Project Gutenberg Etext of Don Quijote, by Cervantes, in Spanish

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En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y
los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que
vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas
soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el
Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente
Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba
con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del
gigante Morgante, porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y
descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán,
y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de
Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo;
y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las
aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase
eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del
imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en
ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y
llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas
lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión
simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que, encajada
con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía
estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto
deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por
de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia
della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el caballo de Gonela,
que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía él a sí
mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre
conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva
orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó,
añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a
su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que
era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró
otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los
autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros
quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse
Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de
Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la
Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el
sobrenombre della.
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