniquilado por una poderosa reacción,
debe llevar naturalmente a la muerte de la comunidad rural.
Pero uno se pregunta: ¿por qué todos estos intereses (incluidas las grandes industrias colocadas bajo la tutela del
gobierno), a las que conviene tanto el estado actual de la comunidad rural, por qué se afanarían en matar la
108
gallina que les pone huevos de oro? Precisamente porque se dan cuenta de que «este estado actual» no puede
continuar, que, por consecuencia, el modo actual de explotación está ya fuera de moda. La miseria del agricultor
ha contagiado la tierra, la cual se vuelve estéril. Las buenas cosechas se alternan con los años de hambre. El
promedio de los diez años últimos revela una producción agrícola no solamente estancada, sino, además,
retrógrada. En fin, por vez primera, Rusia se ve forzada a importar cereales, en lugar de exportarlos. Por tanto, no
hay que perder tiempo. Hay que poner fin a eso. Hay que constituir en clase media rural la minoría más o menos
acomodada de los campesinos y convertir la mayoría simplemente en proletarios. A tal efecto, los portavoces de
los «nuevos pilares de la sociedad» ponen al descubierto las heridas causadas a la comunidad, presentándolas
como síntomas naturales de la decrepitud de ésta.
Visto que a tantos intereses diversos y, sobre todo a los de los «nuevos pilares de la sociedad», florecidos bajo el
reinado benévolo de Alejandro II, les convenía el estado actual de la «comunidad rural», ¿por qué irían
conscientemente a buscar la muerte de la misma? ¿Por qué sus portavoces ponen al descubierto las heridas que le
han causado a la comunidad como si fueran una prueba [170] de la decrepitud natural de ésta? ¿Por qué quieren
matar la gallina que les pone huevos de oro?
Simplemente porque los hechos económicos, cuyo análisis me llevaría muy lejos, han quitado el velo del secreto
de que el estado actual de la comunidad no puede continuar y que, en virtud de la necesidad misma de las cosas,
el modo actual de explotar a las masas populares está ya fuera de moda. Por consiguiente, hace falta algo nuevo,
y este elemento nuevo, insinuado bajo las más diversas formas, se reduce siempre a lo siguiente: abolir la
propiedad comunal, dejar que la minoría más o menos acomodada de los campesinos se constituya en clase
media rural, convirtiéndose la gran mayoría simplemente en proletarios.
Por una parte, la «comunidad rural» ha sido llevada casi al último extremo y, por otra, la acecha una poderosa
conspiración con el fin de asestarle el golpe de gracia. Para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución
rusa. Por lo demás, los que tienen en sus manos las fuerzas políticas y sociales hacen lo que pueden preparando
las masas para semejante catástrofe.
Y, a la vez que desangran y torturan la comunidad, esterilizan y agotan su tierra, los lacayos literarios de los
«nuevos pilares de la sociedad» señalan irónicamente las heridas que le han causado a la comunidad,
presentándolas como síntomas de la decrepitud espontánea de ésta. Aseveran que se muere de muerte natural y
que sería un bien el abreviar su agonía. No se trata ya, por tanto, de un problema que hay que resolver; trátase
simplemente de un enemigo al que hay que arrollar. Para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución
rusa. Por lo demás, el Gobierno ruso y los «nuevos pilares de la sociedad» hacen lo que pueden preparando las
masas para semejante catástrofe. Si la revolución se produce en su tiempo oportuno, si concentra todas sus
fuerzas para asegurar el libre desarrollo de la comunidad rural, ésta se erigirá pronto en elemento regenerador de
la sociedad rusa y en elemento de superioridad sobre los países sojuzgados por el régimen capitalista.
Escrito por C. Marx a fines de febrero y principios marzo de1881.
Archivos de C. Marx y F. Engels,
libro I, 1924.
[1]
110 La presente carta es el primer esbozo de la respuesta de Marx a la carta de V. I. Zasúlich fechada el 16 de
febrero de 1881. En su carta, Zasúlich, al informar a Marx sobre el papel que había desempeñado "El Capital" en
las discusiones de los socialistas rusos acerca de los destinos del capitalismo en Rusia, le pedía en nombre de los
camaradas, los «socialistas revolucionarios» rusos, que expusiese sus puntos de vista sobre esta cuestión y, en
particular, sobre la cuestión de la comunidad. Cuando recibió la misiva (así como otra de Petersburgo, del
Comité Ejecutivo de la «Libertad del Pueblo», con análoga petición), Marx, trabajando en el tomo III de "El
Capital", ya había dedicado mucho esfuerzo al estudio de las relaciones socioeconómicas en Rusia, del régimen
interior y el estado de la comunidad campesina rusa. Con motivo de las mencionadas cartas realizó un gran
109
trabajo suplementario para sintetizar el material de las fuentes estudiadas y llegó a la conclusión de que sólo una
revolución popular rusa, apoyada por la revolución proletaria en Europa Occidental podía superar las
«influencias perniciosas» que acosaban por todos los lados a la comunidad rusa. La revolución rusa crearía una
situación favorable para la victoria del proletariado europeooccidental, y éste ayudaría, a su vez, a Rusia a
soslayar la vía capitalista de desarrollo.- 161
[***************] Véase la presente edición, t. 2, págs. 103-104. (N. de la Edit.)
[***************] Véase la presente edición, t. 2, págs. 149-150. (N. de la Edit.)
[*] L. Morgan. (N. de la Edit.)
[2] 111 L. H. Morgan, "Ancient Society or Researches in the Lines of Human Progress from Savagery, through
Barbarism to Civilization" («Sociedad antigua o Investigaciones de las líneas de progreso humano de la barbarie
a la civilización»), London, 1877, p. 552.- 163
[3] 112 H. S. Maine, "Village-Communities in the East and West" («Comunidades rurales en el Oriente y
Occidente»), London, 1871.- 163
[4] 113 En el año 321 a. de n. e. en las Horcas Caudinas, cerca de la antigua ciudad romana de Caudio, los
samnitas (tribus que poblaban una región montañosa en los Apeninos Medianos) derrotaron a las legiones
romanas y las obligaron a pasar bajo el yugo, lo que se consideraba lo más humillante para el ejército vencido.
De ahí la expresión «pasar bajo las Horcas Caudinas», o sea sufrir humillación suprema.- 166
[5] 114 Vólost: Subdistrito, unidad administrativa territorial mínima en la Rusia prerrevolucionaria.- 166
[*] Modo de proceder. (N. de la Edit.)
110
F. ENGELS
DISCURSO ANTE LA TUMBA DE MARX
El 14 de marzo, a las tres menos cuarto de la tarde, dejó de pensar el más grande pensador de nuestros días.
Apenas lo dejamos dos minutos solo, y cuando volvimos, lo encontramos dormido suavemente en su sillón, pero
para siempre.
Es de todo punto imposible calcular lo que el proletariado militante de Europa y América y la ciencia histórica
han perdido con este hombre. Muy pronto se dejará sentir el vacío que ha abierto la muerte de esta figura
gigantesca.
Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo
de la historia humana: el hecho, tan sencillo, pero oculto hasta él bajo la maleza ideológica, de que el hombre
necesita, en primer lugar, comer, beber, tener un techo y vestirse antes de poder hacer política, ciencia, arte,
religión, etc.; que, por tanto, la producción de los medios de vida inmediatos, materiales, y por consiguiente, la
correspondiente fase económica de desarrollo de un pueblo o de una época es la base a partir de la cual se han
desarrollado las instituciones políticas, las concepciones jurídicas, las ideas artísticas e incluso las ideas
religiosas de los hombres y con arreglo a la cual deben, por tanto, explicarse, y no al revés, como hasta entonces
se había venido haciendo.
Pero no es esto sólo. Marx descubrió también la ley específica que mueve el actual modo de producción
capitalista y la [172] sociedad burguesa creada por él. El descubrimiento de la plusvalía iluminó de pronto estos
problemas, mientras que todas las investigaciones anteriores, tanto las de los economistas burgueses como las de
los críticos socialistas, habían vagado en las tinieblas.
Dos descubrimientos como éstos debían bastar para una vida. Quien tenga la suerte de hacer tan sólo un
descubrimiento así, ya puede considerarse feliz. Pero no hubo un solo campo que Marx no sometiese a
investigación —y estos campos fueron muchos y no se limitó a tocar de pasada ni uno solo—, incluyendo las
matemáticas, en que no hiciese descubrimientos originales.
Tal era el hombre de ciencia. Pero esto no era, ni con mucho, la mitad del hombre. Para Marx, la ciencia era una
fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el goce que pudiera depararle un nuevo
descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse aún en
modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un descubrimiento que ejercía
inmediatamente una influencia revolucionadora en la industria y en el desarrollo histórico en general. Por eso
seguía al detalle la marcha de los descubrimientos realizados en el campo de la electricidad, hasta los de Marcel
Deprez en los últimos tiempos.
Pues Marx era, ante todo, un revolucionario. Cooperar, de este o del otro modo, al derrocamiento de la sociedad
capitalista y de las instituciones políticas creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno,
a quien él había infundido por primera vez la conciencia de su propia situación y de sus necesidades, la
conciencia de las condiciones de su emancipación: tal era la verdadera misión de su vida. La lucha era su
elemento. Y luchó con una pasión, una tenacidad y un éxito como pocos. Primera "Rheinische Zeitung", 1842
[1]; "Vorwärts" de París, 1844 [2]; "Deutsche-Brüsseler-Zeitung", 1847 [3]; "Neue Rheinische Zeitung, 18481849 ******[*]; "New-York Daily Tribune", 1852-1861 [4], a todo lo cual hay que añadir un montón de folletos de
lucha, y el trabajo en las organizaciones de París, Bruselas y Londres, hasta que, por último, nació como remate
de todo, la gran Asociación Internacional de los Trabajadores, que era, en verdad, una obra de la que su autor
podía estar orgulloso, aunque no hubiese creado ninguna otra cosa.
111
Por eso, Marx era el hombre más odiado y más calumniado de su tiempo. Los gobiernos, lo mismo los
absolutistas que los republicanos, le expulsaban. Los burgueses, lo mismo los conservadores que los
ultrademócratas, competían a lanzar [173] difamaciones contra él. Marx apartaba todo esto a un lado como si
fueran telas de araña, no hacía caso de ello; sólo contestaba cuando la necesidad imperiosa lo exigía. Y ha muerto
venerado, querido, llorado por millones de obreros de la causa revolucionaria, como él, diseminados por toda
Europa y América, desde las minas de Siberia hasta California. Y puedo atreverme a decir que si pudo tener
muchos adversarios, apenas tuvo un solo enemigo personal.
Su nombre vivirá a través de los siglos, y con él su obra.
Discurso pronunciado en inglés por F. Engels, en el cementerio de Highgate, el 17 de marzo de 1883.
Se publica de acuerdo con el texto del periódico.
Publicado en alemán, en el periódico "Der Sozialdemokrat" Nº 13, del 22 de marzo de 1883.
NOTAS
[1]
46 Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario
que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en
octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.- 80, 172, 361, 409
[2] 115 "Vorwärts" («Adelante»): periódico alemán que se publicó en París desde enero hasta diciembre de 1844 dos veces por semana.
Colaboraban en él Marx y Engels.- 172, 187
[3] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los emigrados políticos alemanes en
Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848. A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban
permanentemente en él y ejercían una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[*******] Véase el presente tomo, págs. 174-183. (N. de la Edit.)
[4] 58 "New-York Daily Tribune" («Tribuna diaria de Nueva York»): diario progresista burgués que se publicó de 1841 a 1924. Marx y
Engels colaboraron en él desde agosto de 1851 hasta marzo de 1862.- 83, 172
112
F. ENGELS
MARX Y LA NEUE RHEINISCHE ZEITUNG
(1848-1849) [1]
Cuando estalló la revolución de febrero [2], el "Partido Comunista" Alemán, como lo llamábamos nosotros, se
reducía a un pequeño núcleo, a la Liga de los Comunistas, organizada como sociedad secreta de propaganda. La
Liga era secreta única y exclusivamente a causa de que por aquel entonces no existía en Alemania libertad de
asociación ni de reunión. Aparte de las asociaciones obreras del extranjero, en las que reclutaba sus afiliados, la
Liga tenía en la propia Alemania unas treinta comunidades o secciones, además de diversos afiliados sueltos en
muchas localidades. Pero esta insignificante fuerza de combate tenía en Marx un jefe de primera categoría, al que
todos se sometían de buen grado, y además, gracias a él, un programa de principios y de táctica que conserva
todavía hoy su validez: el Manifiesto Comunista.
Aquí nos interesa, en primer lugar, la parte táctica del programa. Esta aparece formulada, en términos generales,
así:
«Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros.
No tienen intereses que los separen del conjunto del proletariado.
No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario.
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes
luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado,
independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que
pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su
conjunto.
Prácticamente, los comunistas son, pues, el sector más resuelto de los partidos obreros de todos los países, el
sector que siempre impulsa adelante a los demás; teóricamente, tienen sobre el resto del proletariado la ventaja
de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario».
En lo que respecta al partido alemán en particular:
«En Alemania, el Partido Comunista lucha al lado de la burguesía, en tanto que ésta actúa revolucionariamente
contra la monarquía absoluta, la propiedad territorial feudal y la pequeña burguesía reaccionaria.
Pero jamás, en ningún momento, se olvida este partido de inculcar a los obreros la más clara conciencia del
antagonismo hostil que existe entre la burguesía y el proletariado, a fin de que los obreros alemanes sepan
convertir de inmediato las condiciones sociales y políticas que forzosamente ha de traer consigo la dominación
burguesa en otras tantas armas contra la burguesía, a fin de que, tan pronto sean derrocadas las clases
reaccionarias en Alemania, comience inmediatamente la lucha contra la misma burguesía.
Los comunistas fijan su principal atención en Alemania, porque Alemania se halla en vísperas de una revolución
burguesa» etc. ("Manifiesto", IV) [*]
No ha habido nunca un programa táctico que haya mostrado su validez tan brillantemente como éste. Formulado
en vísperas de una revolución, salió triunfante de la prueba a que dicha revolución lo sometió. Desde entonces,
siempre que un partido obrero se ha desviado de él, ha pagado cara su desviación; y hoy, transcurridos casi
113
cuarenta años, ese programa es el que marca la pauta a todos los partidos obreros resueltos y conscientes de
Europa, desde Madrid hasta Petersburgo.
Los acontecimientos de Febrero en París precipitaron la revolución alemana que se avecinaba y modificaron con
ello su carácter. La burguesía alemana, en lugar de vencer con sus propias fuerzas, triunfó a remolque de una
revolución obrera [176] francesa. Antes de haber derrotado por completo a sus antiguos enemigos —la
monarquía absoluta, la propiedad feudal del suelo, la burocracia y la cobarde pequeña burguesía—, tuvo que
hacer frente a un nuevo enemigo: el proletariado. Pero, inmediatamente hiciéronse sentir los efectos de la
situación económica del país, mucho más atrasada que la de Francia e Inglaterra, así como las consecuencias del
consiguiente retraso en las relaciones de clase.
La burguesía alemana, que empezaba entonces a fundar su gran industria, no tenía la fuerza, ni la valentía precisa
para conquistar la dominación absoluta dentro del Estado; tampoco se veía empujada a ello por una necesidad
apremiante. El proletariado, tan poco desarrollado como ella, educado en una completa sumisión espiritual, no
organizado y hasta incapaz todavía de adquirir una organización independiente, sólo presentía de un modo vago
el profundo antagonismo de intereses que le separaba de la burguesía. Y así, aunque en el fondo fuese para ésta
un adversario amenazador, seguía siendo, por otra parte, su apéndice político. La burguesía, asustada no por lo
que el proletariado alemán era, sino por lo que amenazaba llegar a ser y por lo que era ya el proletariado francés,
sólo vio su salvación en una transacción, aunque fuese la más cobarde, con la monarquía y la nobleza. El
proletariado, inconsciente aún de su propio papel histórico, hubo de asumir por el momento, en su inmensa
mayoría, el papel de ala propulsora, de extrema izquierda de la burguesía. Los obreros alemanes tenían que
conquistar, ante todo, los derechos que les eran indispensables para organizarse de un modo independiente, como
partido de clase: libertad de imprenta, de asociación y de reunión; derechos que la burguesía hubiera tenido que
conquistar en interés de su propia dominación pero que ahora les disputaba, llevada por su miedo a los obreros.
Los pocos y dispersos centenares de afiliados a la Liga de los Comunistas se perdieron en medio de aquella
enorme masa puesta de pronto en movimiento. De esta suerte, el proletariado alemán aparece por primera vez en
la escena política principalmente como un partido democrático de extrema izquierda.
Esto determinó el que nuestra bandera, al fundar en Alemania un gran periódico, no podía ser otra que la bandera
de la democracia; pero de una democracia que destacaba siempre, en cada caso concreto, el carácter
específicamente proletario, que aún no podía estampar de una vez para siempre en su estandarte. Si no
hubiéramos procedido de este modo, si no hubiéramos querido adherirnos al movimiento, incorporándonos a
aquella ala que ya existía, que era la más progresiva y que, en el fondo, era un ala proletaria, para impulsarlo así
hacia adelante, no nos hubiera quedado más [177] remedio que ponernos a predicar el comunismo en alguna
hojita lugareña y fundar, en vez de un gran partido de acción, una pequeña secta. Pero el papel de predicadores
en el desierto no nos cuadraba; habíamos estudiado demasiado bien a los utopistas para caer en ello. No era para
eso para lo que habíamos trazado nuestro programa.
Cuando llegamos a Colonia, los elementos democráticos, en parte comunistas, habían hecho ya los preparativos
para fundar un gran periódico. La intención de los organizadores era dar al periódico un carácter puramente local
y desterrarnos a Berlín. Pero, en 24 horas, y gracias principalmente a Marx, les ganamos el terreno y nos hicimos
dueños del periódico, a cambio, hubimos de admitir en la redacción a Heinrich Bürgers. Este escribió un artículo
(para el número 2), pero no llegó a escribir el segundo.
Adonde nosotros teníamos que ir era precisamente a Colonia y no a Berlín. En primer lugar, porque Colonia era
el centro de la provincia del Rin, la provincia que había pasado por la revolución francesa, la que se había
asimilado, con el Código de Napoleón [3], concepciones jurídicas modernas, la que había desarrollado en mayor
grado la gran industria y la que era, en todos los aspectos, la región más avanzada de Alemania, en aquella época.
Al Berlín de entonces lo conocíamos demasiado bien, por propia experiencia, con su burguesía acabada de nacer,
con su pequeña burguesía, de lengua insolente, pero cobarde y rastrera en sus actos, con sus obreros aún faltos
por completo de desarrollo, con sus infinitos burócratas y su chusma de nobles y cortesanos, con todo su carácter
de mera "residencia". Pero el factor decisivo era que en Berlín imperaba el misérrimo derecho de la tierra de
114
Prusia, y los procesos políticos se ventilaban ante jueces profesionales, mientras que en el Rin estaba en vigor el
Código de Napoleón, que desconoce los procesos por delitos de prensa, porque da por supuesto el régimen de
censura, y establece la competencia del jurado sólo para los hechos calificados como delitos políticos, y no como
infracciones. En Berlín, después de la revolución, el joven Schlöffel fue condenado a un año de cárcel por una
verdadera pequeñez; en cambio, en el Rin gozábamos de una libertad incondicional de prensa, y la aprovechamos
hasta la última gota.
Así, el 1 de junio de 1848 dimos comienzo a la publicación de nuestro periódico, con un capital por acciones
muy limitado, de ellas sólo unas pocas habían sido hechas efectivas y los accionistas eran más que inseguros.
Tan pronto como se hubo publicado el primer número nos abandonó la mitad de ellos, y al final del mes no
quedaba ya ninguno.
La constitución que regía en la redacción del periódico se reducía simplemente a la dictadura de Marx. Un gran
periódico diario, que ha de salir a una hora fija, no puede defender consecuentemente sus puntos de vista con
otro régimen que no sea éste. Pero además, en este caso, la dictadura de Marx era algo natural, que nadie discutía
y que todos aceptábamos de buen grado. Gracias, sobre todo, a su clara visión y a su firme actitud, la "Neue
Rheinische Zeitung" se convirtió en el periódico alemán más famoso de los años de la revolución.
El programa político de la "Neue Rheinische Zeitung" constaba de dos puntos fundamentales:
República alemana democrática, una e indivisible, y guerra con Rusia, que llevaba implícito el restablecimiento
de Polonia.
La democracia pequeñoburguesa se dividía, por aquel entonces, en dos fracciones: la de la Alemania del Norte,
que deseaba un emperador prusiano democrático, y la de la Alemania del Sur (entonces casi específicamente de
Baden), que quería transformar a Alemania en una república federal a semejanza de Suiza. Nosotros teníamos
que luchar contra ambas fracciones. El interés del proletariado se oponía igualmente a la prusianización de
Alemania como a la perpetuación del fraccionamiento en Estados diminutos. Exigía imperiosamente la
unificación de Alemania en una nación, única forma de limpiar de todos los mezquinos obstáculos heredados del
pasado el palenque en que habían de medir sus fuerzas el proletariado y la burguesía. Pero el interés del
proletariado se oponía también a que la unificación se realizase bajo la hegemonía de Prusia: el Estado prusiano,
con todas sus instituciones, con sus tradiciones y su dinastía era precisamente el único enemigo interior serio que
la revolución alemana tenía que derribar; además, Prusia sólo podía unificar a Alemania desgarrándola, dejando
fuera la Austria alemana. Disolución del Estado prusiano, desmoronamiento del Estado austríaco, unificación
real de Alemania como república: éste y sólo éste podía ser nuestro programa revolucionario inmediato. Y este
programa se podía llevar a la práctica por medio de la guerra contra Rusia, y sólo por este medio. Sobre este
punto, volveré más adelante.
Por lo demás, el tono del periódico no era, ni mucho menos, solemne, serio e inflamado. No teníamos más que
adversarios despreciables, y a todos ellos los tratábamos con el mayor de los desprecios. La monarquía
conspiradora, la camarilla, la nobleza, la "Kreuz-Zeitung", toda la "reacción" unificada sobre la que el filisteo
volcaba su indignación moral, no encontraba en nosotros más que befa y burla. Y no tratábamos mejor a los
nuevos ídolos encumbrados por la revolución: los ministros de Marzo [4], las [179] asambleas de Francfort y de
Berlín [5] La Asamblea de Berlín fue convocada en Berlín en mayo de 1848 para elaborar la Constitución «de
común acuerdo con la Corona». Al haber adoptado esa fórmula como base de su actividad, la Asamblea renunció
con ello al principio de la soberanía del pueblo; en noviembre, a base de un decreto del rey fue trasladada a
Brandeburgo; fue disuelta durante el golpe de Estado en Prusia en diciembre de 1848.- 179, 197, sin distinguir
entre derechas e izquierdas. Ya el primer número empezó con un artículo que ridiculizaba la poquedad del
parlamento de Francfort, la esterilidad de sus larguísimos discursos y la inutilidad de sus cobardes resoluciones
******
[*]. Este artículo nos costó la mitad de los accionistas. El parlamento de Francfort ni siquiera era un club de
debates; en él apenas se discutía; casi no se hacía más que recitar las disertaciones académicas que se llevaban
115
preparadas y aprobar resoluciones destinadas a entusiasmar al filisteo alemán, pero de las que, por lo demás,
nadie hacía caso.
La asamblea de Berlín tenía ya más importancia, pues se enfrentaba a una fuerza real y no discutía ni tomaba
resoluciones en el vacío, en el reino de las nubes de la asamblea de Francfort. Por eso, el periódico le dedicaba
más atención. Pero los ídolos de la izquierda de la asamblea de Berlín —Schulze-Delitsch, Berends, Elsner,
Stein, etc.— eran tratados por nosotros con la misma dureza que a los de Francfort, poniendo implacablemente al
desnudo su indecisión, su timidez y su gazmoñería y demostrándoles cómo se iban deslizando paso a paso, a
fuerza de componendas, por la senda de la traición a la revolución. Esto provocaba, naturalmente, el espanto del
demócrata pequeñoburgués, que acababa de fabricar para su propio uso a estos ídolos. Pero este espanto era, para
nosotros, la prueba de que habíamos dado en el blanco.
Asimismo salíamos al paso de las ilusiones, celosamente difundidas por la pequeña burguesía, de que la
revolución había terminado con las jornadas de marzo y de que ahora no había más que recoger sus frutos. Para
nosotros, febrero y marzo sólo podían tener el significado de una auténtica revolución siempre y cuando que no
fuesen el remate, sino, por el contrario, el punto de partida de un largo movimiento revolucionario, en el que
(como había ocurrido en la Gran Revolución francesa) el pueblo se fuese desarrollando a través de sus propias
luchas, en el que los partidos se fuesen deslindando cada vez más nítidamente hasta coincidir por entero con las
grandes clases —burguesía, pequeña burguesía y proletariado— y en el que el proletariado fuese conquistando,
en una serie de batallas, una posición tras otra. De ahí que nos enfrentásemos también con la pequeña burguesía
democrática siempre que ésta pretendía velar sus contradicciones de clase con el proletariado con la frase
favorita de que "todos queremos lo mismo, nuestras diferencias se deben todas a meros equívocos". Y cuanto
menos consentíamos que la pequeña [180] burguesía se forjara ilusiones en cuanto a nuestra democracia
proletaria, más dócil y sumisa se mostraba con nosotros. Cuanto más enérgica y resueltamente se enfrenta uno
con ella, tanto más gustosa agacha la cabeza y tantas más concesiones hace al partido obrero. Lo hemos visto a
través de nuestra propia experiencia.
Poníamos, en fin, al descubierto el cretinismo parlamentario (como lo llamaba Marx) de las diversas asambleas
denominadas nacionales ******[*]. Estos señores habían dejado que se les escapasen de las manos todos los
resortes del poder, reintegrándolos —voluntariamente en parte— a los gobiernos. Junto a gobiernos
reaccionarios nuevamente fortalecidos, en Berlín y en Francfort funcionaban unas asambleas sin fuerza alguna,
aunque se imaginasen que sus acuerdos impotentes iban a sacar al mundo de quicio. Estas ilusiones cretinas
prevalecían hasta entre la extrema izquierda. ¡Vuestro triunfo parlamentario —les gritábamos— coincidirá con
vuestra derrota real y efectiva!
Y así ocurrió, tanto en Berlín como en Francfort. Cuando la "izquierda" obtuvo la mayoría, el gobierno disolvió
la asamblea; y pudo hacerlo porque ésta había perdido todo su crédito ante el pueblo.
Cuando, más tarde, leí el libro de Bougeart sobre Marat, vi que nosotros habíamos imitado inconscientemente,
en más de un aspecto, el gran ejemplo del verdadero "Ami du Peuple" [6] "L'Ami du Peuple" («El amigo del
pueblo»): periódico publicado por J. P. Marat del 12 de septiembre de 1789 al 14 de julio de 1793; con este
nombre apareció del 16 de septiembre de 1789 al 21 de septiembre de 1792; el periódico salía con la firma:
"Marat, l'Ami du Peuple".- 180 (no del falseado por los monárquicos), y que todo ese griterío furioso y todo ese
falseamiento de la historia que ha desfigurado por completo, a lo largo de casi un siglo, la verdadera imagen de
Marat, se debe exclusivamente a que Marat desenmascaró sin piedad a los ídolos del momento (Lafayette, Bailly
y otros), denunciándolos como traidores consumados de la revolución, y a que Marat, al igual que nosotos, no
consideraba que la revolución había terminado, sino que se había declarado permanente.
Proclamamos abiertamente que la tendencia que nosotros representábamos sólo podría lanzarse a la lucha por la
consecución de nuestros objetivos reales de partido cuando el más extremo de los partidos oficiales existentes en
Alemania llegase al poder. Y entonces, frente a él, nosotros formaríamos la oposición.
116
Pero los acontecimientos hicieron que a las burlas contra nuestros adversarios alemanes se uniese el fuego de la
pasión. La insurrección de los obreros de París en junio de 1848 nos encontró en nuestro puesto. Desde que sonó
el primer tiro nos pusimos resueltamente al lado de los insurrectos. Después de [181] su derrota, Marx ensalzó la
memoria de los vencidos en uno de sus artículos más vigorosos [*].
En vista de esto nos abandonaron los últimos accionistas que nos quedaban. Pero tuvimos la satisfacción de ser el
único periódico de Alemania y casi de toda Europa que mantuvo en alto la bandera del proletariado derrotado en
un momento en que los burgueses y los pequeños burgueses de todos los países volcaban sobre los vencidos sus
calumnias más inmundas.
La política exterior propugnada por nosotros era bien sencilla: defender a todo pueblo revolucionario y llamar a
la guerra general de la Europa revolucionaria contra el gran baluarte de la reacción europea: Rusia. Desde el 24
de febrero [7], era claro para nosotros que la revolución no tenía más que un enemigo verdaderamente temible,
Rusia, y que este enemigo se vería tanto más obligado a lanzarse a la lucha cuanto más se extendiese el
movimiento a toda Europa. Los acontecimientos de Viena, Milán y Berlín tenían que retrasar el ataque de Rusia,
pero éste era tanto más seguro cuanto más se acercaba la revolución a las puertas de Rusia. Pero si se conseguía
arrastrar a Alemania a la guerra contra Rusia, se habrían acabado los Habsburgos y los Hohenzollern, y la
revolución triunfaría en toda la línea.
Esta línea política es mantenida en todos los números del periódico hasta el momento en que los rusos invaden
Hungría, hecho que vino a confirmar plenamente nuestros pronósticos y que decidió la derrota de la revolución.
En la primera de 1849, a medida que se acercaba la batalla decisiva, el lenguaje del periódico iba haciéndose más
violento y más apasionado en cada número. Wilhelm Wolff recordó a los campesinos de Silesia, en su serie de
artículos titulada "Los mil millones silesianos" (ocho artículos) [8] cómo los terratenientes, con motivo del
rescate de las cargas feudales, les habían estafado, con ayuda del gobierno, su dinero y sus tierras, y exigía para
ellos una indemnización de mil millones de táleros.
Al mismo tiempo se publicó en abril, en una serie de artículos editoriales, la obra de Marx sobre el trabajo
asalariado y el capital [*], que constituían una clarísima indicación sobre los objetivos sociales de nuestra
política. Cada número, cada edición extraordinaria aludían a la gran batalla que se estaba preparando, al
recrudecimiento de las contradicciones en Francia, Italia, Alemania y Hungría. Sobre todo los números
extraordinarios de abril y mayo eran otros tantos llamamientos al pueblo, invitándole a estar preparado para la
acción.
En toda Alemania se maravillaban de que pudiéramos hablar tan abiertamente de todo eso en una fortaleza
prusiana de primer orden, con una guarnición de ocho mil hombres, y en las mismas narices del cuerpo de
guardia. Pero nuestra redacción, en la que había ocho fusiles de bayoneta y 250 cartuchos, amén de los gorros
frigios que llevaban nuestros cajistas, era también considerada por los oficiales como una fortaleza que no
podrían tomar con un simple golpe de mano.
Por fin, el 18 de mayo de 1849 descargó el golpe.
La sublevación de Dresde y Elberfeld había sido sofocada y la de Iserlohn estaba cercada; las provincias del Rin
y Westfalia estaban erizadas de bayonetas, que, después de aplastar por completo a la Prusia renana, se disponían
a marchar sobre el Palatinado y Baden. Fue entonces cuando el gobierno se atrevió, por fin, a meternos mano. La
mitad de nuestros redactores fue procesada judicialmente; los demás debían ser expulsados por no tener la
nacionalidad prusiana. Mientras el gobierno tuviera detrás a todo un cuerpo de ejército, no había nada que hacer.
No tuvimos más remedio que entregar nuestra fortaleza, pero evacuamos con armas y bagajes, con música y con
la bandera desplegada del último número, impreso en tinta roja, en el que precavíamos a los obreros de Colonia
contra toda intentona desesperada y les decíamos:
117
«Los redactores de la "Neue Rheinische Zeitung" se despiden de vosotros dándoos las gracias por la simpatía que
les habéis demostrado. Su última palabra será siempre y en todas partes ésta: ¡Emancipación de la clase obrera!»
Así termino la "Neue Rheinische Zeitung", poco antes de cumplir un año de existencia. Habiendo comenzado
casi sin dinero —los escasos recursos prometidos no le fueron entregados, como hemos visto—, en septiembre
tenía una tirada de cerca de 5.000 ejemplares. Fue suspendida al declararse el estado de sitio en Colonia; a
mediados de octubre tuvo que comenzar desde el principio. Pero en mayo de 1849, al declararse su prohibición,
contaba ya con 6.000 suscriptores, mientras que la "Kölnische Zeitung" [9] no contaba, por aquel entonces,
según confesaba ella misma, con más de 9.000. Ningún periódico alemán ha tenido jamás, ni antes ni después, la
fuerza y la influencia que tuvo la "Neue Rheinische Zeitung", ni ha sabido galvanizar a las masas proletarias
como ella.
Y esto lo debía, principalmente, a Marx.
Después del golpe, la redacción se dispersó. Marx se trasladó a París, donde se estaba preparando el desenlace
que se produjo el 13 de junio de 1849 [10]; Wilhelm Wolff se fue a ocupar su escaño en el parlamento de
Francfort, donde la asamblea debía elegir [183] entre ser disuelta desde arriba o unirse a la revolución; y yo me
fui al Palatinado, entrando de ayudante en el cuerpo de voluntarios de Willich.
Firmado: F. Engels.
Escrito por Engels a mediados de febrero y comienzos de marzo de 1884.
Publicado en el periódico "Der Sozialdemokrat", Nº 11, del 13 de marzo de 1884.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1]
116 En el artículo presente, escrito para el primer aniversario de la muerte de Marx, Engels explica las particularidades de la táctica de
los revolucionarios proletarios en el período de la revolución democrática burguesa de los años 1848-1849. El trabajo de Engels
muestra la significación histérica de la lucha revolucionaria de las masas y de la justa dirección táctica de sus acciones. Engels subraya
que el partido proletario debe combinar acertadamente las tareas democrátieas generales con las proletarias. En el ejemplo de la táctica
de Marx en los años 1848 y 1849 Engels enseña a los socialdemócratas alemanes a luchar por el papel rector de la clase obrera en el
movimiento democrático general, defender los intereses de clase del proletariado, no dejarse llevar por las ilusiones pequeñoburguesas
y denunciar decididamente los intentos de las clases gobernantes de embaucar al proletariado con falsas promesas.- 174
[2] 117 Trátase de la revolución de 1848 en Francia.- 174
[*] Véase la presente edición, t. 1, pág. 122. (N. de la Edit.)
[3] 83 Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil" (Código civil) de Napoleón
adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado
por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810.
Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y
siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.- 112, 177, 390, 486, 520
[4] 118 Se alude a los ministros del gobierno prusiano, llegado al poder después de la revolución de marzo de 1848: Hansemann,
Camphausen y otros líderes de la burguesía liberal, que llevaban a cabo una política traidora de conciliación con la burguesía.- 178
[5] 119 Asamblea de Francfort: Asamblea Nacional convocada después de la revolución de marzo en Alemania, que comenzó sus
sesiones el 18 de mayo de 1848, en Francfort del Meno. La tarea principal de la Asamblea consistía en liquidar el fraccionamiento
político de Alemania y elaborar la Constitución de toda Alemania. Sin embargo, a causa de la cobardía y las vacilaciones de su mayoría
liberal, la indecisión y la inconsecuencia de su ala izquierda, la Asamblea no se atrevió a tomar en sus manos el poder supremo del país
118
y no supo adoptar una postura decidida respecto a las cuestiones fundamentales de la revolución alemana de los años 1848-1849. El 30
de mayo de 1849, la Asamblea se vio obligada a trasladar su sede a Stuttgart. El 18 de junio fue dispersada por las tropas.
[*******] Véase F. Engels, "La Asamblea de Francfort". (N. de la Edit.)
[*******] Véase la presente edición, t. 1, pág. 465. (N. de la Edit.)
[6] 120 El libro de A. Bougeart, "Marat, l'Ami du Peuple" («Marat, el amigo del pueblo»), apareció en París en 1865.
[*]Véase Carlos Marx, "Revolución de junio". (N. de la Edit.)
[7] 121 El 24 de febrero de 1848. Se trata del día de la caída de la monarquía de Luis Felipe en Francia. Nicolás I, al recibir la noticia
del triunfo de la revolución de febrero en Francia, dio la orden a su ministro de Guerra de efectuar una movilización parcial en Rusia, a
fin de prepararse para la lucha contra la revolución en Europa.- 181
[8] 122 La serie de artículos de W. Wolff fue publicada en "Neue Rheinische Zeitung" del 22 de marzo al 25 de abril de 1849.- 181
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 153-178. (N. de la Edit.)
[9] 47 "Kölnische Zeitung" («Periódico de Colonia»): diario alemán que se publicó con ese nombre desde 1802 en Colonia; en el
período de la revolución de 1848-1849 y la reacción que le sucedió reflejaba la política de traición y cobardía de la burguesía liberal
prusiana; en el último tercio del siglo XIX estuvo ligado al partido nacional-liberal.- 80, 182, 428
[10] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una manifestación pacífica de protesta contra
el envío de tropas francesas para aplastar la revolución en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La
Montaña fueron arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
119
F. ENGELS
CONTRIBUCION A LA HISTORIA DE LA LIGA
DE LOS COMUNISTAS [1]
Con la condena de los comunistas de Colonia, en 1852 [2], cae el telón sobre el primer período del movimiento
obrero alemán independiente. Hoy, este período se halla casi olvidado. Y sin embargo, duró desde 1836 hasta
1852 y se desarrolló, dada la gran difusión de los obreros alemanes en el extranjero, en casi todos los países
civilizados. Más aún. El movimiento obrero internacional de hoy es, en el fondo, la continuación directa del
movimiento obrero alemán de entonces, que fue, en general, el primer movimiento obrero internacional y del
que salieron muchos de los hombres que habían de ocupar puestos dirigentes en la Asociación Internacional de
los Trabajadores. Y los principios teóricos que la Liga de los Comunistas inscribió en sus banderas con el
Manifiesto Comunista ******[*], en 1847, son hoy el vínculo internacional más fuerte que une todo el movimiento
proletario de Europa y América.
Hasta hoy, no existe más que una fuente importante para escribir una historia coherente de dicho movimiento. Es
el denominado libro negro: "Las conspiraciones comunistas del siglo XIX", por Wermuth y Stieber, Berlín, 2
partes, 1853 y 1854. Esta elucubración, urdida de mentiras por dos de los más miserables granujas policíacos de
nuestro siglo y plagada de falsificaciones conscientes, [185] sirve todavía hoy de fuente a todos los escritos no
comunistas sobre aquella época.
Lo que yo puedo ofrecer aquí no es más que un bosquejo, y aun éste circunscrito a la parte que afecta a la Liga
misma; sólo lo estrictamente necesario para comprender las "Revelaciones". Espero, sin embargo, que algún día
tendré ocasión de utilizar los abundantes materiales reunidos por Marx y por mí para la historia de aquella
gloriosa etapa juvenil del movimiento obrero internacional.
***
De la Liga de los Proscritos, asociación secreta democrático-republicana, fundada en 1834 por emigrados
alemanes en París, se separaron en 1836 los elementos más radicales, proletarios casi todos ellos, y fundaron una
nueva asociación secreta, la Liga de los Justicieros. La Liga madre, en la que sólo continuaron los elementos más
retardatarios, por el estilo de Jakobus Venedey, quedó pronto aletargada, y cuando, en 1840, la policía descubrió
en Alemania el rastro de algunas secciones, ya no era más que una sombra. En cambio, la nueva Liga se
desarrolló con relativa rapidez. Al principio, era un brote alemán del comunismo obrero francés, que se iba
plasmando por aquella misma época en París y estaba vinculado a las tradiciones del babuvismo [3]. La
comunidad de bienes se postulaba como corolario obligado de la «igualdad». Los fines eran los de las sociedades
secretas de París en aquella época. Era una sociedad mitad de propaganda y mitad de conspiración, y aunque no
se excluía, ni mucho menos, si la ocasión se presentaba, la preparación de intentonas en Alemania, siempre se
consideraba París como centro de la acción revolucionaria. Pero, como París era el campo de batalla decisivo,
por aquel entonces la Liga no era, de hecho, más que una rama alemana de las sociedades secretas francesas, y
principalmente de la "Société des Saisons" [*], dirigida por Blanqui y Barbés, con la que estaba en íntima
relación. Los franceses se echaron a la calle el 12 de mayo de 1839; las secciones de la Liga hicieron causa
común con ellos y se vieron así arrastrados a la derrota común [4] La sublevación del 12 de mayo de 1839, en
París, en la cual desempeñaron el papel principal los obreros revolucionarios, fue preparada por la Sociedad de
las Estaciones del Año; la sublevación, que no se apoyaba en las amplias masas, fue aplastada por las tropas
gubernamentales y la Guardia Nacional.- 185.
De los alemanes fueron detenidos, entre otros, Karl Schapper y Heinrich Bauer; el Gobierno de Luis Felipe se
contentó con expulsarlos, tras larga prisión. Ambos se trasladaron a Londres. Schapper, natural de Weilburgo
(Nassau), había militado en 1832, siendo estudiante de ciencias forestales en Giessen, en la conspiración
120
organizada por Georg Büchner; el 3 de abril de 1833, tomó parte en el asalto contra la guardia del condestable en
Francfort [5], [186] huyó luego al extranjero y participó, en febrero de 1834, en la expedición de Mazzini contra
Saboya [6]. De gigantesca corpulencia, expedito y enérgico, dispuesto siempre a jugarse el bienestar y la vida,
era el verdadero tipo del revolucionario profesional, tal como lo conocemos a través del papel que desempeñó en
la década del treinta. Aunque un poco torpe de pensamiento, no era, ni mucho menos, hombre cerrado a la
comprensión profunda de los problemas teóricos, como lo demuestra su misma evolución de «demagogo» [7] a
comunista, y, después que aceptaba una cosa, se aferraba a ella con tanta más fuerza. Precisamente por eso, su
pasión revolucionaria chocaba a veces con su inteligencia; pero después advertía su error y sabía reconocerlo
abiertamente. Era todo un hombre, y lo hecho por él para la fundación del movimiento obrero alemán nunca será
olvidado.
Heinrich Bauer, natural de Franconia, de oficio zapatero, era un muchacho vivo, despierto e ingenioso, cuyo
cuerpo menudo albergaba tanta habilidad como decisión.
Una vez en Londres, donde Schapper, que en París había sido cajista de imprenta, procuraba ganarse la vida
dando clases de idiomas, ambos se dedicaron a reanudar los cabos rotos de la Liga, haciendo de Londres el
centro de esta organización. Aquí, si ya no antes, en París, se les unió Joseph Moll, relojero de Colonia, de talla
media, pero de fuerza hercúlea —¡cuántas veces él y Schapper apuntalaron eficazmente, con sus espaldas, la
puerta de una sala contra centenares de asaltantes!—, hombre que igualando, por lo menos, a sus dos camaradas
en energía y decisión, los superaba en inteligencia. No sólo era, como demostraron los éxitos de sus numerosas
misiones, un diplomático innato; su espíritu era también más abierto a la penetración teórica. Los conocí a los
tres en Londres, en 1843; eran los primeros revolucionarios proletarios que veía; y, a pesar de lo mucho que por
aquel entonces discrepaban en cuanto al detalle nuestras opiniones —pues a su limitado comunismo igualitario
*
[*] oponía yo todavía, en aquella época, una buena dosis de soberbia filosófica, no menos limitada—, jamás
olvidaré la formidable impresión que aquellos tres hombres de verdad me causaron, cuando yo empezaba
precisamente a hacerme hombre.
En Londres, como en Suiza —aunque aquí en menor medida—, les favorecía la libertad de reunión y asociación.
El 7 de febrero de 1840 ya había sido fundada la Asociación Educativa de Obreros Alemanes, que todavía existe
[8]. Esta Asociación servía a la Liga como zona de reclutamiento de nuevos miembros, y puesto que [187] los
comunistas eran, como siempre, los más activos y más inteligentes de la Asociación, fácilmente se comprende
que la dirección de ésta se encontrase totalmente en manos de la Liga. La Liga pronto tuvo en Londres varias
comunas o «cabañas», como todavía se llamaban por aquel entonces. Esta misma táctica, lógica y natural en
aquellas condiciones, era la que se seguía en Suiza y en otros países. Donde era posible fundar asociaciones
obreras, se las utilizaba del mismo modo. Donde las leyes lo prohibían, los miembros de la Liga ingresaban en
asociaciones corales, gimnásticas, etc. El enlace lo mantenían casi siempre los afiliados que entraban y salían
constantemente de los diversos países y que actuaban también, cuando hacía falta, como emisarios. Ayudaba
eficazmente a la Liga en ambos aspectos la sabiduría de los gobiernos, convirtiendo a cada obrero indeseable —
que en el noventa por ciento de los casos era un afiliado a la Liga—, mediante su expulsión, en un emisario.
La Liga restaurada tuvo una difusión considerable, sobre todo en Suiza, donde Weitling, August Becker (una
magnífica cabeza, pero que se echó a perder, como tantos alemanes, por falta de estabilidad interior) y otros,
crearon una fuerte organización, más o menos identificada con el sistema comunista weitlingiano. No es éste el
lugar indicado para hacer la crítica del comunismo de Weitling. Pero en lo que se refiere a su importancia como
primer atisbo teórico independiente del proletariado alemán, puedo suscribir todavía hoy las palabras de Marx en
el "Vorwärts" [9] de París, en 1844:
«¿Dónde podía ella (la burguesía alemana), incluyendo a sus filósofos y escribas, presentar una obra relativa a la
emancipación —política— de la burguesía, como las "Garantías de la Armonía y la Libertad" de Weitling? Si se
compara la insípida y pusilánime mediocridad de la literatura política alemana con este sublime y brillante
comienzo de los obreros alemanes; si se comparan estos gigantescos zapatos de niño del proletariado con las
121
proporciones enanas de los desgastados zapatos políticos de la burguesía, hay que profetizar a esta Cenicienta
una talla de atleta».
Este atleta lo tenemos hoy ante nuestros ojos, y eso que aún no ha llegado, ni con mucho, a la plenitud de su
desarrollo.
En Alemania existían también numerosas secciones de carácter fugaz, como correspondía al estado de cosas,
pero las que surgían compensaban con creces a las que desaparecían. Sólo a los siete años, a fines de 1846, la
policía pudo descubrir rastros de la Liga en Berlín (Mentel) y en Magdeburgo (Beck), sin que le fuese posible
seguirlos.
Weitling, que en 1840 se encontraba todavía en París, reagrupó también aquí, antes de trasladarse a Suiza, a los
elementos dispersos.
El contingente central de la Liga lo formaban los sastres. En Suiza, en Londres, en París, por todas partes había
sastres alemanes. En París, el alemán se había impuesto hasta tal punto como idioma de esta rama industrial, que
en 1846 conocí allí a un sastre noruego que había venido a Francia en viaje directo, por mar, desde Trondhjem, y
que al cabo de 18 meses apenas sabía una palabra de francés, pero en cambio había aprendido magníficamente el
alemán. En 1847, de las tres comunas de París, dos estaban formadas, predominantemente, por sastres y la
tercera por ebanistas.
Al desplazarse de París a Londres el centro de gravedad de la organización, pasó a primer plano un nuevo factor:
la Liga, que era una organización alemana, se fue convirtiendo, poco a poco, en una organización internacional.
En la asociación obrera se congregaban, además de los alemanes y los suizos, todas aquellas nacionalidades a
quienes el idioma alemán sirve preferentemente para entenderse con los extranjeros; es decir, principalmente,
escandinavos, holandeses, húngaros, checos, sudeslavos y también rusos y alsacianos. En 1847, era huésped
asiduo de la asociación, entre otros, un granadero de la guardia inglesa, que venía de uniforme. La asociación no
tardó en tomar el título de Asociación Educativa Comunista Obrera, y en los carnets figuraba la divisa de «Todos
los hombres son hermanos» en veinte idiomas por lo menos, aunque con alguna que otra falta de ortografía. Al
igual que la Asociación pública, la Liga secreta revistió también en seguida un carácter más internacional; al
principio, en un sentido limitado todavía: prácticamente, por la diversa nacionalidad de sus miembros, y
teóricamente, por la conciencia de que toda revolución, para triunfar, tenía que ser una revolución europea.
Entonces no se pasó de aquí, pero había quedado sentada la base.
Manteníase estrecho contacto con los revolucionarios franceses a través de los refugiados de Londres,
compañeros de armas en los combates del 12 de mayo de 1839. También se mantenía contacto con los polacos
más radicales. Los emigrados polacos oficiales, al igual que Mazzini, eran, naturalmente, más bien adversarios
que aliados. A los cartistas ingleses se les dejaba a un lado como elementos no revolucionarios, por razón del
carácter específicamente inglés de su movimiento. Más tarde, los dirigentes de la Liga en Londres entraron en
relación con ellos a través de mí.
También en otros aspectos había cambiado el carácter de la Liga, al cambiar los acontecimientos. Aunque se
siguiese considerando a París —y entonces con toda razón— como la patria de la revolución, no se dependía ya
de los conspiradores parisinos. [189] La difusión de la Liga contribuyó a elevar su propia conciencia. Percibíase
que el movimiento iba echando cada vez más raíces entre la clase obrera alemana y que estos obreros alemanes
estaban históricamente llamados a ser los abanderados de los obreros del norte y del este de Europa. La clase
obrera alemana tenía en Weitling un teórico del comunismo que se podía comparar sin miedo con sus
competidores franceses de aquella época. Finalmente, la experiencia del 12 de mayo había enseñado que ya era
hora de renunciar a las intentonas. Y si se seguía interpretando cada acontecimiento como un signo de la
tormenta que se avecinaba y se mantenían vigentes los antiguos estatutos semiconspirativos, había que achacarlo
más bien a la tozudez de los viejos revolucionarios, que comenzaba ya a chocar con la razón serena, a medida
que ésta iba abriéndose paso.
122
En cambio, la doctrina social de la Liga, con todo lo vaga que era, adolecía de un defecto muy grande, pero
basado en las circunstancias mismas. Los miembros de la Liga, cuando pertenecían a la clase obrera, eran, de
hecho, casi siempre artesanos. El hombre que los explotaba era, por lo general, incluso en las grandes capitales,
un pequeño maestro. Hasta en Londres, estaba todavía en sus comienzos, por aquella época, la explotación de la
sastrería en gran escala, lo que ahora se llama industria de la confección, surgida de la transformación del oficio
de sastre en una industria a domicilio por cuenta de un gran capitalista. De un lado, el explotador de estos
artesanos era un pequeño maestro, y de otro lado, todos ellos contaban con terminar por convertirse, a su vez, en
pequeños maestros. Además, sobre el artesano alemán de aquel tiempo pesaba todavía una masa de prejuicios
gremiales heredados del pasado. Y es algo que honra muchísimo a estos artesanos —que no eran aún proletarios
en el pleno sentido de la palabra, sino un simple apéndice de la pequeña burguesía, un apéndice que estaba
pasando a las filas del proletariado, pero que no se hallaba aún en contraposición directa a la burguesía, es decir,
al gran capital—, el haber sido capaces de adelantarse instintivamente a su futuro desarrollo y de organizarse,
aunque no tuviesen plena conciencia de ello, como partido del proletariado. Pero, era también inevitable que sus
viejos prejuicios artesanos se les enredasen a cada paso entre las piernas, siempre que se trataba de criticar de un
modo concreto la sociedad existente, es decir, de investigar los hechos económicos. Yo creo que no había, en
toda la Liga, nadie que hubiese leído nunca un libro de Economía. Pero esto no era un gran obstáculo; por el
momento, todas las montañas teóricas se vencían a fuerza de «igualdad», «justicia» y «fraternidad».
Entretanto, se había ido formando, junto al comunismo de la Liga y de Weitling, un segundo comunismo,
sustancialmente [190] distinto de aquél. Viviendo en Manchester, me había dado yo de narices con el hecho de
que los fenómenos económicos, a los que hasta allí los historiadores no habían dado ninguna importancia, o sólo
una importancia muy secundaria, son, por lo menos en el mundo moderno, una fuerza histórica decisiva; vi que
esos fenómenos son la base sobre la que nacen los antagonismos de clase actuales y que estos antagonismos de
clase, en los países en que se hallan plenamente desarrollados gracias a la gran industria, y por tanto,
principalmente, en Inglaterra, constituyen a su vez la base para la formación de los partidos políticos, para las
luchas de los partidos y, por consiguiente, para toda la historia política. Marx, no sólo había llegado al mismo
punto de vista, sino que lo había expuesto ya en los "Deutsch-Französische Jahrbücher" [10] en 1844,
generalizándolo en el sentido de que no es el Estado el que condiciona y regula la sociedad civil, sino ésta la que
condiciona y regula el Estado, y de que, por tanto, la política y su historia hay que explicarlas por las relaciones
económicas y su desarrollo, y no a la inversa. Cuando visité a Marx en París, en el verano de 1844, se puso de
manifiesto nuestro completo acuerdo en todos los terrenos teóricos, y de allí data nuestra colaboración. Cuando
volvimos a reunirnos en Bruselas, en la primera de 1845, Marx, partiendo de los principios básicos arriba
señalados, había desarrollado ya, en líneas generales, su teoría materialista de la historia, y nos pusimos a
elaborar en detalle y en las más diversas direcciones la nueva concepción descubierta.
Este descubrimiento, que venía a revolucionar la ciencia histórica y que, como se ve, fue, esencialmente, obra de
Marx, sin que yo pueda atribuirme en él más que una parte muy pequeña, encerraba una importancia directa para
el movimiento obrero de la época. Ahora, el comunismo de los franceses y de los alemanes y el cartismo de los
ingleses ya no aparecían como algo casual, que lo mismo habría podido no existir. Estos movimientos se
presentaban ahora como un movimiento de la moderna clase oprimida, del proletariado, como formas más o
menos desarrolladas de su lucha históricamente necesaria contra la clase dominante, contra la burguesía; como
formas de la lucha de clases, pero que se distinguían de todas las luchas de clases anteriores en que la actual clase
oprimida, el proletariado, no puede llevar a cabo su emancipación, sin emancipar al mismo tiempo a toda la
sociedad de su división en clases, y por tanto, de la lucha de clases. Ahora, el comunismo ya no consistía en
exprimir de la fantasía un ideal de la sociedad lo más perfecto posible, sino en comprender el carácter, las
condiciones y, como consecuencia de ello, los objetivos generales de la lucha librada por el proletariado.
Nuestra intención no era, ni mucho menos, comunicar exclusivamente al mundo «erudito», en gordos volúmenes,
los resultados científicos descubiertos por nosotros. Nada de eso. Los dos estábamos ya metidos de lleno en el
movimiento político, teníamos algunos partidarios entre el mundo culto, sobre todo en el occidente de Alemania,
y grandes contactos con el proletariado organizado. Estábamos obligados a razonar científicamente nuestros
puntos de vista, pero considerábamos igualmente importante para nosotros el ganar al proletariado europeo,
123
empezando por el alemán, para nuestra doctrina. Apenas llegamos a conclusiones claras para nosotros mismos,
pusimos manos a la obra. En Bruselas, fundamos la Asociación obrera alemana [11] y nos adueñamos de la
"Deutsche-Brüsseler Zeitung" [12], que nos sirvió de órgano de prensa hasta la revolución de febrero. Con el
sector revolucionario de los cartistas ingleses estábamos en relaciones por medio de Julian Harney, redactor del
"Northern Star" [13], órgano central del movimiento cartista, en el que yo colaboraba. También formábamos una
especie de coalición con los demócratas de Bruselas (Marx era vicepresidente de la Asociación Democrática
[14]) y con los demócratas socialistas franceses de "La Réforme" [15], periódico al que yo suministraba noticias
sobre el movimiento inglés y alemán. En una palabra, nuestras relaciones con las organizaciones y los periódicos
radicales y proletarios eran las que se podían apetecer.
Nuestras relaciones con la Liga de los Justicieros eran las siguientes: conocíamos, claro está, la existencia de esta
Liga; en 1843, Schapper me había propuesto ingresar en ella, cosa a la que, por supuesto, me negué en aquel
entonces. Pero no sólo manteníamos asidua correspondencia con los londinenses, sino que estábamos en contacto
todavía más estrecho con el doctor Ewerbeck, dirigente por aquella época de las comunas de París. Sin
preocuparnos de los asuntos interiores de la Liga, estábamos informados de cuanto de importante ocurría en ella.
Además, influímos de palabra, por carta y a través de la prensa en los juicios teóricos de los miembros más
destacados de la Liga. También utilizamos para ello diversas circulares litografiadas dirigidas por nosotros a
nuestros amigos y corresponsales del mundo entero, en ocasiones especiales, cuando se planteaban problemas
internos del Partido Comunista en gestación. Estas circulares afectaban también, a veces, a la Liga misma. Así,
por ejemplo, un joven estudiante westfaliano llamado Hermann Kriege, habíase presentado en Norteamérica
como emisario de aquella organización, asociándose con el loco Harro Harring para revolucionar la América del
Sur por medio de la Liga, y había fundado un periódico [*] [16] en el que predicaba, en [192] nombre de la Liga,
un comunismo dulzarrón basado en el "amor", saturado de amor y desbordando amor por todas partes. Salimos al
paso de esto con una circular que no dejó de surtir su efecto, y Kriege desapareció de la escena de la Liga.
Más tarde se presentó en Bruselas Weitling. Pero ya no era aquel joven y candoroso oficial de sastre que,
asombrado de su propio talento, se esforzaba en descubrir cómo iba a ser la futura sociedad comunista. Era el
gran hombre que se creía perseguido por los envidiosos de su superioridad, el que veía en todas partes rivales,
enemigos secretos y celadas; el profeta acosado de país en país, que guarda en el bolsillo la receta para hacer
descender el cielo sobre la Tierra y se imagina que todos quieren robársela. Ya en Londres, había andado a la
greña con las gentes de la Liga, y en Bruselas, donde Marx y su mujer lo acogieron con una paciencia casi
sobrehumana, no pudo tampoco entenderse con nadie. En vista de eso, pronto se marchó a América, para probar
allí el oficio de profeta.
Todas estas circunstancias contribuyeron a la callada transformación que se había ido operando en la Liga, y
sobre todo entre los dirigentes de Londres. Cada vez se daban más cuenta de cuán inconsistente era la
concepción del comunismo que venía imperando, tanto la del comunismo igualitario francés, de carácter muy
primitivo, como la del comunismo witlingiano. El intento de Weitling de retrotaer el comunismo al cristianismo
primitivo —a pesar de los detalles geniales que se contienen en su "Evangelio de los pobres pecadores"—, había
conducido, en Suiza, a poner el movimiento, en gran parte, primero en manos de necios como Albrecht y luego
de aprovechados charlatanes como Kuhlmann. El «verdadero socialismo» difundido por algunos literatos,
traducción de la fraseología socialista francesa al mal alemán de Hegel y al amor dulzarrón (véase el punto del
"Manifiesto Comunista" que trata del socialismo alemán o «verdadero» socialismo *[*]), y que Kriege y las
lecturas de las obras en cuestión habían introducido en la Liga, tenía forzosamente que despertar, aunque sólo
fuese por su babeante impotencia, la repugnancia de los viejos revolucionarios de la Liga. Frente a las precarias
ideas teóricas anteriores y frente a las desviaciones prácticas que de ellas resultaban, los de Londres fueron
dándose cuenta, cada vez más, de que Marx y yo teníanos razón con nuestra nueva teoría. A que esto fuese
comprendido contribuyó indudablemente la presencia, entre los dirigentes de Londres, de dos hombres que
superaban considerablemente a los mencionados en cuanto a capacidad teórica: el [193] miniaturista Karl
Pfänder, de Heilbronn, y el sastre Georg Eccarius, de Turingia [*].
124
Resumiendo, en la primavera de 1847 se presentó Moll en Bruselas a visitar a Marx, y en seguida en París a
visitarme a mí, para invitarnos nuevamente, en nombre de sus camaradas, a ingresar en la Liga. Nos dijo que
estaban convencidos, tanto de la justeza general de nuestra concepción, como de la necesidad de liberar a la Liga
de las viejas tradiciones y formas conspirativas. Que si queríamos ingresar, se nos daría la ocasión, en un
congreso de la Liga, para desarrollar nuestro comunismo crítico en un manifiesto, que luego se publicaría como
manifiesto de la Liga; y que nosotros podríamos contribuir también a sustituir la organización anticuada de la
Liga por otra nueva, más adecuada a los tiempos y a los fines perseguidos.
De que la clase obrera alemana necesitaba, aunque sólo fuese por razones de propaganda, una organización, y de
que esta organización, si no había de ser puramente local, tenía que ser necesariamente clandestina, incluso fuera
de Alemania, no nos cabía la menor duda. Pues bien; en la Liga teníamos precisamente esa organización. Y si lo
que habíamos tenido que reprocharles hasta entonces era abandonado ahora como erróneo por los propios
representantes de la Liga, y éstos nos invitaban a colaborar en su reorganización, ¿podíamos nosotros negarnos?
Claro está que no. Ingresamos, pues, en la Liga; Marx formó una comuna en Bruselas con nuestros amigos más
cercanos, y yo asistía a las tres comunas de París.
En el verano de 1847, se celebró en Londres el primer Congreso de la Liga, al que W. Wolff acudió
representando a las comunas de Bruselas y yo a las de París. En este Congreso se llevó a cabo, ante todo, la
reorganización de la Liga. Se suprimió lo que quedaba todavía de los viejos nombres místicos de la época
conspirativa; la Liga se organizó en forma de comunas, círculos, círculos directivos, Comité Central y Congreso,
denominándose a partir de entonces Liga de los Comunistas. «La finalidad de la Liga es el derrocamiento de la
burguesía, la dominación del proletariado, la supresión de la vieja sociedad burguesa, basada en los
antagonismos de clase, y la creación de una nueva sociedad, sin clases y sin propiedad privada». Tal era el texto
del artículo primero *[*]. En cuanto [194] a la organización, ésta era absolutamente democrática, con comités
elegidos y revocables en todo momento, con lo cual se cerraba la puerta a todas las veleidades conspirativas que
exigen siempre un régimen de dictadura, y la Liga se convertía —por lo menos para los tiempos normales de
paz— en una sociedad exclusivamente de propaganda. Estos nuevos estatutos —véase cuán democráticamente se
procedía ahora— se presentaron a las comunas para su discusión, volviendo a examinarse en el segundo
Congreso, que los aprobó definitivamente el 8 de diciembre de 1847. Aparecen reproducidos en la obra de
Wermuth y Stieber, tomo I, pág. 239, apéndice X.
El segundo Congreso se celebró a fines de noviembre y comienzos de diciembre del mismo año. A este Congreso
asistió también Marx, que defendió en un largo debate —el Congreso duró, por lo menos, diez días— la nueva
teoría. Por fin, todas las objeciones y dudas quedaron despejadas, los nuevos principios fueron aprobados por
unanimidad y Marx y yo recibimos el encargo de redactar el manifiesto. Así lo hicimos, inmediatamente. Pocas
semanas antes de la revolución de febrero, enviamos el Manifiesto [*] a Londres, para su impresión. Desde
entonces, ha dado la vuelta al mundo, está traducido a casi todos los idiomas y sirve todavía hoy de guía del
movimiento proletario, en los más diversos países. La vieja divisa de la Liga: «Todos los hombres son
hermanos», fue sustituida por el nuevo grito de guerra: «¡Proletarios de todos los países, uníos!», que proclamaba
abiertamente el carácter internacional de la lucha. Diez y siete años después, la nueva divisa resonaba en el
mundo entero como el grito de batalla de la Asociación Internacional de los Trabajadores, y hoy aparece inscrito
en las banderas del proletariado militante de todos los países.
Estalló la revolución de febrero. El Comité Central de Londres transfirió inmediatamente sus poderes al círculo
directivo de Bruselas. Pero este acuerdo llegó en el momento en que Bruselas se hallaba ya, de hecho, en estado
de sitio y cuando sobre todo los alemanes no podían ya reunirse en parte alguna. Como todos estábamos a punto
de trasladarnos a París, el nuevo Comité Central acordó, a su vez, disolverse, transfiriendo todos sus poderes a
Marx y autorizándole para constituir inmediatamente en París, un nuevo Comité Central. Apenas se habían
separado las cinco personas que tomaran este acuerdo (era el 3 de marzo de 1848), cuando la policía irrumpió en
la casa de Marx, deteniéndole y obligándole a salir al día siguiente para Francia, viaje que precisamente se
disponía él a emprender.
125
Pronto volvimos a reunirnos todos de nuevo en París. Aquí, se redactó el siguiente documento, firmado por los
miembros del nuevo Comité Central, documento que se difundió en toda Alemania y del que todavía hoy algunos
podrían aprender algo:
REIVINDICACIONES DEL PARTIDO COMUNISTA EN ALEMANIA [17]
1. Toda Alemania será declarada República una e indivisible.
3. Los representantes del pueblo serán retribuidos, para que también los obreros puedan formar parte del
parlamento del pueblo alemán.
4. Armamento general del pueblo.
7. Las fincas de los príncipes y demás posesiones feudales, todas las minas, canteras, etc., se convierten en
propiedad del Estado. En las fincas se organizará la explotación en gran escala y con los recursos más modernos
de la ciencia, en provecho de la colectividad.
8. Las hipotecas sobre las tierras de los campesinos se declaran propiedad del Estado; los campesinos abonarán al
Estado los intereses de estas hipotecas.
9. En las regiones en que esté desarrollado el sistema de arriendos, la renta del suelo o precio de arrendamiento
se pagará al Estado en concepto de impuesto.
11. El Estado tomará en sus manos todos los medios de transporte: ferrocarriles, canales, barcos, caminos,
correos, etc., convirtiéndolos en propiedad del Estado y poniéndolos a disposición de la clase desposeída.
14. Restricción del derecho de herencia.
15. Implantación de fuertes impuestos progresivos y abolición de los impuestos sobre los artículos de consumo.
16. Organización de talleres nacionales. El Estado garantiza a todos los trabajadores medios de subsistencia y
asume el cuidado de los incapacitados para trabajar.
17. Instrucción pública general y gratuita.
En interés del proletariado alemán, de la pequeña burguesía y de los campesinos, laborar con toda energía por la
implantación de las medidas que quedan apuntadas, pues solamente la aplicación de estas medidas asegurará a
los millones de hombres, que hasta ahora venían siendo explotados en Alemania por una minoría insignificante y
a los que se pretenderá seguir manteniendo en la opresión, los derechos y el poder que les pertenecen como
creadores de toda la riqueza.
El Comité: Carlos Marx, K. Schapper, H. Bauer,
F. Engels, J. Moll, W. Wolff
En París había por aquel entonces la manía de las legiones revolucionarias. Españoles, italianos, belgas,
holandeses, polacos, alemanes se juntaban en partidas para ir a libertar sus respectivas patrias. La legión alemana
estaba acaudillada por Herwegh, Bornstedt y Börnstein. Y como, inmediatamente después de la revolución, los
obreros extranjeros, además de quedarse sin trabajo, se veían acosados por el público, acudían en gran número a
las legiones. El nuevo gobierno vio en ellas un medio para desembarazarse de los obreros extranjeros, y les
concedió l'etape du soldat, o sea, alojamiento en ruta y un plus de marcha de 50 céntimos por día hasta la
126
frontera, donde luego el sensible ministro de Negocios Extranjeros, que tenía siempre las lágrimas a punto, el
retórico Lamartine, se encargaría de denunciarlos a sus gobiernos respectivos.
Nosotros nos opusimos con la mayor energía a este intento de jugar a la revolución. En medio de la efervescencia
reinante en Alemania, hacer una incusión en el país para importar la revolución desde fuera y a la fuerza,
equivalía a socavar la revolución alemana, fortalecer a los gobiernos y entregar a los mismos legionarios —de
esto se encargaba Lamartine— inermes en manos de las tropas alemanas. Más tarde, al triunfar la revolución en
Viena y en Berlín, la legión ya no tenía ningún objeto; pero como se había comenzado el juego, se prosiguió.
Fundamos un club comunista alemán [18], en el que aconsejamos a los obreros que se mantuvieran al margen de
la legión y retornaran individualmente a su país, para ponerse allí al servicio del movimiento. Nuestro viejo
amigo Flocon, que formaba parte del Gobierno Provisional, consiguió para los obreros expedidos por nosotros
las mismas facilidades de viaje que se habían ofrecido a los legionarios. De este modo, enviamos a Alemania de
300 a 400 obreros, entre ellos la gran mayoría de los miembros de la Liga.
Como no era difícil prever, la Liga resultó ser una palanca demasiado débil para encauzar el movimiento
desencadenado de las masas populares. Las tres cuartas partes de los afiliados a la Liga, que antes residían en el
extranjero, al regresar a su país habían cambiado de residencia, con lo cual se disolvían en gran parte sus
comunas anteriores y ellos perdían todo contacto con la Liga. Una parte, los más ambiciosos, ni siquiera se
preocuparon de restablecer este contacto, sino que cada cual se puso a organizar en su localidad, por su cuenta y
riesgo, un pequeño movimiento por separado. Finalmente, las condiciones que se daban en cada pequeño Estado,
en cada provincia, en cada ciudad, eran tan distintas, que la Liga no habría podido dar a sus afiliados más que
instrucciones muy generales, y éstas podían hacerse llegar mucho mejor por medio de la prensa. En una palabra,
desde el [197] momento en que cesaron las causas que habían hecho necesaria una Liga secreta, perdió también
ésta su significación. Y a quienes menos podía sorprender tal cosa, era precisamente a los que acababan de
despojar a esta Liga secreta del último vestigio de su carácter conspirativo.
Sin embargo, ahora se demostraba que la Liga había sido una excelente escuela de actuación revolucionaria. En
el Rin, donde la "Neue Rheinische Zeitung" [*] constituía un centro sólido, en Nassau, en el Hessen renano, etc.,
eran siempre afiliados a la Liga los que aparecían a la cabeza del ala extrema del movimiento democrático. Y lo
mismo en Hamburgo. En el sur de Alemania estorbaba el predominio de la democracia pequeñoburguesa. En
Breslau, trabajó hasta el verano de 1848 Wilhelm Wolff, con gran éxito, logrando ser nombrado candidato para
representar a Silesia en el parlamento de Francfort [19] La Asamblea de Berlín fue convocada en Berlín en mayo
de 1848 para elaborar la Constitución «de común acuerdo con la Corona». Al haber adoptado esa fórmula como
base de su actividad, la Asamblea renunció con ello al principio de la soberanía del pueblo; en noviembre, a base
de un decreto del rey fue trasladada a Brandeburgo; fue disuelta durante el golpe de Estado en Prusia en
diciembre de 1848.- 179, 197. Finalmente, el cajista Stephan Born, militante activo de la Liga en Bruselas y
París, fundó en Berlín una «Hermandad Obrera», que adquirió considerable extensión y duró hasta 1850. Born,
joven de mucho talento, pero que tenía demasiada prisa por convertirse en un personaje político, «fraternizó» con
los elementos más dispares, con tal de poder reunir en torno suyo un tropel de gente; y él no era, ni mucho
menos, el hombre capaz de poner unidad en las más dispares tendencias y de hacer luz en el caos. Por eso, en las
publicaciones oficiales de su asociación se mezclan, en abigarrado mosaico, las ideas defendidas en el Manifiesto
Comunista con los recuerdos y los anhelos gremiales, fragmentos de Luis Blanc y Proudhon, el proteccionismo,
etc.; en una palabra, se quería contentar a todo el mundo. Se organizaron, sobre todo, huelgas, sindicatos,
cooperativas de producción, olvidándose de que lo más importante era conquistar, mediante victorias políticas, el
terreno sin el cual todas esas cosas no podrían sostenerse a la larga. Y cuando, más tarde, las victorias de la
reacción hicieron sentir a los dirigentes de la Hermandad la necesidad de lanzarse directamente a la lucha
revolucionaria, aquellas confusas masas que se agrupaban en torno a ellos los dejaron, naturalmente, en la
estacada. Born tomó parte en la insurrección de Dresde, en mayo de 1849 [20], y pudo escapar con suerte. Pero
la Hermandad Obrera se comportó frente al gran movimiento político del proletariado como una simple Liga
particular, que en parte sólo existía sobre el papel y cuya importancia era tan secundaria que la reacción no
consideró necesario suprimirla hasta 1850, sin meterse hasta varios años más tarde con aquellos retoños suyos
127
que aún continuaban existiendo. Y Born, cuyo verdadero nombre era Buttermilch, no se convirtió en un
personaje político, [198] sino en un modesto profesor suizo, que ya no traducía a Marx al lenguaje gremial, sino
al plácido Renán a su alemán almibarado.
El 13 de junio de 1849 en París [21], la derrota de las insurrecciones de mayo en Alemania y el aplastamiento de
la revolución húngara por los rusos pusieron fin a todo un período de la revolución de 1848. Pero el triunfo de la
reacción no era todavía, ni mucho menos, definitivo. Se imponía la reorganización de las fuerzas revolucionarias
dispersas, y por tanto también las de la Liga. Las circunstancias venían a vedar, como antes de 1848, toda
organización pública del proletariado; había que volver a organizarse, pues, secretamente.
En el otoño de 1849, volvieron a reunirse en Londres la mayoría de los miembros de los antiguos comités
centrales y congresos. Sólo faltaba Schapper, encarcelado en Wiesbaden, y que se presentó después de absuelto,
en la primavera de 1850, y Moll, quien después de haber cumplido una serie de misiones peligrosísimas y de
varios viajes de agitación —el último, para reclutar en el seno mismo del ejército prusiano, en la provincia del
Rin, artilleros montados para las baterías del Palatinado— se enroló en la compañía de obreros de Besancon, del
destacamento de Willich, muriendo de un tiro en la cabeza en la batalla del Murg, delante del puente de
Rotenfels. En cambio, apareció en escena Willich. Este era uno de aquellos comunistas sentimentales que tanto
abundaban desde 1845 en el occidente de Alemania, y que ya por ese solo hecho abrigaba una hostilidad secreta
instintiva contra nuestra tendencia crítica. Pero él era todavía más; era un perfecto profeta, convencido de su
misión de mesías predestinado del proletariado alemán, y, como tal, aspirante directo a la dictadura política, lo
mismo que a la dictadura militar. Y así, junto al comunismo basado en el cristianismo primitivo, predicado antes
por Weitling, surgió una especie de Islam comunista. Pero, por el momento, la propaganda de esta nueva religión
quedó circunscrita al cuartel de refugiados cuyo mando tenía Willich.
Se procedió, pues, a organizar de nuevo la Liga, se ido a la luz el Mensaje de marzo de 1850 [*], publicado en el
apéndice (IX, Nº 1 [22]) y se envió a Alemania como emisario a Heinrich Bauer. El Mensaje, redactado por
Marx y por mí, tiene todavía hoy interés, pues la democracia pequeñoburguesa sigue siendo aún el partido que en
la próxima conmoción europea, que no tardará en producirse (pues el intervalo entre las revoluciones europeas
—1815, 1830, 1848-1852, 1870— es, en nuestro siglo, de 15 a 18 años), será, necesariamente, el primero en
empuñar el timón de Alemania, como salvador de la sociedad frente a los obreros comunistas. [199] Por tanto,
muchas de las cosas que decimos allí todavía siguen teniendo aplicación hoy. La misión de Heinrich Bauer fue
coronada por un éxito completo. Aquel bravo zapaterillo era un diplomático innato. Volvió a incorporar a la
organización activa a los antiguos miembros de la Liga —algunos de los cuales se habían desligado de ella y
otros operaban por su cuenta—, y en particular a los dirigentes de la Hermandad Obrera. Y la Liga comenzó a
desempeñar un papel predominante en las asociaciones obreras, campesinas y gimnásticas, en proporciones
superiores a las de antes de 1848, hasta el punto de que ya en el siguiente Mensaje trimestral dirigido a las
comunas en junio de 1850, se pudo hacer constar que el estudiante Schurz, de Bonn (el que más tarde había de
ser ex ministro en Norteamérica), que había viajado por Alemania al servicio de la democracia pequeñoburguesa,
«se ha encontrado ya con que todos los elementos útiles están en manos de la Liga». (véase el apéndice, IX, Nº
2). Esta fue, indudablemente, la única organización revolucionaria alemana de importancia.
Pero la función que esta organización hubiese de desempeñar, dependía muy esencialmente de que se realizasen
o no las perspectivas de un nuevo auge de la revolución. En el transcurso de 1850, estas perspectivas fueron
haciéndose cada vez más inverosímiles, y hasta imposibles. La crisis industrial de 1847, que preparara la
revolución de 1848, había sido superada; había comenzado un nuevo período, hasta entonces nunca visto, de
prosperidad industrial: quien tuviese ojos para ver y los usase tenía que convencerse de que la tormenta
revolucionaria de 1848 se iba disipando poco a poco.
«Bajo esta prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desenvuelven todo lo
exuberantemente que pueden desenvolverse dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una
verdadera revolución. Semejante revolución sólo puede darse en aquellos períodos en que estos dos factores, las
modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción, incurren en mutua contradicción. Las
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distintas querellas a que ahora se dejan ir y en que se comprometen recíprocamente los representantes de las
distintas fracciones del partido continental del orden, no dan, ni mucho menos, pie para nuevas revoluciones; por
el contrario, son posibles sólo porque la base de las relaciones sociales es, por el momento, tan segura y —cosa
que la reacción ignora— tan burguesa. Contra ella chocarán todos los intentos de la reacción para contener el
desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las proclamas entusiastas de los demócratas».
Así escribíamos Marx y yo en la "Revista de mayo a octubre de 1850" de la "Neue Rheinische Zeitung. Politischökonomische Revue" [23], cuaderno V-VI, Hamburgo, 1850, pag. 153.
Pero esta manera fría de apreciar la situación era para mucha gente una herejía en aquellos momentos en que
Ledru-Rollin, Luis Blanc, Mazzini, Kossuth y los astros alemanes de menor magnitud, como Ruge, Kinkel, Gögg
y qué sé yo cuántos más, se reunían en Londres para formar a montones los gobiernos provisionales del porvenir,
no sólo para sus países respectivos, sino para toda Europa, y en que sólo faltaba recibir de los Estados Unidos el
dinero necesario, a título de empréstitos revolucionarios, para llevar a cabo, en un abrir y cerrar de ojos, la
revolución europea, y con ella, naturalmente, la instauración de las correspondientes repúblicas. ¿A quién podía
extrañarle que un hombre como Willich se dejase arrastrar por esto, que Schapper se dejase también llevar de su
vieja comezón revolucionaria, y que la mayoría de los obreros que en gran parte vivían como refugiados en
Londres les siguiesen al campo de los fabricantes democráticoburgueses de revoluciones? El caso es que el
retraimiento defendido por nosotros no era del gusto de estas gentes, empeñadas en que nos lanzásemos al
deporte de hacer revoluciones. Y, como nos negamos a ello del modo más enérgico, sobrevino la escisión; lo
demás lo verá el lector en las Revelaciones ******[*]. Luego vino la detención en Hamburgo, primero de Nothjung
y después de Haupt, quien traicionó a sus compañeros, denunciando los nombres de los que formaban el Comité
Central de Colonia; él era el que había de servir en el proceso de testigo principal de cargo; pero sus parientes no
quisieron pasar por esa vergüenza y lo expidieron a Río de Janeiro, donde más tarde se estableció como
comerciante, llegando a ser, en pago de sus méritos, primer cónsulo general de Prusia y después de Alemania. En
la actualidad, vuelve a estar en Europa ******[*] [24].
He aquí, para la mejor inteligencia de lo que sigue, la lista de los acusados de Colonia: 1) P. G. Röser, obrero
cigarrero; 2) Heinrich Bürgers, que había de morir siendo diputado progresista en la Dieta; 3) Peter Nothjung,
sastre, muerto hace pocos años en Breslau, siendo fotógrafo; 4) W. J. Reiff; 5) el Dr. Hermann Becker,
actualmente alcalde de Colonia y miembro de la cámara alta; 6) el Dr. Roland Daniels, médico, que murió pocos
años después del proceso, de resultas de una tuberculosis adquirida en la cárcel; 7) Karl Otto, químico; 8) el Dr.
Abraham Jacoby, [201] actualmente médico en Nueva York; 9) el Dr. J. J. Klein, actualmente médico y concejal
de Colonia; 10) Ferdinand Freiligrath, que por entonces estaba ya en Londres; 11) J. L. Ehrhand, viajante; 12)
Friedrich Lessner, sastre, actualmente en Londres. De éstos, fueron condenados por tentativa de alta traición,
después de la vista del proceso ante el jurado, que duró desde el 4 de octubre hasta el 12 de noviembre de 1852,
los siguientes: Röser, Bürgers y Nothjung a seis años; Reiff, Otto y Becker a cinco años, y Lessner a tres años de
reclusión en una fortaleza. Daniels, Klein, Jacoby y Ehrhard fueron absueltos.
Con el proceso de Colonia termina el primer período del movimiento obrero comunista en Alemania.
Inmediatamente después de la condena disolvimos nuestra Liga; pocos meses más tarde fenecía también el
Sonderbund de Willich-Schapper [25]
***
Entre aquella época y la de hoy, media toda una generación. Entonces, Alemania era un país de artesanado y de
industria casera, basada en el trabajo manual; hoy, es un gran país industrial, sujeto todavía a una continua
revolución industrial. Entonces había que andar buscando uno a uno a los obreros conscientes de su situación
como obreros y de su contraposición histórico-económica con el capital, pues esta misma contraposición estaba
todavía en mantillas. Hoy, hay que someter a todo el proletariado alemán a leyes de excepción, para entorpecer,
aunque no sea más que un poquito, el proceso de la formación total de su conciencia de clase oprimida.
Entonces, los pocos hombres que habían sabido comprender el papel histórico del proletariado tenían que
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reunirse secretamente, que agruparse a escondidas en pequeñas comunas de 3 a 20 individuos. Hoy, el
proletariado alemán ya no necesita de ninguna organización oficial, ni pública, ni secreta; basta con la simple y
natural cohesión que da la conciencia del interés de clase, para conmover a todo el imperio alemán, sin necesidad
de estatutos, de comités, de acuerdos ni de otras formas tangibles. Bismarck es el árbitro de Europa al otro lado
de las fronteras de Alemania; pero dentro de Alemania se alza, cada día más amenazadora, la figura atlética del
proletariado alemán que Marx pronosticara ya en 1844, el gigante a quien los estrechos muros del edificio
imperial, levantados a medida de los filisteos, le vienen demasiado pequeños, y cuya talla imponente y fornidas
espaldas siguen desarrollándose mientras llega el momento en que bastará con que se levante de su asiento para
que salte hecha añicos toda la estructura del imperio alemán. Más aún. El movimiento internacional del
proletariado europeo y americano [202] es hoy tan fuerte, que no sólo su primera forma estrecha —la de la Liga
secreta—, sino su segunda forma, infinitamente más amplia —la pública de la Asociación Internacional de los
Trabajadores—, se ha convertido en una traba para él, pues hoy basta con el simple sentimiento de solidaridad,
nacido de la conciencia de la identidad de su situación de clase, para crear y mantener unido entre los obreros de
todos los países y lenguas un solo y único partido: el gran partido del proletariado. Las doctrinas sostenidas por
la Liga desde 1847 hasta 1852 y que entonces podían ser tratadas despectivamente por los sabios filisteos, como
quimeras salidas de unas cuantas cabezas locas y exaltadas, como doctrinas misteriosas de algunos sectarios
sueltos, cuentan hoy con innumerables partidarios en todos los países civilizados del mundo desde los
condenados de las minas de Siberia, hasta los buscadores de oro de California; y el fundador de esta teoría, el
hombre más odiado y más calumniado de su tiempo, Carlos Marx, era, cuando murió, el consejero siempre
solicitado y siempre dispuesto del proletariado de ambos mundos.
Londres, 8 de octubre de 1885
Publicado en el libro: Karl Marx. Se publica de acuerdo con el texto del periódico«Enthüllungen über den
Kommunisten-Prozess zu Köln».
NOTAS
[1]
123 Engels escribió el trabajo "Contribución a la historia de la Liga de los comunistas" como introducción a la edición alemana de 1885
del trabajo de Marx "Revelaciones sobre el proceso de los comunistas en Colonia". En los años de vigencia de la Ley de excepción era
muy importante que la clase obrera de Alemania aprendiese la experiencia de la lucha revolucionaria en el período de la ofensiva de la
reacción de 1849-1852. Precisamente por eso Engels estimó necesario reeditar esa publicación de Marx.- 184
[2] 57 Se trata del proceso organizado en Colonia (del 4 de octubre al 12 de noviembre de 1852) con fines provocativos por el Gobierno
de Prusia contra 11 miembros de la Liga de los Comunistas. Acusados de crimen de alta traición sobre la base de documentos falsos y
perjurios, siete fueron condenados a reclusión en la fortaleza por plazos de 3 a 6 años.- 83, 184
[*******] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[3] 124 Babuvismo: Una corriente del comunismo utópico igualitario fundado por el revolucionario francés de fines del siglo XVIII
Graco Babeuf y sus adeptos.- 185
[*] Sociedad de las estaciones del año. (N. de la Edit.)
[4] 125 "Société des Saisons" («Sociedad de las Estaciones del Año»): organización conspirativa republicano-socialista secreta que
actuaba en París en los años de 1837 a 1839 bajo la dirección de A. Blanqui y A. Barbès.
[5] 126 Trátase de un episodio de la lucha de los demócratas alemanes contra la reacción en Alemania denominado «el atentado de
Francfort»; un grupo de elementos radicales asaltó el 3 de abril de 1833 el órgano central de la Confederación Germánica —la Dieta
federal de Franctort del Meno— para provocar la revolución en el país y proclamar la República de toda Alemania; las tropas
aplastaron la sublevación deficientemente preparada.- 185
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[6] 127 En febrero de 1834, el demócrata burgués italiano Mazzini organizó una expedición de los miembros de la «Joven Italia»,
sociedad fundada por él en 1831, y de un grupo de emigrados revolucionarios en Suiza, a Saboya, con el fin de levantar una
insurrección por la unificación de Italia y proclamar la República Italiana burguesa e independiente. Después de entrar en Saboya, el
destacamento fue derrotado por las tropas de Piamonte.- 186
[7] 128 Se llamaba demagogos en Alemania, desde 1819, a los participantes del movimiento de oposición entre la intelectualidad
alemana que se pronuncieban contra el régimen reaccionario de los Estados alemanes y exigían la unificación de Alemania. Los
«demagogos» eran víctimas de crueles represiones por parte de las autoridades alemanas.- 186
[**]Entiendo por comunismo igualitario, como queda dicho, solamente ese comunismo que se apoya exclusiva o predominantemente en
el postulado de la igualdad.
[8] 129 Se refiere a la "Asociación Educativa de Obreros Alemanes" domiciliada en la década del 50 del siglo XIX, en Londres, Great
Windmill-Street, fundada en febrero de 1840 por C. Schapper, J. Moll y otras personalidades de la Liga de los Justicieros. Marx y
Engels participaron en su actividad en los años de 1849 y 1850. E1 17 de septiembre de 1850, Marx, Engels y varios partidarios suyos
abandonaron la Asociación porque una gran parte de la misma se había pasado a la fracción sectaria aventurera de Willich-Schapper. Al
fundarse la Internacional en 1864, la Asociación pasó a ser Sección alemana de la Asociación Internacional de los Trabajadores en
Londres. La Asociación de Londres existió hasta 1918, cuando fue clausurada por el Gobierno de Inglaterra.- 186
[9] 115 "Vorwärts" («Adelante»): periódico alemán que se publicó en París desde enero hasta diciembre de 1844 dos veces por semana.
Colaboraban en él Marx y Engels.- 172, 187
[10] 48 "Deutsch-Französische Jahrbücher" («Anales franco-alemanes»): se publicaba en París, en alemán, bajo la redacción de C.
Marx y A. Ruge. No salió más que el primer fascículo (doble) en febrero de 1844. En él se publicaron las obras de Carlos Marx:
"Contribución al problema hebreo" y "Contribución a la critica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como las de
Federico Engels: "Esbozos para la crítica de la Economía Política" y "Situación de Inglaterra. Tomás Carlyle, El pasado y el presente".
Estas obras marcaban el paso definitivo de Marx y de Engels del democratismo revolucionario al materialismo y al comunismo. La
causa principal del cese de la publicación del anuario residía en las divergencias en cuestiones de principio entre Marx y el radical
burgués Ruge.- 81, 190
[11] 50 La "Asociación de Obreros Alemanes en Bruselas" fue fundada por Marx y Engels a fines de agosto de 1847, con el fin de
educar políticamente a los obreros alemanes residentes en Bélgica. Bajo la dirección de Marx, Engels y sus compañeros, la Asociación
se convirtió en un centro legal de unión de los proletarios revolucionarios alemanes en Bélgica. Los mejores elementos de la Asociación
integraban la Organización de Bruselas de la Liga de los Comunistas. Las actividades de la Asociación de Obreros Alemanes en
Bruselas se suspendieron poco después de la revolución de febrero de 1848 en Francia, debido a las detenciones y la expulsión de sus
componentes por la policía belga.- 81, 191
[12] 51 "Deutsche-Brüsseler-Zeitung" («Periódico Alemán de Bruselas»): periódico fundado por los emigrados políticos alemanes en
Bruselas; se publicó desde enero de 1847 hasta febrero de 1848. A partir de septiembre de 1847, Marx y Engels colaboraban
permanentemente en él y ejercían una influencia directa en su orientación. Bajo la dirección de Marx y Engels, se hizo órgano de la
Liga de los Comunistas.- 82, 172, 191
[13] 130 "The Northern Star" («La Estrella del Norte»): semanario inglés, órgano central de los cartistas, fundado en 1837. Se publicó
hasta 1852, inicialmente en Leeds y luego, a partir de noviembre de 1844, en Londres. El fundador y redactor del periódico fue F.
O'Connor. También fue miembro de la redacción J. Harney. Desde 1843 hasta 1850 publicó artículos de Engels.- 191
[14] 131 "Asociación Democrática", fundada en Bruselas en el otoño de 1847, agrupaba en sus filas a revolucionarios proletarios,
principalmente a los emigrados revolucionarios alemanes, y elementos de vanguardia de la democracia burguesa y pequeñoborguesa.
Marx y Engels desempeñaron un papel activo en la fundación de la Asociación. E1 15 de noviembre de 1847, Marx fue elegido
vicepresidente de la misma, proponiéndose para el cargo de presidente al demócrata belga L. Jottrand. Merced a la influencia de Marx,
la Asociación Democrática de Bruselas se convirtió en importante centro del movimiento democrático internacional. Después de
deportado Marx de Bruselas, a principios de marzo de 1848, y de las represiones de las autoridades belgas contra los elementos más
revolucionarios de la Asociación, la actividad de ésta adquirió un carácter más estrecho, puramente local, cesando del todo
prácticamente hacia 1849. - 191
[15] 132 "La Reforme" («La reforma»): diario francés, órgano de los demócratas republicanos y socialistas pequeñoborgueses; se
publicó en París de 1843 a 1850. Desde octubre de 1847 hasta enero de 1848 Engels insertó en este diario varios artículos suyos.- 191,
481
[*]"Der Volks-Tribun" (133). (N. de la Edit.)
131
[16] 133 "Der Volks-Tribun" («El Tribuno popular»): semanario fundado por los «socialistas verdaderos» alemanes en Nueva York; se
publicó desde el 5 de enero hasta el 31 de diciembre de 1846.- 191
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 133-135. (N. de la Edit.)
[*]Pfänder murió en Londres, hace unos ocho años. Era un hombre de fina inteligencia, un espíritu agudo, irónico, dialéctico. Eccarius
fue más tarde, durante muchos años, como es sabido, Secretario del Consejo General de la Asociación Internacional de los
Trabajadores, del que formaban parte, entre otros, varios antiguos afiliados de la Liga: Eccarius, Pfänder, Lessner, Lochner, Marx y yo.
Más tarde, Eccarius se consagró exclusivamente al movimiento sindical inglés.
[**] Véase C. Marx y F. Engels, "Estatutos de la Liga de los Comunistas" (N. de la Edit.)
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 110-140. (N. de la Edit.)
[17] 134 Las "Reivindicaciones del Partido Comunista en Alemania" fueron escritas por Marx y Engels en París entre el 21 y el 29 de
marzo de 1848. Vinieron a ser la plataforma política de la Liga de los Comunistas en la incipiente revolución alemana. Publicadas en
octavilla, se distribuían como documento directivo a los miembros de la Liga de los Comunistas que regresaban a su tierra. Durante la
revolución, Marx, Engels y sus partidarios trataron de propagar ese documento programático entre las grandes masas.- 195
[18] 135 Trátase del Club de obreros alemanes fundado en París el 8-9 de marzo de 1848 a iniciativa de la Liga de los Comunistas.
Marx desempeñaba el papel dirigente en esta organización. La finalidad de la fundación del Club era unir a los obreros emigrados
alemanes en París y explicarles la táctica del proletariado en la revolución democrática burguesa.- 196
[*] Véase el presente tomo, págs. 174-183. (N. de la Edit.)
[19] 119 Asamblea de Francfort: Asamblea Nacional convocada después de la revolución de marzo en Alemania, que comenzó sus
sesiones el 18 de mayo de 1848, en Francfort del Meno. La tarea principal de la Asamblea consistía en liquidar el fraccionamiento
político de Alemania y elaborar la Constitución de toda Alemania. Sin embargo, a causa de la cobardía y las vacilaciones de su mayoría
liberal, la indecisión y la inconsecuencia de su ala izquierda, la Asamblea no se atrevió a tomar en sus manos el poder supremo del país
y no supo adoptar una postura decidida respecto a las cuestiones fundamentales de la revolución alemana de los años 1848-1849. El 30
de mayo de 1849, la Asamblea se vio obligada a trasladar su sede a Stuttgart. El 18 de junio fue dispersada por las tropas.
[20] 54 Se trata de la insurrección armada en Dresde del 3 al 8 de mayo y de las insurrecciones en Alemania del Sur y del Oeste de
mayo a julio de 1849 en defensa de la Constitución imperial aprobada por la Asamblea Nacional de Francfort el 28 de marzo de 1849,
pero rechazada por varios Estados alemanes. Las insurrecciones tenían carácter aislado y espontáneo y fueron aplastadas hacia
mediados de julio de 1849.- 83, 197
[21] 55 El 13 de junio de 1849, en París, el partido pequeñoburgués La Montaña organizó una manifestación pacífica de protesta contra
el envío de tropas francesas para aplastar la revolución en Italia. La manifestación fue disuelta por las tropas. Muchos líderes de La
Montaña fueron arrestados y deportados o tuvieron que emigrar de Francia.- 83, 182, 197
[*] Véase la presente edición, t. 1, págs. 179-189. (N. de la Edit.)
[22] 136 En la edición de 1885 del trabajo de Marx "Revelaciones sobre el proceso de los comunistas en Colonia", para el que fue
escrito el presente artículo a guisa de introducción, Engels incluyó varios anejos, comprendidos los mensajes del Comité Central a la
Liga de los Comunistas de marzo y junio de 1850.- 198
[23] 56 "Neue Rheinische Zeitung. Politisch-ökonomische Revue" («Nuevo Periódico del Rin. Revista político-económica»): revista,
órgano teórico de la Liga de los Comunistas, fundada por Marx y Engels. Se publicó desde diciembre de 1849 hasta noviembre de
1850; salieron seis números.- 83, 199
[*******] Véase C. Marx, "Revelaciones sobre el proceso de los comunistas de Colonia". (N. de la Edit.)
[*******]Schapper murió en Londres, a fines de la década del 60. Willich hizo la guerra civil en los Estados Unidos (59), habiéndose
distinguido en ella. En la batalla de Murfreesboro (Tennesse), siendo general de brigada, recibió un tiro en el pecho, del cual curó.
Murió en Norteamérica hace unos diez años (1878). Respecto a las demás personas de que se habla en el texto, diré que Heinrich Bauer
ha desaparecido en Australia y que Weitling y Ewerbeck han muerto en los Estados Unidos.
132
[24] 59 La guerra civil de Norteamérica (1861-1865) se llevó a cabo entre los Estados industriales del Norte de los EE.UU. y los
sublevados Estados esclavistas del Sur, que querían conservar la esclavitud y resolvieron en 1861 separarse de los Estados del Norte. La
guerra fue resultado de la lucha de dos sistemas: el de la esclavitud y el del trabajo asalariado.- 84, 200
[25] 137 "Sonderbund" («Unión aparte»): por analogía a la unión de los cantones católicos reaccionarios de Suiza en los años 40 del
siglo XIX, Marx y Engels llamaban irónicamente así a la fracción sectaria aventurera de Willich-Schapper, que se había separado
después de la escisión de la Liga de los Comunistas del 15 de septiembre de 1850 para formar una organización aparte, con su propio
Comité Central. La fracción ayudó con su actividad a la policía prusiana a descubrir las sociedades ilegales de la Liga de los
Comunistas en Alemania y le dio pábulo para incoar en 1852 en Colonia, un proceso judicial contra destacados dirigentes de la Liga de
los Comunistas (véase la nota 57).- 201
133
Friedrich Engels:
EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD
PRIVADA Y EL ESTADO
PREFACIO A LA PRIMERA EDICION, 1884
Las siguientes páginas vienen a ser, en cierto sentido, la ejecución de un testamento. Carlos Marx se disponía a
exponer personalmente los resultados de las investigaciones de Morgan en relación con las conclusiones de su
(hasta cierto punto, puedo decir nuestro) análisis materialista de la historia, para esclarecer así, y sólo así, todo su
alcance. En América, Morgan descubrió de nuevo, y a su modo, la teoría materialista de la historia, descubierta
por Marx cuarenta años antes, y, guiándose de ella, llegó, al contraponer la barbarie y la civilización, a los
mismos resultados esenciales que Marx. Señalaré que los maestros de la ciencia "prehistórica" en Inglaterra
procedieron con el "Ancient Society" de Morgan[1] del mismo modo que se comportaron con "El Capital" de
Marx los economistas gremiales de Alemania, que estuvieron durante largos años plagiando a Marx con tanto
celo como empeño ponían en silenciarlo. Mi trabajo sólo medianamente puede remplazar al que mi difunto
amigo no logró escribir. Sin embargo, tengo a la vista, junto con extractos detallados que hizo de la obra de
Morgan[2], glosas críticas que reproduzco aquí, siempre que cabe.
Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y la reproducción
de la vida inmediata. Pero esta producción y reproducción son de dos clases. De una parte, la producción de
medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos que para producir
todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del hombre mismo, la continuación de la especie. El orden
social en que viven los hombres en una época o en un país dados, está condicionado por esas dos especies de
producción: por el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la otra. Cuanto menos
desarrollado está el trabajo, más restringida es la cantidad de sus productos y, por consiguiente, la riqueza de la
sociedad, con tanta mayor fuerza se manifiesta la influencia dominante de los lazos de parentesco sobre el
régimen social. Sin embargo, en el marco de este desmembramiento de la sociedad basada en los lazos de
parentesco, la productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se desarrollan la propiedad privada y el
cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad de emplear fuerza de trabajo ajena y, con ello, la base de los
antagonismos de clase: los nuevos elementos sociales, que en el transcurso de generaciones tratan de adaptar el
viejo régimen social a las nuevas condiciones hasta que, por fin, la incompatibilidad entre uno y otras no lleva a
una revolución completa. La sociedad antigua, basada en las uniones gentilicias, salta al aire a consecuencia del
choque de las clases sociales recien formadas; y su lugar lo ocupa una sociedad organizada en Estado y cuyas
unidades inferiores no son ya gentilicias, sino unidades territoriales; se trata de una sociedad en la que el régimen
familiar está completamente sometido a las relaciones de propiedad y en la que se desarrollan libremente las
contradicciones de clase y la lucha de clases, que constituyen el contenido de toda la historia escrita hasta
nuestros dias.
El gran mérito de Morgan consiste en haber encontrado en las uniones gentilicias de los indios norteamericanos
la clave para descifrar importantísimos enigmas, no resueltos aún, de la historia antigua de Grecia, Roma y
Alemania. Su obra no ha sido trabajo de un día. Estuvo cerca de cuarenta años elaborando sus datos hasta que
consiguió dominar por completo la materia. Y su esfuerzo no ha sido vano, pues su libro es uno de los pocos de
nuestros días que hacen época.
En lo que a continuación expongo, el lector distinguirá fácilmente lo que pertenece a Morgan y lo que he
agregado yo. En los capítulos históricos consagrados a Grecia y a Roma no me he limitado a reproducir la
134
documentación de Morgan y he añadido todos los datos de que yo disponía. La parte que trata de los celtas y de
los germanos es mía, esencialmente, pues los documentos de que Morgan disponía al respecto eran de segunda
mano y en cuanto a los germanos, aparte de lo que dice Tácito, únicamente conocía las pésimas falsificaciones
liberales del señor Freeman. La argumentación económica he tenido que rehacerla por completo, pues si bien era
suficiente para los fines que se proponía Morgan, no bastaba en absoluto para los que perseguía yo. Finalmente,
de por sí se desprende que respondo de todas las conclusiones hechas sin citar a Morgan.
Escrito por Engels para la primera edición de su libro "El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado", publicado en Zurich en 1884.
Se publica según la 4ª edición del libro.
Traducido del alemán.
NOTAS
[1] "Ancient Society, or Researches in the Lines of Human Progress from Savagery through Barbarism to
Civilization. By Lewis H. Morgan, London, MacMillan and Co., 1877. Este libro fue impreso en América, y es
muy difícil encontrarlo en Londres. El autor ha muerto hace algunos años. (Nota de Engels).
[2] Se refiere al guión de la obra de L. Morgan "La Sociedad Antigua" hecho por Marx, publicado en ruso en
1945. Vease "Archivo de Marx y Engels, t IX (Nota de la Redacción)
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
PREFACIO A LA CUARTA EDICION, 1891
Las ediciones precedentes, de las que se hicieron grandes tiradas, agotáronse hará cosa de unos seis meses, por lo
que el editor venía dese hace tiempo rogándome que preparase una nueva. Trabajos más urgentes me han
impedido hacerlo hasta ahora. Desde que apareció la primera edición han trasncurrido ya siete años, en los que el
estudio de las formas primitivas de la familia ha logrado grandes progresos. Por ello ha sido necesario corregir y
aumentar minuciosamente mi obra, con mayor razón porque se piensa estereotipar el libro y ello me privará, por
algún tiempo, de toda posibilidad de corregirlo.
Como digo, he revisado atentamente todo el texto y he introducido en él adiciones en las que confío haber tenido
en cuenta, debidamente, el actual estado de la ciencia. Además, hago en este prólogo una breve exposición del
desarrollo de la historia de la familia desde Bachofen hasta Morgan; he procedido a ello, ante todo, porque la
escuela prehistórica inglesa, que tiene un marcado matiz chovinista, continúa haciendo todo lo posible para
silenciar la revolución que los descubrimientos de Morgan han producido en las nociones de la historia primitiva,
aunque no siente el menor escrúpulo cuando se apropia los resultados obtenidos por Morgan. Por cierto, también
en otros países se sigue con excesivo celo, en algunos casos, este ejemplo dado por los ingleses.
Mi obra ha sido traducida a varios idiomas. En primer lugar, al italiano: "L'origine della famiglia, della propietá
privata e dello stato, versione riveduta dall'autore, di Pasquale Martignetti, Benevento, 1855. Luego apareció la
traducción rumana: "Origina familei, propietatei private si a statului, traducere de Joan Nadejde", publicada en la
revista de Jassi Contemporanul desde septiembre de 1885 hasta mayo de 1886. Luego al dinamarqués:
"Familjens, privatejendommens og Statens Oprindelse, Dansk, af Forffatteren gennemgaet Udgave, besörget of
135
Gerson Tier, Köbenhavn, 1888. Está imprimiéndose una traducción francesa de Henri Ravé según esta edición
alemana.
***
Hasta 1860 ni siquiera se podía pensar en una historia de la familia. Las ciencias históricas hallábanse aún, en
este dominio, bajo la influencia de los cinco libros de Moisés. La forma patriarcal de la familia, pintada en esos
cinco libros con mayor detalle que en ninguna otra parte, no sólo era admitida sin reservas como la más antigua,
sino que se la identificaba - descontando la poligamia- con la familia burguesa de nuestros días, de modo que
parecía como si la familia no hubiera tenido ningún desarrollo histórico; a lo sumo se admitía que en los tiempos
primitivos podía haber habido un período de promiscuidad sexual. Es cierto que aparte de la monogamia se
conocía la poligamia en Oriente y la poliandría en la India y en el Tíbet; pero estas tres formas no podían ser
ordenadas históricamente de modo sucesivo, sino que figuraban unas junto a otras sin guardar ninguna relación.
También es verdad que en algunos pueblos del mundo antiguo y entre algunas tribus salvajes aun existentes la
descendencia se cuenta por línea materna, y no paterna, siendo aquélla la única válida, y que en muchos pueblos
contemporáneos se prohibe el matrimonio dentro de determinados grupos más o menos grandes -por aquel
entonces aún no estudiados de cerca-, dándose este fenómeno en todas las partes del mundo; estos hechos,
ciertamente, eran conocidos y cada día se agregaban a ellos nuevos ejemplos. Pero nadie sabía cómo abordarlos e
incluso en la obra de E. B. Tylor "Investigaciones de la Historia primitiva de la Humanidad, etc"
(1865)[3]figuran como "costumbres raras", al lado de la prohibición vigente en algunas tribus salvajes de tocar la
leña ardiendo con cualquier instrumento de hierro y otras futilezas religiosas semejantes.
El estudio de la historia de la familia comienza en 1861, con el "Derecho materno" de Bachofen. El autor
formula allí las siguientes tesis: 1) primitivamente los seres humanos vivieron en promiscuidad sexual, a la que
Bachofen da, impropiamente, el nombre de heterismo; 2) tales relaciones excluyen toda posibilidad de establecer
con certeza la paternidad, por lo que la filiación sólo podía contarse por línea femenina, según el derecho
materno; esto se dio entre todos los pueblos antiguos; 3) a consecuencia de este hecho, las mujeres, como
madres, como únicos progenitores conocidos de la joven generación, gozaban de un gran aprecio y respeto, que
llegaba, según Bachofen, hasta el dominio femenino absoluto (ginecocracia); 4) el paso a la monogamia, en la
que la mujer pertenece a un solo hombre, encerraba la transgresión de una antiquísima ley religiosa (es decir, el
derecho inmemorial que los demás hombres tenían sobre aquella mujer), transgresión que debía ser castigada o
cuya tolerancia se resarcía con la posesión de la mujer por otros durante determinado período.
Bachofen halló las pruebas de estas tesis en numerosas citas de la literatura clásica antigua, reunidas por él con
singular celo. El paso del "heterismo" a la monogamia y del derecho materno al paterno se produce, según
Bachofen -concretamente entre los griegos-, a consecuencia del desarrollo de las concepciones religiosas, a
consecuencia de la introducción de nuevas divinidades, que representan ideas nuevas, en el grupo de los dioses
tradicionales, encarnación de las viejas ideas; poco a poco los viejos dioses van siendo relegados a segundo plano
por los primeros. Así, pues, según Bachofen no fue el desarrollo de las condiciones reales de existencia de los
hombres, sino el reflejo religioso de esas condiciones en el cerebro de ellos, lo que determinó los cambios
históricos en la situación social recíproca del hombre y de la mujer. En correspondencia con esta idea, Bachofen
interpreta la "Orestiada" de Esquilo como un cuadro dramático de la lucha entre el derecho materno agonizante y
el derecho paterno, que nació y logró la victoria sobre el primero en la época de las epopeyas. Llevada de su
pasión por su amante Egisto, Clitemnestra mata a Agamenón, su marido, al regresar éste de la guerra de Troya;
pero Orestes, hijo de ella y de Agamenón, venga al padre quitando la vida a su madre. ello hace que se vea
perseguido por las Erinias, seres demoníacos que protegen el derecho materno, según el cual el matridicio es el
más grave e imperdonable de los crímenes. Pero Apolo, que por mediación de su oráculo ha incitado a Orestes a
matar a su madre, y Atenea, que interviene como juez (ambas divinidades representan aquí el nuevo derecho
paterno), defienden a Orestes. Atenea escucha a ambas partes. Todo el litigio está resumido en la discusión que
sostienen Orestes y las Erinias. Orestes dice que Clitemnestra ha cometido un crimen doble por haber matado a
su marido y padre de su hijo. ¿Por qué las Erinias le persiguen a él, cuando ella es mucho más culpable? La
respuesta es sorprendente:
136
"No estaba unida por los vínculos de la sangre al hombre a quien ha matado".
El asesinato de una persona con la que no se está ligado por lazos de sangre, incluso si es el marido de la asesina,
puede expiarse y no concierne en lo más mínimo a las Erinias. La misión que a ellas corresponde es perseguir el
homicidio entre consanguíneos, y el peor de estos crímenes, el único imperdonable, según el derecho materno, es
el matricidio. Pero aquí interviene Apolo, el defensor de Orestes. Atenea somete el caso al areópago, el tribunal
jurado de Atenas; hay el mismo número de votos en pro de la absolución y en pro de la condena; entonces
Atenea, en calidad de presidente del Tribunal, vota en favor de Orestes y lo absuelve. El derecho paterno obtiene
la victoria sobre el materno, los "dioses de la nueva generación", según se expresan las propias Erinias, vencen a
éstas, que, al fin y a la postre, se resignan a ocupar un puesto diferente al que han venido ocupando y se ponen al
servicio del nuevo orden de cosas.
Esta nueva y muy acertada interpretación de la "Orestiada" es uno de los más bellos y mejores pasajes del libro
de Bachofen, pero al mismo tiempo es la prueba de que Bachofen cree, como en su tiempo Esquilo, en las
Erinias, en Apolo y en Atenea, es decir, cree que estas divinidades realizaron en la época heroica griega el
milagro de echar abajo el derecho materno y de sustituirlo por el paterno. Es evidente que tal concepción, que
estima la religión como la palanca decisiva de la historia mundial, se reduce, en fin de cuentas, al más puro
misticismo. Por ello, estudiar a fondo el voluminoso tomo de Bachofen es una labor ardua y, en muchos casos,
poco provechosa. Sin embargo, lo dicho no disminuye su mérito como investigador que ha abierto una nueva
senda, ya que ha sido el primero en sustituir las frases acerca de aquel ignoto estadio primitivo con promiscuidad
sexual por la demostración de que en la literatura clásica griega hay muchas huellas de que entre los griegos y
entre los pueblos asiáticos existió, en efecto, antes de la monogamia, un estado social en el que no solamente el
hombre mantenía relaciones sexuales con varias mujeres, sino que también la mujer mantenía relaciones sexuales
con varios hombres, sin faltar por ello a los hábitos establecidos. Bachofen probó que este uso no desapareció sin
dejar huellas bajo la forma de la necesidad, para la mujer, de entregarse por un período determinado a otros
hombres, entrega que era el precio de su derecho al matrimonio único; que, por tanto, primitivamente no podía
contarse la descendencia sino en línea femenina, de madre a madre; que esta validez exclusiva de la filiación
femenina se mantuvo largo tiempo, incluso en el período de la monogamia con la paternidad establecida, o por lo
menos, reconocida; y, por último, que esta situación primitiva de las madres, como únicos genitores ciertos de
sus hijos, aseguró a aquéllas y, al mismo tiempo, a las mujeres en general, una posición social más elevada de la
que desde entonces acá nunca han tenido. Es cierto que Bachofen no emitió esos principios con tanta claridad,
por impedírselo el misticismo de sus concepciones; pero los demostró, y ello, en 1861, fue toda una revolución.
El voluminoso tomo de Bachofen estaba escrito en alemán, es decir, en la lengua de la nación que menos se
interesaba entonces por la prehistoria de la familia contemporánea. Por eso permaneció casi ignorado. El más
inmediato sucesor de Bachofen en este terreno entró en escena en 1865, sin haber oído hablar de él nunca jamás.
Este sucesor fue J. F. MacLennan, el polo opuesto de su precedesor. En lugar de místico genial, tenemos aquí a
un árido jurisconsulto; en vez de una exultante y poética fantasía, las plausibles combinaciones de un alegato de
abogado. MacLennan encuentra en muchos pueblos salvajes, bárbaros y hasta civilizados de los tiempos antiguos
y modernos, una forma de matrimonio en que el novio, solo o asistido por sus amigos, está obligado a arrebatar
su futura esposa a sus padres, simulando un rapto por violencia. Esta usanza debe ser vestigio de una costumbre
anterior, por la cual los hombres de una tribu adquirían mujeres tomándolas realmente por la fuerza en el
exterior, en otras tribus. Pero ¿cómo nació ese "matrimonio por rapto"?. Mientras los hombres pudieron hallar en
su propia tribu suficientes mujeres, no había ningún motivo para semejante procedimiento. Por otra parte, con
frecuencia no menor encontramos en pueblos no civilizados ciertos grupos (que en 1865 aún solían identificarse
con las tribus mismas) en el seno de los cuales estaba prohibido el matrimonio, viéndose obligados los hombres a
buscar esposas y las mujeres esposos fuera del grupo; mientras tanto, en otros pueblos existe una costumbre en
virtud de la cual los hombres de cierto grupo vienen obligados a tomar mujeres sólo en el seno de su mismo
grupo. MacLennan llama "tribus" exógamas a los primeros, endógamas a los segundos, y a renglón seguido y sin
más circunloquios señala que existe una antítesis bien marcada entre las "tribus" exógamas y endógamas. Y aún
cuando sus propias investigaciones acerca de la exogamia le meten por los ojos el hecho de que esa antítesis en
137
muchos, si no en la mayoría o incluso en todos los casos, existe solamente en su imaginación, no por eso deja de
tomarla como base de toda su teoría. Según esta, las tribus exógamas no pueden tomar mujeres sino de otras
tribus, cosa que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia del estado salvaje, sólo puede hacerse
mediante el rapto.
MacLennan plantea más adelante: ¿De dónde proviene esa costumbre de la exogamia? A su parecer, nada tienen
que ver con ella las ideas de la consanguinidad y del incesto, nacidas mucho más tarde. La causa de tal usanza
pudiera ser la costumbre muy difundida entre los salvajes, de matar a las niñas enseguida que nacen. De eso
resultaría un excedente de hombres en cada tribu tomada por separado, siendo la inmediata consecuencia de ello
que varios hombres tendrían en común una misma mujer, es decir, la poliandría. De aquí se desprende, a su vez,
que se sabía quien era la madre del niño, pero no quién era su padrea; por ello la ascendencia sólo se contaba en
línea materna, y no paterna (derecho materno). Y otra consecuencia de la escasez de mujeres en el seno de la
tribu, escasez atenuada, pero no suprimida, por la poliandría, era precisamente el rapto sistemático de mujeres de
tribus extrañas. "Desde el momento en que la exogamia y la poliandria proceden de una sola causa, del
desequilibrio numérico entre los sexos, debemos considerar que entre todas las razas exogámicas ha existido
primitivamente la poliandría... Y por esto debemos teber por indiscutible que entre las razas exógamas el primer
sistema de parentesco era aquel que sólo reconocía el vínculo de la sangre por el lado materno". (MacLennan,
"Estudios de Historia Antigua, 1886; matrimonio primitivo"[4], pág. 124).
El mérito de MacLennan consiste en haber indicado la difusión general y la gran importancia de lo que él llama
exogamia. En cuanto al hecho de la existencia de grupos exógamos, no lo ha descubierto, y menos todavía lo ha
comprendido. Sin hablar ya de las noticias anteriores y sueltas de numerosos observadores -precisamente las
fuentes donde ha bebido MacLennan-, Latham había descrito con mucha exactitud y precisión ("Etnología
descriptiva", 1859)[5] ese fenómeno entre los magars de la India y había dicho que estaba universalmente
difundido y se encontraba en todas las partes del mundo. Este pasaje lo cita el propio MacLennan. Además,
también nuestro Morgan había observado y descrito perfectamente en 1847, en sus cartas acerca de los
iroqueses[6] ("American Review"), y en 1851, en su "La Liga de los Iroqueses", este mismo fenómeno, mientras
que el ingenio triquiñuelista de MacLennan ha introducido aquí una confusión mucho mayor que la aportada por
la fantasía mística de Bachofen en el terreno del derecho materno. Otro mérito de MacLennan consiste en haber
reconocido como primario el orden de descendencia con arreglo al derecho materno, aunque también aquí se le
adelantó Bachofen, según lo confiesa aquél más tarde. Pero tampoco aquí ve claras las cosas, pues habla sin
cesar de "parentesco en línea femenina solamente" ("kinship through females only"), empleando continuamente
esta expresión, exacta para un período anterior, en el análisis de fases del desarrollo más tardías en que, si bien es
cierto que la filiación y el derecho de herencia siguen contándose exclusivamente según la línea materna, el
parentesco por línea paterna está ya reconocido y fijado. Observamos aquí la estrechez de criterio del
jurisconsulto, que se forja un término jurídico fijo y continúa aplicándolo, sin modificarlo, a circunstancias para
las que es ya inservible.
Parece ser que, a pesar de su verosimilitud, la teoría de MacLennan pareciole a su autor no muy bien asentada.
Por lo menos, le llama la atención el "hecho, digno de ser notado, de que la forma de rapto (simulado) de las
mujeres se observe marcada y nítidamente entre los pueblos en que predomina el parentesco masculino (es decir,
la descendencia en línea paterna)" (pág. 140). Más adelante dice: "Es muy extraño que, según las noticias que
poseemos, el infanticidio no se practique por sistema allí donde coexisten la exogamia y la más antigua forma de
parentesco" (pág. 146). Estos dos hechos rebaten directamente su manera de explicar las cosas, y MacLennan no
puede oponerle sino nuevas hipótesis más embrolladas aún.
Sin embargo, su teoría fue acogida en Inglaterra con gran aprobación y simpatía. MacLennan fue considerado
aquí por todo el mundo como el fundador de la historia de la familia y como la primera autoridad en la materia.
Su antítesis entre las "tribus" exógamas y endógamas continuó siendo, a pesar de ciertas excepciones y
modificaciones comprobadas, la base reconocida de las opiniones dominantes y se trocó en las anteojeras que
impedían ver libremente el terreno explorado y, por consiguiente, todo progreso decisivo. Ante la exageración de
los méritos de MacLennan, hoy costumbre en Inglaterra y, siguiendo a ésta, fuera de ella, debemos señalar que
138
con su antítesis de "tribus" exógamas y endógamas, basada en la más pura confusión, ha causado más daño que
servicios ha prestado con sus investigaciones.
Entretanto, pronto empezaron a ser conocidos hechos que ya no cabían en el frágil molde de su teoría.
MacLennan sólo conocía tres formas de matrimonio: la poligamia, la poliandría y la monogamia. Pero así que se
centró la atención en este punto, se hallaron pruebas, cada vez más numerosas, de que entre los pueblos no
desarrollados existían otras formas de matrimonio, en las que varios hombres tenían en común varias mujeres; y
Lubbock ("El origen de la civilización", 1870[7] reconoció como un hecho histórico este matrimonio por grupos
(Communal marriage).
Poco después (en 1871) apareció en escena Morgan, con documentos nuevos y decisivos desde muchos puntos
de vista. Habíase convencido de que el sistema de parentesco propio de los iroqueses, y vigente aún entre ellos,
era común a todos los aborígenes de los Estados Unidos, es decir, que estaba difundido en un continente entero,
aun cuando se encuentra en contradicción formal con los grados de parentesco que resultan del sistema conyugal
allí imperante. Incitó entonces al gobierno federal americano a que recogiese informes acerca del sistema de
parentesco de los demás pueblos, según un formulario y unos cuadros confeccionados por él mismo. Y de las
respuestas dedujo: 1) que el sistema de parentesco indoamericano estaba igualmente en vigor en Asia y, bajo una
forma poco modificada, en muchas tribus de Africa y Australia; 2) que este sistema tenía su más completa
explicación en una forma de matrimonio por grupos que se hallaba en proceso de extinción en Hawaí y en otras
islas australianas, 3) que en estas mismas islas existía, junto a esa forma de matrimonio, un sistema de parentesco
que sólo podía explicarse mediante una forma, desaparecida hoy, de matrimonio por grupos más primitivo aún.
Morgan publicó las noticias reunidas y las conclusiones deducidas de ellas en su "Sistemas de consanguinidad y
afinidad"[8], en 1871, y llevó así la discusión a un terreno infinitamente más amplio. Tomando como punto de
partida los sistemas de parentesco y reconstituyendo las formas de familia a ellos correspondientes, abrió nuevos
caminos a la investigación y dio la posibilidad de ver mucho más lejos en la prehistoria de la humanidad. De
haber sido aceptado este método, las frágiles construcciones de MacLennan hubieran quedado reducidas a polvo.
MacLennan salió en defensa de su teoría con una nueva edición del "Matrimonio primitivo (Estudios de Historia
Antigua, 1876)". Aunque él mismo construye la historia de la familia basándose en simples hipótesis y de una
manera artificial en extremo, exige a Lubbock y a Morgan, no sólo la prueba de cada una de sus aseveraciones,
sino pruebas irrefutables, las únicas admitidas en los tribunales de justicia escoceses. ¡Y eso lo hace un hombre
quien, apoyándose en el íntimo parentesco entre el tio materno y el sobrino en los germanos (Tácito: Germania,
cap. XX), en el relato de César de que los bretones tienen sus mujeres en común por grupos de diez o doce, y en
todas las demás relaciones que los autores antiguos hacen de las mujeres entre los bárbaros, deduce sin
vacilación que la poliandría ha reinado en todos esos pueblos! Parece que se está oyendo a un fiscal que se toma
entera libertad para amañar sus conclusiones y exige, en cambio, al defensor la prueba más formal y más
jurídicamente valedera de cada palabra que éste pronuncie.
Afirma que el matrimonio por grupos es pura invención, y queda, así, muy por debajo de Bachofen. Según él, los
sistemas de parentesco de Morgan no son sino simplemente fórmulas de cortesía social, demostradas por el
hecho de que al dirigir los indios la palabra hasta a un extranjero, a un blanco, lo tratan de hermano o de padre.
Esto es lo mismo que si se quisiera asegurar que las palabras padre, madre, hermano y hermana son puras
fórmulas de apóstrofe sin significación, porque a los sacerdotes y a las abadesas católicas se los saluda
igualmente con los nombres de padre y madre, y porque los frailes y las monjas, lo mismo que los masones y los
miembros de los sindicatos ingleses, se tratan entre sí de hermanos y hermanas en sus reuniones solemnes. En
una palabra, la defensa de MacLennan no pudo ser más floja.
Pero quedaba un punto en el que era invulnerable. Su antítesis de las "tribus" exógamas y endógamas, base de su
sistema, lejos de vacilar, se reconocía universalmente como el fundamento de toda la historia de la familia. Se
admitía que el intento de demostrar esta antítesis hecho por MacLennan era insuficiente y estaba en
contradicción con los datos por él mismo aportados. Pero se consideraba como un evangelio indiscutible la
139
antítesis misma, la existencia de dos tipos, exclusivos entre sí, de tribus autónomas e independientes, de los
cuales uno tomaba sus mujeres en la misma tribu, mientras que al otro le estaba eso terminantemente prohibido.
Consúltese, por ejemplo, "Orígenes de la familia", de Giraud-Teulon (1874)[9], y aun la obra de Lubbock "El
origen de la civilización" (4ª edición, 1882).
Aparece luego el trabajo fundamental de Morgan, "La Sociedad Antigua" (1877), que forma la base de la obra
que ofrezco al lector. Aquí Morgan desarrolla con plena nitidez lo que en 1871 conjeturaba vágamente. La
endogamia y la exogamia no forman ninguna antítesis; la existencia de "tribus" exógamas no está demostrada
hasta ahora en ninguna parte. Pero, en la época en que aún dominaba el matrimonio por grupos -que, según toda
verosimilitud, ha existido en tiempos en todas partes-, la tribu se escindió en cierto número de grupos, de gens
consanguíneas por línea materna, en el seno de las cuales estaba rigurosamente prohibido el matrimonio, de tal
suerte que los hombres de una gens, si bien es verdad que podían tomar mujeres en la tribu, y las tomaban
efectivamente en ella, venían obligados a tomarlas fuera de su propia gens. De este modo, si la gens era
estrictamente exógama, la tribu que comprendía la totalidad de las gens era endógama en la misma medida. Esta
circunstancia dio al traste con los restos de las sutilezas de MacLennan.
Pero Morgan no se limitó a esto. La gens de los indios americanos le sirvió, además, para dar un segundo y
decisivo paso en la esfera de sus investigaciones. En esa gens, organizada según el derecho materno, descubrió la
forma primitiva de donde salió la gens ulterior, basada en el derecho paterno, la gens tal como la encontramos en
los pueblos civilizados de la antiguedad. La gens griega y romana, que había sido hasta entonces un enigma para
todos los historiadores, quedó explicada partiendo de la gens india, y con ello se dio una base nueva para el
estudio de toda la historia primitiva.
El descubrimiento de la primitiva gens de derecho materno, como etapa anterior a la gens de derecho paterno de
los pueblos civilizados, tiene para la historia primitiva la misma importancia que la teoría de la evolución de
Darwin para la biología, y que la teoría de la plusvalía, enunciada por Marx, para la Economía política. Este
descubrimiento permitió a Morgan bosquejar por vez primera una historia de la familia, donde, por lo menos en
líneas generales, quedaron asentados previamente, en cuanto lo permiten los datos actuales, los estadios clásicos
de la evolución. Para todo el mundo está claro que con ello se inicia una nueva época en el estudio de la
prehistoria. La gens de derecho materno es hoy el eje alrededor del cual gira toda esta ciencia; desde su
descubrimiento, se sabe en qué dirección encaminar las investigaciones y qué estudiar, así como de qué manera
de debe agrupar los resultados obtenidos. Por eso hoy se hacen en este terreno progresos mucho más rápidos que
antes de aparecer el libro de Morgan.
También en Inglaterra todos los investigadores de la prehistoria admiten hoy los descubrimientos de Morgan,
aunque sería más exacto decir que se han apropiado de ellos. Pero casi ninguno de estos investigadores declara
francamente que es a Morgan a quien debemos esa revolución en las ideas. En Inglaterra se pasa en silencio su
libro siempre que es posible; en cuanto al propio autor, se limitan a condescendientes elogios de sus trabajos
anteriores; escarban con celo en pequeños detalles de su exposición, pero silencian, contumaces, sus
descubrimientos, verdaderamente importantes. La primera edición de "Ancient Society" se agotó; en América las
publicaciones de este tipo se venden mal; en Inglaterra parece que la publicación de este libro ha sido saboteada
sistemáticamente, y la única edición en venta de esta obra, que forma época, es la traducción alemana.
¿Por qué esa reserva, en la cual es difícil no advertir una conspiración del silencio, sobre todo si se toma en
cuenta las numerosas citas hechas por simple cortesía, y otras pruebas de camaradería en que abundan las obras
de nuestros reconocidos investigadores de la prehistoria? ¿Quizá porque Morgan es americano, y resulta muy
duro para los historiadores ingleses, a pesar del muy meritorio celo que ponen en acopiar documentos, tener que
depender en cuanto a los puntos de vista generales necesarios para ordenar y agrupar los datos, en una palabra, en
cuanto a sus ideas, de dos extranjeros de genio, de Bachofen y de Morgan?. Aun pudiera pasar el alemán, pero
¡el americano!. En presencia de un americano vuélvese patriota todo inglés; he visto en los Estados Unidos
ejemplos graciosísimos. Agrégese a esto que MacLennan fue, en cierto modo, proclamado oficialmente el
fundador y el jefe de la escuela prehistórica inglesa; que, hasta cierto punto, en prehistoria se consideraba de
140
buen tono no hablar sino con el más profundo respeto de su alambicada construcción histórica, que conducía
desde el infanticidio a la familia de derecho materno, pasando por la poliandría y el matrimonio por rapto.
Teníase como grave sacrilegio manifestar la menor duda acerca de la existencia de "tribus" endógamas y
exógamas que se excluían absolutamente unas a otras; por tanto, Morgan, al disipar como humo todos estos
dogmas consagrados, cometió una especie de sacrilegio. Además, los hacía desvanecerse con argumentos cuya
sola exposición bastaba para que todo el mundo los admitiese como evidentes. Y los adoradores de MacLennan,
que hasta entonces vacilaban, perplejos, entre la exogamia y la endogamia, sin saber qué camino tomar, casi se
vieron obligados a darse de puñadas en la frente, y exclamar: "¿Cómo hemos podido ser tan pazguatos para no
haber descubierto todo esto nosotros mismos hace mucho tiempo?".
Y como si tantos crímenes no fuesen aún suficientes para que la escuela oficial diese fríamente la espalda a
Morgan, éste hizo desbordarse la copa, no sólo criticando, de un modo que recuerda a Fourier, la civilización y la
sociedad de la producción mercantil, forma fundamental de nuestra sociedad presente, sino hablando ademas de
una transformación de esta sociedad en términos que hubieran podido salir de labios de Carlos Marx. Por eso
Morgan se llevó su merecido cuando MacLennan le espetó indignado que el "método histórico le es
absolutamente antipático" y cuando el profesor Giraud-Teulon se lo repitió en Ginebra, en 1884. Y, sin embargo,
el mismo señor Giraud- Teulon erraba impotentemente en 1874 ("Orígenes de la familia") por el laberinto de la
exogamia maclennanesca, ¡de donde sólo Morgan había de sacarlo!.
Huelga detallar aquí los demás progresos que debe a Morgan la prehistoria; en el curso de mi trabajo se hallará lo
que es preciso decir acerca de este asunto. Los catorce años transcurridos desde que apareció su obra capital, han
aumentado mucho el acervo de nuestros datos históricos acerca de las sociedades humanas primitivas. En adición
a los antropólogos, viajeros e investigadores profesionales de la prehistoria, han salido al palenque los
representantes de la jurisprudencia comparada, que han aportado nuevos datos y nuevos puntos de vista. Algunas
hipótesis de Morgan han llegado a bambolearse y hasta a caducar. Pero los nuevos datos no han sustituido en
parte alguna por otras sus muy importantes ideas principales. El orden introducido por él en la historia primitiva
subsiste aún en lo fundamental. Incluso puede afirmarse que este orden va siendo reconocido generalmente en la
misma medida en que se intenta ocultar quién es el autor de este gran avance[10].
Federico Engels.
Londres, 16 de junio de 1891.
Publicado por primera vez en la revista "Neue Zeit", 1881, en forma de un artículo titulado "En torno a la
historia de la familia primitiva".
Se publica según la cuarta edición del libro traducido del alemán.
NOTAS
[3] E. B. Tylor. "Researches into de Early History of Mankind and the Developement of Civilizatión", London
1865. (N. de la Red.).
[4] J. F. MacLennan. Studies in ancient History, comprising a reprint of Primtive Marriage. London 1886. (N. de
la Red.).
[5] R. G. Latham. "Descriptive ethnology". Vol. I-II. London 1859. (N. de la Red.).
[6] L. H. Morgan. "League of the Ho-dé-no-sau-nee or Iroquois". Rochester 1851. (N. de la Red.).
141
[7] J. Lubbock, "The Origin of Civilization and the Primitive Condition of Man. Mental and Social Condition of
Savages". London 1870. (N. de la Red.).
[8] L. H. Morgan. "System of Consanguinity and Affinity of the Human Family". Washington 1871. (N. de la
Red.).
[9] A. Giraud-Teulon. "Les origines de la familie. Géneve, París 1874. (N. de la Red.).
[10] Al regresar de Nueva York, en septiembre de 1888, encontré a un ex diputado al Congreso por la
circunscripción de Rochester, el cual había conocido a Lewis Morgan. Por desgracia, no supo contarme gran
cosa acerca de él. Morgan había vivido como un particular en Rochester, ocupado únicamente en sus estudios. Su
hermano había sido coronel y ocupaba un puesto en el Ministerio de la Guerra en Washington; gracias a la
mediación de este hermano, había conseguido interesar al gobierno en sus investigaciones y hacer publicar varias
de sus obras a expensas del erario público; mi interlocutor también le había ayudado varias veces a ello mientras
estuvo en el Congreso. (Nota de Engels).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
I. ESTADIOS PREHISTORICOS DE CULTURA
Morgan fue el primeror que con conocimiento de causa trató de introducir un orden preciso en la prehistoria de la
humanidad, y su clasificación permanecerá sin duda en vigor hasta que una riqueza de datos mucho más
considerable no obligue a modificarla.
De las tres épocas principales -salvajismo, barbarie, civilización-sólo se ocupa, naturalmente, de las dos primeras
y del paso a la tercera. Subdivide cada una de estas dos estapas en los estadios inferior, medio y superior, según
los progresos obtenidos en la producción de los medios de existencia, porque, dice: "La habilidad en esa
producción desempeña un papel decisivo en el grado de superioridad y de dominio del hombre sobre la
naturaleza: el hombre es, entre todos los seres, el único que ha logrado un dominio casi absoluto de la producción
de alimentos. Todas las grandes épocas del progreso de la humanidad coinciden, de manera más o menos directa,
con las épocas en que se extienden las fuentes de existencia". El desarrollo de la familia se opera paralelamente,
pero sin ofrecer indicios tan acusados para la delimitación de los periodos.
I. SALVAJISMO
1. Estadio inferior. Infancia del género humano. Los hombres permanecían aún en los bosques tropicales o
subtropicales y vivían, por lo menos parcialmente, en los árboles; esta es la única explicación de que pudieran
continuar existiendo entre grandes fieras salvajes. Los frutos, las nueces y las raíces servían de alimento; el
principal progreso de esta época es la formación del lenguaje articulado. Ninguno de los pueblos conocidos en el
período histórico se encontraba ya en tal estado primitivo. Y aunque este periodo duró, probablemente, muchos
milenios, no podemos demostrar su existencia basándonos en testimonios directos; pero si admitimos que el
hombre procede del reino animal, debemos aceptar, necesariamente, ese estado transitorio.
2. Estadio medio. Comienza con el empleo del pescado (incluimos aquí también los crustaceos, los moluscos y
otros animales acuáticos) como alimento con el uso del fuego. Ambos fenómenos van juntos, porque el pescado
sólo puede ser empleado plenamente como alimento gracias al fuego. Pero con este nuevo alimento los hombres
se hicieron independientes del clima y de los lugares; siguiendo el curso de los ríos y las costas de los mares
pudieron, aun en estado salvaje, extenderse sobre la mayor parte de la Tierra. Los toscos instrumentos de piedra
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sin pulimentar de la primitiva Edad de Piedra, conocidos con el nombre de paleolíticos, pertenecen todos o la
mayoría de ellos a este período y se encuentran desparramados por todos los continentes, siendo una prueba de
esas emigraciones. La población de nuevos lugares y el incansable y activo afán de nuevos descubrimientos,
vinculado a la posesión del fuego, que se obtenía por frotamiento, condujeron al empleo de nuevos elementos,
como las raíces y los tubérculos farináceos, cocidos en ceniza caliente o en hornos excavados en el suelo, y
también la caza, que, con la invención de las primeras armas -la maza y la lanza-, llegó a ser un alimento
suplementario ocasional. Jamás hubo pueblos exclusivamente cazadores, como se dice en los libros, es decir, que
vivieran sólo de la caza, porque sus frutos son harto problemáticos. Por efecto de la constante incertidumbre
respecto a las fuentes de alimentación, parece ser que la antropofagia nace en ese estadio para subsistir durante
largo tiempo. Los australianos y muchos polinesios se hallan hoy aún en ese estadio medio del salvajismo.
3. Estadio superior. Comienza con la invención del arco y la flecha, gracias a los cuales llega la caza a ser un
alimento regular, y el cazar, una de las ocupaciones normales. El arco, la cuerda y la flecha forman ya un
instrumento muy complejo, cuya invención supone larga experiencia acumulada y facultades mentales
desarrolladas, así como el conocimiento simultáneo de otros muchos inventos. Si comparamos los pueblos que
conocen el arco y la flecha, pero no el arte de la alfarería (con el que empieza, según Morgan, el tránsito a la
barbarie), encontramos ya algunos indicios de residencia fija en aldeas, cierta maestría en la producción de
medios de subsistencia: vasijas y trebejos de madera, el tejido a mano (sin telar) con fibras de albura, cestos
trenzados con albura o con juncos, instrumentos de piedra pulimentada (neolíticos). En la mayoría de los casos,
el fuego y el hacha de piedra han producido ya la piragua formada de un solo tronco de árbol y en ciertos lugares
las vigas y las tablas necesarias para construir viviendas. Todos estos progresos los encontramos, por ejemplo,
entre los indios del noroeste de América, que conocen el arco y la flecha, pero no la alfarería. El arco y la flecha
fueron para el estadio salvaje lo que la espada de hierro para la barbarie y el arma de fuego para la civilización: el
arma decisiva.
II. LA BARBARIE
1. Estadio inferior. Empieza con la introducción de la alfarería. Puede demostrarse que en muchos casos y
probablemente en todas partes, nació de la costumbre de recubrir con arcilla las vasijas de cestería o de madera
para hacerlas retractarias al fuego; y pronto se descubrió que la arcilla moldeada servía para el caso sin necesidad
de la vasija interior.
Hasta aquí hemos podido considerar el curso del desarrollo como un fenómeno absolutamente general, válido en
un período determinado para todos los pueblos, sin distinción de lugar. Pero con el advenimiento de la barbarie
llegamos a un estadio en que empieza a hacerse sentir la diferencia de condiciones naturales entre los dos
grandes continentes. El rasgo característico del período de la barbarie es la domesticación y cría de animales y el
cultivo de las plantas. Pues bien; el continente oriental, el llamado mundo antiguo, poseía casi todos los animales
domesticables y todos los cereales propios para el cultivo, menos uno; el continente occidental, América, no
tenía más mamíferos domesticables que la llama -y aún así, nada más que en la parte del Sur-, y uno sólo de los
cereales cultivables, pero el mejor, el maíz. En virtud de estas condiciones naturales diferentes, desde este
momento la población de cada hemisferio se desarrolla de una manera particular, y los mojones que señalen los
límites de los estadios particulares son diferentes para cada uno de los hemisferios.
2. Estadio medio. En el Este, comienza con la domesticación de animales y en el Oeste, con el cultivo de las
hortalizas por medio del riego y con el empleo de adobes (ladrillos secados al sol) y de la piedra para la
construcción.
Comenzamos por el Oeste, porque aquí este estadio no fue superado en ninguna parte hasta la conquista de
América por los europeos.
Entre los indios del estadio inferior de la barbarie (figuran aquí todos los que viven al este del Misisipí) existía ya
en la época de su descubrimiento cierto cultivo hortense del maíz y quizá de la calabaza, del melón y otras
143
plantas de huerta que les suministraban una parte muy esencial de su alimentación; vivían en casas de madera, en
aldeas protegidas por empalizadas. Las tribus del Noroeste, principalmente las del valle del Columbia, hallábanse
aún en el estadio superior del estado salvaje y no conocían la alfarería ni el más simple cultivo de las plantas. Por
el contrario, los indios de los llamados pueblos de Nuevo México, los mexicanos, los centroamericanos y los
peruanos de la época de la conquista, hallábanse en el estadio medio de la barbarie; vivían en casas de adobes y
de piedra en forma de fortalezas; cultivaban en huertos de riego artificial el maíz y otras plantas comestibles,
diferentes según el lugar y el clima, que eran su principal fuente de alimentación, y hasta habían reducido a la
domesticidad algunos animales: los mexicanos, el pavo y otras aves; los peruanos, la llama. Además, sabían
labrar los metales, excepto el hierro; por eso no podían aún prescindir de sus armas a instrumentos de piedra. La
conquista española cortó en redondo todo ulterior desenvolvimiento independiente.
En el Este, el estado medio de la barbarie acomenzó con la domesticación de animales para el suministro de
leche y carne, mientras que, al parecer, el cultivo de las plantas permaneció desconocido allí hasta muy avanzado
este período. La domesticación de animales, la cría de ganado y la formación de grandes rebaños parecen ser la
causa de que los arios y los semitas se apartasen del resto de la masa de los bárbaros. Los nombres con que los
arios de Europa y Asia designan a los animales son aún comunes, pero los de las plantas cultivadas son casi
siempre distintos.
La formación de rebaños llevó, en los lugares adecuados, a la vida pastoril; los semitas, en las praderas del
Eufrates y del Tigris; los arios, en las de la India, del Oxus y el Jaxartes[11]; del Don y el Dniépér. Fue por lo
visto en estas tierras ricas en pastizales donde primero se consiguió domesticar animales. Por ello a las
generaciones posteriores les parece que los pueblos pastores proceden de comarcas que, en realidad, lejos de ser
la cuna del género humano, eran casi inhabitables para sus salvajes abuelos y hasta para los hombres del estadio
inferior de la barbarie. Y, a la inversa, en cuanto esos bárbaros del estadio medio se habituaron a la vida pastoril,
nunca se les hubiera podido ocurrir la idea de abandonar voluntariamente las praderas situadas en los valles de
los rios para volver a los territorios selváticos donde habitaran sus antepasados. Y ni aun cuando fueron
empujados hacia el Norte y el Oeste les fue posible a los semitas y a los arios retirarse a las regiones forestales
del Oeste de Asia y de Europa antes de que el cultivo de los cereales les permitiera en este suelo menos favorable
alimentar sus ganados, sobre todo en invierno. Es más que probable que el cultivo de los cereales naciese aquí,
en primer término, de la necesidad de proporcionar forrajes a las bestias, y que hasta más tarde no cobrase
importancia para la alimentación del hombre.
Quizá la evolución superior de los arios y los semitas se deba a la abundancia de carne y de leche en su
alimentación y, particularmente, a la benéfica influencia de estos alimentos en el desarrollo de los niños. En
efecto, los indios de los pueblos de Nuevo México, que se ven reducidos a una alimentación casi exclusivamente
vegetal, tienen el cerebro mucho más pequeño que los indios del estadio inferior de la barbarie, que comen más
carne y pescado. En todo caso, en este estadio desaparece poco a poco la antropofagia, que ya no sobrevive sino
como rito religioso o como un sortilegio, lo cual viene a ser casi lo mismo.
3. Estadio superior. Comienza con la fundición del mineral de hierro, y pasa al estadio de la civilización con el
invento de la escritura alfabética y su empleo para la notación literaria. Este estadio, que, como hemos dicho, no
ha existido de una manera independiente sino en el hemisferio oriental, supera a todos los anteriores juntos en
cuanto a los progresos de la producción. A este estadio pertenecen los griegos de la época heroica, las tribus
italas poco antes de la fundación de Roma, los germanos de Tácito, los normandos del tiempo de los vikingos.
Ante todo, encontramos aquí por primera vez el arado de hierro tirado por animales domésticos, lo que hace
posible la roturación de la tierra en gran escala -la agricultura- y produce, en las condiciones de entonces, un
aumento prácticamente casi ilimitado de los medios de existencia; en relación con esto, observamos también la
tala de los bosques y su transformación en tierras de labor y en praderas, cosa imposible en gran escala sin el
hacha y la pala de hierro. Todo ello motivó un rápido aumento de la población, que se instala densamente en
pequeñas áreas. Antes del cultivo de los campos sólo circunstancias excepcionales hubieran podido reunir medio
millón de hombres bajo una dirección central; es de creer que esto no aconteció nunca.
144
En los poemas homéricos, principalmente en la "Iliada", aparece ante nosotros la época más floreciente del
estadio superior de la barbarie. La principal herencia que los griegos llevaron de la barbarie a la civilización la
constituyen instrumentos de hierro perfeccionados, los fuelles de fragua, el molino de brazo, la rueda de alfarero,
la preparación del aceite y del vino, el labrado de los metales elevado a la categoría de arte, la carreta y el carro
de guerra, la construcción de barcos con tablones y vigas, los comienzos de la arquitectura como arte, las
ciudades amuralladas con torres y almenas, las epopeyas homéricas y toda la mitología. Si comparamos con esto
las descripciones hechas por César, y hasta por Tácito, de los germanos, que se hallaban en el unbral del estadio
de cultura del que los griegos de Homero se disponían a pasar a un grado más alto, veremos cuán espléndido fue
el desarrollo de la producción en el estadio superior de la barbarie.
El cuadro del desarrollo de la humanidad a través del salvajismo y de la barbarie hasta los comienzos de la
civilización, cuadro que acabo de bosquejar siguiendo a Morgan, es bastante rico ya en rasgos nuevos y, sobre
todo, indiscutibles, por cuanto están tomados directamente de la producción. Y, sin embargo, parecerá empañado
e incompleto si se compara con el que se ha de desplegar ante nosotros al final de nuestro viaje; sólo entonces
será posible presentar con toda claridad el tránsito de la barbarie a la civilización y el pasmoso contraste entre
ambas. Por el momento, podemos generalizar la clasificación de Morgan como sigue: Salvajismo. -Período en
que predomina la apropiación de productos que la naturaleza da ya hechos; las producciones artificiales del
hombre están destinadas, sobre todo, a facilitar esa apropiación. Barbarie. -Período en que aparecen la ganadería
y la agricultura y se aprende a incrementar la producción de la naturaleza por medio del género humano.
Civilización. -Período en el que el hombre sigue aprendiendo a elaborar los productos naturales, período de la
industria, propiamente dicha, y del arte.
NOTAS
[11] Hoy Amú-Dariá y Sir-Sariá. (N. de la Red.).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
II. LA FAMILIA
Morgan, que pasó la mayor parte de su vida entre los iroqueses - establecidos aún actualmente en el Estado de
Nueva York- y fue adoptado por una de sus tribus (la de los senekas), encontró vigente entre ellos un sistema de
parentesco en contradicción con sus verdaderos vínculos de familia. Reinaba allí esa especie de matrimonio,
fácilmente disoluble por ambas partes, llamado por Morgan "familia sindiásmica". La descendencia de una
pareja conyugal de esta especie era patente y reconocida por todo el mundo; ninguna duda podía quedar acerca
de a quién debían aplicarse los apelativos de padre, madre, hijo, hija, hermano, hermana. Pero el empleo de estas
expresiones estaba en completa contradicción con lo antecedente. El iroqués no sólo llama hijos a hijas a los
suyos propios, sino también a los de sus hermanos, que, a su vez, también le llamam a él padre. Por el contrario,
llama sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanas, los cuales le llaman tío. Inversamente, la iroquesa, a la vez
que a los propios, llama hijos e hijas a los de sus hermanas, quienes le dan el nombre de madre. Pero llama
sobrinos y sobrinas a los hijos de sus hermanos, que la llaman tía. Del mismo modo, los hijos de hermanos se
llaman entre sí hermanos y hermanas, y lo mismo hacen los hijos de hermanas. Los hijos de una mujer y los del
hermano de ésta se llaman mutuamente primos y primas. Y no son simples nombres, sino expresión de las ideas
que se tiene de lo próximo o lo lejano, de lo igual o lo desigual en el parentesco consanguíneo; ideas que sirven
de base a un parentesco completamente elaborado y capaz de expresar muchos centenares de diferentes
145
relaciones de parentesco de un sólo individuo. Más aún: este sistema no sólo se halla en pleno vigor entre todos
los indios de América (hasta ahora no se han encontrado excepciones), sino que existe también, casi sin cambio
ninguno, entre los aborígenes de la India, las tribus dravidianas del Decán y las tribus gauras del Indostán. Los
nombres de parentesco de las familias del Sur de la India y los de los senekas iroqueses del Estado de Nueva
York aun hoy coinciden en más de doscientas relaciones de parentesco diferentes. Y en estas tribus de la India,
como entre los indios de América, las relaciones de parentesco resultantes de la vigente forma de la familia están
en contradicción con el sistema de parentesco.
¿A qué se debe este fenómeno?. Si tomamos en consideración el papel decisivo que la consanguinidad
desempeña en el régimen social entre todos los pueblos salvajes y bárbaros, la importancia de un sistema tan
difundido no puede ser explicada con mera palabrería. Un sistema que prevalece en toda América, que existe en
Asia entre pueblos de raza completamente distinta, y que en formas más o menos modificadas suele encontrarse
por todas partes en Africa y en Australia, requiere ser explicado históricamente y no con frases hueras como
quiso hacerlo, por ejemplo, MacLennan. Los apelativos de padre, hijo, hermano, hermana, no son simples títulos
honoríficos, sino que, por el contrario, traen consigo serios deberes recíprocos perfectamente definidos y cuyo
conjunto forma una parte esencial del régimen social de esos pueblos. Y se encontró la explicación del hecho. En
las islas Sandwich (Hawaí) había aún en la primera mitad de este siglo una forma de familia en la que existían
los mismos padres y madres, hermanos y hermanas, hijos e hijas, tios y tias, sobrinos y sobrinas que requiere el
sistema de parentesco de los indios americanos y de los aborígenes de la India. Pero -¡cosa extraña!- el sistema
de parentesco vigente en Hawaí tampoco respondía a la forma de familia allí existente. Concretamente: en este
país todos los hijos de hermanos y hermanas, sin excepción, son hermanos y hermanas entre sí y se reputan como
hijos comunes, no solo de su madre y de las hermanas de ésta o de su padre y de los hermanos de éste, sino que
también de todos sus hermanos y hermanas de dus padres y madres sin distinción. Por tanto, si el sistema de
parentesco presupone una forma más primitiva de la familia, que ya no existe en América, pero que encontramos
aún en Hawaí, el sistema hawaiano, por su parte, nos apunta otra forma aún más rudimentaria de la familia, que
si bien no hallamos hoy en ninguna parte, ha debido existir, pues de lo contrario no hubiera podido nacer el
sistema de parentesco que le corresponde. "La familia, dice Morgan, es el elemento activo; nunca permanece
estacionada, sino que pasa de una forma inferior a una forma superior a medida que la sociedad evoluciona de un
grado más bajo a otro más alto. Los sistemas de parentesco, por el contrario, son pasivos; sólo después de largos
intervalos registran los progresos hechos por la familia y no sufren una modificación radical sino cuando se ha
modificado radicalmente la familia". "Lo mismo -añade Carlos Marx- sucede en general con los sistemas
políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos". Al paso que la familia sigue viviendo, el sistema de parentesco se
osifica; y mientras éste continúa en pie por la fuerza de la costumbre, la familia rebasa su marco. Pero, por el
sistema de parentesco legado históricamente hasta nuestros dias, podemos concluir que existió una forma de
familia a él correspondiente y hoy extinta, y lo podemos concluir con la misma certidumbre con que dedujo
Cuvier por los huesos de un didelfo hallado cerca de París que le esqueleto pertenecía a un didelfo y que allí
existieron en un tiempo didelfos, hoy extintos.
Los sistemas de parentesco y las normas de familia a que acabamos de referirnos difieren de los reinantes hoy en
que cada hijo tenía varios padres y madres. En el sistema americano de parentesco, al cual corresponde la familia
hawaiana, un hermano y una hermana no pueden ser padre y madre de un mismo hijo; el sistema de parentesco
hawaiano presupone una familia en la que, por el contrario, esto es la regla. Tenemos aquí una serie de formas de
familia que están en contradicción directa con las admitidas hasta ahora como únicas valederas. La concepción
tradicional no conoce más que la monogamia, al lado de la poligamia del hombre, y, quizá, la poliandría de la
mujer, pasando en silencio -como corresponde al filisteo moralizante- que en la práctica se salta tácitamente y sin
escrúpulos por encima de las barreras impuestas por la sociedad oficial. En cambio, el estudio de la historia
primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandría y
en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes. A su vez, ese mismo estado de cosas
pasa por toda una serie de cambios hasta que se resuelve en la monogamia. Estas modificaciones son de tal
especie, que el círculo comprendido en la unión conyugal común, y que era muy amplio en su origen, se estrecha
poco a poco hasta que, por último, ya no comprende sino la pareja aislada que predomina hoy.
146
Reconstituyendo retrospectivamente la historia de la familia, Morgan llega, de acuerdo con la mayor parte de sus
colegas, a la conclusión de que existió un estadio primitivo en el cual imperaba en el seno de la tribu el comercio
sexual promiscuo, de modo que cada mujer pertenecía igualmente a todos los hombres y cada hombre a todas las
mujeres. En el siglo pasado habíase ya hablado de tal estado primitivo, pero sólo de una manera general;
Bachofen fue el primero -y éste es uno de sus mayores méritos- que lo tomó en serio y buscó sus huellas en las
tradiciones históricas y religiosas. Sabemos hoy que las huellas descubiertas por él no conducen a ningún estado
social de promiscuidad de los sexos, sino a una forma muy posterior; al matrimonio por grupos. Aquel estadio
social primitivo, aun admitiendo que haya existido realmente, pertenece a una época tan remota, que de ningún
modo podemos prometernos encontrar pruebas directas de su existencia, ni aun en los fósiles sociales, entre los
salvajes más atrasados. Corresponde precisamente a Bachofen el mérito de haber llevado a primer plano el
estudio de esta cuestión[12].
En estos últimos tiempos se ha hecho moda negar ese período inicial en la vida sexual del hombre. Se quiere
ahorrar esa "vergüenza" a la humanidad. Y para ello apóyanse, no sólo en la falta de pruebas directas, sino, sobre
todo, en el ejemplo del resto del reino animal. De éste ha sacado Letourneau ("La evolución del matrimonio y de
la familia, 1888[13]) numerosos hechos, con arreglo a los cuales la promiscuidad sexual completa no es propia
sino de las especies más inferiores. Pero de todos estos hechos yo no puedo inducir más conclusión que ésta: no
prueban absolutamnte nada respecto al hombre y a sus primitivas condiciones de existencia. El emparejamiento
por largo plazo entre los vertebrados puede ser plenamente explicado por razones fisiológicas; en las aves, por
ejemplo, se debe a la necesidad de asistir a la hembra mientras incuba los huevos; los ejemplos de fiel
monogamia que se encuentran en las aves no prueban nada respecto al hombre, puesto que éste no desciende
precisamente del ave. Y si la estricta monogamia es la cumbre de la virtud, hay que ceder la palma a la tenia
solitaria, que en cada uno de sus cincuenta a doscientos anillos posee un aparato sexual masculino y femenino
completo, y se pasa la existencia entera cohabitando consigo misma en cada uno de esos anillos reproductores.
Pero si nos limitamos a los mamíferos, encontramos en ellos todas las formas de la vida sexual: la promiscuidad,
la unión por grupos, la poligamia, la monogamia; sólo falta la poliandría, a la cual nada más que seres humanos
podían llegar. Hasta nuestros parientes más próximos, los cuadrumanos, presentan todas las variedades posibles
de agrupamiento entre machos y hembras; y si nos encerramos en límites aún más estrechos y no ponemos
mientes sino en las cuatro especies de monos antropomorfos, Letourneau sólo puede decirnos de ellos que viven
cuándo en la monogamia cuándo en la poligamia; mientras que Saussure, según Giraud-Teulon, declara que son
monógamos. También distan mucho de probar nada los recientes asertos de Westermarck ("La historia del
matrimonio humano", 1891[14]) acerca de la monogamia del mono antropomorfo. En resumen, los datos son de
tal naturaleza, que el honrado Letourneau conviene en que "no hay en los mamíferos ninguna relación entre el
grado de desarrollo intelectual y la forma ed la unión sexual". Y Espinas dice con franqueza ("Las sociedades
animales", 1877[15]): "La horda es el más elevado de los grupos sociales que hemos podido observar en los
animales. Parece compuesto de familias, pero ya en su origen la familia y el rebaño son antagónicos; se
desarrollan en razón inversa una y otro".
Según acabamos de ver, no sabemos nada positivo acerca de la familia y otras agrupaciones sociales de los
monos antropomorfos; los datos que poseemos se contradicen diametralmente, y no hay que extrañarlo. ¡Cuán
contradictorias son y cuán necesitadas están de ser examinadas y comprobadas cíticamente incluso las noticias
que poseemos respecto a las tribus humanas en estado salvaje!. Pues bien, las sociedades de los monos son
mucho más difíciles de observar que las de los hombres. Por tanto, hasta tener una información amplia debemos
rechazar toda conclusión sacada de datos que no merecen ningún crédito.
Por el contrario, el pasaje de Espinas que hemos citado nos da mejor punto de apoyo. La horda y la familia, en
los animales superiores, no son complementos recíprocos, sino fenómenos antagónicos. Espinas describe muy
bien cómo la rivalidad de los machos durante el período de celo relaja o suprime momentáneamente los lazos
sociales de la horda' "Allí donde está íntimamente unida la familia no vemos formarse hordas, salvo raras
excepciones. Por el contrario, las hordas se constituyen casi de un modo natural donde reinan la promiscuidad o
la poligamia... Para que se produzca la horda se precisa que los lazos familiares se hayan relajado y que el
individuo haya recobrado su libertad. Por eso tan rara vez observamos entre las aves bandadas organizadas... En
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cambio, entre los mamíferos es donde encontramos sociedades más o menos organizadas precisamente porque en
este caso el individuo no es absorvido por la familia... Así, pues, la conciencia colectiva de la horda no puede
tener en su origen enemigo mayor que la conciencia colectiva de la familia. No titubeemos en decirlo: si se ha
desarrollado una sociedad superior a la familia, ha podido deberse únicamente a que se han incorporado a ella
familias profundamente alteradas, aunque ello no excluye que, precisamente por esta razón, dichas familias
puedan más adelante reconstituirse bajo condiciones infinítamente más favorables". (Espinas, cap. I, citado por
Giraud-Teulon: "Origen del matrimonio y de la familia, 1884[16] págs. 518-520).
Como vemos, las sociedades animales tienen cierto valor para sacar conclusiones respecto a las sociedades
humanas, pero sólo en un sentido negativo. Por todo lo que sabemos, el vertebrado superior no conoce sino dos
formas de familia: la poligamia y la monogamia. En ambos casos sólo se admite un macho adulto, un marido.
Los celos del macho, a la vez lazo y límite de la familia, oponen ésta a la horda; la horda, la forma social más
elevada, se hace imposible en unas ocasiones, y en otras, se relaja o se disuelve durante el período del celo; en el
mejor de los casos, su desarrollo se ve frenado por los celos de los machos. Esto basta para probar que la familia
animal y la sociedad humana primitiva son cosas incompatibles; que los hombres primitivos, en la época en que
pugnaban por salir de la animalidad, o no tenía ninguna nocióni de la familia o, a lo sumo, conocían una forma
que no se da en los animales. Un animal tan inerme como la criatura que se estaba convirtiendo en hombre pudo
sobrevivir en pequeño número incluso en una situación de aislamiento, en la que la forma de sociabilidad más
elevada es la pareja, forma que, basándose en relatos de cazadores, atribuye Westermarck al gorila y al
chimpancé. Mas, para salir de la animalidad, para realizar el mayor progreso que conoce la naturaleza, se
precisaba un elemento más; remplazar la carencia de poder defensivo del hombre aislado por la unión de fuerzas
y la acción común de la horda. Partiendo de las condiciones en que viven hoy los monos antropomorfos, sería
sencillamente inexplicable el tránsito a la humanidad; estos monos producen más bien el efectos de líneas
colaterales desviadas en vías de extinción y que, en todo caso, se encuentran en un proceso de decadencia. Con
esto basta para rechazar todo paralelo entre sus formas de familia y las del hombre primitivo. La tolerancia
recíproca entre los machos adultos y la ausencia de celos constituyeron la primera condición para que pudieran
formarse esos grupos extensos y duraderos en cuyo seno únicamente podía operarse la transformación del animal
en hombre. Y, en efecto, ¿qué encontramos como forma más antigua y primitiva de la familia, cuya existencia
indudablemente nos demuestra la historia y que aun podemos estudiar hoy en algunas partes?. El matrimonio por
grupos, la forma de matrimonio en que grupos enteros de hombres y grupos enteros de mujeres se pertenecen
recíprocamente y que deja muy poco margen para los celos. Además, en un estadio posterior de desarrollo
encontramos la poliandria, forma excepcional, que excluye en mayor medida aún los celos y que, por ello, es
desconocida entre los animales. Pero, como las formas de matrimonio por grupos que conocemos van
acompañadas por condiciones tan peculiarmente complicadas que nos indican necesariamente la existencia de
formas anteriores más sencillas de relaciones sexuales, y con ello, en último término, un período de
promiscuidad correspondiente al tránsito de la animalidad a la humanidad, las referencias a los matrimonios
animales nos llevan de nuevo al mismo punto del que debíamos haber partido de una vez para siempre.
¿Qué significa lo de comercio sexual sin trabas? Es significa que no existían los límites prohibitivos de ese
comercio vigentes hoy o en una época anterior. Ya hemos visto caer las barreras de los celos. Si algo se ha
podido establecer irrefutablemente, es que los celos son un sentimiento que se ha desarrollado relativamente
tarde. Lo mismo sucede con la idea del incesto. No sól en la época primitiva eran marido y mujer el hermano y la
hermana, sino que aun hoy es lícito en muchos pueblos un comercio sexual entre padres e hijos. Bancroft ("Las
razas indígenas de los Estados de la costa del Pacífico de América del Norte, 1885, tomo I[17]) atestigua la
existencia de tales relaciones entre los kaviatos del Estrecho de Behring, los kadiakos de cerca de Alaska y los
tinnehs, en el interior de la América del Norte británica; Letourneau ha reunido numerosos hechos idénticos entre
los indios chippewas, los cucús de Chile, los caribes, los karens de la Indochina; y esto, dejando a un lado los
relatos de los antiguos griegos y romanos acerca de los partos, los persas, los escitas, los hunos, etc.. Antes de la
invención del incesto (porque es una invención, y hasta de las más preciosas), el comercio sexual entre padres e
hijos no podía ser más repugnante que entre otras personas de generaciones diferentes, cosa que ocurre en
nuestros días, hasta en los países más mojigatos, sin producir gran horror. Viejas "doncellas" que pasan de los
sesenta se casan, si son lo bastante ricas, con hombres jóvenes de unos treinta años. Pero si despojamos a las
148
formas de la familia más primitivas que conocemos de las ideas de incesto que les corresponden (ideas que
difieren en absoluto de las nuestras y que a menudo las contradicen por completo), vendremos a parar a una
forma de relaciones carnales que sólo puede llamarse promiscuidad sexual, en el sentido de que aún no existían
las restricciones impuestas más tarde por la costumbre. Pero de esto no se deduce, en ningún modo, que en la
práctica cotidiana dominase inevitablemente la promiscuidad. De ningún modo queda excluida la unión de
parejas por un tiempo determinado, y así ocurre, en la mayoría de los casos, aun en el matrimonio por grupos. Y
si Westermarck, el último en negar este estado primitivo, da el nombre de matrimonio a todo caso en que ambos
sexos conviven hasta el nacimiento de un vástago, puede decirse que este matrimonio podía muy bien tener lugar
en las condiciones de la promiscuidad sexual sin contradecir en nada a ésta, es decir, a la carencia de barreras
impuestas por la costumbre al comercio sexual. Verdad es que Westermarck parte del punto de vista de que "la
promiscuidad supone la supresión de las inclinaciones individuales", de tal suerte, que "su forma por excelencia
es la prostitución". Paréceme más bien que es imposible formarse la menor idea de las condiciones primitivas,
mientras se las mire por la ventana de un lupanar. Cuadno hablemos del matrimonio por grupos volveremos a
tratar de este asunto.
Según Morgan, salieron de este estado primitivo de promiscuidad, probablemente en época muy temprana:
1. La familia consanguínea, la primera etapa de la familia. Aquí los grupos conyugales se clasifican por
generaciones: todos los abuelos y abuelas, en los límites de la familia, son maridos y mujeres entre sí; lo mismo
sucede con sus hijos, es decir, con los padres y las madres; los hijos de éstos forman, a su vez, el tercer círculo de
cónyuges comunes; y sus hijos, es decir, los biznietos de los primeros, el cuarto. En esta forma de la familia, los
ascendientes y los descendientes, los padres y los hijos, son los únicos que están excluídos entre sí de los
derechos y de los deberes (pudiéramos decir) del matrimonio. Hermanos y hermanas, primos y primas en
primero, segundo y restantes grados, son todos ellos entre sí hermanos y hermanas, y por eso mismo todos ellos
maridos y mujeres unos de otros. El vínculo de hermano y hermana presupone de por sí en este período el
comercio carnal recíproco[18].
Ejemplo típico de tal familia serían los descendientes de una pareja en cada una de cuyas generaciones sucesivas
todos fuesen entre sí hermanos y hermanas y, por ello mismo, maridos y mujeres unos de otros.
La família consanguínea ha desaparecido. Ni aun los pueblos más salvajes de que habla la historia presentan
algún ejemplo indudable de ella. Pero lo que nos obliga a reconocer que debió existir, es el sistema de parentesco
hawaiano que aún reina hoy en toda la Polinesia y que expresa grados de parentesco consanguíneo que sólo han
podido nacer con esa forma de familia; nos obliga también a reconocerlo todo el desarrollo ulterior de la familia,
que presupone esa forma como estadio preliminar necesario.
2. La familia punalúa. Si el primer progreso en la organización de la familia consistió en excluir a los padres y
los hijos del comercio sexual recíproco, el segundo fue en la exclusión de los hermanos. Por la mayor igualdad
de edades de los participantes, este progreso fue infinitamente más importante, pero también más difícil que el
primero. Se realizó poco a poco, comenzando, probablemente, por la exclusión de los hermanos uterinos (es
decir, por parte de madre), al principio en casos aislados, luego, gradualmente, como regla general (en Hawaí aún
había excepciones en el presente siglo), y acabando por la prohibición del matrimonio hasta entre hermanos
colaterales (es decir, según nuestros actuales nombres de parentesco, los primos carnales, primos segundos y
primos terceros). Este progreso constituye, según Morgan, "una magnífica ilustración de cómo actúa el principio
de la selección natural". Sin duda, las tribus donde ese progreso limitó la reproducción consanguínea, debieron
desarrollarse de una manera más rápida y más completa que aquéllas donde el matrimonio entre hermanos y
hermanas continuó siendo una regla y una obligación. Hasta qué punto se hizo sentir la acción de ese progreso lo
demuestra la institución de la gens, nacida directamente de él y que rebasó, con mucho, su fin inicial. La gens
formó la base del orden social de la mayoría, si no de todos los pueblos bárbaros de la Tierra, y de ella pasamos
en Grecia y en Roma, sin transiciones, a la civilización.
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Cada familia primitiva tuvo que escindirse, a lo sumo después de algunas generaciones. La economía doméstica
del comunismo primitivo, que domina exclusivamente hasta muy entrado el estadio medio de la barbarie,
prescribía una extensión máxima de la comunidad familiar, variable según las circunstancias, pero más o menos
determinada en cada localidad. Pero, apenas nacida, la idea de la impropiedad de la unión sexual entre hijos de la
misma madre debió ejercer su influencia en la escisión de las viejas comunidades domésticas (Hausgemeinden) y
en la formación de otras nuevas que no coincidían necesariamente con el grupo de familias. Uno o más grupos de
hermanas convertíanse en el núcleo de una comunidad, y sus hermanos carnales, en el núcleo de otra. De la
familia consanguínea salió, así o de una manera análoga, la forma de familia a la que Morgan da el nombre de
familia punalúa. Según la costumbre hawaiana, cierto número de hermanas carnales o más lejanas (es decir,
primas en primero, segundo y otros grados), eran mujeres comunes de sus maridos comunes, de los cuales
quedaban excluidos, sin embargo, sus propios hermanos. Esos maridos, por su parte, no se llamaban entre sí
hermanos, pues ya no tenían necesidad de serlo, sino "punalúa", es decir, compañero íntimo, como quien dice
associé. De igual modo, una serie de hermanos uterinos o más lejanos tenían en matrimonio común cierto
número de mujeres, con exclusión de sus propias hermanas, y esas mujeres se llamaban entre sí "punalúa". Este
es el tipo clásico de una formación de la familia (Familienformation) que sufrió más tarde una serie de
variaciones y cuyo rasgo característico esencial era la comunidad recíproca de maridos y mujeres en el seno de
un determinado círculo familiar, del cual fueron excluidos, sin embargo, al principio los hermanos carnales y,
más tarde, también los hermanos más lejanos de las mujeres, ocurriendo lo mismo con las hermanas de los
maridos.
Esta forma de la familia nos indica ahora con la más perfecta exactitud los grados de parentesco, tal como los
expresa el sistema americano. Los hijos de las hermanas de mi madre son también hijos de ésta, como los hijos
de los hermanos de mi padre lo son también de éste; y todos ellos son hermanas y hermanos míos. Pero los hijos
de los hermanos de mi madre son sobrinos y sobrinas de ésta, como los hijos de las hermanas de mi padre son
sobrinos y sobrinas de éste; y todos ellos son primos y primas míos. En efecto, al paso que los maridos de las
hermanas de mi madre son también maridos de ésta, y de igual modo las mujeres de los hermanos de mi padre
son también mujeres de éste -de derecho, si no siempre de hecho-, la prohibición por la sociedad del comercio
sexual entre hermanos y hermanas ha conducido a la división de los hijos de hermanos y de hermanas,
considerados indistintamente hasta entonces como hermanos y hermanas, en dos clases: unos siguen siendo
como lo eran antes, hermanos y hermanas (colaterales); otros - los hijos de los hermanos en un caso, y en otro los
hijos de las hermanas-no pueden seguir siendo ya hermanos y hermanas, ya no pueden tener progenitores
comunes, ni el padre, ni la madre, ni ambos juntos; y por eso se hace necesaria, por primera vez, la clase de los
sobrinos y sobrinas, de los primos y primas, clase que no hubiera tenido ningún sentido en el sistema familiar
anterior. El sistema de parentesco americano, que parece sencillamente absurdo en toda forma de familia que
descanse, de esta o la otra forma, en la monogamia, se explica de una manera racional y está justificado
naturalmente hasta en sus más íntimos detalles por la familia punalúa. La familia punalúa, o cualquier otra forma
análoga, debió existir, por lo menos en la misma medida en que prevaleció este sistema de consanguinidad.
Esta forma de la familia, cuya existencia en Hawaí está demostrada, habría sido también probablemente
demostrada en toda la Polinesia si los piadosos misioneros, como antaño los frailes españoles en América,
hubiesen podido ver en estas relaciones anticristianas algo más que una simple "abominación"[19]. Cuadno
César nos dice que los bretones, que se hallaban por aquel entonces en el estadio medio de la barbarie, que "cada
diez o doce hombres tienen mujeres comunes, con la particularidad de que en la mayoría de los casos son
hermanos y hermanas y padres e hijos", la mejor explicación que se puede dar es el matrimonio por grupos. Las
madres bárbaras no tienen diez o doce hijos en edad de poder sostener mujeres comunes; pero el sistema
americano de parentesco, que corresponde a la familia punalúa, suministra gran número de hermanos, puesto que
todos los primos carnales o remotos de un hombre son hermanos, puesto que todos los primos carnales o remotos
de un hombre son hermanos suyos. Es posible que lo de "padres con sus hijos" sea un concepto erróneo de César;
sin embargo, este sistema no excluye absolutamente que puedan encontrarse en el mismo grupo conyugal padre e
hijo, madre e hija, pero sí que se encuentren en él padre e hija, madre e hijo. Esta forma de la familia suministra
también la más fácil explicación de los relatos de Heródoto y de otros escritores antiguos acerca de la comunidad
de mujeres en los pueblos salvajes y bárbaros. Lo mismo puede decirse de lo que Watson y Kaye cuentan de los
150
tikurs del Audh, al norte del Ganges, en su libro "La población de la India"[20]. "Cohabitan (es decir, hacen vida
sexual) casi sin distinción, en grandes comunidades; y cuando dos individuos se consideran como marido y
mujer, el vínculo que les une es puramente nominal".
En la inmensa mayoría de los casos, la institución de la gens parece haber salido directamente de la familia
punalúa. Cierto es que el sistema de clases[21] australiano también representa un punto de partida para la gens;
los australianos tienen la gens, pero aún no tienen familia punalúa, sino una forma más primitiva de grupo
conyugal.
En ninguna forma de familia por grupos puede saberse con certeza quién es el padre de la criatura, pero sí se sabe
quién es la madre. Aun cuando ésta llama hijos suyos a todos los de la familia común y tiene deberes maternales
para con ellos, no por eso deja de distinguir a sus propios hijos entre los demás. Por tanto, es claro que en todas
partes donde existe el matrimonio por grupos, la descendencia sólo puede establecerse por la línea materna, y
por consiguiente, sólo se reconoce la línea femenina. En ese caso se encuentran, en efecto, todos los pueblos
salvajes y todos los que se hallan en el estadio inferior de la barbarie; y haberlo descubierto antes que nadie es el
segundo mérito de Bachofen. Este designa el reconocimiento exclusivo de la filiación maternal y las relaciones
de herencia que después se han deducido de él con el nombre de derecho materno; conservo esta expresión en
aras de la brevedad. Sin embargo, es inexacta, porque en ese estadio de la sociedad no existe aún derecho en el
sentido jurídico de la palabra.
Tomemos ahora en la familia punalúa uno de los dos grupos típicos, concretamente el de una especie de
hermanas carnales y más o menos lejanas (es decir, descendientes de hermanas carnales en primero, segundo y
otros grados), con sus hijos y sus hermanos carnales y más o menos lejanos por línea materna (los cuales, con
arreglo a nuestra premisa, no son sus maridos), obtendremos exáctamente el círculo de los individuos que más
adelante aparecerán como miembros de una gens en la primitiva forma de esta institución. Todos ellos tienen por
tronco común una madre, y en virtud de este origen, los descendientes femeninos forman generaciones de
hermanas. Pero los maridos de estas hermanas ya no pueden ser sus hermanos; por tanto, no pueden descender de
aquel tronco materno y no pertenecen a este grupo consanguíneo, que más adelante llega a ser la gens, mientras
que sus hijos pertenecen a este grupo, pues la descendencia por línea materna es la única decisiva, por ser la
única cierta. En cuanto queda prohibido el comercio sexual entre todos los hermanos y hermanas -incluso los
colaterales más lejanos- por línea materna, el grupo antedicho se transforma en una gens, es decir, se constituye
como un círculo cerrado de parientes consanguíneos por línea femenina, que no pueden casarse unos con otros;
círculo oque desde ese momento se consolida cada vez más por medio de instituciones comunes, de orden social
y religioso, que lo distinguen de las otras gens de la misma tribu. Más adelante volveremos a ocuparnos de esta
cuestión con mayor detalle. Pero si estimamos que la gens surge en la familia punalúa no sólo necesariamente,
sino incluso como cosa natural, tendremos fundamento para estimar casi indudable la existencia anterior de esta
forma de familia en todos los pueblos en que se puede comprobar instituciones gentilicias, es decir, en casi todos
los pueblos bárbaros y civilizados.
Cuando Morgan escribió su libro, nuestros conocimientos acerca del matrimonio por grupos eran muy limitados.
Se sabía alguna cosa del matrimonio por grupos entre los australianos organizados en clases, y, además, Morgan
había publicado ya en 1871 todos los datos que poseía sobre la familia punalúa en Hawaí. La familia punalúa,
por un lado, suministraba la explicación completa del sistema de parentesco vigente entre los indios americanos
y que había sido el punto de partida de todas las investigaciones de Morgan; por otro lado, constituía el punto de
arranque para deducir la gens de derecho materno; por último, era un grado de desarrollo mucho más alto que las
clases australianas. Se comprende, por tanto, que Morgan la concibiese como el estadio de desarrollo
inmediatamente anterior al matrimonio sindiásmico y le atribuyese una difusión general en los tiempos
primitivos. De entonces acá, hemos llegado a conocer otra serie de formas de matrimonio por grupos, y ahora
sabemos que Morgan fue demasiado lejos en este punto. Sin embargo, en su familia punalúa tuvo la suerte de
encontrar la forma más elevada, la forma clásica del matrimonio por grupos, la forma que explica de la manera
más sencilla el paso a una forma superior.
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Si las nociones que tenemos del matrimonio por grupos se han enriquecido, lo debemos sobre todo al misionero
inglés Lorimer Fison, que durante años ha estudiado esta forma de la familia en su tierra clásica, Australia. Entre
los negros australianos del monte Gambier, en el Sur de Australia, es donde encontró el grado más bajo de
desarrollo. La tribu entera se divide allí en dos grandes clases: los krokis y los kumites. Está terminantemente
prohibido el comercio sexual en el seno de cada una de estas dos clases; en cambio, todo hombre de una de ellas
es marido nato de toda mujer de la otra, y recíprocamente. No son los individuos, sino grupos enteros, quienes
están casados unos con otros, clase con clase. Y nótese que allí no hay en ninguna parte restricciones por
diferencia de edades o de consanguinidad especial, salvo la que se desprende de la división en dos clases
exógamas. Un kroki tiene de derecho por esposa a toda mujer kumite; y como su propia hija, como hija de una
mujer kumite, es también kumite en virtud del derecho materno, es, por ello, esposa nata de todo kroki, incluído
su padre. En todo caso, la organización por clases, tal como se nos presenta, no opone a esto ningún obstáculo.
Así, pues, o esta organización apareció en una época en que, a pesar de la tendencia instintiva de limitar el
incesto, no se veía aún nada malo en las relaciones sexuales entre hijos y padres, y entonces el sistema de clases
debió nacer directamente de las condiciones del comercio sexual sin restricciones, o, por el contrario, cuando se
crearon las clases estaban ya prohibidas por la costumbre las relaciones sexuales entre padres e hijos, y entonces
la situación actual señala la existencia anterior de la familia consanguínea y constituye el primer paso dado para
salir de ella. Esta última hipótesis es la más verosimil. Que yo sepa, no se dan ejemplos de unión conyugal entre
padres e hijos en Australia; y, aparte de eso, la forma posterior de la exogamia, la gens basada en el derecho
materno, presupone tácitamente la prohibición de este comercio, como una cosa que había encontrado ya
establecida antes de su surgimiento.
Además de la región del monte Gambier, en el Sur de Australia, el sistema de las clases se encuentra a orillas del
río Darling, más al este, y en Queensland, en el nordeste; de modo que está muy difundido. Este sistema sólo
excluye el matrimonio entre hermanos y hermanas, entre hijos de hermanos y entre hijos de hermanas por línea
materna, porque éstos pertenecen a la misma clase; por el contrario, los hijos de hermano y de hermana pueden
casarse unos con otros. Un nuevo paso hacia la prohibición del matrimonio entre consanguíneos lo observamos
entre los kamilarois, en las márgenes del Darling, en la Nueva Gales del Sur, donde las dos clases originarias se
han escindido en cuatro, y donde cada una de estas cuatro clases se casa, entera, con otra determinada. Las dos
primeras clases son esposos natos una de otra; pero según pertenezca la madre a la primera o a la segunda, pasan
los hijos a la tercera o a la cuarta. Los hijos de estas dos últimas clases, igualmente casadas una con otra,
pertenecen de nuevo a la primera y a la segunda. De suerte que siempre una generación pertenece a la primera y
a la segunda clase, la siguiente a la tercera y a la cuarta, y la que viene inmediatamente después, de nuevo a la
primera y a la segunda. Dedúcese de aquí que hijos de hermano y hermana (por línea materna) no pueden ser
marido y mujer, pero sí pueden serlo los nietos de hermano y hermana. Este complicado orden se enreda aún más
porque se injerta en él más tarde la gens basada en el derecho materno; pero aquí no podemos entrar en detalle.
Observamos, pues, que la tendencia a impedir el matrimonio entre consanguíneos se manifiesta una y otra vez,
pero de modo espontáneo, a tientas, sin conciencia clara del fin que se persigue.
El matrimonio por grupos, que en Australia es además un matrimonio por clases, la unión conyugal en masa de
toda una clase de hombres, a menudo esparcida por todo el continente, con una clase entera de mujeres no menos
diseminada; este matrimonio por grupos, visto de cerca, no es tan monstruoso como se lo representa la fantasía
de los filisteos, influenciada por la prostitución. Por el contrario, transcurrieron muchísimos años antes de que se
tuviese ni siquiera noción de su existencia, la cual, por cierto, se ha puesto de nuevo en duda hace muy poco. A
los ojos del observador superficial, se presenta como una monogamia de vínculos muy flojos y, en algunos
lugares, como una poligamia acompañada de una infidelidad ocasional. Hay que consagrarle años de estudio,
como lo han hecho Fison y Howitt, para descubrir en esas relaciones conyugales (que, en la práctica, recuerdan
más bien a la generalidad de los europeos las costumbres de su patria), la ley en virtud de la cual el negro
australiano, a miles de kilómetros de sus lares, entre gente cuyo lenguaje no comprende -y a menudo en cada
campamento, en cada tribu-, mujeres que se le entregan voluntariamente, sin resistencia; ley en virtud de la cual,
quien tiene varias mujeres, cede una de ellas a su huésped para la noche. Allí donde el europeo ve inmoralidad y
falta de toda ley, reina de hecho una ley muy rigurosa. Las mujeres pertenecen a la clase conyugal del forastero
y, por consiguiente, son sus esposas natas; la misma ley moral que destina el uno a al otra, prohibe, so pena de
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infamia, todo comercio sexual fuera de las clases conyugales que se pertenecen recíprocamente. Aun allí donde
se practica el rapto de las mujeres, que ocurre a menudo y en parte de Australia es regla general, se mantiene
escrupulosamente la ley de las clases.
En el rapto de las mujeres se encuentra ya indicios del tránsito a la monogamia, por lo menos en la forma del
matrimonio sindiásmico; cuando un joven, con ayuda de sus amigos, se ha llevado de grado o por fuerza a una
joven, ésta es gozada por todos, uno tras otro, pero después se considera como esposa del promotor del rapto. Y a
la inversa, si la mujer robada huye de casa de su marido y la recoge otro, se hace esposa de este último y el
primero pierde sus prerrogativas. Al lado y en el seno del matrimonio por grupos, que, en general, continúa
existiendo, se encuentran, pues, relaciones exclusivistas, uniones por parejas, a plazo más o menos largo, y
también la poligamia; de suerte que también aquí el matrimonio por grupos se va extingiendo, quedando
reducida la cuestión a saber quién, bajo la influencia europea, desaparecerá antes de la escena: el matrimonio por
grupos o los negros australianos que lo practican.
El matrimonio por clases enteras, tal como existe en Australia, es, en todo caso, una forma muy atrasada y muy
primitiva del matrimonio por grupos, mientras que la familia punalúa constituye, en cuanto no es dado conocer,
su grado superior de desarrollo. El primero parece ser la forma correspondiente al estado social de los salvajes
errantes; la segunda supone ya el establecimiento fijo de comunidades comunistas, y conduce directamente al
grado inmediato superior de desarrollo. Entre estas dos formas de matrimonio hallaremos aún, sin duda alguna,
grados intermedios; éste es un terreno de investigaciones que acaba de descubrirse, y en el cual no se han dado
todavía sino los primeros pasos.
3. La familia sindiásmica. En el régimen de matrimonio por grupos, o quizás antes, formábanse ya parejas
conyugales para un tiempo más o menos largo; el hombre tenía una mujer principal (no puede aún decirse que
una favorita) entre sus numerosas, y era para ella el esposo principal entre todos los demás. Esta circunstancia ha
contribuído no poco a la confusión producida en la mente de los misioneros, quienes en el matrimonio por
grupos ven ora una comunidad promiscua de la mujeres, ora un adulterio arbitrario. Pero conforme se
desarrollaba la gens e iban haciéndose más numerosas las clases de "hermanos" y "hermanas", entre quienes
ahora era imposible el matrimonio, esta unión conyugal por parejas, basada en la costumbre, debió ir
consolidándose. Aún llevó las cosas más lejos el impulso dado por la gens a la prohibición del matrimonio entre
parientes consanguíneos. Así vemo que entre los iroqueses y entre la mayoría de los demás indios del estadio
inferior de la barbarie, está prohibido el matrimonio entre todos los parientes que cuenta su sistema, y en éste hay
algunos centenares de parentescos diferentes. Con esta creciente complicación de las prohibiciones del
matrimonio, hiciéronse cada vez más imposibles las uniones por grupos, que fueron sustituidas por la familia
sindiásmica. En esta etapa un hombre vive con una mujer, pero de tal suerte que la poligamia y la infidelidad
ocasional siguen siendo un derecho para los hombres, aunque por causas económicas la poligamia se observa
raramente; al mismo tiempo, se exige la más estricta fidelidad a las mujeres mientras dure la vida común, y su
adulterio se castiga cruelmente. Sin embargo, el vínculo conyugal se disuelve con facilidad por una y otra parte,
y después, como antes, los hijos sólo pertenecen a la madre.
La selección natural continúa obrando en esta exclusión cada vez más extendida de los parientes consanguíneos
del lazo conyugal. Según Morgan, "el matrimonio entre gens no consanguíneas engendra una raza más fuerte,
tanto en el aspecto físico como en el mental; mezclábanse dos tribus avanzadas, y los nuevos cráneos y cerebros
crecían naturalmente hasta que comprendían las capacidades de ambas tribus. Las tribus que habían adoptado el
régimen de la gens, estaban llamadas, pues, a predominar sobre las atrasadas do a arrastrarlas tras de sí con su
ejemplo.
Por tanto, la evolución de la familia en los tiempos prehistóricos consiste en una constante reducción del círculo
en cuyo seno prevalece la comunidad conyugal entre los dos sexos, círculo que en su origen abarcaba la tribu
entera. La exclusión progresiva, primero de los parientes cercanos, después de los lejanosd y, finalmente, de las
personas meramente vinculadas por alianza, hace imposible en la práctica todo matrimonio por grupos; en último
término no queda sino la pareja, unida por vínculos frágiles aún, esa molécula con cuya disociación concluye el
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matrimonio en general. Esto prueba cuán poco tiene que ver el origen de la monogamia con el amor sexual
individual, en la actual concepción de la palabra. Aun prueba mejor lo dicho la práctica de todos los pueblos que
se hallan en este estado de desarrollo. Mientras que en las anteriores formas de la familia los hombres nunca
pasaban apuros para encontrar mujeres, antes bien tenían más de las que les hacían falta, ahora las mujeres
escaseaban y había que buscarlas. Por eso, con el matrimonio sindiásmico empiezan el rapto y la compra de las
mujeres, síntomas muy difundidos, pero nada más que síntomas, de un cambio mucho más profundo que se había
efectuado; MacLennan, ese escocés pedante, ha transformado por arte de su fantasía esos síntomas, que no son
sino simples métodos de adquirir mujeres, en distintas clases de familias, bajo la forma de "matrimonio por
rapto" y "matrimonio por compra". Además, entre los indios de América y en otras partes (en el mismo estadío),
el convenir en un matrimonio no incumbe a los interesados, a quienes a menudo ni aun se les consulta, sino a sus
madres. Muchas veces quedan prometidos así dos seres que no se conocen el uno al otro, y a quienes no se
comunica el cierre del trato hasta que no llega el momento del enlace matrimonial. Antes de la boda, el futuro
hace regalos a los parientes gentiles de la prometida (es decir, a los parientes por parte de la madre de ésta, y no
al padre ni a los parientes de éste). Estos regalos se consideran como el precio por el que el hombre compra a la
joven núbil que le ceden. El matrimonio es disoluble a voluntad de cada uno de los dos cónyuges; sin embargo,
en numerosas tribus, por ejemplo, entre los iroqueses, se ha formado poco a poco una opinión pública hostil a
esas rupturas; en caso de haber disputas entre los cónyuges, median los parientes gentiles de cada carte, y sólo si
esta mediación no surte efecto, se lleva a cabo la separación, en virtud de la cual se queda la mujer con los hijos
y cada una de las partes es libre de casarse de nuevo.
La familia sindiásmica, demasiado débil e inestable por sí misma para hacer sentir la necesidad o, aunque sólo
sea, el deseo de un hogar particular, no suprime de ningún modo el hogar comunista que nos presenta la época
anterior. Pero el hogar comunista significa predominio de la mujer en la casa, lo mismo que el reconocimiento
exclusivo de una madre propia, en la imposibilidad de conocer con certidumbre al verdadero padre, significa
profunda estimación de las mujeres, es decir, de las madres. Una de las ideas más absurdas que nos ha
transmitido la filosofía del siglo XVIII es la opinión de que en el origen de la sociedad la mujer fue la esclava del
hombre. Entre todos los salvajes y en todas las tribus que se encuentran en los estadios inferior, medio y, en
parte, hasta superior de la barbarie, la mujer no sólo es libre, sino que está muy considerada. Arthur Wright, que
fue durante muchos años misionero entre los iroqueses-senekas, puede atestiguar cual es aún esta situación de la
mujer en el matrimonio sindiásmico. Wright dice: "Respecto a sus familias, en la época en que aún vivían en las
antiguas casas grandes (domicilios comunistas de muchas familias)... predominaba siempre allí un clan (una
gens), y las mujeres tomaban sus maridos en otros clanes (gens)... Habitualmente, las mujeres gobernaban en la
casa; las provisiones eran comunes, pero ¡desdichado del pobre marido o amante que era demasiado holgazán o
torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la comunidad!. Por más hijos o enseres personales que
tuviese en la casa, podía a cada instante verse conminado a liar los bártulos y tomar el portante. Y era inútil que
intentase oponer resistencia, porque la casa se convertía para él en un infierno; no le quedaba más remedio sino
volverse a su propio clan (gens) o, lo que solía suceder más a menudo, contraer un nuevo matrimonio en otro.
Las mujeres constituían una gran fuerza dentro de los clanes (gens), lo mismo que en todas partes. Llegado el
caso, no vacilaban en destituir a un jefe y rebajarle a simple guerrero". La economía doméstica comunista, donde
la mayoría, si no la totalidad de las mujeres, son de una misma gens, mientras que los hombres pertenecen a otras
distintas, es la base efectiva de aquella preponderancia de las mujeres, que en los tiempos primitivos estuvo
difundida por todas partes y el descubrimiento de la cual es el tercer mérito de Bachofen. Puedo añadir que los
relatos de los viajeros y de los misioneros a cerca del excesivo trabajo con que se abruma a las mujeres entre los
salvajes y los bárbaros, no están en ninguna manera en contradicción con lo que acabo de decir. La división del
trabajo entre los dos sexos depende de otras causas que nada tienen que ver con la posición de la mujer en la
sociedad. Pueblos en los cuales las mujeres se ven obligadas mucho más de lo que, según nuestras ideas, les
corresponde, tienen a menudo mucha más consideración real hacia ellas que nuestros europeos. La señora de la
civilización, rodeada de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo, tiene una posición social muy
inferior a la de la mujer de la barbarie, que trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera
dama (lady, frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia disposición.
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Nuevas investigaciones acerca de los pueblos del Noroeste y, sobre todo, del Sur de América, que aún se hallan
en el estadio superior del salvajismo, deberán decirnos si el matrimonio sindiásmico ha remplazado o no por
completo hoy en América al matrimonio por grupos. Respecto a los sudamericanos, se refieren tan variados
ejemplos de licencia sexual, que se hace difícil admitir la desaparición completa del antiguo matrimonio por
grupos. En todo caso, aún no han desaparecido todos sus vestigios. Por lo menos, en cuarenta tribus de América
del Norte el hombre que se casa con la hermana mayor tiene derecho a tomar igualmente por mujeres a todas las
hermanas de ella, en cuanto llegan a la edad requerida. Esto es un vestigio de la comunidad de maridos para todo
un grupo de hermanas. De los habitantes de la península de California (estadio superior del salvajismo) cuenta
Bancroft que tienen ciertas festividades en que se reunen varias "tribus" para practicar el comercio sexual más
promiscuo. Con toda evidencia, son gens que en estas fiestas conservan un oscuro recuerdo del tiempo en que las
mujeres de una gens tenían por maridos comunes a todos los hombres de otra, y recíprocamente. La misma
costumbre impera aún en Australia. En algunos pueblos acontece que los ancianos, los jefes y los hechiceros
sacerdotes practican en provecho propio la comunidad de mujeres y monopolizan la mayor parte de éstas; pero,
en cambio, durante ciertas fiestas y grandes asambleas populares están obligados a admitir la antigua posesión
común y a permitir a sus mujeres que se solacen con los hombres jóvenes. Westermarck (páginas 28- 29) aporta
una serie de ejemplos de saturnales de este género, en las que recobra vigor por corto tiempo la antigua libertad
del comercio sexual: entre los hos, los santalas, los pandchas, y los cotaros de la India, en algunos pueblos
africanos, etc. Westermarck deduce de un modo extraño que estos hechos constituyen restos, no del matrimonio
por grupos, que él niega, sino del período del celo, que los hombres primitivos tuvieron en común con los
animales.
Llegamos al cuarto gran descubrimiento de Bachofen: el de la gran difusión de la forma del tránsito del
matrimonio por grupos al matrimonio sindiásmico. Lo que Bachofen representa como una penitencia por la
transgresión de los antiguos mandamientos de los dioses, como una penitencia impuesta a la mujer para comprar
su derecho a la castidad, no es, en resumen, sino la expresión mística del rescate por medio del cual se libra la
mujer de la antigua comunidad de maridos y adquiere el derecho de no entregarse más que a uno solo. Ese
rescate consiste en dejarse poseer en determinado periodo: las mujeres babilónicas estaban obligadas a entregarse
una vez al año en el templo de Mylitta; otros pueblos del Asia Menor enviaban a sus hijas al templo de Anaitis,
donde, durante años enteros, debían entregarse al amor libre con favoritos elegidos por ellas antes de que se les
permitiera casarse; en casi todos los pueblos asiáticos entre el Mediterráneo y el Ganges hay análogas usanzas,
disfrazadas de costumbres religiosas. El sacrificio expiatorio que desempeña el papel de rescate se hace cada vez
más ligero con el tiempo, como lo ha hecho notar Bachofen: "La ofrenda, repetida cada año, cede el puesto a un
sacrificio hecho sólo una vez; al heterismo de las matronas sigue el de las jóvenes solteras; se practica antes del
matrimonio, en vez de ejercitarlo durante éste; en lugar de abandonarse a todos, sin tener derecho de elegir, la
mujer ya no se entrega sino a ciertas personas". ("Derecho materno", pág. XIX). En otros pueblos no existe ese
disfraz religioso; en algunos -los tracios, los celtas, etc., en la antigüedad, en gran número de aborígenes de la
India, en los pueblos malayos, en los insulares de Oceanía y entre muchos indios americanos hoy día -las jóvenes
gozan de la mayor libertad sexual hasta que contraen matrimonio. Así sucede, sobre todo, en la América del Sur,
como pueden atestiguarlo cuantos han penetrado algo en el interior. De una rica familia de origen indio refiere
Agassiz ("Viaje por el Brasil, Boston y Nueba York"[22] 1886, pág. 266) que, habiendo conocido a la hija de la
casa, preguntó por su padre, suponiendo que lo sería el marido de la madre, oficial del ejército en campaña contra
el Paraguay; pero la madre le respondió sonriéndose: "Naod tem pai, he filha da fortuna" (no tiene padre, es hija
del acaso). "Las mujeres indias o mestizas hablan siempre en este tono, sin vergüenza ni censura, de sus hijos
ilegítimos; y esto es la regla, mientras que lo contrario parece ser la excepción. Los hijos... a menudo sólo
conocen a su madre, porque todos los cuidados y toda la responsabilidad recaen sobre ella; nada saben acerca de
su padre, y tampoco parece que la mujer tuviese nunca la idea de que ella o sus hijos pudieran reclamarle la
menor cosa". Lo que aquí parece pasmoso al hombre civilizado, es sencillamente la regla en el matriarcado y en
el matrimonio por grupos.
En otros pueblos, los amigos y parientes del novio o los convidados a la boda ejercen con la novia, durante la
boda misma, el derecho adquirido por usanza inmemorial, y al novio no le llega el turno sino el último de todos:
así sucedía en las islas Baleares y entre los augilas africanos en la antigüedad, y así sucede aún entre los bareas
155
en Abisinia. En otros, un personaje oficial, sea jefe de la tribu o de la gens, cacique, shamán, sacerdote o
príncipe, es quien representa a la colectividad y quien ejerce en la desposada el derecho de la primera noche ("jus
primae noctis"). A pesar de todos los esfuerzos neorrománticos de cohonestarlo, ese "jus primae noctis" existe
hoy aún como una reliquia del matrimonio por grupos entre la mayoría de los habitantes del territorio de Alaska
(Bancroft: "Tribus Nativas", 1, 81), entre los tahus del Norte de México (ibid, pág. 584) y entre otros pueblos; y
ha existido durante toda la Edad Media, por lo menos en los países de origen céltico, donde nació directamente
del matrimonio por grupos; en Aragón, por ejemplo. Al paso que en Castilla el campesino nunca fue siervo, la
servidumbre más abyecta reinó en Aragón hasta la sentencia o bando arbitral de Fernando el Católico de 1486,
documento donde se dice: "Juzgamos y fallamos que los señores (senyors, barones) susodichos no podrán
tampoco pasar la primera noche con la mujer que haya tomado un campesino, ni tampoco podrán durante la
noche de boda, después que se hubiere acostado en la cama la mujer, pasar la pierna encima de la cama ni de la
mujer, en señal de su soberanía; tampoco podrán los susodichos señores servirse ade las hijas o lo hijos de los
campesinos contra su voluntad, con y sin pago". (Citado, según el texto original en catalán, por Sugenheim, "La
servidumbre", San Petersburgo 1861[23], pág. 35).
Aparte de esto, Bachofen tiene razón evidente cuando afirma que el paso de lo que él llama "heterismo" o
"Sumpfzeugung" a la monogamia se realizó esencialmente gracias a las mujeres. Cuanto más perdían las
antiguas relaciones sexuales su candoroso carácter primitivo selvático a causa del desarrollo de las condiciones
económicas y, por consiguiente, a causa de la descomposición del antiguo comunismo y de la densidad, cada vez
mayor, de la población, más envilecedoras y opresivas debieran parecer esas relaciones a las mujeres y con
mayor fuerza debieron de anhelar, como liberación, el derecho a la castidad, el derecho al matrimonio temporal o
definitivo con un solo hombre. Este progreso no podía salir del hombre, por la sencilla razón, sin buscar otras, de
que nunca, ni aun en nuestra época, le ha pasado por las mientes la idea de renunciar a los goces del matrimonio
efectivo por grupos. Sólo después de efectuado por la mujer el tránsito al matrimonio sindiásmico, es cuando los
hombres pudieron introducir la monogamia estricta, por supuesto, sólo para las mujeres.
La familia sindiásmica aparece en el límite entre el salvajismo y la barbarie, las más de las veces en el estadio
superior del primero, y sólo en algunas partes en el estadio inferior de la segunda. Es la forma de familia
característica de la barbarie, como el matrimonio por grupos lo es del salvajismo, y la monogamia lo es de la
civilización. Para que la familia sindiásmica evolucione hasta llegar a una monogamia estable fueron menester
causas diversas de aquéllas cuya acción hemos estudiado hasta aquí. En la familia sindiásmica el grupo había
quedado ya reducido a su última unidad, a su molécula biatómica: a un hombre y una mujer. La selección natural
había realizado su obra reduciendo cada vez más la comunidad de los matrimonios, nada le quedaba ya que hacer
en este sentido. Por tanto, si no hubieran entrado en juego nuevas fuerzas impulsivas de "orden social", no
hubiese habido ninguna razón para que de la familia sindiásmica naciera otra nueva forma de familia. Pero
entraron en juego esas fuerzas impulsivas.
Abandonemos ahora América, tierra clásica de la familia sindiásmica. Ningún indicio permite afirmar que en ella
se halla desarrollado una forma de familia más perfecta, que haya existido allí una monogamia estable en ningún
tiempo antes del descubrimiento y de la conquista. Lo contrario sucedió en el viejo mundo.
Aquí la domesticación de los animales y la cría de ganado habían abierto manantiales de riqueza desconocidos
hasta entonces, creando relaciones sociales enteramente nuevas. Hasta el estadio inferior de la barbarie, la
riqueza duradera se limitaba poco más o menos a la habitación, los vestidos, adornos primitivos y los enseres
necesarios para obtener y preparar los alimentos: la barca, las armas, los utensilios caseros más sencillos. El
alimento debía ser conseguido cada día nuevamente. Ahora, con sus manadas de caballos, camellos, asnos,
bueyes, carneros, cabras y cerdos, los pueblos pastores, que iban ganando terreno (los arios en el País de los
Cinco Ríos y en el valle del Ganges, así como en las estepas del Oxus y el Jaxartes, a la sazón mucho más
espléndidamente irrigadas, y los semitas en el Eufrates y el Tigris), habían adquirido riquezas que sólo
necesitaban vigilancia y los cuidados más primitivos para reproducirse en una proporción cada vez mayor y
suministrar abundantísima alimentación en carne y leche. Desde entonces fueron relegados a segundo plano
todos los medios con anterioridad empleados; la caza que en otros tiempos era una necesidad, se trocó en un lujo.
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Pero, ¿a quién pertenecía aquella nueva riqueza?. No cabe duda alguna de que, en su origen, a la gens. Pero muy
pronto debió de desarrollarse la propiedad privada de los rebaños. Es difícil decir si el autor de lo que se llama el
primer libro de Moisés consideraba al patriarca Abraham propietario de sus rebaños por derecho propio, como
jefe de una comunidad familiar, o en virtud de su carácter de jefe hereditario de una gens. Sea como fuere, lo
cierto es que no debemos imaginárnoslo como propietario, en el sentido moderno de la palabra. También es
indudable que en los unbrales de la historia auténtica encontramos ya en todas partes los rebaños como propiedad
particular de los jefes de familia, con el mismo título que los productos del arte de la barbarie, los enseres de
metal, los objetos de lujo y, finalmente, el ganado humano, los esclavos.
La esclavitud había sido ya inventada. El esclavo no tenía valor ninguno para los bárbaros del estadio inferior.
Por eso los indios americanos obraban con sus enemigos vencidos de una manera muy diferente de como se hizo
en el estadio superior. Los hombres eran muertos o los adoptaba como hermanos la tribu vencedora; las mujeres
eran tomadas como esposas o adoptadas, con sus hijos supervivientes, de cualquier otra forma. En este estadio, la
fuerza de trabajo del hombre no produce aún excedente apreciable sobre sus gastos de mantenimiento. Pero al
introducirse la cria de ganado, la elaboración de los metales, el arte del tejido, y, por último, la agricultura, las
cosas tomaron otro aspecto. Sobre todo desde que los rebaños pasaron definitivamente a ser propiedad de la
familia, con la fuerza de trabajo pasó lo mismo que había pasado con las mujeres, tan fáciles antes de adquirir y
que ahora tenían ya su valor de cambio y se compraban. La familia no se multiplicaba con tanta rapidez como el
ganado. Ahora se necesitaban más personas para la custodia de éste; podía utilizarse para ello el prisionero de
guerra, que además podía multiplicarse, lo mismo que el ganado.
Convertidas todas estas riquezas en propiedad particular de las familias, y aumentadas después rápidamente,
asestaron un duro golpe a la sociedad fundada en el matrimonio sindiásmico y en la gens basada en el
matriarcado. El matrimonio sindiásmico había introducido en la fmailia un elemento nuevo. Junto a la verdadera
madre había puesto le verdadero padre, probablemente mucho más auténtico que muchos "padres" de nuestros
días. Con arreglo a la división del trabajo en la familia de entonces, correspondía al hombre procurar la
alimentación y los instrumentos de trabajo necesarios para ello; consiguientemente, era, por derecho, el
propietario de dichos instrumentos y en caso de separación se los llevaba consigo, de igual manera que la mujer
conservaba sus enseres domésticos. Por tanto, según las costumbres de aquella sociedad, el hombre era
igualmente propietario del nuevo manantial de alimentación, el ganado, y más adelante, del nuevo instrumento
de trabajo, el esclavo. Pero según la usanza de aquella misma sociedad, sus hijos no podían heredar de él, proque,
en cuanto a este punto, las cosas eran como sigue.
Con arreglo al derecho materno, es decir, mientras la descendencia sólo se contaba por línea femenina, y según la
primitiva ley de herencia imperante en la gens, los miembros de ésta heredaban al principio de su pariente gentil
fenecido. Sus bienes debían quedar, pues, en la gens. Por efecto de su poca importancia, estos bienes pasaban en
la práctica, desde los tiempos más remotos, a los parientes más próximos, es decir, a los consanguíneos por línea
materna. Pero los hijos del difunto no pertenecían a su gens, sino a la de la madre; al principio heredaban de la
madre, con los demás consanguíneos de ésta; luego, probablemente fueran sus primeros herederos, pero no
podían serlo de su padre, porque no pertenecían a su gens, en la cual debían quedar sus bienes. Así, a la muerte
del propietario de rebaños, estos pasaban en primer término a sus hermanos y hermanas y a los hijos de estos
últimos o a los descendientes de las hermanas de su madre; en cuanto a sus propios hijos, se veían desheredados.
Así, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento, daban, por una parte, al hombre una posición más
importante que a la mujer en la familia y, por otra parte, hacían que naciera en él la idea de valerse de esta
ventaja para modificar en provecho de sus hijos el orden de herencia establecido. Pero esto no podía hacerse
mientras permaneciera vigente la filiación según el derecho materno. Este tenía que ser abolido, y lo fue. Ello no
resultó tan difícil como hoy nos parece. Aquella revolución -una de las más profundas que la humanidad ha
conocido- no tuvo necesidad de tocar ni a uno solo de los miembros vivos de la gens. Todos los miembros de
ésta pudieron seguir siendo lo que hasta entonces habían sido. Bastó decidir sencillamente que en lo venidero los
descendientes de un miembro masculino permanecerían en la gens, pero los de un miembro femenino saldrían de
ella, pasando a la gens de su padre. Así quedaron abolidos al filiación femenina y el derecho hereditario materno,
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sustituyéndolos la filiación masculina y el derecho hereditario paterno. Nada sabemos respecto a cómo y cuando
se produjo esta revolución en los pueblos cultos, pues se remonta a los tiempos prehistóricos. Pero los datos
reunidos, sobre todo por Bachofen, acerca de los numerosos vestigios del derecho materno, demuestran
plenamente que esa revolución se produjo; y con qué facilidad se verifica, lo vemos en muchas tribus indias
donde acaba de efectuarse o se está efectuando, en parte por influjo del incremento de las riquezas y el cambio de
género de vida (emigración desde los bosques a las praderas), y en parte por la influencia moral de la civilización
y de los misioneros. De ocho tribus del Misurí, en seis rigen la filiación y el orden de herencia masculinos, y en
otras dos, los femeninos. Entre los schawnees, los miamíes y los delawares se ha introducido la costumbre de dar
a los hijos un nombre perteneciente a la gens paterna, para hacerlos pasar a ésta con el fin de que puedan heredar
de su padre. "Casuística innata en los hombres la de cambiar las cosas cambiando sus nombres y hallar salidas
para romper con la tradición, sin salirse de ella, en todas partes donde un interés directo da el impulso suficiente
para ello" (Marx). Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte
remediada con el paso al patriarcado. "Esta parece ser la transición más natural" (Marx). Acerca de lo que los
especialistas en Derecho comparado pueden decirnos sobre el modo en que se operó esta transición en los
pueblos civilizados del Mundo Antiguo -casi todo son hipótesis-, véase Kovalevski, "Cuadro de los orígenes y de
la evolución de la familia y de la propiedad", Estocolmo 1890[24].
El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El
hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la
esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción. Esta baja condición de la mujer, que
se manifiesta sobre todo entre los griegos de los tiempos heroicos, y más aún en los de los tiempos clásicos, ha
sido gradualmente retocada, disimulada y, en ciertos sitios, hasta revestida de formas más suaves, pero no, ni
mucho menos, abolida.
El primer efecto del poder exclusivo de los hombres, desde el punto y hora en que se fundó, lo observamos en la
forma intermedia de la familia patriarcal, que surgió en aquel momento. Lo que caracteriza, sobre todo, a esta
familia no es la poligamia, de la cual hablaremos luego, sino la "organización de cierto número de individuos,
libres y no libres, en una familia sometida al poder paterno del jefe de ésta. En la forma semítica, ese jefe de
familia vive en plena poligamia, los esclavos tienen una mujer e hijos, y el objetivo de la organización entera es
cuidar del ganado en un área determinada". Los rasgos esenciales son la incorporación de los esclavos y la
potestad paterna; por eso, la familia romana es el tipo perfecto de esta forma de familia. En su origen, la palabra
familia no significa el ideal, mezcla de sentimentalismos y de disensiones domésticas, del filisteo de nuestra
época; al principio, entre los romanos, ni siquiera se aplica a la pareja conyugal y a sus hijos, sino tan sólo a los
esclavos. Famulus quiere decir esclavo doméstico, y familia es el conjunto de los esclavos pertenecientes a un
mismo hombre. En tiempos de Gayo la "familia, id es patrimonium" (es decir, herencia), se transmitía aun por
testamento. Esta expresión la inventaron los romanos para designar un nuevo organismo social, cuyo jefe tenía
bajo su poder a la mujer, a los hijos y a cierto número de esclavos, con la patria potestad romana y el derecho de
vida y muerte sobre todos ellos. "La palabra no es, pues, más antigua que el férreo sistema de familia de las
tribus latinas, que nació al introducirse la agricultura y la esclavitud legal y después de la escisión entre los
itálicos arios y los griegos". Y añade Marx: "La familia moderna contiene en germen, no sólo la esclavitud
(servitus), sino también la servidumbre, y desde el comienzo mismo guarda relación con las cargas en la
agricultura. Encierra, in miniature, todos los antagonismos que se desarrollan más adelante en la sociedad y en su
Estado".
Esta forma de familia señala el tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia. Para asegurar la fidelidad
de la mujer y, por consiguiente, la paternidad de los hijos, aquélla es entregada sin reservas al poder del hombre:
cuando éste la mata, no hace más que ejercer su derecho.
Con la familia patriarcal entramos en los dominios de la historia escrita, donde la ciencia del Derecho comparado
nos puede prestar gran auxilio. Y en efecto, esta ciencia nos ha permitido aquí hacer importantes progresos. A
Máximo Kovalevski ("Cuadro de los orígenes y de la evolución de la familia y de la propiedad", págs. 60-100,
Estocolmo 1890) debemos la idea de que la comunidad familiar patriarcal (patriarchalische Hausgenossenschaft),
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según existe aún entre los servios y los búlgaros con el nombre de zádruga (que puede traducirse poco más o
menos como confraternidad! o bratstwo (fraternidad)), y bajo una forma modificada entre los orientales, ha
constituido el estadio de transición entre la familia de derecho materno, fruto del matrimonio por grupos, y la
monogamia moderna. Esto parece probado, por lo menos respecto a los pueblos civilizados del Mundo Antiguo,
los arios y los semitas.
La zádruga de los sudeslavos constituye el mejor ejemplo, existente aún, de una comunidad familiar de esta
clase. Abarca muchas generaciones de descendientes de un mismo padre, los cuales viven juntos, con sus
mujeres, bajo el mismo techo; cultivan sus tierras en común, se alimentan y se visten de un fondo común y
poseen en común el sobrante de los productos. La comunidad está sujeta a la administración superior del dueño
de la casa (domàcin), quien la representa ante el mundo exterior, tiene el derecho de enajenar las cosas de valor
mínimo, lleva la caja y es responsable de ésta, lo mismo que de la buena marcha de toda la hacienda. Es elegido,
y no necesita para ello ser el de más edad. Las mujeres y su trabajo están bajo la dirección de la dueña de la casa
(domàcica), que suele ser la mujer del domàcin. Esta tiene también voz, a menudo decisiva, cuando se trata de
elegir marido para las mujeres solteras. Pero el poder supremo pertenece al consejo de familia, a la asamblea de
todos los adultos de la comunidad, hombres y mujeres. Ante esa asamblea rinde cuentas el domàcin, ella es quien
resuelve las cuestiones de importancia, administra justicia entre todos los miembros de la comunidad, decide las
compras o ventas más importantes, sobre todo de tierras, etc.
No hace más de diez años que se ha probado la existencia en Rusia de grandes comunidades familiares de esta
especie; hoy todo el mundo reconoce que tienen en las costumbres populares rusas raíces tan ondas como la
obschina, o comunidad rural. Figuran en el más antiguo código ruso -la "Pravda" de Yaroslav-, con el mismo
nombre (verv) que en las leyes de Damacia; en las fuentes históricas polacas y checas también podemos
encontrar referencias al respecto.
También entre los germanos, según Heusler ("Instituciones del Derecho alemán"), la unidad económica primitiva
no es la familia aislada en el sentido moderno de la palabra, sino una comunidad familiar (Hausgenossenschaft)
que se compone de muchas generaciones con sus respectivas familias y que además encierra muy a menudo
individuos no libres. La familia romana se refiere igualmente a este tipo, y, debido a ello, el poder absoluto del
padre sobre los demás miembros de la familia, por supuesto privados enteramente de derechos respecto a él, se
ha puesto muy en duda recientemente. Comunidades familiares del mismo género han debido de existir entre los
celtas de Irlanda; en Francia, se han mantenido en el Nivernesado con el nombre de parçonneries hasta la
Revolución, y no se han extinguido aún en el Franco-Condado. En los alrededores de Louans (Saona y Loira) se
ven grandes caserones de labriegos, con una sala común central muy alta, que llega hasta el caballete del tejado;
alrededor se encuentran los dormitorios, a los cuales se sube por unas escalerillas de seis u ocho peldaños;
habitan en esas casas varias generaciones de la misma familia.
La comunidad familiar, con cultivo del suelo en común, se menciona ya en la India por Nearco, en tiempo de
Alejandro Magno, y aún subsiste en el Penyab y en todo el noroeste del país. El mismo Kovalevsky ha podido
encontrarla en el Cáucaso. En Argelia existe aún en las cábilas. Ha debido hallarse hasta en América, donde se
cree descubrirla en las "calpullis"[25]descritas por Zurita en el antiguo México; por el contrario, Cunow
("Ausland", 1890, números 42-44) ha demostrado de una manera bastante clara que en la época de la conquista
existía en el Perú una especie de marca (que, cosa extraña, también se llamaba allí "marca"), con reparto
periódico de las tierras cultivadas y, por consiguiente, con cultivo individual.
En todo caso, la comunidad familiar patriarcal, con posesión y cultivo del suelo en común, adquiere ahora una
significación muy diferente de la que tenía antes. Ya no podemos dudar del gran papel transicional que
desempeñó entre los civilizados y otros pueblos de la antigüedad en el período entre la familia de derecho
materno y la familia monógama. Más adelante hablaremos de otra cuestión sacada por Kovalevski, a saber: que
la comunidad familiar fue igualmente el estadio transitorio de donde salió la comunidad rural o la marca, con
cultivo individual del suelo y reparto al principio periódico y después defintivo de los campos y pastos.
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Respecto a la vida de familia en el seno de estas comunidades familiares, debe hacerse notar que, por lo menos
en Rusia, los amos de casa tienen la fama de abusar mucho de su situación en lo que respecta a las mujeres más
jóvenes de la comunidad, principalmente a sus nueras, con las que forman a menudo un harén; las canciones
populares rusas son harto elocuentes a este respecto.
Antes de pasar a la monogamia, a la cual da rápido desarrollo el derrumbamiento del matriarcado, digamos
algunas palabras de la poligamia y de la poliandria. Estas dos formas de matrimonio sólo pueden ser
excepciones, artículos de lujo de la historia, digámoslo así, de no ser que se presenten simultáneamente en un
mismo país, lo cual, como sabemos, no se produce. Pues bien; como los hombres excluidos de la poligamia no
podían consolarse con las mujeres dejadas en libertad por la poliandria, y como el número de hombres y mujeres,
independientemente de las instituciones sociales, ha seguido siendo casi igual hasta ahora, ninguna de estas
formas de matrimonio fue generalmente admitida. De hecho, la poligamia de un hombre era, evidentemente, un
producto de la esclavitud, y se limitaba a las gentes de posición elevada. En la familia patriarcal semítica, el
patriarca mismo y, a lo sumo, algunos de sus hijos viven como polígamos; los demás, se ven obligados a
contentarse con una mujer. Así sucede hoy aún en todo el Oriente: la poligamia se un privilegio de los ricos y de
los grandes, y las mujeres son reclutadas, sobre todo, por la compra de esclavas; la masa del pueblo es
monógama. Una excepción parecida es la poliandria en la India y en el Tibet, nacida del matrimonio por grupos,
y cuyo interesante origen queda dpor estudiar más a fondo. En la práctica, parece mucho más tolerante que el
celoso régimen del harén musulmán.
Entre los naires de la India, por lo menos, tres, cuatro o más hombres, tienen una mujer común; pero cada uno de
ellos puede tener, en unión con otros hombres, una segunda, una tercera, una cuarta mujer, y así sucesivamente.
Asombra que MacLennan, al describirlos, no haya descubierto una nueva categoría de matrimonio -el
matrimonio en club- en estos clubs conyugales, de varios de los cuales puede formar parte el hombre. Por
supuesto, el sistema de clubs conyugales no tiene que ver con la poliandria efectiva; por el contrario, según lo ha
hecho notar ya Giraud-Teulon, es una forma particular (spezialisierte) del matrimonio por grupos: los hombres
viven en la poligamia, y las mujeres en la poliandria.
4. La familia monogámica. Nace de la familia sindiásmica, según hemos indicado, en el período de la transición
entre el estadio medio y el estadio superior de la barbarie; su triunfo definitivo es uno de los síntomas de la
civilización naciente. Se funda en el predominio del hombre; su fin expreso es el de procrear hijos cuya
paternidad sea indiscutible; y esta paternidad indiscutible se exige porque los hijos, en calidad de herederos
directos, han de entrar un día en posesión de los bienes de su padre. La familia monogámica se diferencia del
matrimonio sindiásmico por una solidez mucho más grande de los lazos conyugales, que ya no pueden ser
disueltos por deseo de cualquiera de las partes. Ahora, sólo el hombre, como regla, puede romper estos lazos y
repudiar a su mujer. También se le otorga el derecho de infidelidad conyugal, sancionado, al menos, por la
costumbre (el Código de Napoleón se lo concede expresamente, mientras no tenga la concubina en el domicilio
conyugal), y este derecho se ejerce cada vez más ampliamente, a medida que progresa la evolución social. Si la
mujer se acuerda de las antiguas prácticas sexuales y quiere renovarlas, es castigada más rigurosamente que en
ninguna época anterior.
Entre los griegos encontramos en toda su severidad la nueva forma de la familia. Mientras que, como señala
Marx, la situación de las diosas en la mitología nos habla de un período anterior, en que las mujeres ocupaban
todavía una posición más libre y más estimada, en los tiempos heroicos vemos ya a la mujer humillada por el
predominio del hombre y la competencia de las esclavas. Léase en la "Odisea" cómo Telémaco interrumpe a su
madre y le impone silencio. En Homero, los vencedores aplacan sus apetitos sexuales en las jóvenes capturadas;
los jefes elegían para sí, por turno y conforme a su categoría, las más hermosas; sabido es que la "Iliada" entera
gira en torno a la disputa sostenida entre Aquiles y Agamenón a causa de una esclava. Junto a cada héroe, más o
menos importante, Homero habla de la joven cautiva con la cual comparte su tienda y su lecho. Esas mujeres
eran también conducidas al país nativo de los héroes, a la casa conyugal, como hizo Agamenón con Casandra, en
Esquilo; los hijos nacidos de esas esclavas reciben una pequeña parte de la herencia paterna y son considerados
como hombres libres; así, Teucro es hijo natural de Telamón, y tiene derecho a llevar el nombre de su padre. En
160
cuanto a la mujer legítima, se exige de ella que tolere todo esto y, a la vez, guarde una castidad y una fidelidad
conyugal rigurosas. Cierto es que la mujer griega de la época heroica es más respetada que la del período
civilizado; sin embargo, para el hombre no es, en fin de cuentas, más que la madre de sus hijos legítimos, sus
herederos, la que gobierna la casa y vigila a las esclavas, de quienes él tiene derecho a hacer, y hace, concubinas
siempre que se le antoje. La existencia de la esclavitud junto a la monogamia, la presencia de jóvenes y bellas
cautivas que pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que imprime desde su origen un carácter específico a
la monogamia, que sólo es monogamia para la mujer, y no para el hombre. En la actualidad, conserva todavía
este carácter.
En cuanto a los griegos de una época más reciente, debemos distinguir entre los dorios y los jonios. Los
primeros, de los cuales Esparta es el ejemplo clásico, se encuentran desde muchos puntos de vista en relaciones
conyugales mucho más primtivas que las printadas de Homero. En Esparta existe un matrimonio sindiásmico
modificado por el Estado conforme a las concepciones dominantes allí y que conserva muchos vestigios del
matrimonio por grupos. Las uniones estériles se rompen: el rey Anaxándrides (hacia el año 650 antes de nuestra
era) tomó una segunda mujer, sin dejar a la primerad, que era estéril, y sostenía dos domicilios conyugales; hacia
la misma época, teniendo el rey Aristón dos mujeres sin hijos, tomó otra, pero despidió a una de las dos primeras.
Además, varios hermanos podían tener una mujer común; el hombre que prefería la mujer de su amigo podía
participar de ella con éste; y se estimaba decoroso poner la mujer propia a disposición de "un buen semental"
(como diría Bismarck), aun cuando no fuese un conciudadano. De un pasaje de Plutarco en que una espartana
envía a su marido un pretendiente que la persigue con sus proposiciones, puede incluso deducirse, según
Schömann, una libertad de costumbres aún más grande. Por esta razón, era cosa inaudita el adulterio efectivo, la
infidelidad de la mujer a espaldas de su marido. Por otra parte, la esclavitud doméstica era desconocida en
Esparta, por lo menos en su mejor época; los ilotas siervos vivían aparte, en las tierras de sus señores, y, por
consiguiente, entre los espartanos[26] era menor la tentación de solazarse con sus mujeres. Por todas estas
razones, las mujeres tenían en Esparta una posición mucho más respetada que entre los otros griegos. Las
casadas espartanas y la flor y nata de las hetairas atenienses son las únicas mujeres de quienes hablan con respeto
los antiguos, y de las cuales se tomaron el trabajo de recoger los dichos.
Otra cosa muy diferente era lo que pasaba entre los jonios, para los cuales es característico el régimen de Atenas.
Las doncellas no aprendían sino a hilar, tejer y coser, a lo sumo a leer y escribir. Prácticamente eran cautivas y
sólo tenían trato con otras mujeres. Su habitación era un aposento separado, sito en el piso alto o detrás de la
casa; los hombres, sobre todo los extraños, no entraban fácilmente allí, adonde las mujeres se retiraban en cuanto
llegaba algún visitante. Las mujeres no salían sin que las acompañase una esclava; dentro de la casa se veían,
literalmente, sometidas a vigilancia; Aristófanes habla de perros molosos para espantar a los adúlteros, y en las
ciudades asiáticas para vigilar a las mujeres había eunucos, que desde los tiempos de Herodoto se fabricaban en
Quios para comerciar con ellos y que no sólo servían a los bárbaros, si hemos de creer a Wachsmuth. En
Eurípides se designa a la mujer como un oikurema, como algo destinado a cuidar del hogar doméstico (la palabra
es neutra), y, fuera de la procreación de los hijos, no era para el ateniense sino la criada principal. El hombre
tenía sus ejercicios gimnásticos y sus discusiones públicas, cosas de las que estaba excluida la mujer; además
solía tener esclavas a su disposición, y, en la época floreciente de Atenas, una prostitución muy extensa y
protegida, en todo caso, por el Estado. Precisamente, sobre la base de esa prostitución se desarrollaron las
mujeres griegas que sobresalen del nivel general de la mujer del mundo antiguo por su ingenio y su gusto
artístico, lo mismo que las espartanas sobresalen por su carácter. Pero el hecho de que para convertirse en mujer
fuese preciso ser antes hetaira, es la condenación más severa de la familia ateniense.
Con el transcurso del tiempo, esa familia ateniense llegó a ser el tipo por el cual modelaron sus relaciones
domésticas, no sólo el resto de los jonios, sino también todos los griegos de la metrópoli y de las colonias. Sin
embargo, a pesar del secuestro y de la vigilancia, las griegas hallaban harto a menudo ocasiones para engañar a
sus maridos. Estos, que se hubieran ruborizado de mostrar el más pequeño amor a sus mujeres, se recreaban con
las hetairas en toda clase de galanterías; pero el envilecimiento de las mujeres se vengó en los hombres y los
envileció a su vez, llevándoles hasta las repugnantes prácticas de la pederastia y a deshonrar a sus dioses y a sí
mismos, con el mito de Ganímedes.
161
Tal fue el origen de la monogamia, según hemos podido seguirla en el pueblo más culto y más desarrollado de la
antigüedad. De ninguna manera fue fruto del amor sexual individual, con el que no tenía nada en común, siendo
el cálculo, ahora como antes, el móvl ade los matrimonios. Fue la primera forma de familia que no se basaba en
condiciones naturales, sino económicas, y concretamente en el triunfo de la propiedad privada sobre la propiedad
común primitiva, originada espontáneamente. Preponderancia del hombre en la familia y procreación de hijos
que sólo pudieran ser de él y destinados a heredarle: tales fueron, abiertamente proclamados por los griegos, los
únicos objetivos de la monogamia. Por lo demás, el matrimonio era para ellos una carga, un deber para con los
dioses, el Estado y sus propios antecesores, deber que se veían obligados a cumplir. En Atenas, la ley no sólo
imponía el matrimonio, sino que, además, obligaba al marido a cumplir un mínimum determinado de lo que se
llama deberes conyugales.
Por tanto, la monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como una reconciliación entre el hombre y
la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma
del esclavizamiento de un sexo por el otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos, desconocido
hasta entonces en la prehistoria. En un viejo manuscrito inédito, redactado en 1846 por Marx y por mí[27],
encuentro esta frase: "La primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la
procreación de hijos". Y hoy puedo añadir: el primer antagonismo de clases que apareció en la historia coincide
con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en la monogamia; y la primera opresión de clases,
con la del sexo femenino por el masculino. La monogamia fue un gran progreso histórico, pero al mismo tiempo
inaugura, juntamente con la esclavitud y con las riquezas privadas, aquella época que dura hasta nuestros días y
en la cual cda progreso es al mismo tiempo un regreso relativo y el bienestar y el desarrollo de unos verifícanse a
expensas del dolor y de la represión de otros. La monogamia es la forma celular de la sociedad civilizada, en la
cual podemos estudiar ya la naturaleza de las contradicciones y de los antagonismos que alcanzan su pleno
desarrollo en esta sociedad.
La antigua libertad relativa de comercio sexual no desapareció del todo con el triunfo del matrimonio
sindiásmico, ni aún con el de la monogamia. "El antiguo sistema conyugal, reducido a más estrechos límites por
la gradual desaparición de los grupos punalúas, seguía siendo el medio en que se desenvolvía la familia, cuyo
desarrollo frenó hasta los albores de la civilización...; desapareció, pro fin, con la nueva forma del heterismo, que
sigue al género humano hasta en plena civilización como una negra sombra que se cierne sobre la familia".
Morgan entiende por heterismo el comercio extraconyugal, existente junto a la monogamia, de los hombres con
mujeres no casadas, comercio carnal que, como se sabe, florece junto a las formas más diversas durante todo el
período de la civilización y se transforma cada vez más en descarada prostitución. Este heterismo desciende en
línea recta del matrimonio por grupos, del sacrificio de su persona, mediante el cual adquirían las mujeres para sí
el derecho a la castidad. La entrega por dinero fue al principio un acto religioso; practicábase en el templo de la
diosa del amor, y primitivamente el dinero ingresaba en las arcas del templo. Las hieródulas[28] de Anaitis en
Armenia, de Afrodita en Corinto, lo mismo que las bailarinas religiosas agregadas a los templos de la India, que
se conocen con el nombre de bayaderas (la palabra es una corrupción del portugués "bailaderia"), fueron las
primeras prostitutas. El sacrificio de entregarse, deber de todas las mujeres en un principio, no fue ejercido más
tarde sino por éstas sacerdotisas, en remplazo de todas las demás. En otros pueblos, el heterismo proviene de la
libertad sexual concedida a las jóvenes antes del matrimonio; así, pues, es también un resto del matrimonio por
grupos, pero que ha llegado hasta nosotros por otro camino. Con la diferenciación en la propiedad, es decir, ya en
el estadio superior de la barbarie, aparece esporádicamente el trabaja asalariado junto al trabajo de los esclavos; y
al mismo tiempo, como un correlativo necesario de aquél, la prostitución profesional de las mujeres libres
aparece junto a la entrega forzada de las esclavas. Así, pues, la herencia que el matrimonio por grupos legó a la
civilización es doble, y todo lo que la civilización produce es también doble, ambiguo, equívoco, contradictorio;
por un lado, la monogamia, y por el otro, el heterismo, comprendida su forma extremada, la prostitución. El
heterismo es una institución social como otra cualquiera y mantiene la antigua libertad sexual... en provecho de
los hombres. De hecho no sólo tolerado, sino practicado libremente, sobre todo por las clases dominantes,
repruébase la palabra. Pero en realidad, esta reprobación nunca va dirigida contra los hombres que lo practican,
sino solamente contra las mujeres; a éstas se las desprecia y se las rechaza, para proclamar con eso una vez más,
como ley fundamental de la sociedad, la supremacía absoluta del hombre sobre el sexo femenino.
162
Pero, en la monogamia misma se desenvuelve una segunda contradicción. Junto al marido, que ameniza su
existencia con el heterismo, se encuentra la mujer abandonada. Y no puede existir un término de una
contradicción sin que exista el otro, como no se puede tener en la mano una manzana entera después de haberse
comido la mitad. Sin embargo, ésta parece haber sido la opinión de los hombres hasta que la mujeres les pusieron
otra cosa en la cabeza. Con la monogamia aparecieron dos figuras sociales, constantes y características,
desconocidas hasta entonces: el inevitable amante de la mujer y el marido cornudo. Los hombres habían logrado
la victoria sobre las mujeres, pero las vencidas se encargaron generosamente de coronar a los vencedores. El
adulterio, prohibido y castigado rigurosamente, pero indestructible, llegó a ser una institución social
irremediable, junto a la monogamia y al heterismo. En el mejor de los casos, la certeza de la paternidad de los
hijos se basaba ahora, como antes, en el convencimiento moral, y para resolver la indisoluble contradicción, el
Código de Napoleón dispuso en su Artículo 312: "L'enfant conçu pendant le mariage a pour père le mari" ("El
hijo concebido durante el matrimonio tiene por padre al marido"). Este es el resultado final de tres mil años de
monogamia.
Así, pues, en los casos en que la familia monogámica refleja fielmente su origen histórico y manifiesta con
claridad el conflicto entre el hombre y la mujer, originado por el dominio exclusivo del primero, tenemos un
cuadro en miniatura de las contradicciones y de los antagonismos en medio de los cuales se mueve la sociedad,
dividida en clases desde la civilización, sin poder resolverlos ni vencerlos. Naturalmente, sólo hablo aquí de los
casos de monogamia en que la vida conyugal transcurre con arreglo a las prescripciones del carácter original de
esta institución, pero en que la mujer se rebela contra el dominio del hombre. Que no en todos los matrimonios
ocurre así lo sabe mejor que nadie el filisteo alemán, que no sabe mandar ni en su casa ni en el Estado, y cuya
mujer lleva con pleno derecho los pantalones de que él no es digno. Mas no por eso deja de creerse muy superior
a su compañero de infortunios francés, a quien con mayor frecuencia que a él mismo le suceden cosas mucho
más desagradables.
Por supuesto, la familia monogámica no ha revestido en todos los lugares y tiempos la forma clásica y dura que
tuvo entre los griegos. La mujer era más libre y más considerada entre los romanos, quienes en su calidad de
futuros conquistadores del mundo tenían de las cosas un concepto más amplio, aunque menos refinado que los
griegos. El romano creía suficientemente garantizada la fidelidad de su mujer por el derecho de vida y muerte
que sobre ella tenía. Además, la mujer podía allí romper el vínculo matrimonial a su arbitrio, lo mismo que el
hombre. Pero el mayor progreso en el desenvolvimiento de la monogamia se realizó, indudablemente, con la
entrada de los germanos en la historia, y fue así porque, dada su pobreza, parece que por el entonces la
monogamia aún no se había desarrollado plenamente entre ellos a partir del matrimonio sindiásmico. Sacamos
esta conclusión basándonos en tres circunstancias mencionadas por Tácito: en primer lugar, junto con la santidad
del matrimonio ("se contentan con una sola mujer, y las mujeres viven cercadas por su pudor"), la poligamia
estaba en vigor para los grandes y los jefes de la tribu. Es ésta una situación análoga a la de los americanos, entre
quienes existía el matrimonio sindiásmico. En segundo término, la transición del derecho materno al derecho
paterno no había debido de realizarse sino poco antes, puesto que el hermano de la madre -el pariente gentil más
próximo, según el matriarcado-casi era tenido como un pariente más próximo que el propio padre, lo que
también corresponde al punto de vista de los indios americanos, entre los cuales Marx, como solía decir, había
encontrado la clave para comprender nuestro propio pasado. Y en tercer lugar, entre los germanos las mujeres
gozaban de suma consideración y ejercían una gran influencia hasta en los asuntos públicos, lo cual es
diametralmente opuesto a la supremacía masculina de la monogamia. Todos éstos son puntos en los cuales los
germanos están casi por completo de acuerdo con los espartanos, entre quienes tampoco había desaparecido del
todo el matriarcado sindiásmico, según hemos visto. Así, pues, también desde este punto de vista llegaba con los
germanos un elemento enteramente nuevo que dominó en todo el mundo. La nueva monogamia que entre las
ruinas del mundo romano salió de la mezcla de los pueblos, revistió la supremacía maculina de formas más
suaves y dio a las mujeres una posición mucho más considerada y más libre, por lo menos aparentemente, de lo
que nunca había conocido la edad clásica. Gracias a eso fue posible, partiendo de la monogamia -en su seno,
junto a ella y contra ella, según las circunstancias-, el progreso moral más grande que le debemos: el amor sexual
individual moderno, desconocido anteriormente en el mundo.
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Pues bien; este progreso se debía con toda seguridad a la circunstancia de que los germanos vivían aún bajo el
régimen de la familia sindiásmica, y de que llevaron a la monogamia, en cuanto les fue posible, la posición de la
mujer correspondiente a la familia sindiásmica; pero no se debía de ningún modo este progreso a la legendaria y
maravillosa pureza de costumbres ingénita en los germanos, que en realidad se reduce a que en el matrimonio
sindiásmico no se observan las agudas contradicciones morales propias de la monogamia. Por el contrario, en sus
emigraciones, particularmente al Sudeste, hacia las estepas del Mar Negro, pobladas por nómadas, los germanos
decayeron profundamente desde el punto de vista moral y tomaron de los nómadas, además del arte de la
equitación, feos vicios contranaturales, acerca de lo cual tenemos los expresos testimonios de Amiano acerca de
los taifalienses y el Procopio respecto a los hérulos.
Pero si la monogamia fue, de todas las formas de familia conocidas, la única en que pudo desarrollarse el amor
sexual moderno, eso no quiere decir de ningún modo que se desarrollase exclusivamente, y ni aún de una manera
preponderante, como amor mutuo de los cónyuges. Lo excluye la propia naturaleza de la monogamia sólida,
basada en la supremacía del hombre. En todas las clases históricas activas, es decir, en todas las clases
dominantes, el matrimonio siguió siendo lo que había sido desde el matrimonio sindiásmico: un trato cerrado por
los padres. La primera forma del amor sexual aparecida en la historia, el amor sexual como pasión, y por cierto
como pasión posible para cualquier hombre (por lo menos, de las clases dominantes), como pasión que es la
forma superior de la atracción sexual (lo que constituye precisamente su carácter específico), esa primera forma,
el amor caballeresco de la Edad Media, no fue, de ningún modo, amor conyugal. Muy por el contrario, en su
forma clásica, entre los provenzales, marcha a toda vela hacia el adulterio, que es cantado por sus poetas. La flor
de la poesía amorosa provenzal son las "Albas", en alemán "Tagelieder" (cantos de la alborada). Pintan con
encendidos ardores cómo el caballero comparte el lecho de su amada, la mujer de otro, mientras en la calle está
apostado un vigilante que lo llama apenas clarea el alba, para que pueda escapar sin ser visto; la escena de la
separación es el punto culminante del poema. Los franceses del Norte y nuestros valientes alemanes adoptaron
este género de poesías, al mismo tiempo que la manera caballeresca de amor correspondiente a él, y nuestro
antiguo Wolfram von Echenbach dejó sobre este sugestivo tema tres encantadores "Tagelieder", que prefiero a
sus tres largos poemas épicos.
El matrimonio de la burguesía es de dos modos, en nuestros días. En los países católicos, ahora, como antes, los
padres son quienes proporcionan al joven burgués la mujer que le conviene, de lo cual resulta naturalmente el
más amplio desarrollo de la contradicción que encierra la monogamia; heterismo exuberante por parte del
hombre y adulterio exuberante por parte de la mujer. Y si la Iglesia católica ha abolido el divorcio, es probable
que sea porque habrá reconocido que para el adulterio, como contra la muerte, no hay remedio que valga. Por el
contrario, en los países protestantes la regla general es conceder al hijo del burgués más o menos libertad para
buscar mujer dentro de su clase; por ello el amor puede ser hasta cierto punto la base del matrimonio, y se supone
siempre, para guardar las apariencias, que así es, lo que está muy en correspondencia con la hipocresía
protestante. Aquí el marido no practica el heterismo tan enérgicamente, y la infidelidad de la mujer se da con
menos frecuencia, pero como en todas clases de matrimonios los seres humanos siguen siendo lo que antes eran,
y como los burgueses de los países protestantes son en su mayoría filisteos, esa monogamia protestante viene a
parar, aun tomando el término medio de los mejores casos, en un aburrimiento mortal sufrido en común y que se
llama felicidad doméstica. El mejor espejo de estos dos tipos de matrimonio es la novela: la novela francesa, para
la manera católica; la novela alemana, para la protestante. En los dos casos, el hombre "consigue lo suyo": en la
novela alemana, el mozo logra a la joven; en la novela francesa, el marido obtiene su cornamenta. ¿Cuál de los
dos sale peor librado?. No siempre es posible decirlo. Por eso el aburrimiento de la novela alemana inspira a los
lectores de la burguesía francesa el mismo horror que la "inmoralidad" de la novela francesa inspira al filisteo
alemán. Sin embargo, en estos últimos tiempos, desde que "Berlín se está haciendo una gran capital", la novela
alemana comienza a tratar algo menos tímidamente el heterismo y el adulterio, bien conocidos allí desde hace
largo tiempo.
Pero, en ambos casos, el matrimonio se funda en la posición social de los contrayentes y, por tanto, siempre es un
matrimonio de conveniencia. También en los dos casos, este matrimonio de conveniencia se convierte a menudo
en la más vil de las prostituciones, a veces por ambas partes, pero mucho más habitualmente en la mujer; ésta
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sólo se diferencia de la cortesana ordinaria en que no alquila su cuerpo a ratos como una asalariada, sino que lo
vende de una vez para siempre, como una esclava. Y a todos los matrimonios de conveniencia les viene de molde
la frase de Fourier: "Así como en gramática dos negaciones equivalen a una afirmación, de igual manera en la
moral conyugal dos prostituciones equivalen a una virtud". En las relaciones con la mujer, el amor sexual no es
ni puede ser, de hecho, una regla más que en las clases oprimidas, es decir, en nuestros días en el proletariado,
estén o no estén autorizadas oficialmente esas relaciones. Pero también desaparecen en estos casos todos los
fundamentos de la monogamia clásica. Aquí faltan por completo los bienes de fortuna, para cuya conservación y
transmisión por herencia fueron instituidos precisamente la monogamia y el dominio del hombre; y, por ello,
aquí también falta todo motivo para establecer la supremacía masculina. Más aún, faltan hasta los medios de
conseguirlo: El Derecho burgués, que protege esta supremacía, sólo existe para las clases poseedoras y para
regular las relaciones de estas clases con los proletarios. Eso cuesta dinero, y a causa de la pobreza del obrero, no
desempeña ningún papel en la actitud de éste hacia su mujer. En este caso, el papel decisivo lo desempeñan otras
relaciones personales y sociales. Además, sobre todo desde que la gran industria ha arrancado del hogar a la
mujer para arrojarla al mercado del trabajo y a la fábrica, convirtiéndola bastante a menudo en el sostén de la
casa, han quedado desprovistos de toda base los últimos restos de la supremacía del hombre en el hogar del
proletario, excepto, quizás, cierta brutalidad para con sus mujeres, muy arraigada desde el establecimiento de la
monogamia. Así, pues, la familia del proletario ya no es monogámica en el sentido estricto de la palabra, ni aun
con el amor más apasionado y la más absoluta fidelidad de los cónyuges y a pesar de todas las bendiciones
espirituales y temporales posibles. Por eso, el heterismo y el adulterio, los eternos compañeros de la monogamia,
desempeñan aquí un papel casi nulo; la mujer ha reconquistado prácticamente el derecho de divorcio; y cuando
ya no pueden entenderse, los esposos prefieren separarse. En resumen; el matrimonio proletario es monógamo en
el sentido etimológico de la palabra, pero de ningún modo lo es en su sentido histórico.
Por cierto, nuestros jurisconsultos estiman que el progreso de la legislación va quitando cada vez más a las
mujeres todo motivo de queja. Los sistemas legislativos de los países civilizados modernos van reconociendo
más y más, en primer lugar, que el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato libremente consentido
por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el período de convivencia matrimonial ambas partes deben
tener los mismos derechos y los mismos deberes. Si estas dos condiciones se aplicaran con un espíritu de
consecuencia, las mujeres gozarían de todo lo que pudieran apetecer.
Esta argumentación típicamente jurídica es exactamente la misma de que se valen los republicanos radicales
burgueses para disipar los recelos de los proletarios. El contrato de trabajo se supone contrato consentido
libremente por ambas partes. Pero se considera libremente consentido desde el momento en que la ley estatuye
en el papel la igualdad de ambas partes. La fuerza que la diferente situación de clase da a una de las partes, la
presión que esta fuerza ejerce sobre la otra, la situación económica real de ambas; todo esto no le importa a la
ley. Y mientras dura el contrato de trabajo, se sigue suponiendo que las dos partes disfrutan de iguales derechos,
en tanto que una u otra no renuncien a ellos expresamente. Y si su situación económica concreta obliga al obrero
a renunciar hasta a la última apariencia de igualdad de derechos, la ley de nuevo no tiene nada que ver con ello.
Respecto al matrimonio, hasta la hey más progresiva se da enteramente por satisfecha desd el punto y hora en
que los interesados han hecho inscribir formalmente en el acta su libre consentimiento. En cuanto a lo que pasa
fuera de las bambalinas jurídicas, en la vida real, y a cómo se expresa ese consentimiento, no es ello cosa que
pueda inquietar a la ley ni al legista. Y sin embargo, la más sencilla comparación del derecho de los distintos
países debiera mostrar al jurisconsulto lo que representa ese libre consentimiento. En los países donde la ley
asegura a los hijos la herencia de una parte de la fortuna paterna, y donde, por consiguiente, no pueden ser
desheredados -en Alemania, en los países que siguen el Derecho francés, etc.-, los hijos necesitan el
consentimiento de los padres para contraer matrimonio. En los países donde se practica el derecho inglés, donde
el consentimiento paterno no es la condición legal del matrimonio, los padres gozan también de absoluta libertad
de testar, y pueden desheredar a su antojo a los hijos. Claro es que, a pesar de ello, y aun por ello mismo, entre
las clases que tienen algo que heredar, la libertad para contraer matrimonio no es, de hecho, ni un ápice mayor en
Inglaterra y en América que en Francia y en Alemania.
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No es mejor el Estado de cosas en cuanto a igualdad jurídica del hombre y de la mujer en el matrimonio. Su
desigualdad legal, que hemos heredado de condiciones sociales anteriores, no es causa, sino efecto, de la
opresión económica de la mujer. En el antiguo hogar comunista, que comprendía numerosas parejas conyugales
con sus hijos, la dirección del hogar, confiada a las mujeres, era también una industria socialmente tan necesaria
como el cuidado de proporcionar los víveres, cuidado que se confió a los hombres. Las cosas cambiaron con la
familia patriarcal y aún más con la familia individual monogámica. El gobierno del hogar perdió su carácter
social. La sociedad ya no tuvo nada que ver con ello. El gobierno del hogar se transformó en servicio privado; la
mujer se convirtió en la criada principal, sin tomar ya parte en la producción social. Sólo la gran industria de
nuestros días le ha abierto de nuevo -aunque sólo a la proletaria- el camino de la producción social. Pero esto se
ha hecho de tal suerte, que si la mujer cumple con sus deberes en el servicio privado de la familia, queda
excluida del trabajo social y no puede ganar nada; y si quiere tomar parte en la gran industria social y ganar por
su cuenta, le es imposible cumplir con los deberes de la familia. Lo mismo que en la fábrica, le acontece a la
mujer en todas las ramas del trabajo, incluidas la medicina y la abogacía. La familia individual moderna se funda
en la esclavitud doméstica franca o más o menos disimulada de la mujer, y la sociedad moderna es una masa
cuyas moléculas son las familias individuales. Hoy, en la mayoría de los casos, el hombre tiene que ganar los
medios de vida, que alimentar a la familia, por lo menos en las clases poseedoras; y esto le da una posición
preponderante que no necesita ser privilegiada de un modo especial por la ley. El hombre es en la familia el
burgués; la mujer representa en ella al proletario. Pero en el mundo industrial el carácter específico de la opresión
económica que pesa sobre el proletariado no se manifiesta en todo su rigor sino una vez suprimidos todos los
privilegios legales de la clase de los capitalistas y jurídicamente establecida la plena igualdad de las dos clases.
La república democrática no suprime el antagonismo entre las dos clases; por el contrario, no hace más que
suministrar el terreno en que se lleva a su término la lucha por resolver este antagonismo. Y, de igual modo, el
carácter particular del predominio del hombre sobre la mujer en la familia moderna, así como la necesidad y la
manera de establecer una igualdad social efectiva de ambos, no se manifestarán con toda nitidez sino cuando el
hombre y la mujer tengan, según la ley, derechos absolutamente iguales. Entonces se verá que la manumisión de
la mujer exige, como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social, lo que
a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad.
***
Como hemos visto, hay tres formas principales de matrimonio, que corresponden aproximadamente a los tres
estadios fundamentales de la evolución humana. Al salvajismo corresponde el matrimonio por grupos; a la
barbarie, el matrimonio sindiásmico; a la civilización, la monogamia con sus complementos, el adulterio y la
prostitución. Entre el matrimonio sindiásmico y la monogamia se intercalan, en el sentido superior de la barbarie,
la sujeción de las mujeres esclavas a los hombres y la poligamia.
Según lo ha demostrado todo lo antes expuesto, la peculiaridad del progreso que se manifiesta en esta sucesión
consecutiva de formas de matrimonio consiste en que se ha ido quitando más y más a las mujeres, pero no a los
hombres, la libertad sexual del matrimonio por grupos. En efecto, el matrimonio por grupos sigue existiendo hoy
para los hombres. Lo que es para la mujer un crimen de graves consecuencias legales y sociales, se considera
muy honroso para el hombre, o a lo sumo como una ligera mancha moral que se lleva con gusto. Pero cuanto
más se modifica en nuestra época el heterismo antiguo por la producción capitalista de mercancías, a la cual se
adapta, más se transforma en prostitución descocada y más desmoralizadora se hace su influencia. Y, a decir
verdad, desmoraliza mucho más a los hombres que a las mujeres. La prostitución, entre las mujeres, no degrada
sino a las infelices que cae en sus garras y aun a éstas en grado mucho menor de lo que suele creerse. En cambio,
envilece el carácter del sexo masculino entero. Y así es de advertir que el noventa por ciento de las veces el
noviazgo prolongado es una verdadera escuela preparatoria para la infidelidad conyugal.
Caminamos en estos momentos hacia una revolución social en que las bases económicas actuales de la
monogamia desaparecerán tan seguramente como las de la prostitución, complemento de aquélla. La monogamia
nació de la concentración de grandes riquezas en las mismas manos -las de un hombre-y del deseo de transmitir
esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre, excluyendo a los de cualquier otro. Por eso era necesaria la
166
monogamia de la mujer, pero no la del hombre; tanto es así, que la monogamia de la primera no ha sido el menor
óbice para la poligamia descarada u oculta del segundo. Pero la revolución social inminente, transformando por
lo menos la inmensa mayoría de las riquezas duraderas hereditarias -los medios de producción- en propiedad
social, reducirá al mínimum todas esas preocupaciones de transmisión hereditaria. Y ahora cabe hacer esta
pregunta: habiendo nacido de causas económicas la monogmia, ¿desaparecerá cuando desaparezcan esas causas?.
Podría responderse no sin fundamento: lejos de desaparecer, más bien se realizará plenamente a partir de ese
momento. Porque con la transformación de los medios de producción en propiedad social desaparecen el trabajo
asalariado, el proletariado, y, por consiguiente, la necesidad de que se prostituyan cierto número de mujeres que
la estadística puede calcular. Desaparece la prostitución, y en vez de decaer, la monogamia llega por fin a ser una
realidad, hasta para los hombres.
En todo caso, se modificará mucho la posición de los hombres. Pero también sufrirá profundos cambios la de las
mujeres, la de todas ellas. En cuanto los medios de producción pasen a ser propiedad común, la familia
individual dejará de ser la unidad económica de la sociedad. La economía doméstica se convertirá en un asunto
social; el cuidado y la educación de los hijos, también. La sociedad cuidará con el mismo esmero de todos los
hijos, sean legítimos o naturales. Así desaparecerá el temor a "las consecuencias", que es hoy el más importante
motivo social -tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista económico- que impide a una
joven soltera entregarse libremente al hombre a quien ama. ¿No bastará eso para que se desarrollen
progresivamente unas relaciones sexuales más libres y también para hacer a la opinión pública menos rigorista
acerca de la honra de las vírgenes y la deshonra de las mujeres?. Y, por último, ¿no hemos visto que en el mundo
moderno la prostitución y la monogamia, aunque antagónicas, son inseparables, como polos de un mismo orden
social?. ¿Puede desaparecer la prostitución sin arrastrar consigo al abismo a la monogamia?.
Ahora interviene un elemento nuevo, un elemento que en la época en que nació la monogamia existía a lo sumo
en germen: el amor sexual individual.
Antes de la Edad Media no puede hablarse de que existiese amor sexual individual. Es obvio que la belleza
personal, la intimidad, las inclinaciones comunes, etc., han debido despertar en los individuos de sexo diferente
el deseo de relaciones sexuales; que tanto para los hombres como para las mujeres no era por completo
indiferente con quién entablar las relaciones más íntimas. Pero de eso a nuestro amor sexual individual aún
media muchísima distancia. En toda la antigüedad son los padres quienes conciertan las bodas en vez de los
interesados; y éstos se conforman tranquilamente. El poco amor conyugal que la antigüedad conoce no es una
inclinación subjetiva, sino más bien un deber objetivo; no es la base, sino el complemento del matrimonio. El
amor, en el sentido moderno de la palabra, no se presenta en la antigüedad sino fuera de la sociedad oficial. Los
pastores cuyas alegrías y penas de amor nos cantan Teócrito y Moscos o Longo en su "Dafnis y Cloe" son
simples esclavos que no tienen participación en el Estado, esfera en que se mueve el ciudadano libre. Pero fuera
de los esclavos no encontramos relaciones amorosas sino como un producto de la descomposición del mundo
antiguo al declinar éste; por cierto, son relaciones mantenidas con mujeres que también viven fuera de la
sociedad oficial, son heteras, es decir, extranjeras o libertas: en Atenas en vísperas de su caída y en Roma bajo
los emperadores. Si había allí relaciones amorosas entre ciudadanos y ciudadanas libres, todas ellas eran mero
adulterio. Y el amor sexual, tal como nosotros lo entendemos, era una cosa tan indiferente para el viejo
Anacreonte, el cantor clásico del amor en la antigüedad, que ni siquiera le importaba el sexo mismo de la persona
amada.
Nuestro amor sexual difiere esencialmente del simple deseo sexual, del "eros" de los antiguos. En primer
término, supone la recipropidad en el ser amado; desde este punto de vista, la mujer es en él igual que el hombre,
al paso que en el "eros" antiguo se está lejos de consultarla siempre. En segundo término, el amor sexual alcanza
un grado de intensidad y de duración que hace considerar a las dos partes la falta de relaciones íntimas y la
separación como una gran desventura, si no la mayor de todas; para poder ser el uno del otro, no se retrocede
ante nada y se llega hasta jugarse la vida, lo cual no sucedía en la antigüedad sino en caso de adulterio. Y, por
último, nace un nuevo criterio moral para juzgar las relaciones sexuales. Ya no se pregunta solamente: ¿Son
167
legítimas o ilegítimas?, sino también: ¿Son hijas del amor y de un afecto recíproco?. Claro es que en la práctica
feudal o burguesa este criterio no se respeta más que cualquier otro criterio moral, pero tampoco menos: lo
mismo que los otros cirterios, está reconocido en teoría, en el papel. Y por el momento, no puede pedirse más.
La Edad Media arranca del punto en que se detuvo la antigüedad, con su amor sexual en embrión, es decir,
arranca del adulterio. Ya hemos pintado el amor caballeresco, que engendró los "Tagelieder". De este amor, que
tiende a destruir el matrimonio, hasta aquel que debe servirle de base, hay un largo trecho que la caballería jamás
cubrió hasta el fin. Incluso cuando pasamos de los frívolos pueblos latinos a los virtuosos alemanes, vemos en el
poema de los "Nibelungos" que Krimhilda, aunque en silencio está tan enamorada de Sigfrido como éste de ella,
responde sencillamente a Gunther, cuando éste le anuncia que la ha prometido a un caballero, de quien calla el
nombre: "No tenéis necesidad de suplicarme; haré lo que me ordenáis; estoy dispuesta de buena voluntad, señor,
a unirme con aquel que me deis por marido". No se le ocurre de ningún modo a Krimhilda la idea de que su amor
pueda ser tenido en cuenta para nada. Gunther pide en matrimonio a Brunilda y Etzel a Krimhilda, sin haberlas
visto nunca. De igual manera Sigebant de Irlanda busca en "Gudrun" a la noruega Ute, Hetel de Hegelingen a
Hilda de Irlanda, y, en fin, Sigfrido de Morlandia, Hartmut de Ormania y Herwig de Seelandia piden los tres la
mano de Gudrun; y sólo aquí sucede que ésta se pronuncia libremente a favor del último. Por lo común, la futura
del joven príncipe es elegida por los padres de éste si aún viven o, en caso contrario, por él mismo, aconsejado
por los grandes feudatarios, cuya opinión, en estos casos, tiene gran peso. Y no puede ser de otro modo, por
supuesto. Para el caballero o el barón, como para el mismo príncipe, el matrimonio es un acto político, una
cuestión de aumento de poder mediante nuevas alianzas; el interés de "la casa" es lo que decide, y no las
inclinaciones del individuo. ¿Cómo podía entonces corresponder al amor la última palabra en la concertación del
matrimonio?.
Lo mismo sucede con los burgueses de los gremios en las ciudades de la Edad Media. Precisamente sus
privilegios protectores, las cláusulas de los reglamentos gremiales, las complicadas líneas fronterizas que
separaban legalmente al burgués, acá de las otras corporaciones gremiales, allá de sus propios colegas de gremio
o de sus fieles aprendices, hacían harto estrecho el círculo dentro del cual podía buscarse una esposa adecualda
para él. Y en este complicado sistema, evidentemente no era su gusto personal, sino el interés de la familia lo que
decidía cuál era la mujer que le convenía mejor.
Así, en los más de los casos, y hasta el final de la Edad Media, el matrimonio siguió siendo lo que había sido
desde su origen: un trato que no cerraban las partes interesadas. Al principio, se venía ya casado al mundo,
casado con todo un grupo de seres del otro sexo. En la forma ulterior del matrimonio por grupos, verosímilmente
existían análogas condiciones, pero con estrechamiento progresivo del círculo. En el matrimonio sindiásmico es
regla que las madres convengan entre sí el matrimonio de sus hijos; también aquí, el factor decisivo es el deseo
de que los nuevos lazos de parentesco robustezcan la posición de la joven pareja en la gens y en la tribu. Y
cuando la propiedad individual se sobrepuso a la propiedad colectiva, cuando los intereses de la transmisión
hereditaria hicieron nacer la preponderancia del derecho paterno y de la monogamia, el matrimonio comenzó a
depender por entero de consideraciones económicas. Desaparece la forma de matrimonio por compra; pero en
esencia continúa practicándose cada vez más y más, y de modo que no sólo la mujer tiene su precio, sino también
el hombre, aunque no según sus cualidades personales, sino con arreglo a la cuantía de sus bienes. En la práctica
y desde el principio, si había alguna cosa inconcebible para las clases dominantes, era que la inclinación
recíproca de los interesados pudiese ser la razón por excelencia del matrimonio. Esto sólo pasaba en las novelas
o en las clases oprimidas, que no contaban para nada.
Tal era la situación con que se encontró la producción capitalista cuando, a partir de la era de los descubrimientos
geográficos, se puso a conquistar el imperio del mundo mediante el comercio universal y la industria
manufacturera. Es de suponer que este modo de matrimonio le convenía excepcionalmente, y así era en verdad.
Y, sin embargo -la ironía de la historia del mundo es insondable-, era precisamente el capitalismo quien había de
abrir en él la brecha decisiva. Al transformar todas las cosas en mercaderías, la producción capitalista destruyó
todas las relaciones tradicionales del pasado y reemplazó las costumbres heredadas y los derechos históricos por
la compraventa, por el "libre" contrato. El jurisconsulto inglés H.S. Maine ha creído haber hecho un
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descubrimiento extraordinario al decir que nuestro progreso respecto a las épocas anteriores consiste en que
hemos pasado "from status to contract" (del estatuto al contrato), es decir, de un orden de cosas heredado a uno
libremente consentido, lo que, en cuanto es así, lo dijo ya el el "Manifiesto Comunista".
Pero para contratar se necesita gentes que puedan disponer libremente de su persona, de sus acciones y de sus
bienes y que gocen de los mismos derechos. Crear esas personas "libres" e "iguales" fue precisamente una de las
principales tareas de la producción capitalista. Aun cuando al principio esto no se hizo sino de una manera medio
inconsciente y, por añadidura, bajo el disfraz de la religión, a contar desde la Reforma luterana y calvinista quedó
firmemente asentado el principio de que el hombre no es completamente responsable de sus acciones sino
cuando las comete en pleno albedrío y que es un deber ético oponerse a todo lo que constriñe a un acto inmoral.
pero, ¿cómo poder de acuerdo este principio con las prácticas usuales hasta entonces para concertar el
matrimonio? Según el concepto burgués, el matrimonio era un contrato, una cuestión de Derecho, y, por cierto, la
más importante de todas, pues disponía del cuerpo y del alma de dos seres humanos para toda su vida. Verdad es
que, en aquella época, el matrimonio era concierto formal de dos voluntades; sin el "sí" de los interesados no se
hacía nada. Pero harto bien se sabía cómo se obtenía el "sí" y cuáles eran los verdaderos autores del matrimonio.
Sin embargo, puesto que para todos los demás contratos se exigía la libertad real para decidirse, ¿por qué no era
exigida en éste? Los jóvenes que debían ser unidos, ¿no tenían también el derecho de disponer libremente de si
mismos, de su cuerpo y de sus órganos? ¿No se había puesto de moda, gracias a la caballería, el amor sexual?
¿Acaso en contra del amor adúltero de la caballería, no era el conyugal su verdadera forma burguesa? Pero si el
deber de los esposos era amarse recíprocamente, ¿no era tan deber de los amantes no casarse sino entre sí y con
ninguna otra persona? Y este derecho de los amantes, ¿no era superior al derecho del padre y de la madre, de los
parientes y demás casamenteros y apareadores tradicionales? Desde el momento en que el derecho al libre
examen personal penetraba en la Iglesia y en la religión, ¿podía acaso detenerse ante la intolerable pretensión de
la generación vieja de disponer del cuerpo, del alma, de los bienes de fortuna, de la ventura y de la desventura de
la generación más joven?.
Por fuerza debían de suscitarse estas cuestiones en un tiempo que relajaba todos los antiguos vínculos sociales y
sacudía los cimientos de todas las concepciones heredadas. De pronto habíase hecho la Tierra diez veces más
grande; en lugar de la cuarta parte de un hemisferio, el globo entero se extendía ante los ojos de los europeos
occidentales, que se apresuraron a tomar posesión de las otras siete cuartas partes. Y, al mismo tiempo que las
antiguas y estrechas barreras del país natal, caían las milenarias barreras puestas al pensamiento en la Edad
Media. Un horizonte infinitamente más extenso se abría ante los ojos y el espíritu del hombre. ¿Qué importancia
podían tener la reputación de honorabilidad y los respetables privilegios corporativos, transmitidos de generación
en generación, para el joven a quien atraían las riquezas de las Indias, las minas de oro y plata de México y del
Potosí? Aquella fue la época de la caballería andante de la burguesía; porque también ésta tuvo su romanticismo
y su delirio amoroso, pero sobre un pie burgués y con miras burguesas al fin y a la postre.
Así sucedió que la burguesía naciente, sobre todo la de los países protestantes, donde se conmovió de una manera
más profunda el orden de cosas existente, fue reconociendo cada vez más la libertad del contrato para el
matrimonio y puso en práctica su teoría del modo que hemos descrito. El matrimonio continuó siendo
matrimonio de clase, pero en el seno de la clase concedióse a los interesados cierta libertad de elección. Y en el
papel, tanto en la teoría moral como en las narraciones poéticas, nada quedó tan inquebrantablemente asentado
como la inmoralidad de todo matrimonio no fundado en un amor sexual recíproco y en contrato de los esposos
efectivamente libre. En resumen: quedaba proclamado como un derecho del ser humano el matrimonio por amor;
y no sólo como derecho del hombre (droit de l'homme), sino que también y, por excepción, como un derecho de
la mujer (droit de la femme).
Pero este derecho humano difería en un punto de todos los demás derechos del hombre. Al paso que éstos en la
práctica se reservaban a la clase dominante, a la burguesía, para la clase oprimida, para el proletariado,
reducíanse directa o indirectamente a letra muerta, y la ironía de la historia confírmase aquí una vez más. La
clase dominante prosiguió sometida a las influencias económicas conocidas y sólo por excepción presenta casos
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de matrimonios concertados verdaderamente con toda libertad; mientras que éstos, como ya hemos visto, son la
regla en las clases oprimidas.
Por tanto, el matrimonio no se concertará con toda libertad sino cuando, suprimiéndose la producción capitalista
y las condiciones de propiedad creadas por ella, se aparten las consideraciones económicas accesorias que aún
ejercen tan poderosa influencia sobre la elección de los esposos. Entonces el matrimonio ya no tendrá más causa
determinante que la inclinación recíproca.
Pero dado que, por su propia naturaleza, el amor sexual es exclusivista -aun cuando en nuestros días ese
exclusivismo no se realiza nunca plenamente sino en la mujer-, el matrimonio fundado en el amor sexual es, por
su propia naturaleza, monógamo. Hemos visto cuánta razón tenía Bachofen cuando consideraba el progreso del
matrimonio por grupos al matrimonio por parejas como obra debida sobre todo a la mujer; sólo el paso del
matrimonio sindiásmico a la monogamia puede atribuirse al hombre e históricamente ha consistido, sobre todo,
en rebajar la situación de las mujeres y facilitar la infidelidad de los hombres. Por eso, cuando lleguen a
desaparecer las consideraciones económicas en virtud de las cuales las mujeres han tenido que aceptar esta
infidelidad habitual de los hombres -la preocupación por su propia existencia y aún más por el porvenir de los
hijos-, la igualdad alcanzada por la mujer, a juzgar por toda nuestra experiencia anterior, influirá mucho más en
el sentido de hacer monógamos a los hombres que en el de hacer poliandras a las mujeres.
Pero lo que sin duda alguna desaparecerá de la monogamia son todos los caracteres que le han impreso las
relaciones de propiedad a las cuales debe su origen. Estos caracteres son, en primer término, la preponderancia
del hombre y, luego, la indisolubilidad del matrimonio. La preponderancia del hombre en el matrimonio es
consecuencia, sencillamente, de su preponderancia económica, y desaparecerá por sí sola con ésta. La
indisolubilidad del matrimonio es consecuencia, en parte, de las condiciones económicas que engendraron la
monogamia y, en parte, una tradición de la época en que, mal comprendida aún, la vinculación de esas
condiciones económicas con la monogamia fue exagerada por la religión. Actualmente está desportillada ya por
mil lados. Si el matrimonio fundado en el amor es el único moral, sólo puede ser moral el matrimonio donde el
amor persiste. Pero la duración del acceso del amor sexual es muy variable según los individuos, particularmente
entre los hombres; en virtud de ello, cuando el afecto desaparezca o sea reemplazado por un nuevo amor
apasionado, el divorcio será un beneficio lo mismo para ambas partes que para la sociedad. Sólo que deberá
ahorrarse a la gente el tener que pasar por el barrizal inútil de un pleito de divorcio.
Así, pues, lo que podemos conjeturar hoy acerca de la regularización de las relaciones sexuales después de la
inminente supresión de la producción capitalista es, más que nada, de un orden negativo, y queda limitado,
principalmente, a lo que debe desaparecer. Pero, ¿qué sobrevendrá? Eso se verá cuando haya crecido una nueva
generación: una generación de hombres que nunca se hayan encontrado en el caso de comprar a costa de dinero,
ni con ayuda de ninguna otra fuerza social, el abandono de una mujer; y una generación de mujeres que nunca se
hayan visto en el caso de entregarse a un hombre en virtud de otras consideraciones que las de un amor real, ni
de rehusar entregarse a su amante por miedo a las consideraciones económicas que ello pueda traerles. Y cuando
esas generaciones aparezcan, enviarán al cuerno todo lo que nosotros pensamos que deberían hacer. Se dictarán a
sí mismas su propia conducta, y, en consonancia, crearán una opinión pública para juzgar la conducta de cada
uno. ¡Y todo quedará hecho!.
Pero volvamos a Morgan, de quien nos hemos alejado mucho. El estudio histórico de las instituciones sociales
que se han desarrollado durante el período de la civilización excede de los límites de su libro. Por eso se ocupa
muy poco de los destinos de la monogamia durante este período. También él ve en el desarrollo de la familia
monogámica un progreso, una aproximación de la plena igualdad de derechos entre ambos sexos, sin que estime,
no obstante, que ese objetivo se ha conseguido aún. Pero -dice-: "Si se reconoce el hecho de que la familia ha
atravesado sucesivamente por cuatro formas y se encuentra en la quinta actualmente, plantéase la cuestión de
saber si esta forma puede ser duradera en el futuro. Lo único que puede responderse es que debe progresar a
medida que progrese la sociedad, que debe modificarse a medida que la sociedad se modifique; lo mismo que ha
sucedido antes. Es producto del sistema social y reflejará su estado de cultura. Habiéndose mejorado la familia
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monogámica desde los comienzos de la civilización, y de una manera muy notable en los tiempos modernos,
lícito es, por lo menos, suponerla capaz de seguir perfeccionándose hasta que se llegue a la igualdad entre los dos
sexos. Si en un porvenir lejano, la familia monogámica no llegase a satisfacer las exigencias de la sociedad, es
imposible predecir de qué naturaleza sería la que le sucediese".
NOTAS
[12] Bachofen prueba cuán poco ha comprendido lo que ha descubierto o más bien adivinado, al designar ese
estadio primitivo con el nombre de "heterismo". Cuando los griegos introdujeron esta palabra en su idioma el
heterismo significaba para ellos el trato carnal de hombres célibes o monógamos con mujeres no casadas; supone
siempre una forma definida de matrimonio, fuera de la cual se mantiene ese comercio sexual, e incluye la
prostitución, por lo menos como posibilidad. Esta palabra no se ha empleado nunca en otro sentido, y así la
empleo yo, lo mismo que Morgan. Bachofen lleva en todas partes sus importantísimos descubrimientos hasta un
misticismo increíble, pues se imagina que las relaciones entre hombres y mujeres, al evolucionar la historia,
tienen su origen en las ideas religiosas de la humanidad en cada época, y no en las condiciones reales de su
existencia. (Nota de Engels).
[13] Ch. Letourneau. "L'evolution du mariage et de la familie". París 1888. (N. de la Red.).
[14] E. A. Westermarck. The History of Human Marriage". London 1891. (N. de la Red.).
[15] A. Espinas. "Des societés animales. Stude de psychologie comparée". París 1877. (N. de la Red.).
[16] A. Giraud-Teulon. "Les origines du mariage et de la familie". Genéve 1884. (N. de la Red.).
[17] H. H. Bancroft. "The Native Races of the Pacific States of North America". Vol. I-V, New York 1875-1876.
(N. de la Red.).
[18] En una carta escrita en la primavera de 1882, Marx condena en los términos más ásperos el falseamiento de
los tiempos primitivos en los "Nibelungos" de Wagner. "¿Dónde se ha visto que el hermano abrace a la hermana
como a una novia?". A esos "dioses de la lujuria" de Wagner que, al estilo moderno, hacen más picantes sus
aventuras amorosas con cierta dosis de incesto, responde Marx: "En los tiempos primitivos, la hermana era
esposa, y esto era moral". (Nota de Engels).
Un francés amigo mío, gran adorador de Wagner, no está de acuerdo con la nota anterior, y advierte que ya en el
Ögisdrecka, uno de los "Eddas" antiguos que sirvió de base a Wagner, Locki dirige a Freya esta reconvención:
"Has abrazado a tu propio hermano delante de los dioses". De aquí parece desprenderse que en aquella época
estaba ya prohibido el matrimonio entre hermano y hermana. El Ögisdrecka es la expresión de una época en que
estaba completamente destruida la fe en los antiguos mitos; constituye una simple sátira, por el estido de la de
Luciano, contra los dioses. Si Loki, representando el papel de Mefistófeles, dirige allí semejante reconvención a
Freya, esto constituye más bien un argumento contra Wagner. Unos versos más adelante, Loki dice también a
Niördhr: "Tal es el hijo que has procreado con tu hermana" ("vidh systur thinni gaztu slikan mög"). Pues bien,
Niördhr no es un Ase, sino un Vane, y en la saga de los Inglinga dice que los matrimonios entre hermano y
hermana estaba en uso en el país de los Vanes, lo cual no sucedía entre los Ases. Esto tendería a probar que los
Vanes eran dioses más antiguos que los Ases. Niördhr vive entre los Ases en un pie de igualdad en todo caso, y
de esta suerte la Ögisdrecka es más bien una prueba de que en la época de la formación de las sagas noruegas el
matrimonio entre hermano y hermana no producía horror ninguno, por lo menos entre los dioses. Si se quiere
disculpar a Wagner en vez de acudir al "Edda", quizá fuese mejor invocar a Goethe, quien en la balada "El Dios
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y la bayadera" comete una falta análoga en lo relativo al deber religioso de la mujer de entregarse en los templos,
rito que Goethe hace asemejarse demasiado a la prostitución moderna. (Nota de Engels a la cuarta edición).
[19] Los vestigios del comercio sexual sin restricciones, que Bachofen cree haber descubierto, su
"Sumpfzeugung", se refieren al matrimonio por grupos, de lo cual es imposible dudar hoy. "Si Bachofen halla
'licenciosos' los matrimonios 'punaluenses', un hombre de aquella época consideraría la mayor parte de los
matrimonios de la nuestra entre primos próximos o lejanos, por línea paterna o por línea materna, enteramente
tan incestuosos como los matrimonios entre hermanos consanguíneos" (Marx). (Nota de Engels).
[20] J. F. Watson and J. W. Kaye. "The People of India". Vol. I-VI. London 1868-1872. (N. de la Red.).
[21] Aquí y más adelante se trata de grandes grupos conyugales de los aborígenes de Australia. (N. de la Red.).
[22] L. Agassiz. "A journey in Brazil", Boston 1886. (N. de la Red.).
[23] S. Sugenheim. "Geschichte der Aufhebung der Leibeigenschaft und Hörigkeit in Europa bis and die Mitte
des neunzehnten Jahrhunderts". St. Petersburg 1861. (N. de la Red.).
[24] M. Kovalevski. "Tableau des origines et de l'évolution de la familie et de la propriété". Stockholm 1890. (N.
de la Red.).
[25] "Calpullis": Comunidad familiar de los aztecas. (N. de la Red.).
[26] Ciudadanos libres de Esparta, a diferencia de los ilotas, esclavos. (N. de la Red.).
[27] Se refiere a "La ideología alemana". (N. de la Red.).
[28] Esclavas que servían en los templos. (N. de la Red.).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
III. LA GENS IROQUESA
Llegamos ahora a otro descubrimiento de Morgan que es, por lo menos, tan importante como la reconstrucción
de la forma primitiva de la familia basándose en los sistemas de parentesco. La prueba de que los grupos de
consanguíneos designados por medio de nombres de animales en el seno de una tribu de indios americanos son
esencialmente idénticos a las "genea" de los griegos, a las "gentes" de los romanos; de que la forma americana es
la forma original de la gens, siendo la forma grecorromana una forma posterior derivada; de que toda la
organización social de los griegos y romanos de los tiempos primitivos en gens, fatria y tribu, encuentra su
paralelo fiel en la organización indoamericana; de que la gens (en cuanto podemos juzgar por nuestras fuentes de
conocimiento) es una institución común a todos los bárbaros hasta su paso a la civilización y después de él; esta
prueba ha esclarecido de golpe las partes más difíciles de la antigua historia griega y romana y nos ha revelado
inesperadamente los rasgos fundamentales del régimen social de la época primitiva anterior a la aparición del
Estado. Por muy sencilla que parezca la cosa una vez conocida, Morgan no la descubrió hasta los últimos
tiempos. En su anterior obra, dada a la luz en 1871, no había llegado aún a penetrar ese secreto, cuyo
172
descubrimiento ha hecho callar por algún tiempo a los historiadores ingleses de la época primitiva, tan llenos de
seguridad en sí mismos.
La palabra latina gens, que Morgan emplea para este grupo de consanguíneos, procede, como la palabra griega
del mismo significado, genos, de la raíz aria común gan (en alemán -donde, según la regla, la g aria debe ser
reemplazada por la k- kan), que significa "engendrar". Las palabras gens en latín, genos en griego, dschanas en
sánscrito, kuni en gótico (según la regla anterior), kyn en antiguo escandinavo y anglosajón, kin en inglés, y
künns en medio-alto-alemán, significan de igual modo linaje, descendencia. Pero gens en latín o genos en griego
se emplean esencialmente para designar ese grupo que se jacta de constituir una descendencia común (del padre
común de la tribu, en el presente caso) y que está unido por ciertas instituciones sociales y religiosas, formando
una comunidad particular, cuyo origen y cuya naturaleza han estado oscuros hasta ahora, a pesar de todo, para
nuestros historiadores. Ya hemos visto anteriormente, en la familia punalúa, lo que es en su forma primitiva la
gens. Compónese de todas las personas que, por el matrimonio punalúa y según las concepciones que en él
dominan necesariamente, forman la descendencia reconocida de una antecesora determinada, fundadora de la
gens. Siendo incierta la paternidad en esta forma de familia, sólo cuenta la filiación femenina. Como los
hermanos no se pueden casar con sus hermanas, sino con mujeres de otro origen, los hijos procreados con estas
mujeres extrañas quedan fuera de la gens, en virtud del derecho materno. Así, pues, no quedan dentro del grupo
sino los descendientes de las hijas de cada generación; los de los hijos pasan a las gens de sus respectivas
madres. ¿Qué sucede, pues, con este grupo consanguíneo, así que se construye como grupo aparte, frente a
grupos del mismo género en el seno de una misma tribu?. Como forma clásica de esa gens primitiva, Morgan
toma la de los iroqueses y especialmente la de la tribu de los senekas. Hay en ésta ocho gens, que llevan nombres
de animales: 1ª, lobo; 2ª, oso; 3ª, tortuga; 4ª, castor; 5ª, ciervo; 6ª, becada; 7ª, garza y 8ª, halcón. En cada gens
hay las costumbres siguientes.
1. Elige el sachem (representante en tiempo de paz) y el caudillo (jefe militar). El sachem debe elegirse en la
misma gens y sus funciones son hereditarias en ella, en el sentido de que deben ser ocupadas en seguida en caso
de quedar vacantes. El jefe militar puede elegirse fuera de la gens, y a veces su puesto puede permanecer
vacante. Nunca se elige sachem al hijo del anterior, por estar vigente entre los iroqueses el derecho materno y
pertenecer, por tanto, el hijo a otra gens, pero con frecuencia se elige al hermano del sachem anterior o al hijo de
su hermana. Todo el mundo, hombres y mujeres, toman parte en la elección. Pero ésta debe ratificarse por las
otras siete gens, y sólo después de cumplida esta condición es el electo solemnemente instaurado en su puesto
por el consejo común de toda la generación iroquesa. Más adelante se verá la importancia de este punto. El poder
del sachem en el seno de la gens es paternal, de naturaleza puramente moral. No dispone de ningún medio
coercitivo. Además, ex oficio es miembro del consejo de tribu de los senekas, así como del consejo de toda la
federación iroquesa. El jefe militar únicamente puede dar órdenes en las expediciones militares.
2. Depone a su discreción al sachem y al caudillo. También en este caso toman parte en la votación hombres y
mujeres juntos. Los dignatarios depuestos pasan a ser enseguida simples guerreros como los demás, personas
privadas. También el consejo de tribu puede deponer a los sachem, hasta contra la voluntad de la gens.
3. Ningún miembro tiene derecho a casarse en el seno de la gens. Esta es la regla fundamental de la gens, el
vínculo que la mantiene unida; es la expresión negativa del parentesco consanguíneo, muy positivo, en virtud del
cual constituyen una gens los individuos comprendidos en ella. Con el descubrimiento de este sencillo hecho,
Morgan ha puesto en claro, por primera vez, la naturaleza de la gens. Cuán poco se había comprendido ésta hasta
entonces nos lo prueban los relatos que se nos hacían anteriormente respecto a los salvajes y a los bárbaros,
relatos donde la diferentes agrupaciones cuya reunión forman la organización gentilicia se confunden sin orden
ni concierto dándoles, si hacer diferencia alguna, los nombres de tribu, clan, thum, etc... y de los cuales dícese de
vez en cuando que el matrimonio está prohibido en el seno de semejantes corporaciones. Tal es el origen de la
irreparable confusión en la que MacLennan, hecho un Napoleón, ha puesto orden con esta sentencia inapelable.
Todas las tribus se dividen en unas donde está prohibido el matrimonio entre los miembros de la tribu
(exógamas), y otras donde se permite (endógamas). Y después de haber embrollado definitivamente las cosas, se
ha lanzado a las más hondas disquisiciones para establecer cuál de esas absurdas categorías creadas por él es la
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más antigua, si la exogamia o la endogamia. Este absurdo ha concluído por sí solo al descubrirse la gens basada
en el parentesco consanguíneo y la resultante imposibilidad del matrimonio entre los miembros. Es evidente que
en el estadio en que hallamos a los iroqueses la prohibición del matrimonio dentro de la gens se observa
inviolablemente.
4. La propiedad de los difuntos pasaba a los demás miembros de la gens, pues no debía salir de ésta. Dada la
poca monta de lo que un iroqués podía dejar a su muerte, la herencia se dividía entre los parientes gentiles más
próximos, es decir, entre sus hermanos y hermanas carnales y el hermano de su madre, si el difunto era varón, y
si era hembra, entre sus hijos y hermanas carnales, quedando excluidos sus hermanos. Por el mismo motivo, el
marido y la mujer no podían ser herederos uno del otro, ni los hijos serlo del padre.
5. Los miembros de la gens se debían entre sí ayuda y protección, y sobre todo auxilio mutuo para vengar las
injurias hechas por extraños. Cada individuo confiaba su seguridad a la protección de la gens, y podía hacerlo;
todo el que lo injuriaba, injuriaba a la gens entera. De ahí, de los lazos de sangre en la gens, nació la obligación
de la venganza, que fue reconocida en absoluto por los iroqueses. Si un extraño a la gens mataba a uno de sus
miembros, la gens entera de la víctima estaba obligada a vengarlo. Primero se trataba de arreglar el asunto; la
gens del matador celebraba consejo y hacía proposiciones de arreglo pacífico a la de la víctima, ofreciendo casi
siempre la expresión de su sentimiento por lo acaecido y regalos de importancia; si se aceptaban éstos, el asunto
quedaba zanjado. En el caso contrario, la gens ofendida designaba a uno o a varios vengadores obligados a
perseguir y matar al matador. Si así sucedía, la gens de este último no tenía ningún derecho a quejarse; quedaban
saldadas las cuentas.
6. La gens tiene nombres determinados, o una serie de nombres que sólo ella tiene derecho a llevar en toda la
tribu, de suerte que el nombre de un individuo indica inmediatamente a qué gens pertenece. Un nombre gentil
lleva vinculados, indisolublemente, derechos gentiles.
7. La gens puede adoptar extraños en su seno, admitiéndoles, así, en la tribu. Los prisioneros de guerra a quienes
no se condenaba a muerte, se hacían de este modo, al ser adoptados por una de las gens, miembros de la tribu de
los senekas, y con ello entraban en posesión de todos los derechos de la gens y de la tribu. La adopción se hacía a
propuesta individual de algún miembro de la gens, de algún hombre, que aceptaba al extranjero como hermano o
como hermana, o de alguna mujer que lo aceptaba como hijo; la admisión solemne en la gens era necesaria en
concepto de ratificación. A menudo, gens muy reducidas en número por causas excepcionales se reforzaban de
nuevo así, adoptando en masa a miembros de otra gens con el consentimiento de esta última. Entre los iroqueses,
la admisión solemne en la gens verificábase en sesión pública del consejo de tribu, lo que hacía prácticamente de
esta solemnidad una ceremonia religiosa.
8. Es difícil probar en las gens indias la existencia de solemnidades religiosas especiales; pero las ceremonias
religiosas de los indios están, más o menos, relacionadas con las gens. En las seis fiestas anuales de los
iroqueses, los sachem y los caudillos, en atención a sus cargos, contábanse entre los "guardianes de la fe" y
ejercían funciones sacerdotales.
9. La gens tiene un lugar común de inhumación. Este ha desaparecido ya entre los iroqueses del Estado de Nueva
York, que hoy viven apretados en medio de los blancos, pero ha existido en otros tiempos. Todavía subsiste entre
otros indios, por ejemplo entre los tuscaroras, próximos parientes de los iroqueses. Aun cuando son cristianos,
los tuscaroras tienen en el cementerio una determinada fila de sepulturas para cada gens, de tal suerte que la
madre está enterrada allí en la misma hilera que los hijos, pero no el padre. Y entre los iroqueses también la gens
entera asiste al entierro de un muerto, se ocupa de la tumba, de los discursos fúnebres, etc...
10. La gens tiene un consejo, la asamblea democrática de los miembros adultos, hombres y mujeres, todos ellos
con el mismo derecho de voto. Este consejo elige y depone a los sachem y a los caudillos, así como a los demás
"guardianes de la fe"; decide el precio de la sangre ("Wergeld") o la venganza por el homicidio de un miembro
de la gens; adopta a los extranjeros en la gens. En resumen, es el poder soberano en la gens.
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Tales son las atribuciones de una gens india típica. "Todos sus miembros son individuos libres, obligados a
proteger cada uno la libertad de los otros; son iguales en derechos personales, ni los sachem ni los caudillos
pretenden tener ninguna especie de preeminencia; todos forman una comunidad fraternal, unida por los vínculos
de la sangre. Libertad, igualdad y fraternidad; ésos son, aunque nunca formulados, los principios cardinales de la
gens, y esta última es, a su vez, la unidad de todo un sistema social, la base de la sociedad india organizada. Eso
explica el indomable espíritu de independencia y la dignidad que todo el mundo nota en los indios".
En la época del descubrimiento, los indios de toda la América del Norte estaban organizados en gens con arreglo
al derecho materno. Sólo en algunas tribus, como entre los dacotas, la gens estaba en decadencia y en otras,
como entre los ojibwas y los omahas, estaba organizada con arreglo al derecho paterno.
En numerosísimas tribus indias que comprenden más de cinco o seis gens encontramos cada tres, cuatro o más de
éstas reunidas en un grupo particular, que Morgan, traduciendo fielmente el nombre indio, llama fratria
(hermandad), como su correspondiente griego. Así, los senekas tienen dos fratrias: la primera comprende las
gens 1-4, y la segunda las gens 5-8. Un estudio más profundo muestra que estas fratrias representan casi siempre
las gens primitivas en que se escindió al principio la tribu; porque dada la prohibición del matrimonio en el seno
de la gens, cada tribu debía necesariamente comprender por lo menos dos gens para tener una existencia
independiente. A medida que la tribu aumentaba en número, cada gens volvía a escindirse en dos o más, que
desde entonces aparecían cada una de ellas como una gens particualr; al paso que la gens primitiva, que
comprende todas las gens hijas, continúa existiendo como fratria. Entre los Senekas y la mayor parte de los
indios, las gens de una de las fratrias son hermanas entre sí, al paso que las de la otra son primas suyas, nombres
que, como hemos visto, tienen en el sistema de parentesco americano un significado muy real y muy expresivo.
Originariamente ningún seneka podía casarse en el seno de su fratria; sin embargo, esta usanza desapareció muy
pronto, quedando limitada a la gens. Según una tradición que circula entre los senekas, el "oso" y el "ciervo"
fueron las dos gens primitivas, de las que se desprendieron con el tiempo las demás. Una vez arraigada, esa
nueva organización fue modificándose con arreglo a las necesidades; si se extinguían las gens de una fratria,
hacíase pasar a veces a ella gens enteras de otras fratrias. Por eso encontramos en diferentes tribus gens del
mismo nombre agrupadas en distintas fratrias.
Las funciones de la fratria entre los iroqueses son en parte sociales, en parte religiosas. 1) Las fratrias juegan a la
pelota una contra otra; cada una designa a sus mejores jugadores; los demás indios, formando grupos por fratrias,
observan el juego y apuestan por la victoria de los suyos. 2) En el consejo de tribu se sientan juntos los sachem y
los caudillos de cada fratria, colocándose frente a frente los dos grupos; cada orador habla a los representantes de
cada fratria como a una corporación particular. 3) Si en la tribu se cometía un homicidio, sin pertenecer a la
misma fratria el matador y la víctima, la gens ofendida apelaba a menudo a sus gens hermanas, que celebraban
un consejo de fratria y se dirigían a la otra fratria como corporación con el fin de que ésta convocase igualmente
un consejo para arreglar pacíficamente el asunto. En este caso, la fratria aparece de nuevo como la gens
primitiva, y con muchas más probabilidades de buen éxito que la gens individual, más débil, hija suya. 4) En
caso de defunción de personajes importantes, la fratria opuesta se encargaba de organizar y dirigir las ceremonias
de los funerales, mientras la fratria de los difuntos participaba en ellas como parientes en duelo. Si moría un
sachem, la fratria opuesta anunciaba la vacante de su cargo en el consejo de los iroqueses. 5) Cuando se elegía
sachem, intervenía igualmente el consejo de la fratria. Solía considerarse como casi segura la ratificación del
electo por las gens hermanas; pero las gens de la otra fratria podían oponerse a ella. En tal caso reuníase el
consejo de esta fratria, si la oposición era mantenida, la elección se declaraba nula. 6) Al principio, tenían los
iroqueses misterios religiosos particulares, llamados por los blancos "medicine lodges". Celebrábanse estos
misterios entre cada una de las fratrias, que tenían un ritual especialmente establecido para la iniciación de
nuevos miembros. 7) Si, como es casi seguro, los cuatro linajes (gens) que habitaban por el tiempo de la
conquista en los cuatro barrios de Tlaxcala eran cuatro fratrias, esto prueba que las fratrias constituían también
unidades militares, lo mismo que entre los griegos y en otras uniones gentilicias análogas entre los germanos;
cada uno de esos cuatro linajes iba a la guerra como ejército independiente, con su uniforme y su bandera
particulares, y al mando de su propio jefe.
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Así como varias gens forman una fratria, de igual modo, en la forma clásica, varias fratrias constituyen una tribu;
en algunos casos, en las tribus muy débiles falta el eslabón intermedio, la fratria. ¿Qué es, pues, lo que
caracteriza a una tribu india de América?.
1. Un territorio propio y un nombre particular. Fuera del sitio donde estaba asentada verdaderamente. Cada tribu
poseía además un extenso territorio para la caza y la pesca. Detrás de éste se extendía una ancha zona neutral,
que llegaba hasta el territorio de la tribu más próxima, zona que era más estrecha entre las tribus de la misma
lengua, y más ancha entre las que no tenían el mismo idioma. Esta zona venía a ser lo que el bosque limítrofe de
los germanos, el desierto que los suevos César creaban alrededor de su territorio, el "ísarnholt" (en dinamarqués
"jarnved", limes Danicus") entre daneses y alemanes, el "sachsenwald" y el "branibor" (eslavo: bosque
protector), que dio su nombre al Brandeburgo, entre alemanes y eslavos. Este territorio, comprendido dentro de
fronteras tan inciertas, era el país común de la tribu, reconocido como tal por las tribus vecinas y que ella misma
defendía contra los invasores. En la mayoría de los casos, la imprecisión de las fronteras no suscitó en la práctica
inconvenientes, sino cuando la población hubo crecido de modo considerable. Los nombres de las tribus parecen
debidos a la casualidad más que a una elección razonada; con el tiempo sucedió a menudo que una tribu era
conocida entre sus vecinas con un nombre distinto del que ella misma se daba, como ocurrió con los alemanes, a
quienes los celtas llamaron "germanos", siendo éste su primer nombre histórico colectivo.
2. Un dialecto particular propio de esta sola tribu. De hecho, la tribu y el dialecto son substancialmente una y la
misma cosa. La formación de nuevas tribus y nuevos dialectos, a consecuencia de una escisión, acontecía hace
aún poco en América, y todavía no debe haber cesado por completo. Allí donde dos tribus debilitadas se funden
en una sola, ocurre, excepcionalmente, que en la misma tribu se hallan dos dialectos muy próximos. La fuerza
numérica media de las tribus americanas es de unas dos mil almas; sin embargo, los cheroquees son veinteséis
mil, el mayor número de indios de los Estados Unidos que hablan un mismo dialecto.
3. El derecho de dar solemnemente posesión a su cargo a los sachem y los caudillos elegidos por las gens.
4. El derecho de exonerarlos hasta contra la voluntad de sus respectivas gens. Como los sachem y los jefes
militares son miembros del consejo de tribu, estos derechos de la tribu respecto a ellos se explican de por sí. Allí
donde se ha formado una federación de tribus y donde el conjunto de éstas se halla representado por un consejo
federal, esos derechos pasan a este último.
5. Ideas religiosas (mitología) y ceremonias del culto comunes. "Los indios eran, a su manera bárbara, un pueblo
religioso". Su mitología no ha sido aún objeto de investigaciones críticas. Personificaban ya sus ideas religiosas espíritus de todas clases-, pero el estadio inferior de la barbarie en el cual estaban no conoce aún representaciones
plásticas, lo que se llama ídolos. Es el de ellos un culto de la naturaleza y de los elementos que tiende al
politeismo. Las diferentes tribus tenían sus fiestas regulares, con formas de culto determinadas, principalmente el
baile y los juegos. La danza, sobre todo, era una parte esencial de todas las solemnidades religiosas. Cada tribu
celebraba en particular sus propias fiestas.
6. Un consejo de tribu para los asuntos comunes. Componíase de lso sachem y los caudillos de todas las gens,
sus representantes reales, puesto que eran siempre revocables. El consejo deliberaba públicamente, en medio de
los demás miembros de la tribu, quienes tenían derecho a tomar la palabra y hacer oir su opinión; el consejo
decidía. Por regla general, todo asistente al acto era oído a petición suya; también las mujeres podían expresar su
parecer mediante un orador elegido por ellas. Entre los iroqueses, las resoluciones definitivas debían ser tomadas
por unanimidad, como se requería para ciertas decisiones en las comunidades de las marcas alemanas. El consejo
de tribu estaba encargado, particularmente, de regular las relaciones con las tribus extrañas. Recibía y mandaba
las embajadas, declaraba la guerra y concertaba la paz. Si llegaba a estallar la guerra, solía hacerse casi siempre
valiéndose de voluntarios. En principio, cada tribu considerábase en estado de guerra con toda otra tribu con
quien expresamente no hubiera convenido un tratado de paz. Las expediciones contra esta clase de enemigos eran
organizadas en la mayoría de los casos por unos cuantos notables guerreros. Estos ejecutaban una danza guerrera
y todo el que les acompañaba en ella declaraba de ese modo su deseo de participar en la campaña. Formábase en
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seguida un destacamento y se ponía en marcha. De igual manera, grupos de voluntarios solían encargarse de la
defensa del territorio de la tribu atacada. La salida y el regreso de estos grupos de guerreros daban siempre lugar
a festividades públicas. Para esas expediciones no era necesaria la aprobación del consejo de tribu, y ni se pedía
ni se daba. Eran éstas exactamente como las expediciones particulares de las mesnadas germanas según las
describe Tácito, con la sola diferencia de que los grupos de guerreros tienen ya entre los germanos un carácter
más fijo y constituyen un sólido núcleo, organizado en tiempos de paz, en torno al cual se agrupan los demás
voluntarios en caso de guerra. Los destacamentos de esta especie rara vez eran numerosos; las más importantes
expediciones de los indios, aun a grandes distancias, realizábanse con fuerzas insignificantes. Cuando se
juntaban varios de estos destacamentos para acometer una gran empresa, cada uno de ellos obedecía a su propio
jefe; la unidad del plan de campaña asegurábase, bien o mal, por medio de un consejo de estos jefes. Esta es la
manera cómo hacían la guerra los alemanes del alto Rin en el siglo IV, según la vemos descrita por Amiano
Marcelino.
7. En algunas tribus encontramos un jefe supremo (Oberhäuptling), cuyas atribuciones son siempre muy escasas.
Es uno de los sachem, que, cuando se requiere una acción rápida, debe tomar medidas provisionales hasta que
pueda reunirse el consejo y tomar las resoluciones finales. Es un débil germen de poder ejecutivo, germen, que
casi siempre queda estéril en el transcurso de la evolución ulterior; este poder, como veremos, sale en la mayoría
de los casos, si no en todos, del jefe militar supremo (obersten Heerführer).
La gran mayoría de los indios americanos no fue más allá de la unión en tribus. Estas, poco numerosas, separadas
unas de otras por vastas zonas fronterizas y debilitadas a causa de continuas guerras, ocupaban inmensos
territorios muy poco poblados. Acá y allá formábanse alianzas entre tribus consanguíneas por efecto de
necesidades momentáneas, con las cuales tenían término. Pero en ciertas comarcas, tribus parientes en su origen
y separadas después, se reunieron de nuevo en federaciones permanentes, dando así el primer paso hacia la
formación de naciones. En los Estados Unidos encontramos la forma más desarrollada de una federación de esa
especie entre los iroqueses. Abandonando sus residencias del Oeste del Misisipí, donde probablemente habían
formado una rama de la gran familia de los dacotas, se establecieron después en largas peregrinaciones en el
actual Estado de Nueva York, divididos en cinco tribus: los senekas, los cayugas, los onondagas, los oneidas y
los mohawks. Vivían de la pesca, la caza y una horticultura rudimentaria y habitaban en aldeas, fortificadas en su
mayoría con estacadas. No excedieron nunca de veinte mil; tenían muchas gens comunales en las cinco tribus,
hablaban dialectos parecidísimos de la misma lengua y ocupaban a la sazón un territorio compacto repartido
entre las cinco tribus. Siendo de conquista reciente ese territorio, caía de su propio peso la necesidad de la unión
habitual de esas tribus frente a las que ellas habían desposeído. En los primeros años del siglo XV, a más tardar,
se convirtió en una "liga eterna", en una confederación que, comprendiendo su nueva fuerza, no tardó en tomar
un carácter agresivo; y al llegar a su apogeo, hacia 1675, había conquistado en torno suyo vastos territorios, a
cuyos habitantes había en parte expulsado, en parte hecho tributarios. La confederación iroquesa presenta la
organización social más desarrollada a que llegaron los indios antes de salir del estadio inferior de la barbarie,
excluyendo, por consiguiente, a los mexicanos, a los neomexicanos y a los peruanos. Los rasgos principales de la
confederación eran los siguientes:
1. Liga eterna de las cinco tribus consanguíneas basada en su plena igualdad y en la independencia en todos sus
asuntos interiores. Esta consanguinidad formaba el verdadero fundamento de la liga. De las cinco tribus, tres
llevaban el nombre de tribus madres y eran hermanas entre sí, como lo eran igualmente las otras dos, que se
llamaban tribus hijas. Tres gens -las más antiguas- tenían aún representantes vivos en todas las cinco tribus, y
otras tres gens, en tres tribus. Los miembros de cada una de estas gens eran hermanos entre sí en todas las cinco
tribus. La lengua común, sin más diferencias que dialectales, era la expresión y la prueba de la comunidad de
origen.
2. El órgano de la liga era un consejo federal de cincuenta sachem, todos de igual rango y dignidad; este consejo
decidía en última instancia todos los asuntos de la liga.
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3. Estos cincuenta títulos de sachem, cuando se fundó la liga, se distribuyeron entre las tribus y las gens, y eran
sus portadores los representantes de los nuevos cargos expresamente instituídos para las necesidades de la
confederación. A cada vacante eran elegidos de nuevo por las gens interesadas y podían ser depuestos por ellas
en todo tiempo, pero el derecho de darles posesión de su cargo correspondía al consejo federal.
4. Estos sachem federales lo eran también en sus tribus respectivas, y tenían voz y voto en el consejo de tribu.
5. Todos los acuerdos del consejo federal debían tomarse por unanimidad.
6. El voto se daba por tribu, de tal suerte que todas las tribus, y en cada una de ellas todos los miembros del
consejo, debían votar unánimemente para que se pudiese tomar un acuerdo válido.
7. Cada uno de los cinco consejos de tribu podía convocar al consejo federal, pero éste no podía convocarse a sí
mismo.
8. Las sesiones se celebraban delante del pueblo reunido; cada iroqués podía tomar la palabra; sólo el consejo
decidía.
9. La confederación no tenía ninguna cabeza visible personal, ningún jefe con poder ejecutivo.
10. Por el contrario, tenía dos jefes de guerra supremos, con iguales atribuciones y poderes (los dos "reyes" de
Esparta, los dos cónsules de Roma).
Tal es toda la constitución social bajo la que han vivido y viven aún los iroqueses desde hace más de
cuatrocientos años. La he descrito con detalle, siguiendo a Morgan, porque aquí podemos estudiar la
organización de una sociedad que no conocía aún el Estado. El Estado presupone un poder público particular,
separado del conjunto de los respectivos ciudadanos que lo componen. Y Maurer reconoce con fiel con fiel
instinto la constitución de la Marca alemana como una institución puramente social diferente por esencia del
Estado, aun cuando más tarde le sirvió en gran parte de base. En todos sus trabajos Maurer observa que el poder
público nace gradualmente tanto a partir de las constituciones primitivas de las marcas, las aldeas, los señoríos y
las ciudades, como al margen de ellas. Entre los indios de la América del Norte vemos cómo una tribu unida en
un principio se extiende poco a poco por un continente inmenso; cómo, escindiéndose, las tribus se convierten en
pueblos, en grupos enteros de tribus; cómo se modifican las lenguas, no sólo hasta llegar a ser incomprensibles
unas para otras, sino hasta el punto de desaparecer todo vestigio de la prístina unidad; cómo en el seno de las
tribus se escinden en varias gens individuales y las viejas gens madres se mantienen bajo la forma de fratrias; y
cómo los nombres de estas gens más antiguas se perpetúan en las tribus más distantes y separadas más largo
tiempo (el lobo y el oso son aún nombres gentilicios en la mayoría de las tribus indias). Y a todas estas tribus
corresponde, en general, la constitución antes descrita, con la única excepción de que muchas de ellas no llegan a
la liga entre tribus parientes.
Pero dada la gens como unidad social, vemos también con qué necesidad casi ineludible, por ser natural, se
deduce de esa unidad toda la constitución de la gens, de la fratria y de la tribu. Todos los tres grupos son
diferentes gradaciones de consanguinidad, encerrado cada uno en sí mismo y ordenando sus propios asuntos,
pero completando también a los otros. Y el círculo de los asuntos que les compete abarca el conjunto de los
negocios sociales de los bárbaros del estado inferior. Así, pues, siempre que en un pueblo hallemos la gens como
unidad social, debemos también buscar una organización de la tribu semejante a la que hemos descrito; y allí
donde, como entre los griegos y los romanos, no faltan las fuentes de conocimiento, no sólo la encontraremos,
sino que además nos convenceremos de que en todas partes donde esas fuentes son deficientes para nosotros, la
comparación con la institución social americana nos ayuda a despejar las mayores dudas y a adivinar los más
difíciles enigmas.
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¡Admirable constitución ésta de la gens, con toda su ingenua sencillez! Sin soldados, gendarmes ni policía, sin
nobleza, sin reyes, gobernadores, prefectos o jueces, sin cárceles ni procesos, todo marcha con regularidad.
Todas las querellas y todos los conflictos los zanja la colectividad a quien conciernen, la gens o la tribu, o las
diversas gens entre sí; sólo como último recurso, rara vez empleado, aparece la venganza, de la cual no es más
que una forma civilizada nuestra pena de muerte, con todas las ventajas y todos los inconvenientes de la
civilización. No hace falta ni siquiera una parte mínima del actual aparato administrativo, tan vasto y
complicado, aun cuando son muchos más que en nuestros días los asuntos comunes, pues la economía doméstica
es común para una serie de familias y es comunista; el suelo es propiedad de la tribu, y los hogares sólo
disponen, con carácter temporal, de pequeñas huertas. Los propios interesados son quienes resuelven las
cuestiones, y en la mayoría de los casos una usanza secular lo ha regulado ya todo. No puede haber pobres ni
necesitados: la familia comunista y la gens conocen sus obligaciones para con los ancianos, los enfermos y los
inválidos de guerra. Todos son iguales y libres, incluídas las mujeres. No hay aún esclavos, y, por regla general,
tampoco se da el sojuzgamiento de tribus extrañas. Cuando los iroqueses hubieron vencido en 1651 a los erios y
a la "nación neutral", les propusieron entrar en la confederación con iguales derechos; sólo al rechazar los
vencidos esta proposición, fueron desalojados de su territorio. Qué hombres y qué mujeres ha producido
semejante sociedad, nos lo prueba la admiración de todos los blancos que han tratado con indios no degenerados
ante la dignidad personal, la rectitud, la energía de carácter y la intrepidez de estos bárbaros.
Recientemente hemos visto en Africa ejemplos de esa intrepidez. Los cafres de Zululandia hace algunos años y
los nubios[29] hace pocos meses (dos tribus en las cuales no se han extinguido aún las instituciones gentiles) han
hecho lo que no sabría hacer ninguna tropa europea. Armados nada más que con lanzas y venablos, sin armas de
fuego, bajo la lluvia de balas de los fusiles de repetición de la infantería inglesa (reconocida como la primera del
mundo para el combate en orden cerrado), se echaron encima de sus ballonetas, sembraron más de una vez el
pánico entre ella y concluyeron por derrotarla, a pesar de la colosal desproporción entre las armas y aun cuando
no tienen ninguna especie de servicio militar ni saben lo que es hacer la instrucción. Lo que pueden hacer y
soportar lo sabemos por las lamentaciones de los ingleses, según los cuales un cafre recorre en veinticuatro horas
más trayecto, y a mayor velocidad, que un caballo: "Hasta su más pequeño músculo sobresale, acerado, duro,
como una tralla de látigo", decía un pintor inglés.
Tal era el aspecto de los hombres y de la sociedad humana antes de que se produjese la escisión en clases
sociales. Y si comparamos su situación con la de la inmensa mayoría de los hombres civilizados de hoy, veremos
que la diferencia entre el proletario o el campesino de nuestros días y el antiguo libre gentilis es enorme.
Este es un aspecto de la cuestión. Pero no olvidemos que esa organización estaba llamada a perecer. No fue más
allá de la tribu; la federación de las tribus indica ya el comienzo de su decadencia, como lo veremos y como ya lo
hemos visto en las tentativas hechas por los iroqueses para someter a otras tribus. Lo que estaba fuera de la tribu,
estaba fuera de la ley. Allí donde no existía expresamente un tratado de paz, la guerra reinaba entre las tribus y se
hacía con la crueldad que distingue al ser humano del resto de los animales, y que sólo más adelante quedó
suavizada por el interés. El régimen de la gens en pleno florecimiento, como lo hemos visto en América, suponía
una producción en extremo rudimentaria y, por consiguiente, una población muy diseminada en un vasto
territorio, y, por lo tanto, una sujeción casi completa del hombre a la naturaleza exterior, incomprensible y ajena
para el hombre, lo que se refleja en sus pueriles ideas religiosas. La tribu era la frontera del hombre, lo mismo
contra los extraños que para sí mismo: la tribu, la gens, y sus instituciones eran sagradas e inviolables,
constituían un poder superior dado por la naturaleza, al cual cada individuo quedaba sometido sin reserva en sus
sentimientos, ideas y actos. Por más imponentes que nos parecen los hombres de esta épóca, apenas si se
diferenciaban unos de otros, estaban aún sujetos, como dice Marx, al cordón umbilical de la comunidad
primitiva. El poderío de esas comunidades primitivas tenía que quebrantarse, y se quebrantó. Pero se deshizo por
influencias que desde un principio se nos parecen como una degradación , como una caída desde la sencilla
altura moral ade la antigua sociedad de las gens. Los intereses más viles -la baja codicia, la brutal avidez por los
goces, la sórdida avaricia, el robo egoísta de la propiedad común- inauguran la nueva sociedad civilizada, la
sociedad de clases; los medios más vergonzosos -el robo, la violencia, la perfidia, la traición-, minana la antigua
sociedad de las gens, sociedad sin clases, y la conducen a su perdición. Y la misma nueva sociedad, a través de
179
los dos mil quinientos años de su existencia, no ha sido nunca más que el desarrollo de una ínfima minoría a
expensas de uan inmensa mayoría de explotados y oprimidos; y esto es hoy más que nunca.
NOTAS
[29] Se hace referencia a la guerra entre los ingleses y los zulús en 1879 y entre los ingleses y los nubios en
1883. (N. de la Red.).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
IV. LA GENS GRIEGA
En los tiempos prehistóricos, los griegos, como los pelasgos y otros pueblos congéneres, estaban ya constituidos
con arreglo a la misma serie orgánica que los americanos: gens, fratria, tribu, confederación de tribus. Podía
faltar la fratria, como en los dorios; no en todas partes se formaba la confederación de tribus; pero en todos los
casos, la gens era la unidad orgánica. En la época en que aparecen en la historia, los griegos se hallan en los
umbrales de la civilización; entre ellos y las tribus americanas de que hemos hablado antes median casi dos
grandes períodos de desarrollo, que los griegos de la época heroica llevan de ventaja a los iroqueses. Por eso la
gens de los griegos ya no es de ningún modo la gens arcaica de los iroqueses; el sello del matrimonio por grupos
comienza a borrarse notablemente. El derecho materno ha cedido el puesto al derecho paterno; por eso mismo la
riqueza privada, en proceso de surgimiento, ha abierto la primera brecha en la constitución gentilicia. Otra brecha
es consecuencia natural de la primera: al introducirse el derecho paterno, la fortuna de una rica heredera pasa,
cuando contrae matrimonio, a su marido, es decir, a otra gens, con lo que se destruye todo el fundamento del
derecho gentil; por tanto, no sólo se tiene por lícito, sino que hasta es obligatorio en este caso, que la joven núbil
se case dentro de su propia gens para que los bienes no salgan de ésta.
Según la historia de Grecia debida a Grote, la gens ateniense, es particular, estaba cohesionada por:
1. Las solemnidades religiosas comunes y el derecho de sacerdocio en honor a un dios determinado, el
pretendido fundador de la gens, designado en ese concepto con un sobrenombre especial.
2. Los lugares comunes de inhumación (Véase "Contra Eubúlides", de Demóstenes).
3. El derecho hereditario recíproco.
4. La obligación recíproca de prestarse ayuda, socorro y apoyo contra la violencia.
5. El derecho y el deber recíprocos de casarse en ciertos casos dentro de la gens, sobre todo tratándose de
huérfanas o herederas.
6. La posesión, en ciertos casos por lo menos, de una propiedad común, con un arconte y un tesorero propios.
La fratria agrupaba varias gens, pero menos estrechamente; sin embargo, también aquí hallamos derechos y
deberes recíprocos de una especie análoga, sobre todo la comunidad de ciertos ritos religiosos y el derecho a
perseguir al homicida en el caso de asesinato de un frater. El conjunto de las fratrias de una tribu tenía a su vez
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ceremonias sagradas periódicas, bajo la presidencia de un "filobasileus" (jefe de tribu) elegido entre los nobles
(eupátridas).
Ahí se detiene Grote. Y Marx añade: "Pero detrás de la gens griega se reconoce al salvaje (por ejemplo al
iroqués)". Y no hay manera de no reconocerlo, a poco que prosigamos nuestras investigaciones.
En efecto, la gens griega tiene también los siguientes rasgos:
7. La descendencia según el derecho paterno.
8. La prohibición del matrimonio dentro de la gens, excepción hecha del matrimonio con las herederas. Esta
excepción, erigida en precepto, indica el rigor de la antigua regla. Esta, a su vez, resulta del principio
generalmente adoptado de que la mujer, por su matrimonio, renunciaba a los ritos religiosos de su gens y pasaba
a los de su marido, en la fratria del cual era inscrita. Según eso, y con arreglo a un conocido pasaje de Dicearca,
el matrimonio fuera de la gens era la regla. Becker, en su "Charicles", afirma que nadie tenía derecho a casarse
en el seno de su propia gens.
9. El derecho de adopción en la gens, ejercido mediante la adopción en la familia, pero con formalidades
públicas y sólo en casos excepcionales.
10. El derecho de elegir y deponer a los jefes. Sabemos que cada gens tenía su arconte; pero no se dice en
ninguna parte que este cargo fuese hereditario en determinadas familias. Hasta el fin de la barbarie, las
probabilidades están en contra de la herencia de los cargos, que es de todo punto incompatible con un estado de
las cosas donde ricos y pobres tenían en el seno de la gens derechos absolutamente iguales.
No sólo Grote, sino también Niebuhr, Mommsen y todos los demás historiadores que se han ocupado hasta aquí
de la antigüedad clásica, se han estrellado contra la gens. Por más atinadamente que describan muchos de sus
rasgos distintivos, lo cierto es que siempre han visto en ella un "grupo de familias" y no han podido por ello
comprender su naturaleza y su origen. Bajo la constitución de la gens, la familia nunca pudo ser ni fue una célula
orgánica, porque el marido y la mujer pertenecían por necesidad a dos gens diferentes. La gens entraba entera en
la fratria y ésta, en la tribu; la familia entraba a medias en la gens del marido, a medias en la de la mujer.
Tampoco el Estado reconoce la familia en el Derecho público; hasta aquí sólo existe el Derecho civil. Y, sin
embargo, todos los trabajos históricos escritos hasta el presente parte de la absurda suposición, que ha llegado a
ser inviolable, sobre todo en el siglo XVIII, de que la familia monogámica, apenas más antigua que la
civilización, es el núcleo alrededor del cual fueron cristalizando poco a poco la sociedad y el Estado.
"Hagamos notar al señor Grote -dice Marx- que aun cuando los griegos hacen derivar sus gens de la mitología,
no por eso dejan de ser esas gens más antiguas que la mitología, con sus dioses y semidioses, creada por ellas
mismas".
Morgan cita de referencia a Grote, porque es un testigo prominente y nada sospechoso. Más adelante Grote
refiere que cada gens ateniense tenía un nombre derivado de su fundador presunto; que, antes de Solón siempre,
y después de él en caso de muerte intestada, los miembros de la gens (gennêtes) del difunto heredaban su fortuna;
y que en caso de muerte violenta el derecho y el deber de perseguir al matador ante los tribunales correspondía
primero a los parientes más cercanos, después al resto de los gentiles y, por último, a los fratores de la víctima.
"Todo lo que sabemos acerca de las antiguas leyes atenienses está fundado en la división en gens y fratrias".
La descendencia de las gens de antepasados comunes ha producido muchos quebraderos de cabeza a los "sabios
filisteos" de quienes habla Marx. Como proclaman puro mito a dichos antepasados y no pueden explicarse de
ningún modo que las gens se hayan formado de familias distintas, sin ninguna consanguinidad original, para salir
de este atolladero y explicar la existencia de la gens recurren a un diluvio de palabras que giran en un círculo
vicioso y no van más allá de esta proposición: la genealogía es puro mito, pero la gens es una realidad. Y,
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finalmente, Grote dice (las glosas entre paréntesis son de Marx); "Rara vez oímos hablar de este árbol
genealógico, porque sólo se exhibe en casos particularmente solemnes. Pero las gens de menor importancia
tenían prácticas religiosas comunes propias de ellas (¡qué extraño, señor Grote!) y un antepasado sobrenatural,
así como un arbol genealógico común, igual que las más célebres (¡pero qué extraño es todo esto, señor Grote, en
gens de menor importancia!); el plan fundamental y la base ideal (¡no ideal, caballero, sino carnal, o dicho en
sencillo alemán fleischlich!) eran iguales para todas ellas".
Marx resume com sigue la respuesta de Morgan a esa argumentación: "El sistema de consanguinidad que
corresponde a la gens en su forma primitiva -y los griegos la han tenido como los demás mortales- aseguraba el
conocimiento de los grados de parentesco de todos los miembros de la gens entre sí. Aprendían esto, que tenía
para ellos suma importancia, por práctica, desde la infancia más temprana. Con la familia monogámica, cayó en
el olvido. El nombre de la gens creó una genealogía junto a la cual parecía insignificante la de la familia
monogámica. Ahora este nombre debía confirmar el hecho de su descendencia común a quienes lo llevaban; pero
la genealogía de la gens se remontaba a tiempos tan lejanos, que sus miembros ya no podían demostrar su
parentesco recíproco real, excepto en un pequeño número de casos en que los descendientes comunes eran más
recientes. El nombre mismo era una prueba irrecusable de la procedencia común, salvo en los casos de adopción.
En cambio, negar de hecho toda consanguinidad entre los gentiles, como lo hacen Grote y Niebuhr, que han
transformado la gens en una creación puramente imaginaria y poética, es digno de exégetas "ideales", es decir, de
tragalibros encerrados entre cuatro paredes. Porque el encadenamiento de las generaciones, sobre todo desde la
aparición de la monogamia, se pierde en la lejanía de los tiempos y porque la realidad pasada aparece reflejada
en las imágenes fantásticas de la mitología, ¡los buenazos de los viejos filisteos han deducido y deducen aún que
una genealogía imaginaria creó gens reales!".
La fratria, como entre los americanos, era una gens madre escindida en varias gens hijas, a las cuales servía de
lazo de unión y que a menudo las hacía también a todas descender de un antepasado común. Así, según Grote,
"todos los coetáneos de la fratria de Hecateo tenían un solo y mismo dios por abuelo en decimosexto grado". Por
lo tanto, todas las gens de aquella fratria eran, al pie de la letra, gens hermanas. La fratria aparece ya com unidad
militar en Homero, en el célebre pasaje donde Néstor da este consejo a Agamenón: "Coloca a los hombres por
tribus y por fratrias, para que la fratria preste auxilio a la fratria y la tribu a la tribu". La fratria tenía también el
derecho y el deber de castigar el homicidio perpetrado en la persona de un frater, lo que indica que en tiempos
anteriores había tenido el deber de la venganza de sangre. Además, tenía fiestas y santuarios comunes; en
general, el desarrollo de la mitología griega a partir del culto a la naturaleza, tradicional en los arios, se debió
esencialmente a las gens y las fratrias y se produjo en el seno de éstas.
Tenía también la fratria un jefe ("fratriarcos"), y, asimismo, según De Coulanges, asambleas cuyas decisiones
eran obligatorias, un tribuna y una administración. Posteriormente, el Estado mismo, que pasaba por alto la
existencia de las gens, dejó a la fratria ciertas funciones públicas, de carácter administrativo.
La reunión de varias fratrias emparentadas forma la tribu. En el Atica había cuatro tribus, cada una de tres fratrias
que constaban a su vez de treinta gens cada una. Una determinación tan precisa de los grupos supone una
intervención consciente y metódica en el orden espontáneamente nacido. Cómo, cuándo y por qué sucedió esto,
no lo dice ha historia griega, y los griegos mismos conservan el recuerdo de ello hasta la época heroica nada más.
Las diferencias de dialecto estaban menos desarrolladas entre los griegos, aglomerados en un territorio
relativamente pequeño, que en los vastos bosques americanos; sin embargo, también aquí sólo tribus de la misma
lengua madre aparecen reunidas formando grandes agrupaciones; y hasta la pequeña Atica tiene su propio
dialecto, que más tarde pasó a ser la lengua predominante en toda la prosa griega.
En los poemas de Homero hallamos ya a la mayor parte de las tribus griegas reunidas formando pequeños
pueblos, en el seno de las cuales, sin embargo, conservaban aún completa independencia las gens, las fratrias y
las tribus. Estos pueblos vivían ya en ciudades amuralladas; la población aumentaba a medida que aumentaban
los ganados, se desarrollaba la agricultura e iban naciendo los oficios manuales; al mismo tiempo crecían las
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diferencias de fortuna y, con éstas, el elemento aristocrático en el seno de la antigua democracia primitiva, nacida
naturalmente. Los distintos pueblos sostenían incesantes guerras por la posesión de los mejores territorios y
también, claro está, con la mira puesta en el botín, pues la esclavitud de los prisioneros de guerra era una
institución reconocida ya.
La constitución de estas tribus y de estos pequeños pueblos era en aquel momento la siguiente:
1. La autoridad permanente era el consejo ("bulê"), primitivamente formado quizás por los jefes de las gens y
más tarde, cuando el número de éstas llegó a ser demasiado grande, por un grupo de individuos electos, lo que
dio ocasión para desarrollar y reforzar el elemento aristocrático. Dionisio dice que el consejo de la época heroica
estaba constituido por aristócratas ("kratistoi"). El consejo decidía los asuntos importantes. En Esquilo, el
consejo de Tebas toma el acuerdo, decisivo en aquella situación, de enterrar a Etéocles con grandes honores y de
arrojar el cadáver de Polinices para que sirva de pasto a los perros. Con la institución del Estado, este consejo se
convirtió en Senado.
2. La asamblea del pueblo ("ágora"). Entre los iroqueses hemos visto que el pueblo, hombres y mujeres, rodea a
la asamblea del consejo, toma allí la palabra de una manera ordenada e influye de esta suerte en sus
determinaciones. Entre los griegos homéricos, estos "circunstantes", para emplear una expresión jurídica del
alemán antiguo, "Umstand", se han convertido ya en una verdadera asamblea general del pueblo, lo mismo que
aconteció entre los germanos de los tiempos primitivos. Esta asamblea era convocada por el consejo para decidir
los asuntos importantes; cada hombre podía hacer uso de la palabra. El acuerdo se tomaba levantando las manos
(Esquilo, en "Las Suplicantes"), o por aclamación. La asamblea era soberana en última instancia, porque, como
dice Schömann ("Antiguedades griegas")[30], "cuando se trata de una cosa que para ejecutarse exige la
cooperación del pueblo, Homero no nos indica ningún medio por el cual pueda ser constreñido éste a obrar
contra su voluntad". En aquella época, en que todo miembro masculino adulto de la tribu era guerrero, no había
aún una fuerza pública separada del pueblo y que pudiera oponérsele. La democracia primitiva se hallaba todavía
en plena florescencia, y esto debe servir de punto de partida para juzgar el poder y la situación del consejo y del
"basileus".
3. El jefe militar ("basileus"). A propósito de esto, Marx observa: "Los sabios europeos, en su mayoría lacayos
natos de los príncipes, hacen del "basileus" un monarca en el sentido moderno de la palabra. El republicano
yanqui Morgan protesta contra esa idea. Del untuoso Gladstone, y de su obra "Juventus Mundi"[31] dice con
tanta ironía como verdad: "Mister Gladstone nos presenta a los jefes griegos de los tiempos heroicos como reyes
y príncipes que, por añadidura, son unos cumplidos gentlemen; pero él mismo se ve obligado a reconocer que, en
general, nos parece encontrar suficiente, pero no rigurosamente establecida la costumbre o la ley del derecho de
primogenitura". Es de suponer que un derecho de primogenitura con tales reservas debe parecerle al propio señor
Gladstone suficientemente, aunque no con todo rigor, privado de la más mínima importancia.
Ya hemos visto cuál era el estado de cosas respecto a la herencia de las funciones superiores entre los iroqueses y
los demás indios. Todos los cargos eran electivos, la mayor parte en el seno mismo de la gens, y hereditarios en
ésta. Gradualmente se llegó a dar preferencia en caso de vacante al pariente gentil más próximo -al hermano o al
hijo de la hermana-, siempre que no hubiese motivos para excluirlo. Por tanto, si entre los griegos, bajo el
imperio del derecho paterno, el cargo de "basileus" solía pasar al hijo o a uno de los hijos, esto demuestra
simplemente que los hijos tenían allí a favor suyo la probabilidad de elección legal por elección popular, pero no
prueba de ningún modo la herencia de derecho sin elección del pueblo. Aquí vemos, entre los iroqueses y entre
los griegos, el primer germen de familias nobles, con una situación especial dentro de las gens, y entre los
griegos también el primer germen de la futura jefatura militar hereditaria o de la monarquía. Por consiguiente, es
probable que entre los griegos el "basileus" debiera ser o electo por el pueblo o confirmado por los órganos
reconocidos de éste, el consejo o el "ágora", como se practica respecto al "rey" ("rex") romano.
En la "Ilíada", el jefe de los hombres, Agamenón, aparece no como el rey supremo de los griegos, sino como el
general en jefe de un ejército confederado ante una ciudad sitiada. Y Ulises, cuando estallan disensiones entre los
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griegos, apela a esta calidad, en el famoso pasaje: "No es bueno que muchos manden a la vez, uno solo debe dar
órdenes", etc... (El tan conocido verso en que se trata del cetro es un postizo intercalado posteriormente.). "Ulises
no da aquí una conferencia acerca de la forma de gobierno, sino que pide que se obedezca al general en jefe en
campaña. Entre los griegos, que no aparecen antre Troya más que como ejército, el orden imperante en el "ágora"
es bastante democrático. Cuando Aquiles habla de presentes, es decir, del reparto del botín, no encarga de ese
reparto no a Agamenón ni a ningún otro "basileus", sino a "los hijos de los Aqueos", es decir, al pueblo. Los
atributos "engendrado por Zeus", "criado por Júpiter", nada prueban, desde el momento en que cada gens
desciende de un dios y la gens del jefe de la tribu de uno "más alto", en el caso presente, de Zeus. Hasta os
individuos no manumitidos, como el porquero Eumeo y otros, son "divinos" ("dioi" y "theioi"), y eso en la
Odisea, es decir, en una época muy posterior a la descrita por la Iliada. También en la "Odisea", se llama "heros"
al mensajero Mulios y al cantor ciego Demodoco. En resumen: la palabra "basileia", que los escritores griegos
emplean para la sedicente realeza homérica, acompañada de un consejo y de una asamblea del pueblo, significa,
sencillamente, democracia militar (porque el mando de los ejércitos era su distintivo principal" (Marx).
Además de sus atribuciones militares, el "basileus" las tenía también religiosas y judiciales; estas últimas eran
indeterminadas, pero las primeras le correspondían en concepto de representante supremo de la tribu o de la
federación de tribus. Nunca se habla de atribuciones civiles, administrativas, aunque el "basileus" parece haber
sido miembro del consejo, en atención a su cargo. Traducir "basileus" por la palabra alemana "König" es, pues,
etimológicamente muy exacto, puesto que "König" ("Kuning") se deriva de "Kuni", "Künne", y significa jefe de
una gens. Pero el "basileus" de la Grecia antigua no corresponde de ninguna manera a la significación actual de
la palabra "König" (rey). Tucídides llama expresamente a la antigua "basileia" una "patriké", es decir, derivada
de las gens, y dice que tuvo atribuciones fijas, y por tanto limitadas. Y Aristóteles dice que la "basileia" de los
tiempos heroicos fue una jefatura militar ejercida sobre hombres libres, y el "basileus" un jefe militar, juez y gran
sacerdote. No tenía, por consiguiente, ningún poder gubernamental en el sentido ulterior de la palabra[32].
Así, pues, en la constitución griega de la época heroica vemos aún llena de vigor la antigua organización de la
gens, pero también observamos el comienzo de su decadencia: el derecho paterno con herencia de la fortuna por
los hijos, lo cual facilita la acumulación de las riquezas en la familia y hace de ésta un poder contrario a la gens;
la repercusión de la diferencia de fortuna sobre la constitución social mediante la formación de los gérmenes de
una nobleza hereditaria y de una monarquía; la esclavitud, que al principio sólo comprendió a los prisioneros de
guerra, pero que desbrozó el camino de la esclavitud de los propios miembros de la tribu, y hasta de la gens; la
degeneración de la antigua de guerra de unas tribus contra otras en correrías sistemáticas por tierra y por mar
para apoderarse de ganados, esclavos y tesoros, lo que llegó a ser una industria más. En resumen, la fortuna es
apreciada y considerada como el sumo bien, y se abusa de la antigua organización de la gens para justificar el
robo de las riquezas por medio de la violencia. No faltaba más que una cosa; la institución que no sólo asegurase
las nuevas riquezas de los individuos contra las tradiciones comunistas de la constitución gentil, que no sólo
consagrase la propiedad privada antes tan poco estimada e hiciese de esta santificación el fin más elevado de la
comunidad humana, sino que, además, imprimiera el sello del reconocimiento general de la sociedad a las nuevas
formas de adquirir la propiedad, que se desarrollaban una tras otra, y por tanto a la acumulación, cada vez más
acelerada, de las riquezas; en una palabra, faltaba una institución que no sólo perpetuase la naciente división de
la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora de explotar a la no poseedora y el dominio
de la primera sobre la segunda.
Y esa institución nació. Se inventó el Estado.
NOTAS
[30] G. F. Schömann. "Griechische Alterthümer", Bd. I-II. Berlín 1855-59. (N. de la Red.).
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[31] W. E. Gladstone. "Juventus Mundi. The gods and Men of the Heroic Age". London 1869. ("La juventud del
Mundo. Los dioses y los hombres de la época heróica"). (N. de la Red.).
[32] Lo mismo que al "basileus" griego, se ha presentado falsamente al jefe militar azteca como a un príncipe en
el sentido moderno.
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
V. GENESIS DEL ESTADO ATENIENSE
En ninguna parte podemos seguir mejor que en la antigua Atenas, por lo menos en la primera fase de la
evolución, de qué modo se desarrolló el Estado, en parte transformando los órganos de la constitución gentil, en
parte desplazándolos mediante la intrusión de nuevos órganos y, por último, remplazándolos pior auténticos
organismos de administración del Estado, mientras que una "fuerza pública" armada al servicio de esa
administración del Estado, y que, por consiguiente, podía ser dirigida contra el pueblo, usurpaba el lugar del
verdadero "pueblo en armas" que había creado su autodefensa en las gens, las fratrias y las tribus. Morgan
expone mayormente las modificaciones de forma; en cuanto a las condiciones económicas productoras de ellas,
tendré que añadirlas, en parte, yo mismo.
En la época heroica, las cuatro tribus de los atenienses aún se hallaban establecidas en distintos territorios de
Africa. Hasta las doce fratrias que las componían parece ser que también tuvieron su punto de residencia
particular en las doce ciudades de Cécrope. La constitución era la misma de la época heroica: asamblea del
pueblo, consejo del pueblo y "basileus". Hasta donde alcanza la historia escrita, se ve que el suelo estaba ya
repartido y era propiedad privada, lo que corresponde a la producción mercantil y al comercio de mercancías
relativamente desarrollados que observamos ya hacia el final del estadio superior de la barbarie. Además de
granos, producíase vinos y aceite. El comercio marítimo en el Mar Egeo iba pasando cada vez más de los
fenicios a los griegos del Atica. A causa de la compraventa de la tierra y de la creciente división del trabajo entre
la agricultura y los oficios manuales, el comercio y la navegación, muy pronto tuvieron que mezclarse los
miembros de las gens, fratrias y tribus. En el distrito de la fratria y de la tribu se establecieron habitantes que, aun
siendo del mismo pueblo, no formaban parte de estas corporaciones y, por consiguiente, eran extraños en su
propio lugar de residencia, ya que cada fratria y cada tribu administraban ellas mismas sus asuntos en tiempos de
paz, sin consultar al consejo del pueblo o al "basileus" en Atenas, y todo el que residía en el territorio de la fratria
o de la tribu sin pertenecer a ellas no podía, naturalmente, tomar parte en esa administración.
Esta circunstancia desequilibró hasta tal punto el funcionamiento de la constitución gentilicia, que en los tiempos
heroicos se hizo ya necesario remediarla y se adoptó la constitución atribuída a Teseo. El cambio principal fue la
institución de una administración central en Atenas; es decir, parte de los asuntos que hasta entonces resolvían
por su cuenta las tribus fue declarada común y transferida al consejo general residente en Atenas. Los atenienses
fueron, con esto, más lejos que ninguno de los pueblos indígenas de América: la simple federación de tribus
vecinas fue remplazada por la fusión en un solo pueblo. De ahí nació un sistema de derecho popular ateniense
general, que estaba por encima de las costumbres legales de las tribus y de las gens. El ciudadano de Atenas
recibió como tal derechos determinados, así como una nueva protección jurídica incluso en el territorio que no
pertenecía a su propia tribu. Pero éste fue el primer paso hacia la ruina de la constitución gentilicia, ya que lo era
hacia la admisión, más tarde, de ciudadanos que no pertenecían a ninguna de las tribus del Atica y que estaban y
siguieron estando completamente fuera de la constitución gentilicia ateniense. La segunda institución atribuida a
Teseo fue la división de todo el pueblo en tres clases -los eupátridas o nobles, los geomoros o agricultores y los
demiurgos o artesanos-, sin tener en cuenta la gens, la fratria o la tribu, y la concesión a la nobleza del derecho
exclusivo a ejercer los cargos públicos. Verdad es que, excepto en lo de ocupar la nobleza los empleos, esta
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división quedó sin efecto por cuanto no establecía otras diferencias de derechos entre las clases. Pero es
importante, porque nos indica los nuevos elementos sociales que habían ido desarrollándose imperceptiblemente.
Demuestra que la costumbre de que los cargos gentiles los desempeñasen ciertas familias, se había transformado
ya en un derecho apenas disputado de las mismas a los empleos públicos; que esas familias, poderosas ya por sus
riquezas, comenzaron a formar, fuera de sus gens, una clase privilegiada, particular; y que el Estado naciente
sancionó esta usurpación. Demuestra que la división del trabajo entre campesinos y artesanos había llegado a ser
ya lo bastante fuerte para disputar el primer puesto en importancia social a la antigua división en gens y en tribus.
Por último, proclama el irreconciliable antagonismo entre la sociedad gentilicia y el Estado; el primer intento de
formación del Estado consiste en destruir los lazos gentilicios, dividiendo los miembros de cada gens en
privilegiados y no privilegiados, y a estos últimos, en dos clases, según su oficio, oponiéndolas, en virtud de esta
misma división, una a la otra.
La historia política ulterior de Atenas, hasta Solón, se conoce de un modo muy imperfecto. Las funciones del
"basileus" cayeron en desuso; a la cabeza del Estado púsose a arcontes salidos del seno de la nobleza. La
autoridad de la aristocracia aumentó cada vez más, hasta llegar a hacerse insoportable hacia el año 600 antes de
nuestra era. Y los principales medios para estrangular la libertad común fueron el dinero y la usura. La nobleza
solía residir en Atenas y en los alrededores, donde el comercio marítimo, así como la piratería practicada en
ocasiones, la enriquecían y concentraban en sus manos el dinero. Desde allí el sistema monetario en desarrollo
penetró, como un ácido corrosivo, en la vida tradicional de las antiguas comunidades agrícolas, basadas en la
economía natural. La constitución de la gens es en absoluto incompatible con el sistema monetario; la ruina de
los pequeños agricultores del Atica coincidió con la relajación de los antiguos lazos de la gens, que los protegían.
Las letras de cambio y la hipoteca (porque los atenienses habían inventado ya la hipoteca) no respetaron ni a la
gens, ni a la fratria. Y la vieja constitución de gens no conocía el dinero, ni las prendas, ni las deudas de dinero.
Por eso el poder del dinero en manos de la nobleza, poder que se extendía sin cesar, creó un nuevo derecho
consuetudinario para garantía del acreedor contra el deudor y para consagrar la explotación del pequeño
agricultor por el poseedor del dinero. Todas las campiñas del Atica estaban erizadas de postes hipotecarios en los
cuales estaba escrito que los fundos donde se veían puestos, hallábanse empeñados a fulano o mengano por tanto
o cuanto dinero. Los campos que no tenían esos postes, habían sido vendidos en su mayor parte, por haber
vencido la hipoteca o no haber sido pagados los intereses, y eran ya propiedad del usurero noble; el campesino
podía considerarse feliz cuando lo dejaban establecerse allí como colono y vivir con un sexto del producto de su
trabajo, mientras tenía que pagar a su nuevo amo los cinco sextos como precio del arrendamiento. Y aún más:
cuando el producto de la venta del lote de tierra no bastaba para cubrir el importe de la deuda, o cuando se
contraía la deuda sin asegurarla con prenda, el deudor tenía que vender a sus hijos como esclavos en el extranjero
para satisfacer por completo al acreedor. La venta de los hijos por el padre: ¡éste fue el primer fruto del derecho
paterno y de la monogamia!. Y si el vampiro no quedaba satisfecho aún, podía vender como esclavo a su mismo
deudor. Tal fue la hermosa aurora de la civilización en el pueblo ateniense.
Semejante revolución hubiera sido imposible en el pasado, en la época en que las condiciones de existencia del
pueblo aún correspondían a la constitución de la gens; pero ahora se había producido, sin que nadie supiese
cómo. Volvamos por un momento a nuestros iroqueses. Entre ellos era inconcebible una situación tal como la
impuesta a los atenienses sin, digámoslo así, su concurso y, con seguridad, a pesar de ellos. Siendo siempre el
mismo el modo de producir las cosas necesarias para la existencia, nunca podían crearse tales conflictos, al
parecer impuestos desde fuera, ni engendrarse ningún antagonismo entre ricos y pobres, entre explotadores y
explotados. Los iroqueses distaban mucho de domeñar aún la naturaleza, pero dentro de los límites que ésta les
fijaba, eran los dueños de su propia producción. Si dejamos aparte los casos de malas cosechas en sus
huertecillos, de escasez de pesca en sus lagos y ríos y de caza en sus bosques, sabían cuál podía ser el fruto de su
modo de proporcionarse los medios de existencia. Sabían que -unas veces en abundancia, y otras no-obtendrían
medios de subsistencia; pero entonces eran imposibles revoluciones sociales imprevistas, la ruptura de los
vínculos de la gens, la escisión de las gens y de las tribus en clases opuestas que se combatieran recíprocamente.
La producción se movía dentro de los más estrechos límites, era la inmensa ventaja de la producción bárbara,
ventaja que se perdió con la llegada de la civilización y que las generaciones futuras tendrán el deber de
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reconquistar, pero dándole por base el poderoso dominio de la naturaleza, conseguido en la actualidad por el
hombre, y la libre asociación, hoy ya posible.
Entre los griegos las cosas eran muy distintas. La aparición de la propiedad privada sobre los rebaños y los
objetos de lujo, condujo al cambio entre los individuos, a la transformación de los productos en mercancías. Y
éste fue el germen de la revolución subsiguiente. En cuanto los productores dejaron de consumir directamente
ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del cambio, dejaron de ser dueños de los mismos.
Ignoraban ya qué iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el
productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede ser dueña de su propia producción de un
modo duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre
individuos.
Pero los atenienses debían aprender pronto con qué rapidez domina el producto al productor en cuanto nace el
cambio entre individuos y los productos se transforman en mercancías. Con la producción de mercancías
apareció el cultivo individual de la tierra y, en seguida, la propiedad individual del suelo. Más tarde vino el
dinero, la mercancía universal por la que podían cambiarse todas las demás; pero, como los hombres inventaron
el dinero, no sospechaban que habían creado un poder social nuevo, el poder universal único ante el que iba a
inclinarse la sociedad entera. Y este nuevo poder, al surgir súbitamente, sin saberlo sus propios creadores y a
pesar de ellos, hizo sentir a los atenienses su dominio con toda la brutalidad de su juventud.
¿Qué se podía hacer?. La antigua constitución de la gens se había mostrado impotente contra la marcha triunfal
del dinero; y, además, era en absoluto incapaz de conceder dentro de sus límites lugar ninguno para cosas como
el dinero, los acreedores, los deudores, el cobro compulsivo de las deudas. Pero allí estaba el nuevo poder social;
y ni los píos deseos, ni el ardiente afán por volver a los buenos tiempos antiguos pudieron expulsar ya del mundo
al dinero ni a la usura. Además, en la constitución gentilicia fueron abiertas otras brechas menos importantes. La
mezcla de los gentiles y de los fraters en todo el territorio ático, particularmente en la misma ciudad de Atenas,
aumenaba de generación en generación, aun cuando por aquel entonces un ateniense tenía derecho a vender su
fundo fuera de la gens, pero no su vivienda. Con los progresos de la industria y el comercio habíase desarrollado
más y más la división del trabajo entre las diferentes ramas de la producción: agricultura y oficios manuales, y
entre estos últimos una multitud de subdivisiones, tales como el comercio, la navegación, etc. La población se
dividía ahora, según sus ocupaciones, en grupos bastante bien determinados, cada uno de los cuales tenía una
serie de nuevos intereses comunes para los que no había lugar en la gens o en la fratria y que, por consiguiente,
necesitaban nuevos funcionarios que velasen por ellos. Había aumentado muchísimo el número de esclavos, y en
aquella época debía ya de exceder con mucho del de los atenienses libres. La constitución gentil no conocía al
principio ninguna esclavitud ni, por consiguiente, ningún medio de mantener bajo su yugo aquella masa de
personas no libres. Y, por último, el comercio había atraído a Atenas a multitud de extranjeros que se habían
instalado allí en busca de fácil lucro. Mas, a pesar de las tolerancia tradicional, estos extranjeros no gozaban de
ningún derecho ni protección legal bajo el viejo régimen, por lo que constituían entre el pueblo un elemento
extraño y un foco de malestar.
En resumen, la constitución gentilicia iba tocando a su fin. La sociedad rebasaba más y más el marco de la gens,
que no podía atajar ni suprimir los peores males que iban naciendo ante su vista. Mientras tanto, el Estado se
había desarrollado sin hacerse notar. Los nuevos grupos constituídos por la división del trabajo, primero entre la
ciudad y el campo, después entre las diferentes ramas de la industria en las ciudades, habían creado nuevos
órganos para la defensa de sus intereses, y se instituyeron oficios públicos de todas clases. Luego, el joven
Estado tuvo, ante todo, necesidad de una fuerza propia, que en un pueblo navegante, como eran los atenienses,
no pudo ser primeramente sino una fuerza naval, usada en pequeñas guerras y para proteger los barcos
mercantes. En una época indeterminada, anterior a Solón, se instituyeron las "naucrarias", pequeñas
circunscripciones territoriales a razón de doce por tribu; cada "naucraria" debía suministrar, armar y tripular un
barco de guerra, y proporcionar además dos jinetes. Esta institución socavaba por dos conceptos a la gens: en
primer término, porque creaba una fuerza pública que ya no era en nada idéntica al pueblo armado; y en segundo
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lugar, porque por primera vez dividía al pueblo, en los negocios públicos, no con arreglo a los grupos
consanguíneos, sino con arreglo al lugar de residencia común. Veamos a continuación qué significaba esto.
Como el régimen gentilicio no podía prestarle ningún auxilio al pueblo explotado, lo único que a éste le quedaba
era el Estado naciente, que le prestó la ayuda de él esperada mediante la constitución de Solón, si bien la
aprovechó para fortalecerse aún más a expensas del viejo régimen. No nos incumbe tratar aquí cómo se realizó la
reforma de Solón en el año 594 antes de nuestra era. Solón inició la serie de lo que se llama revoluciones
políticas, y lo hizo con un ataque a la propiedad. Hasta ahora, todas las revoluciones han sido en favor de un tipo
de propiedad sin lesionar a otro. En la gran Revolución francesa, la propiedad feudal fue sacrificada para salvar
la propiedad burguesa; en la de Solón, la propiedad de los acreedores fue la que tuvo que sufrir en provecho de la
de los deudores. Las deudas fueron, sencillamente, declaradas nulas. No conocemos con exactitud los detalles,
pero Solón se jacta en sus poesías de haber hecho quitar los postes hipotecarios de los campos empeñados en
pago de deudas y de haber repatriado a los hombres que a causa de ellas habían sido vendidos como esclavos o
habían huído al extranjero. Eso no podía hacerse sino mediante una descarada violación de la propiedad. Y de
hecho, desde la primera hasta la última de estas pretensas revoluciones políticas, todas ellas se han hecho en
defensa de la propiedad, de un tipo de propiedad, y se han realizado por medio de la confiscación (dicho de otra
manera, del robo) de otro tipo de propiedad. Tanto es así, que desde hace dos mil quinientos años no ha podido
mantenerse la propiedad privada sino por la violación de los derechos de propiedad.
Pero tratábase a la sazón de impedir que los atenienses libres pudieran ser esclavizados nuevamente. Al principio
se logró con medidas generales; por ejemplo, prohibiendo los contratos de préstamo en los cuales el deudor se
hacía prenda del acreedor. Además, se fijó la extensión máxima de la tierra que podía poseer un mismo
individuo, con el propósito de poner un freno que moderase la avidez de los nobles por apoderarse de las tierras
de los campesinos. Después hubo cambios en la propia constitución (Verfassung), siendo para nosotros los
principales los siguientes:
El consejo se elevó hasta cuatrocientos miembros, cien de cada tribu. Hasta aquí, la tribu seguía siendo, pues, la
base del sistema. Pero éste fue el único punto de la constitución antigua adoptado por el Estado recien nacido. En
lo demás, Solón dividió a los ciudadanos en cuatro clases, con arreglo a su propiedad territorial y al producto de
ésta. Los rendimientos mínimos que se fijaron para las tres primeras clases fueron de quinientos, trescientos y
ciento cincuenta "medimnos" de grano respectivamente (un "medimno" viene a equivaler a unos cuarenta y un
litros para áridos); formaban la cuarta clase los que poseían menos tierra o carecían de ella en absoluto. Sólo
podían ocupar todos los oficios públicos los individuos de las tres primeras clases, y los más importantes los de
la primera nada más; la cuarta no tenía sino el derecho de tomar la palabra y votar en la asamblea. Pero allí eran
donde se elegían todos los funcionarios, allí era donde éstos tenían que rendir cuenta de su gestión, allí era donde
se hacían todas las leyes, y allí la mayoría estaba en manos de la cuarta clase. Los privilegios aristocráticos se
renovaron, en parte, en forma de privilegios de la riqueza, pero el pueblo obtuvo el poder supremo. Por otra
parte, las cuatro clases formaron la base de una nueva organización militar. Las dos primeras suministraban la
caballería, la tercera debía servir en la infantería de línea, y la cuarta como tropa ligera (sin coraza) o en la flota;
probablemente, esta clase estaba a sueldo.
Aquí se introducía, pues, un elemento nuevo en la constitución: la propiedad privada. Los derechos y los deberes
de los ciudadanos del Estado se determinaron con arreglo a la importancia de sus posesiones territoriales; y
conforme iba aumentanto la influencia de las clases pudientes, iban siendo desplazadas las antiguas
corporaciones consanguíneas. La gens sufrió otra derrota.
Sin embargo, la gradación de los derechos políticos según los bienes de fortuna no era una de esas instituciones
sin las cuales no puede existir el Estado. Por grande que sea el papel que ha representado en la historia de las
constituciones de los Estados, gran número de éstos, y precisamente los más desarrollados, se han pasado sin
ella. En Atenas misma no representó sino un papel transitorio; desde Arístides, todos los empleos eran accesibles
a cada ciudadano.
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Durante los ochenta años que siguieron, la sociedad ateniense tomó gradualmente la dirección en la cual siguió
desarrollándose en los siglos posteriores. Habíase puesto coto a la usura de los latifundistas anteriores a Solón, y
asimismo a la concentración excesiva de la propiedad territorial. El comercio y los oficios, incluídos los
artísticos, que se practicaban cada vez más en grande, basándose en el trabajo de los esclavos, llegaron a ser las
preocupaciones principales. La gente adquirió más luces. En vez de explotar a sus propios conciudadanos de una
manera inicua, como al principio, se explotó sobre todo a los esclavos y a los clientes no atenienses. Los bienes
muebles, la riqueza en forma de dinero, el número de los esclavos y de las naves aumentaban sin cesar; pero ya
no eran un simple medio de adquirir tierras, como en el primer período, con sus cortos alcances, sino que se
convirtieron en un fin de por sí. De una parte, la nobleza antigua en el Poder encontró asi unos competidores
victoriosos en las nuevas clases de ricos industriales y comerciantes; pero, de otra parte, quedó destruída también
la última base de los restos de la constitución gentilicia. Las gens, las fratrias y las tribus, cuyos miembros
andaban ya a la sazón dispersos por toda el Atica y vivían completamente entremezclados, eran ya del todo
inútiles como corporaciones políticas. Muchísimos ciudadanos atenienses no pertenecían ya a ninguna gens; eran
inmigrantes a quienes se había concedido el derecho de ciudadanía, pero que no habían sido admitidos en
ninguna de las antiguas uniones gentilicias. Además, cada día era mayor el número de inmigrantes extranjeros
que sólo gozaban del derecho de protección [metecos].
Mientras tanto, proseguía la lucha entre los partidos; la nobleza trataba de reconquistar sus viejos privilegios y
volvió a tener, por un tiempo, vara alta; hasta que la revolución de Clistenes (año 509 antes de nuestra era) la
abatió definitivamente, derribando también, con ella, el último vestigio de la constitución gentilicia.
En su nueva constitución, Clistenes pasó por alto las cuatro tribus antiguas basadas en las gens y en las fratrias.
Su lugar lo ocupó una organización nueva, cuya base, ensayada ya en las "naucrarias", era la división de los
ciudadanos según el lugar de residencia. Ya no decidió para nada el hecho de pertenecer a los grupos
consanguíneos, sino tan sólo el domicilio. No fue el pueblo, sino el suelo, lo que se subdividió; los habitantes
hiciéronse, políticamente, un simple apéndice del territorio.
Toda el Atica quedó dividida en cien municipios (demos). Los ciudadanos (demotas) habitantes en cada demos
elegían su jefe (demarca) y su tesorero, así como también treinta jueces con jurisdicción para resolver los asuntos
de poca importancia. Tenían igualmente un templo propio y un dios protector o héroe, cuyos sacerdotes elegían.
El poder supremo en el demos pertenecía a la asamblea de los demotas. Según advierte Morgan con mucho
acierto, éste es el prototipo de las comunidades urbanas de América, que se gobiernan por sí mismas. El Estado
naciente tuvo por punto de partida en Atenas la misma unidad que distingue al Estado moderno en su más alto
grado de desarrollo.
Diez de estas unidades (demos) formaban una tribu; pero ésta, al contrario de la antigua tribu gentilicia
["geschlechtstamm"], llamóse ahora tribu local ["Ortsstamm"]. La tribu local no sólo era un cuerpo político que
se administraba a sí mismo, sino también un cuerpo militar. Elegía su filarca o jefe de tribu, que mandaba la
caballería, el taxiarca para la infantería, y el estratega, que tenía a sus órdenes a todas las tropas reclutadas en el
territorio de la tribu. Además armaba cinco naves de guerra con sus tripulantes y comandantes, y recibía como
patrón un héroe del Atica, cuyo nombre llevaba. Por último, elegía cincuenta miembros del consejo de Atenas.
Coronaba este edificio el Estado ateniense, gobernado por un consejo compuesto de los quinientos representantes
elegidos por las diez tribus y, en última instancia, por la asamblea del pueblo, en la cual tenía entrada y voto cada
ciudadano ateniense. Junto con esto, velaban por las diversas ramas de la administración y de la justicia los
arcontes y otros funcionarios. En Atenas no había un depositario supremo del Poder ejecutivo.
Debido a esta nueva constitución y a la admisión de un gran número de clientes (unos inmigrantes, otros
libertos), los órganos de la gens quedaron al margen de la gestión de los asuntos públicos, degenerando en
asociaciones privadas y en sociedades religiosas. Pero la influencia moral, las concepciones e ideas tradicionales
de la vieja época gentilicia vivieron largo tiempo y sólo fueron desapareciendo paulatinamente. Esto se hizo
evidente en otra institución posterior del Estado.
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Hemos visto que uno de las caracteres esenciales del Estado consiste en una fuerza pública aparte de la masa del
pueblo. Atenas no tenía entonces más que un ejército popular y una flota equipada directamente por el pueblo,
que la protegían contra los enemigos del exterior y manteníana en la obediencia a los esclavos, que en aquella
época formaban ya la mayor parte de la población. Para los ciudadanos, esa fuerza pública sólo existía, al
principio, en forma de policía; ésta es tan vieja como el Estado, y, por eso, los ingenuos franceses del siglo XVIII
no hablaban de naciones civilizadas, sino de naciones con policía ("nations polisées"). Los atenienses
instituyeron, pues, una policía, un verdadero cuerpo de gendarmería de a pie y de a caballo formado por
sagitarios, "Landjäger", como se dice en el Sur de Alemania y en Suiza. Pero esa gendarmería se formó de
esclavos. Este oficio parecía tan indigno al libre ateniense, que prefería se detenido por un esclavo armado a
cumplir él mismo tan viles funciones. Era una manifestación del antiguo modo de ver de las gens. El Estado no
podía existir sin la policía; pero todavía era joven y no tenía suficiente autoridad moral para hacer respetable un
oficio que los antiguos gentiles no podían por menos de considerar infame.
El rápido vuelo que tomaron la riqueza, el comercio y la industria nos prueba cuán adecuado era a la nueva
condición social de los atenienses el Estado, cuajado ya entonces en sus rasgos principales. El antagonismo de
clases en el que se basaban ahora las instituciones sociales y políticas ya no era el existente entre los nobles y el
pueblo sencillo, sino el antagonismo entre esclavos y hombres libres, entre clientes y ciudadanos. En tiempos del
mayor florecimiento de Atenas, sus ciudadanos libres (comprendidos las mujeres y los niños), eran unos 90.000
individuos; los esclavos de ambos sexos sumaban 365.000 personas y los metecos (inmigrantes y libertos)
ascendían a 45.000. Por cada ciudadano adulto contábanse, por lo menos, dieciocho esclavos y más de dos
metecos. La causa de la existencia de un número tan grande de esclavos era que muchos de ellos trabajaban
juntos, a las órdenes de capataces, en grandes talleres manufactureros. Pero el acrecentamiento del comercio y de
la industria trajo la acumulación y la concentración de las riquezas en unas cuantas manos y, con ello, el
empobrecimiento de la masa de los ciudadanos libres, a los cuales no les quedaba otro recurso que el de elegir
entre hacer competencia al trabajo de los esclavos con su propio trabajo manual (lo que se consideraba como
deshonroso, bajo y, por añadidura, no producía sino escaso provecho), o convertirse en mendigos. En vista de las
circunstancias, tomaron este último partido; y como formaban la masa del pueblo, llevaron a la ruina todo el
Estado ateniense. No fue la democracia la que condujo a Atenas a la ruina, como lo pretenden los pedantescos
lacayos de los monarcas entre el profesorado europeo, sino la esclavitud, que proscribía el trabajo del ciudadano
libre.
La formación del Estado entre los atenienses es un modelo notablemente típico de la formación del Estado en
general, pues, por una parte, se realiza sin que intervengan violencias exteriores o interiores (la usurpación de
Pisístrato no dejó en pos de sí la menor huella de su breve paso); por otra parte, hace brotar directamente de la
gens un Estado de una forma muy perfeccionada, la república democrática; y, en último término, porque
conocemos suficientemente sus particularidades esenciales.
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
VI. LA GENS Y EL ESTADO EN ROMA
Según la leyenda de la fundación de Roma, el primer asentamiento en el territorio se efectuó por cierto número
de gens latinas (cien, dice la leyenda), reunidas formando una tribu. Pronto se unió a ella una tribu sabelia, que se
dice tenía cien gens, y, por último, otra tribu compuesta de elementos diversos, que constaba asimismo de cien
gens. El relato entero deja ver que allí no había casi nada formado espontáneamente, excepción hecha de la gens,
190
y que, en muchos casos, ésta misma sólo era una rama de la vieja gens madre, que continuaba habitando en su
antiguo territorio. Las tribus llevan el sello de su composición artificial, aunque están formadas, en su mayoría,
de elementos consanguíneos y según el modelo de la antigua tribu, cuya formación había sido natural y no
artificial; por cierto, no queda excluída la posibilidad de que el núcleo de cada una de las tres tribus mencionadas
pudiera ser una auténtica tribu antigua. El eslabón intermedio, la fratria, constaba de diez gens y se llamaba curia.
Había treinta curias.
Está reconocido que la gens romana era una institución idéntica a la gens griega; si la gens griega es una forma
más desarrollada de aquella unidad social cuya forma primitiva observamos entre los pieles rojas americanos,
cabe decir lo mismo de la gens romana. Por esta razón, podemos ser más breves en su análisis.
Por lo menos en los primeros tiempos de la ciudad, la gens romanta tenía la constitución siguiente:
1. El derecho hereditario recíproco de los gentiles; los bienes quedaban siempre dentro de la gens. Como el
derecho paterno imperaba ya en la gens romana, lo mismo que en la griega, estaban excluídos de la herencia los
descendientes por línea femenina. Según la ley de las Doce Tablas -el monumento del Derecho romano más
antiguo que conocemos-, los hijos heredaban en primer término, en calidad de herederos directos; de no haber
hijos, heredaban los agnados (parientes por línea masculina); y faltando éstos, los gentiles. Los bienes no salían
de la gens en ningún caso. Aquí vemos la gradual introducción de disposiciones legales nuevas en las costumbres
de la gens, disposiciones engendradas por el acrecentamiento de la riqueza y por la monogamia; el derecho
hereditario, primitivamente igual entre los miembros de una gens, limítase al principio (y en un período muy
temprano, como hemos dicho más arriba) a los agnados y, por último, a los hijos y a sus descendientes por línea
masculina. En las Doce Tablas, como es natural, este orden parece invertido.
2. La posesión de un lugar de sepultura común. La gens patricia Claudia, al emigrar de Regilo a Roma, recibió en
la ciudad misma, además del área de tierra que le fue señalada, un lugar de sepultura común. Incluso en tiempos
de Augusto, la cabeza de Varo, muerto en la selva de Teutoburgo, fue llevada a Roma y enterrada en el túmulo
gentilicio; por tanto, su gens (la Quintilia) aún tenía una sepultura particular.
3. Las solemnidades religiosas comunes. Estas llevaban el nombre de "sacra gentilitia" y son bien conocidas.
4. La obligación de no casarse dentro de la gens. Aun cuando esto no parece haberse transformado nunca en
Roma en una ley escrita, sin embargo, persistió la costumbre. Entre el inmenso número de parejas conyugales
romanas cuyos nombres han llegado hasta nosotros, ni una sola tiene el mismo nombre gentilicio para el hombre
y para la mujer. Esta regla es ve también demostrada por el derecho hereditario. La mujer pierde sus derechos
agnaticios al casarse, sale fuera de su gens; ni ella ni sus hijos pueden heredar de su padre o de los hermanos de
éste, puesto que de otro modo la gens paterna perdería esa parte de la herencia. Esta regla no tiene sentido sino
en el supuesto de que la mujer no pueda casarse con ningún gentil suyo.
5. La posesión de la tierra en común. Esta existió siempre en los tiempos primitivos, desde que se comenzó a
repartir el territorio de la tribu. En las tribus latinas encontramos el suelo poseído parte por la tribu, parte por la
gens, parte por casas que en aquella época difícilmente podían ser aún familias individuales. Se atribuye a
Rómulo el primer reparto de tierra entre los individuos, a razón de dos "jugera" (como una hectárea). Sin
embargo, más tarde encontramos aún tierra en manos de las gens, sin hablar de las tierras del Estado, en torno a
las cuales gira toda la historia interior de la república.
6. La obligación de los miembros de la gens de prestarse mutuamente socorro y asistencia. La historia escrita
sólo nos ofrece vestigio de esto; el Estado romano apareció en la escena desde el principio como una fuerza tan
preponderante, que se atribuyó el derecho de protección contra las injurias. Cuando fue apresado Apio Claudio,
llevó luto toda su gens, hasta sus enemigos personales. En tiempos de la segunda guerra púnica, las gens se
asociaron para rescatar a sus miembros hechos prisioneros; el Senado se lo prohibió.
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7. El derecho de llevar el nombre de la gens. Se mantuvo hasta los tiempos de los emperadores. Permitíase a los
libertos tomar el nombre de la gens de su antiguo señor, sin otorgarles, sin embargo, los derechos de miembros
de la misma.
8. El derecho a adoptar a extraños en la gens. Practicábase por la adopción en una familia (como entre los
indios), lo cual traía consigo la admisión en la gens.
9. El derecho de elegir y deponer al jefe no se menciona en ninguna parte. Pero como en los primeros tiempos de
Roma todos los puestos, comenzando por el rey, sólo se obtenían por elección o por aclamación, y como los
mismos sacerdotes de las curias eran elegidos por éstas, podemos admitir que el mismo orden regía en cuanto a
los jefes ("príncipes") de las gens, aun cuando pudiera ser regla elegirlos de una misma familia.
Tales eran los derechos de una gens romana. Excepto el paso al derecho paterno, realizado ya, son la imagen fiel
de los derechos y deberes de una gens iroquesa; también aquí "se reconoce al iroqués".
No pondremos más que un ejemplo de la confusión que aún reina hoy en lo relativo a la organización de la gens
romana entre nuestros más famosos historiadores. En el trabajo de Mommsen acerca de los nombres propios
romanos de la época republicana y de los tiempos de Augusto ("Investigaciones Romanas", Berlín 1864, tomo
I[33]) se lee: "Aparte de los miembros masculinos de la familia, excluídos naturalmente los esclavos, pero no los
adoptados y los clientes, el nombre gentilicio se concedía también a las mujeres... La tribu ("Stamm", como
traduce Mommsen aquí la palabra gens) es... una comunidad nacida de la comunidad de origen (real, o probable,
o hasta ficticia), mantenida en un haz compacto por fiestas religiosas, sepulturas y herencia comunes y a la cual
pueden y deben pertenecer todos los individuos personalmente libres, y por tanto las mujeres también. Lo difícil
es establecer el nombre gentilicio de las mujeres casadas. Cierto es que esta dificultad no existió mientras la
mujer sólo pudo casarse con un miembro de su gens; y es cosa probada que durante mucho tiempo les fue difícil
casarse fuera que dentro de la gens. En el siglo VI concedíase aún como un privilegio especial y como una
recompensa este derecho, el "gentis enuptio"[34]. Pero cuando estos matrimonios fuera de la gens se producían,
la mujer, por lo visto, debía pasar, en los primeros tiempos, a la tribu de su marido. Es indudable en absoluto que
en el antiguo matrimonio religioso la mujer entraba de lleno en la comunidad legal y religiosa de su marido y se
salía de la propia. Todo el mundo sabe que la mujer casada pierde su derecho de herencia, tanto activo como
pasivo, respecto a los miembros de su gens, y entra en asociación de herencia con su marido, con sus hijos y con
los gentiles de éstos. Y si su marido la adopta como a una hija y le da entrada en su familia, ¿cómo puede ella
quedar fuera de la gens de él?" (págs. 9 - 11).
Mommsen afirma, pues, que las mujeres romanas pertenecienets a una gens no podían al principio casarse sino
dentro de ésta y que, por consiguiente, la gens romana fue endógama y no exógama. Ese parecer, que está en
contradicción con todo lo que sabemos acerca de otros pueblos, se funda sobre todo, si no de una manera
exclusiva, en un solo pasaje (muy discutido) de Tito Livio (lib. XXXIX, cap. 19), según el cual el Senado decidió
en el año de Roma 568, o sea, el año 186 antes de nuestra era, lo siguiente: "uti Feceniae Hispallae datio,
deminutio, gentis enuptio, tutoris optio item esset quasi ei vir testamento dedisset; utique ei ingenuo nubere
liceret, neu quid ei qui eam duxisset, ob id fraudi ignominiaeve esset"; es decir, que Fecenia Hispalla sería libre
de disponer de sus bienes, de disminuirlos, de casarse fuera de la gens, de elegirse un tutor para ella como si su
(difunto) marido le hubiese concedido este derecho por testamento; así como le sería lícito contraer nupcias con
un hombre libre (ingenuo), sin que hubiese fraude ni ignominia para quien se casase con ella.
Es indudable que a Fenecia, una liberta, se le da aquí el derecho de casarse fuera de la gens. Y es no menos
evidente, por lo que antecede, que el marido tenía derecho de permitir por testamento a su mujer que se casase
fuera de la gens, después de muerto él. Pero, ¿fuera de qué gens?.
Si, como supone Mommsen, la mujer debía casarse en el seno de su gens, quedaba en la misma gens después de
su matrimonio. Pero, ante todo, precisamente lo que hay que probar es esa pretendida endogamia de la gens. En
segundo lugar, si la mujer debía casarse dentro de su gens, naturalmente tenía que acontecerle lo mismo al
192
hombre, puesto que sin eso no hubiera podido encontrar mujer. Y en ese caso venimos a para en que el marido
podía transmitir testamentariamente a su mujer un derecho que él mismo no poseía para sí; es decir, venimos a
parar a un absurdo jurídico. Así lo comprende también Mommsen, y supone entonces que "para el matrimonio
fuera de la gens se necesitaba, jurídicamente, no sólo el consentimiento de la persona autorizada, sino además el
de todos los miembros de la gens" (pág. 10, nota). En primer lugar, esta es una suposición muy atrevida; en
segundo lugar, la contradice el texto mismo del pasaje citado. En efecto, el Senado da este derecho a Fecenia en
lugar de su marido; le confiere expresamente lo mismo, ni más ni menos, que el marido le hubiera podido
conferir; pero el Senado da aquí a la mujer un derecho absoluto, sin traba alguna, de suerte que si hace uso de él
no pueda sobrevenirle por ello ningún perjuicio a su nuevo marido. El Senado hasta encarga a los cónsules y
pretores presentes y futuros que velen porque Fecenia no tenga que sufrir ningún agravio respecto a ese
particular. Así, pues, la hipótesis de Mommsen parece inaceptable en absoluto.
Supongamos ahora que la mujer se casaba con un hombre de otra gens, pero permanecía ella misma en su gens
originaria. En ese caso, según el pasaje citado, su marido hubiera tenido el derecho de permitir a la mujer casarse
fuera de la propia gens de ésta; es decir, hubiera tenido el derecho de tomar disposiciones en asuntos de una gens
a la cual él no pertenecía. Es tan absurda la cosa, que no se puede perder el tiempo en hablar una palabra más
acerca de ello.
No queda, pues, sino la siguiente hipótesis: la mujer se casaba en primeras nupcias con un hombre de otra gens, y
por efecto de este enlace matrimonial pasaba incondicionalmente a la gens del marido, como lo admite
Mommsen en casos de esta especie. Entonces, todo el asunto se explica inmediatamente. La mujer, arrancada de
su propia gens por el matrimonio y adoptada en la gens de su marido, tiene en ésta una situación muy particular.
Es en verdad miembro de la gens, pero no está enlazada con ella por ningún vínculo consanguíneo; el propio
carácter de su adopción la exime de toda prohibición de casarse dentro de la gens donde ha entrado precisamente
por el matrimonio; además, admitida en el grupo matrimonial de la gens, hereda cuando su marido muere los
bienes de éste, es decir, los bienes de un miembro de la gens. ¿Hay, pues, algo más natural que, para conservar
en la gens estos bienes, la viuda esté obligada a casarse con un gentil de su primer marido, y no con una persona
de otra gens?. Y si tiene que hacerse una excepción, ¿quién es tan competente para autorizarla como el mismo
que le legó esos bienes, su primer marido?. En el momento en que le cede una parte de sus bienes, y al mismo
tiempo permite que la lleve por matrimonio o a consecuencia del matrimonio a una gens extraña, esos bienes aún
le pertenecen; por tanto, sólo dispone, literalmente, de una propiedad suya. En lo que atañe a la mujer misma y a
su situación respecto a la gens de su marido, éste fue quien la introdujo en esa gens por un acto de su libre
voluntad, el matrimonio; parece, pues, igualmente natural que él sea la persona más apropiada para autorizarla a
salir de esa gens, por medio de segundas nupcias. En resumen, la cosa parece sencilla y comprensible en cuanto
abandonamos la extravagante idea de la endogamia de la gens romana y la consideramos, con Morgan, como
originariamente exógama.
Aún queda la última hipótesis -que también ha encontrado defensores, y no los menos numerosos-, según la cual
el pasaje de Tito Livio significa simplemente que "las jóvenes manumitidas ("libertae") no podían, sin
autorización especial, 'e gente enubere' (casarse fuera de la gens) o realizar ningún acto que, en virtud de la
'capitis deminutio minima'[35], ocasionase la salida de la liberta de la unión gentilicia" (Lange, "Antigüedades
romanas", Berlín 1856, tomo I, pág. 195[36], donde se hace referencia a Huschke respecto a nuestro pasaje de
Tito Livio). Si esta hipótesis es atinada, el pasaje citado no tiene nada que ver con las romanas libres, y entonces
hay mucho menos fundamento para hablar de su obligación de casarse dentro de la gens.
La expresión "enuptio gentis" sólo se encuentra en este pasaje y no se repite en toda la literatura romana; la
palabra "enubere" (casarse fuera) no se encuentra más que tres veces, igualmente en Tito Livio y sin que se
refiera a la gens. La idea fantástica de que las romanas no podían casarse sino dentro de la gens debe su
existencia exclusivamente a ese pasaje. Pero no puede sostenerse de ninguna manera, porque, o la frase de Tito
Livio sólo se aplica a restricciones especiales respecto a las libertas, y entonces no prueba nada relativo a las
mujeres libres (ingenuae), o se aplica igualmente a estas últimas, y entonces prueba que como regla general la
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mujer se casaba fuera de su gens y por las nupcias pasaba a la gens del marido. Por tanto, ese pasaje se pronuncia
contra Mommsen y a favor de Morgan.
Casi cerca de trescientos años después de la fundación de Roma, los lazos gentiles eran tan fuertes, que una gens
patricia, la de los Fabios, pudo emprender por su propia cuenta, y con el consentimiento del senado, una
expedición contra la próxima ciudad de Veies. Se dice que salieron a campaña trescientos seis Fabios, y todos
ellos fueron muertos en una emboscada; sólo un joven, que se quedó rezagado, perpetuó la gens.
Según hemos dicho, diez gens formaban una fratria, que se llamaba allí curia y tenía atribuciones públicas más
importantes que la fratria griega. Cada curia tenía sus prácticas religiosas, sus santuarios y sus sacerdotes
particulares; estos últimos formaban, juntos, uno de los colegios de sacerdotes romanos. Diez curias constituían
una tribu, que en su origen debió de tener, como el resto de las tribus latinas, un jefe electivo, general del ejército
y gran sacerdote. El conjunto de las tres tribus, formaba el pueblo romano, el "populus romanus".
Así, pues, nadie podía pertenecer al pueblo romano si no era miembro de una gens y, por tanto, de una curia y de
una tribu. La primera constitución de este pueblo fue la siguiente. La gestión de los negocios públicos era, en
primer lugar, competencia de un Senado, que, como lo comprendió Niebuhr antes que nadie, se componía de los
jefes de las trescientas gens; precisamente, por su calidad de jefes de las gens llamáronse padres ("patres") y su
conjunto, Senado (consejo de los ancianos, de "senex", viejo). La elección habitual del jefe de cada gens en las
mismas familias creó también aquí la primera nobleza gentilicia. Estas familias se llamaban patricias y
pretendían al derecho exclusivo de entrar en el Senado y al de ocupar todos los demás oficios públicos. El hecho
de que con el tiempo el pueblo se dejase imponer esas pretensiones y el que éstas se transformaran en un derecho
positivo, lo explica a su modo la leyenda, diciendo que Rómulo había concedido desde el principio a los
senadores y a sus descendientes el patriciado con sus privilegios. El senado, como la "bulê" ateniense, decidía en
muchos asuntos y procedía a la discusión preliminar de los más importantes, sobre todo de las leyes nuevas.
Estas eran votadas por la asamblea del pueblo, llamada "comitia curiata" (comicios de las curias). El pueblo se
congregaba agrupado por curias, y verosimilmente en cada curia por gens. Cada una de las treinta curias tenía un
voto. Los comicios de las curias aprobaban o rechazaban todas las leyes, elegían todos los altos funcionarios,
incluso el "rex" (el pretendido rey), declaraban la guerra (pero el Senado firmaba la paz), y en calidad de tribunal
supremo decidían, siempre que las partes apelasen, en todos los casos en que se trataba de pronunciar sentencia
de muerte contra un ciudadano romano. Por último, junto al Senado y a la Asamblea del pueblo, estaba el "rex",
que era exactamente lo mismo que el "basileus" griego, y de ninguna manera un monarca casi absoluto, tal como
nos lo presenta Mommsen[37]. El "rex" era también jefe militar, gran sacerdote y presidente de ciertos
tribunales. No tenía derechos o poderes civiles de ninguna especie sobre la vida, la libertad y la propiedad de los
ciudadanos, en tanto que esos derechos no dimanaban del poder disciplinario del jefe militar o del poder judicial
ejecutivo del presidente del tribunal. Las funciones de "rex" no eran hereditarias; por el contrario, y
probablemente a propuesta de su predecesor, era elegido primero por los los comicios de las curias y después
investido solemnemente en otra reunión de las mismas. Que también podía ser depuesto, lo prueba la suerte que
cupo a Tarquino el Soberbio.
Lo mismo que los griegos de la época heroica, los romanos del tiempo de los sedicentes reyes vivían, pues, en
una democracia militar basada en las gens, las fratrias y las tribus y nacida de ellas. Si bien es cierto que las
curias y tribus fueron, en parte, formadas artificialmente, no por eso dejaban de hallarse constituidas con arreglo
a los modelos genuinos y plasmadas naturalmente de la sociedad de la cual habían salido y que aún las envolvía
por todas partes. Es cierto también que la nobleza patricia, surgida naturalmente, había ganado ya terreno y que
los "reges" trataban de extender poco a poco sus atribuciones pero esto no cambiaa en nada el carácter inicial de
la constitución, y esto es lo más importante.
Entretanto, la población de la ciudad de Roma y del territorio romano ensanchado por la conquista fue
acrecentándose, parte por la inmigración, parte por medio de los habitantes de las regiones sometidas, en su
mayoría latinos. Todos estos nuevos súbditos del Estado (dejemos a un lado aquí la cuestión de los "clientes")
vivían fuera de las antiguas gens, curias y tribus y, por tanto, no formaban parte del "populus romanus", del
194
pueblo romano propiamente dicho. Eran personalmente libres, podían poseer tierras, estaban obligados a pagar el
impuesto y hallábanse sujetos al servicio militar. Pero no podían ejercer niguna función pública no tomar parte
en los comicios de las curias ni en el reparto de las tierras conquistadas por el Estado. Formaban la plebe,
excluída de todos los derechos públicos. Por su constante aumento del número, por su instrucción militar y su
armamento, se conviertieron en una fuerza amenazadora frente al antiguo "populus", ahora herméticamente
cerrado a todo incremento de origen exterior. Agréguese a esto que la tierra estaba, al parecer, distribuída con
bastante igualdad entre el "pópulus" y la plebe, al paso que la riqueza comercial e industrial, aun cuando poco
desarrollada, pertenecía en su mayor parte a la plebe.
Dadas las tinieblas que envuelven la historia legendaria de Roma - tinieblas espesadas por los ensayos
racionalistas y pragmáticos de interpretación y las narraciones más recientes debidas a escritores de educación
jurídica, que nos sirven de fuentes- es imposible decir nada concreto acerca de la fecha, del curso o de las
circunstancias de la revolución que acabó con la antigua constitución de la gens. Lo único que se sabe de cierto
es que su causa estuvo en las luchas entre la plebe y el "populus".
La nueva Constitución, atribuida al "rex" Servio Tulio y que se apoyaba en modelos griegos, principalmente en
la de Solón, creó una nueva asamblea del pueblo, que comprendía o excluía indistintamente a los individuos del
"populus" y de la plebe, según prestaran o no servicios militares. Toda la población masculina sujeta al servicio
militar quedó dividida en seis clases, con arreglo a su fortuna. Los bienes mínimos de las cinco clases superiores
eran para la I de 100.000 ases; para la II de 75.000; para la III de 50.000; para la IV de 25.000 y para la V de
11.000, sumas que, según Dureau de la Malle, corresponden respectivamente a 14.000, 10.500, 7000, 3.600 y
1.570 marcos. La sexta clase, los proletarios, componíase de los más pobres, exentos del servicio militar y de
impuestos. En la nueva asamblea popular de los comicios de las centurias ("comitia centuriata") los ciudadanos
formaban militarmente, por compañías de cien hombres, y cada centuria tenía un voto. La 1ª clase daba 80
centurias; la 2ª, 22; la 3ª, 20; la 4ª, 22; la 5ª, 30 y la 6ª, por mera fórmula, una. Además, los caballeros (los
ciudadanos más ricos) formaban 18 centurias. En total, las centurias eran 193. Para obtener la mayoría requeríase
97 votos, como los caballeros y la 1ª clase disponían juntos de 98 votos, tenían asegurada la mayoría; cuando
iban de común acuerdo, ni siquiera se consultaba a las otras clases y se tomaba sin ellas la resolución definitiva.
Todos los derechos políticos de la anterior asamblea de las curias (excepto algunos puramente nominales)
pasaron ahora a la nueva asamblea de las centurias; como en Atenas, las curias y las gens que las componían se
vieron rebajadas a la posición de simples asociaciones privadas y religiosas, y como tales vegetaron aún mucho
tiempo, mientras que la asamblea de las curias no tardó en pasar a mejor vida. Para excluir igualmente del Estado
a las tres antiguas tribus gentilicias, se crearon cuatro tribus territoriales. Cada una de ellas residía en un distrito
de la ciudad y tenía determinados derechos políticos.
Así fue destruido en Roma, antes de que se suprimiera el cargo de "rex", el antiguo orden social, fundado en
vínculos de sangre. Su lugar lo ocupó una nueva constitución, una auténtica constitución de Estado, basada en la
división territorial y en las diferencias de fortuna. La fuerza pública consistía aquí en el conjunto de ciudadanos
sujetos al servicio militar y no sólo se oponía a los esclavos, sino también a la clase llamada proletaria, excluída
del servicio militar y privada del derecho a llevar armas.
En el marco de esta nueva constitución -a cuyo desarrollo sólo dieron mayor impulso la expulsión del último
"rex", Tarquino el Soberbio, que usurpaba un verdadero poder real, y su remplazo por dos jefes militares
(cónsules) con iguales poderes (como entre los iroqueses)- se mueve toda la historia de la república romana, con
sus luchas entre patricios y plebeyos por el acceso a los empleos públicos y por el reparto de las tierras del
Estado y con la disolución completa de la nobleza patricia en la nueva clase de los grandes propietarios
territoriales y de los hombres adinerados, que absorbieron poco a poco toda la propiedad rústica de los
campesinos arruinados por el servicio militar, cultivaban por medio de esclavos los inmensos latifundios así
formados, despoblaron Italia y, con ello, abrieron las puertas no sólo al imperio, sino también a sus sucesores, los
bárbaros germanos.
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NOTAS
[33] Th. Mommsen. "Römische Forschungen", Ausg. 2. Bd. I-II. Berlin 1864- 1878. (N. de la Red.).
[34] Derecho de casarse fuera de la gens. (N. de la Red.).
[35] Pérdida de los derechos de familia. (N. de la Red.).
[36] L. Lange. "Römische Alterthümer". Bd. I-III. Berlín 1856-71. (N. de la Red.).
[37] El latino "rex" es el celto-irlandés "righ" (jefe de tribu) y el gótico "reiks". Esta palabra significaba lo mismo
que antiguamente el "Fürst" alemán (es decir, lo mismo que en inglés "first", y en danés "förste", el primero),
jefe de gens o de tribu; así lo evidencia el hecho de que los godos tuvieran desde el siglo IV una palabra
particular para designar el rey de tiempos posteriores, jefe militar de todo un pueblo, la palabra "thiudans". En la
traducción de la Biblia de Ulfilas nunca se llama "reiks" a Artajerjes y a Herodes, sino "thiudans"; y el imperio
de Tiberio nunca recibe el nombre de "reiki", sino el de "thiudinassus". Ambas denominaciones se confundieron
en una sola en el nombre de "thiudans", o como traducimos inexactamente, del rey gótico Thiudareiks,
Teodorico, es decir, Dietrich. (Nota de Engels).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
VII. LA GENS ENTRE LOS CELTAS Y ENTRE
LOS GERMANOS
Por falta de espacio no podremos estudiar las instituciones gentilicias que aún existen bajo una forma más o
menos pura en los pueblos salvajes y bárbaros más diversos ni seguir sus vestigios en la historia primitiva de los
pueblos asiáticos civilizados. Unas y otros encuéntranse por todas partes. Bastarán algunos ejemplos. Aún antes
de que se conociese bien la gens, MacLennan, el hombre que más se ha afanado por comprenderla mal, indició y
describió con suma exactitud su existencia entre los kalmucos, los cherkeses, los samoyedos, y en tres pueblos de
la India: los waralis, los magares y los munnipuris. Más recientemente, Máximo Kovalevski la ha descubierto y
descrito entre los pschavos, los jensuros, los svanetos y otras tribus del Cáucaso. Aquí nos limitaremos a unas
breves notas acerca de la gens entre los celtas y entre los germanos.
Las más antiguas leyes célticas que han llegado hasta nosotros nos muestran aún en pleno vigor la gens; en
Irlanda sobrevive hasta nuestros días en la conciencia popular, por lo menos instintivamente, desde que los
ingleses la destruyeron por la violencia; en Escocia estaba aún en pleno florecimiento a mediados del siglo
XVIII, y sólo sucumbió allí por las armas, las leyes y los tribunales de Inglaterra.
Las leyes del antiguo País de Gales, que fueron escritas varios siglos antes de la conquista inglesa (lo más tarde,
el siglo XI), aún muestran el cultivo de la tierra en común por aldeas enteras, aunque sólo fuese como una
excepción y como el vestigio de una costumbre anterior generalmente extendida; cada familia tenía cinco acres
de tierra para su cultivo particular; aparte de esto, se cultivaba el campo en común y su cosecha era repartida. La
semejanza entre Irlanda y Escocia no permite dudar que esas comunidades rurales eran gens o fracciones de
gens, aun cuando no lo probase de un modo directo un estudio nuevo de las leyes gaélicas, para el cual me falta
196
tiempo (hice mis notas en 1869). Pero lo que prueban de una manera directa los documentos gaélicos e irlandeses
es que en el siglo XI el matrimonio sindiásmico no había sido sustituido aún del todo entre los celtas por la
monogamia. En el País de Gales, un matrimonio no se consolidaba, o más bien no se hacía indisoluble sino al
cabo de siete años de convivencia. Si sólo faltaban tres noches para cumplirse los siete años, los esposos podían
separarse. Entonces se repartían los bienes: la mujer hacía las partes y el hombre elegía la suya. Repartíanse los
muebles siguiendo ciertas reglas muy humorísticas. Si era el hombre quien rompía, tenía que devolver a la mujer
su dote y alguna cosa más; si era la mujer, esta recibía menos. De los hijos, dos correspondían al hombre, y uno,
el mediano, a la mujer. Si después de la separación la mujer tomaba otro marido y el primero quería llevarsela
otra vez, estaba obligada a seguir a éste, aunque tuviese ya un pie en el nuevo tálamo conyugal. Pero si dos
personas vivían juntas durante siete años, eran marido y mujer aun sin previo matrimonio formal. No se guardaba
ni se exigía con rigor la castidad de las jóvenes antes del matrimonio; las reglas respecto a este particular son en
extremo frívolas y no corresponden a la moral burguesa. Si una mujer cometía adulterio, el marido tenía el
derecho de pegarle (éste era uno de los tres casos en que le era lícito hacerlo; en los demás, incurría en una pena),
pero no podía exigir ninguna otra satisfacción, porque "para una misma falta puede haber expiación o venganza,
pero no las dos cosas a la vez". Los motivos por los cuales podía la mujer reclamar el divorcio sin perder ninguno
de sus derechos en el momento de la separación, eran muchos y muy diversos: bastaba que al marido le oliese
mal el aliento. El rescate por el derecho de la primera noche ("gobr merch" y de ahí el nombre "marcheta", en
francés "marchette", en la Edad Media), pagadero al jefe de la tribu o rey, representa un gran papel en el Código.
Las mujeres tenían voto en las asambleas del pueblo. Añadamos que en Irlanda existían análogas condiciones;
que también estaban muy en uso los matrimonios temporales, y que en caso de separación se concedían a la
mujer grandes privilegios, determinados con exactitud, incluso una remuneración en pago de sus servicios
domésticos; que allí se encuentra una "primera mujer" junto a otras mujeres; que en las particiones de herencia
no se hace distinción entre los hijos legítimos y los hijos naturales, y tendremos así una imagen del matrimonio
por parejas en comparación con el cual parece severa la forma de matrimonio por usada en América del Norte,
pero que no debe asombrar en el siglo XI en un pueblo que aún tenía el matrimonio por grupos en tiempos de
César.
La gens irlandesa ("sept"; la tribu se llama "clainne" o clan) no sólo está confirmada y descrita por los libros
antiguos de Derecho, sino también por los jurisconsultos ingleses que fueron enviados en el siglo XVII a ese
país, para transformar el territorio de los clanes en dominios del rey de Inglaterra. El suelo había seguido siendo
propiedad común del clan o de la gens hasta entonces, siempre que no hubiera sido transformado ya por los jefes
en dominios privados suyos. Cuando moría un miembro de la gens y, por consiguiente, se disolvía una hacienda,
el jefe (los jurisconsultos ingleses lo llamaban "caput cognationis"), hacía un nuevo reparto de todo el territorio
entre los demás hogares. En general, este reparto debía de hacerse siguiendo las reglas usuales en Alemania.
Todavía se encuentran algunas aldeas -hace cuarenta o cincuenta años eran numerosísimas- cuyos campos son
distribuídos según el sistema denominado "rundale". Los campesinos, colonos individuales del suelo en otro
tiempo propiedad común de la gens y robado después por el conquistador inglés, pagan cada uno de ellos el
arrendamiento, pero reunen todas las parcelas de tierra de labor o prados, las dividen según su emplazamiento y
su calidad en "gewanne" (como dicen en las márgenes del Mosela) y dan a cada uno su parte en cada "gewanne".
Los pantanos y los pastos son de aprovechamiento común. Hace cincuenta años nada más, renovábase el reparto
de tiempo en tiempo, en algunos lugares anualmente. El plano catastral del territorio de uan aldea "rundale" tiene
enteramente el mismo aspecto que una comunidad de hogares campesinos (Gehöfersschaft) de orillas del Mosela
o del Hochwald. La gens sobrevive también en las "factions"[38]. Los campesinos irlandeses divídense a menudo
en bandos que se diría fundados en triquiñuelas absurdas. Estos bandos son incomprensibles para los ingleses y
parecen tener por único objeto el popular deporte de tundirse mutuamente con toda solemnidad. Son
reviviscencias artificiales, compensaciones póstumas para la gens desmembrada, que manifiestan a su modo
cómo perdura el instinto gentilicio hereditario. En muchas comarcas los gentiles viven en su antiguo territorio;
así, hacia 1830, la gran mayoría de los habitantes del condado de Monaghan sólo tenía cuatro apellidos, es decir,
descendía de cuatro gens o clanes[39].
En Escocia, la ruina del orden gentilicio data de la época en que fue reprimida la insurrección de 1745. Falta
investigar qué eslabón de este orden representa en especial el clan escocés; pero es indudable que es un eslabón.
197
En las novelas de Walter Scott revive ante nuestra vista ese antiguo clan de la Alta Escocia. Dice Morgan: "Es un
ejemplar perfecto de la gens en su organización, y en su espíritu, un asombroso ejemplo del poderío de la vida de
la gens sobre sus miembros. En sus disensiones y en sus venganzas de sangre, en el reparto del territorio por
clanes, en la explotación común del suelo, en la fidelidad a su jefe y entre sí de los miembros del clan, volvemos
a encontrar los rasgos característicos de la sociedad fundada en la gens... La filiación seguía el derecho paterno,
de tal suerte que los hijos de los hombres permanecían en sus clanes, mientras que los de las mujeres pasaban a
los clanes de sus padres". Pero prueba la existencia anterior del derecho materno en Escocia el hecho de que en la
familia real de los Pictos, según Beda, era válida la herencia por línea femenina. También se conservó entre los
escoceses hasta la Edad Media, lo mismo que entre los habitantes del País de Gales, un vestigio de la familia
punalúa, el derecho de la primera noche, que el jefe del clan o el rey podía ejercer con toda recién casada el día
de la boda, en calidad de último representante de los maridos comunes de antaño, si no se había redimido la
mujer por el rescate.
***
Es un hecho indiscutible que, hasta la emigración de los pueblos, los germanos estuvieron organizados en gens.
Es evidente que no ocuparon el territorio situado entre el Danubio, el Rin, el Vístula y los mares del Norte hasta
pocos siglos antes de nuestra era; los cimbrios y los teutones estaban aún en plena emigración, y los suevos no se
establecieron en lugares fijos hasta los tiempos de César. Este dice de ellos, con términos expresos, que estaban
establecidos por gens y por estirpes ("gentibus cognationibusque"), y en boca de un romano de la gens Julia, esta
expresión de "gentibus" tiene un significado bien definido e indiscutible. Esto se refería a todos los germanos;
incluso en las provincias romanas conquistadas se establecieron por gens. Consta en el "Derecho
Consuetudinario Alamanno" que el pueblo se estableció en los territorios conquistados al sur del Danubio por
gens ("genealogiae"); la palabra genealogía se emplea exactamente en el mismo sentido que lo fueron más tarde
las expresiones "Marca" o "Dorfgenossenschaft"[40]. Kovalevski ha emitido recientemente la opinión de que
esas "genealogiae" no serían otra cosa sino grandes comunidades domésticas entre las cuales se repartía el suelo
y de las que más adelante nacerían las comunidades rurales. Lo mismo puede decirse respecto a la "fara",
expresión con la cual los burgundos y los longobardos -un pueblo de origen gótico y otro de origen herminónico
o altoalemán-designaban poco más o menos, si no con exactitud, lo mismo que se llamaba "genealogía" en el
"Derecho Consuetudinario Alamanno". Debe aún ser investigado qué encontramos aquí, si una gens o una
comunidad doméstica.
Los monumentos filológicos no resuelven nuestras dudas acerca de si a la gens se le daba entre todos los
germanos la misma denominación y cuál era ésta. Etimológicamente, al griego "genos" y al latín "gens"
corresponden el gótico "kuni" y el medioalto-alemán "künne", que se emplea en el mismo sentido. Lo que nos
recuerda los tiempos del derecho materno es que el sustantivo mujer deriva de la misma raíz: en griego "gyne",
en eslavo "zhená", en gótico "quino", en antiguo noruego, "kona", "kuna". Según hemos dicho, entre los
burgundos y los longobardos encontramos la palabra "fara", que Grimm hace derivar de la raíz hipotética "fisan"
(engendarar). Yo preferiría hacerla derivar de una manera evidente de "faran" (marchar, viajar, volver), para
designar una fracción compacta de una masa nómada, fracción formada, como es natural, por parientes; esta
designación, en el transcurso de varios siglos de emigrar primero al Este, después al Oeste, pudo terminar por ser
aplicada, poco a poco, a la propia gens. Luego, tenemos el gótico "sibja", el anglosajón "sib", el antiguo
altoalemán "sippia", "sippa", estirpe ("sippe"). El escandinavo no nos da más que el plural "sifjar" (los parientes):
el singular no existe sino como nombre de una diosa, Sif. Y, en fin, aún hallamos otra expresión en el "Canto de
Hildebrando", donde éste pregunta a Hadubrando: "¿Quién es tu padre entre los hombres del pueblo... o de qué
gens eres tú?". ("Eddo huêlihhes c n u o s l e s du sís"). Si ha existido un nombre general germano de la gens, ha
debido de ser en gótico "kuni"; vienen en apoyo de esta opinión, no sólo la identidad con las expresiones
correspondientes de las lenguas del mismo origen, sino también la circunstancia de que de "kuni" se deriva
"kuning" (rey), que significaba primitivamente jefe de gens o de tribu. "Sibja" (estirpe) puede, al parecer, dejarse
a un lado; y "sifjar", en escandinavo, no sólo significa parientes consanguíneos, sino también afinidad, por tanto,
comprende por lo menos a los miembros de dos gens: luego tampoco "sif" es la palabra sinónima de gens.
198
Tanto entre los germanos como entre los mexicanos y los griegos, el orden de batalla, trátese del escuadrón de
caballería o de la columna de infantería en forma de cuña, estaba constituído por corporaciones gentilicias.
Cuando Tácito dice por familias y estirpes, esta expresión vaga se explica por el hecho de que en su época hacía
mucho tiempo que la gens había dejado de ser en Roma una asociación viviente.
Un pasaje decisivo de Tácito es aquél donde dice que el hermano de la madre considera a su sobrino como si
fuese hijo suyo; algunos hay que hasta tienen por más estrecho y sagrado el vínculo de la sangre entre tío
materno y sobrino, que entre padre e hijo, de suerte que cuando se exigen rehenes, el hijo de la hermana se
considera como una garantía mucho más grande que el propio hijo de aquel a quien se quiere ligar. He aquí una
reliquia viva de la gens organizada con arreglo al derecho materno, es decir, primitiva, y que hasta caracteriza
muy en particular a los germanos[41]. Cuando los miembros de una gens de esta especie daban a su propio hijo
en prenda de una promesa solemne, y cuando este hijo era víctima de la violación del tratado por su padre, éste
no tenía que dar cuenta a su madre sino a sí mismo. Pero si el sacrificado era el hijo de una hermana, esto
constituía una violación del más sagrado derecho de la gens; el pariente gentil más próximo, a quien incumbía
antes que a todos los demás la protección del niño o del joven, erea considerado como el culpable de su muerte;
bien no debía entregarlos en rehenes, o bien debía observar lo tratado. Si no encontrásemos ninguna otra huella
de la gens entre los germanos, este único pasaje nos bastaría.
Aún más decisivo, por ser unos ochocientos años posterior, es un pasaje de la "Völuspâ", antiguo canto
escandinavo acerca del ocaso de los dioses y el fin del mundo. En esta "Visión de la profetisa", en la que hay
entrelazados elementos cristianos, según está demostrado hoy por Bang y Bugge, se dice al describir los tiempos
depravados y de corrupción general, preludio de la gran catástrofe:
"Boedhr munu berjask
munu systrungar
ok at bönum verdask,
sifjum spilla".
"Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus
lazos de estirpe". Systrungr quiere decir el hijo de la hermana de la madre; y que esos hijos de hermanas reniegen
entre sí de su parentesco consanguíneo, lo considera el poeta como un crimen mayor que el propio fratricidio. La
agravación del crimen la expresa la palabra "systrungar", que subraya el parentesco por línea materna; si en lugar
de esa palabra estuviese "syskinabörn" (hijos de hermanos y hermanas) o "syskinasynir" (hijos varones de
hermanos y hermanas), la segunda línea del texto citado no encarecería la primera, sino que la atenuaría. Así,
pues, hasta en los tiempos de los vikingos, en que apareció la "Völuspâ", el recuerdo del matriarcado no había
desaparecido aún en Escandinavia.
Por lo demás, ya en los tiempos de Tácito, entre los germanos (por lo menos entre los que él conoció de cerca) el
derecho materno había sido remplazado por el derecho paterno; los hijos heredaban al padre; a falta de ellos
sucedían los hermanos y los tíos por ambas líneas, paterna y materna. La admisión del hermano de la madre a la
herencia se halla vinculada al mantenimiento de la costumbre que acabamos de recordar y prueba también cuán
reciente era aún entre los germanos el derecho paterno. Encuéntranse también huellas del derecho materno a
mediados de la Edad Media. Según parece, en aquella época no había gran confianza en la paternidad, sobre todo
entre los siervos; por eso, cuando un señor feudal reclamaba a una ciudad algún siervo suyo prófugo,
necesitábase -en Augsburgo, en Basilea y en Kaiserslautern, por ejemplo-, que la calidad de siervo del
perseguido fuese afirmada bajo juramento por seis de sus más próximos parientes consanguíneos, todos ellos por
línea materna (Maurer, "El régimen de las ciudades", I[42] pág. 381).
199
Otro resto del matriarcado agonizante era el respeto, casi incomprensible para los romanos, que los germanos
profesaban al sexo femenino. Las doncellas jóvenes de las familias nobles eran conceptuadas como los rehenes
más seguros en los tratos con los germanos. La idea de que sus mujeres y sus hijas podían quedar cautivas o ser
esclavas, resultaba terrible para ellos y era lo que más excitaba su valor en las batallas. Consideraban a la mujer
como profética y sagrada y prestaban oído a sus consejos hasta en los asuntos más importantes. Así, Veleda, la
sacerdotisa bructera de las márgenes del Lippe, fue el alma de la insurrección bátava en la cual Civilis, a la
cabeza de los germanos y de los belgas, hizo vacilar toda la dominación romana en las Galias. La autoridad de la
mujer parece indiscutible en la casa; verdad es que todos los quehaceres tienen que desempeñarlos ella, los
ancianos y los niños, mientras el hombre en edad viril caza, bebe o no hace nada. Así lo dice Tácito; pero como
no dice quién labraba la tierra y declara expresamente que los esclavos no hacían sino pagar un tributo, pero sin
efectuar ninguna prestación personal, por lo visto eran los hombres adultos quienes realizaban el poco trabajo
que exigía el cultivo del suelo.
Según hemos visto más arriba, la forma de matrimonio era la sindiásmica, cada vez más aproximada a la
monogamia. No era aún la monogamia estricta, puesto que a los grandes se les permitía la poligamia. En general,
cuidábase con rigor de la castidad en las jóvenes (lo contrario de lo que pasaba entre los celtas), y Tácito se
expresa también con particular calor acerca de la indisolubilidad del vínculo conyugal entre los germanos. No
indica más que el adulterio de la mujer como motivo de divorcio. Pero su relato tiene aquí muchas lagunas;
además, es en exceso evidente que sirve como un espejo de la virtud para los corrompidos romanos. Lo que hay
de cierto es que si los germanos fueron en sus bosques esos excepcionales caballeros de la virtud, necesitaron
poquísimo contacto con el exterior para ponerse al nivel del resto de la humanidad europea; en medio del mundo
romano, el último vestigio de la rigidez de costumbres desapareció con mucha más rapidez aún que la lengua
germana. Basta con leer a Gregorio de Tours. Claro está que en las selvas vírgenes de Germania no podían reinar
como en Roma excesos refinados en los placeres sensuales; por tanto, en este orden de ideas, aún les quedan a
los germanos bastantes ventajas sobre la sociedad romana, sin que les atribuyamos en las cosas de la carne una
continencia que nunca ni en ningún pueblo ha existido como regla general.
La constitución de la gens dio origen a la obligación de heredar las enemistades del padre o de los parientes, lo
mismo que sus amistades; otro tanto puede decirse de la "compensación" en vez de la venganza de sangre por
homicidio o daño corporal. Esta compensación ("Wergeld"), que apenas hace una generación se consideraba
como una institución particular de Germania, se encuentra hoy en centenares de pueblos como una forma
atenuada de la venganza de sangre propia de la gens. La encontramos también entre los indios de América, al
mismo tiempo que la oligación de la hospitalidad; la descripción hecha por Tácito ("Costumbres de los
germanos", cap. 21) de la manera cómo ejercían la hospitalidad, coincide hasta en sus detalles con la dada por
Morgan respecto a los indios.
Hoy pertenecen al pasado las acaloradas e interminables discusiones acerca de si los germanos de Tácito habían
repartido definitivamente las tierras de labor, y sobre cómo debían interpretarse los pasajes relativos a este punto.
Desde que se ha demostrado que en casi todos los pueblos ha existido el cultivo común de la tierra por la gens y
más adelante por las comuidades familiares comunistas -cosa que César observó ya entre los suevos-, así como la
posterior distribución de la tierra a familias individuales, con nuevos repartos periódicos; desde que está probado
que la redistribución periódica de la tierra se ha conservado en ciertas comarcas de Alemania hasta nuestros días,
huelga gastar más palabras sobre el particular. Si desde el cultivo de la tierra en común, tal como César lo
describe expresamente hablando de los suevos (no hay entre ellos, dice, ninguna especie de campos divididos o
particulares), han pasado los germanos, en los ciento cincuenta años que separan esa época de la de Tácito, al
cultivo individual con reparto anual del suelo, esto constituye, sin duda, un progreso suficiente; el paso de ese
estadio a la plena propiedad privada del suelo, en ese breve intervalo y sin ninguna intervención extraña, supone
sencillamente una imposibilidad. No leo, pues, en Tácito sino lo que dice en pocas palabras: Cambian (o reparten
de nuevo) cada año la tierra cultivada, y además quedan bastantes tierras comunes. Esta es la etapa de la
agricultura y de la apropiación del suelo que corresponde con exactitud a la gens contemporánea de los
germanos.
200
Dejo sin cambiar nada el párrafo anterior, tal como se encuentra en las otras ediciones. En el intervalo, el asunto
ha tomado otro sesgo. Desde que Kovalevski ha demostrado (véase pág. 44[43]) la existencia muy difundida,
dado que no sea general, de la comunidad doméstica patriarcal como estadio intermedio entre la familia
comunista matriarcal y la familia individual moderna, ya no se plantea, como desde Maurer hasta Waitz, si la
propiedad del suelo era común o privada; lo que hoy se plantea es qué forma tenía la propiedad colectiva. No
cabe duda de que entre los suevos existía en tiempos de César, no sólo la propiedad colectiva, sino también el
cultivo en común por cuenta común. Aún se discutirá por largo tiempo si la unidad económica era la gens, o la
comunidad doméstica, o un grupo consanguíneo comunista intermedio entre ambas, o si existieron
simultáneamente estos tres grupos, según las condiciones del suelo. Pero Kovalevski afirma que la situación
descrita por Tácito no suponía la marca o la comunidad rural, sino la comunidad doméstica; sólo de esta última
es de quien, a juicio suyo, había de salir, más adelante, a consecuencia del incremento de la población, la
comunidad rural.
Según este punto de vista, los asentamientos de los germanos en el territorio ocupado por ellos en tiempo de los
romanos, como en el que más adelante les quitaron a éstos, no consistían en poblaciones, sino en grandes
comunidades familiares que comprendían muchas generaciones, cultivaban una extensión de terreno
correspondiente al número de sus miembros y utilizaban con sus vecinos, como marca común, las tierras de
alrededor que seguían incultas. Por tanto, el pasaje de Tácito relativo a los cambios del suelo cultivado debería
tomarse de hecho en el sentido agronómico, en el sentido de que la comunidad roturaba cada año cierta extensión
de tierra y dejaba en barbecho o hasta completamente baldías las tierras cultivadas el año anterior. Dada la poca
densidad de la población, siempre había posesión del suelo. Y la comunidad sólo debió de disolverse siglos
después, cuando el número de sus miembros tomó tal incremento, que ya no fue posible el trabajo común en las
condiciones de producción de la época; los campos y los prados, hasta entonces comunes, debieron de dividirse
del modo acostumbrado entre las familias individuales que iban formándosed (al principio temporalmente y
luego de una vez para siempre), al paso que seguían siendo de aprovechamiento común los montes, las dehesas y
las aguas.
Respecto a Rusia, parece plenamente demostrada por la historia esta marcha de la evolución. En lo concerniente
a la Alemania, y en segundo término a los otros países germánicos, no cabe negard que esta hipótesis dilucida
mejor los documentos y resuelve con más facilidad las dificultades que la adoptada hasta ahora y que hace
remontar a Tácito la comunidad rural. Los documentos más antiguos, por ejemplo, el "Codex
Laureshamensis"[44], se aplican mucho mejor por la comunidad de familias que por la comunidad rural o marca.
Por otra parte, esta hipótesis promueve otras dificultades y nuevas cuestiones que será preciso resolver. Aquí sólo
nuevas investigaciones pueden decidir; sin embargo, no puedo negar que como grado intermedio la comunidad
familiar tiene también muchos visos de verosimilitud en lo relativo a Alemania, Escandinavia e Inglaterra.
Mientras que en la época de César apenas han llegado los germanos a tener residencias fijas y aun las buscan en
parte, en tiempo de Tácito llevan ya un siglo entero establecidos; por tanto, no pueden ponerse en duda el
progreso en la producción de medios de existencia. Viven en casas de troncos, su vestimenta es aún muy
primitiva, propia de los habitantes de los bosques: un burdo manto de lana, pieles de animales, y para las mujeres
y los notables, túnicas de lino. Su alimento se compone de leche, carne, frutas silvestres y, como añade Plinio,
gachas de harina de avena (aún hoy plato nacional céltico en Irlanda y en Escocia). Su riqueza consiste en
ganados, pero de raza inferior: el ganado vacuno es pequeño, de mala estampa, sin cuernos; los caballos,
pequeños poneys que corren mal. La moneda, exclusivamente romana, era escasa y de poco uso. No trabajaban
el oro ni la plata ni los tenían en aprecio; el hierro era raro, y a lo menos en las tribus del Rin y del Danubio
parece casi exclusivamente importado, pues no lo extraían ellos mismos. Los caracteres rúnicos (imitados de las
letras griegas o latinas), sólo se conocían como escritura secreta y se empleaban únicamente en la hechicería
religiosa. Aún estaban en uso los sacrificios humanos. En resumen, eran un pueblo que apenas si acababa de
pasar del estadio medio al estadio superior de la barbarie. Pero al paso que en las tribus limítrofes con los
romanos la mayor facilidad para importar los productos de la industria romana impidió el desarrollo de una
industria metalúrgica y textil propia, no cabe duda de que en el Nordeste, en las orillas del Mar Báltico, esa
industria se formó. Las armas encontradas en los pantanos de Schleswig (una larga espada de hierro, una cota de
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malla, un casco de plata, etc.) con monedas romanas de fines del siglo II, y los objetos metálicos de fabricación
germana difundidos por la emigración de los pueblos, presentan un tipo originalísimo de arte y son de una
perfección nada común, incluso cuando imitan, en sus comienzos, originales romanos. La emigración al imperio
romano civilizado puso término en todas partes a esta industria indígena, excepto en Inglaterra. Los broches de
bronce, por ejemplo, nos muestran con qué uniformidad nacieron y se desarrollaron esas industrias. Los
ejemplares hallados en Borgoña, en Rumanía, en las orillas del Mar de Azov, podrían haber salido del mismo
taller que los broches ingleses y suecos, y, sin duda alguna, son también de origen germánico.
La constitución de los germanos corresponde ingualmente al estadio superior de la barbarie. Según Tácito, en
todas partes existía el consejo de los jefes (príncipes), que decidía en los asuntos menos graves y preparaba los
más importantes para presentarlos a la votación de la asamblea del pueblo. Esta última, en el estadio inferior de
la barbarie -por lo menos entre los americanos, donde la encontramos-, sólo existe para la gens, pero todavía no
para la tribu o la confederación de tribus. Los jefes (príncipes) se distinguen aún mucho de los caudillos militares
(duces), lo mismo que entre los iroqueses. Los primeros viven ya, en parte, de presentes honoríficos, que
consisten en ganados, granos, etc., que les tributan los gentiles; casi siempre, como en América, se eligen en una
misma familia. El paso al derecho paterno favorece la transformación progresiva de la elección en derecho por
herencia, como en Grecia y en Roma, y por lo mismo la formación de una familia noble en cada gens. La mayor
parte de esta antigua nobleza, llamada de tribu, desapareció con la emigración de los pueblos, o por lo menos
poco tiempo después. Los jefes militares eran elegidos sin atender a su origen, únicamente según su capacidad.
Tenían escaso poder y debían influir con el ejemplo. Tácito atribuye expresamente el poder disciplinario en el
ejército a los sacerdotes. El verdadero poder pertenecía a la asamblea del pueblo. El rey o jefe de tribu preside; el
pueblo decide que "no" con murmullos, y que "sí" con aclamaciones y haciendo ruido con las armas. La
asamblea popular es también tribunal de justicia; aquí son presentadas las demandas y resueltas las querellas,
aquí se dicta la pena de muerte, pero con ésta sólo se castigan la cobardía, la traición contra el pueblo y los vicios
antinaturales. En las gens y en otras subdivisiones también la colectividad es la que hace justicia, bajo la
presidencia del jefe; éste, como en toda la administración de justicia germana primitiva, no puede haber sido más
que dirigente del proceso e interrogador. Desde un principio y en todas partes, la colectividad era el juez entre los
germanos.
A partir de los tiempos de César, se habían formado confederaciones de tribus. En algunas había reyes. Lo
mismo que entre los griegos y entre los romanos, el jefe militar supremo aspiraba ya a la tiranía, lográndola a
veces. Aunque estos usurpadores afortunados no ejercían, ni mucho menos, el poder absoluto, comenzaron a
romper las ligaduras de la gens. Al paso que en otros tiempos los esclavos manumitidos eran de una condición
inferior, puesto que no podían pertenecer a ninguna gens, hubo junto a los nuevos reyes esclavos favoritos que a
menudo llegaban a tener altos puestos, riquezas y honores. Lo mismo aconteció después de la conquista del
imperio romano por los jefes militares, convertidos desde entonces en reyes de extensos países. Entre los francos,
los esclavos y los libertos de los reyes representaron un gran papel, primero en la corte y luego en el Estado; de
ellos descendió en gran parte la nueva nobleza.
Una institución favoreció el advenimiento de la monarquía: las mesnadas. Ya hemos visto entre los pieles rojas
americanos cómo, paralelamente al régimen de la gens, se crean compañías particulares para guerrear por su
propia cuenta y riesgo. Estas compañías particulares habían adquirido entre los germanos un carácter
permanente. Un jefe guerrero famoso juntaba una banda de gente moza ávida de botín, obligada a tenerle
fidelidad personal, como él a ella. El jefe se cuidaba de su sustento, les hacía regalos y los organizaba en
determinada jerarquía; formaba una escolta y una tropa aguerrida para las expediciones pequeñas y un cuerpo de
oficiales aguerridos para las mayores. Por débiles que deban de haber sido esas compañías, por débiles que hayan
sido en realidad -por ejemplo, las de Odoacro en Italia-, constituían el germen de la ruina de la antigua libertad
popular, cosa que pudo comprobarse durante la emigración de los pueblos y después de ella. Porque, en primer
término, favorecieron el advenimiento del poder real y, en segundo lugar, como ya lo advirtió Tácito, no podían
mantenerse en estado de cohesión sino por medio de continuas guerras y expediciones de rapiña, la cual se
convirtió en un fin. Cuando el jefe de la compañía no tenía nada que hacer contra los vecinos, iba con sus troas a
otros pueblos donde hubiese guerra y posibilidades de saqueo; las fuerzas auxiliares de germanos que bajo las
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águilas romanas combatían contra los germanos mismos, se componían en parte de bandas de esta especie.
Constituían el embrión de los futuros lansquenetes, vergüenza y maldición de los alemanes. Después de la
conquista del imperio romano, estas mesnadas de los reyes, con los siervos y los criados de la corte romana,
formaron el segundo elemento principal de la futura nobleza.
En general, las tribus alemanas reunidas en pueblos tienen, pues, la misma constitución que se desarrolló entre
los griegos de la época heroica y entre los romanos del tiempo llamado de los reyes: asambleas del pueblo,
consejo de los jefes de las gens, jefe militar supremo que aspira ya a un verdadero poder real. Esta era la
constitución más perfecta que pudo producir la gens; era la constitución típica del estadio superior de la barbarie.
El régimen gentilicio se acabó el día en que la sociedad salió de los límites dentro de los cuales era suficiente esa
constitución. Este régimen quedó destruído, y el Estado ocupó su lugar.
NOTAS
[38] Bandos. (N. de la Red.).
[39] Durante los pocos días pasados en Irlanda he advertido de nuevo hasta qué extremo vive aún allí la
población campesina con las ideas del tiempo de la gens. El propietario territorial, de quien es arrendatario el
campesino, está considerado por éste como una especie de jefe de clan que debe administrar la tierra en beneficio
de todos y a quien el aldeano paga un tributo en forma de arrendamiento, pro de quien también debe recibir
auxilio y protección en caso de necesidad. Y de igual manera a todo irlandés de posición desahogada se le
considera obligado a socorrer a sus vecinos más pobres en cuanto caen en la miseria. Estos socorros no son una
limosna; constituyen lo que le corresponde de derecho al más pobre por parte de su compañero de clan más rico
o de su jefe de clan. Compréndese los lamentos de los economistas y de los jurisconsultos acerca de la
imposibilidad de inculcar al campesino irlandés la noción de la propiedad burguesa moderna. Una propiedad que
sólo tiene derechos y no tiene deberes es algo que no cabe en la mente del irlandés. Pero también se comprende
cómo los irlandeses, bruscamente transplantados con estas cándidas ideas gentilicias a las grandes ciudades de
Inglaterra o América, en medio de una población con ideas muy diferentes acerca de la moral y el Derecho
acaban con facilidad por no comprender ya nada acerca del Derecho y la moral, pierden pie y, necesariamente, se
desmoralizan en masa. (Nota de Engels para la 4ª edición.).
[40] Comunidad rural. (N. de la Red.).
[41] Los griegos no conocían más que por la mitología de la hépoca heroica el carácter íntimo (proveniente de la
era del matriarcado) del vínculo entre el tio materno y el sobrino, que se encuentra en cierto número de pueblos.
Según Diodoro (IV, 34), Meleagro mata a los hijos de Testio, hermanos de su madre Altea. Esta ve en ese acto
un crimen tan imperdonable, que maldice al matador (su propio hijo) y le desea la muerte. "Dícese que los dioses
atendieron a sus imprecaciones y dieron fin con la vida de Meleagro". Según el mismo Diodoro (IV, 44) los
argonautas tomaron tierra bajo el mando de Heracles en Tracia, y encontráronse allí con que Fineo, instigado por
su nueva mujer, maltrataba odiosamente a los dos hijos habidos de su esposa repudiada, la Boreada Cleopatra.
Pero entre los argonautas había también dos boreadas, hermanos de Cleopatra, y por consiguiente, hermanos de
la madre de las víctimas. Intervinieron inmediatamente en favor de sus sobrinos, los libertaron y quitaron la vida
a sus guardianes. (Nota de Engels.).
[42] G. L. Maurer. "Geschichte der Städteverfassung in Deutschland". Bd. I- IV. Erlangen 1869-71. (N. de la
Red.).
[43] La página indicada por Engels en la 4ª ed. en alemána. Véase las págs. 229-230 del presente tomo. (N. de la
Red.).
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La anterior nota corresponde a la redacción de la edición española impresa por AKAL de referencia:
Marx/Engels: Obras escogidas. II. AKAL74. Por supuesto, en caso de futuras ediciones propias hay que tener en
cuenta la variable de formato de edición y colocar la correcta página. (Nota del mecanógrafo).
[44] "Codex Laureshamensis": registro de tierras de la ciudad de Lorch. (N. de la Red.).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
VIII. LA FORMACION DEL ESTADO DE LOS
GERMANOS
Según Tácito, los germanos eran un pueblo muy numeroso. Por César nos formamos una idea aproximada de la
fuerza de los diferentes pueblos germanos. Según él, los usipéteros y los teúcteros, que aparecieron en la orilla
izquierda del Rin, eran 180.000, incluídos mujeres y niños. Por consiguiente, correspondían cerca de 100.000
seres a cada pueblo[45], cifra mucho más alta, por ejemplo, que la de la totalidad de los iroqueses en los tiempos
más florecientes, cuando en número menor de 20.000 fueron el terror del país entero comprendido desde los
Grandes Lagos hasta el Ohío y el Potomac. Si tratáramos de señalar en un mapa el emplazamiento de los pueblos
de las márgenes del Rin, que conocemos mejor por los relatos llegados hasta nosotros, veríamos que cada uno de
ellos ocupa en el mapa, poco más o menos, la misma superficie de un departamento prusiano, o sea unos 10.000
kilómetros cuadrados o 182 millas geográficas cuadradas. La "Germania Magna" de los romanos, hasta el
Vístula, abarcaba en números redondos 500.000 kilómetros cuadrados. Pues bien; tomando para cada pueblo la
cifra media de 100.000 individuos, la población total de la "Germania Magna" se elevaría a 5 millones, cifra
considerable para un grupo de pueblos bárbaros, pero en extremo baja para nuestras actuales condiciones (10
habitantes por kilómetro cuadrado, o 550 por milla geográfica cuadrada). Pero esa cifra no incluye, ni mucho
menos, a todos los germanos que vivían en aquella época. Sabemos que a lo largo de los Cárpatos, hasta la
desembocadura del Danubio, vivían pueblos germanos de origen gótico -los bastarnos, los peukinos y otros-, tan
numerosos, que Plinio los tiene por la quinta tribu principal de los germanos; unos 180 años antes de nuestra era;
esos pueblos servían ya como mercenarios al rey macedonio Perseo y en los primeros años del imperio de
Augusto avanzaron hasta llegar a Andrinópolis. Supongamos que sólo fuesen un millón, y tendremos, en los
comienzos de nuestra era, un total probable de 6 millones de germanos, por lo menos.
Después de fijar su residencia definitiva en Germania, la población debió de crecer con rapidez cada vez mayor;
prueba de ello son los progresos industriales de que antes hablamos. Los descubrimientos hechos en los pantanos
de Schleswig son del siglo III, a juzgar por las monedas romanas que forman parte de los mismos. Así, pues, por
aquella época había ya en las orillas del Mar Báltico una industria metalúrgica y una industria textil
desarrolladas, se desplegaba un comercio activo con el imperio romano y entre los ricos existía cierto lujo,
indicio todo ello de una población más densa. Pero también por aquella época comienza la ofensiva general de
los germanos en toda la línea del Rin, de la frontera fortificada romana y del Danubio, desde el Mar del Norte
hasta el Mar Negro, prueba directa del aumento constante de la población, la cual tendía a la expansión
territorial. La lucha duró tres siglos, durante los cuales todas las tribus principales de los pueblos góticos
(excepto los godos escandinavos y los burgundos) avanzaro hacia el Sudeste, formando el ala izquierda de la
gran línea de ataque, en el centro de la cual los altoalemanes (herminones) empujaban hacia el alto Danubio y en
el ala derecha los istevones, llamados a la sazón francos, a lo largo del Rin. A los ingevones les correspondió
conquistar la Gran Bretaña. A fines del siglo V, el imperio romano, débil, desangrado e impotente, se hallaba
abierto a la invasión de los germanos.
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Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro.
La garlopa niveladora de la dominación mundial de los romanos había pasado durante siglos por todos los países
de la cuenca del Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las lenguas
nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto; desaparecieron las diferencias nacionales, y ya no
había galos, íberos, ligures, nóricos; todos se habían convertido en romanos. La administración y el Derecho
romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias y, a la vez, los últimos restos de
independencia local o nacional. La flamante ciudadanía romana conferida a todos, no ofrecía compensación; no
expresaba ninguna nacionalidad, sino que indicaba tan sólo la carencia de nacionalidad. Existían en todas partes
elementos de nuevas naciones; los dialectos latinos de las diversas provincias fueron diferenciándose cada vez
más; las fronteras naturales que habían determinado la existencia como territorios independientes de Italia, las
Galias, España y Africa, subsistían y se hacían sentir aún. Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria para
formar con esos elementos naciones nuevas; en ninguna parte existía la menor huella de capacidad para
desarrollarse, de energía para resistir, sin hablar ya de fuerzas creadoras. La enorme masa humana de aquel
inmenso territorio, no tenía más vínculo para mantenerse unida que el Estado romano, y éste había llegado a ser
con el tiempo su peor enemigo y su más cruel opresor. Las provincias habían arruinado a Roma; la misma Roma
se había convertido en una ciudad de provincia como las demás, privilegiada, pero ya no soberana; no era ni
punto céntrico del imperio universal ni sede siquiera de los emperadores y gobernantes, pues éstos residían en
Constantinopla, en Tréveris, en Milán. El Estado romano se había vuelto una máquina gigantesca y complicada,
con el exclusivo fin de explotar a los súbditos. Impuestos, prestaciones personales al Estado y censos de todas
clases sumían a la masa de la población en una pobreza cada vez más angustiosa. Las exacciones de los
gobernantes, los recaudadores y los soldados reforzaban la opresión, haciéndola insoportable. He aquí a qué
situación había llevado el dominio del Estado romano sobre el mundo: basaba su derecho a la existencia en el
mantenimiento del orden en el interior y en la protección contra los bárbaros en el exterior; pero su orden era más
perjudicial que el peor desorden, y los bárbaros contra los cuales pretendía proteger a los ciudadanos eran
esperados por éstos como salvadores.
No era menos desesperada la situación social. En los últimos tiempos de la república, la dominación romana
reducíase ya a una explotación sin escrúpulos de las provincias conquistadas; el imperio, lejos de suprimir
aquella explotación, la formalizó legislativamente. Conforme iba declinando el imperio, más aumentaban los
impuestos y prestaciones, mayor era la desvergüenza con que saqueaban y estrujaban los funcionarios. El
comercio y la industria no habían sido nunca ocupaciones de los romanos, dominadores de pueblos; en la usura
fue donde superaron a todo cuanto hubo antes y después de ellos. El comercio que encontraron y que había
podido conservarse por cierto tiempo, pereció por las exacciones de los funcionarios; y si algo quedó en pie, fue
en la parte griega, oriental, del imperio, de la que no vamos a ocuparnos en el presente trabajo. Empobrecimiento
general; retroceso del comercio, de los oficios manuales y del arte; disminución de la población; decadencia de
las ciudades; descenso de la agricultura a un grado inferior; tales fueron los últimos resultados de la dominación
romana universal.
La agricultura, la más importante rama de la producción en todo el mundo antiguo, lo era ahora más que nunca.
Los inmensos dominios ("latifundia") que desde el fin de la república ocupaban casi todo el territorio en Italia,
habían sido explotados de dos maneras: o en pastos, allí donde la población había sido remplazada por ganado
lanar o vacuno, cuyo cuidado no exigía sino un pequeño número de esclavos, o en villas, donde masas de
esclavos se dedicaban a la horticultura en gran escala, en parte para satisfacer el afán de lujo de los propietarios,
en parte para proveer de víveres a los mercados de las ciudades. Los grandes pastos habían sido conservados y
hasta extendidos; las villas y su horticultura habíanse arruinado por efecto del empobrecimiento de sus
propietarios y de la decadencia de las ciudades. La explotación de los "latifundia", basada en el trabajo de los
esclavos, ya no producía beneficios, pero en aquella época era la única forma posible de la agricultura en gran
escala. El cultivo en pequeñas haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma remuneradora. Una tras otra
fueron divididas las villas en pequeñas parcelas y entregadas éstas a arrendatarios hereditarios, que pagaban
cierta cantidad en dinero, o a "partiarii" (aparceros), más administradores que arrendatarios, que recibían por su
trabajo la sexta e incluso la novena parte del producto anual. Pero de preferencia se entregaban estas pequeñas
parcelas a colonos que pagaban en cambio una retribución anual fija; estos colonos estaban sujetos a la tierra y
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podían ser vendidos con sus parcelas; no eran esclavos, hablando propiamente, pero tampoco eran libres; no
podían casarse con mujeres libres, y sus uniones entre sí no se consideraban como matrimonios válidos, sino
como un simple concubinato ("contibernium"), por el estilo del matrimonio entre esclavos. Fueron los
precursores de los siervos de la Edad Media.
Había pasado el tiempo de la antigua esclavitud. Ni en el campo, en la agricultura en gran escala, ni en las
manufacturas urbanas, daba ya ningún provecho que mereciese la pena; había desaparecido el mercado para sus
productos. La agricultura en pequeñas haciendas y la pequeña industria a que se veía reducida la gigantesca
producción esclavista de los tiempos del imperio, no tenían dónde emplear numerosos esclavos. En la sociedad
ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y de lujo de los ricos. Pero la agonizante esclavitud aún era
suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e indigna de un romano
libre, y entonces lo era cada cual. Así, vemos, por una parte, el aumento creciente de las manumisiones de
esclavos superfluos, convertidos en una carga; y, por otra parte, el aumento de los colonos y los libres
depauperados (análogos a los "poor whites"[46] de los antiguos Estados esclavistas de Norteamérica). El
cristianismo no ha tenido absolutamente nada que ver con la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos
coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás ha impedido el comercio de esclavos de
los cistianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el Mediterráneo, ni más recientemente
la trata de negros[47]. La esclavitud ya no producía más de lo que costaba, y por eso acabó por desaparecer.
Pero, al morir, dejó detrás de sí su aguijón venenoso bajo la forma de proscripción del trabajo productivo para los
hombres libres. Tal es el callejón sin salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era
económicamente imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no podía
ya y el segundo no podía aún ser la forma básica de la producción social. La única salida posible era una
revolución radical.
La situación no era mejor en las provincias. Las más amplias noticias que poseemos se refieren a las Galias. Allí,
junto a los colonos, aún había pequeños agricultores libres. Para estar a salvo contra las violencias de los
funcionarios, de los magistrados y de los usureros, se ponían a menudo bajo la protección, bajo el patronato de
un poderoso; y no fueron sólo campesinos aislados quienes tomaron esta precaución, sino comunidades enteras,
de tal suerte que en el siglo IV los emperadores tuvieron que promulgar con frecuencia decretos prohibiendo esta
práctica. Pero, ¿de qué servía a los que buscaban protección?. El señor les imponía la condición de que le
transfiriesen el derecho de propiedad de sus tierras y en compensación les aseguraba el usufructo vitalicio de las
mismas. La Santa Iglesia recogió e imitó celosamente esta artimaña en los siglos IX y X para agrandar el reino
de Dios y sus propios bienes terrenales. Verdad es que por aquella época, hacia el año 475, Salviano, obispo de
Marsella, indignábase aún contra semejante robo y relataba que la opresión de los funcionarios romanos y de los
grandes señores territoriales había llegado a ser tan cruel, que muchos "romanos" huían a las regiones ocupadas
ya por los bárbaros, y los ciudadanos romanos establecidos en ellas nada temían tanto como volver a caer bajo la
dominación romana. El que por entonces muchos padres vendían como esclavos a sus hijos a causa de la miseria,
lo prueba una ley promulgada contra esta práctica.
Por haber librado a los romanos de su propio Estado, los bárbaros germanos se apropiaron de dos tercios de sus
tierras y se las repartieron. El reparto se efectuó según el orden establecido en la gens; como los conquitadores
eran relativamente pocos, quedaron indivisas grandísimas extensiones, parte de ellas en propiedad de todo el
pueblo y parte en propiedad de las distintas tribus y gens. En cada gens, los campos y prados dividiéronse en
partes iguales, por suertes, entre todos los hogares. No sabemos si posteriormente se hicieron nuevos repartos; en
todo caso, esta costumbre pronto se perdió en las provincias romanas, y las parcelas individuales se hicieron
propiedad privada alienable, alodios ("alod"). Los bosques y los pastos permanecieron indivisos para su uso
colectivo; este uso, lo mismo que el modo de cultivar la tierra repartida, se regulaba según la antigua costumbre y
por acuerdo de la colectividad. Cuanto más tiempo llevaba establecida la gens en su poblado, más iban
confundiéndose germanos y romanos y borrándose el carácter familiar de la asociación ante su carácter
territorial. La gens desapareció en la marca, donde, sin embargo, se encuentran bastante a menudo huellas
visibles del parentesco original de sus miembros. De esta manera, la organización gentilicia se transformó
insensiblemente en una organización territorial y se puso en condiciones de adaptarse al Estado, por lo menos en
206
los países donde se sostuvo la marca (Norte de Francia, Inglaterra, Alemania y Escandinavia). No obstante,
mantuvo el carácter democrático original propio de toda la organización gentilicia, y así salvó -incluso en el
período de su degeneración forzada- una parte de la constitución gentilicia, y con ella un arma en manos de los
oprimidos que se ha conservado hasta los tiempos modernos.
Si el vínculo consanguíneo se perdió con rapídez en la gens, debiose a que sus organismos en la tribu y en el
pueblo degeneraron por efecto de la conquista. Sabemos que la dominación de los subyugados es incompatible
con el régimen de la gens, y aquí lo vemos en gran escala. Los pueblos germanos, dueños de las provincias
romanas, tenían que organizar su conquista. Pero no se podía absorver a las masas romanas en las corporaciones
gentilicias, ni dominar a las primeras por medio de las segundas. A la cabeza de los cuerpos locales de la
administración romana, conservados al principio en gran parte, era preciso colocar, en sustitución del Estado
romano, otro Poder, y éste no podía ser sino otro Estado. Así, pues, los representantes de la gens tenían que
transformarse en representantes del Estado, y con suma rapidez, bajo la presión de las circunstancias. Pero el
representante más propio del pueblo conquistador era el jefe militar. La seguridad interior y exterior del territorio
conquistado requería que se reforzase el mando militar. Había llegado la hora de transformar el mando militar en
monarquía, y se transformó.
Veamos el imperio de los francos. En él correspondió a los salios victoriosos la posesión absoluta no sólo de los
vastos dominios del Estado romano, sino también de todos los demás inmensos territorios no distribuídos aún
entre las grandes y pequeñas comunidades regionales y de las marcas, y principalmente la de todas las
extensísimas superficies pobladas de bosques. Lo primero que hizo el rey franco, al convertirse de simple jefe
militar supremo en un verdadero príncipe, fue transformar esas propiedades del pueblo en dominios reales,
robarlas al pueblo y donarlas o concederlas en feudo a las personas de su séquito. Este séquito, formado
primitivamente por su guardia militar personal y por el resto de los mandos subalternos, no tardó en verse
reforzado no sólo con romanos (es decir, con galos romanizados), que muy pronto se hicieron indispensables por
su educación y su conocimiento de la escritura y del latín vulgar y literario, asi como del Derecho del país, sino
tamibén con esclavos, siervos y libertos, que constituían su corte y entre los cuales elegía sus favoritos. A la más
de esta gente se les donó al principio lotes de tierra del pueblo; más tarde se les concedieron bajo la forma de
beneficios, otorgados la mayoría de las veces, en los primeros tiempos, mientras viviese el rey. Así se sentó la
base de una nobleza nueva a expensas del pueblo.
Pero esto no fue todo. Debido a sus vastas dimensiones, no se podía gobernar el nuevo Estado con los medios de
la antigua constitución gentilicia; el consejo de los jefes, cuando no había desaparecido hacía mucho, no podía
reunirse, y no tardó en verse remplazado por los que rodeaban de continuo al rey; se conservó por pura fórmula
la antigua asamblea del pueblo, pero convertida cada vez más en una simple reunión de los mandos subalternos
del ejército y de la nueva nobleza naciente. Los campesinos libres propietarios del suelo, que eran la masa del
pueblo franco, quedaron exhaustos y arruinados por las eternas guerras civiles y de conquista -por estas últimas,
sobre todo, bajo Carlomagno- tan completamente, como antaño les había sucedido a los campesinos romanos en
los postreros tiempos de la república. Estos campesinos, que originariamente formaron todo el ejército y que
constituían su núcleo después de la conquista de Francia, habían empobrecido hasta tal extremo a comienzos del
siglo IX, que apenas uno por cada cinco disponía de los pertrechos necesarios para ir a la guerra. En lugar del
ejército de campesinos libres llamados a filas por el rey, surgió un ejército compuesto por los vasallos de la
nueva nobleza. Entre esos servidores había siervos, descendientes de aquéllos que en otro tiempo no habían
conocido ningún señor sino el rey, y que en una época aún más remota no conocían a señor ninguno, ni siquiera a
un rey. Bajo los sucesores de Carlomagno, completaron la ruina de los campesinos francos las guerras intestinas,
la debilidad del poder real, las correspondientes usurpaciones de los magnates -a quienes vinieron a agregarse los
condes de las comarcas instituídos por Carlomagno, que aspiraban a hacer hereditarias sus funciones- y, por
último, las incursiones de los normandos. Cincuenta años después de la muerte de Carlomagno, yacía el imperio
de los francos tan incapaz de resistencia a los pies de los normandos, como cuatro siglos antes el imperio romano
a los pies de los francos.
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Y no sólo había la misma impotencia frente al exterior, sino casi el mismo orden, o más bien desorden social en
el interior. Los campesinos francos libres se vieron de una situación análoga a la de sus predecesores, los colonos
romanos. Arruinados por las guerras y por los saqueos, habían tenido que colocarse bajo la protección de la
nueva nobleza naciente o de la iglesia, siendo harto débil el poder real para protegerlos; pero esa protección les
costaba cara. Como en otros tiempos los campesinos galos, tuvieron que transferir la propiedad de sus tierras,
poniéndolas a nombre del señor feudal, su patrono, de quien volvían a recibirlas en arriendo bajo formas diversas
y variables, pero nunca de otro modo sino a cambio de prestar servicios y de pagar un censo; reducidos a esta
forma de dependencia, perdieron poco a poco su libertad individual, y al cabo de pocas generaciones, la mayor
parte de ellos eran ya siervos. La rapidez con que desapareció la capa de los campesinos libres la evidencia el
libro catastral -compuesto por Irminón- de la abadía de Saint-Germain-des-Prés, en otros tiempos próxima a
París y en la actualidad dentro del casco de la ciudad. En los extensos campos de la abadía, diseminados en el
contorno, había entonces, por los tiempos de Carlomagno, 2.788 hogares, compuestos casi exclusivamente por
francos con apellidos alemanes. Entre ellos contábanse 2.080 colonos, 35 lites[48], 220 esclavos, ¡y nada más
que ocho campesinos libres!. La práctica de clarada impía por el obispo Salviano, y en virtud de la cual el patrón
hacía que le fuera transferida la propiedad de las tierras del campesino y sólo permitía a éste el usufructo vitalicio
de ellas, la empleaba ya entonces de una manera general la Iglesia con respecto a los campesinos. Las
prestaciones personales, que iban generalizándose cada vez más, habían tenido su modelo tanto en las "angariae"
romanas, cargas en pro del Estado, como en las prestaciones personales impuestas a los miembros de las marcas
germanas para construir puentes y caminos y para otros trabajos de utilidad común. Así, pues, parecía como si al
cabo de cuatro siglos la masa de la población hubiese vuelto a su punto de partida.
Pero esto no probaba sino dos cosas: en primer lugar, que la diferenciación social y la distribución de la
propiedad en el imperio romano agonizante habían correspondido enteramente al grado de producción
contemporánea en la agricultura y la industria, siendo, por consiguiente, inevitables; en segundo lugar, que el
estado de la producción no había experimentado ningún ascenso ni descenso esenciales en los cuatrocientos años
siguientes y, por ello, había producido necesariamente la misma distribución de la propiedad y las mismas clases
de la población. En los últimos siglos del imperio romano, la ciudad había perdido su dominio sobre el campo y
no lo había recobrado en los primeros siglos de la dominación germana. Esto presupone un bajo grado de
desarrollo de la agricultura y de la industria. Tal situación general produce por necesidad grandes terratenientes
dotados de poder y pequeños campesinos dependientes. Las inmensas experiencias hechas por Carlomagno con
sus famosas villas imperiales, desaparecidas sin dejar casi huellas, prueban cuán imposible era injertar en
semejante sociedad la economía latifúndica romana con esclavos o el nuevo cultivo en gran escala por medio de
prestaciones personales. Estas experiencias sólo las continuaron los conventos, y no fueron productivas más que
para ellosñ pero los conventos eran corporaciones sociales de carácter anormal, basadas en el celibato. Es cierto
que podían realizar cosas excepcionales, pero, por lo mismo, tenían que seguir siendo excepciones.
Y sin embargo, durante esos cuatrocientos años se habían hecho progresos. Si al expirar estos cuatro siglos
encontramos casi las mismas clases principales que al principio, el hecho es que los hombres que formaban estas
clases habían cambiado. La antigua esclavitud había desaperecido, y habían desaparecido también los libres
depauperados que menospreciaban el trabajo por estimarlo una ocupación propia de esclavos. Entre el colono
romano y el nuevo siervo había vivido el libre campesino franco. El "recuerdo inútil y la lucha vana" del
romanismo agonizante estaban muertos y enterrados. Las clases sociales del siglo IX no se habían formado con
la decadencia de una civilización agonizante, sino entre los dolores de parto de una civilización nueva. La nueva
generación, lo mismo señores que siervos, era una generación de hombres, si se compara con sus predecesores
romanos. Las relaciones entre los poderosos terratenientes y los campesinos que de ellos dependían, relaciones
que habían sido para los romanos la forma de ruina irremediable del mundo antiguo, fueron para la generación
nueva el punto de partida de un nuevo desarrollo. Y además, por estériles que parezcan esos cuatrocientos años,
no por eso dejaron de producir un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación
de la humanidad en la Europa occidental para la historia futura. Los germanos habían, en efecto, revivificado a
Europa y por eso la destrucción de los Estados en el período germánico no llevó al avasallamiento por
normandos y sarracenos, sino a la evolución de los beneficios y del patronato (encomienda) hacia el feudalismo y
208
a un incremento tan intenso de la población, que dos siglos después pudieron soportarse sin gran daño las fuertes
sangrías de las cruzadas.
Pero, ¿qué misterioso sortilegio era el que permitió a los germanos infundir una fuerza vital nueva a la Europa
agonizante?. ¿Era un poder milagroso e innato a la raza germana, como nos cuentan nuestros historiadores
patrioteros?. De ninguna manera. Los germanos, sobre todo en aquella época, eran una tribu aria muy favorecida
por la naturaleza y en pleno proceso de desarrollo vigoroso. Pero no son sus cualidades nacionales específicas las
que rejuvenecieron a Europa, sino, sencillamente, su barbarie, su constitución gentilicia.
Su capacidad y su valentía personales, su espíritu de libertad y su instinto democrático, que veía un asunto propio
en los negocios públicos, en una palabra, todas las cualidades que los romanos habían perdido y únicas capaces
de formar, del cieno del mundo romano, nuevos Estados y nuevas nacionalidades, ¿qué era sino los rasgos
característicos de los bárbaros del estadio superior de la barbarie, los frutos de su constitución gentilicia?.
Si transformaron la forma antigua de la monogamia, suavizaron la autoridad del hombre en la familia y dieron a
la mujer una situación más elevada de la que nunca antes había conocido el mundo clásico, ¿qué les hizo capaces
de eso sino su barbarie, sus hábitos de gentiles, las supervivencias, vivas en ellos, de los tiempos del derecho
materno?.
Si -por lo menos en los tres países principales, Alemania, el Norte de Francia e Inglaterra- salvaron una parte del
régimen genuino de la gens, transplantándola al Estado feudal bajo la forma de marcas, dando así a la oprimida
clase de los campesinos, hasta bajo la más cruel servidumbre de la Edad Media, una cohesión local y una fuerza
de resistencia que no tuvieron a su disposición los esclavos de la antigüedad y no tiene el proletariado moderno,
¿a qué se debe sino a su barbarie, a su sistema exclusivamente bárbaro de colonización por gens?.
Y, por último, si desarrollaron y pudieron hacer exclusiva la forma de servidumbre mitigada que habían
empleado ya en su país natal y que fue sustituyendo cada vez más a la esclavitud en el imperio romano, forma
que, como Fourier ha sido el primero en evidenciarlo, ofrece a los oprimidos medios para emanciparse
gradualmente como clase ("fournit aux cultivateurs des moyens d'affranchissement collectif et progressif"),
superando así con mucho a la esclavitud, con la cual era sólo posible la manumisión inmediata y sin transiciones
del individuo (la antigüedad no presenta ningún ejemplo de supresión de la esclavitud por una rebelión
victoriosa), al paso que los siervos de la Edad Media llegaron poco a poco a conseguir su emancipación como
clase, ¿a qué se debe esto sino a su barbarie, gracias a la cual no habían llegado aún a una esclavitud completa, ni
a la antigua esclavitud del trabajo ni a la esclavitud doméstica oriental?.
Toda la fuerza y la vitalidad que los germanos aportaron al mundo romano, era barbarie. En efecto, sólo bárbaros
eran capaces de rejuvenecer un mundo senil que sufría una civilización moribunda. Y el estadio superior de la
barbarie, al cual se elevaron y en el cual vivieron los germanos antes de la emigración de los pueblos, era
precisamente el más favorable para ese proceso. Esto lo explica todo.
NOTAS
[45] Esta cifra la confirma el siguiente pasaje de Diodoro de Sicilia acerca de los celtas galos: "En la Galia viven
numerosos pueblos, desiguales por su fuerza numérica. Los más grandes, son de unos 200.000 individuos y los
pequeños de 50.000" ("Diodorus Siculos", V, 25). O sea, por término medio, 125.000. Algunos pueblos galos,
por efecto de su mayor grado de desarrollo, debieron ser, indudablemente, más numerosos que los germanos.
(Nota de Engels.).
[46] Pobres blancos. (N. de la Red.).
209
[47] Según el obispo Liutprando de Cremona, en el siglo X y en Verdún, por consiguiente en el santo imperio
alemán, el principal ramo de la industria era la fabricación de eunucos que se exportaban con gran provecho a
España, para los harenes de los moros. (Nota de Engels).
[48] Categoría social intermedia entre los colonos y los esclavos. (N. de la Red.).
Friedrich Engels: EL ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
IX. BARBARIE Y CIVILIZACION
Ya hemos seguido el curso de la disolución de la gens en los tres grandes ejemplos particulares de los griegos,
los romanos y los germanos. Para concluir, investiguemos las condiciones económicas generales que en el
estadio superior de la barbarie minaban ya la organización gentil de la sociedad y la hicieron desaparecer con la
entrada en escena de la civilización. "El Capital" de Marx nos será tan necesario aquí como el libro de Morgan.
Nacida la gens en el estadio medio y desarrollada en el estadio superior del salvajismo, según nos lo permiten
juzgar los documentos de que disponemos, alcanzó su época más floreciente en el estadio inferior de la barbarie.
Por tanto, este grado de evolución es el que tomaremos como punto de partida.
Aquí, donde los pieles rojas de América deben servirnos de ejemplo encontramos completamente desarrollada la
constitución gentilicia. Una tribu se divide en varias gens; por lo común en dos; al aumentar la población, cada
una de estas gens primitivas se segmenta en varias gens hijas, para las cuales la gens madre aparece como fratria;
la tribu misma se subdivide en varias tribus, donde encontramos, en la mayoría de los casos, las antiguas gens;
una confederación, por lo menos en ciertas ocasiones, enlaza a las tribus emparentadas. Esta sencilla
organización responde por completo a las condiciones sociales que la han engendrado. No es más que un
agrupamiento espontáneo; es apta para allanar todos los conflictos que pueden nacer en el seno de una sociedad
así organizada. Los conflictos exteriores los resuelve la guerra, que puede aniquilar a la tribu, pero no avasallarla.
La grandeza del régimen de la gens, pero también su limitación, es que en ella no tienen cabida la dominación ni
la servidumbre. En el interior, no existe aún diferencia entre derechos y deberes; para el indio no existe el
problema de saber si es un derecho o un deber tomar parte en los negocios sociales, sumarse a una venganza de
sangre o aceptar una compensación; el planteárselo le parecería tan absurdo como preguntarse si comer, dormir o
cazar es un deber o un derecho. Tampoco puede haber allí división de la tribu o de la gens en clases distintas. Y
esto nos conduce al examen de la base económica de este orden de cosas.
La población está en extremo espaciada, y sólo es densa en el lugar de residencia de la tribu, alrededor del cual se
extiende en vasto círculo el territorio para la caza; luego viene la zona neutral del bosque protector que la separa
de otras tribus. La división del trabajo es en absoluto espontánea: sólo existe entre los dos sexos. El hombre va a
la guerra, se dedica a la caza y a la pesca, procura las materias primas para el alimento y produce los objetos
necesarios para dicho propósito. La mujer cuida de la casa, prepara la comida y hace los vestidos; guisa, hila y
cose. Cada uno es el amo en su dominio: el hombre en la selva, la mujer en la casa. Cada uno es el propietario de
los instrumentos que elabora y usa: el hombre de sus armas, de sus pertrechos de caza y pesca; la mujer, de sus
trebejos caseros. La economía doméstica es comunista, común para varias y a menudo para muchas familias[49].
Lo que se hace y se utiliza en común es de propiedad común: la casa, los huertos, las canoas. Aquí, y sólo aquí,
es donde existe realmente "la propiedad fruto del trabajo personal", que los jurisconsultos y los economistas
210
atribuyen a la sociedad civilizada y que es el último subterfugio jurídico en el cual se apoya hoy la propiedad
capitalista.
Pero no en todas partes se detuvieron los hombres en esta etapa. En Asia encontraron animales que se dejaron
primero domesticar y después criar. Antes había que ir de caza para apoderarse de la hembra del búfalo salvaje;
ahora, domesticada, esta hembra suministraba cada año una cría y, por añadidura, leche. Ciertas tribus de las más
adelantadas -los arios, los semitas y quizás los turanios-, hicieron de la domesticación y después de la cría y
cuidado del ganado su principal ocupación. Las tribus de pastores se destacaron del resto de la masa de los
bárbaros. Esta fue la primera gran división social del trabajo. Las tribus pastoriles, no sólo produjeron muchos
más, sino también otros víveres que el resto de los bárbaros. Tenían sobre ellos la ventaja de poseer más leche,
productos lácteos y carne; además, disponían de pieles, lanas, pelo de cabra, así como de hilos y tejidos, cuya
cantidad aumentaba con la masa de las materias primas. Así fue posible, por primera vez, establecer un
intecambio regular de productos. En los estadios anteriores no puede haber sino cambios accidentales. Verdad es
que una particular habilidad en la fabricación de las armas y de los instrumentos puede producir una división
transitoria del trabajo. Así, se han encontrado en muchos sitios restos de talleres, para fabricar instrumentos de
sílice, procedentes de los últimos tiempos de la Edad de Piedra. Los artífices que ejercitaban en ellos su habilidad
debieron de trabajar por cuenta de la colectividad, como todavía lo hacen los artesanos en las comunidades
gentilicias de la India. En todo caso, en esta fase del desarrollo sólo podía haber cambio en el seno mismo de la
tribu, y aun eso con carácter excepcional. Pero en cuanto las tribus pastoriles se separaron del resto de los
salvajes, encontramos enteramente formadas las condiciones necesarias para el cambio entre los miembros de
tribus diferentes y para el desarrollo y consolidación del cambio como una institución regular. Al principio, el
cambio se hizo de tribu a tribu, por mediación de los jefes de las gens; pero cuando los rebaños empezaron poco
a poco a ser propiedad privada, el cambio entre individuos fue predominando más y más y acabó por ser la forma
única. El principal artículo que las tribus de pastores ofrecían en cambio a sus vecinos era el ganado; éste llegó a
ser la mercancía que valoraba a todas las demás y se aceptaba con mucho gusto en todas partes a cambio de ellas;
en una palabra, el ganado desempeñó las funciones de dinero y sirvió como tal ya en aquella época. Con esa
rapidez y precisión se desarrolló desde el comienzo mismo del cambio de mercancías la necesidad de una
mercancía que sirviese de dinero.
El cultivo de los huertos, probablemente desconocido para los bárbaros asiáticos del estadio inferior, apareció
entre ellos mucho más tarde, en el estadio medio, como precursor de la agricultura. El clima de las mesetas
turánicas no permite la vida pastoril sin provisiones de forraje para una larga y rigurosa invernada. Así, pues, era
una condición allí necesaria el cultivo pratense y de cereales. Lo mismo puede decirse de las estepas situadas al
norte del Mar Negro. Pero si al principio se recolectó el grano para el ganado, no tardó en llegar a ser también un
alimento para el hombre. La tierra cultivada continuó siendo propiedad de la tribu y se entregaba en usufructo
primero a la gens, después a las comunidades de familias y, por último, a los individuos. Estos debieron de tener
ciertos derechos de posesión, pero nada más.
Entre los descubrimientos industriales de ese estadio, hay dos importantísimos. El primero es el telar y el
segundo, la fundición de minerales y el labrado de los metales. El cobre, el estaño y el bronce, combinación de
los dos primeros, eran con mucho los más importantes; el bronce suministraba instrumentos y armas, pero éstos
no podían sustituir a los de piedra. Esto sólo le era posible al hierro, pero aún no se sabía cómo obtenerlo. El oro
y la plata comenzaron a emplearse en alhajas y adornos, y probablemente alcanzaron un valor muy elevado con
relación al cobre y al bronce.
A consecuencia del desarrollo de todos los ramos de la producción - ganadería, agricultura, oficios manuales
domésticos-, la fuerza de trabajo del hombre iba haciéndose capaz de crear más productos que los necesarios
para sus sostenimento. También aumentó la suma de trabajo que correspondía diariamente a cada miembro de la
gens, de la comunidad doméstica o de la familia aislada. Era ya conveniente conseguir más fuerza de trabajo, y la
guerra la suministró: los prisioneros fueron transformados en esclavos. Dadas todas las condiciones históricas de
aquel entonces, la primera gran división social del trabajo, al aumentar la productividad del trabajo, y por
consiguiente la riqueza, y al extender el campo de la actividad productora, tenía que traer consigo necesariamente
211
la esclavitud. De la primera gran división social del trabajo nació la primera gran escisión de la sociedad en dos
clases: señores y esclavos, explotadores y explotados.
Nada sabemos hasta ahora acerca de cuándo y cómo pasaron los rebaños de propiedad común de la tribu o de las
gens a ser patrimonio de los distintos cabezas de familia; pero, en lo esencial, ello debió de acontecer en este
estadio. Y con la aparición de los rebaños y las demás riquezas nuevas, se produjo una revolución en la familia.
La industria había sido siempre asunto del hombre; los medios necesarios para ella eran producidos por él y
propiedad suya. Los rebaños constituían la nueva industria; su domesticación al principio y su cuidado después,
eran obra del hombre. Por eso el ganado le pertenecía, así como las mercancías y los esclavos que obtenía a
cambio de él. Todo el excedente que dejaba ahora la producción pertenecía al hombre; la mujer participaba en su
consumo, pero no tenía ninguna participación en su propiedad. El "salvaje", guerrero y cazador, se había
conformado con ocupar en la casa el segundo lugar, después de la mujer; el pastor, "más dulce", engreído de su
riqueza, se puso en primer lugar y relegó al segundo a la mujer. Y ella no podía quejarse. La división del trabajo
en la familia había sido la base para distribuir la propiedad entre el hombre y la mujer. Esta división del trabajo
en la familia continuaba siendo la misma, pero ahora trastornaba por completo las relaciones domésticas
existentes por la mera razón de que la división del trabajo fuera de la familia había cambiado. La misma causa
que había asegurado a la mujer su anterior supremacía en la casa -su ocupación exclusiva en las labores
domésticas-, aseguraba ahora la preponderancia del hombre en el hogar: el trabajo doméstico de la mujer perdía
ahora su importancia comparado con el trabajo productivo del hombre; este trabajo lo era todo; aquél, un
accesorio insignificante. Esto demuestra ya que la emancipación de la mujer y su igualdad con el hombre son y
seguirán siendo imposibles mientras permanezca excluída del trabajo productivo social y confinada dentro del
trabajo doméstico, que es un trabajo privado. La emancipación de la mujer no se hace posible sino cuando ésta
puede participar en gran escala, en escala social, en la producción y el trabajo doméstico no le ocupa sino un
tiempo insignificante. Esta condición sólo puede realizarse con la gran industria moderna, que no solamente
permite el trabajo de la mujer en vasta escala, sino que hasta lo exige y tiende más y más a transformar el trabajo
doméstico privado en una industria pública.
La supremacía efectiva del hombre en la casa había hecho caer los postreros obstáculos que se oponían a su
poder absoluto. Este poder absoluto lo consolidaron y eternizaron la caída del derecho materno, la introducción
del derecho paterno y el paso gradual del matrimonio sindiásmico a la monogamia. Pero esto abrió también una
brecha en el orden antiguo de la gens; la familia particular llegó a ser potencia y se alzó amenazadora frente a la
gens.
El progreso más inmediato nos conduce al estadio superior de la barbarie, período en que todos los pueblos
civilizados pasan su época heroica: la edad de la espada de hierro, pero también del arado y del hacha de hierro.
Al poner este metal a su servicio, el hombre se hizo dueño de la última y más importante de las materias primas
que representaron en la historia un papel revolucionario; la última sin contar la patata. El hierro hizo posible la
agricultura en grandes áreas, el desmonte de las más extensas comarcas selváticas; dio al artesano un instrumento
de una dureza y un filo que ninguna piedra y ningún otro metal de los conocidos entonces podía tener. Todo esto
acaeció poco a poco; el primer hierro era aún a menudo más blando que el bronce. Por eso el arma de piedra fue
desapareciendo con lentitud; no sólo en el canto de Hildebrando, sino también en la batalla de Hastings, en 1066,
aparecen en el combate las hachas de piedra. Pero el progreso era ya incontenible, menos intermitente y más
rápido. La ciudad, encerrando dentro de su recinto de murallas, torres y almenas de piedra, casas también de
piedra y de ladrillo, se hizo la residencia central de la tribu o de la confederación de tribus. Fue esto un progreso
considerable en la arquitectura, pero también una señal de peligro creciente y de necesidad de defensa. La
riqueza aumentaba con rapidez, pero bajo la forma de riqueza individual; el arte de tejer, el labrado de los
metales y otros oficios, cada vez más especializados, dieron una variedad y una perfección creciente a la
producción; la agricultura empezó a suministrar, además de grano, legumbres y frutas, aceite y vino, cuya
preparación habíase aprendido. Un trabajo tan variado no podía ser ya cumplido por un solo individuo y se
produjo la segunda gran división del trabajo: los oficios se separaron de la agricultura. El constante crecimiento
de la producción, y con ella de la productividad del trabajo, aumentó el valor de la fuerza de trabajo del hombre;
la esclavitud, aún en estado naciente y esporádico en el anterior estadio, se convirtió en un elemento esencial del
212
sistema social. Los esclavos dejaron de ser simples auxiliares y los llevaban por decenas a trabajar en los campos
o en lose talleres. Al escindirse la producción en las dos ramas principales -la agricultura y los oficios manuales-,
nació la producción directa para el cambio, la producción mercantil, y con ella el comercio, no sólo en el interior
y en las fronteras de la tribu, sino también por mar. Todo esto tenía aún muy poco desarrollo. Los metales
preciosos empezaban a convertirse en la mercancía moneda, dominante y universal; sin embargo, no se acuñaban
ún y sólo se cambiaban al peso.
La diferencia entre ricos y pobres se sumó a la existente entre libres y esclavos; de la nueva división del trabajo
resultó una nueva escisión de la sociedad de clases. La desproporción de los distintos cabezas de familia destruyó
las antiguas comunidades comunistas domésticas en todas partes donde se habían mantenido hasta entonces; con
ello se puso fin al trabajo común de la tierra por cuenta de dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuyó
entre las familias particulares; al principio de un modo temporal, y más tarde para siempre; el paso a la propiedad
privada completa se realizó poco a poco, paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico, a la monogamia.
La familia individual empezó a convertirse en la unidad económica de la sociedad.
La creciente densidad de la población requirió lazos más estrechos en el interior y frente al exterior; la
confederación de tribus consanguíneas llegó a ser en todas partes una necesidad, como lo fue muy pronto su
fusión y la reunión de los territorios de las distintas tribus en el territorio común del pueblo. El jefe militar del
pueblo -rex, basileus, thiudans- llegó a ser un funcionario indispensable y permanente. La asamblea del pueblo
se creció allí donde aún no existía. El jefe militar, el consejo y la asamblea del pueblo constituían los órganos de
la democracia militar salida de la sociedad gentilicia. Y esta democracia era militar porque la guerra y la
organización para la guerra constituían ya funciones regulares de la vida del pueblo. Los bienes de los vecinos
excitaban la codicia de los pueblos, para quienes la adquisición de riquezas era ya uno de los primeros fines de la
vida. Eran bárbaros: el saqueo les parecía más fácil y hasta más honroso que el trabajo productivo. La guerra,
hecha anteriormente sólo para vengar la agresión o con el fin de extender un territorio que había llegado a ser
insuficiente, se libraba ahora sin más propósito que el saqueo y se convirtió en una industria permanente. Por
algo se alzaban amenazadoras las murallas alrededor de las nuevas ciudades fortificadas: sus fosos eran la tumba
de la gens y sus torres alcanzaban ya la civilización. En el interior ocurrió lo mismo. Las guerras de rapiña
aumentaban el poder del jefe militar superior, como el de los jefes inferiores; la elección habitual de sus
sucesores en las mismas familias, sobre todo desde que se hubo introducido el derecho paterno, paso poco a poco
a ser sucesión hereditaria, tolerada al principio, reclamada después y usurpada por último; con ello se echaron los
cimientos de la monarquía y de la nobleza hereditaria. Así los organismos de la constitución gentilicia fueron
rompiendo con las raíces que tenían en el pueblo, en la gens, en la fratria y en la tribu, con lo que todo el régimen
gentilicio se transformó en su contrario: de una organización de tribus para la libre regulación de sus propios
asuntos, se trocó en una organización para saquear y oprimir a los vecinos; con arreglo a esto, sus organismos
dejaron de ser instrumento de la voluntad del pueblo y se convirtieron en organismos independientes para
dominar y oprimir al propio pueblo. Esto nunca hubiera sido posible si el sórdido afán de riquezas no hubiese
dividido a los miembros de la gens en ricos y pobres, "si la diferencia de bienes en el seno de una misma gens no
hubiese transformado la comunidad de intereses en antagonismo entre los miembros de la gens" (Marx) y si la
extensión de la esclavitud no hubiese comenzado a hacer considerar el hecho de ganarse la vida por medio del
trabajo como un acto digno tan sólo de un esclavo y más deshonroso que la rapiña.
***
Henos ya en los umbrales de la civilización, que se inicia por un nuevo progreso de la división del trabajo. En el
estadio más inferior, los hombres no producían sino directamente para satisfacer sus propias necesidades; los
pocos actos de cambio que se efectuaban eran aislados y sólo tenían por objeto excedentes obtenidos por
casualidad. En el estadio medio de la barbarie, encontramos ya en los pueblos pastores una propiedad en forma
de ganado, que, si los rebaños son suficientemente grandes, suministra con regularidad un excedente sobre el
consumo propio; al mismo tiempo encontramos una división del trabajo entre los pueblos pastores y las tribus
atrasadas, sin rebaños; y de ahí dos grados de producción diferentes uno junto a otro y, por tanto, las condiciones
para un cambio regular. El estadio superior de la barbarie introduce una división más grande aún del trabajo:
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entre la agricultura y los oficios manuales; de ahí la producción cada vez mayor de objetos fabricados
directamente para el cambio y la elevación del cambio entre productores individuales a la categoría de necesidad
vital de la sociedad. La civilización consolida y aumenta todas estas divisiones del trabajo ya existentes, sobre
todo acentuando el contraste entre la ciudad y el campo (lo cual permite a la ciudad dominar económicamente al
campo, como en la antigüedad, o al campo dominar económicamente a la ciudad, como en la Edad Media), y
añade una tercera división del trabajo, propio de ella y de capital importancia, creando una clase que no se ocupa
de la producción, sino únicamente del cambio de los productos: los mercaderes. Hasta aquí sólo la producción
había determinado los procesos de formación de clases nuevas; las personas que tomaban parte en ella se
dividían en directores y ejecutores o en productores en grande y en pequeña escala. Ahora aparece por primera
vez una clase que, sin tomar la menor parte en la producción, sabe conquistar su dirección general y avasallar
económicamente a los productores; una clase que se convierte en el intermediario indispensable entre cada dos
productores y los explota a ambos. So pretexto de desembarazarr a los productores de las fatigas y los riesgos del
cambio, de extender la salida de sus productos hasta los mercados lejanos y llegar a ser así la clase más útil de la
población, se forma una clase de parásitos, una clase de verdaderos gorrones de la sociedad, que como
compensación por servicios en realidad muy mezquinos se lleva la nata de la producción patria y extranjera,
amasa rápídamente riquezas enormes y adquiere una influencia social proporcionada a éstas y, por eso mismo,
durante el período de la civilización, va ocupando una posición más y más honorífica y logra un dominio cada
vez mayor sobre la producción, hasta que acaba por dar a luz un producto propio: las crisis comerciales
periódicas.
Verdad es que en el grado de desarrollo que estamos analizando, la naciente clase de los mercaderes no
sospechaba aún las grandes cosas a que estaba destinada. Pero se formó y se hizo indispensable, y esto fue
suficiente. Con ella apareció el "dinero metálico", la moneda acuñada, nuevo medio para que el no productor
dominara al productor y a su producción. Se había hallado la mercancía por excelencia, que encierra en estado
latente todas las demás, el medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y
deseadas. Quien la poseía era dueño del mundo de la producción. ¿Y quién la poseyó antes que todos? El
mercader. En sus manos, el culto del dinero estaba bien seguro. El mercader se cuidó de esclarecer que todas las
mercancías, y con ellas todos sus productores, debían prosternarse ante el dinero. Probó de una manera práctica
que todas las demás formas de la riqueza no eran sino una quimera frente a esta encarnación de riqueza como tal.
De entonces acá, nunca se ha manifestado el poder del dinero con tal brutalidad, con semejante violencia
primitiva como en aquel período de su juventud. Después de la compra de mercancías por dinero, vinieron los
préstamos y con ellos el interés y la usura. Ninguna legislación posterior arroja tan cruel e irremisiblemente al
deudor a los pies del acreedor usurero, como lo hacían las leyes de la antigua Atenas y de la antigua Roma; y en
ambos casos esas leyes nacieron espontáneamente, bajo la forma de derecho consuetudinario, sin más
compulsión que la económica.
Junto a la riqueza en mercancías y en esclavos, junto a la fortuna en dinero, apareció también la riqueza
territorial. El derecho de posesión sobre las parcelas del suelo, concedido primitivamente a los individuos por la
gens o por la tribu, se había consolidado hasta el punto de que esas parcelas les pertenecían como bienes
hereditarios. Lo que en los últimos tiempos habían reclamado ante todo era quedar libres de los derechos que
tenía sobre esas parcelas la comunidad gentilicia, derechos que se habían convertido para ellos en una traba. Esa
traba desapareció, pero al poco tiempo desaparecía también la nueva propiedad territorial. La propiedad plena y
libre del suelo no significaba tan sólo facultad de poseerlo íntegramente, sin restricción alguna, sino que también
quería decir facultad de enajenarlo. Esta facultad no existió mientras el suelo fue propiedad de la gens. Pero
cuando el nuevo propietario suprimió de una manera definitiva las trabas impuestas por la propiedad suprema de
la gens y de la tribu, rompió también el vínculo que hasta entonces lo unía indisolublemente con el suelo. Lo que
esto significaba se lo enseñó el dinero descubierto al mismo tiempo que advenía la propiedad privada de la tierra.
El suelo podía ahora convertirse en una mercancía susceptible de ser vendida o pignorada. Apenas se introdujo la
propiedad privada de la tierra, se inventó la hipoteca (véase Atenas). Así como el heterismo y la prostitución
pisan los talones a la monogamia, de igual modo, a partir de este momento, la hipoteca se aferra a los faldones de
la propiedad inmueble. ¿No quisisteis tener la propiedad del suelo completa, libre, enajenable? Pues, bien ¡ya la
tenéis! <<Tu l'as voulu, George Dandin!>> [50].
214
Así, junto a la extensión del comercio, junto al dinero y la usura, junto a la propiedad terrotorial y la hipoteca
progresaron rápidamente la concentración y la centralización de la fortuna en manos de una clase poco numerosa,
lo que fue acompañado del empobrecimiento de las masas y del aumento numérico de los pobres. La nueva
aristocracia de la riqueza, en todas partes donde no coincidió con la antigua nobleza tribal, acabó por arrinconar a
ésta (en Atenas, en Roma y entre los germanos). Y junto con esa división de los hombres libres en clases con
arreglo a sus bienes, se produjo, sobr todo en Grecia, un enorme acrecentamiento del número de esclavos [51],
cuyo trabajo forzado formaba la base de todo el edificio social.
Veamos ahora cuál fue la suerte de la gens en el curso de esta revolución social. Era impotente ante los nuevos
elementos que habían crecido sin su concurso. Su primera condición de existencia era que los miembros de una
gens o de una tribu estuviesen reunidos en el mismo territorio y habitasen en él exclusivamente. Ese estado de
cosas había concluído hacia ya mucho. En todas partes estaban mezcladas gens y tribus; en todas partes esclavos,
clientes y extranjeros vivían entre los ciudadanos. La vida sedentaria, alcanzada sólo hacia el fin del Estado
medio de la barbarie, veíase alterada con frecuencia por la movilidad y los cambios de residencia debidos al
comercio, a los cambios de ocupación y a las enajenaciones de la tierra. Los miembros de las uniones gentilicias
no podían reunirse ya para resolver sus propios asuntos comunes; la gens sólo se ocupaba de cosas de menor
importancia, como las fiestas religiosas, y eso a medias. Junto a las necesidades y los intereses para cuya defensa
eran aptas y se habían formado las uniones gentilicias, la revolución en las relaciones económicas y la
diferenciación social resultante de ésta habían dado origen a nuevas necesidades y nuevos intereses, que no sólo
eran extraños, sino opuestos en todos los sentidos al antiguo orden gentilicio. Los intereses de los grupos de
artesanos nacidos de la división del trabajo, las necesidades particulares de la ciudad, opuestas a las del campo,
exigían organismos nuevos; pero cada uno de esos grupos se componía de personas perteneceientes a las gens,
fratrias y tribus más diversas, y hasta de extranjeros. Esos organismos tenían, pues, que formarse necesariamente
fuera del régimen gentilicio, aparte de él y, por tanto, contra él. Y en cada corporación de gentiles a su vez se
dejaba sentir este conflicto de intereses, que alcanzaba su punto culminante en la reunión de pobres y ricos, de
usureros y deudores dentro de la misma gens y de la misma tribu. A esto añadíase la masa de la nueva población
extraña a las asociaciones gentilicias, que podía llegar a ser una fuerza en el país, como sucedió en Roma, y que,
al mismo tiempo, era harto numerosa para poder ser admitida gradualmente en las estirpes y tribus
consanguíneas. Las uniones gentilicias figuraban frente a esa masa como corporaciones cerradas, privilegiadas;
la democracia primitiva, espontánea, se había transformado en una detestable aristocracia. En una palabra, el
régimen de la gens, fruto de una sociedad que no conocía antagonismos interiores, no era adecuado sino para una
sociedad de esta clase. No tenía más medios coercitivos que la opinión pública. Pero acababa de surgir una
sociedad que, en virtud de las condiciones económicas generales de su existencia, había tenido que dividirse en
hombres libres y en esclavos, en explotadores ricos y en explotados pobres; una sociedad que no sólo no podía
conciliar estos antagonismos, sino que, por el contrario, se veía obligada a llevarlos a sus límites extremos. Una
sociedad de este género no podía existir sino en medio de una lucha abierta e incesante de estas clases entre sí o
bajo el dominio de un tercer poder que, puesto aparentemente por encima de las clases en lucha, suprimiera sus
conflictos abiertos y no permitiera la lucha de clases más que en el terreno económico, bajo la forma llamada
legal. El régimen gentilicio era ya algo caduco. Fue destruido por la división del trabajo, que dividió la sociedad
en clases, y remplazado por el Estado.
***
Hemos estudiado ya una por una las tres formas principales en que el Estado se alza sobre las ruinas de la gens.
Atenas presenta la forma más pura y preponderantemente de los antagonismos de clase que se desarrollaban en el
seno mismo de la sociedad gentilicia. En Roma la sociedad gentilicia se convirtió en una aristocracia cerrada en
medio de una plebe numerosa y mantenida aparte, sin derechos, pero con deberes; la victoria de la plebe destruyó
la antigua constitución de la gens e instituyó sobre sus ruinas el Estado, donde no tardaron en confundirse la
aristocracia gentilicia y la plebe. Por último, entre los germanos vencedores del imperio romano el Estado surgió
directamente de la conquista de vastos territorios extranjeros que el régimen gentilicio era impotente para
dominar. Pero como a esa conquista no iba unida una lucha seria con la antigua población, ni una división más
progresiva del trabajo; como el grado de desarrollo económico de los vencidos y de los vencedores era casi el
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mismo, y, por consiguiente, subsistía la antigua base económica de la sociedad, la gens pudo sostenerse a través
de largos siglos, bajo una forma modificada, territorial, en la constitución de la marca, y hasta rejuvenecerse
durante cierto tiempo, bajo una forma atenuada, en gens nobles y patricias posteriores y hasta en gens
campesinas como en Dithmarschen[52].
Así, pues, el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera de la sociedad; tampoco es "la realidad
de la idea moral", "ni la imagen y la realidad de la razón", como afirma Hegel. Es más bien un producto de la
sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado
en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es
impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna
no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado
aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del
"orden". Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más,
es el Estado.
Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar por la agrupación de sus
súbditos según "divisiones territoriales". Las antiguas asociaciones gentilicias, constituídas y sostenidas por
vínculos de sangre, habían llegado a ser, según lo hemos visto, insuficientes en gran parte, porque suponían la
unión de los asociados con un territorio determinado, lo cual había dejado de suceder desde largo tiempo atrás. El
territorio no se había movido, pero los hombres sí. Se tomó como punto de partida la división territorial, y se
dejó a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus deberes sociales donde se hubiesen establecido,
independientemente de la gens y de la tribu. Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio
es común a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores capítulos hemos visto cuán porfiadas
y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organización
gentilicia.
El segundo rasgo característico es la institución de una "fuerza pública", que ya no es el pueblo armado. Esta
fuerza pública especial hácese necesaria porque desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una
organización armada espontánea de la población. Los esclavos también formaban parte de la población; los
90.000 ciudadanos de Atenas sólo constituían una clase privilegiada, frente a los 365.000 esclavos. El ejército
popular de la democracia ateniense era una fuerza pública aristocrática contra los esclavos, a quienes mantenía
sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria también una policía, como hemos dicho
anteriormente. Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres armados, sino
también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad
gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante, o hasta casi nula, en las sociedades donde aún no se han
desarrollado los antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares y épocas en los
Estados Unidos de América. Pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del
Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra
Europa actual, donde la lucha de clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza pública,
que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.
Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de los ciudadanos del Estado: los
"impuestos". La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los
progresos de la civilización, incluso los impuestos llegan a ser poco; el Estado libra letras sobre el futuro,
contrata empréstitos, contrae "deudas de Estado". También de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la
vieja Europa.
Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios, como órganos de la
sociedad, aparecen ahora situados por encima de ésta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los
órganos de la constitución gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un Poder que se ha
hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de las leyes de excepción, merced a las cuales
gozan de una aureola y de una inviolabilidad particulares. El más despreciable polizonte del Estado civilizado
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tiene más <<autoridad>> que todos los órganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más
poderoso, el más grande hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más modesto jefe gentil
el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El uno se movía dentro de la sociedad; el otro se ve
forzado a pretender representar algo que está fuera y por encima de ella. Como el Estado nació de la necesidad de
refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por
regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él,
se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión
y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener
sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los
campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar
el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas,
que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto a una y
otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza
entre la nobleza y la burguesía; y en este caso estuvieron el bonapartismo del Primer Imperio francés [53], y
sobre todo el del Segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos. La más
reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo
imperio alemán de la nación bismarckiana: aquí se contrapesa a capitalistas y trabajadores unos con otros, y se
les extrae el jugo sin distinción en provecho de los junkers prusianos de provincias, venidos a menos.
Además, en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a los ciudadanos se gradúan con
arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase
que posee contra la desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era por la cuantía de
los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el poder político se
distribuyó según la propiedad territorial. Y así lo observamos en el censo electoral de los Estados representativos
modernos. Sin embargo, este reconocimiento político de la diferencia de fortunas no es nada esencial. Por el
contrario, denota un grado inferior en el desarrollo del Estado. La forma más elevada del Estado, la república
democrática, que en nuestras condiciones sociales modernas se va haciendo una necesidad cada vez más
ineludible, y que es la única forma de Estado bajo la cual puede darse la batalla última y definitiva entre el
proletariado y la burguesía, no reconoce oficialmente diferencias de fortuna. En ella la riqueza ejerce su poder
indirectamente, pero por ello mismo de un modo más seguro. De una parte, bajo la forma de corrupción directa
de los funcionarios, de lo cual es América un modelo clásico, y, de otra parte, bajo la forma de alianza entre el
gobierno y la Bolsa. Esta alianza se realiza con tanta mayor facilidad, cuanto más crecen las deudas del Estado y
más van concentrando en sus manos las sociedades por acciones, no sólo el transporte, sino también la
producción misma, haciendo de la Bolsa su centro. Fuera de América, la nueva república francesa es un patente
ejemplo de ello, y la buena vieja Suiza también ha hecho su aportación en este terreno. Pero que la república
democrática no es imprescindible para esa unión fraternal entre la Bolsa y el gobierno, lo prueba, además de
Inglaterra, el nuevo imperio alemán, donde no puede decirse a quién ha elevado más arriba el sufragio universal,
si a Bismarck o a Bleichröder. Y, por último, la clase poseedora impera de un modo directo por medio del
sufragio universal. Mientras la clase oprimida -- en nuestro caso el proletariado-- no está madura para libertarse
ella misma, su mayoría reconoce el orden social de hoy como el único posible, y políticamente forma la cola de
la clase capitalista, su extrema izquierda. Pero a medida que va madurando para emanciparse ella misma, se
constituye como un partido independiente, elige sus propios representantes y no los de los capitalistas. El
sufragio universal es, de esta suerte, el índice de la madurez de la clase obrera. No puede llegar ni llegará nunca a
más en el Estado actual, pero esto es bastante. El día en que el termómetro del sufragio universal marque para los
trabajadores el punto de ebullición, ellos sabrán, lo mismo que los capitalistas, qué deben hacer.
Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no
tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba
ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora
nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no
sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte positivamente en un obstáculo para la producción. Las
clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases
217
desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la
base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le
ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce.
***
Por todo lo que hemos dicho, la civilización es, pues, el estadio de desarrollo de la sociedad en que la división
del trabajo, el cambio entre individuos que de ella deriva, y la producción mercantil que abarca a una y otro,
alcanzan su pleno desarrollo y ocasionan una revolución en toda la sociedad anterior.
En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se
efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes
colectividades comunistas. Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero
llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producción y sobre su producto. Estos
sabían qué era del producto: lo consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta
base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños, cual
sucede regular e inevitablemente en la civilización.
Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la cual minó la comunidad de
producción y de apropiación, erigió en regla predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el
cambio entre individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción mercantil se hizo la
forma dominante.
Con la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino para el cambio, los productos
pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe
qué se hace de él. Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como intermediario entre los
productores, se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía más incierto el destino final de los
productos. Los mercaderes son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías no
sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya de ser dueños de la
producción total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los
productos y la producción están entregados al azar.
Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de la cual se llama necesidad.
En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos dernostrado en cada
dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que es cierto
para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del hombre y se
sobrepone a él una actividad social, una serie de procesos sociales, cuando más abandonada parece esa actividad
al puro azar, tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan como una necesidad natural.
Leyes análogas rigen las eventualidades de la producción mercantil y del cambio de las mercancías; frente al
productor y al comerciante aislados, surgen como factores extraños y desconocidos, cuya naturaleza es preciso
desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción mercantil se modifican
según los diversos grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el período de la
civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina aún al productor; hoy, toda la producción social está
aún regulada, no conforme a un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia
de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.
Hemos visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producción, la fuerza de trabajo del
hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los
productores, y cómo este estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del trabajo y
el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta la gran <<verdad>> de que el hombre también
podía servir de mercancía, de que la fuerza de trabajo del hombre podía llegar a ser un objeto de cambio y de
consumo si se hacía del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos mismos
218
se vieron cambiados. La voz activa se convirtió en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los
hombres.
Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión de la
sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período
civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la
servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes
formas del avasallamiento, que caracterizan las tres grandes épocas de la civilización; ésta va siempre
acompañada de la esclavitud, franca al principio, más o menos disfrazada después.
El estadio de la producción de mercancías, con el que comienza la civilización, se distinguc desde el punto de
vista económico por la introducción: 1) de la moneda metálica, y con ella del capital en dinero, del interés y de la
usura; 2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la propiedad privada de la
tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los esclavos como forma dominante de la producción. La forma de
familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del
hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad económica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la
sociedad civilizada la constituye el Estado, que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado de la
clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y
explotada. También es característico de la civilización, por una parte, fijar la oposición entre la ciudad y el
campo como base de toda la división del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por medio de
los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun después de su muerte. Esta institución, que es un golpe
directo a la antigua constitución de la gens, era desconocida en Atenas aun en los tiempos de Solón; se introdujo
muy pronto en Roma, pero ignoramos en qué época [54]. En Alemania la implantaron los clérigos para que los
cándidos alemanes pudiesen instituir con toda libertad legados a favor de la Iglesia.
Con este régimen como base, la civilización ha realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la
antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más
viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la
civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y
siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso han
correspondido a la civilización el desarrollo creciente de la ciencia y reiterados períodos del más opulento
esplendor del arte, sólo ha acontecido así porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las
actuales realizaciones en la acumulación de riquezas.
Siendo la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante
contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en la situación de la clase
oprimida, es decir, de la inmensa mayoría. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros;
cada grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento de opresión para la otra. La prueba
más elocuente de esto nos la da la introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y
si, como hemos visto, entre los bárbaros apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes,
la civilización señala entre ellos una diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente,
en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.
Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para la sociedad con la cual se
identifica aquélla. Por ello, cuanto más progresa la civilización, más obligada se cree a cubrir con el manto de la
caridad los males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra,
introduce una hipocresía convencional que no conocían las primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros
grados de la civilización, y que llega a su cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es ejercida
por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la clase explotada; y si esta última no lo
reconoce así y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus
bienhechores, los explotadores [55].
219
Y, para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización emite Morgan:
<<Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus
lazos de estirpe>>.
<<Desde el advenimiento dc la civilización ha llegado a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan
diversas las formas de este acrecentamiento, tan extensa su aplicación y tan hábil su administración en beneficio
de los propietarios, que esa riqueza se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La
inteligencia humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creación. Pero, sin embargo, llegará un
tiempo en que la razón humana sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones
del Estado con la propiedad que éste protege y los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la
sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse en una
relación justa y armónica. La simple caza de la riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el
progreso ha de ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido desde el
advenimiento de la civilización no es más que una fracción ínfima de la existencia pasada de la humanidad, una
fracción ínfima de las épocas por venir. La disolución de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como
el término de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque semejante carrera encierra los elementos
de su propia ruina. La democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la
instrucción general, inaugurarán la próxima etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la
experiencia, la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las
antiguas gens, pero bajo una forma superior>>. (Morgan, "La Sociedad Antigua", pág. 552.)
Escrito por Engels en marzo-junio de 1884.
Se publica según el texto de la 4ª edición de 1891.
Vio la luz como edición aparte en Zurich, en 1884. Traducido del alemán.
Firmado: Friedrich Engels
NOTAS
[49] Sobre todo en las costas noroccidentales de América (véase Bancroft). En los haidhas, en la isla de la Reina
Carlota, pueden encontrarse economías domésticas que abarcan hasta setecientas personas. Entre los notkas,
tribus enteras vivían bajo el mismo techo. (Nota de Engels).
[50] ¡Así lo has querido, Jorge Dandin! (Molière, "Jorge Dandin", acto I, escena 9) (N. de la Edit.)
[51] Véase arriba, pág. #117, ("Génesis del Estado ateniense") el total de esclavos en Atenas. En Corinto, en los
tiempos florecientes de la ciudad, era de 460.000; en Egina, de 470.000; en los dos casos, el número de esclavos
era diez veces el de los ciudadanos libres. (Nota de Engels). Engels da la página de la 4ª edición en alemán.
Véase la pág. #287 de la presente traducción (N. de la Red.).
[52] El primer historiador que se ha formado una idea, por lo menos aproximada, acerca de la naturaleza de la
gens, es Niebuhr. La debe (así como también los errores aceptados al mismo tiempo por él) al conocimiento que
tenía de las gens dithmársicas. (Nota de Engels).
[53] El Primer Imperio existió en Francia de 1804 a 1814.
[54] "El Sistema de los derechos adquiridos" ("system der erworbenen Rechte") de Lassalle en su segunda parte
gira principalmente sobre la tesis de que el testamento romano es tan antiguo como Roma misma, que <<nunca
220
hubo una época sin testamento>> en la historia romana, y que el testamento nació del culto a los difuntos, antes
de la época romana. Lassalle, en su calidad de buen hegeliano de la vieja escuela, no deriva las disposiciones del
Derecho romano de las relaciones sociales de los romanos, sino del <<concepto especulativo>> de la voluntad, y
de este modo llega a ese aserto absolutamente antihistórico. No debe extrañar eso en un libro que en virtud de
este mismo concepto especulativo llega a la conclusión de que en la herencia romana era una simple cuestión
accesoria la transmisión de los bienes. Lassalle no se limita a creer en las ilusiones de los jurisconsultos romanos,
especialmente de los de la primera época, sino que va aún más lejos que ellos.
[55] Tuve intenciones de valerme de la brillante crítica de la civilización que se encuentra esparcida en las obras
de Carlos Fourier, para exponerla paralelamente a la de Morgan y a la mía propia. Por desgracia, no he tenido
tiempo para eso. Haré notar sencillamente que Fourier consideraba ya la monogamia y la propiedad sobre la
tierra como las instituciones más características de la civilización, a la cual llama una guerra de los ricos contra
los pobres. También se encuentra ya en él la profunda comprensión de que en todas las sociedades defectuosas y
llenas de antagonismos, las familias individuales ("les familles incohérentes) son unidades económicas. su
mismo grupo. MacLennan llama "tribus" exógamas a los primeros, endógamas a los segundos, y a renglón
seguido y sin más circunloquios señala que existe una antítesis bien marcada entre las "tribus" exógamas y
endógamas. Y aún cuando sus propias investigaciones acerca de la exogamia le meten por los ojos el hecho de
que esa antítesis en muchos, si no en la mayoría o incluso en todos los casos, existe solamente en su imaginación,
no por eso deja de tomarla como base de toda su teoría. Según esta, las tribus exógamas no pueden tomar
mujeres sino de otras tribus, cosa que, dada la guerra permanente entre las tribus, tan propia del estado salvaje,
sólo puede hacerse mediante el rapto.
221
F. ENGELS
LUDWIG FEUERBACH Y EL FIN DE LA
FILOSOFIA CLASICA ALEMANA
NOTA PRELIMINAR PARA LA EDICION DE 1888
En el prólogo a su obra "Contribución a la crítica de la Economía política" (Berlín, 1859), cuenta Carlos Marx
cómo en 1845, encontrándonos ambos en Bruselas, acordamos «contrastar conjuntamente nuestro punto de
vista» —a saber: la concepción materialista de la historia, fruto sobre todo de los estudios de Marx— «en
oposición al punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, a liquidar con nuestra conciencia
filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El
manuscrito —dos gruesos volúmenes en octavo— llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia, en el sitio en que
había de editarse, cuando nos enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación. En
vista de ello, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro
objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, estaba ya conseguido» [*].
Desde entonces han pasado más de cuarenta años, y Marx murió sin que a ninguno de los dos se nos presentase
ocasión de volver sobre el tema. Acerca de nuestra actitud ante Hegel, nos hemos pronunciado alguna que otra
vez, pero nunca de un modo completo y detallado. De Feuerbach, aunque en ciertos aspectos representa un
eslabón intermedio entre la filosofía hegeliana y nuestra concepción, no habíamos vuelto a ocuparnos nunca.
Entretanto, la concepción marxista del mundo ha encontrado adeptos mucho más allá de las fronteras de
Alemania y de Europa y en todos los idiomas cultos del mundo. Por otra parte, la filosofía clásica alemana
experimenta en el extranjero, sobre todo en Inglaterra y en los países escandinavos, una especie de renacimiento,
y hasta en Alemania parecen estar ya hartos de la bazofia ecléctica que sirven en aquellas Universidades, con el
nombre de filosofía.
En estas circunstancias, parecíame cada vez más necesario exponer, de un modo conciso y sistemático, nuestra
actitud ante la filosofía hegeliana, mostrar cómo nos había servido de punto de partida y cómo nos separamos de
ella. Parecíame también que era saldar una deuda de honor, reconocer plenamente la influencia que Feuerbach,
más que ningún otro filósofo posthegeliano, ejerciera sobre nosotros durante nuestro período de embate y lucha.
Por eso, cuando la redacción de "Neue Zeit" [1] me pidió que hiciese la crítica del libro de Starcke sobre
Feuerbach, aproveché de buen grado la ocasión. Mi trabajo se publicó en dicha revista (cuadernos 4 y 5 de 1886)
y ve la luz aquí, en tirada aparte y revisado.
Antes de mandar estas líneas a la imprenta, he vuelto a buscar y a repasar el viejo manuscrito de 1845-46 [*]. La
parte dedicada a Feuerbach *[*] no está terminada. La parte acabada se reduce a una exposición de la concepción
materialista de la historia, que sólo demuestra cuán incompletos eran todavía por aquel entonces, nuestros
conocimientos de historia económica. En el manuscrito no figura la crítica de la doctrina feuerbachiana; no
servía, pues, para el objeto deseado. En cambio, he encontrado en un viejo cuaderno de Marx las once tesis sobre
Feuerbach **[*] que se insertan en el apéndice. Trátase de notas tomadas para desarrollarlas más tarde, notas
escritas a vuelapluma y no destinadas en modo alguno a la publicación, pero de un valor inapreciable, por ser el
primer documento en que se contiene el germen genial de la nueva concepción del mundo.
Londres, 21 de febrero de 1888
Federico Engels.
222
Publicado en el libro: F. Engels.
«Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philosophie», Stuttgart, 1888.
Traducido del alemán.
NOTAS
[*] Véase la presente edición, t. 1, pág. 519. (N. de la Edit.)
[1] 20 "Die Neue Zeit" («Tiempos nuevos»); revista teórica de la socialdemocracia alemana, aparecía en Stuttgart de 1883 a 1923. De
1885 a 1894 publicó varios artículos de F. Engels.- 36, 354, 468, 525
[*] C. Marx y F. Engels, "La ideología alemana". (N. de la Edit.)
[**] Véase la presente edición, t. 1, págs. 11-81. (N. de la Edit.)
[***] Véase la presente edición, t. 1, págs. 7-10. (N. de la Edit.)
LUDWIG FEUERBACH Y EL FIN DE LA FILOSOFIA
CLASICA ALEMANA
I
Este libro [*] nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por una generación, es a pesar de
ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin
embargo, este período fue el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha sucedido de
entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de 1848, la ejecución del testamento de la
revolución.
Lo mismo que en Francia en el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el preludio
del derrumbamiento político. Pero ¡cuán distintas la una de la otra! Los franceses, en lucha franca con toda la
ciencia oficial, con la Iglesia, e incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la
frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta frecuencia, dando con sus huesos en la
Bastilla. En cambio los alemanes, profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus
obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de desarrollo, el sistema de Hegel,
¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que
[356] detrás de estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus tiradas largas y
aburridas, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran precisamente los hombres a quienes entonces se
consideraba como los representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de esta
filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a ver ni el gobierno ni los liberales, lo
vio ya en 1833, por lo menos un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine [2].
Pongamos un ejemplo. No ha habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos
miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa tesis de Hegel:
«Todo lo real es racional, y todo lo racional es real» [3].
¿No era esto, palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica dada al despotismo, al
Estado policíaco, a la justicia de gabinete, a la censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo
223
creían sus súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir.
En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario.
«la realidad, al desplegarse, se revela como necesidad»;
por eso Hegel no reconoce, ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera de
gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo lo necesario se acredita también, en
última instancia, como racional. Por tanto, aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo
puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no
obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, esta maldad del gobierno tiene su
justificación y su explicación en la maldad de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían el gobierno
que se merecían.
Ahora bien; según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o
política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero
el imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es
decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la gran Revolución, de la que
Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la
revolución. [357] Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad,
su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital;
pacíficamente, si lo caduco es lo bastante razonable para resignarse a desaparecer sin lucha; por la fuerza, si se
rebela contra esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en su
reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en
irracional; lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo
que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía
con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas
del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer.
Y en esto precisamente estribaba la verdaderea significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana
(a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que
daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del
hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas
que, una vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del
conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada
vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un
punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la
verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos del conocimiento
y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate
definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas
que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son
más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo
inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones
que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que
van madurando poco a poco en su [358] propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que
también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la
gran industria, la libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones
estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una
verdad absoluta y definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía,
no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en
pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior,
cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía. Cierto es que tiene también un lado
conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de determinadads fases sociales y de conocimiento, para su
224
época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su
carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie.
No necesitamos deternos aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado actual de
las Ciencias Naturales, que pronostican a la existencia de la misma Tierra un fin posible y a su habitabilidad un
fin casi seguro; es decir, que asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra
descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide desde la que empieza a declinar
la historia de la sociedad, y no podemos exigir tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema
que las Ciencias Naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día.
Lo que sí tenemos que decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior argumentación.
Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la
sencilla razón de que Hegel veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema filosófico
tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta.
Por tanto, aunque Hegel, sobre todo en su "Lógica", insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo
proceso lógico (y, respectivamente, histórico), vese obligado a poner un fin a este proceso, ya que
necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que fuere, con su sistema. En la "Lógica" puede tomar de
nuevo este fin como punto de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta —que lo único que tiene
de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella— se «enajena», es decir, se transforma en
la naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, [359] o sea en el pensamiento y en la historia. Pero, al
final de toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir
que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y
proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en
verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico,
que destruye todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de
su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del conocimiento filosófico, es aplicable también a la
práctica histórica. La humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea absoluta,
tiene que hallarse también en condiciones de poder implantar prácticamente en la realidad esta idea absoluta. Los
postulados políticos prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por tanto,
demasiado exigentes. Y así, al final de la "Filosofía del Derecho" nos encontramos con que la idea absoluta había
de realizarse en aquella monarquía por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan
tenazmente y tan en vano; es decir, en una dominación indirecta limitada y moderada de las clases poseedoras,
adaptada a las condiciones pequeñoburguesas de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por
vía especulativa, la necesidad de la aristocracia.
Como se ve, ya las necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una conclusión política
extremadamente tímida, por medio de un método discursivo absolutamente revolucionario. Claro está que la
forma específica de esta conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, que, al igual que su
contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su
campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos
alemanes.
Mas todo esto no impedía al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de
los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de pensamiento que todavía hoy causa
asombro. Fenomenología del espíritu (que podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología
del espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como la
reproducción abreviada de las fases que recorre históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la
naturaleza, Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas subcategorías históricas:
Filosofía de la Historia, del [360] Derecho, de la Religión, Historia de la Filosofía, Estética, etc.; en todos estos
variados campos históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del desarrollo; y
como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una erudición enciclopédica, sus
investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta
225
frecuencia, a recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el cielo a los pigmeos
que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el marco y el andamiaje de su obra; si no nos
detenemos ante ellas más de lo necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos
incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema» es, cabalmente, lo efímero en
todos los filósofos, y lo es precisamente porque brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la
necesidad de superar todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y para
siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo se ha terminado, y, sin embargo,
tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e
insoluble contradicción. Tan pronto como descubrimos —y en fin de cuentas, nadie nos ha ayudado más que
Hegel a descubrirlo— que planteada así la tarea de la filosofía, no significa otra cosa que pretender que un solo
filósofo nos dé lo que sólo puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como
descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La «verdad absoluta»,
imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue
son las verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus
resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en
su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo
nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el
conocimiento positivo y real del mundo.
Fácil es comprender cuán enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera como la
de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró décadas enteras y que no terminó, ni mucho
menos, con la muerte de Hegel. Lejos de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la
«hegeliada» alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos hasta a sus mismos
adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel penetraron en mayor abundancia, consciente o
inconscientemente, en las más [361] diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la
prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta». Pero este triunfo en toda la línea
no era más que el preludio de una lucha intestina.
Como hemos visto, la doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella se
albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania teórica de aquel entonces, había sobre
todo dos cosas que tenían una importancia práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema
de Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como lo primordial el método
dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso como en el aspecto político, en la extrema oposición.
Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse, en conjunto —pese a las explosiones de cólera revolucionaria
bastante frecuentes en sus obras—, del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro
trabajo discursivo» que su método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela hegeliana fue
haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados jóvenes hegelianos, en su lucha contra los
ortodoxos pietistas y los reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella postura
filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del día, que hasta allí había valido a sus
doctrinas la tolerancia y la protección del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción feudalabsolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más remedio que tomar abiertamente
partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos
abstractos; ahora, tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado existente.
Aunque en los "Deutsche Jahrbücher" [4] los objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía
preferentemente con ropaje filosófico, en la "Rheinische Zeitung" [5] de 1842 la escuela de los jóvenes
hegelianos se presentaba ya abiertamente como la filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la
capa filosófica para engañar a la censura.
Pero, en aquellos tiempos, la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían contra la
religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente, sobre todo desde 1840, una batalla política.
El primer impulso lo había dado Strauss, en 1835, con su "Vida de Jesús". Contra la teoría de la formación de los
mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer, demostrando que una serie de
226
relatos del Evangelio habían sido fabricados por sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz
filosófico [362] de una lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las leyendas
evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un modo espontáneo y por la tradición en el
seno de la comunidad religiosa o habían sido sencillamante fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta
convertirse en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia universal es la «sustancia»
o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino Stirner, el profeta del anarquismo moderno —Bakunin ha
tomado muchísimo de él— y coronó la «conciencia» soberana con su «Unico» soberano [6].
No queremos detenernos a examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más
importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos más decididos hubieron de recular,
obligados por la necesidad práctica de luchar contra la religión positiva, hasta el materialismo anglofrancés. Y al
llegar aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras que para el materialismo lo
único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta,
algo así como una degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo, la idea, son lo
primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo por condescendencia de la idea puede existir. Y
alrededor de esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía.
Fue entonces cuando apareció "La esencia del cristianismo" (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la
contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe
independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son
también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres
superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de
nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la
contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo habiendo vivido la acción
liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos
convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir
por ella —pese a todas sus reservas críticas—, puede verse leyendo "La Sagrada Familia".
Hasta los mismos defectos del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso
ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio, después de tantos y tantos años de
hegelismo abstracto y abstruso. [363] Otro tanto puede decirse de la exaltación exagerada del amor, disculpable,
pero no justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro». Pero no debemos olvidar
que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero
socialismo» que desde 1844 empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el
conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado mediante la transformación
económica de la producción por la liberación de la humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se
perdía en esa repugnante literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün.
Otra cosa que tampoco hay que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de Hegel
no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada uno un aspecto de ella, y lo
enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero
para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra tan gigantesca
como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la
nación, no se eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla» en el sentido que
ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma, pero salvando el nuevo contenido logrado por ella.
Cómo se hizo esto, lo diremos más adelante.
Mientras tanto, vino la revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo con que
Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a segundo plano el propio Feuerbach.
227
NOTAS
[*]"Ludwig Feuerbach", por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke, Stuttgart, 1885.
[2] 187 En 1833-1834, Heine publicó sus obras "Escuela romántica" y "Contribución a la historia de la religión y de la filosofía en
Alemania", en las que defendía la idea de que la revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de Hegel,
era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país.- 356
[3] 188 Véase Hegel, "Filosofía del Derecho. Prefacio".- 356
[4] 189 "Deutsche Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst" («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»): revista literario-filosófica de los
jóvenes hegelianos; se publicó con ese nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843.- 361
[5] 46 Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»):
diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y
en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.- 80, 172, 361, 409
[6] 190 Trátase del libro de M. Stirner "Der Einzige und sein Eigenthum" («El único y su propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.362
II
El gran problema cardinal de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el
pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre, sumido todavía en la mayor ignorancia acerca
de la estructura de su organismo y excitado por las imágenes de los sueños [*], dio en creer que sus pensamientos
y sus sensaciones no eran funciones [364] de su cuerpo, sino de un alma especial, que moraba en ese cuerpo y lo
abandonaba al morir; desde aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las
relaciones de esta alma con el mundo exterior. Si el alma se separaba del cuerpo al morir éste y sobrevivía, no
había razón para asignarle a ella una muerte propia; así surgió la idea de la inmortalidad del alma, idea que en
aquella fase de desarrollo no se concebía, ni mucho menos, como un consuelo, sino como una fatalidad
ineluctable, y no pocas veces, cual entre los griegos, como un infortunio verdadero. No fue la necesidad religiosa
del consuelo, sino la perplejidad, basada en una ignorancia generalizada, de no saber qué hacer con el alma —
cuya existencia se había admitido— después de morir el cuerpo, lo que condujo, con carácter general, a la
aburrida fábula de la inmortalidad personal. Por caminos muy semejantes, mediante la personificación de los
poderes naturales, surgieron también los primeros dioses, que luego, al irse desarrollando la religión, fueron
tomando un aspecto cada vez más ultramundano, hasta que, por último, por un proceso natural de abstracción,
casi diríamos de destilación, que se produce en el transcurso del progreso espiritual, de los muchos dioses, más o
menos limitados y que se limitaban mutuamente los unos a los otros, brotó en las cabezas de los hombres la idea
de un Dios único y exclusivo, propio de las religiones monoteístas.
El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda la
filosofía, tiene pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ignorantes del estado de
salvajismo. Pero no pudo plantearse con toda nitidez, ni pudo adquirir su plena significación hasta que la
humanidad europea despertó del prolongado letargo de la Edad Media cristiana. El problema de la relación entre
el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo también gran importancia en la escolástica de la Edad
Media; el problema de saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema revestía, frente a la
Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios, o existe desde toda una eternidad?
Los filósofos se dividían en dos grandes campos, según la contestación que diesen a esta pregunta. Los que
afirmaban el carácter primario del espíritu frente a la naturaleza, y por tanto admitían, en última instancia, una
creación del mundo bajo una u otra forma (y en muchos filósofos, por ejemplo en Hegel, la génesis es bastante
228
más embrollada e imposible que en la religión cristiana), formaban en el campo del idealismo. Los otros, los que
reputaban la naturaleza como lo primario, figuran en las diversas escuelas del materialismo.
Las expresiones idealismo y materialismo no tuvieron, en un principio, otro significado, ni aquí las emplearemos
nunca con otro sentido. Más adelante veremos la confusión que se origina cuando se le atribuye otra acepción.
Pero el problema de la relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto, a saber: ¿qué relación
guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro
pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo
real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta pregunta se conoce con el
nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser y es contestada afirmativamente por la gran mayoría
de los filósofos. En Hegel, por ejemplo, la contestación afirmativa cae de su propio peso, pues, según esta
filosofía, lo que el hombre conoce del mundo real es precisamente el contenido discursivo de éste, aquello que
hace del mundo una realización gradual de la idea absoluta, la cual ha existido en alguna parte desde toda una
eternidad, independientemente del mundo y antes de él; y fácil es comprender que el pensamiento pueda conocer
un contenido que es ya, de antemano, un contenido discursivo. Asimismo se comprende, sin necesidad de más
explicaciones que lo que aquí se trata de demostrar, se contiene ya tácitamente en la premisa. Pero esto no
impide a Hegel, ni mucho menos, sacar de su prueba de la identidad del pensar y el ser otra conclusión; que su
filosofía por ser exacta para su pensar, es también la única exacta, y que la identidad del pensar y el ser ha de
comprobarla la humanidad, transplantando inmediatamente su filosofía del terreno teórico al terreno práctico, es
decir, transformando todo el universo con sujección a los principios hegelianos. Es ésta una ilusión que Hegel
comparte con casi todos los filósofos.
Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo menos
de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y a Kant, que han
desempeñado un papel considerable en el desarrollo de la filosofía. Los argumentos decisivos en refutación de
este punto de vista han sido aportados ya por Hegel, en la medida en que podía hacerse desde una posición
idealista; lo que Feuerbach añade de materialista, tiene más de ingenioso que de profundo. La refutación más
contundente de estas extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el
experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural
reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo [366]
ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la «cosa en sí» inaprensible de Kant. Las
sustancias químicas producidas en el mundo vegetal y animal siguieron siendo «cosas en sí» inaprensibles hasta
que la química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa en sí» se convirtió en una cosa
para nosotros, como por ejemplo, la materia colorante de la rubia, la alizarina, que hoy ya no extraemos de la raíz
de aquella planta, sino que obtenemos del alquitrán de hulla, procedimiento mucho más barato y más sencillo. El
sistema de Copérnico fue durante trescientos años una hipótesis, por la que se podía apostar cien, mil, diez mil
contra uno, pero, a pesar de todo, una hipótesis; hasta que Leverrier, con los datos tomados de este sistema, no
sólo demostró que debía existir necesariamente un planeta desconocido hasta entonces, sino que, además,
determinó el lugar en que este planeta tenía que encontrarse en el firmamento, y cuando después Galle descubrió
efectivamente este planeta [7], el sistema de Copérnico quedó demostrado. Si, a pesar de ello los neokantianos
pretenden resucitar en Alemania la concepción de Kant y los agnósticos quieren hacer lo mismo con la
concepción de Hume en Inglaterra (donde no había llegado nunca a morir del todo), estos intentos, hoy, cuando
aquellas doctrinas han sido refutadas en la teoría y en la práctica desde hace tiempo, representan científicamente
un retroceso, y prácticamente no son más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo por debajo de
cuerda y renegar de él públicamente.
Ahora bien, durante este largo período, desde Descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los
filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al
contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más
raudos de las Ciencias Naturales y de la industria. En los filósofos materialistas, esta influencia aflora a la
superficie, pero también los sistemas idealistas fueron llenándose más y más de contenido materialista y se
229
esforzaron por conciliar panteísticamente la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por último, el
sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más que un materialismo que aparecía
invertido de una manera idealista.
Se explica, pues, que Starcke, para caracterizar a Feuerbach, empiece investigando su posición ante este
problema cardinal de la relación entre el pensar y el ser. Después de una breve introducción, en la que se expone,
empleando sin necesidad un lenguaje filosófico pesado, el punto de vista de los filósofos anteriores,
especialmente a partir de Kant, y en la que Hegel pierde mucho por detenerse el autor con exceso de formalismo
en algunos [367] pasajes sueltos de sus obras, sigue un estudio minucioso sobre la trayectoria de la propia
«metafísica» feuerbachiana, tal como se desprende de la serie de obras de este filósofo relacionadas con el
problema que nos ocupa. Este estudio está hecho de modo cuidadoso y es bastante claro, aunque aparece
recargado, como todo el libro, con un lastre de expresiones y giros filosóficos no siempre inevitables, ni mucho
menos, y que resultan tanto más molestos cuanto menos se atiene el autor a la terminología de una misma escuela
o a la del propio Feuerbach y cuanto más mezcla y baraja términos tomados de las más diversas escuelas, sobre
todo de esas corrientes que ahora hacen estragos y que se adornan con el nombre de filosóficas.
La trayectoria de Feuerbach es la de un hegeliano —no del todo ortodoxo, ciertamente— que marcha hacia el
materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone una ruptura total con el sistema idealista
de su predecesor. Por fin le gana con fuerza irresistible la convicción de que la existencia de la «idea absoluta»
anterior al mundo, que preconiza Hegel, la «preexistencia de las categorías lógicas» antes que hubiese un mundo,
no es más que un residuo fantástico de la fe en un creador ultramundano; de que el mundo material y perceptible
por los sentidos, del que formamos parte también los hombres, es lo único real y de que nuestra conciencia y
nuestro pensamiento, por muy transcendentes que parezcan, son el producto de un órgano material, físico: el
cerebro. La materia no es un producto del espíritu, y el espíritu mismo no es más que el producto supremo de la
materia. Esto es, naturalmente materialismo puro. Al llegar aquí, Feuerbach se atasca. No acierta a sobreponerse
al prejuicio rutinario, filosófico, no contra la cosa, sino contra el nombre de materialismo. Dice:
«El materialismo es, para mí, el cimiento sobre el que descansa el edificio del ser y del saber del hombre; pero no
es para mí lo que es para el fisiólogo, para el naturalista en sentido estricto, por ejemplo, para Moleschott, lo que
forzosamente tiene que ser, además, desde su punto de vista y su profesión: el edificio mismo.
Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante».
Aquí Feuerbach confunde el materialismo, que es una concepción general del mundo basada en una
interpretación determinada de las relaciones entre el espíritu y la materia, con la forma concreta que esta
concepción del mundo revistió en una determinada fase histórica, a saber: en el siglo XVIII. Más aún, lo
confunde con la forma achatada, vulgarizada, en que el materialismo del siglo XVIII perdura todavía hoy en las
cabezas de naturalistas y médicos y como era pregonado en la década del 50 por los predicadores de feria
Büchner, Vogt, y Moleschott. [368] Pero, al igual que el idealismo, el materialismo recorre una serie de fases en
su desarrollo. Cada descubrimiento trascendental, operado incluso en el campo de las Ciencias Naturales, le
obliga a cambiar de forma; y desde que el método materialista se aplica también a la historia, se abre ante él un
camino nuevo de desarrollo.
El materialismo del siglo pasado era predominantemente mécanico, porque por aquel entonces la mecánica, y
además sólo la de los cuerpos sólidos —celestes y terrestres—, en una palabra, la mecánica de la gravedad, era,
de todas las Ciencias Naturales, la única que había llegado en cierto modo a un punto de remate. La química sólo
existía bajo una forma incipiente, flogística. La biología estaba todavía en mantillas; los organismos vegetales y
animales sólo se habían investigado muy a bulto y se explicaban por medio de causas puramente mecánicas; para
los materialistas del siglo XVIII, el hombre era lo que para Descartes el animal: una máquina. Esta aplicación
exclusiva del rasero de la mecánica a fenómenos de naturaleza química y orgánica en los que, aunque rigen las
leyes mecánicas, éstas pasan a segundo plano ante otras superiores a ellas, constituía una de las limitaciones
específicas, pero inevitables en su época, del materialismo clásico francés.
230
La segunda limitación específica de este materialismo consistía en su incapacidad para concebir el mundo como
un proceso, como una materia sujeta a desarrollo histórico. Esto correspondía al estado de las Ciencias Naturales
por aquel entonces y al modo metafísico, es decir, antidialéctico, de filosofar que con él se relacionaba. Sabíase
que la naturaleza se hallaba sujeta a perenne movimiento. Pero, según las ideas dominates en aquella época, este
movimiento giraba no menos perennemente en un sentido circular, razón por la cual no se movía nunca de sitio,
engendraba siempre los mismos resultados. Por aquel entonces, esta idea era inevitable. La teoría kantiana acerca
de la formación del sistema solar acababa de formularse y se la consideraba todavía como una mera curiosidad.
La historia del desarrollo de la Tierra, la geología, era aún totalmente desconocida y todavía no podía
establecerse científicamente la idea de que los seres animados que hoy viven en la naturaleza son el resultado de
un largo desarrollo, que va desde lo simple a lo complejo. La concepción antihistórica de la naturaleza era por
tanto, inevitable. Esta concepción no se les puede echar en cara a los filósofos del siglo XVIII tanto menos por
cuanto aparece también en Hegel. En éste, la naturaleza, como mera «enajenación» de la idea, no es susceptible
de desarrollo en el tiempo, pudiendo sólo desplegar su variedad en el espacio, por cuya razón exhibe conjunta y
simultáneamente todas las fases del desarrollo que guarda en su seno y se halla condenada a la repetición
perpetua de los mismos procesos. Y este [369] contrasentido de una evolución en el espacio, pero al margen del
tiempo —factor fundamental de toda evolución—, se lo cuelga Hegel a la naturaleza precisamente en el
momento en que se habían formado la Geología, la Embriología, la Fisiología vegetal y animal y la Química
orgánica, y cuando por todas partes surgían, sobre la base de estas nuevas ciencias, atisbos geniales (por ejemplo,
los de Goethe y Lamarck) de la que más tarde había de ser teoría de la evolución. Pero el sistema lo exigía así y,
en gracia a él, el método tenía que hacerse traición a sí mismo.
Esta concepción antihistórica imperaba también en el campo de la historia. Aquí, la lucha contra los vestigios de
la Edad Media tenía cautivas todas las miradas. La Edad Media era considerada como una simple interrupción de
la historia por un estado milenario de barbarie general; los grandes progresos de la Edad Media, la expansión del
campo cultural europeo, las grandes naciones de fuerte vitalidad que habían ido formándose unas junto a otras
durante este período y, finalmente, los enormes progresos técnicos de los siglos XIV y XV: nada de esto se veía.
Este criterio hacia imposible, naturalmente, penetrar con una visión racional en la gran concatenación histórica, y
así la historia se utilizaba, a lo sumo, como una colección de ejemplos e ilustraciones para uso de filósofos.
Los vulgarizadores, que durante la década del 50 pregonaban el materialismo en Alemania, no salieron, ni mucho
menos, del marco de la ciencia de sus maestros. A ellos, todos los progresos que habían hecho desde entonces las
Ciencias Naturales sólo les servían como nuevos argumentos contra la existencia de un creador del mundo: y no
eran ellos, ciertamente, los más llamados para seguir desarrollando la teoría. Y el idealismo, que había agotado
ya toda su sapiencia y estaba herido de muerte por la revolución de 1848, podía morir, al menos, con la
satisfacción de que, por el momento, la decadencia del materialismo era todavía mayor. Feuerbach tenía
indiscutiblemente razón cuando se negaba a hacerse responsable de ese materialismo: pero a lo que no tenía
derecho era a confundir la teoría de los predicadores de feria con el materialismo en general.
Sin embargo, hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, en tiempos de Feuerbach las Ciencias
Naturales se hallaban todavía de lleno dentro de aquel intenso estado de fermentación que no llegó a su
clarificación ni a una conclusión relativa hasta los últimos quince años: se había aportado nueva materia de
conocimientos en proporciones hasta entonces insólitas, pero hasta hace muy poco no se logró enlazar y articular,
ni por tanto poner un orden en este caos de descubrimientos que se sucedían atropelladamente. Cierto es que
Feuerbach pudo asistir todavía en vida [370] a los tres descubrimientos decisivos: el de la célula, el de la
transformación de la energía y el de la teoría de la evolución, que lleva el nombre de Darwin. Pero, ¿cómo un
filósofo solitario podía, en el retiro del campo, seguir los progresos de la ciencia tan de cerca, que le fuese dado
apreciar la importancia de descubrimientos que los mismos naturalistas discutían aún, por aquel entonces, o no
sabían explotar suficientemente? Aquí, la culpa hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables
condiciones en que se desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran monopolizadas
por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un Feuerbach, que estaba cien codos por encima de
ellos, se aldeanizaba y se avinagraba en un pueblucho. No le hagamos, pues, a él responsable de que no se
231
pusiese a su alcance la concepción histórica de la naturaleza, concepción que ahora ya es factible y que supera
toda la unilateralidad del materialismo francés.
En segundo lugar, Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que el materialismo puramente naturalista es
«el cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano, pero no el edificio mismo».
En efecto, el hombre no vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y ésta
posee igualmente su historia evolutiva y su ciencia, ni más ni menos que la naturaleza. Tratábase, pues, de poner
en armonía con la base materialista, recontruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de
las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a Feuerbach hacerlo. En este campo, pese
al «cimiento», no llegó a desprenderse de las ataduras idealistas tradicionales, y él mismo lo reconoce con estas
palabras:
«Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia
adelante».
Pero el que aquí, en el campo social, no marchaba «hacia adelante», no se remontaba sobre sus posiciones de
1840 ó 1844, era el propio Feuerbach; y siempre, principalmente, por el aislamiento en que vivía, que le obligaba
—a un filósofo como él, mejor dotado que ningún otro para la vida social— a extraer las ideas de su cabeza
solitaria, en vez de producirlas por el contacto amistoso y el choque hostil con otros hombres de su calibre. Hasta
qué punto seguía siendo idealista en este campo, lo veremos en detalle más adelante.
Aquí, diremos únicamente que Starcke va a buscar el idealismo de Feuerbach a mal sitio.
«Feuerbach es idealista, cree en el progreso de la humanidad» (pág. 19). «No obstante, la base, el cimiento de
todo edificio sigue siendo el idealismo. El realismo no es, para nosotros, más que una salvaguardia contra los
caminos falsos, mientras seguimos detrás de nuestras corrientes ideales. ¿Acaso la compasión, el amor y la
pasión por la verdad y la justicia no son fuerzas ideales?» (pág. VIII)
En primer lugar, aquí el idealismo no significa más que la persecución de fines ideales. Y éstos guardan, a lo
sumo, relación necesaria con el idealismo kantiano y su «imperativo categórico»; pero el propio Kant llamó a su
filosofía «idealismo trascendental», no porque, ni mucho menos, girase también en torno a ideales éticos, sino
por razones muy distintas, como Starcke recordará. La creencia supersticiosa de que el idealismo filosófico gira
en torno a la fe en ideales éticos, es decir sociales, nació al margen de la filosofía, en la mente del filisteo alemán
que se aprende de memoria en las poesías de Schiller las migajas de cultura filosófica que necesita. Nadie ha
criticado con más dureza el impotente «imperativo categórico» de Kant —impotente, porque pide lo imposible, y
por tanto no llega a traducirse en nada real—, nadie se ha burlado con mayor crueldad de ese fanatismo de
filisteo por ideales irrealizables, a que ha servido de vehículo Schiller, como (véase, por ejemplo, la
"Fenomenología"), precisamente, Hegel, el idealista consumado.
En segundo lugar, no se puede en modo alguno evitar que todo cuanto mueve al hombre tenga que pasar
necesariamente por su cabeza: hasta el comer y el beber, procesos que comienzan con la sensación de hambre y
sed, sentida por la cabeza, y terminan con la sensación de satisfacción, sentida también con la cabeza. Las
impresiones que el mundo exterior produce sobre el hombre se expresan en su cabeza, se reflejan en ella bajo la
forma de sentimientos, de pensamientos, de impulsos, de actos de voluntad; en una palabra, de «corrientes
ideales», convirtiéndose en «factores ideales» bajo esta forma. Y si el hecho de que un hombre se deje llevar por
estas «corrientes ideales» y permita que los «factores ideales» influyan en él, si este hecho le convierte en
idealista, todo hombre de desarrollo relativamente normal será un idealista innato y ¿de dónde van a salir,
entonces, los materialistas?
232
En tercer lugar, la convicción de que la humanidad, al menos actualmente, se mueve a grandes rasgos en un
sentido progresivo, no tiene nada que ver con la antítesis de materialismo e idealismo. Los materialistas franceses
abrigaban esta convicción hasta un grado casi fanático, no menos que los deístas [8] Voltaire y Rosseau, llegando
por ella, no pocas veces, a los mayores sacrifios personales. Si alguien ha consagrado toda su vida a la «pasión
por la [372] verdad y la justicia» —tomando la frase en el buen sentido— ha sido, por ejemplo, Diderot. Por
tanto, cuando Starcke clasifica todo esto como idealismo, con ello sólo demuestra que la palabra materialismo y
toda la antítesis entre ambas posiciones perdió para él todo sentido.
El hecho es que Starcke hace aquí una concesión imperdonable —aunque tal vez inconsciente— a ese tradicional
prejuicio de filisteo, establecido por largos años de calumnias clericales, contra el nombre de materialismo. El
filisteo entiende por materialismo el comer y el beber sin tasa, la codicia, el placer de la carne, la vida regalona,
el ansia de dinero, la avaricia, el afán de lucro y las estafas bursátiles; en una palabra, todos esos vicios infames a
los que él rinde un culto secreto; y por idealismo, la fe en la virtud, en el amor al prójimo y, en general, en un
«mundo mejor», de la que baladronea ante los demás y en la que él mismo sólo cree, a lo sumo, mientras
atraviesa por ese estado de desazón o de bancarrota que sigue a sus excesos «materialistas» habituales,
acompañándose con su canción favorita: «¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel».
Por lo demás, Starcke se impone grandes esfuerzos para defender a Feuerbach contra los ataques y los dogmas de
los auxiliares de cátedra que hoy alborotan en Alemania con el nombre de filósofos. Indudablemente, para
quienes se interesen por estos epígonos de la filosofía clásica alemana, la defensa era importante; al propio
Starcke pudo parecerle necesaria. Pero nosotros haremos gracia de ella al lector.
NOTAS
[*] Todavía hoy está generalizada entre los salvajes y entre los pueblos del estadio inferior de la barbarie la creencia de que las figuras
humanas que se aparecen en sueños son almas que abandonan temporalmente sus cuerpos; y, por lo mismo, el hombre de carne y hueso
se hace responsable por los actos que su imagen aparecida en sueños comete contra el que sueña. Así lo comprobó, por ejemplo, Jm
Thurn en 1848, entre los indios de la Guayana.
[7] 191 Se refiere al planeta Neptuno, descubierto en 1846 por el astrónomo alemán J. Galle.- 366
[8] 76 Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su
intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.- 103, 371, 521
III
Donde el verdadero idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto, es en su filosofía de la religión y en su ética.
Feuerbach no prentende, en modo alguno, acabar con la religión; lo que él quiere es perfeccionarla. La filosofía
misma debe disolverse en la religión.
«Los períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos. Un movimiento
histórico únicamente adquiere profundidad cuando va dirigido al corazón del hombre. El corazón no es una
forma de la religión, como si ésta se albergase también en él; es la esencia de la religión» (citado por Starcke,
pág. 168)
La religión es, para Feuerbach, la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que hasta ahora
buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad —por la mediación de uno o muchos dioses, reflejos
fantásticos de las cualidades humanas— y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, [373] en el amor
233
entre el Yo y el Tú. Por donde, en Feuerbach, el amor sexual acaba siendo una de las formas supremas, si no la
forma culminante, en que se practica su nueva religión.
Ahora bien; las relaciones de sentimientos entre seres humanos, y muy en particular entre los dos sexos, han
existido desde que existe el hombre. El amor sexual, especialmente, ha experimentado durante los últimos 800
años un desarrollo y ha conquistado una posición que durante todo este tiempo le convirtieron en el eje alrededor
del cual tenía que girar obligatoriamente toda la poesía. Las religiones positivas existentes se han venido
limitando a dar su altísima bendición a la reglamentación del amor sexual por el Estado, es decir, a la legislación
matrimonial, y podrían desaparecer mañana mismo en bloque sin que la práctica del amor y de la amistad se
alterase en lo más mínimo. En efecto, desde 1793 hasta 1798, Francia vivió de hecho sin religión cristiana, hasta
el punto de que el propio Napoleón, para restaurarla, no dejó de tropezar con resistencias y dificultades; y, sin
embargo, durante este intervalo nadie sintió la necesidad de buscarle un sustitutivo en el sentido feuerbachiano.
El idealismo de Feuerbach estriba aquí en que para él las relaciones de unos seres humanos con otros, basadas en
la mutua afección, como el amor sexual, la amistad, la compasión, el sacrificio, etc., no son pura y sencillamente
lo que son de suyo, sin retrotraerlas en el recuerdo a una religión particular, que también para él forma parte del
pasado, sino que adquieren su plena significación cuando aparecen consagradas con el nombre de religión. Para
él, lo primordial, no es que estas relaciones puramente humanas existan, sino que se las considere como la nueva,
como la verdadera religión. Sólo cobran plena legitimida cuando ostentan el sello religioso. La palabra religión
viene de «religare» y significa, originariamente, unión. Por tanto, toda unión de dos seres humanos es una
religión. Estos malabarismos etimológicos son el último recurso de la filosofía idealista. Se pretende que valga,
no lo que las palabras significan con arreglo al desarrollo histórico de su empleo real, sino lo que deberían
denotar por su origen. Y, de este modo, se glorifican como una «religión» el amor entre los dos sexos y las
uniones sexuales, pura y exclusivamente para que no desaparezca del lenguaje la palabra religión, tan cara para el
recuerdo idealista. Del mismo modo, exactamente, hablaban en la década del 40 los reformistas parisinos de la
tendencia de Luis Blanc, que no pudiendo tampoco representarse un hombre sin religión más que como un
monstruo, nos decían: «Donc, l'athéisme c'est votre religion!» [*] Cuando Feuerbach se empeña en encontrar la
[374] verdadera religión a base de una interpretación sustancialmente materialista de la naturaleza, es como si se
empeñase en concebir la química moderna como la verdadera alquimia. Si la religión puede existir sin su Dios, la
alquimia puede prescindir también de su piedra filosofal. Por lo demás, entre la religión y la alquimia media una
relación muy estrecha. La piedra filosofal encierra muchas propiedades de las que se atribuyen a Dios, y los
alquimistas egipcios y griegos de los dos primeros siglos de nuestra era tuvieron también arte y parte en la
formación de la doctrina cristiana, como lo han demostrado los datos suministrados por Kopp y Berthelot.
La afirmación de Feuerbach de que los «períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los
cambios religiosos» es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo han ido acompañados de cambios
religiosos en lo que se refiere a las tres religiones universales que han existido hasta hoy: el budismo, el
cristianismo y el islamismo. Las antiguas religiones tribales y nacionales nacidas espontáneamente no tenían un
carácter proselitista y perdían toda su fuerza de resistencia en cuanto desaparecía la independencia de las tribus y
de los pueblos que las profesaban; respecto a los germanos, bastó incluso para ello el simple contacto con el
imperio romano en decadencia y con la religión universal del cristianismo, que este imperio acababa de abrazar y
que tan bien cuadraba a sus condiciones económicas, políticas y espirituales. Sólo es en estas religiones
universales, cradas más o menos artificialmente, sobre todo en el cristianismo y en el islamismo, donde pueden
verse los movimientos históricos con un sello religioso; e incluso dentro del campo del cristianismo este sello
religioso, tratándose de revoluciones de un alcance verdaderamente universal, se circunscribía a las primeras
fases de la lucha de emancipación de la burguesía, desde el siglo XIII hasta el siglo XVII, y no se explica, como
quiere Feuerbach, por el corazón del hombre y su necesidad de religión, sino por toda la historia medieval
anterior, que no conocía más formas ideológicas que la de la religión y la teología. Pero en el siglo XVIII,
cuando la burguesía fue ya lo bastante fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición
de clase, hizo su grande y definitiva revolución, la revolución fgrancesa, bajo la bandera exclusiva de ideas
jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión más que en la medida en que le estorbaba; pero no se le
ocurrió poner una nueva religión en lugar de la antigua; sabido es cómo Roberspierre fracasó en este empeño *[*]
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La posibilidad de experimentar sentimientos puramente humanos en nuestras realciones con otros hombres se
halla ya hoy bastante mermada por la sociedad erigida sobre los antagonismos [375] y la dominación de clase en
la que nos vemos obligados a movernos; no hay ninguna razón para que nosotros mismos la mermemos todavía
más, divinizando esos sentimientos hasta hacer de ellos una religión. Y la comprensión de las grandes luchas
históricas de clase se halla ya suficientemente enturbiada por los historiadores al uso, sobre todo en Alemania,
para que acabemos nosotros de hacerla completamente imposible transformando esta historia de luchas en un
simple apéndice de la historia eclesiástica. Ya esto sólo demuestra cuánto nos hemos alejado hoy de Feuerbach.
Sus «pasajes más hermosos», festejando esta nueva religión del amor, hoy son ya ilegibles.
La única religión que Feuerbah investiga seriamente es el cristianismo, la religión universal del Occidente,
basada en el monoteísmo. Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que el reflejo
imaginativo, la imagen refleja del hombre. Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de
abstracción, la quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que existían antes de él.
Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es
también la quintaesencia de muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental
también. Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión en lo concreto, en la
realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras relaciones entre los hombres que no sean las
simples relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto.
Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza
asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la ética o teoría de la moral es la filosofía del Derecho y
abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la moralidad; 3) la Etica, moral práctica, que, a su vez, engloba la familia, la
sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma, lo tiene de realista el contenido.
Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la Economía, de la Política. En Feuerbach, es al
revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero, como no nos dice ni una palabra acerca del
mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de
la religión. Este hombre no ha nacido de vientre de mujer, sino que ha salido, como la mariposa de la crisálida,
del Dios de las religiones monoteístas, y por tanto no vive en un mundo real, históricamente creado e
histó
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