Los Moloch - Página Oficial de la Escuela Normal Regional de

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L O S
M O L O C H
M A R C E L
P R E V O S T
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Editado por
elaleph.com
 1999 – Copyright www.elaleph.com
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LOS MOLOCH
PRIMERA PARTE
I
Cuando se va por el expreso de la tarde de Carlsbad a
Rothberg, capital del pequeño principado del mismo nombre, en los confines de la Turingia y de la Franconia, se espera un poco más de tres cuarto de hora en Steinach, de donde
sale, el ómnibus para Rothberg. La razón de esta espera es
que, el coche de Rothberg recoge también a los viajeros que
vienen de Erfurt. Ahora bien, el expreso de Erfurt llega a
Steinach cuarenta y siete minutos después que el de Carlsbad.
Cuarenta y siete, minutos son más de lo que hace falta
para visitar Steinach. Esta antigua capital del principado de
Rothberg-Steinach es gobernada por los Hohenzollern desde
1866. Al lado de la estación se ha edificado una ciudad, con
casas de piedra de formidable arquitectura prusiana, almacenes a la moda de Berlín y tranvías de trolley. Más abajo, hacia
el río llamado Rotha, dormita la antigua ciudad de Turingia,
con sus pizarras y muros de madera, Rathaus del siglo XV y
estatua ecuestre del, margrave Luis Ulrico. Los extranjeros,
provistos de su guía roja, van en peregrinación hasta la plaza
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MARCEL PRÉVOST
de Rathaus, a hacer conocimiento con la cara jovial del margrave. Los prusianos de paso, desdeñando la ciudad antigua,
se pasean en el Kaisertrasse, admiran la arquitectura neonacional, los tranvías eléctricos y los almacenes. La gente del
país se guarda bien de dejar la sala de espera, donde, en mesas adornadas con manteles rojos y azules, se vende al por
menor cierta cerveza que no tiene nada de despreciable.
Diez meses de permanencia en Rothberg en calidad de
preceptor del joven Príncipe heredero, me habían enseñado
suficientemente el atractivo de una leal cerveza de Turingia
para que, en aquella tarde de agosto brillante de amarillo sol,
mi primer cuidado al bajar del tren del Carlsbad no fuese
sentarme en una mesa de la sala de espera...
La señorita Crescencia Binger, sentada en el mostrador,
me reconoció con una sonrisa. Era la tal una personilla muy
flaca y empaquetada de negro, salvo un cuello de encaje falso
color tostado. Tenía la cara de un ave nocturna, el cabello
pobre, la boca delgada y los ojos de color de café con leche
diluido. Vino espontáneamente a de positar delante de mí el
puchero de barro que bajo su tapa de estaño babeaba la espuma rubia. La buena mujer acompañó este acto con una
larga mirada que parecía decir: «Con este puchero le ofrezco a
usted mi vida...» La verdad era que había yo creído en otro
tiempo -fatuidad muy francesa,- que Crescencia Binger estaba
enamorada de mí. Pero perdí esta ilusión el día en que al entrar de improviso en la sala de espera sorprendí a esa joven
sentimental abrazando con entusiasmo a Herr Graus, princi4
LOS MOLOCH
pal ciudadano de Rothberg, propietario hostelero de las
quintas Luftkurort, es decir, del lugar para curaciones de aire
que está próximo al castillo.
Mientras yo bebía los primeros sorbos siguió animando
la pequeña estación el ruido de la llegada. Crescencia distribuyó otros tarros a otros bebedores con la misma sonrisa de
ofrenda integral. Rodáronse equipajes y se cruzaron llamadas.
Después el tren volvió a ponerse en marcha, los viajeros se
dispersaron y los bebedores, ya refrescados, salieron de la
estación. Yo me quedé solo en la sala de espera en conferencia con mi cerveza empezada.
-¿El señor doctor espera el coche de Rothberg?
-murmuró la voz encantadora, verdaderamente encantadora
de Crescencia.
Respondí que, esperaba no sólo el coche de Rothberg,
sino también el tren que venía de Erfurt, que debía traerme,
algún conocido.
-¿ Ha ido el doctor a Carlsbad para preparar el viaje de
Su Alteza la Princesa reinante?
Esta vez me contenté con un vago signo de cabeza. Y
pensé para mis adentros: «Otra indiscreción de Herr Graus...
» ¡Ese hombre informa decididamente a su amada de todos
los incidentes de la Corte!.
La señorita del mostrador no insistió. Pareció caer en
profundas reflexiones y sus ojos café claro miraron a un vago
espacio. ¿Qué veía en ese espacio? ¿Un oficial prusiano, a
Herr Graus, o a mí mismo? No me paré a resolver este enigma y me puse a meditar por mi propia cuenta.
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MARCEL PRÉVOST
Eran un poco más de las tres. La sala de espera, con sus
maderas amarillas y su papel imitando roble, estaba invadida
por un sol oblicuo no muy ardiente que jugueteaba con el
estaño de los tarros, con el cabello clarucho de la cajera, y
con un espejo colgado en la pared enfrente de mí.
Eché una mirada a ese espejo y me envió la imagen de
un joven sentado delante de un bock. Ese joven, bastante
elegantemente vestido con un terno gris de hierro, no parecía
tener más de veinte años; yo sabía, sin embargo, que tenía
veintiséis, puesto que este joven era yo mismo. Le miré curiosamente como se mira, a un extraño, y en seguida el joven
del espejo se compuso en aspecto grave; pero su cara juvenil,
regular y a la que servían de marco abundantes cabellos, y su
boca, a la que costaba trabajo no sonreír, desmentían ese esfuerzo de severidad y se burlaban de él.
«Luis Dubert -dije mentalmente a aquella imagen irónica,- ¿por qué tiene usted hoy ideas de color de sol?... Amigo
mío, su caso de usted no es tan brillante. Es usted pobre, y
pobre después de haber sido rico, lo que es peor. Hasta el
año, pasado era usted un joven burgués, en París vagamente
agregado a los Negocios Extranjeros y que para divertirse leía
metafísica y hacía, versos invertebrados. Su padre de usted
era un financiero considerable, dueño del mercado de la, remolacha. Ciertamente no se ocupaba mucho de usted ni de
su hermanita Gritte. Era un financiero mundano que, habiéndose quedado viudo muy joven, se empleaba con demasiado celo en proteger a las artistas. Pero, en fin, no os dejaba,
carecer de, nada, ni siquiera, de lo superfluo. La agradable
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LOS MOLOCH
inutilidad en que usted vivía el tierno cariño que, le unía a
Gritte bastaban para hacer a usted dichoso.
La remolacha hizo traición al financiero, que perdió al
mismo tiempo la fortuna y la vida. Fue preciso poner a la
inocente Gritte en Vernon, en el colegio de las hijas de los
legionarios. Usted mismo se ha dado por muy contento, gracias al apoyo del ministro, con aceptar esta plaza de preceptor
de Príncipe en el fondo de Alemania, con mil pesos de sueldo... Después de esta catástrofe han pasado apenas diez meses... ¡Luis Dubert, es pronto todavía para sonreír! »
Así, como un inspector mal humorado golpea, el pupitre, con la regla para impedir a los alumnos distraerse, y reír,
yo azotaba mi memoria con el recuerdo, de todas mis razones de, tristeza, reunidas en un haz. Uno de los recuerdos
más tristes era mi llegada a Rothberg, en el invierno anterior.
Era en el tiempo de Navidad... Los Pinos, las hayas y los cedros del Rotha dormían transidos bajo su manto de nieve;
por primera vez subía en un coche de Herr Graus los nueve
kilómetros de cuesta que separan Steinach de Rothberg. Subí
entre, la noche y el viento, como el caballero del Rey de los
Aulnes. ¡Qué triste noche y qué triste viento ¿No era la
puerta de una prisión aquella tétrica poterna por donde se
metió el coche, iluminando con sus faroles, al portero del
castillo, que me, pareció el carcelero? Sin dejar de, saborear la
cerveza de Crescencia Binger, me complací en evocar aquella
aparición del Hof-portierKrebs a la luz amarilla de los faroles, aquel alto cuerpo galoneado, aplastado contra la pared
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MARCEL PRÉVOST
para dejar pasar el coche... Y creía que había logrado ponerme melancólico...
Pero dentro de mí protestó enseguida la más indecorosa
alegría de vivir. La memoria del portero Krabs se borró apenas surgida como el aliento en un espejo, mientras dos caras
infinitamente más graciosas, aunque desigualmente, dos caras
femeninas, jugueteaban en su lugar.
Volvió a ser evidente para mí que tenía veintiséis años;
que en una tarde de agosto llena de sol estaba sentado delante de un tarro de cerveza sabrosa en la estación de Steinach, recién llegado de Carlsbad y esperando el tren de
Erfurt. Mis manos buscaron por sí solas mi cartera en el bolsillo interior de la americana como si hubiesen querido ponerme una vez más ante los ojos las razones que yo tenía para sonreír al destino. Esas razones, eran dos cartas que, me
decidí a leer de nuevo.
La primera, con sello de Francia y escrita con una letra
un poco masculina, decía:
«¡Qué suerte! ¡Qué alegría ¡Luis querido, mañana salgo
para Alemania, para el país de tu Príncipe, y, sobre todo para
ti, mi hermano mayor, mi Luis... Me cuesta trabajo creer que
es verdad, que es cosa de mañana, que estoy haciendo un
verdadero baúl y que meto en él cierto traje, no dos ciertos
trajes... Ya veréis los rothbergenses, y el Príncipe, y tú... ¿En
qué estaba?... ¡Ah! Sí ¡Pensar que tu Gritte, bien viva y bien
despierta tomará mañana el tren a las siete en punto de la tarde y que el martes, a eso de, las cuatro, caerá en los brazos de
su Luis querido, le, deshará la raya para hacerle rabiar, le tirará
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LOS MOLOCH
del bigote, luchará a brazo partido con él y le contará su vida
de estos diez meses!...
Porque ya comprendes que hay un montón de cosas,
que no he puesto en las cartas... Es espantoso lo que, voy a
hablar el martes... Ya puedes abrir las orejas. Y tú hablarás
también y me contarás todo lo que ves y cosas s y extraordinarias, pues por mucho que me, digas que eso es tan
triste, siempre será más alegre que estos, muros, como hubiera dicho nuestra fundadora la madre Maintenon. ¡Viva!
¡Viva! Voy a ver a Luis... Y tú, ¿estás contento? No encuentro tu última carta bastante exuberante, bastante loca.
Me dices cosas precisas y me das explicaciones sobre los
cambios de tren y sobre las horas. Me importa un comino de
todo eso, Luis, ¿entiendes? Quiero que estés como yo, loco
de alegría ante la idea de, que vamos a reunirnos.
(¿Sabes? es verdaderamente amable tu Príncipe por haberte autorizado a no vivir en el castillo durante mi permanencia, en Rothberg, vamos a hacer tú y yo una deliciosa,
parejita en libertad, mientras que, si hubiera tenido que habitar en el castillo, aun contigo, me hubiera encontrado un poco atada. Yo no tengo como tú la costumbre, de las Cortes...)
¡Dios mío! ¡Cómo me voy a colgar de ti durante dos semanas!... ¡Los meses pasados lejos de ti han sido tan duros! Mucho más de lo que decían mis cartas. Me he dado cuenta de
cuánta era mi dicha cuando nos veíamos todos los días...
¡Qué tonta era entonces! Me contentaba con ser feliz, sin
pensar continuamente: ¡Qué feliz soy!... Ya lo ves, no sé lo
que té cuento y me hago un lío; no soy como tú, especie de
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MARCEL PRÉVOST
preceptor de Príncipe, con tus horas de trenes y tus indicaciones sobre el lado hacia el que hay que mirar el paisaje,... ¿ a
mí qué me importa el paisaje, especie, de Baedeker? Sabe, sin
embargo, si es que la señora directora no te lo ha escrito, que
viajará hasta Erfurt con unas personas muy decentes, personal de embajada, encargado de, impedir que roben a tu Gritte
en el camino. Eso sí, en Erfurt me entregan a mí misma y las
personas decentes continúan hacia Dresde. No dependerá
más que de mí el hacerme robar de un general prusiano en
lugar de ir a buscarte. ¿No estás un poco alarmado y un poco
celoso? Tú eras celoso antes de dejarme...
Ea, adiós, querido Luis; te beso en la raya y me acurruco
en tus rodillas como cuando hago la pequeñita.
»GRITTE.»
P. S.- Supongo que habrá un tennis en los dominios de tu
soberano.
...Tener una hermana doce años más joven que uno, divertirse con ella primero como con una muñeca viviente y
luego como con una, compañera de juegos a quien se protege, y se enseña; después, hacia la época en que uno mismo
está agitado por la vigorosa juventud, verla desarrollarse y
resumir las seducciones de especie, turbadora en la que un
francés piensa únicamente cuando tiene veinte años, la mujer,
y gozar de su compañía sin emoción; y sentir los frescos brazos de, una joven enlazarle a uno el cuello y el perfume de
sus cabellos, subírsele a uno a las narices; coger la tierna mi10
LOS MOLOCH
rada de sus ojos, y que todo esto sea sano, calmante y fortificante; he, aquí un goce raro reservado a los hermanos mayores que han practicado una tierna intimidad con una
hermana, mucho más pequeña. que ellos. Gritte, nacida en
1890, casi no había conocido a nuestra madre, muerta en
1896. No se puede decir tampoco que conoció mucho a
nuestro padre, que vivía, principalmente, fuera de su casa. Yo
fui, pues, el educador de Gritte hasta la catástrofe que nos
arruinó y costó la vida a nuestro Padre. Pero el bien que hice
a Gritte me le devolvió ella cien veces. Esa presencia pura me
impidió practicar con las mujeres en general las teorías brutales o desdeñosas de mis contemporáneos. Joven ocioso,
rico y libre en París, no hice ciertamente la vida de un fraile,
pero, al menos no profesé la opinión de, que «todas las mujeres son unas perdidas» ni de que el amor es un simple acto.
Cuando salí para Alemania flore a en mí corazón una florecita azul de Francia.
Cuando estaba evocando estos recuerdos, después de
guardar la carta de Gritte en la cartera, un empleado de aspecto y traje, soldadescos entró en la sala y con voz irritada
proclamó que el tren de Erfurt traía siete minutos de retraso.
Después de lo cual nos miró con aire amenazador a la tierna
señorita, Binger y a mí, como para advertirnos que no teníamos para qué recriminar, que un tren prusiano tiene el derecho de retrasarse y que en una línea prusiana los viajeros son
súbditos del tren, emanación del Emperador. La señorita
Binger escuchó aquel aviso y sufrió aquella mirada con la
indiferencia de un alma completamente, desligada de todo
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MARCEL PRÉVOST
lazo terrestre. En cuanto a mí, la irrupción de aquel funcionario me proporcionó el entreacto que necesitaban mis escrúpulos para leer, después de la de Gritte, otra carta femenina...
menos perfectamente pura.
Esa otra carta, más larga, estaba también escrita en francés, pero con una letra más ancha, más estudiada y de carácter
claramente alemán, gracias al aspecto de las r, de las m y de las
a; cuatro carillas de papel azulado, timbradas con una simple
corona de oro cerrada y perfumada con un ligero olor de jicki... Los juegos de la psicología sentimental me han divertido siempre; y me confesé, sin absolverme, por ello, que los
placeres nacidos de las dos cartas se mezclaban inseparables
en mi gozo presente.
Estaba ésta fechada de la antevíspera en el castillo de
Rothberg y la había yo recibido la víspera en Carlsbad.
«Ruego a usted, amigo mío -decía,- que evoque ante sus
ojos (esos ojos del color del cielo de Francia) el buen retiro
en que me gusta oír su voz leerme al querido Verlaine, a
Baudelaire y también a Octavio Feuillet y a Jorge Sand... Se lo
imagina usted, ¿verdad? La una de la madrugada. El castillo
está dormido a mi alrededor. Un gran silencio, un poco medroso. Hace un momento, levantando los visillos de mi ventana, he mirado hacia el valle del Rotha; la luna ha
desaparecido; pero hay tantas estrellas, y, sobre todo, nuestra
Vega... (Es preciso que mire usted también la Vega en cuanto
aparece, y pensará usted que mi mirada se refleja en ella). No
se oía en el profundo vallé más que el murmullo del Rotha,
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LOS MOLOCH
que, salta de roca en roca como la Ilse de Heine. Enfrente de,
mí las quintas de ese Luftkurort que detesto, ponían aún algunos puntos de claridad. Y yo daba a usted entonces mi
pensamiento, para que usted lo pusiera pronto en su corazón
como un precioso pétalo de flor.
¿Pero piensa usted siquiera todavía en nuestro triste y
glorioso Rothberg ni en la prisionera lánguida que le habita,
prisionera de su categoría y de su fidelidad alemana? No me
atrevo a creerlo. Es usted un joven francés, es decir, un ser
espiritual, encantador... y ligero. Ese viaje, a Carlsbad ha sido
para usted una escapatoria de colegial; estoy segura de que en
Carlsbad se ha divertido usted mucho. Ese, pueblo está lleno
de, criaturas bonitas y fáciles. Y nunca se ha visto a un francés, estarse tranquilo entre fáciles y bonitas criaturas.
Le regaño a usted y soy injusta. Le estimo demasiado para pensar que cierta imagen pueda ceder el campo a las de
unas mujeres cualesquiera.
Tiene usted el corazón muy noble y el sentido de la importancia de las cosas. Su ausencia es un servicio que usted
me hace; me gusta que sea usted quien me instale y me escoja
mi albergue, a fin de que en septiembre, cuando está allí lejos
de, usted, pueda evocar a su vez los lugares en que viviré.
(Por lo demás, yo me arreglaré con el Príncipe para, tener necesidad de usted allí durante unos días por lo menos). Estoy
segura de que me encontrará usted un buen nido. No olvide
usted que la sala de baños debe estar provista de un aparato
para calentar la ropa. ¡He sufrido tanto por eso el año pasa-
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MARCEL PRÉVOST
do, en Mariebad, donde Berta tenía que calentar directamente
la ropa en un horrible hornillo de petróleo!
Oigo al centinela que se pasea por el camino de ronda al
pie de mi ventana; su paso sólido y disciplinado evoca para
mí la seguridad y la fuerza alemanas alrededor de mi soledad.
Pero ¡ay! esa fuerza y esa seguridad no bastan para mi reposo.
Esta noche, como la precedente, dormiré mal… Me faltará la
sensación de que no lejos de mí, en este inmenso castillo,
habita mi querido enemigo hereditario. Ese, enemigo no me
defiende, de los peligros físicos como el fuerte centinela alemán; pero sabe ahuyentar de mí las horribles melancolías que
suben para mí de las profundidades de este valle, demasiado
sublime y de las meditaciones sobre las condiciones de mi
vida...¡Oh! mi poeta y profesor, su discípula quiere confesarle
que se juzga aislada lejos de usted. Y siente, pena al pensar
que durante cinco largas semanas, aun después de que, usted
vuelva, no dormirá usted bajo su techo.
He vuelto a hacer sola nuestras peregrinaciones favoritas... el María-Elena-Sítz, Grippstein, los bosques del Thiergarten, el pabellón de Caza. Los paisajes que juntos habíamos
encontrado tan hermosos y risueños, habían perdido su sonrisa y hasta creo que un poco de su belleza. Pero, ¿qué digo?
Olvido verdaderamente quién soy y quién debo ser. Preciso
es que me inspire usted una extraña confianza para recibir de
usted tales confesiones. ¿Está usted orgulloso al me»nos?
Dígamelo usted para que, yo esté menos confusa Y menos
irritada contra mí misma.
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LOS MOLOCH
Espero carta suya mañana a primera hora. Por Dios, que
me le traiga usted tal como es cuando le tengo a mi lado, y no
un funcionario respetuoso (como la última que he recibido).
Amigo mío, estoy cansada de respeto. He vivido en el respeto
en la corte de Eldenburgo toda mi juventud...
He, vuelto a encontrarla como Princesa reinante de Rothberg, donde todo el mundo me respeta, hasta mi marido... a
usted, mi nuevo súbdito le dispenso del deber del respeto
hacia su soberana y amiga. ¿Está dicho? ¿Recibiré al fin la
carta deseada, no del súbdito, sino del amigo, la carta que la
amiga no se atreverá a dejar leer a la soberana?
Me apresuro a cerrar esta carta; acaso la rompiese si volviera a leerla.
»ELSA, Princesa de Rothberg. »
«P. S- La señorita de Rothberg me recomienda que ruegue a
usted que no olvide completar las cuatro copitas que faltan
en mi servicio de licores, y le recuerda a usted las señas: Stinde Hoflieferant, Bergstrasse, 28. »
«Segundo P.S.- ¿Creerá usted que, he tenido anoche que cenar otra vez en el castillo con él ministro de la policía,
Drontheim, con su enorme mujer y con su hermana Frika?
No se ha guardado ninguna precaución con Frika. Se han
extraviado los dos solos en el parque inglés... ¡Piense usted
con qué libertad ha latido mi corazón por usted en esos minutos¡»
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MARCEL PRÉVOST
¿Es porque, he leído un momento antes la carta refrescante de Gritte?. Ahora leo esta con una sangre fría y una lucidez de notario. Sin embargo, dos días antes, cuando la
recibí en Carlsbad, me trastornó un poquito. Me puse a bailar
en la alfombra del cuarto del hotel, después de lo cual me
miré atentamente, en el espejo del armario, me arreglé casi
con ternura el cabello y la corbata y, finalmente, me declaró a
mí mismo que todo se explicaba y que mi soberana, tenía
buen gusto... En los alrededores de, los veinticinco años la
vanidad contribuye, más que los sentidos o que el corazón a
impulsar a un joven francés hacia el amor. Ocurría que, en el
momento de salir de Francia estaba esperando todavía un
incidente, notable en mi vida sentimental. Y éste era notable
entre. todos: una Princesa reinante... Me persuadí fácilmente
de que había presentido esta aventura y me había reservado
para ella. Y el día en que, en Carlsbad recibí esta carta besé
como un colegial los trazos que formaban el nombre de Elsa
y la fotografía colocada en mi mesa y que representaba a «mi
soberana» coronada y con los hombros desnudos medio cubiertos por el manto de Corte. Y me complació no observar
que esa fotografía databa de diez años.
Así me había portado en mi cuarto del hotel de Carlsbad
después de un día consagrado al servicio de licores y a la sala
de baños. Hoy, en la sala de espera de Steinach, cinco minutos antes de la llegada de, mi hermana Gritte, una maravillosa
vista intelectual descomponía y analizaba para mí todas las
frases de esta misma carta. Leía en ella el carácter de la Princesa. ¡Buena! ¡Oh! la bondad misma, incapaz de causar un da16
LOS MOLOCH
ño voluntario y de una dulzura templada por un exagerado
orgullo de su categoría (aunque no quería convenir en ello), y
por un patriotismo alemán muy violento (aunque lo negaba y
se burlaba por ello del Príncipe su marido). Muy influida por
lo romántico y por el sentimentalismo alemán... Por primera
vez comprendí que no comprendía nada de la Naturaleza y
que la veía a través de los poetas. Me pareció también que
carecía de tacto, lo que ya había echado de. ver anteriormente,
pues las recomendaciones sobre la cristalería y la sala de baños, viniendo inmediatamente después de las efusiones y de
las declaraciones amorosas me volvían a mi sitio de doméstico superior. Y la postdata relativa a las infidelidades del Príncipe y a sus amores con la señorita Frika de Drontheim,
puesta como una suprema excusa del tono de toda la carta,
me causaban también un ligero malestar.
Pero tregua al análisis: se anuncia el tren de Erfurt. Los
viajeros y los amigos de los viajeros se apresuran. Dejo mi
escote en el mantel, al lado del tarro medio vacío, y, después
de haber dirigido a Crescencia. Una sonrisa que ella me devolvió, si así puedo expresarme, centuplicada, corro yo también al andén.
De uniforme rojo galoneado de oro, igualmente comparable a un portero de hotel que a un general boliviano, el jefe
de estación de Steinach presidía la maniobra de tres baúles y
un cesto de pollos, tan grave como un capitán que da un
combate decisivo.
«Gritte -pensaba yo investigando el horizonte frondoso
por donde dentro de un momento surgiría el tren, Gritte, mi
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MARCEL PRÉVOST
hermana, mi pequeña Providencia, a ti sola es a quien amo
decididamente. ¡Abismos, del corazón! decían los románticos. Mientras yo dirigía a Gritte esta oración jaculatoria, una
voz íntima protestó en mí. Y como a veces los ermitaños, en
el desierto, no sabían ya si era, el buen ángel o el malo quien
las cuchicheaba al oído, no supe, distinguir si esa voz era la
de la conciencia, la de mi vanidad o sencillamente la de mis
sentidos.
«¡Ingrato! -decía esa voz…- ¿Por qué reniegas de la otra
Providencia femenina que te ha acogido aquí? Recuerda tu
angustia cuando entraste por la poterna del castillo... Recuerda las rebeliones de tu orgullo en presencia del mayor, Conde
de Marbach, y del Príncipe, mismo... ¿Quién te ha hecho la
vida soportable y hasta dulce manifestándote, atrevidamente
su benevolencia, en seguida imitada por la servil pequeña
Corte, por el Hof-intendente, Lipawski, por el ministro
Drontheim, por los magistrados y por el capellán? Sin esa
protección femenina, ¿hubieran sido tolerables tus diez meses de permanencia en Rothberg? Y, después, esa Providencia
es guapa... En la víspera del ocaso quizá, pero todavía exquisita y reputada como tal en toda la comarca... Un poco artificial en su sentimentalismo y en su admiración de la
Naturaleza; pero qué importa si su presencia ha coloreado
para ti los paisajes que habéis visto juntos? ¡Falta de tacto! ...
¿Qué importa si su corazón es sincero y tú sabes que lo es?...
¡Alemania! ¿Puedes acusarla por amar a su país y por admirar
una fuerza y una prosperidad que son reales? En fin, te ama,
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LOS MOLOCH
y ese es el fondo de las cosas. Déjate, amar y no raciocines
tanto sobre tu dicha...»
En este momento me pareció que el sol de agosto iluminaba más radiante el círculo de frondosas colinas que rodeaba a la estación. Acepté decididamente toda mi alegría de
vivir y me. Decidí a beber en las fuentes, puras o no, de donde me parecía que, brotaba la felicidad. De repente, una gran
locomotora desembocó del túnel próximo y acometió a la
estación.
Pronto toda la masa del tren se detuvo en medio de un
estrépito de frenos y de ruedas rechinantes. La portezuela de
un vagón se abrió justamente delante de mí, y Gritte se precipitó en mis brazos.
Fue aquel un minuto sabroso. Como era yo diez centímetros más alto que ella, la levantó del suelo y mi hermana
escondió la cabeza entre mi hombro y mi cara, de modo que
yo sentía la frescura de su mejilla y respiraba toda la viviente
juventud y todo el perfume de flor de aquel ser querido.
Cuando la puse en el suelo, Gritte murmuró:
-¡Ah! qué felicidad...
Y colgándose otra vez de mi cuello, me besó de nuevo y
por poco me deja, caer el sombrero. Entonces me cogió del
brazo libre (en el otro llevaba su saquito) y me dijo mirándome de la, cabeza, a los pies:
-Estás guapo como siempre, Luis... Ni uno de los hermanos de mis compañeras, a quienes veo en los días de entrada al locutorio, es tan guapo como tú... Sí, señora - añadió
dirigiéndose a una honrada burguesa con un sombrero de
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MARCEL PRÉVOST
lazos amarillos que, al lado de su esposo, abría mucho los
ojos y los oídos al ver dos extranjeros tan libremente tiernos;
- sí, mi hermano es muy guapo, más guapo que el adefesio de
su marido de usted, con esos anteojos.
-Y tú - le dije besando su mano desnuda, - eres la más
encantadora francesita que se puede, expedir a la Turingia...
Es lindamente agradable el ver una de tu especie cuando se
ha estado privado de ellas durante diez meses... ¿Qué tal el
viaje?
-Excelente. Escucha. El caballero y la señora que me,
han acompañado hasta Erfurt son los señores de la. Courtellerie, agregados a San Petersburgo... Tu ministro fue quien
los procuró. Un poco noveleros y fastidiosos, pero muy
amables conmigo... Oye otra cosa.
Esto pasaba en el andén de la estación, llena del estrépito
de la llegada. El jefe rojo y oro contaba con ojos severos los
viajeros como otros tantos prisioneros de una reciente batalla... a la entrada del edificio, el temible anunciador de retrasos arrancaba los billetes de, manos de los viajeros como si
comprobase, su orden de prisión. a lo largo del tren se cambiaron breves órdenes marciales, y el tren silbó en seco, rechinó y se puso en marcha... Nosotros entramos en la
estación y esperamos nuestros equipajes.
-¿Por qué me - preguntó Gritte, - esa gente galoneada de
Alemania hace tantos remilgos porque, después de todo, los
trenes llegan con retraso, como en Francia? Allí, al menos las
cosas pasan francamente.
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LOS MOLOCH
- Muchas cosas - repliqué en tono dogmático, pasan aquí
mejor que en Francia.
Gritte me miró, y toda su linda cara redonda y de expresión decidida dibujó una pequeña mueca. Mientras esperábamos los equipajes entre la multitud disciplinada, pensaba
yo: «Salí de Francia hace diez meses siendo admirador sincero de Alemania. Hoy, si no acepto íntegramente la fórmula
sumaria inventada por Gritte, encuentro que contiene una
parte de verdad. Lo cierto es que mi admiración por Alemania no es ya ciega ni entera. ¡Hay en ella tantas cosas que hacen daño a mi gusto latino del compás! ¡El reinado de la
fuerza se ha instalado tan soberanamente en este país del
pensamiento!»
Gritte, en la fila, se encontraba separada de mí por la señora panzuda con su sombrero de, paja y lazos amarillos. Mi
linda hermanita no cubría con semejante sombrero sus
abundantes cabellos castaños. Una boina de terciopelo negro
fijábase en ellos, con una aguja de cabeza de lápiz, regalo que
yo le hice en los tiempos de mi prosperidad. Su esbelto talle,
libre de corsé, está sencillamente sostenido por unos tirantes:
que dejan al busto libre de girar sobre las caderas, todo esto
en un simple traje de corte de sastres, de seda azul, con bolero; unos guantes de piel de Suecia un poco ennegrecidos por
el viaje, y, debajo de la boina, la más linda cara de muchacha,
con un cutis de melocotón sonrosado, nariz recta, y pequeña
y una mirada gris azulada directa, valiente y franca... No se
podía menos de observar a mi hermana Gritte. Producía sensación.
21
MARCEL PRÉVOST
-No es más que una colegiala de Francia, apenas salida
de la edad ingrata, pensé. Y ya su reinado de gracia se establece sobre estos burgueses de, Turingia... Sin embargo, hay aquí
dulces ojos azules y masas de cabellos dorados que, sirven de
marco a amables caras sonrosadas. Pero esta fina esencia de
feminidad que exhala Gritte, ¿no es una esencia latina?...
La curiosidad que me inspiraban las maniobras de la
misma Gritte me sacó de mis reflexiones. Encontrando que
las cosas no pasaban en la estación de Steinach bastante a su
gusto, se había salido de la fila y saltado la valla que la separaba de sus equipajes. Púsose sola a buscar el baúl, le encontró, cogió a un empleado por el brazo, y, en la lengua de
Voltaire, sencillamente, le ordenó que le transportase. ¡Potencia admirable de la joven gracia femenina! Aquel mozo de
carga, sucio y barbudo como un mujick, obedeció, cogió el
baúl, y siguió a Gritte triunfante. Y nadie protestó en el dócil
rebaño que esperaba su vez. Solamente el temible anunciador
de los retrasos, habiendo visto de lejos que pasaba algo ilegal,
se precipitó hacia mi hermana, pero ya el baúl, en hombros
del mujick, bajaba los escalones exteriores, y era subido al
coche de Herr Grauss. Me apresuré a evitar un conflicto y,
acercándome al áspero funcionario, le mostré a Gritte, que la
observaba con indiferencia, y pronuncié esta simple palabra:
-Hofdienst.
El hombre de los adornos rojos se paró en seco, me conoció, miró a Gritte y, cortado ante aquellos ojos imperiosos
y claros, inició un saludo y se metió gruñendo en la estación.
22
LOS MOLOCH
¡Hofdienst! Palabra mágica en el perímetro de los estados
do Rothberg. Acababa de observar que su efecto se extendía
más allá de las fronteras del principado y hasta en territorio
prusiano. «Hofdienst, servicio de la Corte», dicen los diccionarios. Y esta traducción que significa, en francés una especie, de domesticidad, expresa mal lo que contiene, al
contrario, de decorativo el vocabulario alemán. Nunca, por
otra parte, le había visto poner coto tan bruscamente al instinto tiránico de un funcionario. Acaso, aplicándose a Gritte,
habla significado para el obscuro cerebro de aquel bajo tirano que esta niña radiante era ella misma una princesita.
-¡Cómo! Señor doctor - dijo una voz detrás de mí, - ¿no
es un carruaje del castillo el que viene a buscarle a usted?
Fue preciso que Herr Grauss me diese un codazo para
que comprendiese yo que estas palabras se dirigían a mí.
Después de diez meses de Alemania no estaba aún acostumbrado al título sonoro que me valían mis funciones. Me volví
y conocí la fuerte constitución, la cara colorada y la lustrosa
barba negra del importante personaje.
Herr Graus se inclinó con una deferencia un poco irónica, y yo di la mano a aquel ciudadano principal del principado, tenido por el más rico después del Príncipe. Le respondí
en alemán que, en efecto, mi hermana y yo Hamos sencillamente a Rothberg en el ómnibus, con el mismo Herr Graus,
si él nos hacía el honor de sentarse a nuestro lado «en su
vehículo» Yo no hablaba muy mal el alemán, pues mi primera infancia estuvo confiada a los cuidados de una adicta
hannoveriense. Pero Herr Graus no admitía que un francés
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MARCEL PRÉVOST
pudiese entender el idioma de Goethe ni hablarle de un modo inteligible, y me respondió en francés. Hablábale él como
buen berlinés con lentitud extremada, con bastante corrección y con palabras demasiado escogidas. Herr Graus replicó
en ese francés selecto:
-Espero que a esta señorita le gustará nuestro hermoso
país con sus, montañas románticas y el magnífico castillo del
Príncipe. Espero que estará a gusto en Alemania y que al volver a su país y hallarse en los «boulevards» dirá a sus jóvenes
amigas que no somos bárbaros.
Juzgué superfluo advertir Herr Graus que mí hermana
no se pasaba la vida en los «boulevards» de París ni llegaba a
la Turingia creyendo encontrar en ella germanos del tiempo
de Arminius. Me contenté con preguntar (en francés esta vez,
pues no soy obstinado):
-¿Están preparadas nuestras habitaciones, Herr Graus?
-Sí, señor doctor. He hecho preparar para ustedes el departamento de la derecha, en el primer piso de la villa Else.
Tienen ustedes dos piezas que comunican, una de las cuales
da a la plaza y es para esta señorita. La otra tiene un gran terrado cubierto, con vistas al valle de Rotha, al Thiergarten y
al castillo. No hay aquí evidentemente el lujo de la Corte, al
que, está usted acostumbrado pero las vistas, son aún más
admirables que las de su cuarto del castillo.
Habían acabado de subir los equipajes al techo del ómnibus y subimos. Además de Herr Graus y de nosotros dos,
iban en el coche la señora del sombrero de lazos amarillos y
su marido, el personaje rubio con anteojos de oro. Graus me
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LOS MOLOCH
confió al oído que eran unos vendedores de telas de algodón,
de Sajonia, que venían a pasar las vacaciones, en el Luftkurort porque la señora estaba un poco «anemática.» Hubiera
podido corregir a Graus y decirle que se decía, «anémica.»
Pero enmendar todo el vocabulario sapiente, de Herr Graus,
(aunque él me lo rogaba sin cesar) me había parecido una
tarea ingrata y superflua, que por otra parte hubiera quitado a
su conversación francesa lo más, pintoresco que tenía.
Al trote de los dos hermosos y pesados caballos bayos
de Franconia, empezamos a caminar por los paseos y las calles llenas de sol de Steinach. Guiaba un cochero muy joven,
casi un niño, de cabello de pálida estopa y empaquetado en
una área demasiado ancha para él. En cuanto me vio me hizo
un signo de amistad. Era Hans, hermano de lecho de mi discípulo el Príncipe heredero. El comerciante de los anteojos
de oro y su esposa estaban sentados detrás del pescante, y
Herr Graus hablaba con ellos llamándolos incansablemente
«señor consejero de comercio» y «graciosa señora del señor
consejero de comercio.» La manía de los títulos, ha dicho
Enrique Heine, es muy alemana. Herr Graus no podía hablar
con nadie sin colgarle un título. También él se hacía llamar
«señor director», significando así que dirigía las quintas, el
Kurhaus, los hoteles del Luftkurort y, sin duda por extensión, también la aldea y, un poco, el principado.
Gritte se había instalado al lado de la portezuela y me
había hecho sentarme a su lado; su manita se había colocado
en mi brazo y los dos gozábamos al sentirnos apretados el
uno contra el otro. Nuestros ojos miraban las mismas cosas.
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MARCEL PRÉVOST
Primero las casas del nuevo Steinach, del Steinach prusiano:
el boulevard nuevo, la Moltkestrasse y la Kaisertrasse. Todo
era allí. Pesados edificios, la mayor parte de, estuco y los más
recientes edificados de piedra de talla, de un estilo muy cargado, mezcla extravagante de gótico y churrigueresco. Los
pisos bajos estaban adornados de abundantes y vistosos almacenes. Pasaba poca gente porque era verano, pero el pequeño tranvía eléctrico circulaba, sin embargo, entre la,
estación y los arrabales. En la acera tres oficiales ceñidos en el
uniforme azul hacían sonar las espuelas y los raros burgueses,
hombres, y mujeres, se apartaban delante, de ellos. Se cruzó
con nuestro coche un pesado camión cargado de toneles de
cerveza. Una victoria bien enganchada pasó con una opulenta dama que llevaba un sombrero Gainsborough y un traje
de seda tornasolada que relucía. Dos criadas con su cesta al
brazo interrumpieron una conversación muy animada para
contemplar nuestro ómnibus. Y esto fue todo lo que nos
ofreció de, pintoresco germánico el nuevo Steinach en aquella tarde del mes de agosto.
Pero de pronto tomó el coche, una vía estrecha y desembocó al fin en una plaza semicircular, bastante mal empedrada y rodeada de, casas antiguas a la moda de Turingia,
unas veces de muros de madera aparente y alero rosa, como
la arena del Rotha, y otras caparazonadas de, arriba a bajo de
pizarras, con unas pequeñísimas ventanas abiertas en el caparazón. Hans paró delante del Rathaus, donde Herr Graus
tenía algo que hacer. En el centro del semicírculo levantaba
sus techos puntiagudos la antigua casa consistorial y en la
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LOS MOLOCH
planta baja las viejas covachas, alemanas bajaban hasta su
mitad en el suelo, dominadas poco a poco por la plaza, que
subía lentamente, en el curso de cientos, de años... De una de
estas tabernas en forma de cueva, a las que, se entra por escalerillas de piedra que salen a la acera, brotaron cánticos de
estudiantes en vacaciones. Uno de ellos apareció con la boina
en la frente y una cicatriz en su alegre y leal cara de candidato... La estatua ecuestre de un hombre de barba, con el aspecto de un buen propietario rural a pesar de su traje militar,
adornaba el centro de la plaza; era la imagen del margrave
Luis Ulrico, que gobernó hacia el fin del siglo VII el pequeño
Principado de Steinach. Soberano pacífico de, aquel modesto
Estado, vivía en paz con sus vecinos y especialmente con el
Príncipe de Rothberg, con quien casó a su hija reuniendo así
los dos territorios. Steinach se convirtió en capital de Rothberg-Steinach. Steinach no tenía bajo su reinado ni la
Moltkestrasse, ni la estación, ni el Denkmal de los guerreros
ni los tranvías eléctricos. Pero era libre capital de un pequeño
estado libre en vez de ser un lejano pedazo de Prusia... Y
cuando ocurrían acontecimientos en Marruecos, los bebedores del Rathskeller (o taberna del Rathaus) seguían fumando
su pipa de porcelana y bebiéndose su cerveza clara u obscura,
según las épocas, del año o el gusto de cada uno, y estaban
seguros de que el sultán no les impediría acabar su pipa ni su
jarro...
-Es bonito este rincón - me dijo Gritte mostrándome la
plaza y el Rathaus.
En este momento Herr Graus, volvía a subir al coche.
27
MARCEL PRÉVOST
-Usted, señorita, que viene de París, debe de encontrar
fea esta parte de la población -dijo-. Pero, ¿ha visto usted la
ciudad , cerca de la estación? Un día vendrá en que todo
Steinach estará así, formado de casas de piedra.
Gritte, repitió:
-Encuentro esta plaza muy bonita.
-¡Oh! -dijo Graus- usted dice eso por su urbanidad francesa, pero no puede pensarlo.
Gritte no se dignó responder. El coche había vuelto a
echar a andar por las estrechas calles del antiguo Steinach.
Pronto fueron escasas las quintas que dormían al sol rodeadas de verdes jardines. Apareció la vega del Rotha, y todo
alrededor las nobles montañas encapuchonadas de verdor.
Hicimos alto delante de una casilla desde cuya ventana una
mujer entregó al cochero una bandeja de estaño, en la que
cada cual de nosotros depositó unos pfennigs, peaje de la
carretera del Príncipe. Este incidente de otra edad divirtió a
Gritte; Herr Graus pareció humillado por él y volvió la cabeza. Entrábamos en los Estados de Rothberg. El camino se
reunía con el Rotha, aquí calmoso y tranquilo en su lecho de,
arena roja. Los caballos, se pusieron al paso. Empezaba una
cuesta de nueve, kilómetros.
28
LOS MOLOCH
II
En Steinach el Rotha conserva su apariencia de prudente
río cívico, contento de estar encerrado entre sus muebles de
piedra como una señora de burgomaestre en su hotel. Hasta
es preciso a los curiosos de la ciudad que se divierten en observarlo desde lo alto del puente de piedra, ejecutar repetidas
experiencias con corchos, cascaras de nuez y pedazos de papel para convencerse de que corre realmente y no es un estanque inmóvil ni un río pintado de color de rosa por el
capricho de algún margrave de Steinach, en los tiempos en
que los margraves hacían que Steinach fuese caprichosa.
Porque el Rotha es ligeramente rosáceo gracias al polvo
de granito rojo que acarrea en su curso y que arranca de las
rocas desnudas, allá, en las alturas, cuando no es todavía más
que un torrente furioso, hacia los antiguos límites de la Turingia, más allá de, Rothberg, en el Rennstieg... Fuera de Steinach conserva todavía algún tiempo su aspecto de prudente,
burgués dando un paseo campestre. No está inmóvil como
en la población, pero progresa dignamente entre orillas verdes cultivadas como jardines.
29
MARCEL PRÉVOST
Remontando su curso, se encuentra, a unos quinientos,
metros de la ciudad un Schweizerhaus, es decir, una casita de
madera rodeada de bosques que exhalan en primavera el olor
de las lilas y todo el año el de las patatas cocidas y la ternera
asada. Aquel es el sitio en que la juventud de Steinach va a
solazarse, los domingos. Durante el buen tiempo van también por bandadas las señoras de Steinach a beber a pequeños sorbos café con leche hablando todas a la vez en torno
de unas mesas revestidas de manteles multicolores... Eso sí,
no hay ejemplo, de que una verdadera señora de Steinach
haya llegado en su paseo a pie más allá del Schweizerhaus.
Solamente los estudiantes y sus compañeras de excursión
sentimental llegan hasta la garganta, repentinamente estrecha
de donde se escapa, el Rotha. Y desde aquel momento, el
Rotha, sabiendo que las señoras, de Steinach no pasan nunca
del Schweízerhaus, se pone a dar saltos en las rocas y las ramas, del árbol de su lecho, enseñando sus bajos de espuma
de encaje y el desnudo rosáceo de sus, granitos. Poco a poco,
sirviendo de marco a sus piruetas, se alinean más arriba,
siempre más arriba, las pendientes pobladas de hayas, de pinos y de cedros, y todo este grave verdor contrasta lo más
románticamente del mundo con las piruetas y las canciones y
con el descaro ruidoso del pequeño Rotha. El camino sube;
los oblicuos acantilados le dominan más cada vez. Y el mismo Rotha, en aquel severo paisaje, adquiere severidad. La
sombra de gigantescas paredes hace que ya no sea casi de
color de rosa. Allí se convierte, en sombrío torrente. Nada de
casas; ¿dónde habrían de colocarse? El camino tiene justo su
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LOS MOLOCH
sitio al lado del Rotha. Pocos transeúntes: algunos leñadores,
algunos aldeanos, algunas veces un break cargado de expedicionarios, y otras un coche de la Corte tirado por cuatro caballos, que baja del castillo hacia la ciudad. Es un sitio terrible y hermoso que conmovería el alma hasta la melancolía si
no se presintiera que más lejos y más alto, cuando se llegue a
las cimas de aquellas montañas, la luz inundará de nuevo el
valle y el pequeño Rotha volverá a ser alegre, bullicioso y rosáceo al sol.
Ahora bien, haya dicho lo que quiera un filósofo suizo,
los paisajes reinan imperiosamente en nuestra alma. Las hayas
y los cedros del Rothathal no han oído jamás a los viajeros
reír a carcajadas ni cantar canciones de concierto. El Rotha da
imperiosamente el tono a las conversaciones con un sordo
murmullo. La selva responde con sus mil voces de misterio, y
este diálogo del valle y las montañas es, tan imponente, que
las voces humanas no se atreven a turbarle. Hasta el tendero
de Sajonia y su compañera habían cesado hacia el tercer kilómetro una conversación política de las más interesantes
con Herr Graus, en la que se trataba de poner en claro si el
Emperador conseguiría o no, ayudado por el centro católico,
refrenar al sufragio universal. Los tres ahora se callaban incómodos sin saber por qué e impacientes por llegar a un sitio
y a una atmósfera que se prestasen mejor a disputar sobre
intereses contingentes.
Pesaba, sobre sus almas el paisaje, aunque ellos no comprendiesen todos, estos graves murmullos ni la poesía de esta
tristeza de las cosas. Pero Gritte y yo, apretados el uno contra
31
MARCEL PRÉVOST
el otro y silenciosos, también hacía mucho tiempo oímos
muy bien lo que, murmuraban al unísono la selva de Turingia y el Rotha.
«¿Qué nos importan -decían- el Reichtag, el Landtag, el
centro católico, el socialismo y la democracia nacional?... Nosotros somos la vieja Alemania y hemos visto pasar por este
barranco a Arminius, a Barbarroja, a Lutero y a Goethe. Y de
todo lo que han hecho esos grandes hombres no queda más
que un poco de pensamiento...»
-¡Arre, Moschel! ... ¡Arre, Gover! ...
Al paso de los dos buenos caballos bayos, que Hans excita, con un discreto silbido y acaricia en la grupa con el restaño del látigo, los kilómetros de carretera blanca se deslizan
bajo el coche. De repente el sol, que nos acechaba en un recodo, muestra por encima de las negras enramadas su plácida
cara germánica. He aquí la luz derramándose a cascadas sobre
los escalones sucesivos que forman la puntas de las coníferas.
He aquí la alegre luz de la vida que rueda hasta nosotros,
cuelga una escarapela de oro del sombrero de hule de Hans,
enciende astros en las gafas del tendero sajón, aclara el azul
de los ojos de su compañera y desata la lengua de Herr
Graus.
-Wunderschoen (admirable)-dice dirigiéndose a la pareja
que asiente.
Después, acercándose a nosotros, habla a Gritte en francés:
32
LOS MOLOCH
-Esta señorita no debe de estar acostumbrada a sitios tan
agrestes. Esto entristece y oprime el corazón de las señoras y
de las jóvenes. Pero en Rothberg ya verá usted; el paisaje,
aunque quizá más bello todavía, es enteramente dulce y alegre, para los ojos, y para el alma.
-No me disgusta estar triste, caballero - responde sencillamente Gritte.
Herr Graus, se ruborizó como si Gritte hubiera dicho
una inconveniencia. Cambió de conversación, desde entonces se dirigió a mí.
-Va usted a ver mucha gente en las quintas, señor doctor. Desde, que está usted ausente han venido de todos los
puntos del Imperio y hasta del extranjero. Hay ahora, justamente al lado de usted, en la villa. Else, un hombre muy célebre con su mujer, un hombre universal... Sí, un hombre
universal- repite el kurdirector, satisfecho por haber sacado
esa palabra de su colección de vocablos, de importancia.
-Ese gran sabio- sigue diciendo el hostelero, -enseña la
química biológica y la teoría de los explosivos en la Universidad de leña, que está, como esta señorita sabe probablemente, sólo a cien kilómetros al Norte de Rothberg. Es un sabio
universal, como su Pasteur de ustedes, y además un filósofo.
Su filosofía... ya comprenden ustedes... una filosofía, de sabio... de hombre que vive en las cifras, y en las quimeras...
lejos de la práctica... Pero en Alemania, no tiene importancia
que los filósofos piensen cosas quiméricas, porque aquí hay
un Gobierno y soldados que protegen a las cosas reales contra los sueños de los filósofos. Ese profesor ha nacido en el
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MARCEL PRÉVOST
valle que se extiende al pie del castillo. Nació en 1846 en casa
de un zapatero de viejo. Su padre ejercía esa profesión. Y él
acababa de volver a su país natal de Rothberg... Porque, ha
tenido una juventud escabrosa y hasta (Herr Graus se inclinó
hacia mí como para confiarme un secreto de, Estado) y hasta
disentimientos con el difunto Príncipe Conrado, padre del
Príncipe reinante Otto.
Siguió hablando en alemán dirigiéndose a la pareja sajona. Gritte no habla, escuchado mirando alrededor de ella.
Otra, vez caprichosa, la corriente de, agua saltaba a doscientos pies debajo de nosotros y llenaba de espuma las rocas de
color de rosa. Como bastidores, de teatro que retrocediesen
lentamente para dejar ver el telón de fondo, las montañas se
separaban poco apoco y se adivinaba que pronto se iba a
abrir a las miradas un vasto paisaje.
-Esto es hermoso- me confió Gritte- estoy contenta.
Me oprimió el brazo con su manita como si yo fuera el
pintor escenógrafo de aquella bella naturaleza y hubiera que
darme las gracias. Yo gozaba con su alegría; aquel sitio visto
por sus ojos recobraba la gracia de la novedad que había,
perdido para mí. a todo esto, oía yo distraídamente sin escucharlos, los informes que Herr Graus, seguía dando a los dos
burgueses sobre, el profesor Zimmermann y sus diferencias
con el difunto Príncipe Conrado... Así supe que el profesor
había en otro tiempo estudiado en Iena y que en el momento
de la guerra de 1870 acababa de tomar el grado de doctor. Se
batió valientemente a las órdenes del Kronprinz, pero trajo a
su hogar, cuando se firmó la paz, la misma repugnancia que
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LOS MOLOCH
su jefe por la guerra y por sus, horrores. Activo y elocuente,
representó en aquel rinconcito de Turingia. Al partido, tan
poco numeroso, que protestó contra la anexión de la Alsacia-Lorena, causa de perpetuo disentimiento político entre
los dos países.
Con esa serenidad en la falta de tacto que nos desconcierta en ciertos, alemanes del Norte, Herr Graus contaba
todo esto sin la, menor consideración por mis oídos.
-¿Querrá usted creer, señor consejero de comercio, que
ese hombre que había participado de la gloria y de la unificación del Imperio, echaba pestes contra el gobierno del Emperador, contra las decisiones de la nación, y allí donde el Príncipe Conrado manifestó su acuerdo con las ideas imperiales
trató de combatirle? Conrado era, sin embargo, un Príncipe
adicto a, su pequeño pueblo y supo conservar la autonomía
de Rothberg... Gracias a la, amistad que le unía con el gran
Emperador; Rothberg no tuvo nunca guarnición extranjera
en el suelo del principado; todos los soldados, todos los oficiales de la guarnición han nacido en los, Estados del Príncipe. Tiene también el curioso privilegio de un sello de correos
particular, como Babiera... En fin, volviendo al doctor Zimmernann, el Príncipe Conrado estaba harto de ese contradictor, único conocido en cuanto alcanza la memoria de los
hombres en los Estados de Rothberg... Se declaró enemigo
del Imperio, enemigo del Príncipe y enemigo de la sociedad;
se le impidió enseñar en Steinach y se le hizo la vida imposible... Entonces, fue cuando se instaló en Hamburgo, donde
hizo grandes trabajos de química y biología... Publicó obras
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MARCEL PRÉVOST
de ciencia y también de filosofía, pero puede usted creer que
su ciencia vale más que su filosofía. De este modo se ha hecho célebre. Su cátedra es de las más frecuentadas de leña. Se
dice además que ha inventado un explosivo de tal potencia,
que con un volumen como el de una, avellana, podría hacer
saltar todos los fuertes de los franceses desde Toul hasta
Verdun. Pero no quiere dárselo al ministerio de la Guerra a
causa de sus utopías sobre la paz y la fraternidad universales.
Ignoro por qué ha venido este año a Rothberg. Cuando me
escribió para alquilar una de mis quintas, previne, naturalmente, al Príncipe Otto, pero éste respondió en seguida
que lo permitía, que sin duda los, años habían hecho más
prudente al Zimmermann de otro tiempo y que, por otra
parte, deseaba probar mansedumbre. Y se envió inmediatamente un telegrama, a los principales periódicos de Alemania
y de Europa para contar esta mansedumbre del Príncipe
Otto. He aquí como - añadió Herr Graus volviéndose hacia
Gritte, y hablando de nuevo el francés esta señorita va a tener
en la, villa Else un vecino que está todo el día manipulando,
elementos químicos y dinámicos.
Cuando Herr Graus pronunciaba estas palabras los, caballos llegaban a la meseta superior del camino. Hans los
detuvo, ya para dejarlos tomar aliento, ya porque tenía el
sentido de las bellezas de la Naturaleza y quería hacemos
admirar la vista al fin conquistada después de hora y media
de ascensión.
El panorama se abría en el valle del Rotha, que huía,
oblicuamente a cien pies debajo de nosotros en una profun36
LOS MOLOCH
da garganta poblada de árboles. La aldea de Rothberg extendía sus tejados de pizarra a lo largo del tumultuoso río a este
paisaje de abismo se oponía maravillosamente el de las cimas.
Siguiendo la cornisa del camino, en que estábamos, la vista
encontraba las, blancas villas del Kurort alineadas a la orilla
del precipicio, y más lejos y más alto la enorme masa amarillenta del castillo agujereado por cien ventanas y coronado
por una torre. Todo esto en un inmenso círculo de montañas
vestidas de exuberante vegetación y en las que, el sol poniente, oponía la sombra y la luz como en una apoteosis.
-¡Oh! Luis -murmuró Gritte estrechándose contra mícómo me gusta este país y qué bueno será volverle a ver los
dos sin nadie a nuestro lado.
Hans chasqueó con la lengua, Moschel y Gover tomaron
un trote, tranquilo y el coche siguió suavemente el camino
que nos acercaba a las quintas. Cruzáronse con nosotros algunos paseantes del Kurort, robustas señoras, bien vestidas,
jóvenes con trajes de piqué blanco, estudiantes de paseo,
bastón en mano, sombrero de fieltro, el lío al hombro, listos,
tostados del sol y sudorosos. También pasaban hombres rubios, un poco calvos, con el sombrero de paja en la mano, la
cara ligeramente abotagada y retorciendo unos bigotes claros.
Encontramos el correo con el águila negra y conducido por
un cochero de apariencia militar. Herr Graus saludó al águila
con afectación. De vez en cuando, en el borde del camino
había bancos, para que se pudiera admirar el paisaje. De repente Herr Graus tocó con aire misterioso el brazo de Hans,
que puso los caballos al paso; después, con el dedo en la bo37
MARCEL PRÉVOST
ca y guiñando los ojos, nos enseñó, sentados en el banco a
que íbamos a llegar, una pareja de viejos.
La vieja, sensiblemente la más alta de los dos, estaba
vestida con una amplia falda de tela verde obscuro, tan fruncida, que parecía sujeta por una crinolina y un delantal negro
con cenefa negra. El cuerpo era también de tafetán negro con
una especie de babero de niño por delante. Cubríala un
sombrero de tul negro discretamente adornado de cerezas.
Tenían sus cabellos ese color amarillo indefinible que toman
al encanecer los que han sido en la Juventud de un rubio claro. A qué seductora cara habían debido servir de marco en
los tiempos en que eran rubios, puesto que la misma vejez no
había destruido todo su encanto... Cara de un óvalo fino,
blanca sin palidez, apenas arrugada, de ojos de miosotis, delicada nariz y labios todavía rojos. El talle, esbelto y redondo,
no se había desfigurado. La anciana tenía, en la mano derecha
una planta hacia la cual se inclinaba atentamente, el viejo, la
otra mano estaba en la derecha de su compañero... El hombre, por el contrario, presentaba un exacto parecido con un
macaco disfrazado de persona. De su sombrero de copa alta
y alas planas se escapaba una gran mecha de cabello blanco
como la nieve. Su cuerpo delgado y un poco deforme, deformado acaso por la edad, flotaba en una amplia levita negra, de paño liso. Era su cara de color de pergamino, increíblemente arrugada, de, una movilidad prodigiosa y con
dos ojillos negros tan vivos, que las pupilas parecían animadas de un movimiento de rotación en la órbita.
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LOS MOLOCH
Aquel asombroso viejecito hablaba con una animación
rayana en la cólera. Parecía demostrar con la mano libre alguna, particularidad de la planta, pero la otra mano seguía enlazada con la de su tranquila y atenta compañera.
-Señorita -dijo en voz baja Herr Graus inclinándose hacia Gritte ahí tiene usted uno de los más grandes dinamólogos de Alemania.
Los ojos de Gritte me preguntaron.
«¿Dinamólogo? -pensé- ¿ Qué quiere decir con eso este
pedante? ¡Ah! sí... Tratado de los explosivos ... » .
Iba a dar a Gritte esta explicación cuando apareció en lo
alto de la cuesta una, nube de polvo. Hans, dirigió rápidamente el coche hacia, la izquierda. Dos jinetes seguidos de
otros cinco o seis venían a nosotros al trote largo. En uno de
los primeros conocí la estatura rechoncha, la ancha cara colorada y los bigotes retorcidos del Príncipe Otto, y, a su lado, la
alta y flaca silueta del mayor de la Corte, Conde de Marbach.
El grupo pasó al lado de nuestro coche entre un torbellino
de polvo. Todos saludamos y Herr Graus, hasta dejó escapar
un ¡Hoch! que se perdió en el estrépito de las herraduras... El
viejo y la vieja no se movieron de su banco. Inclinados hacia
su planta, siguieron estudiándola.
-¿Han visto ustedes?- dijo en alemán el hostelero a los
dos sajones mientras nuestro coche echaba a andar de nuevo.
El doctor y su mujer ni siquiera han saludado al Príncipe.
-¡Escandaloso!- respondieron juntos el tendero y su esposa.
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MARCEL PRÉVOST
-Este doctor -añadió Herr Graus- es decididamente un
hombre rencoroso y terrible. Me han asegurado que el telegrama del Príncipe a los periódicos de, Europa, hablando de
mansedumbre respecto de él, le ha enfadado... Pero el Príncipe podrá más que él, créanme, ustedes...
Y Graus, con el puño cerrado, simuló el ademán de
hundir un clavo que se resiste.
Rothberg, aun en el Luftkurort, dominio de Herr Graus,
está todavía hasta ahora preservado de las suntuosidades,
arquitectónicas de la Alemania. Herr Graus fraguaba un hotel
gigantesco «al modo de las antiguas moradas de Turingia,» y
exhibía a sus huéspedes el proyecto de, un arquitecto berlinés
que realizaba ese deseo: una cabaña de Turingia agrandada
hasta las proporciones de una estación de capital. Cuando me
enseñó ese proyecto objeté que lo que conviene a un «chalet,»
puede no estar bien para un palacio. Graus creyó que yo decía esto por envidia. Pero, Gott sei gelobt, Herr Graus no ha
realizado todavía, el proyecto del arquitecto berlinés. Las
quintas de Luftkurort son aún prudentes, casitas alemanas de
ladrillos estucados, con lindos balcones de madera y el nombre de la quinta escrito sobre la puerta en caracteres góticos.
Solamente a la entrada, del Luftkurort, el edificio del correo
imperial impone su maciza fachada de piedra sillería, sus pesadas ventanas y su puerta, monumental. El Correo, en todos
los puntos del Imperio debe evocar la dominación y el gusto
artístico del kaiser.
Nuestro departamento en la villa Else se componía de
dos habitaciones, la de Gritte, que daba a la calle, ensanchada
40
LOS MOLOCH
en este punto como una plaza pública, y la mía, que daba a
un balcón, cubierto, desde el que se dominaba todo el valle y
el castillo. Quise ayudar a Gritte a deshacer el baúl, pero ella
me dijo que yo no entendía nada de eso y me intimó la orden
de sentarme en una silla y dejarla hacer. Con tierna curiosidad
la vi sacar de las bandejas, pieza por pieza, su equipo de colegiala sencillo y sin adornos. Había añadido rara hacerme honor, me dijo, algunos restos anteriores a nuestra ruina, entre
ellos los dos, vestidos anunciados en su carta, dos trajes del
antiguo esplendor, como decía, Gritte con resignación Los
había hecho arreglar a la moda fuera del colegio, por medio
de una amiga rica, la señorita Grangé, hija del director del
Banco Industrial. Aquellos vestidos rejuvenecidos tenían aún
cierto aspecto de elegancia.
-¿No conoces el blanco? Vamos a ver, ¿ no te acuerdas?
Es el que llevó al baile blanco de la embajada de Austria hace
dieciocho meses. Fui con la de Grangé y con su hija, y tú
fuiste a buscarme porque quería yo que me vieras en todo mi
esplendor. El otro, el morado, es el qué Emery me hizo para
la comida de Pascuas. Las otras, no las últimas... La última
Nochebuena ha sido muy triste para tu Gritte, querido Luis,
y muy solitaria.
Mientras charlaba iba colocando sus vestidos y colgándolos bajo una, campana de muselina en los armarios del
cuarto.
-Poco me importaría -siguió diciendo- el habernos quedado pobres si esto no nos hubiera separado. Pero pensar
que el ser pobres significa que a mí me encierren diez meses
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MARCEL PRÉVOST
al año y que a ti te destierren al fondo de Alemania, es demasiado. No quiero que esto dure, y voy a procurarlo.
Aquel «voy a procurarlo» era evidentemente algo cómico
dicho por una muchacha de catorce anos en vacaciones. ¿Por
qué no me dieron ganas de reír? ¿Reconocí en aquella voz
infantil el acento del destino?
-¿Es, pues verdad -pensé- que algún día saldrá de Rothberg para, no volver más?
Alguna cosa sensible me hacía daño en el corazón al
pensar esto, alguna cosa sensible que no se había adormecido
con la llegada de Gritte.
Cuando mi hermana acabó sus arreglos dio unos pasos
de vals por la habitación, como tenía por costumbre, después
de toda ocupación seria. Después dirigió unas cuantas reverencias a su imagen en el espejo del armario, y le dijo textualmente:
-Mi querida Gritte, no eres, demasiado fea, pero estás
extremadamente sucia. Tienes, polvo de Franconia y carbón
de Westfalia, en la ropa, en las mejillas, y en el cabello. Despáchate a lavarte un poco.
Un instante después estaba en mis rodillas.
-Y usted, señor don Luis, despeje usted mi cuarto. Dentro de media hora besará usted a una Gritte tan limpia como
una patena.
Púsose en pie con presteza, me cogió de la mano y me
condujo a la puerta, de mi cuarto, que cerró dejándome,
dentro.
42
LOS MOLOCH
Aproveché la soledad para hacer yo también algunas
modificaciones en mi atavío. Pero apenas había empezado
cuando llamaron a la puerta. Uno de los servidores del castillo, de uniforme verde, botas y cinturón amarillos, fieltro
verde con pluma de faisán y la estrella de acero en la manga,
me entregó des cartas con el timbre de la Corte, en las que
conocí la letra de mi Soberana y la de mi discípulo.
-No tienen respuesta- dijo el emisario, que se retiró.
En el sobre de la Princesa no había más que, estas palabras en una tarjeta coronada: Wí1kommen, que quiere decir
Bienvenida, y, en francés: «Cuento, con mi querida lección
mañana por la mañana, a las nueve.» El joven Príncipe, más
explícito, me escribía:
«Mi querido señor Dubert: Soy feliz saludando a usted a
su vuelta y espero que habrá usted tenido buen viaje. He leído en su ausencia Eviradnus y le encuentro muy hermoso.
Pero su ausencia de usted me aburría. ¡Con qué alegría le voy
a ver mañana! No me han permitido ir a ver a usted esta tarde; de otro modo me hubiera usted visto y hubiera hecho
conocimiento con su señora hermana, a la que saludo.
»La aprecia mucho,
»MAX»
«No se puede negar -pensé- que tengo dos amables discípulos. Y después de todo, el buen señor gordo con los, bigotes retorcidos no es tampoco, tan terrible como él quiere
aparecer. Acabado mi atavío, me fui a inspeccionar el paisaje
43
MARCEL PRÉVOST
desde mi terrado. La vista descubría un vasto y profundo
anfiteatro de bosques, un coliseo de verdor mil veces agrandado. La arena de ese coliseo era una inmensa pradera de un
verde, claro, aún primavera a pesar de la estación. El Rotha se
pasea por ella contorneando las alturas y cortando en ondas
las hierbas. A mis pies, descendía a pico la cuesta hacia, esa
alfombra de esmeralda, cuesta erizada de cedros, de los cuales
los más próximos, rozaban con sus copas el suelo del terrado. Unica, construcción visible en aquel horizonte, de selvas,
montañosas, el castillo, a pesar de no ser más que, un gran
cuartel del siglo XVIII, con un campanario de convento,
conservaba un aspecto imponente gracias al sitio y a la enormidad de sus proporciones. Desde el fondo de esmeralda
hasta las lejanas cimas del anfiteatro, subían otras cuestas
menos escarpadas, y, precisamente enfrente de mí, se veía un
gran monte inextricablemente tapizado de árboles y contorneado por el Rotha. Era el Thiergarten, el asilo de los ciervos
y donde se encuentra también el pabellón de caza del castillo.
Por la derecha la vista seguía el curso del Rotha, sinuoso y
chispeante hacía una pequeña aldea llamada Litzendorf, invisible desde, el sitio en que yo estaba, pero cuyos cuadros
cultivados se recortaban en el terciopelo opaco de los bosques.
«Herr Graus tiene razón; el paisaje es más admirable
visto desde aquí. Desde aquí el aislamiento del castillo tiene
algo de suntuoso...»
Era, sin embargo, la fachada más triste, la fachada amarilla del cuartel, la que presentaba al valle. Veintiuna ventanas
44
LOS MOLOCH
regulares la agujereaban en dos filas. La sexta, ventana del
segundo piso tenía las persianas cerradas; era la de mi cuarto,
que no iba yo a habitar durante unas semanas. Las tres últimas ventanas del primer piso atrajeron mis, ojos, que acabaron por no ver otra cosa; eran las del saloncillo íntimo y del
cuarto de tocador de la Princesa Else. Distinguía yo las cortinas anaranjadas, y los visillos de encaje antiguo, así como el
espejo ovalado del tocador. Toda esta intimidad femenina, en
la que había, yo penetrado poco a poco, hacía diez meses,
invadió mi recuerdo y me pareció que la, blanda brisa, que,
como todas las tardes al ponerse el sol, subía del Rotha, me
traía el perfume, de, lirio y de jicky mezclados que respiraba
allí todos los días durante las horas de lectura y de conversación, a la blanca luz tamizada, por las cortinas, o cuando la
Princesa, sentada al piano, tocaba para mí aquel preludio de
«Parsifal» que yo no me cansaba de escuchar. Mi corazón se
llenó de un sentimiento muy dulce, de una atracción hacia
una presencia amiga... Y me reproché por la, molestia que experimentaba desde la llegada de Gritte al evocar la amiga que
vivía en aquella, altiva prisión de Príncipes.
«Mi tierno agradecimiento hacia esa amiga ¿ quita algo a
mi cariño a Gritte?
¿Por qué no ceder al doble gozo de esa doble presencia
femenina? ¡Gocemos de la gracia del presente! ¡ Gocemos del
hermoso paisaje, de la luz exquisita, de la estación, de la juventud, de la afectuosa debilidad de las mujeres! ...»
¿Quién ha experimentado hacia los veinticinco anos
esos impulsos hacia la, posesión de la vida de toda, la vida,
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MARCEL PRÉVOST
con todos sus goces a la vez, los permitidos y los prohibidos?... El generoso calor de la sangre que el corazón joven
envía al joven cerebro, nos embriaga. Imaginamos entonces
el mundo como una encantadora y fácil presa, ofrecida a
nuestra diversión... D. Juan, Lovelace, M de Camors... Esta
actividad soberana victoriosa de todos los escrúpulos me
pareció en aquel momento el ideal de mi vida. Y no hubiera
yo sido un joven burgués parisiense enamorado de la cultura
extranjera si Zarathustra no hubiera entonces recibido mis
homenajes.
-¡Cu-cu!- dijo una voz detrás de mí.
Las manos de Gritte me ocultaron un instante el valle, el
castillo y el fantasma del suprahombre.
-La verdad - me dijo devolviendo la libertad a mis ojos,que tu Príncipe tiene un bonito reino.
También ella extendió el vuelo de sus miradas por encima de la inmensa y profunda cuenca, del circo frondoso, del
castillo montado en su colina, de las tierras, labradas del Litzendorf, del cielo que se sonrojaba antes de obscurecerse.
Era la hora divina de esos sitios montuosos y llenos de bosques de Alemania, la hora en que la sombra y la luz, alternando entre las líneas sucesivas de les árboles, los destacan
uno a uno en un humo de claridad. De Thiergarten salió un
ciervo, después dos, y luego todo un rebaño, que andaba con
precaución. Con la fina cabeza levantada al viento y al ruido,
se adelantaron por la alfombra herbácea y sus sombras se
alargaron oblicuamente sobre los largos hilos de sus patas. El
rebaño fue a beber en el Rotha y después se dispersó en el
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LOS MOLOCH
valle, pastando la hierba. Miré a Gritte y vi que se había
puesto su traje morado; nunca una silueta tan encantadora de
parisiense se había aparecido, los ojos despiertos y la tez
animada, en los terrados de Herr Graus. Allá, en las dos penúltimas ventanas del castillo, corriéronse las cortinas y se encendió una lámpara.
La mano de, Gritte tocó mi brazo y todo su esbelto
cuerpo se apoyó en el mío.
-Luis -murmuró- dime que no estoy soñando y que es
cierto que estoy aquí a tu lado, en la Turingia... ¡La Turingia!
Si supieras cómo me acaricia y me turba ese nombre... Me
parece encantado... Consiste, según creo, en que de pequeña
he leído cuentos maravillosos que pasaban en Turingia. Había, entre otros, el cuento de un carbonero que vendía al diablo su corazón contra otro corazón de piedra, y que se volvía
malísimo... Y después la historia de una niña que se iba, a
buscar hierbas y una vieja se la llevaba a su casa, donde la
tenía encerrada tanto tiempo, tanto tiempo, que cuando la
niña salió, sus hermanos se habían hecho viejos. La Turingia... me la figuraba como un país de montañas y selvas, en el
que viven fiadas y genios y donde habitan en unos castillos
hombres armados y cubiertos de hierro... Y he, encontrado
aquí, en efecto, las montañas, las selvas y el castillo; es la Turingia que yo soñaba... Solamente, me parece que ya no hay
genios, ni hadas, ni hombres de armas, cubiertos con hierro...
Dime, Luis, ¿qué es hoy la Turingia? ¿Reina en toda ella tu
Príncipe?
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MARCEL PRÉVOST
-Escucha, niña - respondí - y sobretodo, no me hagas
demasiadas preguntas al mismo tiempo... La imagen que el
nombre de la Turingia evoca en ti no es, inexacta; estás aquí
en el corazón de la antigua Alemania y el Thuringgerwad encierra tantas leyendas, en sus bosques de cedros, como el
Rheingau en sus laderas cargadas de viñas. La ley de bronce
del Imperio unificándola cambiado ciertamente no pocas
cosas aquí desde los tiempos del carbonero Peter, del corazón frío. Sigue habiendo hombres, de armas en Turingia, que
han trocado su casco de acero por otro de cuero curtido; pero esa, transformación no ha tenido ninguna influencia en su
cerebro y siguen pensando como en la Edad Media, que no
hay nada más hermoso que una espada clavada en un vientre... En cambio, los genios y las hadas, tienen horror a la política universal, al imperialismo y a los artículos, de la Gacela
de la Alemania del Norte. Por eso han desertado de la parte septentrional de la Turingia, demasiado cerca de Prusia y demasiado prusiana, y habitan con más gusto en la región meridional, contigua a la Franconia y a la Babiera. Se dice que el
lugar preferido para sus reuniones es ahora una antigua ruta
romana que recorre crestas de los montes de Turingia: el
Rennstieg. Te enseñará ese antiguo camino que pasa muy
cerca de Rothberg, allá, en esas montañas, enfrente de nosotros. Parece exactamente una línea de división entre las dos
Alemanias: la Alemania de, la fuerza brutal, al Norte; al Sur,
la Alemania de la poesía y del pensamiento. Un poeta célebre
la ha cantado, y quiere para darte y darme gusto, hoy, que tus
ojos ven por primera vez el Thuringgerwald al sol poniente,
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LOS MOLOCH
que leas, las estancias de Viktorvon Scheffel sobre el Rennstieg.
-Entonces, Luis, ¿estamos aquí del lado de los genios, y
las hadas y no del lado prusiano?
-Sí, niña; Rothberg es, en efecto, un rincón de la, Alemania legendaria. Estos montes frondosos, este verde valle, este
torrente rojizo, han sido largo tiempo la morada de misteriosos espíritus, guardianes, de la Alemania vieja. En este castillo, o, al menos, en el caserío en cuyas ruinas fue edificado,
vivió un Emperador alemán, envenenado seis meses después
de su elección, como era propio de un Emperador de la
Edad Media, de larga barba y de traje de hierro. Más tarde le
habitó un Emperador menos bárbaro, Ernst, que hizo de él
la morada de la poesía y de la filosofía. Rothberg tuvo Princesas de belleza y gracias célebres, tal como María Elena, por
el amor de la cual un bello oficial desertó y perdió la vida...
Pero Ernst y María Elena, aun habiendo cambiado sus vestidos de hierro por otro de seda eran aún la antigua Alemania.
-¿Y hoy?- preguntó Gritte.
-Hoy, querida, el Principado es, regido por un soberano
muy moderno que, aun habiendo nacido de este la de del
Rennstieg toma la consigna de Berlín. Este, Príncipe reina en
Rothberg, que tiene 1.800 habitantes, en Litzendorf, población industrial que cuenta 3.000, y sobre otros, 2.000 habitantes, dispersos, en los bosques. La amistad de Guillermo I
con el padre del Príncipe actual valió a Rothberg el conservar
una sombra de independencia; el contingente militar es reclutado en su territorio y permanece en él; y el selle, de co49
MARCEL PRÉVOST
rreos con la imagen del Emperador Hunther adornado de un
casco, subsiste todavía,. Pero el Príncipe reinante, Otto, cifra
toda su ambición en adaptar su dominio a la imagen de, la
Prusia. Ha tomado de su dueño los, bigotes retorcidos, el
gusto de los telegramas sensacionales y la manía de los, uniformes... Ya le verás; conocerás la pequeña Corte disciplinada
a la prusiana: el mayor de Marbach, prusiano de origen, el
Conde Lipawski, el Hof-intendente, el Barón de Drontheim
ministro de policía y jefe de toda la administración, el arquitecto, el capellán, el maestro de capilla, sin contar el presidente del tribunal, que tiene su asiento en Litzendorf, y
diversos funcionarios menos importantes. Toda esta gente
oficial es muy prusiana, a imagen del amo, o, por mejor decir,
muy cursi... Ahora, bien, es sabido que los genios, y las hadas
detestan a los cursis. Por eso no los encontrarás en el territorio de Bothberg, a no ser que te pasees por el Rennstieg a la
luz de la luna.
-Y el Príncipe, tu discípulo, ¿es amable? preguntó Gritte
después de un rato de silencio.
-Es un niño de buen fondo, con resabios de cólera y de
violencia, herencia de sus antepasados, y una tendencia al
disimulo que procede del modo brutal, de moda en el ejército prusiano, que tiene de educarle el mayor Marbach...
Conmigo debo convenir en que está lleno de amabilidad.
-¿Y la Princesa?
No respondí al pronto, muy contento de que el crepúsculo ocultase el rubor que subía a mis mejillas.
50
LOS MOLOCH
-La Princesa -dije- es una, Erlenburg antigua raza alemana... Es culta y habla bien el francés...
En este, momento sonaron pasos en el terrado contiguo
al nuestro, y Gritte dejó de escucharme.
- Mira -me dijo en voz baja- ¡el señor Moloch!
Era el viejecillo del camino, con su levita negra y su
sombrero de copa alta. Con las manos en los bolsillos del
pantalón, estaba mirando el valle con sus ojos giratorios.
«¿Por qué le llama Gritte el señor Moloch? -pensé. Después hice memoria: -¡Ah! dinamólogo. La palabra de Herr
Graus... Gritte simplifica»
-No se llama el señor Moloch- dije sonriendo; -se llama
Herr profesor Zimmermarm.
Mi hermana no respondió, pero cuando apareció a su
vez la anciana, vestida esta vez con un bonito traje, de tafetán, y su mano de marfil antiguo fue a reunirse, en la balaustrada, con la mano agitada y arrugada de su marido, Gritte
añadió:
-Y ahí tienes a la señora de Moloch.
51
MARCEL PRÉVOST
III
«Estos rebajamientos de alma y estas voluptuosidades de
apaciguamiento no debe sufrirlos el amor,» leía la Princesa.
«Su esfuerzo, por el contrario, es elevar a la persona amante
o, al menos, mantenerla a su nivel, y cultivar la unión por lo
que la estrecha y la hace solamente posible y real: la igualdad.
Si los dos amantes están tan desproporcionados, ningún
cambio ni mezcla serán posibles. No se conseguirá nunca
armonizar todo con nada.»
A la claridad de la mañana, filtrada por las cortinas, estaba yo escuchando este trozo, que la Princesa, acentuaba con
la aplicación de una buena discípula y también con el subrayado de ciertas, palabras que hace una lectora que quiere pro
bar que comprende, que aprecia y que interpreta.
Estábamos en el saloncillo biblioteca, ella sentada delante de un veladorcito, y yo cómodamente instalado en una
butaca. En el fondo, hacia la puerta, la dama de honor, señorita de Bohlberg, joven de unos cincuenta años, delgada y
maciza al mismo tiempo y con un gran bigote, estaba bordando un mantelillo con aguja incansable y sin levantar ja52
LOS MOLOCH
más los ojos. La amarillenta luz tamizada por los encajes antiguos, animaba la encantadora pieza Luis XV, gris y blanca y
con armarios alambrados guarnecidos de encuadernaciones
antiguas... Entre las des ventanas, el retrato del Príncipe
Ernst, el abuelo que había decorado aquel saloncillo y coleccionado los libros. Tenía el Príncipe una cara fina y angulosa,
de ojos, negros e inteligentes, nariz un poco gruesa y sonrisa,
irónica. Muchas veces, durante la lección, mientras leía mi
augusta discípula, dialogaba, yo mentalmente con el retrato
del Príncipe Ernst, amigo de Voltaire, y viviente y parlante
bajo su peluca de delgada, coleta anudada con una cinta color fuego.
Aquella mañana me pareció que me decía:
-Amigo mío, está usted haciendo decir a mi descendiente, un extraño galimatías, adornado de algunas verdades de
Perogrullo.
-Príncipe -repliqué para mis adentros- es verdad que eso
es horrible. Piense usted, sin embargo, que antes de mi venida su descendiente se alimentaba de novelas, que pretendían
ser francesa, enviadas por un editor de Leipzig. Aquello se
llamaba: Carnes ardientes, Los falsos sexos, El Infierno de las voluptuosidades, ¿qué sé yo?. La dulce Elsa tomaba aquello por literatura francesa. Se dedicaba, por otra parte, a las, sobras de la
escuela decadente, que floreció en París hacia 1890, y creía
ver claro en aquella noche. Ahora practica a Hugo, a Verlaine, y a Balzac. Y hoy, si usted no se, opone, está leyendo a
Michelet.
La Princesa, continuaba su lectura.
53
MARCEL PRÉVOST
«El estado de las mujeres del Norte es muy movible.
Basta, con frecuencia un poco de habilidad y de amor para
convertir esa pura persona y hacerla pasar de repente a la más
encantadora dulzura, a las lágrimas y a los más amorosos
abandonos. El hombre debe reflexionar esto muy bien»
¡Excelente consejo del ilustre escritor!. Púseme a reflexionar en los amorosos abandonos de las mujeres del Norte,
y, para dar cuerpo a mis reflexiones, miré atentamente a mi
soberana. Su bata de muselina de seda, crema, de una elegancia recargada que denunciaba su procedencia berlinesa, abultaba un poco sus formas. La Princesa se vestía con más gusto
en Viena o en París, pero de vez en cuando, el Príncipe hacía
para ella un pedido a Berlín, obligándola a honrar la industria
nacional. Alta y sólidamente hecha como la mayor parte de
las eldemburguesas, Elsa había permanecido flaca y huesuda,
según decían, hasta hacia unos cuatro años. Entonces se puso a engruesar su cara y sus miembros adquirieron una gracia
que les faltaba y hasta se rejuveneció al mismo tiempo...
Aquella mañana, mientras ella leía a Michelet con un tono tan
recalcado, no tenía necesidad del complaciente esfuerzo que
hacen los jóvenes para encontrar adorable el objeto de su
preferencia. Deteníanse mis, ojos en la nuca rubia y mate y en
el pesado edificio de cabello que la coronaba. Los cabellos,
los abundantes cabellos, cenicientos, son una planta alemana.
Las niñeras, como las Princesas, exponen allí cabelleras que
harían exasperar a una, parisiense. Pero, aun en país germánico, el cabello de la Princesa era un raro ejemplar. Coronaba y
servía noblemente de marco a una cara un poco acarnerada,
54
LOS MOLOCH
que se estaba haciendo bastante original desde que se ponía,
más ordinaria y a la que un observador desinteresado no hubiera podido reprochar más que cierta vulgaridad. Los ojos,
no muy grandes y de un azul obscuro, tenían una mirada tan
joven, tan benévola y hasta tan tierna, que iluminaban toda la
cara. La primera vez que me miraron aquellos ojos, los juzgué penetrantes y me turbaron. Ahora sabía, que estaban
desprovistos de toda penetración, pero que eran ricos de
bondad y de una encantadora curiosidad sentimental. No
veían de un modo muy perspicaz las personas y las cosas,
pero querían verlas de cierta manera que deseaba el corazón.
Como el cabello, como la nuca como todo el cuerpo y la fisonomía de Elsa, los ojos desprendían ese fluido cuyo nombre no se puede traducir en francés y que los alemanes llaman
Gemüthlichkeit.
«¡Querida Elsa -pensé,- qué agradecido le estoy a usted
por haberme esperado para ser bonita!. Porque sus retratos
de la primera juventud me seducen menos que la madurez
presente…»
-Señorita de Bohlberg dijo en este momento la Princesa,
dejando el Michelet en el velador hace un hermoso sol y creo
que es la hora prescrita por el médico para su paseo de usted.
La de Bohlberg arrolló prontamente su labor y con aire
afectado salió del saloncillo sin decir una palabra. En cuanto
cerró la puerta, la Princesa me miró y se echó a reír.
-¡Le odia a usted a muerte esa pobre Bohlberg. Está celosa de mí y de usted. ¡Bah! dejemos la lectura; no podía yo
soportarla. Venga usted, más cerca, más cerca de mí...
55
MARCEL PRÉVOST
Fue esto dicho, seguramente, con una amable impaciencia, pero con todo, esa amabilidad ocultaba un tono de mando, el tono de las personas que toda su vida han visto
muchos espinazos encorvados. Como de ordinario, aquello
echó a perder mis sentimientos amistosos. Me aproximé en la
actitud de recibir órdenes.
-Y bien -dijo Elsa,- ¿nada más?
Y se pintó en sus facciones tan cándido desengaño, que
no pude menos de sonreír. Cogí la, mano que me ofrecía, y
puse en ella. Los labios durante más tiempo del que marcaba
la etiqueta.
-¡Cómo! -me dijo- no me ha visto usted en cuatro días y
son esas sus maneras... Siéntese aquí.
Obedecí y me senté en una banqueta próxima a la suya.
Miré aquellos, ojos azules y los vi un poco húmedos. Acaso
porque había mirado una hora antes la cara, infantil de Gritte, leí en la, tierna mortificación de aquellos ojos mojados la
cifra de los años. Y esto me conmovió. La fuga de la belleza
femenina es impresionante. Sentí haber estado ausente; acaso
al romper la costumbre había, perdido la facultad de estar
enamorado.
«¿Qué va a ser de mí?- pensé con egoísmo.- ¿Cómo voy
a soportar la vida de Rothberg Schloss si no estoy ya enamorado? Interminables meses de invierno,
¿cómo sufriros sin una pasioncilla?»
La Princesa habló con voz un poco turbada.
-Amigo mío -dijo- me he sentido muy sola cuando usted
estaba, ausente. El Príncipe, ha cazado y ha hecho el ejercicio
56
LOS MOLOCH
con la guarnición. Yo me he paseado con la señorita de
Bohlberg, a quien he mortificado cuanto he podido porque
no podía disimular su alegría sabiendo que estaba usted lejos... He comprendido entonces, cuánta necesidad tengo de
usted.
«La verdad - pensé - que no es nada soberana. Es solamente tierna y, ¿cómo decirlo? amable. Una obrerilla de Iena
no debe de recibir de otro modo a un estudiante, su amigo,
que ha pasado tres días fuera de la población.»
El feo sentimiento de ser el más fuerte, el extraño gusto
de atormentar a, quien nos ama, y, acaso, también el deseo
perverso de hacer llegar hasta la crisis aquella sensibilidad
excitada, me, hicieron responder con un respeto, afectado:
-Señora, a mí también se me ha hecho el tiempo largo
lejos de aquí; puede Vuestra Alteza estar segura.
La Princesa, retrocedió vivamente.
-¡Alteza!... ¡ Me llama usted Alteza ahora!... ¿Quién le ha
cambiado a usted en estos tres días, de Carlsbad? ¡Ah!. No es
usted más que un francés frívolo y ligero, y haría yo muy mal
de tomar cariño a un francés. Le he permitido a usted tratarme sin la etiqueta propia de mi clase, y es otra falta, de respeto el rehusar este permiso.
Se levantó y para ocultar las lágrimas que apuntaban de
nuevo en sus ojos, fue bruscamente a la ventana.
«Su cabello es admirable y su tallo es lindo -pensé.
-Decididamente tiene, razón; no soy más que un frívolo francés. Pero ¿por qué, hasta en sus momentos de pasión, carece
de tacto? ¡Siempre el recuerdo de mi situación de subordi57
MARCEL PRÉVOST
nado!... ¡Siempre las palabras de permiso, obediencia y respeto!...»
Cuando se volvió se había enjugado los ojos y me dijo
solamente:
-Lo que usted hace no está bien.
Estas palabras encontraron el camino de mi corazón. Se
me pasó la gana de, hacer con ella y conmigo mismo experimentos de psicología complicada, y me volví yo mismo, el
estudiante, de leña, a quien su amiga de los dedos pinchados
por la aguja da celos sin motivo a su regreso. Cogí los, dedos
sin pinchazos de una larga, bella y noble mano que descansaba en los bordados de la bata de Berlín. Aquella mano resistió un poco, pero al fin la aprisioné.
-¡Mi gran amiga!- murmuré.
Elsa me dirigió una sonrisa. Gustábale esta apelación
que se me ocurrió un día para hablarla, y en la que ella distinguía no sé qué ingenio francés.
-¡Oh!- dijo- es usted muy amable llamándome así.
Nos sentamos juntos en un sofá próximo a las ventanas.
-He comprendido -siguió diciendo- qué preciosa es para
mí la presencia de usted volviendo a hacer durante tres días
la vida, que hacía, antes de su llegada al castillo. Había llegado a embriagarme por completo desde que estaba usted a mi
lado y no me daba ya cuenta de la realidad. Mi prisión me
gustaba porque había participado de su curiosidad de usted
para conocer esta prisión de Príncipes. Antes nada en ella me
interesaba, porque todo lo había visto desde la infancia. El
palacio suntuoso, los grandes salones, las recepciones, la tie58
LOS MOLOCH
sura, alemana... Usted, joven parisiense, que nunca había sido
recibido en una Corte, encontraba esto nuevo. Y me divertía,
explicárselo a usted todo, enseñarle el salón de los caballos, el
de los, retratos, la milagrosa Virgen de acero en la capilla, la
sala de los ciervos... asociar a usted -a mi vida de Princesa o
iniciarme también en la suya, que yo ignoraba... ¡Nunca había
hablado con un francés!
-¿Y el profesor de baile?- pregunté sonriendo.
- Era -contrahecho, se llamaba Birenseel, y creo que era
belga... Sí, el castillo, el paisaje, la Corte, me parecían al fin
vivientes y como despiertes de un sueño de quince años. Y el
mismo Príncipe -añadió con una sombra de embarazo, pero
con la seriedad de una persona a quien falta radicalmente el
sentido de lo cómico,- el Príncipe, que se digna de tan buen
grado discutir con usted, que defiende la grandeza y la belleza de Alemania contra la gracia y el ingenio con que usted las
disminuye, encontraba yo que tenía unos pensamientos y un
carácter que antes no sabía apreciar ni poner en claro. Le
agradecía esas discusiones que animan con sus argumentos
su ingenio de usted... Y el mayor de la. Corte me resultaba
interesante porque le detesta a usted y no se atreve a atacarle a
causa de, mi amistad. Y hasta mi pobre Bohlberg, que me
divertía como un personaje de novela y que se ponía amarilla
de celos, ella, que creía yo que era solamente la etiqueta vestida...
Se interrumpió y me miró... Me parecía verdaderamente,
delicioso de oír lo que me estaba diciendo y no lo encontraba
demasiado mal dicho. Le di las gracias Y al mismo tiempo la
59
MARCEL PRÉVOST
animé a -proseguir apoyando mis labios encima del brazalete
de barbada que ceñía su puño derecho.
-¡Qué lástima -murmuré esta vez con acento convencido- que no pueda escribir las lindas cosas que acaba usted de
decir!
-¡Se burla usted!- respondió.
Empleaba a menudo las locuciones de repertorio y
aparte de algunos germanismos, hablaba en suma una excelente lengua francesa. Me puso la mano derecha en el hombro y prosiguió:
-¿Y Max, mi pequeño Max, que le tiene a usted tanto cariño y que dice tan amablemente: «¿Mi compatriota el señor
Dubert?» Porque ese ama por instinto, su lengua de usted y
su país. Es el vivo retrato de su abuelo Ernst con un poco de
mi corazón además. ¡Ha hecho tantos progresos desde su
llegada de usted! El niño dormido que era en otro tiempo se
ha despertado y héchose inteligente. Pues bien, en cuanto se
ha marchado usted, Max se ha vuelto a dormir, y, con él, toda
la Corte, el castillo y el paisaje del Rotha... Bohlberg ha,
vuelto a sacar a relucir sus antiguas historias, que no se atrevía a contar hacía un año, las historias de su familia, que procede de Ottomar el Grande, según dice ella. Y por mucho
que le decía que todo eso no me importaba gran cosa, no me
perdonaba ni un Kuno, ni un Friedebrando ni un Teodulfo.
En la mesa, el Príncipe y el mayor han vuelto a su discusión
sobre el material de artillería. Delante de usted se callan, porque tienen miedo de que dé usted noticias a su Gobierno.
60
LOS MOLOCH
Como si le importasen a usted algo los cañones, ¿verdad
amigo mío?..
«Convencido -pensé.- Soy el francés ligero y frívolo; los
cañones no tienen importancia para mí... Sin embargo, ha
existido Valmy... Y hasta Saint-Privat ... »
- Sí -continuó diciendo- todo me ha parecido soporífero
y odioso. Así es que he querido estar sola con el recuerdo de
estos diez meses. Me he negado a salir en faetón con el Príncipe, he despedido a Bohllberg y he dejado a mi pequeño
Max al cuidado del mayor. He vuelto a hacer yo sola nuestras
peregrinaciones por el parque... y sobre todo la de María Elena...
Bajó los ojos confusa, y yo pensé:
«No hay verdaderamente por qué ruborizarse. ¿Será inocente?. ¡Por un momento en que su cabeza de Soberana se
apoyó en el hombro del preceptor en la gruta de María Elena!»
- Todo eso -siguió diciendo,- me ha hecho comprender
mejor qué vanos son los recuerdos... Desesperada me encerró
aquí; y he vuelto a leer todo lo que usted me había leído...
cosas francesas que me daban el sonido de su voz. Esto me
encantaba y me atormentaba, mi carácter se ha hecho execrable. ¡Ayer pegué a Bohlberg porque me pinchó en la espalda
al abrocharme el vestido!...
Besé francamente la bella mano larga, que se iba, poniendo febril.
-Yo también -respondí- he dado a usted durante estos
días de ausencia lo mejor de mi pensamiento. Cuando el tren
61
MARCEL PRÉVOST
me llevaba, lejos de Rothberg, me sentía horriblemente solo.
Su fotografía de usted no ha dejado un momento de estar al
alcance de mi mano y de mis ojos. Y ayer mismo, en la estación de Steinach, esperando la llegada, de mi querida hermanita, volví a leer la carta de usted.
-¿Verdad? -exclamó la Princesa muy alegre.
Hizo un movimiento para llevarse a su vez a la boca mi
mano, esta mano plebeya que tenía en la suya. Pero 1a herencia regia y la educación pudieron más que el instinto y en una
encantadora, torpeza, volvió a dejar mi mano en sus rodillas.
Yo pensé: «He dicho una semimentira. Leí la carta de
Gritte antes que la de Elsa, y la de ésta se borró anta la. de
aquélla. Pero ¿qué es una semimentira en asuntos sentimentales?»
Hasta en este punto de la aventura y de mis reflexiones,
había yo conservado una sangre fría casi absoluta. Me veía
obrar, según la buena tradición psicológica. Pero la Princesa,
después de haber detenido tan bruscamente el tierno ademán
comenzado, tuvo por ello, sin duda, algún remordimiento, o
bien su corazón sufrió sencillamente un impulso. Elsa murmuró:
-Venga usted más cerca... Puesto que ha pesado usted en
su soberana, le permito ponerse más cerca, como en María
Elena Sitz.
Seamos sinceros; toda gana de analizarme y de reflexionar desapareció, y tomé instantáneamente la posición, memorable entre, nosotros porque hasta entonces, había sido única,
llamada de María Elena Sitz.
62
LOS MOLOCH
-¡Amigo mío¡ - murmuró Elsa, esta ausencia, me ha hecho ver terriblemente el mal de mi corazón... ¡Dígame, usted
si... me ama¡
Estas últimas palabras fueron un ligero aliento; preciso
era escuchar de tan cerca como yo estaba para percibir lee,
sonidos. Le respondí con voz cuya seguridad me asombró a
mí mismo:
-Sí... bien lo sabe usted... la amo.
Se separó de mí, como si mi respuesta pedida por ella,
sin embargo, la hubiese herido. Su cara expresaba una gran
turbación y no echó de ver siquiera que se desprendía de sus
cabellos un peine de concha. En seguida recorrió vivamente
con los ojos toda la tranquila biblioteca y, por las ventanas, el
paisaje del Rertha.
-He sufrido aquí demasiado -murmuró como si se justificase.- ¡Esto no es, vivir! ¡Mis más hermosos años, se pasan
en esta prisión! Le aseguro a usted, Luís -añadió volviéndose
hacia mi,- que no hubiera pedido más que encontrar en el
matrimonio el gozo completo de mi corazón. No crea usted
que soy como sus compatriotas, que no toman en serio el
matrimonio. Cuando me casaron con el Príncipe Otto tenía
yo diecisiete años y era lo que uno de los novelistas franceses
ha llamado: una gansa blanca. No era el ser Princesa reinante
lo que me tentaba, sí el ser la, mujer de mi marido, como una
pequeña burguesa. Al principio, adoptó los gustos del Príncipe Otto y me interesé por las cosas del Imperio, por los
créditos militares, por la caza, por el material de artillería, por
la cuestión del sello de correos de Rothberg y por el asunto
63
MARCEL PRÉVOST
de la guarnición... Sí, por todo eso me interesé porque, bien
lo sabe usted, mi corazón es muy germánico y además amaba
n mi marido y quería que me gustase lo que a él 1e gustaba...
Solamente, deseaba que el Príncipe se interesase por todas
estas cosas ¿cómo diré yo? por mí, a causa mía. Quería ser su
primer cariño, su primer cuidado. Y no ha hecho falta mucho
tiempo para echar de ver que yo era, ni más ni menos, la
Princesa. Como en seguida le había dado un hijo, no esperaba ya nada de mí. Era yo joven, sin embargo, y bonita, aunque todo el mundo dice que ahora lo soy más. Al Príncipe le
han gustado más que yo todas mis damas de honor, todas las
mujeres de los funcionarios y hasta las criadas. Hoy está
enamorado de esa Frika Drontheim, la hermana del ministro
de la policía, una muchacha tan mal educada y tan delgaducha... Creo que no ha respetado más que a la Bohlberg...
Vibrante y nerviosa, fue a abrir de par en par la ventana,
respiró el aire del valle y vino hacia mí.
-¡Me ahogo -dijo,- me ahogo aquí! Es esto muy pequeño
para mi corazón si no hay alguien que le retenga. Esta Corte
congelada en su antigua, etiqueta... este pueblo sin impulso Y
vulgar hasta, en el respeto y el cariño... esta monotonía de los
días siempre idénticos... todo esto no es soportable más que
con el amor. Y yo no lo tengo. Ha habido días en que me he
levantado como loca, resuelta a escaparme, de aquí sí no encontraba la aventura, la fantasía... No hubiera dependido más
que de uno de mis súbditos, si mi cara le hubiera agradado, el
aprovechar un capricho de su soberana... Vagaba por el parque, y pensaba: «Soy joven... soy bella... Entre los habitantes
64
LOS MOLOCH
de este valle, ¿no habrá uno solo que sueñe con mi cara, que
trate de verla más de cerca, que se deslice entre la espesura del
parque para acercarse a mi, como aquel oficial que hace siglo
y medio se enamoró de la Princesa María Elena?» ¡Qué indulgente hubiera, sido yo!... Las puertas del parque están
abiertas, casi siempre, no hay que hacer para entrar más, que,
levantar un anillo de alambre... Solamente, un antiguo letrero
colgado de un árbol, dice, en los caminos que penetran en el
parque: Verbotener Weg. Y este pueblo es tan servil, que no se
comete jamás una infracción a la consigna. No sólo no he
encontrado nunca el súbdito enamorado, como María Elena,
sino que jamás un mozo ha subido los senderos, del parque
para robar una flor para, su novia... Y nunca una muchacho,
ha pedido a su novio que robe esa flor...
Se calló, conmovida por el sonido de, sus propias palabras.
-Entonces -siguió diciendo más bajo,- cuando empezaba
a embotarme, en mi aislamiento, la Providencia le envió a
usted...
Se interrumpió otra vez y se echó a reir con su alegre risa
de colegiala al recordar una imagen que vino a su memoria.
-Figúrese usted -continuó,- que cuando el Príncipe, me,
dijo el año pasado que había pedido a la embajada de Alemania en París, un profesor de francés para Max, me figuré
en seguida a ese profesor bajo las facciones de mi antiguo
maestro de baile, el belga Birenseel... Un viejecito de piernas
flacas y en cuanto no era jorobado. Pero al día siguiente de
su llegada de usted, adiviné que era usted un guapo mozo en
65
MARCEL PRÉVOST
el aspecto de descontento de la Bohlberg, a quien interrogué
sobre el caso. «No me gusta,» me, dijo en tono afectado. a la,
Bohlberg no le gustan más que las cosas feas. Le gusta 19,
etiqueta, los trajes de Berlín y el mayor de la Corte.
La clara risa de Elsa resonó otra vez después de estas
palabras. La risa de Elsa, tenía quince años menos, que ella.
Cerrando los ojos, oí reir a mi lado a una muchacha.
-Usted ha cambiado mi vida -dijo poniéndose seria y
sentándose muy cerca de mí en el mismo sofá.- Me he, despertado y he probado la naturaleza, los libros, la vida. No
quería reconocer que usted era la causa, de esta, transformación; eso me humillaba y mortificaba mi pudor de mujer y mí
orgullo de Princesa. Pero tres días de ausencia han bastado
para, quitarme mi orgullo...
Bajó los, ojos y no acabó la frase, sin duda para dar a
entender que el pudor de la, mujer no había desaparecido
con el orgullo de la Princesa. Creo que todas estas palabras
femeninas en las que la ofrenda de sí misma estaba tan poco
disimulada, no alteraron mis sentidos; pero embriagaron a
fondo mi vanidad. Y llegué a discutir las objeciones de moralidad, lo que es señal del consentimiento del instinto.
«El marido es un enemigo... un enemigo de mi país y de
mi raza. Bajo sus apariencias correctas, es a veces de una insoportable insolencia. Además, es un mal marido. Es cierto
que me paga, pero ¿no le doy nada en cambio de su dinero?»
Cuando estaba reflexionando así, sentí que suavemente
me impulsaba un brazo desnudo a adoptar de nuevo la posi-
66
LOS MOLOCH
ción de María Elena. Mis ojos se levantaron hacia mi soberana:
«Yo también estoy solo -pensé. - Somos dos desterrados.»
A pesar de las resoluciones anteriores de no hacer nada
en ese sentido, debí de iniciar algún ademán de aproximación, pues las miradas de Elsa entraron, por decirlo así, en las
mías.
«Resistir a su amor seda ridículo»-pensé en el momento
en que la Princesa me miraba más amorosamente, -teniendo
entre las suyas mis manos de plebeyo. Y no pude menos de
imprimir en su mano un beso que fue algo más que respetuoso.
¡Beso! ademán sutil, extravagante, con frecuencia un
poco cómico y a veces trágicamente conmovedor; roce de los
labios que, no saben ya moverse para la palabra, después de
haber dicho todo lo que, las palabras pueden expresar; beso
instintivo, hereditario y, sin embargo, convencional, ¿quién te
inventó, quién te perfeccionó, quién hizo de ti, en nuestra
civilización harta de tradición y de historia, el rito del acuerdo pasional, la última de las escaramuzas amorosas, el sello
de, la promesa definitiva y como el anillo de esponsales de la
posesión? Si algunos amantes te cambian en la embriaguez de
un transporte que no es ya dueño de si mismo, con cuánta
mayor frecuencia eres el sencillo y cómodo fin de una situación que sin ti se, convertiría pronto en intolerable y ridícula... ¿Qué decir después de haber dicho ciertas cosas? a los
pobres amantes, cortos de elocuencia les quitas hasta la posi67
MARCEL PRÉVOST
bilidad misma de hablar y los amordazas sabrosamente en el
momento en que, sin duda, no dirían más que simplezas.
Eres espiritual, ¡oh! beso, porque la cantidad de tonterías
que, gracias a ti no se, han pronunciado, jamás, es sin duda
innumerable. Pero eres también traidor. Comenzado a veces
sin entusiasmo y por pura conveniencia mundana, mezclas
los seres, haces brotar entre ellos, el fogoso instinto que
creían domado por la urbanidad y dormido por la morfina
de los usos. Hay labios que se han unido sencillamente para
cumplir una formalidad sentimental y casi mundana, y perciben de repente un sabor imprevisto; las electricidades contrarias se cambian por esos polos en contacto, de tal modo, que,
una vez desunidos, los dos seres no son ya los mismos que
antes del beso. Por eso, a pesar de tu aspecto ritual, a pesar de
tu deseo de permanecer semi-ideal, acabas por aparecernos
como el signo masónico del genio de la especie, ademán
inexplicable, ingenioso, falaz...
-¡La Bohlberg! -exclamó de repente la Princesa.
Su mano atrapó bastante hábilmente el Michelet abierto
en el velador... Y yo me aparté todo lo que me lo permitió el
estrecho sofá.
«Las mujeres puras, dulces y fieles- leyó Elsa,- las mujeres que no tienen nada para disimular, necesitan más que las
otras la confesión del amor verterse sin cesar en un corazón
amante... ¿En qué consiste que el hombre aprovecha generalmente tan poco tal elemento de dicha? ... »
La Bohlberg entró acompañada de esta pregunta verdaderamente angustiosa. Elsa leyó todavía dos o tres líneas y
68
LOS MOLOCH
después cerró el libro y se levantó. Había reconquistado su
sangre fría, pero sus ojos brillaban de felicidad.
-Bohlberg, ¿se ha paseado usted bien? ¿Cómo van esos
dolores?
-Doy las gracias a la señora Princesa. Casi no puedo andar, la Princesa lo sabe bien. Por obedecerla, he dado dos, o
tres pasos por el parque, me he arrastrado hasta un banco, y
me he estado en él media hora.
-¡Bueno! Eso le hará a usted mucho bien, Bohlberg.
-¿ Puedo hacer una pregunta al señor doctor?
-Ciertamente.
-Señor doctor, ¿por qué ha traído usted de Carlsbad
cristal falso en vez de verdadero cristal, para completar el servicio de Bohemia?
-Señorita -repliqué,- he hecho lo que he podido. Deploro mi torpeza, pero no tengo competencia especial en cristalería.
-Deje usted en paz al señor Dubert -dijo la Princesa
contrariada.
-¿La Princesa va a vestirse? -siguió diciendo la vieja inflexible.
-¡Sí, sí! Vaya usted a esperarme en el tocador... Hasta
muy pronto, señor Dubert, y gracias por su buena lección.
Ese Michelet es de los autores que apasionan.
La de Bohlberg salió gruñendo por la alcoba. Cuando yo
me dirigía a la puerta del salón, Elsa dio detrás de mí dos o
tres pasos...
69
MARCEL PRÉVOST
Y la puerta entreabierta, sirvió de marco a una corta réplica del gesto ritual por el cual, hace tantos siglos, el verbo
amar se hace carne en los labios humanos.
70
LOS MOLOCH
IV
A ese paso alado que se tiene en los sueños, atravesó los
dos salones de la Princesa, el Luis XVI y el Imperio, y después el vestíbulo donde ennegrecían las paredes innumerables cuadros de les siglos últimos, muy ledianos. La escalera,
de mármol obscuro de Doschnitz, me llevó -si verdaderamente me llevó, -hasta la planta baja, por donde llegé a
la columnata de barro de Grosgalitz, a la escalinata de honor
y al patio... En el patio me crucé con el Hof-intendente,
Conde de Lipawski, que vino a hablarme. Era el Conde un
hombre de unos cincuenta años, pequeño, vivo y regordete,
muy erudito por otra parte, Y cuya, amenidad estaba aguzada
por un dejo cáustico.
-Señor doctor -dijo,- presento a usted mis respetos,
¿Viene usted de enseñar a nuestra encantadora soberana?
¿Trabaja a su gusto de usted?
-La Princesa -respondí en tono solemne,- es admirable,
de inteligencia y de aplicación.
-¡Muy bien! Toda la Corte nota, en efecto, desde que
usted ha llegado, su gusto muy vivo por el francés, quiero
71
MARCEL PRÉVOST
decir por la lengua francesa, ¿comprende usted? Hasta la
vista, dichoso doctor.
Y se alejó, dicho esto, sin dejarme tiempo para replicar.
Sonaron en el reloj de la torre del castillo los tres cuartos para
las once -«Bueno -pensé,- tengo veinte minutos de libertad
antes de la elección del Príncipe.» Me gustó tener este rato
para aislarme y reflexionar. Porque la bromita del intendente,
había echado una ducha a mi alegría y me hubiera molestado
encontrar a Max inmediatamente. Me fuí al parque por el segundo patio y las estufas.
Hacía el mismo tiempo de la vida, el tiempo que se imagina para el paraíso, el tiempo que Puvis de Chavannes hace
reinar en su Dulce país. Todavía no se había evaporado la frescura que exhala durante la noche el agua temblorosa del Rotha, y, a pesar del cielo sin nubes, en el que lucía, el sol de
agosto, el aire rozaba los miembros y acariciaba el paladar.
Un velo ligero e invisible se extendía entre el cielo y la tierra,
tamizaba la claridad y le quitaba justamente lo que hubiera
tenido de excesivo. Luz, aire, color del sol, movimientos de
los árboles, cuyas ramas agitaba dulcemente una imperceptible brisa; todo a mi alrededor era, voluptuosidad y alegría.
Había pasado de las estufas y atravesado el jardín de la
Princesa, cuyas flores sembraba y cultivaba ella con sus activas manos alemanas. Las begonias, las capuchinas y los geranios multicolores, dibujaban en él arabescos. Plantado en la
cumbre misma de la colina, ese jardín se desarrollaba a lo largo y llegaba al parque que se dividía en dos regiones bien
distintas. La una, que ocupaba la estrecha meseta, estaba arre72
LOS MOLOCH
glada al estilo francés y databa del Príncipe Ernst. Cada, pequeño soberano de Alemania quería, entonces poseer su
Versailles. Y, como en Versailles, aunque reducidos a proporciones minúsculas por la exigüidad del espacio disponible, se encontraba, allí, en efecto, un lago, un paseo e»n
bronces figurando delfines y faunos y cenadores de verdor
en espesuras por donde circulaban senderos misteriosos...
Más lejos, la colina, en rápido declive descendía por todas
partes hacia el Rotha. Este era el parque inglés, conquistado
sencillamente a la selva que le rodeaba. Era también el lugar
favorito de mis paseos con la Princesa. Me pareció conveniente ir a soñar un instante en la famosa gruta de María Elena. Y tomé el camino más corto atravesando el laberinto del
jardín francés.
Cuando pasaba por uno de los cenadores, me detuvo el
ruido de dos voces. No tenía yo gana alguna de tener un encuentro o turbar una cita de las que daba allí el Príncipe algunas veces a las súbditas preferidas; pero conocí en seguida
las voces, que hablaban alto sin la menor precaución. La una
y la otra eran jóvenes; una voz de pollo que acaba de mudar
la pluma y un claro timbre de muchacha. Aquella conversación familiar, entrecortada de risas, se cambiaba entre Gritte y
el Príncipe heredero.
¿Cómo diablos se habían conocido? ¿Cómo esta Gritte
había entrado en el jardín?
Me aproximé despacito y los vi sentados juntos en el
banco circular de madera. Un fauno de piedra, musgoso y
desportillado se reía encima de ellos. Gritte tenía en la mano
73
MARCEL PRÉVOST
un ramo de rosas, y me estremecí pensando que había podido cogerlas en los cuadros del Príncipe. La muchacha escuchaba a Max, cuya silueta un poco flaca, vestida con el uniforme azul y cabos de plata, veía yo de frente, mientras que
Gritte me volvía la espalda,
-Cuando acabo mi lección de conversación con el señor
doctor...-decía Max.
-¿Qué doctor?.
-Su hermano de usted, el doctor Dubert...
-Mi hermano no es doctor. Un doctor, en francés es un
médico. ¡No hay que hablar alemán en francés!
-En fin -siguió diciendo dócilmente Max,- cuando su
hermano de usted, el señor Dubert, acaba de darme la lección, voy a reunirme en el castillo con el Conde de Marbach,
que me enseña el arte militar.
-¿Quién es ese Conde?
-Es el mayor de la Corte. Ha nacido en Bringen, en Prusia. Ha hecho la campaña de los Horreros y ha vuelto con
una enfermedad del hígado. Ha estado a punto de saltar allá
con una mina y desde entonces, la menor explosión le hace
desmayarse. Apenas puede cazar. Y como no podía permanecer en el servicio, mi padre le ha traído aquí.
-¿Qué es lo que le enseña, a usted?
-El ejercicio, ante todo, como a un soldado. La táctica.
La balística y a montar a caballo; él monta muy bien. Solamente -añadió el Príncipe como si temiera ser oído por su
terrible mentor- no es un profesor como su hermano de usted. Tiene las maneras prusianas... ¿Sabe usted?...
74
LOS MOLOCH
-¿Cuáles son las maneras prusianas ?
El Príncipe miró a su alrededor con expresión medrosa...
Y estuvo a punto de hablar. Pero se contentó con un gesto
vago, y dijo después de un rato de silencio:
-En fin, yo prefiero a su hermano de usted.
-¡Lo creo! -dijo Gritte pavoneándose; -no encontrará
usted muchos profesores como mi hermano. En primer lugar, es un hombre de mundo.
-¡Ah! - exclamó cándidamente el Príncipe Max.-¿ Es noble?...
-¡Noble!... En Francia, desde la Revolución, el ser noble
o no serlo no significa nada. Hay las personas bien educadas
y las que no lo están, los de buena familia y los que no lo son
... Mi hermano y yo somos de buena familia. Antes de nuestros reveses de fortuna y de la muerte de nuestro padre estábamos en relación con lo mejor que hay en París. Y si mi
padre no se hubiese muerto el año pasado y no hubiésemos
quedado arruinados, no estaríamos aquí ahora.
-Yo -dijo Max levantando hasta Gritte sus bellos ojos
grises, tan expresivos- me alegro de que el señor Dubert esté
aquí. Y me alegro también de que haya usted venido.
Gritte no respondió, y metió su nariz sonrosada en el
ramo de rosas rojas con un ademán que no me pareció
exento de coquetería.
-¿Qué edad tiene usted? -preguntó la muchacha.
-Trece años. ¿Y usted?
-Catorce; catorce y un mes.
-¿Vive usted en París?
75
MARCEL PRÉVOST
-No. Desde la muerte de papá estoy en un colegio cerca
de París.
-¿No ha visto usted nunca una Corte?
-¿Una Corta?
-Le pregunto a usted si no ha ido nunca a un sitio como
éste con un Príncipe, una Princesa, un mayor, un
Hof-intendente, damas de honor, una etiqueta, y, en fin, todo
lo que constituye una Corte.
-No -dijo Gritte haciendo una mueca.- En Francia no
hay Corte. He visto fiestas en el Elíseo... que no son muy divertidas. Son, poco más o menos, como una fiesta en un ministerio. Me gustan más los bailes en las embajadas...
-¿Es brillante todo eso, el Elíseo, los ministerios, las embajadas?
-Muy brillante.
-¿Más brillante que aquí?
-¡Oh! sí.
-¿Más brillante que los salones que acabo de enseñar a
usted por las ventanas abiertas?...
Gritte meditó un poco y respondió:
-No se puede comparar. Esto, como castillo, no es muy
bonito, ni muy suntuoso, ni está muy bien arreglado que digamos, según mi gusto. Pero, con todo, tiene, cierto aire. Sí,
está bien; es serio; es corno debe ser.
Vi que este cumplimiento, sin embargo muy moderado,
hacía ruborizarse hasta la frente la linda cara de Max y le iluminaba los ojos de placer.
76
LOS MOLOCH
-Es que, - dijo, y su voz tembló un poco nuestra familia
es muy antigua. El principado no es muy grande; con
Lichtenstein, es el más pequeño del Imperio. Pero nosotros
somos de buena raza. Uno de mis abuelos ha sido emperador de Alemania en un tiempo en que los Hohenzollernno
eran más que gente de poco más o menos.
-¡Ah! ¿Cómo se llamaba?
-Hunther.
-¿Reinó mucho tiempo?
-No. Tres meses después de su elección murió de repente. Se cree que le envenenaron.
Los dos muchachos se quedaron un rato silenciosos
como si su mente se hipnotizara por el gran misterio del pasado, de la historia... Y los pensamientos de Gritte trajeron a
sus labios esta reflexión:
-Si hubiera guerra entre Francia y Alemania, ¿tendría
usted que batirse contra mi hermano?
-Es preciso que no haya guerra -respondió gravemente
Max.- Se dice en la Corte que los franceses la quieren; ¿ es
verdad?
-En Francia -dijo Gritte,- se dice que los que la quieren
son los alemanes.
-Algunos la desean aquí... El mayor de la Corte dice que
hay que acabar de una vez. Yo no deseo la guerra.
-¿ Por qué?
-Se dice que me parezco a mi abuelo el Príncipe Ernst.
Aquél se batió muy bien durante la guerra de los Siete años.
Pero detestaba la guerra, sin embargo, y le gustaban las artes y
77
MARCEL PRÉVOST
la filosofía. Soñaba con hacer de Steinach, entonces, unida
con Rothberg, otra Corte de Weimar... Hoy, Steinach es una
población prusiana, separada para siempre de Rothberg.
Rothberg no es más que una aldea de campesinos, unas
cuantas quintas de verano y un castillo. Con mil trabajos y
como un favor excepcional, conservamos nuestro sello de
correos y no tenemos guarnición prusiana; somos tan independientes como el Rey de Sajonia o el Príncipe regente de
Baviera. Pero sé muy bien que se nos deja esta independencia
como una curiosidad. ¿Qué es una independencia que no se
puede defender?
Gritte murmuró:
-¡Qué serio es usted!
Max se sonrió.
-También me gusta divertirme, se lo aseguro a usted...
Pero no tengo aquí nadie de mi edad. Cuando era pequeño
tenía al menos a mi hermano de leche, Hans, que jugaba
conmigo... Ahora es cochero en casa de Graus, y no le veo
más que por casualidad... Será preciso que venga usted al castillo; voy a decir a mamá que la invite. Verá usted qué bella y
qué buena es. Quiere mucho a su hermano de usted.
Esta última frase, pronunciada por aquella boca inocente, me produjo una sensación de malestar, e iba a dejarme ver
para cortar la conversación, cuando de repente Max se levantó y se quedó fijo en una actitud militar. Al mismo tiempo oí pasos en la arena y vi aparecer la silueta tiesa, ceñida,
calzada de botas de montar, del Conde de Marbach, rojo de
emoción.
78
LOS MOLOCH
-Monseñor -dijo secamente,- son las once, y Vuestra
Alteza debiera estar en el castillo.
Y añadió volviéndose hacia Gritte:
-Y usted, ¿qué hace aquí?
El mariscal hablaba alemán y Gritte no le comprendió,
pero se sintió ofendida por su tono. Miró al interpelador con
cierta expresión a la vez altanera e infantil que ella tomaba
con las personas impolíticas, y dijo volviéndose hacia el Príncipe:
-¿Quién es éste y qué quiere?
El Príncipe estaba desconocido. Achicado y con los ojos
bajos, parecía un niño que teme los azotes. El Conde prosiguió en frances:
-¡Ah! ¿Francesa? Usted, francesita, fuera, fuera... Esto no
es público; es el jardín del castillo. ¡Fuera!
Gritte se levantó.
-Caballero -dijo al mariscal en tono político,- está usted
muy mal educado y parece usted un artista de circo con esas
botas amarillas. Me voy, pues, porque con un hombre mal
educado como usted, una joven no está en seguridad.
Iba a coger sus flores cuando el mayor, al verlo, exclamó:
-¡Flores!... ¡Rosas del jardín de la Princesa! ¡Ha cogido
usted flores sin permiso! ... ¿Quiere usted dejar esas flores,
ladronzuela?
El Príncipe objetó tímidamente:
-Señor Conde; yo se lo he permitido...
-Vuestra Alteza no tiene nada que permitir y estará
arrestado hoy y mañana... Vamos, en pie y al castillo.
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MARCEL PRÉVOST
El Príncipe vacilaba. El mayor, juzgando sin duda que
no obedecía bastante pronto, le cogió por un hombro y le
hizo girar sobre sí mismo. Max se puso pálido, y creí un
momento que se iba a arrojar contra su maestro; pero el
muelle de su energía se gastó pronto. Gritte, se encogió da
hombros y cogió tranquilamente las flores del banco. Aquel
movimiento acabó de poner al mayor fuera de sí.
-¡Deje usted las flores!...-balbució en francés- Le prohibo a usted que se las lleve.
-¡Ah!... ¿Qué es esto? -exclamó Gritte saltando prestamente al otro lado del banco. Me está usted fastidiando, señor palafrenero... Trate usted de coger mis flores...
Y se echó a correr con su ramo en la mano. Paróse a pocos pasos, medio inclinada, pronta a correr, en la postura de
una niña que juega a las barras y tan alegre como si en efecto
lo estuviese haciendo. Al ver que se burlaba del mayor, juzgué que era tiempo de presentarme para desenlazar pacíficamente aquel pequeño drama. Salí de mi escondite, y Gritte
vino a mí; pero pasé a su lado y fuí hacia el Conde de Marbach.
-Señor mayor -le dije,- esta joven es mi hermana. Ha entrado en el parque, porque no sabía que está prohibido. Ha
aceptado las llores que el Príncipe lo ha ofrecido, y creo poder asegurar a usted que la Princesa no se enfadará... Ruego a
usted que levante el arresto del Príncipe.
Marbach replicó:
-Señor profesor, el Príncipe heredero está bajo mi gobierno. Usted podrá estar muy al corriente de las intenciones
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LOS MOLOCH
de la Princesa, pero yo lo estoy de las del Príncipe reinante, y
éstas son que su hijo observe la disciplina alemana. Estará
arrestado veinticuatro horas. Vuélvase al castillo, monseñor.
-Quédese aquí, monseñor -repliqué... -Me permito hacer
a usted observar -dije al mayor,- que son las once dadas y que
es la hora de la lección de francés del Príncipe. Me conviene
dársela hoy en el parque. Por supuesto, en cuanto termine la
lección, el Príncipe irá a empezar su arresto.
El mayor se preguntó evidentemente si debía pasar
conmigo a vías de hecho. Se calmó sin embargo, y se marchó
encogiéndose de hombros y gruñendo una cosa confusa en
la que distinguí el nombre de franzose junto con un adjetivo
poco simpático.
Gritte se quedó entristecida.
-No me pongas esa mala cara, Luis -me dijo... -Es claro
que hubiera hecho mejor no entrando. Pero he visto -señaló
al Príncipe con un gesto de la barbilla,- que parecía aburrirse
tanto... Y le he saludado.
-Yo soy quien ha rogado a esta señorita que entrase
-prosiguió el Príncipe recobrando su aplomo cuando el mayor estaba lejos.
Tomé la expresión más seria que pude para intentar un
regaño. Gritte, con los ojos un poco cargados, se volvió sola
a la quinta. Yo me quedé con mi discípulo.
Empezó en el banco de piedra la lección de conversación, ante, la sonrisa, burlona del fauno. Y me pareció
que la Princesa tenía razón: la inteligencia de su hijo se había
embotado durante mi ausencia. Tres días en las manos del
81
MARCEL PRÉVOST
mayor habían bastado para sumirle en ese sopor miedoso en
que le encontré diez meses antes, al llegar a Rothberg. Evidentemente, Marbach le pegaba, según la moda prusiana, y el
niño, mitad por vergüenza, mitad por miedo, no se atrevía a
quejarse. Pero estaba contrayendo con ese régimen una especie de sumisión embrutecida, hipócrita y que ocultaba una
rebelión de odio. ¡Cuántas veces había leído una expresión
de verdadero aborrecimiento en aquellos ojos infantiles
cuando miraban al mayor!
Conmigo, aunque desconfiando al principio, se había
domesticado bastante pronto. Y poco a poco habíamos llegado a ser buenos amigos. Su curioso temperamento se había
revelado. Me di cuenta de que aquel muchacho delgado, nervioso e impresionable, herido desde la infancia en su sensibilidad un poco femenina, primero por el Príncipe y después por Marbach, había concebido un horror profundo a la
disciplina brutal e inflexible que se le imponía. Fino y delicado, era un soñador de la raza de los Rothberg, una reproducción debilitada del Príncipe Ernst, nacida fuera de tiempo en
el siglo del imperialismo alemán.
Mi papel había consistido en calmarle los nervios y en
hacerle franco. Había tomado, a instancias mías, la costumbre
de mirarme a los ojos cuando me hablaba y había perdido la
de disimular y mentir. En fin, su pensamiento se había mostrado tal como era, vivo, penetrante e imprevisto. Su tierna
sensibilidad había cesado de temer los sofiones y la, burlas.
Me quería sinceramente, y obtenía yo de él por la dulzura
mucho más que el mayor con los golpes.
82
LOS MOLOCH
A la media hora de lección se animó, como si se fuesen
disipando poco a poco los vapores de un profundo narcótico. Me habló de Gritte y me confió su alegría por haberla
encontrado. Le había dicho que hablaba bien el francés y se
mostraba extremadamente orgulloso por ello.
-¿Por qué no vive su hermana de usted en el castillo?
-me preguntó.
-Porque no tiene cargo alguno en la Corte.
-¿Y si se le diera uno? Así no se volvería a Francia y la
tendría usted siempre a su lado.
-Gritte es muy independiente -repliqué,- y será muy mala
dama de honor.
Max meditó un rato y después declaró:
-Si yo fuese Príncipe reinante al modo de mis antepasados, obligaría a usted y a su hermana a quedarse en mis Estados...
Había recobrado su alegría y su gracia, y no quiso ya separarse de mí. Cuando se acabó la lección, tuve que acompañarle al castillo.
En el momento de separarnos, volvióse a poner sombrío.
-Vuelvo a la prisión -me dijo.- ¡Qué feliz es usted, señor
Dubert! ¡Usted no estará nunca prisionero!
- ¡Bah! -respondí,- veinticuatro horas do arresto pronto
se pasan...
-No dejo de estar prisionero cuando río estoy arrestado
-dijo moviendo la cabeza.
83
MARCEL PRÉVOST
Y después de un rato de reflexión, durante el cual vi pasar por sus ojos el odio que ya le conocía, me dijo con un
poco de embarazo:
-¿Podría usted decir a Hans, mi hermano de leche, que
venga a hablarme mañana a las dos en la entrada pequeña del
parque?
-La verdad es, monseñor -le respondí,- que prefiero no
hacer el encargo que me da Vuestra Alteza para Hans.
-Bueno, excúseme usted. Yo le haré prevenir.
Y huyó con las lágrimas en los ojos.
-¡Qué extraño chiquillo! -pensé al volverme.- ¿ Por qué
diablos quiere hablar a Hans ?..
Habían dado las doce cuando llegué a la villa Elsa. Gritte me estaba esperando a la puerta.
-¿Sigues enfadado? -me preguntó un poco ansiosa.
- Nada de eso. Tu pecado no ha sido muy grave.
-Mejor -dijo,- porque.. .
-¿Por qué?
-Porque tenía miedo de haber hecho alguna otra tontería.
-¡Vamos, allá! ¿Qué tontería?
-¿Te acuerdas de los dos ancianos que son nuestros vecinos, los Moloch?
-¿Y qué?
-Vamos a tomar con ellos la comida del mediodía el Mittagessen... Ya comprendes; la señora vino a hablarme en el
balcón y me interpeló amablemente... Me preguntó quién
84
LOS MOLOCH
eras, y como sabes que me gusta hablar de ti... Charlé con ella,
y nos ha invitado a su mesa hace un momento.
Reflexioné un instante.
«Moloch no es muy simpático en el castillo y el Príncipe
se va a enfurruñar... ¡Bah! soy libre, después de todo. Fuera
de mis funciones de preceptor, no dependo de nadie más que
de mí mismo.»
No me disgustó afirmar públicamente esta independencia.
Y dije abrazando a Gritte:
-Has hecho bien en aceptar, querida.
La segunda campanada llamaba a los convidados, y pasamos al comedor.
85
MARCEL PRÉVOST
V
Herr Graus estaba enseñando con orgullo una aguada
del arquitecto berlinés, Gumper, que representaba el futuro
comedor del futuro hotel. Iba a ser enteramente blanco,
adornado de columnas, con las paredes decoradas de ornamentos blancos en forma de rúbricas, de humo de cigarro y
de tenias, y amueblado con sillas y mesas del gusto anglobelga. Por fortuna, la realización de este suntuoso proyecto se
dejaba para una fecha hipotética, y los Moloch, Gritte y yo
tomamos el Mittagessen en la antigua «Speisesaal» de la antigua
posada, en una sólida mesa de pino de Turingia y sentados
en unas sillas de paja, obra de los campesinos del Rennstieg
durante las largas veladas del invierno.
Cerca de nosotros estábanse alimentando unas familias
alemanas presuntuosas y gastadoras, qué conservaban al alcance de la mano, en el cubo de hielo, el frasco verde de Hochheimer o el ambarino de Piesporter.
Una magnífica fecundidad prolífica triunfaba alrededor
de las mesitas aisladas, así como en la vasta mesa redonda.
Para cada pareja de padres, gruesa madre panzuda y tetuda,
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LOS MOLOCH
cuya salud hacía estallar el corsé, y joven papá calvo, gordo,
de mejillas sonrosadas, de cabello castaño o rubio y pesada
cadena sobre la panza, charlaban y se atracaban de asado, de
compotas y de vino cuatro o cinco retoños, frescos muchachos o niñas de ojos azulados. Tenía yo la sensación de estar
en medio de una fuerte plantación humana, de una plantación duramente podada.
El señor Moloch, que comía activamente, con gestos atareados, no cesaba sin embargo de hablar. Hablaba en alemán,
en voz alta, sin miedo de ser oído, mientras su mujer conversaba en francés con Gritte sin perder jamás de vista a aquel
gran niño de sabio. Distraído como Ampere, Moloch perdía
unas veces la cuchara, otras el tenedor, otras el cuchillo; ponía la cucharilla de la sal en el tarro de la mostaza o se echaba
de beber con la vinagrera. Llevaba siempre la levita negra desabrochada y una corbatita negra sobre una camisa impecablemente blanca. Sus cabellos blancos, muy finos,
revoloteaban a derecha e izquierda de la frente combada y
desnuda. Toda su cara de mono sobrehumano se plegaba al
doble esfuerzo de la masticación y de la palabra, y las pupilas
de sus ojos de pestañas amarillentas se revolvían en las órbitas, como ruedas a gran velocidad.
-¡Ah! está usted en la Corte -decía.- No le envidio a usted, amigo mío. Sólo hay una cosa más ridícula que una
Corte cualquiera, y es una Corte de un pequeño Estado alemán... Aquí, donde usted me ve, yo he conocido la Corte de
Rothberg... He sido «hoffaehig», caballero. He atravesado,
con una camisa de chorreras y una casaca de botones de plata
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MARCEL PRÉVOST
la sala de los caballos, la de los cuernos de ciervo, y ¿qué sé
yo? Y estaba orgulloso y, delante de un hombre que representaba, en suma, infinitamente menos valor social efectivo
que un industrial de Westfalia o que un inteligente preparador de laboratorio, he hecho reverencias hasta verme la cara
de cortesano en el suelo encerado... Y, sin embargo, no era yo
entonces ni tonto ni vil... Pero era joven, y la idea de que el
hijo del remendón de Rothberg-Dorf tenía un puesto en el
castillo, me embriagaba las meninges. ¿Sabe usted lo que me
curó de esa tontería? ¿Lo sabe usted?
El buen señor gritaba: «¿Lo sabe usted?» levantando una
cuchara amenazadora... La larga mano de la señora de Moloch cogió suavemente el brazo levantado de su marido y
con una tierna presión le volvió a poner sobre la mesa.
-Lo que me ha curado, caballero, ha sido la guerra con
Francia, la campaña que he hecho en su país de usted. Tuve
por jefe un verdadero héroe, que desgraciadamente para este
país de Alemania, no reinó más que muy corto tiempo. Me
cobró amistad a consecuencia de una circunstancia en que,
teniendo necesidad de un químico para analizar un agua sospechosa, me mandó llamar a su lado. A él le debo el haber
comprendido que se puede cumplir valientemente el deber
de soldado y detestar la guerra. Tuve ante la vista un guerrero
filósofo, un Príncipe que era un sabio. Porque había sacado
la espada para defender a su patria, no se creía obligado a
repudiar la herencia del pensamiento y de la bondad alemanes. Su ejemplo y ciertas palabras salidas de su boca han re-
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LOS MOLOCH
novado mi mente. ¡Bebo a la memoria del único gran Emperador alemán moderno: Federico III!
Al decir esto, el sabio levantó el vaso, se bebió de un
trago el hochheimer que contenía, y con vivo ademán le colocó
vacío encima del molino de pimienta, donde se rompió en
mil pedazos.
-¡Eitel! -murmuró la señora Moloch en tono de dulce
reproche.
Reparó el desorden pronta y hábilmente ayudada por
Gritte y por el solícito Kellner, mientras Moloch miraba con
expresión de desafío a las personas que estaban en la mesa y a
quienes el incidente había distraído.
-¡Imbéciles! ¡Papamoscas! -gruñía el sabio... -¿No han
visto nunca romper un vaso?...
Cuando todo estuvo en orden, siguió diciendo mientras
comía con velocidad extraordinaria huevos revueltos aderezados con una compota de cascabelillos:
-Fui herido en el sitio de Orleans, señor doctor. Una
bala tirada por uno de sus compatriotas se me entró en la
sexta costilla derecha y allí se me ha estado diez años. Cuando me la extrajeron la colgué de un alambre de plata en mi
laboratorio de Iena. Y escribí debajo: «Regalo de un francés
incógnito al doctor Zimmermann agradecido.» Porque debo
mucho a esa bala de chassepot, caballero. Volví de Francia
absolutamente transformado. La guerra es horrible e inhumana. Que personas civilizadas, como usted y yo, puedan
batirse porque unos imbéciles diplomáticos, que no se baten,
han confundido las cartas, es una pura monstruosidad. Las
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MARCEL PRÉVOST
personas como usted y yo, las personas estudiosas, lo comprendían en otro tiempo. Hoy, ignoro lo que pasa en su tierra
de usted, pero aun la gente, de laboratorio de Alemania se
está volviendo conquistadora. Pronto seré yo el único químico de Alemania que no afile el sable entre dos reacciones.
-Caballero -dijo Gritte, a quien la señora Moloch había
explicado en francés las últimas palabras de su marido,- ya
sabe usted si quiero a mi hermano y si me desolaría el verle
marcharse. Pero, si se nos apura la paciencia en Francia, tanto
peor. ¡Hombres y mujeres intentaremos la aventura!
-¿Lo oye usted? -continuó Moloch.- Ese es el estado
mental al que nuestros belicosos han traído a la gente de los
dos países... ¡Es horrible! ¡En el siglo xx!... Si supiera usted lo
que oigo entro mis propios discípulos, que, sin embargo, me
quieren bien y tienen confianza en mí... ¡El imperialismo, el
pangermanismo, qué sé yo! Hay que tomar la Champagne y el
Franco-Condado, conquistar Dinamarca, Suiza, Austria, Marruecos, el Levante, y no sé cuántas cosas más. ¡Ah! qué vanos son y qué mal han estudiado la historia de los pueblos.
Creen que extender la fortuna por la guerra asegura un carácter de duración a las instituciones de los hombres... Y ni la
caída del imperio de Alejandro, ni la de Roma, ni la Austria,
ni la de España, ni la de Napoleón han podido desengañarlos... Creen en las cosas que funda la fuerza bruta y no ven
que la espada destruye la obra de la espada.
Moloch se calló. Estaban quitando la mesa y reinó el silencio en el ahumado comedor.
-Observen ustedes eso -dijo la de Moloch sonriendo.
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LOS MOLOCH
Y nos mostró la puerta que del comedor daba paso a las
cocinas. En aquel momento esa puerta acababa de cerrarse
después de haber dado paso a los «kellners». Herr Graus solo, de levita y en pie contra aquella puerta, esperaba con una,
gravedad un poco ansiosa como un general que va a dar orden de que entre en acción la reserva.
En las profundidades de las cocinas resonó un timbre, y
Herr Graus abrió la puerta misteriosa con un ademán seco y
breve. Y salieron entonces todos los «kellners» al paso militar,
el pecho arqueado y el vientre hundido, llevando cada uno
en el brazo extendido el plato de metal guarnecido de pavipollos. Siempre militarmente, llegaron a la mesa que les estaba destinada y presentaron allí el plato como se presentan las
armas.
-¿Ven ustedes eso? -exclamó Moloch.- Esos imbéciles
piensan que están tomando las provincias del Báltíco o
Trieste o la Borgoña, y el tal Graus, que me parece un simple
agente prusiano en el principado, se cree una especie de
Gustavo Adolfo o de Bonaparte porque enseña a sus «kellners» a servir como autómatas. ¡Ah! qué buen tiempo el de
mi juventud... En lugar de estas caras afeitadas y de estas casacas grasientas, qué lindas muchachas, nos regocijaban los
ojos...
Así disertaba el sabio, y yo pensaba: «Un hombre que dice tan ruidosamente tales cosas, no puede ser bien visto en la
Corte. Decididamente Gritte me ha inducido imprudentemente a almorzar en público con él. El Príncipe lo sabrá por
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MARCEL PRÉVOST
el espía Graus, y esto vendrá a complicar la diferencia que
tuve esta mañana, con el mayor ... »
-De modo, señora -preguntó Grítte, que seguía su conversación con la Moloch al mismo tiempo que la nuestra,que usted se casó sin saber de qué viviría...
-Si, hija mía -respondió la anciana saboreando con modales del siglo pasado un flan fuertemente aglutinado con
gelatina.- El doctor acababa de verse obligado a salir de Rothberg por haber pronunciado un discurso contra la anexión
de las provincias francesas. Se declaró que era un peligro público... él, que tiene la religión del orden, de la armonía, y de
la concordia... Le quitaron su plaza de profesor de la escuela
de Steínach precisamente la víspera de nuestro matrimonio.
El doctor me había conocido en Steinach, donde yo vivía en
una antigua casa del Rathausplatz.
-¿La plaza donde hay un hombre de bronce a caballo?
-Sí... La plaza del margrave Luis Ulrico. Mi madre y mi
tía se opusieron entonces a mi matrimonio porque también
ellas creían que Eitel quería quemar Steinach y matar al Príncipe... Pero yo era mayor y una noche tomé el tren y me reuní
con mi prometido en Hamburgo, donde se ganaba la vida
trabajando para un boticario... y nos casamos -concluyó sencillamente levantándose, pues la comida había terminado.
La imitamos. La señora quitó con agilidad del chaleco de
su marido, la servilleta que él se llevaba metida en la abertura
y le quitó las migas de las solapas de la levita. Gritte, colgada
de mi brazo, los miraba a los dos con curiosidad maliciosa.
92
LOS MOLOCH
-¿,Quiere usted -le dijo la anciana,- subir a nuestro
cuarto mientras estos señores toman el café? Tengo que enseñar a usted lindas fotografías de Alemania, y el retrato del
doctor a los veinticinco años.
Gritte aceptó alegremente. El sabio y yo nos sentamos en
el vestíbulo para tomar café. Reinaba en él una agradable
frescura. Ocupáronse solamente dos mesas además de la
nuestra: la una por una floreciente familia compuesta de los
padres, tres hijos y una hija; la otra, próxima a la nuestra por
dos señores de acento de Hannover que fumaban y discutían.
Oíanse retazos de sus frases: «Expansión colonial germánica... insolencia de Inglaterra... los acorazados... los submarinos... Francia sería la prenda…» Moloch debía de oir corno
yo, y me sorprendió que su viva naturaleza no sufriese una
reacción elocuente. Pero eché de ver que, olvidando hasta su
taza de moka, el sabio estaba sumido en la contemplación de
un gusanillo verde que caminaba por la orilla de la mesa y
que, caído sin duda, de la ropa de algún viajero, había logrado entrar allí. El sabio había instalado tinos gruesos anteojos,
convexos en su chata nariz y miraba el ligero animalillo, alternativamente arqueado y distendido, a veces medio levantado y oscilando la minúscula cabeza como para hacer una
misteriosa señal. Finalmente le cogió con precaución, le puso
en su arrugada, mano y me lo enseñó asestándome miradas
movibles por encima del marco de concha de los, lentes.
-Mire usted, señor doctor -me dijo,- mire usted este admirable ser. Está asombrado, en este momento por la novedad del sitio que le ofrece mi mano abierta; probablemente,
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MARCEL PRÉVOST
durante su corta existencia no ha residido aún en una palma
humana. Sus órganos sensorios embrionarios tratan de forzar
el misterio del mundo exterior que le oprime. Tenemos a veces vagas pesadillas que deben parecerse bastante a las vigilias
de una canicula virens... Pues bien, señor doctor, voy a abrir a
usted unos horizontes que la poesía tradicional de la antigüedad y de, los tiempos modernos no ha abrazado jamás
con su mirada...
Instaló hábilmente la canicula virens en la punta de su índice, y el bichillo verde se arrolló como un anillo alrededor
de la uña.
-Mire usted este insecto, señor doctor. Sabe usted que
una casualidad más rara que la que nos reune a los dos en
esta mesa ha hecho que el protoplasma original se ha convertido por la evolución de los años, en usted en un joven
francés, inteligente y culto, y, en este ser, en una canícula virens.
Una milésima de milímetro de distancia en más o en menos
entre los principios esenciales, una millonésima de grado en
más o en menor, en la variación de las temperaturas, y su
protoplasma ontogénico de usted, doctor, hubiera hecho su
evolución según una curva que le hubiera llevado a ser hoy
esta canicula virens, mientras que el protoplasma ontogénico de
esta canicula hubiera hecho su evolución a través de la escala
de los seres hasta convertirse, o bien en el joven profesor que
es usted, o bien en mí, que se la estoy enseñando.
Dejó su sitio y fue a poner el animalillo en las plantas
que adornaban la puerta de la quinta. Después volvió no sin
haber tirado al paso una silla en la que estaban colocados
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LOS MOLOCH
todos los sombrero de la floreciente familia. Los dos alemanes del Norte habían interrumpido su conversación política
para escuchamos. Moloch no se volvió a sentar, se plantó
delante de mí y prosiguió, agitando los brazos, desgreñado,
profético:
-¿Es usted presa como yo de la emoción que conviene
ante esta admirable escala de los seres, ante la grandeza de
estos fenómenos evolutivos?...
¿Cree usted que ninguna imaginación de poesía griega,
con sus dioses ridículos, sus diosas desvergonzadas, sus cielos de cristal y todo ese cúmulo de chocheces pueriles, puede
sostener la comparación con las potentes realidades que la
ciencia moderna ha resumido en la doctrina monista? No lo
piensa usted, o sería un desheredado del pensamiento... He
visto, caballero, mujeres, simples mujeres, llenas de admiración y de gozo en ciertas conferencias que doy en Iena sobre
el monismo, conferencias privadas que he organizado sin el
concurso de la administración. La armonía de las esferas, que
encantaba a Escipión, no era más que un rechinamiento de
organillo callejero al lado de la que los gérmenes del mundo,
en perpetua vía de integración y de desagregación, hacen oir
al oído ejercitado del sabio.
La levita, el cabello blanco y los brazos del sabio se agitaban en cadencia mientras él declamaba así con profundo
asombro de la floreciente familia y de los dos señores
hannoverienses. Uno de éstos confió al otro:
-¡Mir scheint, der Mann ist verrückt! ¡Ein Narr!
-¡Ein gefaerlicher Narr! -replicó el vecino.
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MARCEL PRÉVOST
El sabio no oía nada, y hubiera continuado para nosotros su predicación monista si la de Moloch y Gritte no hubieran reaparecido oportunamente en la escalera, y después
en el vestíbulo.
-¿Qué hay? -exclamó Moloch cuando su dulce compañera le puso la mano en el brazo- ¿A qué viene molestarme
siempre? ¡Ah! señor doctor, las mujeres son un gran impedimentum…¿Dices que son las tres? Bueno, bueno, ya lo sé; voy
a subir al laboratorio... Sí, sí, yo soy quien te ha dicho que me
recordases la hora. Eres una buena y fiel compañera... ha llegado la hora del trabajo, señor doctor. Nulla díes otiosa…
Guade usted esta máxima y obsérvela, pues la asegurará la
dicha.
-Tu taza de café, Eitel- le recordó dulcemente la anciana.
-¡Ah! es verdad,
Se bebió de un trago, excepto la mitad que se vertió en
un ramo ambarino por la pechera de la camisa y el chaleco.
Después se despidió de los presentes con un ademán circular, púsose en los blancos cabellos enmarañados el sombrero
de copa, cogió del brazo a la señora de Moloch, que sonrió, y
los dos se fueron, ella fina, alta y tranquila con su traje castaña, y Moloch colgado de su brazo, pequeño, contrahecho,
saltarín, con el cabello crespo bajo el ala plana del sombrero,
los faldones de la levita levantados, y hablando a voz en cuello.
La opulenta familia no encontraba palabras para expresar su asombro. Los dos hannoverienses llamaron a Herr
Gráus que pasaba, y le pidieron explicaciones, que, él dio en
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LOS MOLOCH
voz baja. A todo esto, Gritte, como un jilguero escapado de
la jaula, se sentía molesta bajo techado.
-Ahora -me dijo con autoridad,- me vas a enseñar Rothberg.
Y, como Moloch a su mujer, la obedecí. Los hombres
cedemos siempre a nuestro impedimentum femenino, tenga el
cabello castaño o blanco.
A mi lado, con paso elástico, el talle moldeado en una
blusa de muselina blanca, corta falda, gris y sombrero de, paja, mi hermanita atravesó Luftkurort, y noté, sin orgullo, las
miradas envidiosas que le echaban las mujeres y las otras jóvenes. Algunas eran lindas también, pero faltaba a su belleza
alguna cosa, como el barniz a un cuadro: la elegancia. Los
triunfantes catorce años de mi parisiense turbaron aquel día
no pocas cabezas femeninas.
Compramos, ante todo, dos tarjetas ilustradas, que fueron expedidas, una a la señora Goberny, profesora del colegio de la Legión de Honor, en Vernon; y otra a la señorita
Grangé, castillo de Salins, Indre y Loira. Cumplido este deber, el ligero paso de mi hermanita me llevó por el camino
onduloso que baja del Luftkurort a Rothberg-Dort, es decir,
a la aldea misma, establecida a lo largo del Rotha. Mientras
saltaba por el pedregoso sendero, tan pronto enseñándome el
pesado moño castaño, tan pronto su carita vivaracha y fresca,
Gritte disertaba sobre las cosas actuales.
-Sabes, Luis -decía,- que es lástima que Moloch tenga ese
aspecto de mono, porque no se puede encontrar tan bonita
su historia con su mujer... a pesar de ser una anciana, ella es
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MARCEL PRÉVOST
fina y diestra, casi no está arrugada y tiene un buen olor de
antigua caja de perfumes. Me ha enseñado hace un momento
su retrato de joven, y estaba mal vestida, pero encantadora.
Me la figuro muy bien saliendo de noche, de una de esas estrechas casitas de escamas de pizarra y despidiéndose del
hombre de bronce para ir a reunirse con su prometido. Esto
me conmueve y me da gana de llorar y de abrazarla... Pero
cuando pienso en su llegada a Hamburgo y en Moloch esperándola en la estación con sus cabellos enmarañados, su levita y su sombrero de copa alta... He visto también su retrato
de joven y era más feo que ahora. Y esto me da risa. ¿Está
mal hecho, verdad?
Repentinamente suspendida de mi brazo, añadió proyectando sobre mí el encantador reflejo de su alma:
-Es de esperar que no me enamoraré de un hombre tan
feo como Moloch, ¿verdad, Luis?... Además es muy sencillo;
no quiero amar a nadie más que a ti.
Por poco pierdo el equilibrio al impetuoso beso que me
aplicó de improviso en la oreja, y que me dejó sordo durante
cinco minutos, en el preciso momento en que llegábamos a
las primeras casas de Rothberg-Dorf.
Rothberg-Dorf es el antiguo pueblo de Tuningia, edificado a derecha e izquierda del río, sin plan ni concierto, con
revueltas imprevistas e inexplicables, construcciones remendadas de siglo en siglo y callejuelas que no conducen a ninguna parte. Las casas son de muros de madera, con un retorcido de tierra rojiza, o escamadas de pizarras desde el
suelo hasta el alero. Tienen ventanas inverosímilmente pe98
LOS MOLOCH
queñas, que parecen de muñecas. Detrás de los minúsculos
cristales se ven tiestos de fucsias, y uno solo de ellos cubre
toda la ventana. Cada una de estas casitas está rodeada de un
jardínillo cercado de viejas latas muy estropeadas. Su flora
estaba constituida por el momento por las flores rojas de las
judías, que se crían allí con encantadora abundancia.
-Es una bonita aldea -dijo Gritte olfateando con sus narices sonrosadas el olor de las judías en flor. Es un poco sucio, pero esto le hace ser más, pintoresco. ¿Pero dónde está la
gente de la aldea? No encontramos más que gansos.
El pueblo, en efecto, parecía desierto. La recolección retenía a todo el mundo en el campo. Y los gansos, que forman
en tiempo ordinario la mayor parte de la población, reinaban
en las calles y los jardines. Se les veía caminar por compañías,
que unas, veces pasaban gravemente la una al lado de la otra
sin querer conocerse, y otras se detenían para conversar un
rato de sociedad a sociedad. Se veían también algunos que
hacían visitas de un jardín a otro, y los gansos visitados los
recibían con mil demostraciones amistosas. Algunos andaban
errantes, como puestos en entredicho por la buena sociedad
de Rothberg.
-Son muy elegantes -me hizo observar Gritte.- La mayor
parte están vestidos de blanco a la moda de los trajes de París. Otros tienen un chal gris echado negligentemente en
punta sobre la espalda blanca.
Había bandadas de gansos jóvenes y pequeños, que nos
seducían por su aspecto inmaculado y modesto, como jóvenes de provincia, bien educadas, honradísimas, pero poco
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MARCEL PRÉVOST
ingeniosas y nada instruida en la vida. Vigilábanlos, de lejos,
ciertas gansas matronas, pesadas, embotadas, de aire desconfiado.
Un poco antes de llegar al puente de piedra sobre el
Rotha, las casitas de pizarra se separan y dejan vacío un espacio irregular pomposamente llamado Grosse-Platz. Tampoco
allí había ningún habitante, pero encontramos, reunido un
verdadero congreso de gansos que subían uno a uno del
Rotha, donde habían ido a beber. Estábamos divirtiéndonos
en mirar a los que gravemente se rascaban las narices con sus
patas palmípedas, cuando se produjo un silencio de mal
agüero en la asamblea hasta entonces dulcemente murmuradora. Después todos, como obedeciendo a una consigna,
irguieron los largos cuellos, abrieron el pico amarillo cruzado
por cómicas hendeduras y, fijándose en nosotros, hostiles,
amenazadores, dejaron oir el chirrido más violento, más horrible y más injurioso. Algunos de ellos, singularmente atrevidos, salieron a nuestro encuentro. Pero veíamos bien que
no nos tocarían, pues, su cólera era fingida. Estaban haciendo una manifestación, un bluff. Y al oirlos no pude menos de
pensar en la Strassburger Post y en la Koc1nische Zeitung.
Me creí en el caso de dirigirles una arenga.
-Gansos de Alemania -les dije,- ¿habéis también vosotros recibido la consigna y conocéis que somos franceses?
Gansos de Alemania, tranquilizaos y, sobre todo, callaos. Se
os engaña sobre nuestras intenciones. No venimos a disputaros vuestra pitanza, ni a comernos vuestras habas ni vuestras
patatas, ni a impediro, poner vuestros huevos en nuevos te100
LOS MOLOCH
rritorios. Cerrad vuestros picos amarillos, que son feos así
abiertos y hacen oir insoportables graznidos... Volved a
vuestros trabajes y a vuestros juegos, gansos de Alemania;
estos dos franceses que pasan no os quieren ningún mal.
En este momento desembocaba en la Grosse-Platz un
pesado y largo carro en el que los toneles de cerveza se
amontonaban en pirámide; y su estrépito de hierro viejo
bastó para poner en fuga a la blanca tropa, que, con las alas
abiertas, y lanzando agudos, clamores, huyó a la desbandada
hacia el Rotha. Gritte y yo seguimos en paz nuestro paseo
por el pueblo. Enseñé a mi hermana las pocas, casas de funcionarios del principado, apenas menos sencillas que las
otras, y los albergues para extranjeros que disponen algunos
habitantes, industriosos. El cauce del Rotha se ensancha en
aquel sitio y, en esta estación cálida sobresalían anchos espacios pedregosos, donde otras bandadas de, gansos descansaban pacíficamente en la frescura de, los cantos mojados...
Mezclados con ellas, unos niños pequeños de Rothberg colegían en sacos y en cestos las, plumas blancas y el plumón
dejados por los gansos en los guijarros del Rotha. Con esas
plumas, y ese plumón se hacen mantas de mucho abrigo que
protegen contra, el frío del invierno al estrecho lecho turingio, de una sola sábana, inhabitable e incomprensible para los
Welches.
En el extremo del pueblo un camino penetraba en los
bosques y subía lentamente a través de los pinos y las hayas.
Le seguimos, y pronto nos rodeó el misterio de, la selva y nos
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MARCEL PRÉVOST
volvió lentos y silenciosos. Gritte, me cogió la mano y enlazó
los dedos con los míos.
«Nunca -pensé,- podré despedirme de esta manita; nunca querré mi felicidad a expensas de esta niña, ni mi alegría
fuera de la suya...»
Como si me hubiera adivinado y quisiera darme las gracias, la manita estrechó más fuerte la mía.
«¿Qué hago entonces aquí? -me pregunté ¿Adónde voy
dejando que se deslice mi corazón hacia algo que se parece al
amor? ... »
La manita se enlazaba con la mía y parecía decirme: «¡No
te vayas! ¡No me, dejes sola! Y, por ti mismo, teme la soledad
cuando ya no me tengas…»
A la media hora de subida, el camino se descubrió hacia
la izquierda y se convirtió en una, cornisa que dominaba como un balcón magnífico toda la vega del Rotha. Se veía de
frente, más allá de esa vega, la aldea, las quintas de Graus y la
fachada interior del castillo, con su patio de honor, su pórtico Imperio y el jardín donde habían cogido rosas Gritte y el
Príncipe. Contemplamos un rato el maravilloso paisaje y,
siempre silenciosos, volvimos a bajar hacia Rothberg-Dorf
por un sendero de cabras, entre los cedros. Al pasar por el
puente, observamos que los gansos no eran entonces los únicos habitantes del lugar. La población humana estaba volviendo de los campos. Sólidos campesinos fumaban la pipa
en el umbral de su puerta, y charlaban las mujeres con el cuévano a la espalda, ese cuévano característico que parece que
crece con la portadora. Se ven minúsculos colgados a la es102
LOS MOLOCH
palda de niñas. Amables muchachas nos saludaban y nos
sonreían. La mayor parte de ellas eran rubias, pero no de un
rubio menos pálido que el de los niños que recogían plumas
de ganso. Sus caras sonrosadas respiraban salud y recomendaban maravillosamente a Rothberg como sitio de tomar el
aire.
Cuando llegábamos a la villa Elsa entre los paseantes del
Luftkurort, Gritte me dijo:
-Luis, soy muy feliz. Tienes que prometerme que no me
dejarás nunca.
Yo contesté astutamente:
-Tú serás la que me dejarás, querida. ¿Crees que tu marido querrá compartirte conmigo?
Gritte bajó la cabeza y no habló hasta que estuvimos en
nuestro cuarto.
En mi mesa de despacho encontré una carta en la que
conocí el sobre y el sello de la Corte. Era del mayor y decía:
«Señor doctor:
Sírvase usted presentarse esta noche a las nueve en el
despacho de S. A., que tendrá a bien recibir a usted en audiencia privada.
Su seguro servidor,
EL CONDE LUCIO DE MARBACH.»
«¡Bueno! -pensé.- Voy a tener que recibir una reprimenda, primero por mi disputa con el mayor, y después por haber comido con Moloch. No me encuentro hoy de humor
103
MARCEL PRÉVOST
tolerante y tengo tres mil marcos de economías. Si el Príncipe
me fastidia, me marcho con Gritte.»
Pero al pronunciar estas palabras, solo en mi cuarto,
sentí en el corazón una vaga tristeza.
«¿Estaré menos libre de lo que creo?» me pregunté.
Y no supe responderme.
104
LOS MOLOCH
VI
Gritte y yo cenamos en el comedor general. Herr Graus,
como la mayor parte de los hosteleros alemanes, no tenía mesa redonda por la noche. Gritte notó que cada miembro de
una familia pedía su ración sin ocuparse del vecino. El padre
comía. schnitzel, la mujer una tortilla, la hija jamón frío, el niño dulce, y nadie repartía estas cosas. Nosotros excitábamos a
nuestra vez la curiosidad de nuestros vecinos repartiendo
todo lo que comíamos.
Cuando me marché para acudir a la cita del Príncipe,
Gritte me dijo:
-Me subo a acostarme, porque estoy como borracha de
aire libre y me caigo de sueño. Prométeme que cuando vuelvas entrarás a darme un beso, aunque esté dormida.
Se lo prometí, y cuando salía por la puerta, Gritte repitió
de lejos:
-¡Aunque esté dormida!
De la villa Elsa al castillo hay unos tres cuartos de kilómetro, que anduve a pie en aquella noche dulce, fresca, casi
fría. Al levantar los ojos contemple un luminoso ejemplar de
105
MARCEL PRÉVOST
la carta celeste con las estrellas imprimiendo manchas de oro
en el sombrío azul. Delante de mí y justamente encima del
castillo brillaban lar Hiades, cantadas por Homero. Arcturus
guiñaba su ojo rojizo entre dos cuernos de la selva, allá, en lo
más alto. Me penetró una deliciosa sensación, la de ser un
ínfimo elemento del vasto universo, poco más o menos como si mi protoplasma ontogénico se hubiera convertido en
el gusano verde de Moloch. Me pareció que estaba en camino
para ir a ver a otro gusano tan desprovisto de importancia
como yo. Nada se parece tanto a un profesor de francés como un pequeño potentado de Alemania cuando se los mira a
los dos desde Arcturus. Gracias a estas reflexiones cósmicas
eminentemente fortificantes, atravesó con paso firme, con el
paso de un hombre libre y resuelto, la poterna del castillo, el
vestíbulo y las escaleras, y llegué a la cámara del Príncipe.
-¡El señor doctor Dubert!
El ayuda de cámara, al proclamar así mi título y mi nombre, abrió la puerta y me introdujo.
Encontré al Príncipe sentado junto a su mesa de despacho, cargada de libros y papeles. Estaba escribiendo y me hizo señal de que esperase. La mesa era maciza, de roble claro,
y las sillas también de roble y tapizadas de cuero rojo, afectación de sencillez imitada del despacho de Guillermo I en
Potsdam. En las paredes, retratos de Federico II y de los últimos Emperadores alemanes. En la chimenea un bronce que
quería representar, con su casco y su cota de mallas, a Hunther I de Rothberg, Emperador. El Príncipe escribía muy serio. Y mientras yo esperaba en pie, me indemnizaba calculan106
LOS MOLOCH
do irónicamente la influencia del trabajo actual de Su Alteza
en la política europea.
-Ruego a usted que se siente, señor doctor -me dijo mi
soberano en tono benévolo y en muy buen francés.
Me designó una butaca al lado del escritorio, me sentó y
él siguió escribiendo, lo que me permitió examinarle de cerca
como a un objeto visto al microscopio, pues resultaba iluminado bajo la pantalla de la lámpara. Era gordo, de cutis sonrosado y pelo rubio un poco indeciso de color, aunque tiraba
a gris. El uniforme azul claro con cabos blancos le ceñía con
dificultad. El cabello, cortado al rape y escaso junto a la
frente, dejaba ver la piel del cráneo sembrada aquí y allá de
manchas de granos. Caídos sobre los ojos azul claro, los párpados se arrugaban fuertemente en los ángulos por el guiño
habitual de los miopes. Las cacerías y las expediciones al aire
y al sol habían curtido su cara, cuya fuerte osamenta estaba
disimulada por la grasa. Pero debajo del cuello de la levita el
cuello inclinado se dividía en dos regiones, la de arriba, morena, y la de abajo, blanca.
El Príncipe respiraba fuertemente mientras escribía y su
boca, de un dibujo bastante noble, se movía como si fuese
pronunciando las palabras que él escribía. Las guías levantadas del fuerte bigote rubio subían y bajaban al mismo tiempo, dibujando en los carrillos una sombra movible bastante
cómica. Le miré con simpática curiosidad y olvidé su calidad
de Príncipe; era un hombre igual a mí en el que los años marcaban su sello como en mí mismo, un hombre con un hogar
107
MARCEL PRÉVOST
y afecciones. ¡Y yo, que meditaba robarle algo de su bien y su
reposo!
-Señor doctor, sírvase usted excusarme -dijo.- Estaba
terminando un telegrama que quiero dirigir al inventor americano Silversmith, que acaba de aplicar a los automóviles un
ingenioso procedimiento para ponerse en marcha. Este telegrama aparecerá mañana en la Gaceta de Rothberg.
Me incliné sin tratar de conocer antes que Europa este
papel internacional. El Príncipe hizo un movimiento un poco impaciente y me dijo en tono brusco:
-Ha tenido usted esta mañana, señor doctor, una especie
de querella, o más bien, de…conflicto con el Conde de Marbach...
-Monseñor -dije,- La palabra conflicto es todavía muy
fuerte. El mayor dio a Su Alteza el Príncipe heredero la orden
de volver al castillo a una hora en que, según mis funciones,
sólo yo tenía derecho para dar una orden a mi discípulo.
-¡Bien, bien! esas pequeñas. .. diferencias ocurren en todas las Cortes, y diré a usted en seguida que no me desagradan, pues muestran que cada buen servidor es celoso de su
servicio y de sus derechos... No le vitupero a usted, pues, y
no se lo he ocultado al Conde Lucio.
Y añadió con cierta confusión:
-Espero que su señora hermana de usted no le guardará
rencor por haberla regañado un poco vivamente... Ha cumplido con su deber regañando a una persona que había entrado en el parque sin autorización, pero yo no querría que
esa señorita nos acusase de... falta de cortesía y de galantería.
108
LOS MOLOCH
Dígale usted, usted que nos conoce, que si la consigna alemana es de bronce, no por eso somos unos bárbaros.
Dijo todo esto de un tirón y en un tono de jovialidad
forzada. «¡No somos bárbaros!». ¡Cuántas veces este francés
desterrado hacía diez meses había oído esa frase pronunciada
por burgueses, por nobles y por la misma Princesa!
El Príncipe prosiguió:
-Por supuesto, esa señorita, durante su estancia aquí,
tendrá entrada en el parque. No veo tampoco ningún inconveniente en que hable con el Príncipe heredero, que es, poco
más o menos, de su edad; será para él un excelente ejercicio
práctico de conversación. En cuanto a Marbach, todo está
arreglado. Irá a dar a usted la mano cuando le encuentre, y
deseo... espero que le hará usted una acogida amistosa.
-Aseguro a Vuestra Alteza -respondí sonriendo,- que no
guardo el menor rencor al señor mayor.
-Bueno, bueno -dijo el Príncipe.
Tosió, se pasó la mano por los escasos cabellos, apartó la
lámpara y la graduó. Vi muy bien que quedaba por decir lo
importante de la conversación. Recostado en su butaca, y con
su mirada azul fija en mí, el Príncipe dijo brusca y casi severamente:
-El señor profesor Zimmermann, ¿le ha hablado a usted
del mal humor que alimenta contra mí mientras comían ustedes juntos?
-Monseñor -respondí,- debo ante todo decir a Vuestra
Alteza que sólo la casualidad de un encuentro entre mi hermana y la señora de Zimmermann ha sido causa de ese al109
MARCEL PRÉVOST
muerzo en común. Negarme a él, después de que había sido
convenido sin intención alguna, me hubiera parecido una
grosería con una mujer de edad y muy fina... Añadiré que no
se ha pronunciado el nombre de Vuestra Alteza y que no
hubiera yo permitido que fuese objeto de una crítica cualquiera. El profesor expuso sus ideas políticas, contó su juventud, desarrolló ideas científicas, y nada más.
-¡Su juventud! ¡Sus teorías! -dijo el Príncipe con ironía
recostándose en el sillón.-¡Qué loco es el tal Zimmermann.
Se levantó y se puso a pasear por la vasta pieza. Yo me
levanté también.
-¡Qué loco! Podía ser una gloria de Rothberg. Hubiera
encontrado protectores en mi padre y en mí, y ha preferido
hablar mal del Imperio, de la unidad alemana y de los altos
hechos del año memorable... ¡Ah! los enemigos de la potencia alemana tienen en él un aliado sincero, y comprendo que
le haya a usted buscado. Pero no toleraré que renueve sus
hazañas de hace treinta y cinco años. ¡Cómo! el aumento de
nuestra fuerza y de nuestra prosperidad en ese tercio de siglo,
¿no le ha convencido de la cordura de nuestros padres? Hace
treinta y cinco años se podía dudar y decir: «¡Cuidado! ¡Temed el hacer las cosas demasiado en grande!» Pero hoy, señor
Dubert, vamos a ver, sea usted sincero. ¿Ha padecido Alemania por haberse impuesto la disciplina prusiana? ¿Ha impedido el esfuerzo militar el desarrollo de nuestra industria y
de nuestro comercio? ¿ Ha limitado el aumento de nuestra
raza? Somos la nación más fuerte por tierra y nuestra marina
mercante cubre los mares. El universo es tributario de la in110
LOS MOLOCH
dustria alemana, del comercio alemán, de la ciencia alemana...
Y ahí tiene usted un hombre a quien Dios había dado un
genio científico superior y al que se le ocurre insultar a un
sistema que puede decirse que ha hecho sus pruebas científicamente. En nombre de no sé qué delirio de utopías sociales, protesta contra el imperialismo y el despotismo prusiano. Predica el internacionalismo y el desarme, se hace el
apóstol de una especie de religión, el monismo, y sueña con
instalarla en lugar de las iglesias oficiales,... Que cuente estas
cosas en Hamburgo o en Iena, me importa poco, porque no
me corresponde el impedirlo. Pero en Rothberg, en mi casa,
en mis territorios, le recomiendo que ponga freno a la lengua.
Tenía yo una gran benevolencia por él cuando llegó mientras
usted estaba en Carlsbad. Le miraba como a un conciudadano que nos hacía honor y suponía que la edad le había hecho
cuerdo. No tengo ninguna razón para ocultar a usted que le
envié el mayor para saludarle o invitarle al castillo. ¿Sabe usted lo que respondió? ¿Lo sabe usted?
Se plantó delante de mí, bien enfrente.
-Respondió que mis cumplimientos le halagaban mucho
y que me presentaba los suyos, pero que, sus trabajos le impedían toda distracción. Aquí tiene usted, señor Dubert, lo
que ha respondido al Príncipe reinante de Rothberg. Dígame
usted si es esto cortés, usted que es de un país donde todos
se precian de ser corteses.
Cuando los Príncipes no interrogan, está prohibido hablarles; cuando interrogan, es a veces lo más hábil no responder. La Corte en miniatura en que vivía hacía diez meses
111
MARCEL PRÉVOST
me había enseñado tales precauciones. Pero esta vez me pareció cobarde esquivar la respuesta, con más razón porque
ciertas frases del Príncipe me habían revuelto un poco la bilis.
-Monseñor -respondí,- si realmente importa a Vuestra
Alteza mi opinión...
-Ciertamente que me importa.
-Pues bien, creo que Zimmermann es sencillamente un
doctrinario y un obstinado. No tiene rencor contra el difunto
Príncipe, ni contra Vuestra Alteza. Piensa que su visita a la
Corte, sería interpretada como una especie de retractación de
su conducta pasada, como una palinodia, y prefiere abstenerse. Es una actitud, si quiero Vuestra Alteza, pero toda convicción sincera impone a la larga una actitud.
El Príncipe se encogió de hombros, fue hacia la biblioteca y, con esa atención extremada que se afecta cuando se
piensa, en otra cosa muy distinta, se puso a examinar unas
encuadernaciones. Dio después media vuelta militarmente,
como en la parada, y apoyándose esta vez en los estantes, se
me quedó mirando.
-Usted piensa en el fondo como Zimmermann sobre la
política alemana...
No protesté.
-Ahora bien usted es (políticamente, se entiende) un
enemigo hereditario de Alemania; y estimo que las doctrinas
de Zimmermann son malas y peligrosas justamente porque
tienen la aprobación de nuestros enemigos.
112
LOS MOLOCH
-He ahí un argumento, monseñor, que he oído con frecuencia, al revés, naturalmente, en boca de mis compatriotas.
-No por eso deja de ser irrefutable.
-No es esa mi opinión. Algunas buenas inteligencias,
fuera de nuestras fronteras, juzgaban perjudiciales para Francia, en 1812, los proyectos de Napoleón. No se equivocaban;
pero los pocos franceses patriotas que pensaban como ellos,
no se equivocaban tampoco.
-De modo que ahí -dijo el Príncipe irónicamente,- da
usted a Alemania el consejo de ser acomodaticia y pacifica y
de hacerse, la pequeña…
-No tengo calidad para dar consejos a Alemania, pero
precisamente porque soy extranjero distingo, acaso, mejor la
situación de Alemania entre las otras naciones. Y Alemania
me parece más amenazada hoy que ayer, porque se la juzga
más amenazadora.
-¿Qué pueden reprochar a Alemania?
-Monseñor...
-Hable usted, hable. Un oyente alemán sabe objetivar
una doctrina.
«¿Cómo - pensé,- podría un alemán sostener una discusión si se borrase de su vocabulario el verbo objetivar?»
-Monseñor -respondí en voz alta,- se reprocha a Alemania el haber tenido la fortuna provocadora. Lea Vuestra Alteza los periódicos del mundo entero y verá que expresan esa
acusación que tanto daño hizo a Francia antes del año 1870.
El Imperio alemán se hace pangermanista, para emplear el
término de moda. Ahora bien, ¿qué es el pangermanismo?
113
MARCEL PRÉVOST
-Es, sencillamente, reunir bajo el mismo Gobierno a los
pueblos de nacionalidad y de lengua alemanas.
-Es más que eso, monseñor. En el pensamiento de los
pangermanistas se ve el proyecto de imponer el espíritu y la
iniciativa de Alemania a toda Europa, o, por lo menos, a la
mayor cantidad posible de europeos... Este pensamiento se
traduce claramente, en los más audaces de vuestros publicistas. Según ellos, sólo la nación alemana tiene derecho a la
expansión; la moral alemana es superior a toda moral; la
fuerza alemana debe dominar a toda otra fuerza.
-¡Sí! ¡Bravo, bravo! -dijo el Príncipe con una alegre risa
que yo conocía en él y en otros de su pueblo, y que siempre
me chocaba y me entristecía: la risa brutal, que no comprende.
-¿Lo ve Vuestra Alteza? -exclamé.- Esa opinión expone
a Alemania a un terrible disentimiento con los otros pueblos.
Aseguro a Vuestra Alteza que, personalmente, no soy belicoso; pero prefiero correr todos los riesgos a sufrir la cultura
alemana, la moral alemana, y la fuerza alemana. Antes de ser
ciudadano de una Europa alemana, quiero dejar de ser europeo.
¿Había ido yo más allá de lo conveniente? Lo creí un
instante porque el Príncipe se puso de repente rojo como si
fuera a tener una congestión, y vi oscilar las dos guías del bigote a impulso del sobresalto de los labios. Se calmó por un
esfuerzo de voluntad que hizo sobresalir las venas de su
frente. Quiso probar al débil latino, que yo era, su fuerza de
alma de germano.
114
LOS MOLOCH
Distrajo su cólera, disponiendo metódicamente en la
mesa los objetos de escritorio, y dijo después en tono muy
bajo y como indiferente:
-Repito a usted, señor Dubert, que no me extraña esa
manera de ver en un extranjero, y, sobre todo en un francés
que ha sufrido el peso de le espada alemana. Reconozca usted, por otra parte, que lo que me dice usted justifica la desconfianza de Alemania respecto de sus vecinos... Pero ese
espíritu de crítica y de desconfianza, natural en un extranjero,
no me parece tolerable en un alemán. Vea usted cuanto quiera a su amigo el doctor Zimmermann, pero aconséjele la prudencia en actos, y en palabras. Cuando se profesan tales ideas
es peligroso manejar explosivos.
Sonrió, ya dueño de sí, al decir estas palabras, y añadió:
-Digo esto en broma, como usted comprende. No tomo
a Zimmermann por un anarquista. Encuentro sus ideas mucho más temibles que sus pólvoras. Que se abstenga de toda
manifestación durante su estancia en Bothberg, y le dispenso
de toda simpatía y hasta de toda urbanidad para conmigo.
Dígaselo usted, ¿verdad?
Me miró a los ojos al decir estas palabras con una expresión imperativa muy soberana. Yo me incliné.
-Cuento con ello -añadió,- y por eso mismo no veo ningún inconveniente en que usted le trate. Adiós, señor Dubert;
le devuelvo a usted su libertad. Diga usted a su señora hermana que siento el incidente de esta mañana, y que me dispense...
115
MARCEL PRÉVOST
Al volver a la villa Elsa no me divertí ya en recorrer la
carta celeste, en la que la blancura de la luna, todavía oculta
detrás de las montañas, borraba poco a poco las estrellas; anduve con la cabeza inclinada.
«Hace un año -pensaba,- cuando disertábamos entre camaradas, en cierto cenáculo de la calle Greuze, unos cuantos
jóvenes burgueses ricos y cultos, si alguno de nosotros hubiera proferido las palabras que acabo de decir al Príncipe, se
hubiera atraído los sarcasmos de todos los de más…-La palabra patriotismo -decía uno de ellos,- así como las de virtud
y conciencia, deshonra a quien la pronuncia creyendo decir
algo. Y yo opinaba afirmativamente, con todos los otros
miembros del cenáculo. ¿Qué dicen aquellos amigos después
de haber vuelto Alemania a la ofensiva con motivo de los
sucesos marroquíes?... ¿Han cambiado -como yo, ellos, que
no oyen rugir al monstruo más que da lejos?»
Meditando de este modo entré en mi quinta, cuya puerta
exterior no estaba cerrada con llave. El Luftkurort conservaba todavía la simplicidad de la antigua Alemania. A la luz de
la vela, que encendí, subí la escalera y penetré en el vestíbulo
de nuestro departamento. Según mi promesa, entró en el
cuarto de Gritte y la besó sin despertarla en los cabellos esparcidos en la almohada. Después de lo cual, me fuí a mi
cuarto.
Le encontré tan bien iluminado por la luna, que apague
mi miserable luminaria. La blanca claridad bañábalo todo y
yo distinguía los objetos a mi alrededor.
116
LOS MOLOCH
No tenía ninguna gana de dormir, y fuí a sentarme en el
terrado junto a la separación medianera. Me parecía que
aquella calma y aquel paisaje nocturno apaciguarían mis nervios, todavía un poco vibrantes. Y, en realidad, mirando
aquel decorado de cuento de hadas desapareció poco a poco
la irritación nerviosa que me quedaba de mi conversación
con el Príncipe... Inclinéme de nuevo a la ironía, y se apoderó
de mí el deseo de un encantador desquite contra aquel germano feudal.
«No me ha ocultado que me considera, como un enemigo... ¡Vaya por el enemigo!... Tonto sería embarazándome de
escrúpulos…»
Cuando estaba meditando de este modo, oí abrirse la
puerta vidriera de nuestros vecinos del otro lado de la medianería. Percibí el roce sedoso del traje de la anciana y después un Komm, Schatz pronunciado a media voz.
Schatz, tesoro; este nombre cariñoso se dirigía a Moloch.
El avispado viejo, se reunió, en efecto, con su mujer.
-Wunderschoen -dijo mirando el paisaje.
Ella repitió:
-Wunderschoen.
Así, pues, desde mi escondite oía yo lo que decía la pareja de ancianos. Y confieso que esto me molestó un instante... ¿Pero cómo marcharme sin revelar mi presencia? El
miedo de parecer indiscreto me impuso la indiscreción.
Además, seamos sinceros, la conversación de mis vecinos me
cautivó muy pronto. Hablaban en voz baja, a lo que convidaba el silencio nocturno. Hablaban una linda y pura lengua
117
MARCEL PRÉVOST
alemana, de giros un poco antiguos en les labios de la Moloch; de una precisión más científica en la boca de su marido.
La pantalla que nos separaba me evitó el espectáculo entristecedor de su edad; y creí verdaderamente oir algunas veces al
amante de Werther conversar con Zarathustra.
He aquí lo que decían:
LA SEÑORA MOLOCH. -Dame la mano, tesoro mío.
Te amo y soy dichosa, volviendo a ver a tu lado y como con
tus ojos, este paisaje donde se despertó mi corazón... Te doy
las gracias por haberme concedido esta dicha. ¿No estás tú
contento de haber venido?
EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, amada mía, muy contento.
LA SEÑORA MOLOCH.- Un amor que nace entre estas selvas eternamente verdes no teme a los años más que
ellas. ¡Oh! sitio admirable...
EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, el sitio está bien dispuesto.
Ofrece esos recortes de líneas y esas oposiciones de luz y
sombra en que se complace la vista humana; pues todo goce
nos viene de un ejercicio armonioso de nuestras facultades
sensitivas. La vista humana encuentra aquí una recompensa
para cada esfuerzo. Sin embargo, el castillo es de una fealdad
extremada. Evoca a la vez el enfermero y el reitre; es un
cuartel y un hospital. Y es todo eso presuntuosamente, con la
idea de dominar, de ser visto de lejos y de imponer la sumisión.
LA SEÑORA MOLOCH. -¡Cállate, tesoro, cállate!. .. No
hables mal de ese castillo. ¡Le encontraba yo tan hermoso
cuando era joven y no te conocía!... Si hoy tengo mejor gusto,
118
LOS MOLOCH
gracias a tus lecciones, y veo sus defectos de estilo y armonía,
insisto en encontrar que es un ornamento de este bello sitio,
que perdería sin él su belleza.
EL SEÑOR MOLOCH.- Es verdad que hay cosas feas
felizmente colocadas que contribuyen a veces a la belleza de
un conjunto, como hay doctrinas erróneas que pueden ser
beneficiosas en su aplicación. Creo, sin embargo, que los habitantes de tal castillo sufren su mala influencia.
En el corazón de los Rothberg-Steinach, desde que los
abriga ese feo edificio, hay algo del soldadote, y del charlatán... ¡Ah! qué hermosa hoguera se haría en lo alto de la
montaña con esa guarida... Un pedazo de mi «cicilita» no más
grande que un salchichón de Francfort, y de repente: ¡Pum!...
¡Fuegos artificiales!
(Aquí Moloch se echó a reir, y hasta creí notar que bailaba un poco en el balcón. Su mujer protestó.)
LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Oh! amor mío, no digas
esas cosas... Tú, el más compasivo y el mejor de los hombres,
¿puedes querer la destrucción y la muerte de algo?... Imagina
el vacío que dejaría en esa cresta el castillo que contemplaron
nuestras miradas de enamorados.
EL SEÑOR MOLOCH.- Dices bien, querida. También
en mí hay algo todavía que ama a esa masa de argamasa y de
pizarras, justamente porque su imagen forma parte de mis
recuerdos, es decir, es una modificación de mi Yo... No le
destruyamos pues... Que el pueblo de Rothberg se contente
con destinarle a otra cosa. Que expulse de él a esos habitantes
ridículos, a esa fútil Princesa, a ese Príncipe de carnaval, a ese
119
MARCEL PRÉVOST
mayor grotesco, esas damas y esos lacayos, a esas doncellas y
esos guardias,...
LA SEÑORA MOLOCH- Y Si el castillo se queda vacío, amigo, ¿qué van a hacer con él los habitantes de Rothberg?
EL SEÑOR MOLOCH. - Que hagan un templo. ¿Por
qué no? Un templo de la religión científica, un templo a la
gloria de la Evolución. Hemos realizado modestamente una
especie de capilla monista en Iena, gracias al concurso de mis
fieles amigos y discípulos Gerta, Franz, Alberto y Miguel.
¡Imagina, mujer querida, tales reuniones aumentadas con una
gran concurrencia de pueblo en un vasto edificio como este!... Como en un verdadero templo, se vería en él, en lugar
de imágenes de santidad, la representación artística de las bellezas de la Naturaleza. Entre altas columnas, rodeadas de
lianas, las esbeltas palmeras y los helechos arborescentes recordarían la fuerza creadora de los trópicos. En grandes
acuariums, bajo las ventanas, las graciosas medusas y los sifonóforos, los corales y las asterias enseñarían las formas artísticas de la vida marina. En lugar de altar mayor, sería una
Urania la que haría visible, en los movimientos de los cuerpos celestes, la omnipotencia de la ley de substancia. El pastor del nuevo culto se la demostraría a los fieles. La moral
monista sería enseñada a los niños y confirmada a los adultos. Celebraríanse allí las uniones de acuerdo con el rito eterno. Puesto que a esta raza alemana le hace falta una fe y un
culto, al menos practicaría una religión conforme con los
datos de la ciencia y con las leyes de la razón...
120
LOS MOLOCH
(La señora Moloch no respondió. Y durante un rato, el
silencio admirable de la noche recogió solamente alrededor
de nosotros la vida universal... En ese silencio, me pareció
que ola el pensamiento de, la anciana y que este pensamiento,
sometido naturalmente a la disciplina intelectual del marido,
se remontaba sin embargo con complacencia a los recuerdos
del pasado y a la religión de su infancia. Las palabras que
pronunció después de una larga pausa continuaron la meditación que yo adivinaba.)
LA SEÑORA MOLOCH.- ¿Te acuerdas, Schatz, de
nuestro primer encuentro en la puerta de la iglesia de San
Juan, en Steinach? Salía yo de las oraciones de la tarde, con
mi tía, que era muy piadosa, un día de Pentecostés, como la
Margarita de Fausto...
EL SEÑOR MOLOCH. -Y yo, con unos amigos muy
poco devotos, estaba mirando salir de la iglesia a las muchachas como tú.
LA SEÑORA MOLOCH. -Aquel día, Eitel, vi tus ojos
por primera vez, tus ojos, cuya mirada no se parece a ninguna
otra. ¡Pensar que he tenido la dicha de tener para mí sola esos
ojos y mirarlos toda mi vida!... ¿Hay un destino más hermoso, amigo mío?
EL SEÑOR MOLOCH. -El día en que vi salir de la iglesia a la sobrina de Frau Traube, se reveló a mí también lo que
tú llamas el destino, es decir, que el Genio de la especie me
impuso la necesidad de reunirme contigo... Cedí deliciosamente a la ilusión con que nos engaña la eterna
Maïa…Conocí los juegos con que nos divierte en su paraíso
121
MARCEL PRÉVOST
terrenal, los paseos sentimentales, las citas anhelosas, el insomnio tumultuoso de las separaciones, y también el loco
deseo... ¡Oh! qué dulce engaño,... Y qué compasiva es la Naturaleza al ofrecérselo a la pobre humanidad...
LA SEÑORA MOLOCH- ¡No digas que es un engaño,
Eitel! ¿Hay algo más real que el amor? Es la única realidad
del mundo. Los que no la conocen o la desdeñan, no han
vivido. Me ha hecho latir el corazón el volver a ver la iglesia
de san Juan, la estatua del Elector y el puente viejo sobre el
Rotha.
EL SEÑOR MOLOCH.- Y la callejuela que va de la
plaza del Rathaus a la Ludwigstrasse, donde por primera vez
te hablé a solas...
LA SEÑORA MOLOCH.- Y el camino de Rothberg,
que seguíamos en nuestros paseos de enamorados...
EL SEÑOR MOLOCH.- Y la taberna del RatshskeIler,
donde armé querella a un estudiante que hablaba ligeramente
de tu belleza.
LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Amado mío! Te batiste por
mí. Y me fuí sola a tu cuarto de estudiante, en cuanto supe
que estabas herido en la frente.
EL SEÑOR MOLOCH.- No bastante herido para que
no tuvieras que huir de mí, dejándote entre mis manos la cenefa de tu pañoleta.
LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Cuánto rencor te tuve entonces, Eitel!...
EL SEÑOR MOLOCH.- ¡Y cuánto trabajo me costó
obtener otra cita!... Fue preciso para ello que el Príncipe em122
LOS MOLOCH
pezara a perseguirme. ¡Oh! pequeña, tradicionalista, qué profundamente te habían inculcado las herencias el prejuicio del
pudor...
LA SEÑORA MOLOCH.- ¿Lo sientes? ¿No fue tu dicha mucho mayor, en Hamburgo, después del matrimonio, al
estrechar contra tu corazón a la joven intacta que se habla
conservado para ti?
EL SEÑOR MOLOCH.- Ciertamente; pues si mi cerebro pudo librarse, mis sentidos y mis instintos conservan el
doblez de los antepasados. Por mucho tiempo todavía, hasta
que se realice la liberación por la naturaleza, que previó
nuestro Goethe, sentiremos rondar en nosotros mismos los
instintos y los prejuicios de los antepasados, como resucitados en la casa.
(Los dos ancianos esposos se callaron, y durante algún
tiempo no oí más que el murmullo del Rotha en lo hondo de
la vega y la respiración un poco precipitada del viejo. La luna
nadaba ya plenamente en el pálido lago del cielo, por encima
del valle. El caos de los fondos era visible, la pradera de un
verde de cuento de hadas, el Rotha chispeante, inmóvil el
follaje de los árboles... En torno del astro victorioso las estrellas no eran más que gotas argentinas... La voz de la señora
Moloch se dejó oir de nuevo, ligera como un aliento.)
LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Eitel! ¡Amor mío!
Qué bella es la Naturaleza alrededor nuestro y cómo
siento que participo de su belleza... ¿Que me importa que
haya paisajes más bellos en otra parte? Este es nuestro paisaje
123
MARCEL PRÉVOST
y forma parte de nosotros mismos. Un poco de él morirá con
nosotros. ¡Querida comarca! ¡Querida Alemania!
EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, querida, Alemania... Como
el tuyo, Cecilia, mi corazón, en presencia de este paisaje, vibra
al unísono de las armonías misteriosas cuyo conjunto se llama Alemania... ¡Alemania! es decir, tantos pensamientos y
sentimientos nobles, tantas virtudes y actos heroicos como
ilustran a la raza germánica. La Alemania es grande. Nosotros, los alemanes, somos pensadores incomparables. Hemos
luchado cuerpo a cuerpo con el negro Fafner de lo Desconocido metafísico y le hemos abierto y disecado. Hemos sido
también laboriosos y fieles y hemos fecundado tina tierra,
ingrata que nuestro sudor ha hecho fértil. Fuimos, sin embargo, también soldados y rudos combatientes, primero al
sueldo de los Príncipes, y después para defender la patria...
Hoy seguimos queriendo defenderla, pero los que aman verdaderamente a la Alemania no sueña con volver a hacer de
ella un pueblo de reitres al servicio de los Hohenzollern.
Alemania, tu verdadero reino no es el de las almas. Tus guerreros son pacientes y disciplinados, pero, y esto les honra,
no aman la guerra. No queremos cambiar el cetro de la poesía
y del pensamiento contra el cetro vano que han llevado bárbaros como Gengis Kan.
LA SEÑORA MOLOCH- ¡Habla, Eitel, habla! me parece que tu voz es la voz misma de Alemania y que este valle
me habla por tu voz.
EL SEÑOR MOLOCH.- Mírale bien, Cecilia, este valle.
Tan perfectamente, alemán como es, simboliza la Alemania
124
LOS MOLOCH
moderna. El hulano levanta orgullosamente su guarida y hace
de él la Alemania de la fuerza brutal. Yo, simple ciudadano,
estoy en pie enfrente de él, y él me mira corno un débil gusano; pero cuando el nombre de esté Otto haya caído en la fosa
común del olvido en que yacen sus ilustres abuelos, cuyos
nombres obscuros ha olvidado él mismo, mi nombre quedará en los labios de los hombres, porque el suyo significa la
fuerza y el mío el pensamiento. Si, dos Alemanias están aquí
en presencia. Dejemos a los filisteos celebrar el triunfo de la
fuerza; yo quiero creer en el del pensamiento alemán. ¡Alemania del ensueño, de la poesía, del análisis; verdadera y
santa Alemania, yo sigo siendo tu caballero!
Así habló Moloch. Su mujer no respondió, pero un roce
delicado de sedosa tela indicó que se aproximaba a su marido, y oí el ruido de un beso...
¿Fue la hora y el sitio romántico? ¿Fue el efecto en mi
imaginación de las palabras que habían pronunciado los dos
esposos? Ello fue que a través de la separación de madera de
los dos balcones, imaginé al joven estudiante y a la graciosa
muchacha de Steinach uniendo sus labios de veinte años, él
con sus cabellos rubios debajo de la boina, su cicatriz en la
cara y sus vivos ademanes de aprendiz de sabio, y ella, con su
palidez de virgen exaltada, sus cocas de madona y el blanco
cendral cubriendo castamente el pecho, en el que palpitaba el
pudor.
El matrimonio se entró en su cuarto sin haber pronunciado una palabra más. Cerráronse las ventanas, y yo dejé el
125
MARCEL PRÉVOST
rincón obscuro desde el cual les había oído, y fuí a asomarme
a mi vez al balcón
Y, de pronto, en el absoluto silencio en el que apenas se
percibía el suave rumor del río, en aquel resplandor de encantamiento que difundía aún en el valle la luna en el momento de hundirse detrás de los frondosos montes, se
repartieron las sonoridades iniciales del Preludio, que brotaban de una cámara del castillo la cámara sin luz cuyas ventanas estaban abiertas.
¡La tierna Elsa me enviaba esa llamada para decirme que
pensaba en mí y que me amaba!...
Después de la adorable conversación de los ancianos esposos, la dulzura alemana se imponía de nuevo a mí en
aquella noche memorable. La Alemania me ofrecía, como en
desquite de las brutalidades de Otto, la gracia romántica de
sus sitios nocturnos, el fervor de su pensamiento, su tierna
manera de comprender el amor y la divina potencia de su
arte.
«Moloch tiene razón.- pensé.-¿ Qué es un principillo
hinchado de soberbia, qué un emperador de bigotes tiesos y
mímicas feudales, al lado de las fuerzas conjuradas de la Naturaleza, del arte y del amor?... Moloch tiene razón. La Alemania de los reitres es una falsa y pasajera Alemania. La
verdadera, la eterna, es la Alemania de Kant y de Schopenhauer, y de Charlette y de Werther, del Intermezzo... Es la
Alemania del inmortal mago de los sonidos, que supo resumir todas las artes en la más conmovedora de entre ellas. Perezca la Alemania de los reitres, y todos los pueblos del
126
LOS MOLOCH
mundo, saludando a esa patria privilegiada del pensamiento y
de la armonía, exclamarán como Moloch: « ¡Querida Alemania!»
127
MARCEL PRÉVOST
SEGUNDA PARTE
I
¿Habéis experimentado ciertas mañanas, a la hora del
despertar acostumbrado, la sensación de haber dormido
bastante, para satisfacer a la Naturaleza, y, a la vez, el deseo
de no salir del sueño y de refugiaros en él contra la inquietud
confusa del día que nace y de la vida que recomienza?
En mi camita turingia, bastante poco cómoda, había, sin
embargo, disfrutado aquella noche siete buenas horas de reposo. Hacía mucho tiempo que estaba percibiendo alrededor
de mi semisopor llamadas de voces en los terrados de las
quintas vecinas, ruido de niños en la calle y más rumores, en
suma, que de ordinario. A pesar de la persiana del terrado,
una alegre claridad de sol polvoreaba mi cuarto y me hacía
ver color de rosa dentro de mí, a pesar de mis párpados cerrados voluntariamente... Hacía un momento había sentido
rozar mis cabellos los frescos labios, de Gritte y oído su voz
que me decía:
128
LOS MOLOCH
-Perezoso, a las ocho en la cama… ¿Es porque es fiesta?... ¿No te da vergüenza? ... Yo me voy con la señora de
Moloch a ver los, preparativos.
Me volví hacia la pared protestando. Las palabras de
Gritte: fiesta,... preparativos... habían tenido por efecto el hacerme el sueño más deseable. «Querido sueño -pensé,- red
protectora contra s horas inciertas o malas, envuélveme, déjame no sentir de este nuevo día más que la claridad tamizada
por mis párpados y la frescura de fin de verano que penetra
por la ventana entornada… ¡Sueño, reténme!... No me acuerdo ya de, lo que me turba y me espanta despierto. No es una
dolencia física; mi sangre corre viva y sana por unos miembros fuertes. No es la aprensión de catástrofes personales; no
temo nada de los hombres, y dos sonrisas de mujeres me
pro»meten, una el cariño y otra el amor. La causa de mi deseo
de inconsciencia es algo indefinido y fuerte, pero no sé ya lo
que es, y me gusta haberlo olvidado en el curso de la noche,
pues no podría ya dormir si lo recordase… Envuélveme,
querido sueño, y prolonga, mi olvido…»
De repente, me siento en la cama, francamente despierto... En el castillo ha sonado un cañonazo, y clamores alegres
lanzados desde las quintas, desde la plaza y desde todo el
Luftkurort le han respondido. Mis ojos abiertos miran: el sol
triunfa en mi cuarto; la sombra de una bandera, suspendida
en el terrado y agitada por la brisa matinal ondea en la pared
del fondo. Y en seguida sé por qué no quería despertarme a
pesar de la adorable claridad, de la alegría de la calle, de la
129
MARCEL PRÉVOST
llamada de Gritte y de mi promesa, de reunirme dentro de un
momento con la Princesa en el pabellón de caza...
Hoy es el 2 de septiembre, el día de Sedán.
Si se tiran cañonazos en el castillo, si los mozos y majaderos de Rothberg se visten de domingo, siendo hoy un
simple miércoles, si la bandera azul de Rothberg-Steinach
flota en el balcón entre el cuarto de Moloch y el mío; si los
gansos grises o blancos se agitan en el Rotha con clamores
más insolentes; si, en fin, esta tarde, ante la Corte y el pueblo
reunido en el Thiergarten se va a descubrir entre músicas y
discursos una estatua de yeso de Bismark, mientras llega el
bronce que Cannistatt está fundiendo, es porque hace treinta
y cinco anos, en un día de sol como éste, cayeron 17.000
franceses, y los 117.000 supervivientes no pudieron hacer
más que elegir entre morir sin objeto o rendirse, por lo cual
su general firmó la capitulación que entregaba a Guillermo I
todos aquellos vencidos con sus águilas, sus insignias, sus
armas y la espada y la fortuna del emperador.
Hoy todo el Imperio alemán celebra la fiesta.
Al mismo tiempo que el alfabeto gótico, los chicos de la
escuela y las mocosas de los colegios han aprendido a venerar
esta fecha del pasado. En ese día, se les ha dicho, Alemania
ha salido viva de sus cenizas. La antigua Alemania cedió el
puesto, y ante el mundo asombrado, la joven Alemania levantó su espada.
Hoy es el Sedanstag.
-¡Qué turbado está mi corazón! Mientras me levanto y
me visto, contento porque Gritte no está presente para pre130
LOS MOLOCH
guntarme y hasta para mirarme, trato de poner en claro el por
qué de mi turbación.
Muchos 2 de septiembre han marcado ya su cifra en mi
vida, dejándome indiferente o gozoso entre la alegría o la
indiferencia de todos los franceses. ¿Sabia yo siquiera el sentido de esa fecha? ¿Lo sabían alrededor de mí?... Olvido sincero o indiferencia, voluntaria, nunca esa fecha de duelo ha
estorbado, en los otros años, mi paseo al Bosque, mi buen
almuerzo entre camaradas, las citas de la tarde ni los placeres
de la noche. Para asociar a estas palabras: 2 de septiembre, la
de Sedán, es preciso que venga al pueblo vencedor, y que su
alegría, siempre provocadora después de tantos aniversarios,
me ofenda y me produzca un malestar físico.
«Vamos a ver, ¿es culpa mía que Mac-Mahon no supiera
la marcha de flanco de Federico Carlos, que se pegase imprudentemente a la vía férrea, que se replegase en Sedán, plaza detestablemente escogida, ni que en el momento en que el
enemigo empezaba a envolverle firmase esta orden del día
extraordinaria: «Mañana, descanso para todo el ejército.»
¡Mañana! mañana era la batalla de Sedán, ante la cual se borran Pavía y Waterloo...
¿Es culpa mía, que el general de Wimpfen quitase imprudentemente el mando a Ducrot, quien salvaba al menos
los restos del ejército? ¿La tengo de que ese día pareciesen
ciegos todos los que disponían de los destinos de Francia?
¿Puedo yo evitar que, desde mediados de agosto, el Emperador originase sangre?...
131
MARCEL PRÉVOST
He venido al mundo cuando todo esto era ya el inmutable pasado. Ningún dolor retrospectivo podrá remediarlo.
¿Se viste mi alma de luto por los aniversarios de Azincourt y
Trafalgar? ¿Vístese de fiesta en los Bouvines, Patay y Austerlitz?... La vida sería una pesadilla si la obstruye se siempre con
su sombra el pasado. Yo no soy responsable más que de mí
mismo. Mi propia historia y la de mi país durante mi vida,
con sus tristezas y sus alegrías, bastan a mi capacidad de
emoción. ¡Atrás, fantasmas de la historia!»
Así razona mi razón mientras que con un esfuerzo de
sangre fría y de método me abrocho los botones de la camisa,
escojo un traje en el guardarropa y anudo y prendo mi corbata... Y para probarme a mí mismo que no me dominan los
fantasmas, me pongo a silbar una canción que los muchachos de Alemania cantan hace algún tiempo continuamente...
Pero de repente me tiembla la mano y me pincho en un dedo
con el alfiler de la corbata. Otro cañonazo del castillo ha retumbado en las gargantas del Rotha.
¡Es el 2 de septiembre, el día de Sedán!
Por mucho que mi razonamiento se subleve, la voluntad
del vencedor me obliga a no confundir esta fecha con las
otras funestas. Los cañones del vencedor, sus, banderas, sus
procesiones de veteranos, el clamor mismo de las bocas infantiles, me imponen la realidad de mi derrota, no como una
conmemoración histórica, sino como una dura ley del presente. ¿Cómo he de poder olvidar?... El vencedor me grita,
todos los años: «En esta fecha te he deshecho.» Y si me grita
esto tan duramente, comprendo que es porque piensa: «Te he
132
LOS MOLOCH
deshecho y no te has levantado después ni toleraré que te
levantes…»
Está bien; no razonemos más. Seamos impulsivos como
él lo es. Puesto que ese recuerdo del odio hereditario viene a
sacudir mi sopor de vencido, hoy al menos, seré el enemigo.
Sólo aquí representará al vencido, puesto que el vencedor lo
quiere. No me encerraré en mi casa por miedo de que digan
que este francés no se atreve siquiera a presentarse... Se me
verá y responderé al que me hable. Si se exceden de la medida, impondré el respeto como pueda.
Sonidos de flauta en la plaza me atrajeron a la ventana
del cuarto de Gritte que había salido. La flauta lanza sus chillonas modulaciones en los labios de un flautista canoso, pero de aspecto todavía vivo y robusto. Detrás de ese Tirteo
marcha hacia el castillo un grupo de individuos, algunos de
los cuales, atacados de reuma, pueden apenas seguir el paso
de la alegre musiquilla. Son una docena, de montañas vestidos de domingo, con ramas de laurel en el sombrero y la cruz
de hierro en el pecho. Algunos, para significar más gloria,
llevan en banda otros laureles. Precédelos un estandarte llevado por un alto, joven imberbe, hijo sin duda de alguno de
aquellos héroes. La chiquillería de Rothberg los escolta con
sus gritos y sus hurras. En las ventanas de las quintas las
mujeres agitan los pañuelos, y los hombres en mangas de
camisa, con la navaja de afeitar en la mano y la cara embadurnada de espuma, se asoman y gritan: «¡Hoch!… »
Escondido detrás de las persianas, veo alejarse hacia el
castillo las espaldas cargadas de los guerreros. Pienso en
133
MARCEL PRÉVOST
aquellos de sus contemporáneos que, nacidos en la orilla izquierda del Rhin, pelearon contra éstos. Muchos han muerto
ya. Los que sobreviven han sufrido, como los vencedores,
bajo el sol abrumador de 1870 y bajo la helada horrible de
1871. Han hecho los mismos gestos de autómatas bajo las
órdenes de sus jefes; han caminado kilómetros y kilómetros
con el vientre vacío, los hombros hundidos por la carga, medio dormidos, febriles, alucinados... Han tirado, abrigados
bien o mal detrás de una mata o de un repliegue del terreno,
contra masas confusas que se les decía que eran el enemigo.
Heridos, muchos han conocido horas de angustia en el campo de batalla, el horrible hospital de campaña, la disentería, y
el tifus. Todo lo que sufrieron estos veteranos de Alemania,
sufriéronlo también los de Francia, hasta. el punto de que
unos y otros hubieran podido cambiar sus destinos sin ganar
ni perder.
Sin embargo, hoy 2 de septiembre, el francés empuja el
arado o maneja la herramienta como todos los días, mientras
que el alemán, vestido de fiesta y coronado de laureles, adornado de cruces y medallas, va a chocar su copa con la del
Príncipe Otto en la sala de los Ciervos y a volverse con un.
thaler más en el bolsillo.
¡Veterano de Francia, no haber sido vencido!
Los guerreros se han alejado y yo entreabro la ventana y
miro hacia la plaza. Todo el Luftkurort está en fiesta; las
banderas azules con águila blanca y las amarillas con águila
negra ondean a impulso de una brisa aromatizada por el
134
LOS MOLOCH
aliento de los pinos. La gente que se pasea huele a domingo:
paño negro y planchado recién hecho. Hace un tiempo sin
nubes que Herr Graus llama, «el tiempo de Kaiser.» Dan las
nueve y media en el reloj del castillo.
¡Nada más que las llueve y media! ¡Qué largo se va a hacer el día! Le organizo mentalmente... mi cita con la Princesa
es a las diez y cuarto en el pabellón de caza, en el Thiergarten.
El paseo durará hasta la comida de mediodía. Se inaugura a
Bismarck a las tres. El Príncipe, con una sonrisa que levantaba su bigote, ha tenido cuidado de decirme que no contaba
conmigo para la ceremonia. He respondido en ese tono de
ironía que le exaspera, que, al contrario, asistiría, porque hay
que estar informado de las costumbres de los enemigos. Pero
está convenido con la Princesa que me estaré en el pabellón
de caza mientras la Corte y los funcionarios se exhiben en el
estrado. Esta noche, después de la cena, me volveré a mi
cuarto evitando las iluminaciones, los fuegos artificiales y los
gritos.
En el curso de este largo día hay previsto un incidente
curioso. Pegado en la pared de enfrente, un cartel rojo, manuscrito, anuncia que al acabarse la ceremonia el doctor
Zimmermann, de la Universidad de Iena, dará una conferencia en el café Rummer sobre «el Sedanstag y el problema de la
Alsacia-Lorena.» ¡Pobre Moloch! No tendrá muchos oyentes;
acaso los cinco miembros del partido socialista demócrata de
Rothberg, a no ser que le venga un refuerzo de Litzendorf.
¿Le dejarán siquiera hablar? ¡Con qué expresión leen el cartel
los habitantes de Rothberg y de las quintas! ¡Cómo se enco135
MARCEL PRÉVOST
jen de hombros! Empréndense, conversaciones animadas
entre los señores de levita y sombrero de copa que circulan
por la plaza... ¿ Pero qué va a pasar? ¿Llega el guardia rural
que llena al mismo tiempo las funciones de agente de policía.
Escoltado por los curiosos, trae un puchero de cola con una
brocha dentro, y, en el brazo, unas largas tiras de papel impreso. Se para delante del cartel rojo y los, paseantes afluyen a
su alrededor observando la distancia respetuosa debida a un
representante de la autoridad. El guardia, indiferente y metódico, extiende la cola en el revés de una de las tiras, que ha
escogido amarilla, y, de dos brochazos, la fija horizontalmente sobre el cartel rojo de Moloch. En cuanto se puede
leer en gruesos caracteres estas palabras: «Prohibido por la
autoridad.»
«¡Pobre Moloch- pensé al parar un rato después por delante del cartel tapado cuando iba al pabellón de caza.- Verdaderamente para ser sabio y filósofo ha sido demasiado
cándido al pensar que toleraría, en el día de esta inauguración
de la que está tan orgulloso, una conferencia sobre la abolición del Sedanstag y la neutralización de la Alsacia-Lorena...
¡Pobre Moloch!... »
Mi corazón simpatizaba con el honrado y ardiente anciano en lucha con el hulano, con él llamaba al Príncipe. Mi
razón también me decía que la guerra es horrible, que es absurdo degollarse porque se pronuncia la Ch de diferente modo o se ha nacido del uno o del otro lado del río... Pero ¡ay!
qué ineficaz me parecía toda protesta lógica ante el ardor que
el aniversario de la victoria suscitaba en la tierra germánica.
136
LOS MOLOCH
Con una intelectual repugnancia de mí mismo, tenía que reconocer que si hubiera nacido germano, sería hoy partidario
del Príncipe y aplaudiría la colocación sobre el cartel de la
cruel tira de papel: «Prohibido por la autoridad.»
Del Luftkurot al Thiergarten dura el paseo unos veinte
minutos, siguiendo primero el camino de Alltendorf y después una vereda a través de la basta pradera que yo veía desde mi torrado. Pásase, por un puente rústico el ruidoso
Rotha, y se penetra en seguida en los bosques majestuosos
que rodean al pabellón de caza.
Estos bosques cubren casi exclusivamente de hayas una
colina aislada. Hízolas plantar el mismo Príncipe, Ernesto
hace más de ciento cincuenta años, y no tienen por eso el
aspecto tumulto de las selvas que le rodean. Los coches entran en él por anchas calles y los senderos atraviesan la espesura por curvas estudiadas. Los asientos de piedra, bajo los
bosquecillos, invitan a la meditación a la lectura y al reposo...
En el recodo de un camino, un pabellón hecho de troncos y
ramas decora un claro artificial. De vez en cuando, una estatua vieja del gusto del siglo XVIII verdea y se ennegrece, resquebrajándose entre las ramas entrelazadas que, desde hace
mucho tiempo le ocultan el sol... El alma del único filósofo
salido de la ruda raza de Rothberg sobrevive en ese rincón
del dominio del Príncipe. Se conserva piadosamente el banco
circular en que él se sentaba, para leer a Rousseau, a Voltaire
y a los Enciclopedistas, y la capilla rústica que elevó a Dios,
soberano principio de las cosas, y en la que el altar está reem137
MARCEL PRÉVOST
plazado por una ventana, abierta hacia el paisaje. El pabellón
de caza era su «locura». Construyó en él un teatro semejante
al de Trianón, y minúsculos departamentos instalados en los
sobrados servían para las cenas y también para el amor, pues,
a veces, las comediantas se detenían en el pabellón, y el nombre de lo Gombault, bailarina procedente de la aldea de
Chaillot, cerca de París, es célebre en el pequeño principado.
La Gombault vivió tres años en el pabellón, aunque, eso si,
sir, penetrar jamás en el castillo de Rothberg.
El difunto Príncipe Ernst, cuya fisonomía original me
había seducido desde luego, había llegado a ser para mí un
conocimiento, casi un amigo. Todos sus retratos me eran familiares, había leído toda su correspondencia y hasta proyectaba ocupar los ocios del próximo invierno con una obrita
sobre aquel amable soberano de ancha frente, ojos irónicos y
labios voluptuosos.
«Gracias, querido Príncipe -le dije mientras subía la suave, cuesta que conduce al pabellón,- gracias por proporcionar
al futuro historiador de Vuestra Alteza un asilo de paz entre
el estrépito guerrero de este día funesto... En el tiempo de
Vuestra Alteza se hacían bellas campañas, pero nadie se creía
obligado a prolongar la lucha con brutalidades más allá de la
paz. Se afectaba el olvidar galantemente las derrotas del enemigo, y se rimaban canciones sobre las propias derrotas. ¡Oh
pensador que os batisteis tan valientemente, según se dice, en
Roswbach y en Hochkirch; Príncipe que cierto día, cuando
estalló una bomba en su campamento, estando escribiendo
una carta a la Gombault, exclamó sacudiendo el polvo que
138
LOS MOLOCH
cubría el papel: «¡Pardiez! esos franceses son oportunos; ya
no tengo necesidad de arenilla…!» querido Príncipe filósofo,
gracias por este retiro y esta sombra que yo veo más majestuosa y frondosa que vos y que va a esconderme en lo posible de la victoriosa insolencia de vuestros descendientes...
Príncipe Ernst, confidente y amigo mío, confieso que muchas cosas de la Alemania de hoy me horripilan y me dan un
profundo deseo de volver a pasar los Vosgos y vivir en mi
patria, la dulce Francia. No me hubiera quedado siquiera
hasta el Sedanstag si una amable persona de la familia de
Vuestra Alteza no me retuviese en la Turingia hasta el punto
de hacerme olvidar mis rencores…»
Meditando así, llegué a mitad del camino del pabellón de
caza, al sitio en que, bajo un majestuoso amontonamiento de
hayas y en el recinto de un bosquecillo de adelfas en flor, el
banco del filósofo levantaba sus bases carcomidas, aunque
muchas veces reparadas y protegidas de la intemperie por una
techumbre bastante fea a pesar de la sombra de los bosques,
la marcha me había hecho tener calor y me atreví a sentarme
en el banco memorable. Me enjugué el sudor de la cara, y
después, con los codos en las rodillas y la frente en las manos, cerré los ojos y saboreé la murmuradora tibieza de aquella mañana en los bosques... Sentía realmente penetrar el aire
en mis venas como un dulce narcótico y embotármelas por el
exceso mismo de la vida y de la fuerza que inyectaba en ellas.
Las cuestas alfombradas de hojas secas y en las que huía la
columnata de las hayas ondulando dulcemente, se mezclaban
y se confundían ante mis ojos cerrados. Y, de repente, senta139
MARCEL PRÉVOST
do a mi lado en el banco, vi al Príncipe filósofo con sus zapatos de hebillas de plata, sus medias rojas, su calzón y su
casaca de color de vino, su chaleco amarillo, su alta corbata y,
en la mano, el alto bastón de puño de oro y la tabaquera de
Sajonia. Separábanos su tricornio puesto sobre el banco. El
Príncipe no pareció nada sorprendido de mi proximidad y
hasta me habló familiarmente como si respondiese a mis
Propios pensamientos.
-Joven amigo -me dijo,- convengo en que es muy agradable, para distraer aquí su destierro, que haga usted el amor
a mi nuera. No le haré a usted un discurso de moral; mis
ideas son indulgentes respecto de las relaciones de los sexos,
y, por otra parte, no me disgusta que ese soldadote de Otto
sea un poco... (aquí el Príncipe pronunció claramente una
palabra poco caritativa para ciertos maridos). Sin embargo,
mi experiencia debe poner en guardia, a su juventud de usted
contra las consecuencias de esta intriga. Mi nuera es romántica, y como posee además, un gran fondo de honradez alemana y le repugna hacer traición a su marido bajo el techo y en
el mismo territorio del esposo, empieza a meditar un rapto...
¿Se ríe usted? ¿Le halaga, joven francés de veintiséis años, el
proyecto de escaparse por esos mundos con una Princesa
enamorada? Pero, ¿ha reflexionado usted en la condición del
preceptor pobre que se lleva a una Princesa y, con ella, sus
alhajas y sus rentas?
- Monseñor -repliqué,- si es cierto que la Princesa quiere
que se la lleven, no tiene más que dejar en Rothberg sus ren-
140
LOS MOLOCH
tas y sus joyas. Soy vigoroso y valiente, y no me estorba el
tener que alimentar a una mujer.
El Príncipe, que estaba tomando un polvo de rapé, se
echó a reir con tal fuerza que esparció el tabaco por su chaleco de terciopelo.
-Mi joven amigo -dijo,- usted no piensa seriamente que
la Princesa Elsa se conformará toda su vida con las pequeñas
ganancias de burgués arruinado que podrá usted tener y que
le procurarán a duras penas con qué comer y una criada para
servirle.
-¿No me ama entonces?
-¡Bah!
-En todo caso, se porta como si me amase... a cada momento me escribe billetes tiernos, me da citas y me concede
furtivas caricias... ¡Oh! nada decisivo todavía...
-Lo sé, lo sé -dijo el Príncipe.
-¿Tendré que confesar a Vuestra Alteza que todo esto,
que al principio no conmovió más que mi vanidad ha acabado por conmover mi corazón? Ahora, los días que no son el
Sedanstag o que el Príncipe Otto no me pone muy nervioso
con la patria alemana, siento, gracias a Elsa, algo muy parecido a la felicidad.
El Príncipe movió la peluca
-¡Joven! -exclamó,- su caso de usted es muy malo. Está
usted en camino de olvidar que un preceptor y una Princesa
no pueden jamás ser amantes durables, sobre todo si la Princesa es alemana y el preceptor francés... Yo, que era más listo
y más poderoso que usted, intenté una cosa mucho menos
141
MARCEL PRÉVOST
difícil, poseer aquí una querida francesa, y durante tres años
su compatriota la Gombault se esforzó lealmente por amarme y yo traté como pude de hacerme amar... Note usted que
no nos disgustábamos físicamente, y que yo era francés por
las costumbres y la cultura tanto como puede ser francés un
hombre que ha venido al mundo entre estas sombrías montañas... Todo fue bien mientras el delirio de, los sentidos supo mantenernos en pleno ensueño; pero pasados seis meses,
nuestras naturalezas adversas reaparecieron. Todo nos irritó
al uno contra el otro, y tuvimos horribles querellas por las
causas más fútiles. Había yo asignado como morada a mi
amada el pabellón de caza, y todo el parque, en que estamos.
Ahora bien, ella estaba dominada por una, sola ambición:
habitar el castillo... Por más que le explicaba que el uso inmemorial de mis antepasados había respetado esta morada
venerable, y que la gente de Steinach se uniría a la Rothberg
para jugarme, alguna mala partida si deshonraba este asilo
por torpezas amorosas ella no desistía. «Mi gentil Roberto
(así simplificaba el nombre de Rothberg), me acostaré bajo
las cortinas del Emperador Hunther o me volverá a Chaillot.»
Jamás pude hacer entenderá aquella muchacha, que sin embargo no era estúpida, que el lecho de un Emperador alemán
no está hecho para una merotriz, aunque, sea de Chaillot...
Ella, por su parte, me acusaba de cierta brusquedad en el
punto culminante de nuestras conversaciones y se quejaba de
la costumbre, de la que en verdad no pude nunca desprenderme de apostrofarla entonces con tierno desprecio en mi
lengua natal. «Llámame lo que quieras en francés, me decía;
142
LOS MOLOCH
comprendo todas las pasiones de los hombres. Pero no en tu
jerga de caballo; eso me quita todo placer…» Usted que es
instruido, sea juez en esto: ¿es uno dueño de sus frases en tales minutos?... Todo aquello acabó como puede usted figurarse, la Gombault logró hacerme salir de mi carácter pacífico. Cuando me vio encolerizado, se hizo bufona; ahora bien,
nosotros, los alemanes, no detestamos nada tanto como la
ironía. En París, entre vuestros literatos, la soportaba todavía
y hasta creía comprenderla. Vuelto a mi guarida de Turingia,
me sacaba de mis casillas y respondí a ella a la prusiana: con
golpes La Gombault, cansada de recibir latigazos, encontró
medio de fugarse de mis Estados con uno de mis picadores,
y se fueron a Viena, donde creo que el miserable fue ahorcado, mientras ella se convertía en querida de un banquero. Yo,
amigo mío, escribí Versos franceses sobre esta traición, pero
la meditación me hizo comprender que tenía, que, suceder así
y que un Príncipe heredero de Alemania no puede hacer pareja con una tunantuela de Chaillot sin que resulten mil rozamientos que le serían ahorrados si el Príncipe hubiera nacido
en Versailles o la tunantuela en Rudolstadt.
El Príncipe, que parecía satisfecho de sus frases, se me
quedó mirando con sus, ojos grises.
-Monseñor -repliqué un poco picado,- ¿no cree Vuestra
Alteza que, bien mirado, es menor la distancia del preceptor a
la Princesa que del Príncipe a la meretriz?
-No es menor más que según su sentimiento de usted,
mi joven amigo. Usted tiene las ideas de un francés, y los
franceses han hecho la Revolución; pero no nos consultaron
143
MARCEL PRÉVOST
para hacerla. Por otra parte, ha comprendido usted mal mi
relato si cree que el gran obstáculo es la diferencia de clases;
lo es la de razas, o, como usted dice en su jerga moderna el
alma extranjera.
-Conforme, monseñor... Pero todavía, una observación.
Vuestra Alteza y la Gombault no sentían el uno por el otro
más que una, atracción física bastante brutal. Mientras que la
Princesa me ama.
-¡A saber! -dijo el Príncipe jugando con la tapa de la tabaquera... ¿Y usted a ella?
-Yo, monseñor, la amo también.
En tal carcajada prorrumpió al oir estas palabras el personaje de la casaca de color de vino, que creo que iba yo a
olvidar por completo las distancias sociales y a dar un bofetón al impertinente, cuando, de repente, dos brazos me enlazaron por detrás y dos manos cruzadas sobre mis ojos
detuvieron mi impulso... Me defendí y, al hacerlo, ahuyenté el
sopor de sueño que aquel rincón encantado me había producido. Por un esfuerzo enérgico, me volví poniéndome en pie,
y me encontró frente a frente con Gritte, que se reía a carcajadas del otro lado del banco, mientras que mi discípulo Max
me observaba alegremente a pocos pasos.
-Está bonito, mi doctoral hermano, dormirte en los bancos apenas salido de la cama. Hace ya una hora que Enciernes y yo estamos hablando de literatura.
Max vino a darme la mano. La falta de respeto de Gritte
para con el hijo del Príncipe había pasado pronto de todo
límite. De la palabra Erbprinz, Príncipe heredero, había ella
144
LOS MOLOCH
dicho al principio Príncipe en ciernes, y después, más sumariamente, Enciemes. No le llamaba así, por supuesto, más que
a solas o delante de mí. Max no protestaba, y ni siquiera veía
en él ciertos movimientos de brusca brutalidad que, yo le conocía y que denunciaban de vez en cuando la ruda naturaleza
de sus antepasados, bajo la dulzura maternal. Max estaba encadenado por Gritte. En la languidez de sus catorce años,
adivinaba yo que mi linda hermana se le parecía como la deliciosa primera encarnación de la mujer.
-¿Sabe usted señor doctor -me dijo- que me ha ocurrido
muchas veces dormirme en el banco del filósofo? Creo que
es a causa de las adelfas que le rodean. Y siempre he soñado
con mi abuelo el Príncipe Ernst, con su casaca de color de
vino. Perdóneme usted que le hayamos despertado. Mi madre está en el pabellón, y le espera a usted.
Volvimos a emprender juntos el gran camino enarenado.
Max apoyaba suavemente la mano en mi brazo izquierdo, y
Gritte me llevaba cogido de la mano derecha... Ambos me
hicieron tomar su paso de muchachos impacientes, y su
charla se cruzó a mi alrededor como los anillos de un juego
de cintas.
-Príncipe Max, diga usted a mi hermano que empiezo a
no pronunciar mal la Ch.
-Sí, resulta lindo cuando usted habla, como el lenguaje
de los niños pequeños. ¿ Y yo, hago progresos en francés?
-Va usted hablando un poco menos mal, gracias a mí.
-Y al señor doctor.
145
MARCEL PRÉVOST
-No, a mí sola; mi hermano no le apura a usted bastante... ¿Sabes, Luis? -añadió cambiando de conversación,- hay
una porción de banderas, en el pabellón de caza, y un estrado
con terciopelo rojo y franjas de oro. La estatua empaquetada
de percalina parece un gran pilón de azúcar. Todo esto es
muy feo, ¿verdad, Enciernes?
Max hizo una mueca. Las críticas do Gritte sobre el lujo
y el gusto del principado, no le hacían gracia, y se limitó a
responder:
-El sitio es bonito, hay hermosos árboles y la casita es
graciosa... ¡Calla! un jinete...
Apercibimos el oído. En el vasto silencio de los bosques
oíase el trote de un caballo que bajaba la cuesta resoplando y
haciendo sonar la barbada y los anillos del bocado. En la
primera revuelta conocimos al mayor en su yegua Dorotea.
Max dejó mi brazo y se puso a andar al paso militar. Su
cara había cambiado y vuelto a tomar la expresión de astucia
hostil que me había puesto en los primeros tiempos de mi
profesorado. El Conde de Marbach paró en seco la yegua a
diez pasos de nosotros y llamó:
-¡Monseñor!
Max avanzó a paso prusiano, con la mano en la visera de
la gorra.
-Sírvase Vuestra Alteza -dijo el Conde,- tomar el mando
del destacamento que esta tarde hará los honores delante del
monumento. Orden del Príncipe.
Max no respondió, pero vi que se le contraían los músculos de la cara. El mayor le dio la libertad con un saludo,
146
LOS MOLOCH
picó la yegua, y al pasar al lado de Gritte y de mí, nos saludó
con amabilidad afectada.
Vuelto a nuestro lado, Max estuvo algún tiempo silencioso. Después me dijo:
-Sabe que no me gusta mandar ese destacamento y que
mi padre me había dado permiso para estarme sencillamente
en el estrado... Pero el mayor quiere disgustarme y disgustarle
a usted; porque es el Sedanstag... Cuando yo sea Príncipe de
Rothberg suprimiré esta fiesta... y si al tal Marbach puedo
meterlo en una prisión, le dejaré morir en ella lentamente.
Los ojos de Max se inyectaron de ese fuego que había yo
visto chispear a veces en los ojos de su padre y que incendiaba, bajo el polvo de los años, las pupilas de ciertos retratos
de sus antepasados.
«Mi sensible y pacífico discípulo -pensé,- es de la raza de
los Hunther…» Llegábamos al pabellón de caza, gran esplanada plantada de tilos y cerrada por el fondo por una especie
de «Pequeño Trianón» estucado y lindamente cubierto de
patina por el tiempo, con dos edificios para las dependencias,
perpendiculares al principal y de un solo piso. Hacía mucho
tiempo, acaso desde el de la Gambault, no se vela faisán alguno en este criadero de faisanes, cuyo guarda criaba modestamente las aves de corral destinadas a la cocina del
castillo. Pero el sitio seguía siendo encantador y de una preciosa gracia antigua. Gritte tenía razón; daba pena verle ese
día desfigurado por las banderas de tonos chillones, por el
estrado rojo, por el rollo de percalina del monumento y por
las cantinas provisionales que Herr Graus había hecho insta147
MARCEL PRÉVOST
lar. La casa misma estaba decorada con laureles que cubrían
en los alféizares de las ventanas los adornos de yeso modelados por el arquitecto.
En una de esas ventanas apareció una forma blanca y
rubia, y mi corazón se conmovió dulcemente. «El Príncipe
filósofo no entiende una palabra -pensé,- amo, soy amado...
Y es delicioso.» Dejando a los dos muchachos prosiguiesen a
través de los árboles, apresuré el paso hacia la casa. Entrábase
a ella por un vestíbulo circular que daba acceso a una estrecha escalera de caracol. Arriba, e inclinada en la barandilla,
estaba la Princesa esperándome.
Estábamos los dos en esa época amorosa en la que ninguna palabra, ningún ademán, han removido todavía el revuelto poso de los sentidos, pero en la que se tiene la
necesidad de la presencia, de la soledad de dos con la fuerza
de una idea fija... La cita de esa mañana en la antigua morada
de la Gambault no tenía otro objeto que el de procurarnos
unos instantes de esa preciosa soledad. Y como ambos sentíamos todavía el uno delante del otro un poco de vergüenza
de nuestra pasión, buscábamos por instinto los rincones más
sombríos, aun cuando estábamos solos para no ver nuestros
ojos en el momento, en que se cambiaban nuestras frases.
Apenas me reuní con la Princesa, cuando su mano, fría de
emoción, tiró de mí hacía el corredor más próximo vacío y
obscuro, donde nos ahorramos el cuidado de buscar las palabras. En estos momentos una especie de sublevación del
instinto social y del convencional pudor nos obligaba a vigilar nuestra actitud y cambiábamos frases cuya tontería y arti148
LOS MOLOCH
ficio percibíamos, pero que, sin embargo, nos hacían temblar
la voz.
-Vamos a visitar el teatro, si usted quiere -murmuró débilmente Elsa separándose de mí.- Creo que no le conoce
usted; se abre la casa tan pocas veces...
-Si -respondí,- se dice que es muy curioso. Doy a usted
las gracias.
Y, aunque la, consecuencia natural de estas palabras hubiera sido encaminarnos al teatro, nos refugiamos de nuevo
en el sitio más obscuro hasta que un eco de las voces de Gritte, y Max, que estaban jugando alrededor de la casa; vino a
llamarnos a la realidad.
-Vamos -me dijo la Princesa,- es por aquí.
Se llegaba al escenario por una estrecha galería que recorría todo el edificio y por la que seguí la blanca silueta de Elsa. La Princesa llevaba un vestido de batista hecho en París y
que la sentaba maravillosamente, así como el sombrero de
pastora de paja fina que cubría su cabeza. «Sé muy bien
-pensé,- que me preparo a hacer por ese traje blanco y ese
sombrero de pastora locuras decisivas. ¡Oh! Princesa querida,
qué elocuentes son tus labios cuando no te sirves de ellos
para hablar…» Tenía yo prisa de llegar al escenario porque
preveía en él soledad y rincones sombríos.
No me engañaba.
Aquel escenario minúsculo oculta dos excelentes rincones, el uno detrás de un bastidor cuyo lienzo hecho girones
representa un bosquecillo de mirtos, y el otro a la entrada de
un almacén donde, se guardaban en otro tiempo los quin149
MARCEL PRÉVOST
qués. Cuando estos dos escondites fueron debidamente visitados, fuimos a los cuartos de los artistas, que me sorprendieron por su desnudez; la sala, agradablemente decorada, nos
condujo, por el corredor opuesto a los departamentos de la
Gombault. Allí había buena luz, por lo que conservo memoria del lugar. Una cámara, un saloncillo y unos cuantos gabinetes sin forma eran todo el departamento. En todas partes
estaba el suelo sencillamente enladrillado, de rojo, pero, en
cambio, las paredes estaban adornadas con pinturas y tapices
de bastante buen gusto La cama tenia el maderaje blanco con
filetes rojos, y las cortinas eran de persia blanca y roja con
dibujos indianos. La cama, alta y estrecha y de frontones
triangulares, se parecía un poco a un ataúd montado sobre
cuatro gruesas ruedas. Los muebles eran de persia, en maderas maqueadas de blanco con listones rojos. Unos cuantos
lienzos medianos representaban amores a la manera de Boucher, pero peor dibujados aún que por el maestro. Los frentes de las puertas estaban adornados con camafeos, jaspeados, y el techo era tan bajo que le tocábamos fácilmente con
la mano.
El saloncillo de la Gombault mostraba una distinción
más digna de la amada de un Príncipe. Unos cuantos lindos
asientos desdorados dejaban ver el fuerte lienzo de la armadura bajo la seda azul deshilachada, en la que, entre urnas, y
guirnaldas, se picoteaban unas palomas. Las paredes estaban
adornadas de espejos, de arriba a abajo y en las molduras
acanaladas de los marcos el oro había sido económicamente
reemplazado por una pintura amarilla... Sobre la chimenea de
150
LOS MOLOCH
mármol gris había un buen retrato de la comedianta vestida
de baile, y con la careta en la mano. Tenía la cara redonda y
sonrosada, ojos pequeños y negros, magnífico cabello castaño, y parecía bien formada bajo un flotante dominó color de
fuego. Miré con simpatía a aquella compatriota que, como yo,
había conocido en estos mismos lugares el destierro y el
amor... Y, de repente, notó que en el lado izquierdo de la
chimenea había colgado un látigo de montar con un lindo
puño de oro formando guirnaldas. La Princesa, que había
seguido mi mirada, me dijo:
-Sí... Es el látigo del Príncipe Ernst. ¿Para qué lo quería
aquí? No me lo explico...
Yo, que por abundantes lecturas y por mi meditación en
el banco del filósofo sabía la opinión del Príncipe sobre el
alma extranjera, admiré la candidez de mi Soberana.
-Aquí es -me dijo Elsa mostrándome un asiento delante,
de una ventana, -donde se refugiará usted durante la ceremonia.
No la escuchaba ni hacía mas que mirarla. Y no pude
menos de reconocer que en aquella mañana de sol, bajo la
blanca tela y la blanca paja de arroz, me encantaba.
-Querida Princesa -les dije - sufra Vuestra Alteza esta
confesión de su obscuro súbdito: nunca mes ha parecido
Vuestra Alteza más bonita... No me costará ningún trabajo
esta tarde distrarme de la ceremonia oficial que me importuna. No tendré que hacer más que contemplar a Vuestra Alteza.
151
MARCEL PRÉVOST
La Princesa se puso encarnada de contento y, al mismo
tiempo, pareció intimidada como una niña a quien se dirige
el primer piropo. Después de buscar en vano algo que responderme se contentó con decir.
-Vamos a ver los trajes de la comedianta
Me condujo, y a un lado del corredor abrió una puerta
de una, gran pieza bastante alta extrictamente para poder estar en ella en pie. Las ventanas entornadas de la única ventana tamizaban una dulce penumbra. El aire estaba
impregnado de un olor extraño y de un Olor de humanidad
añeja, mezclado con esa acritud anisada que dejan los perfumes cuya alma se ha evaporado.
Abrí la ventana y las persianas. Por este lado la pendiente
se precipitaba abrupta y casi desnuda hacia el Rotha, mientras, que al lado del precipicio del camino descendía ondulando hasta Litzendorf.
Volvíme y vi que la Princesa había abierto los armarios
empotrados en la pared. El olor de carne averiada, y de perfumes añejos se exageraba en el cuarto. Había allí trajes y disfraces de la Gombault colgados de enormes ganchos roídos
de moho, todo lo que debió de dejar, sin duda a pesar suyo,
el día de su fuga con el picador. Faldas de Colombina, mantos de Corte, sobre todo, innumerables cuerpos emballenados campanas de seda a rayas y florecillas, brocados y algunas
pieles apolilladas hasta el cuerpo, todo aquello había envuelto el cuerpo ágil y voluptuoso de la comedianta, y no
habían transcurrido aún bastantes años para que no perma-
152
LOS MOLOCH
neciese, distinto el perfume de la mujer entre todos aquellos
olores de coséis pasadas y enmohecidas.
-Mire usted -dijo Elsa, que tenía en la mano con gesto de
repugnancia el cuerpo de un vestido;- mire usted el rudo estambre con que se forraban estas bonitas sedas... El cutis de
las mujeres no era entonces verdaderamente muy delicado.
No respondí; estaba evocando, no sin emoción, a la esbelta muchacha de Chaillot en este mismo sitio, escogiendo
el atavío del día y ofreciendo los labios a su regio amante.
¡Ah! libertina Gambault... ¿Qué aromas embriagaban el aire
de este cuarto en el que triunfó la gracia semidesnudo de tu
cuerpo vicioso?... Elsa dejó el cuerpo de vestido y se volvió
hacia mí. Y por mucho que esta vez entrase el sol a raudales,
no consiguió que las cosas pasasen de otro modo que en los
pasillos del escenario.
-¿Me ama usted? ¿ No es verdad? ¿Me ama usted?
-murmuró la boca, febril de Elsa.
-Amo a usted -respondí.
Y esta fue la primera vez que pronunció sinceramente
para ella estas palabras.
Pero un nuevo acceso de pudor se apoderó de la Princesa.
-Vaya usted a la ventana -me dijo,- y déjeme meditar un
rato.
Obedecí y me asomé a la ventana... El pleno sol, lejos de
serenarme, me embriagó; era tranquilo y luminoso. «Esta es
-pensé, -una hora decisiva de mi vida. Mi suerte se condensa
153
MARCEL PRÉVOST
en este momento. ¡Bah!... ¿Qué importa el porvenir?... Quiero mi felicidad y soy dichoso…»
A lo lejos, en el largo valle que recorrían mis ojos relucían las pizarras Y los pararrayos de la aldea de Litzendorf. La
vida me pareció exquisita como el color del cielo y como el
gusto del aire... Pero, de repente, se levantó en el aire tina nube de blanco humo y, casi en seguida, retumbó un cañonazo.
En mi memoria surgió la frase evangélica: «Cantó el gallo por
tercera vez.» «Verdaderamente -pensó,- no soy más que un
frívolo francés. Hace un momento he sentido vibrar en mí el
alma de la raza y un fuerte odio hereditario me ha azotado el
corazón... Después, porque una mujer vestida de blanco me
ha dado a beber el aliento de sus labios, me he convertido
enteramente a la galantería. En cambio, ellos no olvidan... En
la más pequeña aldea de la montaña, aun en esta lejana Turingia, resuena el cañón…»
La Princesa, interrumpió mis reflexiones tocándome en
el hombro. Cuando me volví, adivinó mi angustia y su causa.
-Ya está usted de nuevo hostil -murmuró,- porque es
hoy el Sedanstag. Ni usted ni yo habíamos nacido cuando se
dio esta batalla, y es usted por eso mi enemigo en el momento en que dice usted que me: ama. ¡No es verdad! ¡No
me ama usted!
-Sí, amo a usted.
-No -respondió con un calor que animó sus ojos y sus
mejillas y la puso más bonita;- no, usted no me ama. Si me
amase, su país le importaría poco. Cuando siendo joven seguí al Príncipe Otto a quien amaba entonces, olvidé a Erlen154
LOS MOLOCH
burgo, y si alguna guerra hubiera armado a los dos principados el uno contra el otro, hubiera sido partidaria de Rothberg contra mi patria.
No supe qué responder, y tampoco ella me exigió respuesta.
Bajamos de nuevo escalera de caracol, y por el vestíbulo
en forma de hemiciclo, salimos a la plaza de los tilos. El delicado encanto que nos había envuelto en la antigua morada
de la Gombault, se había desvanecido. Por el contrario, en
aquella explanada convertida en lugar de fiesta, todo chocaba
ahora a mis ojos... Estaban colocando las cuerdas destinadas
a contener al público durante la ceremonia. Traíanse en carros vasos y tazas y se instalaban cantinas provisionales. La
fealdad de los regocijos oficiales triunfaba del encantador
decorado dedicado a su amada por el Príncipe filósofo.
-¿Dónde están su hermana de usted y el Príncipe?
-preguntó Elsa.- No se los ve en ninguna parte.
En efecto, los dos habían desaparecido. Preguntó al bodeguero de Herr Graus, que estaba ocupado en amontonar
las botellas en una de las cantinas.
-Su Alteza el Príncipe heredero y la señorita han entrado,
allí hace un momento (señalaba al extremo de las dependencias), en el sitio en que se van a encerrar los coches de la
Corte. Allí deben de estar aún con Hans, el hermano de leche
del Príncipe.
En este momento los vimos a los tres salir de las cocheras. Max se apoyaba familiarmente en el hombro de Hans y
parecía darle órdenes que el otro recibía con aspecto de vaci155
MARCEL PRÉVOST
lación. Gritte iba un poco separada, y ella fue la que nos vio y
dijo que estábamos allí. Max se despidió de Hans y acompañó a Gritte hasta nosotros. Tenía las mejillas animadas y veíase en sus ojos ese no sé qué disimulado y casi perverso que,
de vez en cuando Id turbaba la mirada. La Princesa besó a
Gritte tiernamente. Yo pregunté al Príncipe:
-¿Qué diablos hacía Vuestra Alteza en las pendencias
con Hans?
Max, sin mirarme a la cara, murmuró:
Hans nos estaba enseñando cómo se han dispuesto las
cocheras para meter esta tarde los coches en la Corte. Están
muy bien dispuestas como las cuadras.
-Princesa -dije- ahí está el coche de Vuestra Alteza para
llevarla al castillo.
-¿Quiere usted que le lleve a la quinta? me respondió dirigiéndome una mirada que lo mismo era una orden que un
ruego.- Pensando en eso, he hecho enganchar la carretela en
vez de la victoria, y cabremos cómodamente los cuatro.
-Gracias, señora -dije- Gritte y yo bajaremos a pie por el
atajo.
Elsa, sin responder, se separó vivamente de mí llevándose al Príncipe. Cuando estuvimos solos por los senderos del
bosque, Gritte me dijo:
-Luis, ¿qué te ha hecho la Princesa? ¿Por qué no has
querido que volviésemos los cuatro en su coche?
Detuve la ágil marcha de -mi hermanita, y le dije:
-¡Escucha!
156
LOS MOLOCH
Dominando al murmullo de las hayas y a los mil ruidos
de la selva, subían clamores del valle, tanto del lado de Rothberg como del de Litzendorf. Rothberg nos enviaba las
notas graves de una banda que tocaba la Guardia en el Rhin.
Al acercarse al mediodía, los cañonazos del castillo se hicieron más numerosos, y llegaron a sonar cada minuto. Y respondíalos otros de las aldeas del Rotha como de los de la
montaña, repercutiéndose sus detonaciones por las mil encrucijadas de las selvas de la Turingia.
Los ojos de Gritte se pusieron atentos.
-Escucha, todo eso -le dije.- Has nacido hace catorce
años y no has oído hablar de luchas entre Alemania y Francia
más que como acontecimientos históricos, como de la guerra
de los siete años o de las batallas de Napoleón. Yo, más viejo
que tú tampoco he conocido nada de esto más que por la
historia. Jamás he visto un casco puntiagudo proyectar su
sombra, en el suelo francés. Como el individuo es por sí,
mismo el centro de todo, tú y yo casi no sufrimos porque se
quitaron dos provincias a la madre patria, pues nunca las,
conocimos francesas. Y no nos sentíamos más heridos que
responsables de esta derrota. Por eso nuestras generaciones,
se inclinaban más y más a la indiferencia y al olvido pacífico...
Pero oye y acuérdate. El vencedor no quiere nuestro olvido y
recuerda todos los años con estrépito, y jactancia el aniversario de nuestros desastres. Los jóvenes alemanes nacidos como tú y yo después de Sedán, quieren su parte de la gloria de
ayer y quieren condenarnos a nuestra parte de humillación.
Gritta, eres una, muchacha, de catorce años y todas estas co157
MARCEL PRÉVOST
sas te son indiferentes... Pero te casaras y tendrás hijos... y,
entonces, te acordarás. Mira hoy bien la fiesta; escucha las
músicas y estremécete con las salvas de artillería. No hay que
perder nada de esto, a fin de que más tarde, cuando estemos
en nuestra patria, festejemos también como vencidos el 2 de
septiembre, recordando que a pesar de tantos años, pasados y
hasta en una apartada aldea de Turingia, este día de fin de
verano sigue siendo el Sedanstag... Y, ahora, vamos a almorzar.
158
LOS MOLOCH
II
Un toque de cornetas y un redoble de tambores impusieron silencio a la multitud venida de todas las aldeas circunvecinas, llano y montaña, para asistir a la inauguración del
monumento provisional de Bismarck en el parque. Tambores
y cornetas anunciaron los coches de la Corte.
Eran las dos y media de la tarde. El tiempo, tan fresco
por la mañana, se había puesto caluroso de repente á1 desaparecer la brisa que toda la mañana había soplado de la
montaña. Vibraba el aire en el resplandor del sol como en el
centro del verano. Y los coches de la Corte aparecieron en
medio respetuoso silencio del pueblo.
Los vi llegar y desfilar desde el saloncillo de la Gombault, donde me había refugiado con anticipación para no
mezclarme con la multitud. Estaba solo, Gritte había preferido acompañar a los Moloch. Estaba Gritte todavía en la edad
en que el calor del sol, el polvo, el ruido y los empujones de
la multitud son diversiones. Creo también que quería ver más
de cerca a su amigo Max con su uniforme de teniente.
159
MARCEL PRÉVOST
La primera carroza, azul y blanca con los colores de
Rothberg-Steinach, contenía al Príncipe Otto de uniforme de
coronel de hulanos. El Príncipe mandaba ficticiamente un
regimiento de guarnición en lo frontera francesa. A su lado y
vestido de capitán de la Landwehr, venía un viejo extenuado,
director prusiano del Círculo de Steinach y que representaba
en la fiesta al Imperio alemán y al Rey de Prusia. En el coche
siguiente, ligera victoria lindamente enganchado por dos yeguas blancas la Princesa Elsa, sola con la Boblberg, fue muy
aclamada, por el pueblo. Después venían las carretelas en que
se recostaban, primero el mayor Marbach, con expresión inquieta y agitada (sin duda los cañonazos de toda la mañana le
habían atacado los nervios), y después los funcionarios superiores del principado el capellán, el ministro de la policía, Barón de Drontheim, con su enorme esposa vestida de tafetán
negro, y su linda hermana de muselina clara; el ministro de la
vía pública y de los montes, el director de correos, el arquitecto de palacio, y, en fin, otros señores de menor importancia acompañados de sus mujeres. Algunas de éstas eran
agradables, y el pueblo, al verlas aparecer, murmuraba alusiones en las que figuraba, el nombre del Príncipe Otto. El paso
de la señorita Frika, sobre todo, produjo murmullos que no
parecieron desagradar a esta linda y poco escrupulosa persona. En el último coche se pavoneaba, Herr Graus, un Graus
de ceremonia, vestido con un frac cortado de tal modo, que
parecía una casaca de Corte, la camisa de chorreras saliéndole
del pecho y una doble fila de condecoraciones en la solapa
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LOS MOLOCH
izquierda. Era que Herr Graus había sido nombrado presidente de la comisión de la estatua.
Todos estos trenes desembarcaron su contingente de
bordados delante del estrado de honor, y funcionarios, dignatarios y damas se colocaron alrededor del asiento más alto,
reservado para el Príncipe. Los cocheros dieron la vuelta delante del estrado y se fueron a encerrar sus coches en las cocheras.
La multitud, después de haber aclamado, admiraba;
multitud respetuosa y dócil, cuyas cabezas innumerables, rojas y sudorosas, se agolpaban alrededor del espacio vacío reservado delante de la estatua para el estrado de los
dignatarios y la tribuna de los oradores. Las mujeres, con sus
ligeros vestidos de batista, dejaban adivinar sus generosas
formas; los hombres vestían la triste librea negra del domingo. Solamente algunas familias de montañeses alteraban la
vulgaridad de aquella multitud con el rojo bordado de una
falda de mujer, el azul de una chaqueta de hombre, alguna
cofia de encajes o algún sombrero de fieltro. Los soldados
encargados de mantener el orden hacíanlo rudamente. Un
muchacho que tuvo la audacia de trepar a un árbol para ver
mejor, fue cogido tan violentamente y castigado tan fuerte,
que, en cuanto le soltaron se le vio huir como una liebre en la
selva, con la cara manchada de sangre y lágrimas, renunciando al placer de ver inaugurar a Bismarck y curado de toda
curiosidad.
Cuando estuvo instalado todo el mundo oficial, prodújose el silencio durante el cual se cortaron las cuerdas que
161
MARCEL PRÉVOST
retenían el lienzo de la estatua. Y de repente, en medio de
una inmensa aclamación y de las músicas que tocaban la
Guardia del Rhin, cayeron esos lienzos. Todas las frentes estaban descubiertas y todas las miradas se volvieron hacia la
alta imagen del Titán germánico, que apoyaba en su espada
su pesada mano, mientras a su lado enseñaba los dientes, un
dogo de ojos feroces. Mandado por el Príncipe Max, que estaba muy guapo, con su uniforme de teniente, el destacamento presentó las armas. La Princesa, en pie al lado del
Príncipe, aclamaba y aplaudía también.
Y yo, escondido detrás de las cortinas del saloncillo, me
regañaba a mí mismo.
«¿Por qué sufro? -me preguntaba.- Siento una cosa sólo
comparable con el dolor causado por la pérdida de un ser
querido, por lo irreparable de la muerte. Sí, es esa rebelión,
esa rabia contra el destino cumplido. Razonemos, sin embargo. Es natural que este pueblo alemán celebre su advenimiento a la gloria, a la fortuna y a la dominación. Es justo
que funda en bronce la imagen de los autores de su fortuna y
humano que estalle su entusiasmo cuando se muestran esas
imágenes en medio de un concurso de pueblo, en el día
conmemorativo de una batalla, ganada... Seamos firmes... Miremos de frente la realidad. No puedo impedir que Bismarck
haya existido, ni que haya fundado la unidad alemana, ni que,
gracias a él, haya yo nacido en una Francia desmembrada y
humillada…»
Acabada la Wacht am Rhein, la orquesta empezó una larga, pieza titulada en el programa. «Sinfonía de la Victoria,»
162
LOS MOLOCH
cuyo autor era Herr Baumann, maestro dé capilla del castillo.
Era una composición como tantas otras de la música alemana
moderna, del gusto italiano teñido de wagnerismo. Mientras
la tocaban, no podía yo apartar los ojos del gigante de falso
bronce pesadamente apoyado en la espada cuya punta se posaba en una roca... Esa estatua me personificaba el destino.
¿Qué es el destino de los pueblos? ¿Es su suelo, el aire
que respiran, su cielo, su clima? Lo que produce en hombres
una parte determinada de la tierra, ¿o es también inmutable
como lo que produce en animales y en árboles? ¿O bien el
destino es, por el contrario, el esfuerzo de cada individuo
combinado en el espacio y en el tiempo? Es todo eso y otra
cosa además. El destino es la causa imprevista que acaba por
hacer inclinarse al acontecimiento. Y esta cansa no parecía
entonces que era el niño milagroso que tal cual pueblo ve
nacer en cierto día, el que Carlyle llama el héroe y Nietzsche
el suprahombre. El destino es Juana de Arco, es Guillermo el
Conquistador y es Bonaparte. El destino es Bismarck. Las
teorías del héroe resultante no podrán prevalecer contra este
hecho evidente: si no hubiera habido un Bonaparte, ni un
Bismarck en la historia contemporánea, esta historia sería otra
y no se parezca en nada a la que esos suprahombres han hecho. Ordinariamente la historia no es más que una resultante
de fuerzas infinitamente pequeñas en las que cada individuo,
aun los que están en el Gobierno, no tienen más que la parte
de un componente elemental. Pero a ciertas horas nacen
hombres que resumen en ellos una fuerza capaz de resumir y
de orientar todas las demás fuerzas elementales de la nación.
163
MARCEL PRÉVOST
Esos cambian verdaderamente el destino de los pueblos y el
del mundo. O, más bien, esos hombres son el destino.
A la luz del gran sol, no templada ni por un soplo de
brisa, veo desde mi ventana, como en una extraña fantasmagoría, la multitud sudorosa y chillona, el estrado rotoso, los
soldados de Rothberg con el arma al brazo, la cara morena y
el aspecto rudo; y entre los músicos, el alto maestro de capilla
de cabellos grises y rizados, que se agita frenéticamente, al
son de su propia música... Todo esto lo veo vagamente. No
veo con claridad más que el Titán de falso bronce con el rudo puño manteniendo la espalda vertical en la roca, y el dogo
feroz amenazando a su lado con los ojos y los colmillos. El
sol de las tres hace lucir la pintura . Un olor de polvo y de
carne fermentada, viene a mezclarse en el saloncillo de la
Gombault con el olor vetusto de las paredes y el sutil olorcillo de la humanidad muerta. Me siento como embriagado.
Miro al Titán de bronce, personificación del destino. Y
medito sobre lo que hubiera sido el mundo si no hubiera
surgido esa figura formidable. Mientras tanto continua la interminable sinfonía.
1815...
Mientras los aliados entran en Francia por segunda vez
allá, en el Brandeburgo, en el pequeño caserío de Schoenhausen, nace un hijo de un noblezuelo. Fue en seguida un rudo
niño, aún en los tiempos en que esta cabeza estropeada y
adornada con un casco presentaba rizos rubios. Maravillábanse los campesinos de verle cabalgar a galope tendido
en el dominio paterno. Pasan años, y el hijo del noblezuelo
164
LOS MOLOCH
es estudiante en Goettingue. Aunque sueña ya con la unidad
alemana, no puede entenderse con la Burschenschaft, asociación de estudiantes que habla jurado hacer a Alemania una y
libre. Esos estudiantes son racionalista demasiado habladores
y demasiado judíos. Nuestro hombre se encontrará mejor en
un Korps aristocrático con otros noblezuelos particularistas.
Vuelve de allí hecho un irascible matón, acompañado de
monstruosos dogos y después de tener veintiocho duelos,
uno solo de los cuales le dejó una cicatriz. Su fuerza y su
aguda ironía hácenle temible; pero le ata el tradicionalismo de
la escuela romántica y doctrinaria... Funcionario un instante,
el cuidado de los dominios, paternales llenos de deudas, le
vuelve a llevar a la tierra, donde vive diez años siendo un
noble labrador. Esta es su verdadera vida. Se interesa sinceramente por las heladas nocturnas, por los animales enfermos, por los malos caminos, por las ovejas hambrientas,
por los corderos muertos, por la escasez de paja, de forraje de
patatas y de estiércol. «Más, que toda la política -declara él
mismo,- me conmueve una remolacha.» Pero ese rudo labrador, ese cazador brutal es un lector, y grandes paquetes de
papel impreso -nada más que libros sobre la historia alemana
e inglesa,- invaden su residencia. Los noblezuelos de la vecindad no vuelven de su asombro. ¿Por qué ese hombre que
bebe y caza el ciervo corno ellos se divierte en leer? Bismarck
es lector y es también sentimental y tierno con su hermana y
su mujer... En 1849 es elegido en Rathenow diputado prusiano. Y, en cuanto habla, la camarilla real conoce que ha encontrado su orador y su jefe.
165
MARCEL PRÉVOST
No se parece nada todavía, al gran coracero que tengo
delante. Es esbelto, cabelludo y barbudo entre los noblezuelos afeitados. En su cara rubicunda y curtida lucen unos
enormes ojos grises, bastante bellos. Es su elocuencia embrollada corno un cielo de tempestad, pero de repente brilla,
en ella el relámpago y hiere el rayo... Llama al pueblo. «Ese
asno disfrazado con la piel de un león y que rebuzna en las
plazas públicas.» Niega que la opinión pública sea la voluntad popular... Es solamente el soberano quien debe escuchar
en Sí mismo el eco misterioso de la voluntad providencial de
los pueblos. El Parlamento es una nave de locos. ¡Vergüenza,
y desprecio al sistema inglés! Ciertamente, los, reyes son conducidos por ambiciosos, por cortesanos y por soñadores.
Pero no por eso la soberanía real deja de ser la expresión de,
la legitimidad de la nobleza.
El buen maestro de capilla ha estimulado con un fuerte
batutazo el celo y el ardor de sus intérpretes. El metal se desgañita, las flautas, arrojan notas estridentes y el bombo trata
inocentemente de imitar al cañón... Comprendo que después
del Bismarck político, Herr Baumann pretende evocar al
Bismarck guerrero. ¿Por qué combinación de instrumentos y
de armonías podrás, laborioso manipulador de notas, figurar
esa alianza casi amorosa de la astucia y de la fuerza que distingue de todas las demás a la obra de tu héroe? ¡Al diablo
tus pitos y el cómico estrépito de tus parches! Déjame soñar
en lo que debió de ser el pensamiento en esa frente enorme
cuando se resolvió, sin que fuese indispensable, al partido
sangriento, porque ese Titán quiso las guerras... Evidente166
LOS MOLOCH
mente, tenían la fe de que ciertas construcciones étnicas no se
cimentaban bien más que con sangre. En 1848 no dependió
más que de él el hacer, sin disparar un tiro, la unidad alemana. La Dieta de Francfort se la ofreció al Rey de Prusia. Bismarck fue quien no quiso, contra todas las voluntades,
contra la Corte, sobre todo contra las mujeres de la Corte.
Trágica época en la cual ese buen servidor de la Muerte, nervioso por las resistencias de la vida arranca, a veces, para calmarse al salir de una disputa las cerraduras de las puertas, con
la llave...
Como quiere con más fuerza que los demás, su voluntad
es la que triunfa. Tres guerras en seis años; y tres veces el
mismo procedimiento para emprenderlas: engañar al enemigo
antes de herirle. Una diplomacia de emboscada prepara invariablemente la sangría... Más tarde, ya retirado, bebiendo cerveza, reconoce él mismo con pesada risa que esa fue su manera. Está tan orgulloso por haber engañado, siniestramente a
los enemigos como de haberlos vencido en la, batalla. Su yegua alazana, con las riendas sueltas, pace los trigos verdes de
Sadowa, húmedos de sangre. Aproxímase la noche. La lucha
está todavía indecisa, pero parece que la Prusia ha perdido la
partida. El coracero blanco carga una pistola y enciende un
cigarro. Con los ojos en el horizonte, fuma con lentitud, pues
ha medido su vida con la duración del cigarro... Se puede
tino agarrotar más estrechamente con el destino?... Llegan las
Últimas chupadas, los gritos de los austríacos anuncian la
victoria y Bismarck monta la pistola... De repente, detrás de
la, nube de polvo levantado por los vencedores, retumba el
167
MARCEL PRÉVOST
cañón. Es el cañón del Kronprinz. El «golpe de Capricornio»
ha salido bien una vez más. Bismarck baja la pistola, arroja la
punta mascullada del cigarro, y, recogiendo la yegua con
riendas y espuelas, parte a galope a buscar noticias, con el
corazón tranquilo...
Alguien ha dicho muy justamente: Los alemanes son largos, es decir, expresan largamente, escuchan sin impaciencia
los largos discursos y no se cansan de las largas ceremonias.
La sinfonía de la victoria duró media hora larga. Debo convenir en que sonaron sus últimos acordes entre la distracción
de toda la concurrencia. No se despertó la atención hasta que
Herr Graus subió los escalones de la tribuna de los oradores... Su discurso, sin embargo, fue vulgarote. Repitió de cien
maneras que la grandeza del Imperio alemán era obra de
aquel hombre de yeso bronceado acompañado de un dogo,
que el Imperio alemán era eterno, que era la Fuerza y la Justicia y que, el papel de todo alemán digno de ese nombre, era
dar la vida por el Imperio. Insistió (con una torpeza que hizo
poner mala cara al Príncipe Otto) en la importancia de esta
estatua, de uno de los fundadores del Imperio en un punto
del territorio que había dejado libre la magnanimidad de dicho fundador.
Todo esto fue recitado en un tono de suficiencia con
palabras científicas, con neologismos pomposos, con citas a
diestro y siniestro de poetas y filósofos y toda la pedantería al
por mayor que la enseñanza primaria alemana insufla a sus
discípulos. Se le aplaudió poco. Era en Rothberg más envi-
168
LOS MOLOCH
diado que es tímido; los demócratas socialistas de Litzendorf
le acusaban de ser un espía de Berlín.
Le sucedió en la tribuna el director prusiano del círculo
de Steinach, flaco y largo personaje con gafas, que narró prolijamente los principales sucesos de la vida de Bismarck. Me
admiró el ver cómo se entontece la historia contada por un
tonto. En la charla del Kreisdirector el Titán se reducía a las
proporciones de un empleado afortunado. Su trágica carrera
estaba contenida entera en una hoja de servicios.
«En tal año, Su Alteza el Rey Guillermo le delegó en la
Dieta de Francfort, en la que se colocó inmediatamente después del delegado austríaco. En tal año fue ministro... En tal
otro fue Canciller... En tal otro recibió el gran cordón del
Aguila…»
Así habló el subprefecto prusiano en medio de la respetuosa atención del pueblo que sudaba y de la Corte que
bostezaba. Adivinábase que para su estrecho cerebro, Sadowa y Sedán no habían tenido más objeto ni resultado más
notable que consagrar un funcionario excepcional, un empleado fenómeno que tuvo por mucho tiempo el privilegio
de los ascensos, y de las credenciales. Cuando acababa su peroración proponiendo ingenuamente a los funcionarios presentes y futuros el ejemplo de Bismarck, aparecieron las
primeras nubes en el ardiente azul del cielo y un ligera brisa
hizo ondear las banderas, y los gallardetes.
Tocó la orquesta una marcha y el Príncipe Otto se levantó. Prodújose un profundo silencio, tan profundo que se
oían las telas crujir en los mástiles. Habló desde el estrado, y,
169
MARCEL PRÉVOST
sin duda para establecer una diferencia con los otros oradores, fue muy breve. Su voz seca era fuerte y penetrante.
«Habitantes de Rothberg -dijo,- hemos querido hacer
coincidir aquí tres acontecimientos: el aniversario de la victoria de las victorias; la inauguración de la estatua de uno de los
más grandes alemanes que han existido, y la incorporación de
los reclutas al ejército.
Jóvenes soldados, contemplad a vuestro lado las caras
marciales de los veteranos nacidos en el mismo suelo. Fueron
los compañeros de Moltke el Grande y de Bismark el Grande. Dieron su trabajo y su sangre muchos de sus hermanos
murieron en el esfuerzo.
Respetad a esos veteranos y jurad imitarlos. Los tiempos
son difíciles; más de uno estima que desde la fundación del
Imperio no los ha habido más inciertos ni más peligrosos.
Nosotros, los alemanes, queremos la paz, pero no tememos
la guerra, porque Dios está con nosotros. ¡Jóvenes soldados,
agrupaos detrás de vuestro Príncipe y de vuestro Emperador!»
Esta vez el entusiasmo fue ardiente y unánime. Los vivas
subieron en violento clamor hacia el cielo, que se iba poco a
poco cubriendo de bruma y no vertía ya más que una luz
tamizada. Miré a la Princesa y me la vi aplaudiendo hasta
romper los guantes. Habíala ganado la fiebre germánica y
aplaudía a aquel marido al que no amaba, porque había pronunciado palabras alemanas... Experimenté contra ella rencor
extrañamente mezclado al deseo. Y formóse en mi mente una
resolución hasta entonces indecisa.
170
LOS MOLOCH
Precisamente en este momento, como si hubiera sentido
que mis ojos y mi pensamiento pesaban sobre ella, Elsa miró
hacia la ventana detrás de la cual sabía que estaba yo escondido. La vi decir unas palabras al oído del Príncipe, quien,
después de un momento de vacilación, pareció acceder. La
Bohlberg se levantó también y las dos salieron de la tribuna
por una, puerta especial practicada detrás de los asientos de
los soberanos.
Entonces empezó el ejercicio del destacamento. El mayor había dejado el estrado y asistía a la parada mandada por
el Príncipe, Max. ¡Que exactamente, desfilaban aquellos
montañeses de Turingia transformados en guerreros! Un
francés será siempre impresionado por el rigor mecánico de
una parada a la prusiana. Siempre se encontrarán en Francia
reformadores que crean que para la victoria es necesario imitar esa parada. Yo mismo no podía separar de ella los ojos.
Por más que pensaba que todo aquello no era más que ritos,
debo confesar que esos ritos me alarmaban como peligrosas
realidades.
De repente se abrió la puerta detrás de mí, y me acarició
el olfato un perfume de lirio y de jicki: era la Princesa. Un
guiño me hizo comprender que no estaba sola. En efecto,
detrás de ella aparecieron la cara puntiaguda y la alta silueta
de la Bohlberg.
-¡Ah! señor Dubert -dijo la Princesa fingiendo sorpresaHabía olvidado que estaba usted aquí; perdóneme que turbe
su soledad... Hace mucho calor en el estrado y me he encon-
171
MARCEL PRÉVOST
trado un poco indispuesta... Entonces, he pensado en este
refugio donde hay más fresco y menos polvo.
La Bohlberg, miraba maliciosamente al techo y toda su
cara expresaba:
«¡Qué piedad oir a una Princesa mentir tan torpemente,
y con tanto cinismo!»
Con la solicitud de un súbdito fiel me levantó y me
ofrecí a retirarme.
-No, por favor, quédese usted -dijo vivamente la Princesa- Sentiría mucho echarle a usted, señor Dubert... Voy solamente a descansar un momento en esta butaca... En cuanto
me sienta un poco repuesta me volverá a la tribuna oficial...
Pero usted, Bohlberg -añadió volviéndose hacia la descendiente de Ottomar el Grande, que estaba contemplando en
los espejos del saloncillo la múltiple imagen de su angulosa
persona,- no quiero privar a usted de asistir a la ceremonia en
el sitio que le está reservado... Además hace aquí un poco de
humedad para su reuma.
-Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza -dijo secamente la
dama de honor.
-Vaya usted, vaya, Bohlberg, y tranquilice al Príncipe.
Dígale usted que estoy descansando un momento y que en
seguida vuelvo a reunirme con la Corte... ¡Vaya usted!...
La Bohlberg dio media vuelta con la precisión y la gracia
de un antiguo sargento. Apenas había cerrado la puerta, la
Princesa se levantó de un salto y vino a ofrecerme la mano.
-¡Bese usted, mi súbdito!...
172
LOS MOLOCH
Quitó el almohadón de un asiento, le puso a mis pies y
se sentó en él.
-Lo que hago es loco -dijo.- por fortuna el pueblo me
quiere y le divierten mis caprichos. Pero seguramente el Príncipe me regañará esta noche, pues sus espías ordinarios le
contarán que hemos estado solos. Me comprometo por usted. ¿No está usted orgulloso de comprometer a una Princesa
reinante?
Le aseguré que estaba inflado de orgullo.
«Pero ¿por qué me lo hace decir?» objeté en mis adentros.
La Princesa continuó:
-Hoy estoy contenta porque he sido muy aclamada. La
misma gente de Steinach, que es prusiana, me mira un poco
como su soberana. Nuestra fiesta es bonita... ¿Ha admirado
usted los pintorescos trajes de los montañeses? Desgraciadamente se anuncia una tempestad. Quisiera que no estallase
hasta el fin.
«Alma extranjera -pensé tomando la frase del Príncipe
Ernst…- Olvida el sentido ofensivo para mí de lo que ella
llama «nuestra» fiesta; y, sin embargo me ama.»
El ruido de los vítores nos atrajo a la ventana, y vimos
acabarse el ejercicio escondidos detrás de las persianas entornadas. Después de las marchas, conversiones y desarrollos en
diversas líneas, el Príncipe Max condujo su destacamento en
batalla ante la estatua del Titán del dogo. Listo y gracioso,
corría al extremo de la fila, comprobaba la línea y volvía a
colocarse delante, en su puesto de jefe. Su voz infantil, alte173
MARCEL PRÉVOST
rada por el período de muda, pero ya ejercitada en el mando,
hacía funcionar unánimemente los mecanismos humanos. Es
tal el atractivo de los ritos guerreros, que aquel niño de alma
de filósofo parecía complacerse en su oficio de aprendiz de
héroe.
-¡Qué guapo es mi hijo! -exclamó la Princesa con orgullo- En caso de necesidad sería un guerrero como sus antepasados.
Elsa decía esto para ella misma... Una vez más tuve la
humillante convicción de que yo no era más que un accesorio en su vida, un accesorio capaz, es cierto, de usurpar a
ciertas horas el puesto principal y vencer todos sus deberes
sociales y conyugales, pero un accesorio.
Sin embargo, dejó la ventana, se volvió al sofá desdorado y me dijo:
-Siéntese usted a mi lado.
Obedecí y continuó:
-Ese tonto de Marbach va a hablar y dirá cosas que le
irritarán a usted. Deme usted la mano y no le escuche; olvide
todo lo que no sea mi persona.
Le agradecí este amable, pensamiento y me arrodillé a
sus pies en el almohadón, de modo que nuestros sitios de
hacía un momento resultaban trocados. Se recostó en el respaldo y me abandonó su bella y blanca, mano de uñas convexas, que me llevé, a los labios... Gracias a esta
condescendencia, no oí el principio del discurso de Marbach.
Sentíame a la vez turbado y dichoso. Nunca me habla agitado
tal necesidad de sentir a Elsa cómplice, mía. Un pueril deseo
174
LOS MOLOCH
de desquite aguzaba esta necesidad, el deseo de tomar algo al
que tanto había tomado a los míos, de robar al ladrón. El
aire, que poco a poco se iba, cargando de electricidad, el perfume de aquella casa en la que dominaba el recuerdo de una
guapa mujer enamorada, acaso no sé qué pueril sadismo al
encontrarnos juntos y en tan familiar posición casi en público, todo conspiraba a enternecernos.
-Dígame usted otra vez que me ama -balbució Elsa.
Se lo dije, y creo que no necesité forzar el pensamiento
ni la voz para decir esas palabras tan grandes que son vacías
si no lo contienen todo.
-Seamos prudentes -murmuró con el aliento entrecortado- Bohlberg puede entrar de un momento a otro si el Príncipe la envía a buscarme. Siéntese usted en una silla, cerca de
mí.
En la calma que sigue a las caricias tímidas y solamente
iniciadas, oímos al Conde de Marbach que continuaba su
discurso frecuentemente interrumpido por los aplausos... El
Conde tenía una voz estentórea y articulaba las frases como
si fuesen mandos militares. No perdimos ni una palabra.
-Por muy grande -dijo,- que sea esta Alemania que tendréis quizá que defender con las armas, jóvenes soldados,
pensad que es pequeña al lado de lo que será, de lo que es
preciso que sea, gracias a vosotros. Dentro de un espacio de
tiempo que será corto, debemos ver esto: la bandera germánica abrigará a ochenta y seis millones de alemanes, y éstos gobernarán un territorio poblado por ciento treinta millones de
europeos. En ese vasto territorio sólo los alemanes ejercerán
175
MARCEL PRÉVOST
derechos políticos, sólo ellos servirán en la marina y en el
ejército, sólo ellos podrán adquirir la tierra. Serán entonces,
como en la Edad Media, un pueblo de dueños, que consentirá sencillamente en que los trabajos inferiores sean ejecutados
por los pueblos sometidos. a su dominación...
Seguí poco a poco en la cara de Elsa la impresión de
estos conceptos que a mi me parecían faltos de todo sentido
común, y tuve que echar de ver que la Princesa estaba de
acuerdo con aquella vaga multitud que los escuchaba. Cuando, al terminar la ultima frase estalló una salva de aplausos,
premio de la evocación del Imperio de la Edad Media restaurado en provecho de Alemania, la mano de la Princesa se separó de la mía y Elsa se precipitó hacia la ventana,
aplaudiendo. Fue aquel un movimiento instintivo del que se
arrepintió en seguida. Su mirada evitó la mía y nuestras manos no volvieron a juntarse.
Me aproximé a mi vez a la ventana; decididamente, el
discurso de Marbach me interesaba.
El Conde continuó con la voz cada vez más ruda y el
tono más violento:
-Jóvenes soldados, oiréis quizá que algunos desgraciados
reniegan de esta vasta esperanza que está en nuestro corazón
de alemanes y en el que nos inició el héroe que tenéis delante,
el Príncipe de Bismarck.. . Sí, la vergüenza de nuestro tiempo
es que hay alemanes que se atreven a levantarse contra la
Alemania y decir: «Te queremos pequeña». Son poco números os pero existen; casi cada población cuenta algunos. En
nombre de vagas ideas de libertad y fraternidad, las mismas
176
LOS MOLOCH
que Bismarck odiaba al odiar a Francia, proclaman la destitución de la fuerza, con el pretexto de hacer triunfar el pensamiento... ¡Malos ciudadanos, enemigos jurados de la patria,
del Emperador y de nuestro amado Príncipe! Estoy seguro de
que no existe ninguno en vuestras filas, pero sé que los hay
en el principado y basta en el mismo Rothberg. ¿No hemos
sufrido hoy día de conmemoración patriótica, el dolor de ver
un alemán, un hijo de este Rothbeg que ha dado un Emperador a la patria anunciar en formas ambiguas, que protestaría
en suma contra la erección de este monumento?
La multitud gritó contra ese mal ciudadano.
-Ha fijado eso en carteles en los muros de la población
-prosiguió el mayor,- y los habitantes no han roto los carteles
ni arrojado al imprudente... La magnanimidad de nuestro
querido soberano deja a ese enemigo el derecho de habitar
nuestro suelo; y nuestro soberano tiene razón, porque ese
hombre no es más que un insensato. Pero vuestro deseo, jóvenes soldados, es apartaros con horror de semejante hombre, vergüenza de este país y de este tiempo… ¡Despreciadle!
¡Aborrecedle! Tales ciudadano no son dignos de enseñar a
los alemanes. ¡Gloria al Príncipe de Bismarck, modelo del
alemán!
Un tumulto de aplausos, mezclado con un confuso rumor de la multitud acogió esta peroración.
Pero en este instante ocurrió una cosa inesperada y verdaderamente extraordinaria, tan extraordinaria, que el estupor
mismo que provocó la hizo posible.
177
MARCEL PRÉVOST
Un viejecito de cabellos blancos revueltos alrededor de
su cara símica, vestido de negro y la amplia levita abierta sobre un chaleco blanco, pasó vivamente por debajo de la
cuerda, que impedía a la multitud el acceso a la explanada,
atravesó el espacio vacío entre la multitud y la tribuna y trepó
a ella... Fue su acto tan breve o imprevisto, que nadie pensó
en impedírselo. Por otra parte, el Príncipe Max que mandaba
el destacamento, permaneció impasible, y cuando el mayor
que estaba subiendo los escalones del estrado ocupó su
asiento, se vio instalado en la tribuna al doctor Zimmermann
mismo, el cual con su clara y alta voz, empezó imponiendo
silencio a la multitud con un ademán.
-Se me ha insultado, se me han atribuido actos y proyectos que no son míos.. . Si se me impide defenderme, el
mundo sabrá por mí que el pensamiento es esclavo en el territorio de Rothberg.
-¡Fuera! ¡Fuera! -aulló el mayor desde la tribuna oficial.
Iba a lanzarse, cuando el Príncipe le cogió por el brazo y
le hizo volver a sentarse. Moloch continuó:
-Será breve. Resumiré en pocas palabras lo que quería
explicar en mi conferencia. Y me permitiré recordará los
compatriotas que me escuchan que yo he hecho esa guerra de
Francia, obra de Bismarck. He recibido una bala francesa en
la sexta costilla izquierda. El orador que me ha precedido no
ha sido nunca herido, más que en la razón, y por un petardo
inofensivo y tirado por un negro.
Todos se rieron. El mayor, prusiano y noble, era impopular en Rothberg.
178
LOS MOLOCH
-Tengo, pues -prosiguió el anciano,- algún derecho a
hablar de una fiesta para la cual he pagado mi escote... Pues
bien, esa guerra, en la que triunfaron la inteligencia, la voluntad y la paciencia alemanas, un hombre impidió que fuese
bella, en cuanto puede serlo una cosa de muerte.
-¿Quién? ¿Quién? -gritó la multitud.
A pesar de sus disenciones con el Príncipe, Zimmermann conservaba con mucha gente el prestigio de su celebridad europea, y la mayor parte de los habitantes de Rothberg estaban orgullosos de él o le miraban sencillamente
como una especie de iluminado y como un original. De modo que la multitud parecía hasta entonces más divertida que
hostil. Cierto número de recalcitrantes gritaban solamente:
¡Fuera! pero la mayor parte de los presentes se divertían en
gritar a modo de guasa: ¿Quién fue? ¿Quién fue?
En la primera fila de esta multitud me vi a mi hermana
Gritte, que parecía divertirse enormemente. Estaba haciendo
señas cabalísticas al Príncipe Max a quien trataba en vano de
hacer reir en uniforme... A su lado, vestida de tafetán berenjena, la señora de Zimmermann levantaba hacia su héroe
unos ojos de éxtasis.
-¿Quién fue? -gritaba la multitud.
Cuando se apaciguó el tumulto, Moloch, mostrando con
el dedo al hombre del dogo, al Titán de bronce, gritó:
-¡Ese hombre!...
Esta vez dominaron los clamores enemigos. El mayor se
estremeció en su estrado; y vi palidecer entre sus cocas la cara
de la Moloch.
179
MARCEL PRÉVOST
Pero la delgada y penetrante voz del sabio de cabeza
blanca, forzó de nuevo la curiosidad y el silencio.
-Os repito que éste ha empañado ante la historia la gloria
de Alemania unificada. Alemanes que me escucháis, de nada
os sirve aclamar que nosotros tenemos siempre razón y que,
la historia no podrá menos de dárnosla. La historia no es escrita por los alemanes solos. La que dicta sus juicios es la
conciencia universal; y esa conciencia, admirando la energía,
el valor y la inteligencia de este alemán, dirá: «Pidió su éxito a
la astucia y a la mentira y le deshonró por la crueldad. Su
crimen ha sido más grande porque todo lo que hizo pudo
hacerlo sin crueldad, sin mentira y sin astucia…»
La multitud se iba poniendo amenazadora, pero algunas
voces gritaban:
-¡Escuchad! ¡Escuchad¡
-Sí, escuchadme -siguió diciendo Moloch.- ¿No tengo
derecho a hablar hoy día de los veteranos? ¿No soy yo uno
de ellos?
-¡Bravo! -dijeron las mismas voces.
-Os decía que la obra de este hombre hubiera podido
realizarse sin tanta ferocidad. Y lo pruebo. En 1848, en la
Dieta de Francfort, vino una diputación a ofrecer a Federico
Guillermo IV, Rey de Prusia, la corona imperial. El soberano
se inclinaba a aceptarla. ¿Quién se lo impidió? Bismarck.
Ofrecida por manos plebeyas parecía que la corona imperial
no valía nada. «No quiero -dijo Bismarck,- poner en los
hombros de mi soberano un manto de armiño forrado de
rojo.» Cuando le puso, veinte años después, en los hombros
180
LOS MOLOCH
de Guillermo I, el armiño estaba sin embargo forrado de rojo, pero había proporcionado el color la sangre de dos pueblos.
Hubo otra vez murmullos, pero el orador no fue interrumpido. El Príncipe Otto le escuchaba impasible.
-Bismarck odiaba el rojo de los liberales -siguió diciendo
Moloch,- pero amaba el rojo de la sangre. Como a los métodos de mentira y de astucia, era aficionado. a los métodos de,
crueldad. Sí de crueldad -gritó Moloch con violencia a la
multitud que protestaba- Y eso es lo que yo no le perdono
haber manchado con astucia y crueldad la gran obra, de la
unidad alemana. Ninguna guerra fue, emprendida por él sin
un prólogo de mentiras: mentira en la guerra de los Ducados,
mentira en la guerra de Austria, mentira en la guerra de Francia... Pero la guerra de Francia sobre todo, fue horrible, sí,
horrible. ¡Una mancha en el nombre alemán! Por mucho que
cubráis de estatuas suyas toda la Alemania, no impediréis a la
historia el recoger, el haber ya recogido, las frases abominables que profirió del otro lado de los Vosgos. En Bazeilles
declara husmeando el aire, incendiado, que el campesino
francés asado huele a cebolla frita. En Tours se presenta la
bandera blanca después de un intento de defensa, y el general
Voigt-Rhetz cesa el fuego; Bismarck le injuria. En todas partes se indigna contra la inercia de los jefes militares para fusilar a los guerrilleros. Recomienda que se haga todo el daño
posible a la población civil, porque esto dice, la dirige hacia la
paz... Nada de cuartel, ni a los soldados regulares, porque
«raspad al francés y encontraréis el turco…» En el sitio de
181
MARCEL PRÉVOST
París, unos pobres desarmados desentierran de la nieve, a tiro
de fusil, unas patatas abandonadas; Bismarck exige que se les
haga fuego. El fue quien quiso bombardear París; ¿ para qué
sirvió ese bombardeo?... Criticaba, el poco gusto que mostraban los prusianos para matar a los prisioneros. «Nuestra
gente fusila si hay necesidad -decía,- pero no fusila con placer.» En Commecy, la mujer de un campesino, cuyo marido
ha pegado a un soldado con una horquilla, viene a implorar
gracia. Bismarck la deja hablar, y pasándose suavemente la
mano por el cuello, le dice: «Buena mujer, esté usted tranquila, su marido de usted será ahorcado.»
Moloch se calló un instante para tomar aliento y para
juzgar el efecto de sus palabras. Evidentemente causaban
cierto malestar en la multitud. Ya no había protestas, sino
cuchicheos. En el estrado empezaban los conciliábulos. El
mayor estaba conferenciando con el Príncipe.
Moloch, imperturbable, siguió diciendo:
-Yo acuso a este hombre de hierro de haber manchado
la historia de Alemania. Por eso me disgusta el oir a ciertos
tontos ponerle por modelo a las jóvenes, generaciones alemanas. Los que os dicen eso son malos jefes que, con tales
dichos, han hecho que el mundo entero desconfíe de Alemania, la que tarde o temprano padecerá por ello. Protesto,
pues, en nombre del pensamiento alemán y del pensamiento
humano, contra las frases dichas hace un momento sobre mí
por un personaje falto de toda calidad para juzgarme. El mal
ciudadano es aquel que, por pusilanimidad o por hacerse
honor a sí mismo, hace traición a la verdad...
182
LOS MOLOCH
El aspecto, la energía y la solemnidad de Moloch se amplificaba de frase en frase. Vi al mayor Marbach levantarse, y
bajar rápidamente los escalones del estrado oficial. Moloch
también le vio y frente a frente, mientras su adversario llegaba
al espacio vacío de alrededor de la tribuna, gritó:
-Bismarck está bien muerto. Desconfiad de los falsos
Bismarck que hoy pululan en el Imperio. ¡Ahí tenéis uno!
-añadió mostrando al mayor.
Pálido de rabia, el mayor se detuvo y mandó:
-¡Sargento Kuhler, cuatro hombres aquí para expulsar a
este loco!
Los cuatro hombres avanzaron con el sargento y se detuvieron vacilantes al lado de la tribuna.
-¡Loco!- repitió Moloch agitando los brazos con expresión amenazadora- Mi cerebro vale cien veces lo que el de
usted, pobre minus habens. No tengo más que mirar la separación de sus ojos, la forma de pera de su cabeza, la asimetría
de sus orejas y de todo su cuerpo, ¡pithecanthropo! para tener la
seguridad de que estoy en presencia de un degenerado.
-Sacadle por fuerza de la tribuna- mandó el mayor.- ¡Pero suba usted, Kuhler!
El sargento Kuhler, un pesado turingio de barba bermeja, subió los escalones; pero antes de que llegase a éste, le
puso la mano en el hombro:
-¡Camarada! -le dijo,- detente! No te deshonres, atropellando a un veterano de la gran guerra. Voy a bajar; déjame
solamente pasar.
183
MARCEL PRÉVOST
El sargento apartó cuanto pudo el pecho. Moloch bajó y
dijo deteniéndose al pie de la tribuna, delante del mayor.
-La fuerza es estúpida. Yo podría tomar en mi laboratorio bastante fuerza en un cristal de reloj para destruir toda la
que tú crees poseer contra mí, homunculus... Pero ¿para qué?
La razón inmanente de las cosas podrá más que tú y que tus
semejantes. Recuerda mi predicción; has querido matar a la
Idea, y la Idea te matará.
Dicho esto, Zimmermann, con la cabeza desnuda y el
sombrero de copa en la mano, atravesó el espacio libre alrededor de la tribuna. En vano le gritaba su mujer: ¡Eitel! ¡Eitel! El sabio estaba excitado hasta tal punto que no la vio ni
la oyó, y se metió en el gentío, que le dejó paso, mientras él
gesticulaba y decía: «A los que han querido matar a la Idea, la
Idea los matará…» Desde nuestro puesto de observación, la
Princesa y yo le vimos llegar a las dependencias en que estaban guardadas las carrozas de la Corte y en las que penetró
con facilidad, pues no estaban vigiladas por nadie... Unas
cuantas personas seguíanle a distancia, pero un ademán del
Príncipe atrajo hacia el estrado oficial la atención de la multitud. Se estableció un profundo silencio, pues todos comprendieron que el soberano iba a hablar.
-Conciudadanos -dijo,- habéis oído una voz dañina. Le
he dejado hablar adrede para que quede establecido que la
palabra es libre en mis estados, y para probar a los enemigos
de la patria que sus gritos no tienen eco en Rothberg... La
fiesta que aquí nos ha reunido ha sido así más grandiosa.
No ha faltado ni el bufón al triunfo de Bismarck.
184
LOS MOLOCH
Conciudadanos, vais a unir todas vuestras voces para el
canto sagrado de la patria alemana, la Guardia del Rhin.
Estas palabras, dichas en tono claro, firme y militar, suscitaron tina sincera emoción. Los aplausos y los clamores no
cesaron hasta los primeros acentos del canto nacional. Entonces todas las frentes se descubrieron, y hasta en el estrado
todo el mundo se puso en pie. Las voces graves de los hombres y las más delgadas de las mujeres se unieron a los acordes de la orquesta que las sostenía. Y hubo en aquello una
verdadera grandeza que yo comprendí, pues el amor de la
patria cuando su expresión es digna, no hiere el corazón de
un extranjero. Ni la voz de Elsa, me chocó cuando formuló
las palabras del himno:
«Una llamada resuena como el estallido del trueno.
Como un estrépito de armas y como el ruido de las olas.
Hacia el Rhin, hacia el Rhin alemán.
¿Quién quiere ser el guardián del río?…»
A los últimos compases el Príncipe, y los dignatarios se
levantaron mandado por Max, el destacamento de infantería
se adelantó e hizo retroceder a la multitud. En el espacio libre
fueron a colocarse una a una todas las carrozas de la Corte,
excepto la de la Princesa.
-Volveremos, juntos a pie -me dijo Elsa al oído,- por el
atajo que conduce a Litzendorf. He enviado mi coche a esperarme en el Banco del filósofo.
En el momento en que la Princesa decía estas palabras
mis ojos tuvieron dos sensaciones simultáneas: vi al mayor
subir solo en su victoria y brotar de la trasera de ese coche
185
MARCEL PRÉVOST
una viva llama blanca: después, repentina, sonora, formidable, una explosión conmovió el aire en torno de un centro
movible de denso humo, que era el coche mismo. La multitud huyó dando gritos y los caballos de los otros coches se
encabritaron difícilmente sostenidos por sus cocheros. La
victoria del mayor, centro de la nube, fue arrastrada a gran
velocidad por sus caballos, con el pescante vacío, hacia el
pabellón, al que dio vuelta, y después hacia el camino de Litzendorf.
-¡Corramos por allí -me dijo Elsa,- y veremos!...
Por allí era el guardarropa de la Gombault, la ventana
que daba al valle. Seguí a la Princesa. El coche del mayor, con
la capota medio levantada, bajaba al galope de los dos caballos bayos, a punto en cada vuelta de saltar por encima de los
setos. Unos soldados faltos de aliento trataban en vano de
seguirle.
-¡Dios mío! se va a matar -murmuró Elsa.- ¡Ah!...
Retrocedió con las manos en los ojos... Los caballos se
habían caído el uno sobre el otro. El coche había descrito un
cuarto de círculo a través del camino, y los caballos, enredados en los tirantes, coceaban furiosamente. De repente se
calmaron, y no fueron más que un montón de grupas, y de
patas medio cubierto por la delantera del coche. Los soldados le alcanzaron y le rodearon.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó Elsa,- que no se atrevía a
mirar.
-Bajan la capota -dije, siguiendo la escena con los ojosSacan al mayor... que no se mueve.
186
LOS MOLOCH
-¡Dios mío! ¿Estará muerto?
Se acercó y echó por la ventana, una mirada al mismo
tiempo espantada y curiosa.
La multitud corría, o más bien, rodaba ya como un torrente tumultuoso hacia el lugar del accidente. Los soldados
instalaron en unas angarillas el cuerpo inanimado del mayor y
le subieron por la cuesta, mientras que otros separaban rudamente a los curiosos. Se levantó a los caballos, uno de los
cuales cojeaba. Se examinaban los desperfectos del coche y se
exploraba la caja de la trasera, negra de pólvora, y la capota
rota en toda su altura.
La, Princesa estaba muy turbada.
-¡Un atentado en Rothberg! ¡Un atentado anarquista!
¿Quién ha podido cometerlo?
Al pronunciar estas palabras hablándose a sí misma,
nuestros ojos se encontraron y leyeron el mismo pensamiento.
-¡El! Cree usted que ha sido él, ¿verdad? -dijo Elsa.
Pero yo rechazaba ya la idea.
-¡No! no ha sido él... No es posible. Conozco al doctor
Zimmermann, y es el más digno y el más pacífico de los
hombres.
-¡Es él! ¡Es él! estoy segura -insistió la Princesa.- Solamente él maneja explosivos de esa potencia... ¿No ha amenazado al mayor hace un momento?... ¿No le ha dicho que le
mataría?... ¡Oh! Luis... ¿No le espanta a usted por su Elsa que
semejante hombre viva en nuestro territorio?... ¿Y si hace
saltar el castillo?
187
MARCEL PRÉVOST
Se refugió en mí con un ademán tan amistoso, que estuve a punto de responder: «Pues bien, no volvamos a él…»
pero la Princesa se separó.
-No permanezca usted aquí, amigo mío. El Príncipe no
había dejado el Thiergarten en el momento del atentado y va
a hacerme buscar. Es preciso que no le encuentren a usted
conmigo. Váyase usted delante, se lo ruego, y trate de que no
le vean salir.
-Bueno -respondí.- ¿ Por dónde salgo?
-Por los bastidores del teatro. Venga usted conmigo.
Seguimos el mismo corredor que por la mañana, olvidando esta vez buscar los rincones obscuros. Una puerta daba a un bosquecillo sombrío y hasta húmedo en aquel día de
verano. La llave estaba en la cerradura, pero nos costó algún
trabajo abrirla, pues la cerradura y los cerrojos estaban enmohecidos.
-Está usted en el Thiergarten reservado -me dijo Elsa;desde aquí encontrará usted fácilmente su camino.
-¿Y usted, Princesa, qué va a hacer?
-Voy a esperar a la Bohlberg en el saloncillo. No puede
menos de venir a buscarme. Diré que me he desmayado de
miedo y que no he tenido fuerzas para bajar... En fin, yo inventaré algo.
Mis labios rozaron furtiva y distraídamente la mano de
la Princesa. Y tuve la prueba que la Princesa estaba, distraída
en estas palabras que pronunció en seguida:
188
LOS MOLOCH
-¿No ha notado usted que inmediatamente después de
haber amenazado de muerte a Marbach, el doctor Zimnaermann se fue derecho a las cocheras?
-No llevaba, sin embargo, con él ningún explosivo...
-Había declarado al mayor que llevaba en el cristal del
reloj con qué hacer saltar el castillo... Pero vienen... Me buscan... ¡Escápese usted!...
Me empujó un poco vivamente, hacia fuera y cerró la
puerta... «De este modo -pensé,- debía la Gombault echar
fuera al picador del Príncipe Ernst, cuando éste se anunciaba
de improviso en medio de una conversación con el tal personaje ... » Después mi pensamiento volvió al atentado, al
mayor y a Zimmermann.
«Elsa tiene razón; todas las apariencias están contra ese
pobre Moloch. Juraría, sin embargo, que no tiene nada que
ver en la aventura.»
Un sendero casi borrado por la hierba y que rodeaba el
teatro, me llevó a la explanada de los Tilos. La multitud era
todavía compacta, había atropellado las cuerdas y se amontonaba al pie del pabellón de caza. Comprendí que habían
debido de llevar al mayor al pabellón.
-¿Está ahí? -pregunté a Hans,- que miraba la fachada con
ojos cándidos, como si a fuerza de atención esperase ver al
través.
El muchacho se estremeció y dijo balbuciendo:
-Sí, acaban de llevarle.
Era su llegada lo que había percibido el fino oído de Elsa.
189
MARCEL PRÉVOST
La multitud se abría respetuosamente delante de mí al
oir la palabra Hofdienst, que yo no dejaba de pronunciar para hacer creer que se trataba de un servicio de la Corte. Así
entré sin dificultad en el pabellón y subí la escalera.
La mayor parte de los funcionarios estaban agrupados
en el vestíbulo y en la escalera, muy emocionados. Lo que oí
al paso confirmaba la hipótesis de la Princesa sobre el autor
del atentado.
-No hay otro aquí que maneje la dinamita.
-Es un acto de locura cometido por un loco inofensivo
de ordinario, pero exasperado por la contradicción.
-Le van a poner preso.
-Le van a encerrar.
Llegué al cuarto de la Gombault y no vi allí a la Princesa
ni a la Bohlberg. Me dijeron que la Princesa no había podido
soportar la vista del cuerpo inanimado, que traían, y se había
hecho conducir al castillo. El mayor estaba echado en la cama, con el uniforme desabrochado y la camisa abierta. El
médico de la Corte le estaba auscultando. Alrededor, el Príncipe Otto, Max y el capellán. El cuarto olía a sales y a vinagre.
Cuando ya pasaba el umbral, el médico se levantó y se volvió.
-Absolutamente ninguna lesión -dijo.- Un simple síncope causado probablemente por la emoción.
-Cuando el mayor estaba al servicio del Emperador en el
país de los Heireros -dijo el capellán,- ¿no fue víctima de una
explosión de mina?
190
LOS MOLOCH
-Sí, recibió entonces lo que llamamos médicamente «el
choque», es decir, la impresión cerebral indeleble. Pero vean
ustedes, ya vuelve en sí.
En efecto, el mayor levantaba penosamente la cabeza en
la almohada. Sus párpados se entreabrieron y murmuró:
-¡No tiréis! ¡No tiréis! Quiero... quiero...
Volvió a caer desmayado. En este momento observé al
Príncipe Max y vi que no quitaba los ojos de la cara de Marbach. Estaba muy pálido. Al ver el movimiento hecho por el
paciente, inundó sus mejillas, un finjo de sangre y vi en su
mirada el relámpago de odio que había visto brillar en ella
otras veces.
-Señores -dijo el doctor,- habría que dejarme solo con el
enfermo, si Vuestra Alteza no tiene inconveniente. Los nervios alterados adquieren un perfecto reposo.
-Le obedecemos a usted, Klingenthal -dijo el PríncipeSeñores, bajemos.
Justamente en este momento entraba el ministro de la
policía y todos se quedaron en silencio.
-¿Y bien? -preguntó el Príncipe.- Puede usted hablar,
Drontheim.
- Monseñor, el criminal ha sido preso en el momento en
que entraba en su quinta.
-¿ Ha confesado?
-De ningún modo. Hasta ha dicho que ignoraba el
atentado...
-¡Qué impudencia!
191
MARCEL PRÉVOST
-Dice que ha oído la explosión, pero que creyó que era
alguna pieza de fuegos artificiales.
-¡En pleno día!
-O algún cañonazo.
-No hay cañones en el pabellón de caza.
-Eso es lo que yo le he respondido. Ha declarado por
otra parte que era absurdo acusarle de atentado anarquista,
pues toda su vida protestaba contra una cesa semejante.
El Príncipe meditó.
-Quizá, después de todo, ese desgraciado no es más que
un loco.
-No lo creo, Monseñor -replicó el ministro de policía.Sus respuestas están llenas de buen sentido y hasta de habilidad. Para mí finge la rareza.
-¿Ha pedido verme?
-No, Monseñor. Ha pedido ver a su mujer y he creído
que debía negárselo. Si Vuestra Alteza no ve ningún inconveniente, le mantendré incomunicado.
El Príncipe reflexionó aún un momento. En la cama de
la Gombault el mayor dio un gemido y articuló unas sílabas
sin ilación.
-Bajemos, señores.
Todo el mundo siguió al Príncipe. Cuando Max pasó
delante de mí, me pareció que iba a hablarme, pero su mirada
se esquivó y se fue sin decir nada.
La multitud aclamó al Príncipe Otto; para los habitantes
de Rothberg su jefe hereditario acababa de escapar a la
muerte. Y le hicieron una calurosa acogida.
192
LOS MOLOCH
El ministro de la policía me ofreció amablemente un
asiento en su coche para ir al Luftkurort, pero yo preferí
juntarme con el pueblo, cuyas mil voces comentaban el
acontecimiento. Esas voces expresaban generalmente el deseo
de hacer pedazos al pobre Moloch. Las mujeres sobre todo,
rebosaban de cólera y hasta de los labios de las muchachas
brotaban gritos de muerte. Me encontré con el comerciante
sajón y su rubia esposa, con los que había viajado un mes
antes entre Steinach y Rothberg.
-¿Qué horror! -me dijo el marido- Será un recuerdo para
nosotros, ¿verdad Gretel? haber asistido a un atentado anarquista.
-Debían hacer saltar a ese miserable con su propia dinamita -respondió Gretel,- para que resultase hecho pedazos
corno ejemplo. No hay ya tranquilidad en el mundo si puede
destruirnos una bomba en medio de una fiesta. ¿Sabe usted,
caballero, que mi marido ha escapado por milagro de la
muerte?
-¡Cómo! -exclamé- ¿ Ha sido usted herido?
-No -respondió el comerciante.- Yo estaba al lado del
coche del Príncipe Otto, y Gretel estaba buscando el de la
Princesa. Suponga usted, caballero, que hubiera sido el coche
del Príncipe, el que hubiera saltado; hubiera yo muerto a la
edad de cuarenta y seis años. Por fortuna el miserable, se ha
equivocado de coche, y yo estaba lejos del de el mayor. Ni
siquiera he visto nada.
Hablando de este, modo habíamos salido del Thiergarten y, pasado el Rotha, estábamos subiendo la cuesta hacia el
193
MARCEL PRÉVOST
Luftkurort. Nos cruzábamos con piquetes de soldados: todo
el destacamento había sido mantenido sobre las armas, sin
duda para inspirar confianza a los buenos ciudadanos y terror a los malos. El cielo se habla obscurecido lentamente
por encima de las montañas y el castillo se dibujaba de un
color amarillento sobre aquel fondo obscuro.
En las inmediaciones de Luftkurort vi a Herr Graus, que
seguía de frac, perorando en medio de un grupo.
-La policía ha puesto los sellos en el departamento y en
el laboratorio. Nada podrá salir de allí; es preciso que se
cumpla la ley... ¡Ah! señor Dubert -dijo al verme,- tengo que
hablar con usted.
Me llevó aparte como para una confidencia, y añadió:
-Pasa una cosa grave, señor Dubert... Cuando han prendido al doctor, estaba en la quinta con su mujer y su hermanita de usted.
-¿Y qué?
-Se han llevado al doctor sin decirle de qué se trataba, y
su mujer y la señorita han entrado en la quinta. Después han
venido a poner los sellos en el departamento del doctor, y su
señora se ha retirado al cuarto de su hermana de usted.
-Ha hecho bien.
-No digo que no; pero ahora la multitud está debajo de
la ventana del cuarto y grita cosas poco tranquilizadoras.
Dejé a Herr Graus y me eché a correr hacia las quintas.
Unos treinta chillones reunidos, bajo la ventana de Gritte,
gritaban: «¡Muera Zimmermann! ¡Muera el asesino! »
Me aproximé a ellos y les dije:
194
LOS MOLOCH
-Señores, el presunto culpable está preso. No hay en esta
casa más que dos mujeres indefensas tina de las cuales es
francesa, tiene catorce años y es mi hermana. Reclamo de la
cortesía de ustedes que se retiren de aquí.
Este discurso produjo buen efecto, y, después de unos
conciliábulos, los manifestantes se apartaron y me dejaron
entrar. Subí apresuradamente la escalera y llamó nombrándome a la puerta de Gritte. Me abrió ella misma, roja y animada. La Moloch estaba sentada, inmóvil y apenas más pálida que de costumbre.
-Al fin estás ahí -dijo Gritte.- Ya era tiempo; esa gente
creo que quiere degollarnos.
-Eres una buena, muchacha -respondí besándola.- No
temas nada; no hay peligro.
-Yo río tenía miedo -exclamó Gritte.
-El señor Dubert tiene razón -dijo la Moloch con amargura;- esos borrachos se contentarán con aullar. Pero mi marido está en la cárcel.
A todo esto llegaba un nuevo grupo de manifestantes y
se paraba delante de la villa Elsa. Aumentaron los gritos y
una piedra fue a dar en la ventana próxima. Miré a la calle y
vi a Herr Graus que acudía con un papel en la mano. Se subió en un banco delante de la villa, Elsa y dijo:
-He aquí el telegrama que nuestro amado Príncipe envía
en esta instante a todos los jefes de Estado y que se digna
comunicaros:
195
MARCEL PRÉVOST
«Milagrosamente salvado del peligro que ame»naza hoy a
todos los soberanos, doy las gracias a Dios, Todopoderoso
que ha contrariado los efectos de un terrible atentado.
OTTO, Príncipede Rothberg.»
Las aclamaciones fueron ensordecedoras. Pero a la multitud le gusta más atacar que aclamar, y cuando Herr Graus se
bajó del banco, brotaron más violentos los gritos de ¡Muera
Zimmermann! ¡Muera el asesino!
-Vénganse ustedes a mi cuarto -dije a la Moloch y a Gritte. Allí estarán ustedes en seguridad y no oirán a estos alborotadores.
La Moloch consintió, pero Gritte prefirió quedarse
conmigo a observar la multitud que aumentaba y seguía gritando: ¡Muera! ¡Muera! La plaza estaba ya llena de gente, que
no estaba, compuesta solamente de borrachos, pues las levitas y les sombreros de copa se mezclaban con los trajes burgueses de las mujeres. Cuando hete aquí que, de repente, por
las cuestas que rodeaban la plaza y bajaban hacia el Rotha,
aparecieron uno, tres, diez, treinta, más de cien gansos atraídos, según su costumbre, por el ruido de los clamores humanos. Con el cuello tendido, el pico abierto y las plumas erizadas se formaron como retaguardia, detrás del ejército de los
alborotadores, y me pareció que gritaban más fuerte que todos, con sus voces estridentes:
-¡Muera Zimmermann!
196
LOS MOLOCH
TERCERA PARTE
I
«Mi querida Gerta:
Desgraciadamente, no tengo ninguna razón para escribir
a usted más alegre que la última vez. Las rosas siguen en el
mismo estado. Mi marido sigue estando en la cárcel de Rothberg, y le han tenido incomunicado diez días, durante los
cuales no he podido tener noticias suyas. Como lo habrá usted leído sin duda en los periódicos, se ha negado a nombrar
un abogado, y responde a las preguntas del juez que si a las
autoridades de Rothberg les conviene representar una comedia, él no quiere desempeñar ningún papel.
No ignora usted, excelente amiga, que la fuerza de alma
del doctor es invencible. Aun en las pequeñas cosas domésticas, he visto que no se le puede hacer cambiar de determinación una vez tomada. Así, jamás he logrado que no coma fresas en el mes de julio, aunque siempre le hacen daño. Eitel
no tendrá más que un ahogado de oficio, y aun éste no obtendrá de él ni una palabra. Nuestros enemigos están, pues, a
197
MARCEL PRÉVOST
sus anchas para hacernos daño. Puede usted figurarse mi ansiedad. Menos valiente y menos sensible que Eitel, el desenlace de este asunto me espanta.
He visto al juez de instrucción y al ministro de la policía.
Los dos me han acogido con tales aire de misterio y me han
hablado con tales reticencias, levantan los ojos al cielo e invocando los derechos de la sociedad amenazada, que he tenido que batirme en retirada, sin obtener de ellos la menor
respuesta a esta pregunta que les hacia: «¿Cómo admitir que
mi marido, cuya vi»da entera es un himno a la Razón, a la
Justicia, y a la Bondad, haya cometido un acto absurdo, inicuo y cruel?…» Movían la cabeza y hablaban del peligro social; nada preciso. En los vagos comentarios del ministro he
creído comprender que consideran al doctor como un exaltado. Todos tratan de quimeras lunáticas las consecuencias
morales y casi religiosas que él deduce de la doctrina monista.
Quieren disfrazar en yo no sé qué sesiones de espiritismo y
de anarquismo nuestras queridas tardes de Iena consagradas
a celebrar los misterios y las bellezas de la Naturaleza. Eso le
haría a usted reir, ¿verdad? así como a Frantz, a Miguel y a
Alberto, si los tiempos no fuesen verdaderamente muy tristes
para reir.
No solamente yo no río, sino que me cuesta mucho trabajo el no llorar. Pienso que mi Eitel está solo en un inmenso
cuarto de muros de piedra, probablemente húmedos. Por
más que me escribe que está muy bien y en condiciones especialmente favorables para el trabajo y la meditación, sé que
me lo dice para tranquilizarme... ¿ Puede su cama estar hecha
198
LOS MOLOCH
como él tiene costumbre? No hay allí nadie para impedir que
se destape las piernas de noche, como le pasa a menudo,
porque es muy inquieto, hasta cuando duerme. ¿Y sus comidas? ¡El, que se olvida de servirse o que se sirve de un plato
hasta que está vacío, meditando en los graves problemas
cósmicos que sin cesar ocupan su mente! Sólo en pensar en
lo que está sufriendo me quita el sueño y el apetito. Si las
malas personas que le han encerrado contra toda justicia acaban por matarle, ¡ah! querida Gerta, no le habrán matado a él
solo...
Pero no es tiempo de recriminar, sino de hacer algo.
Vuestra acción en Iena es de las más eficaces, pues provoca
las protestas firmadas del cuerpo entero de profesores y la
carta del decano al canciller del Imperio. En Munich circula
en estos momentos otra lista bajo los auspicios del profesor
Max Bischer, el sabio físico al que he escrito al mismo tiempo
que a usted. En ella he visto con placer el nombre de Benedicto Kohler, que es, como usted sabe, el adversario más encarnizado de las ideas filosóficas de mi marido, y con el cual
se ha tratado muy duramente. Pero todo el profesorado se ha
sentido herido en la persona del más ilustre de sus miembros.
Me pregunta usted, querida Gerta, cuál es aquí el estado
de la opinión a propósito de este asunto. Sepa usted, en primer lugar, en qué medio político vivimos. El pequeño principado comprende unos siete mil habitantes, de los cuales
hay mil ochocientos en Rothberg, tres mil en Liritzendorf,
donde se encuentran las fábricas de cerámica y los otros mil
doscientos dispersos en los caseríos de la montaña. Ro199
MARCEL PRÉVOST
thberg, donde está el castillo con la cárcel y que, en suma, no
vive más que de la Corte y de los forasteros, es naturalmente,
muy cortesano. Litzendorf, centro obrero, es liberal. Al día
siguiente del atentado, los socialistas demócratas de Litzendorf se reunieron y enviaron una comisión al Príncipe para
pedirle la libertad del doctor, preso sin pruebas...
En Rothberg, por el contrario, se lanzaban gritos de
muerte contra Eitel y hasta contra mí; el propietario de
Luftkurort me echaba de la quinta y no encontraba yo asilo
más que en casa del zapatero Finck, buen hombre, muy demócrata, hijo del obrero que sucedió en la misma casa al padre de mi Eitel.
Hoy, gracias a la emoción del mundo sabio, a los artículos de la prensa liberal, y, sobre todo, al anuncio de que el
Gobierno del Imperio, con el pretexto de reforzar aquí el
partido del orden, se propone aprovechar el incidente para
reemplazar la guarnición indígena por un regimiento prusiano, se manifiesta cierta reacción hasta en Rotbberg. Ninguna
palabra, ningún signo injurioso contra mí ni en el Luftkurort
ni en la aldea. No creo tener más enemigo irreconciliable que
Herr Graus, del que he sido inquilina... Y no sabe, en suma,
cuánto le agradezco su canallada, pues al expulsarme me ha
dado ocasión de vivir en la casa en que el doctor fue niño.
Es para mí un consuelo en mi presente miseria imaginar
el desarrollo de esta admirable inteligencia, de esta viva sensibilidad, ante las mismas imágenes que están viendo mis
ojos. Y usted también, estoy segura, cuando venga en delegación de los estudiantes de Iena con Franz, Alberto y Miguel,
200
LOS MOLOCH
sentirá el alma llena de emoción al conocer esta morada, en la
que se ha, encendido y arrojado los primeros resplandores el
astro intelectual que veneramos.
Este es, querida Gerta, el estado de las cosas. No es brillante, como usted ve; pero me anima el vasto movimiento de
reprobación iniciado contra la iniquidad por el mundo universitario y sabio de toda la Alemania. Yo no dejaré de hablar
ni de, protestar en la medida de mis fuerzas. Mi débil voz no
se callará; mi débil mano no se cansará de escribir. Hoy mismo espero arrancar al Príncipe que se levante la incomunicación. Uno de nuestros amigos, un joven francés muy
distinguido que tiene aquí el empleo de preceptor del Príncipe heredero, ha pedido este favor por medio de la Princesa, y
tiene buena esperanza de obtenerle. Esta noche cena en el
castillo; veremos si nos trae el favor prometido.
Mi deseo, querida Gerta, es que usted y sus amigos vengan pronto a animarme y a ayudarme en mi misión. No tarden ustedes... Entre los cinco seremos un pequeño ejército
que arrastrará a la multitud. Expresiones a Alberto, Franz y
Miguel. Un recuerdo afectuoso y la expresión de mi vivo
agradecimiento a los profesores, a los estudiantes y a todos
los que toman parte en la agitación en favor de mi marido a
usted, querida Gerta, le envío un beso, así como a la exelente
Frau Rippert, su patrona.
CECILIA ZIMMTERMANN.»
201
MARCEL PRÉVOST
El día en que se escribió esta, carta, publicada después,
en un periódico liberal, donde se admiró su estilo tierno y
digno, debíamos en efecto, Gritte y yo, cenar en el castillo.
Según nuestra costumbre, dimos juntos, por la tarde, un paseo por la montaña. Anduvimos silenciosos, tratando, sin
embargo, de ocultarnos el uno al otro nuestras preocupaciones con algunas palabras. El tiempo estaba caluroso aunque
cubierto. Cuando a la caída de la tarde volvíamos al Lutfkurort, me dijo Gritte:
-¿No encuentras, Luis, que Rothberg no es el mismo
desde que han prendido a Moloch? Nuestro amigo no hacía
mucho ruido y apenas se le veía, y, sin embargo, todo se ha
puesto triste desde el Sedanstag, hasta el tiempo.
«Gritte tiene razón -pensé.- Por un curioso contrasentido se hizo decir al poeta latino que las cosas tienen lágrimas;
pero tienen seguramente su tristeza y su alegría, según las horas. Y otro poeta psicólogo ha expresado muy bien que esta
tristeza o esta alegría de las cosas, es sencillamente que se refleja en ellas, el color gris o rosa de nuestro corazón... Un
viejecito sabio, bastante cómico, ha sido arrancado de su laboratorio y arrojado en la prisión del castillo. ¡Pequeño
acontecimiento! Pero la iniquidad supuesta aniquila, con todo la conciencia del mundo. Alrededor de un cristal sumergido en el agua saturada de sal, se forman y se agrupan otros
cristales; así las tristezas, vagamente disueltas en nuestros
pensamientos, se concretan y se sueldan en cristal melancólico en nuestras almas alrededor de esa tristeza inicial. Sí, Rothberg ha cambiado desde que Moloch está preso. Los
202
LOS MOLOCH
pangermanistas tienen menos aplomo. Los socialistas hacen
una fastidiosa figura de mártires. El Príncipe está nervioso,
porque el gatazo Imperio, cansado de jugar con el ratoncillo
Rothberg, quiere esta vez tragársele del todo. ¡Se acabaron el
sello especial y la guardia indígena! El mayor se ha repuesto
de las consecuencias de la explosión, pero está más irascible y
más desagradable que nunca. Mí discípulo se ha vuelto a poner sombrío y taciturno; veo que me oculta algo, y no puedo
adivinar que... Gritte está evidentemente menos amiga suya,
sin confesarme el motivo de esa frialdad. Aun conmigo mismo veo que está inquieta, y arriesga tímidas alusiones a la posibilidad de que yo renuncie a mi empleo en esta Corte y
obtenga uno en el Banco Industrial por medio de su amiga,
la señorita Grangé. En cuanto a Elsa...
¡Ah!... ¡Sólo Elsa no sufre la tristeza de las cosas desde le
prisión de Moloch! No se ocupa para nada de Moloch. La
Princesa vive en sus sueños. Y esos sueños son la fuga por el
mundo de la Princesa y el preceptor...
Estoy pues, en ese punto de las relaciones en que la mujer se apodera del hombre y en que éste obedece de grado o
por fuerza. Toda mi razón protesta contra la tontería que voy
a cometer, y, sin embargo, cometeré esa tontería y me llevaré a
la Princesa. Poseeré una mujer cuya amistad amorosa me
bastaba y hacia la cual no me arrastra el amor infinito que
hace aceptables todas las contrariedades…
Estando yo meditando así, Gritte me miró y me dijo al
llegar a la puerta de nuestra quinta:
203
MARCEL PRÉVOST
-Luis, estás pensando en cosas que te contrarían y que
no puedes decirme.
-Déjame pensar como quiera -respondí molesto por su
perspicacia.
-Está bien, está bien -dijo,- no creía ser indiscreta.
Estuvo enfadada, conmigo hasta la hora de cenar, pero a
eso de las siete y media, con el traje de muselina bordada que
en otro tiempo, había «hecho» la embajada de Austria, corno
ella decía en su lengua expresiva y abreviada, penetró en mi
cuarto con cierto retintín, desmentido por el contento de su
mirada.
-Perdóname -dijo,- si te importuno, pero no tengo doncella para decirme qué tal estoy arreglada.
La miré. Castamente, escotada, sus brazos apenas formados, sus hombros en los que se borraban las líneas ingratas de la infancia, su talle de niña-mujer y un no sé qué de
flor todavía capullo que evocaba toda su persona, componían un conjunto de irresistible atractivo.
«¡Ah! qué divina es la juventud -pensé.- Hay en el mundo un hombre dichoso, un hombre que yo ignoro, que vendrá a coger asta flor, la respirará, la cortará y se la llevará.
Nadie habrá tenido su perfume más joven ni sus pétalos más
frescos... Esa es una dicha que vale una vida, y yo no habré
conocido tal felicidad. La flor que yo respiraré toda mi vida
está ya más que a mitad marchita…»
-Vamos a ver -dijo Gritte sin impaciencia girando sobre
sí misma, y dejando ver su talle flexible y su tenue nuca en la
que se agolpaban unos cabellos menos bonitos que los de la
204
LOS MOLOCH
Princesa, pero que tenían, sin embargo, veinticinco años menos lo que se veía muy bien.
-Tienes quince años, preciosa hermanita -le dije.- ¿Cómo
puedes pensar que no serás esta noche la verdadera soberana?
Gritte se puso encarnada de placer y me dijo levantándose hasta mi oído:
-Tú también estás guapo con tu camisa de chorreras, tu
casaca de Corte y tu calzón de raso negro. ¿Lo ves? no somos
más que unos burgueses, pero sabemos arreglarnos mejor
que todas esas muñecas, aunque sean regias...
Gritte me confesó media hora después que la escena en
que representaban todas esas muñecas regias no carecía de
grandeza. La sala de los Guardias, la de los Estados, la de los
Caballos y la de los Retratos, toda aquella serie de vastas piezas de aparato con escasos y pesados muebles a lo largo de
las paredes decoradas con cuadros medianos, pero auténticos, la actitud deferente de los lacayos, casi todos personas de
edad y de importancia, la impresionaron. Y es que las declamaciones sobre la igualdad no impedirán nunca a la historia
el ser una cosa real, y ciertas moradas, y ciertas familias se nos
aparecen cargadas de historias. En vano desplegarán su lujo
un banquero enriquecido o un millonario de América; nunca
podrán hacer que las cosas suntuosas sean una verdadera
prolongación de sus personas, y les resultarán solamente sobrepuestas. Mientras que en la morada antigua siempre habitada por una familia ilustre, la personalidad de los habitantes,
aunque sean medianos, se prolonga, y se aumenta con todo el
205
MARCEL PRÉVOST
pasado de que ellos son el presente. Todo el que no vea esto
está desprovisto de sensibilidad histórica o cegado por una
tonta vanidad burguesa.
En el salón Imperio de la Princesa se esperó en pie el
anuncio de la cena. La Princesa había cogido a mi hermanita
de la mano y se la había presentado, primero a la señora de
Drontheim, la mujer del ministro de la policía, gruesa dama
de doble barbilla y vientre prominente, con un cuerpo exuberante sobre el que descansaba, como en un almohadón, un
collar de perlas enormes; después a la linda morena, delgada y
hombruna, hermana del mismo ministro, llamada Friederika,
o, familiarmente, Frika; y, por último, a la señorita de Bohlberg, cuyo escote severo, sin embargo, parecía indecente;
hasta tal punto lo que enseñaba estaba hecho para estar escondido.
El Príncipe, en el momento en que le saludé, estaba hablando junto a una ventana con el ministro y con el mayor.
El aspecto de sus caras, aunque no hubiera sorprendido a
distancia las palabras «canciller» - «guarnición» - «socialismo,»
me hubiera advertido que hablaban de política de Rothberg.
No queriendo estorbarlos, me reuní con mi discípulo. Max
me estrechó la mano y se apresuró a ir a presentar sus homenajes a su amiga Gritte. El intendente, Barón Lipawski, con
su cara de prelado regordete plegada por una alegría continua, me dijo en voz baja:
-Querido doctor, por usted hemos alterado esta noche la
etiqueta. Está usted a la izquierda de la Princesa en concepto
206
LOS MOLOCH
de extranjero, lo que es un homenaje a su hermosa patria.
Nos vamos haciendo muy francófilos en Rothberg...
Y añadió llevándome aparte con el pretexto de examinar
la firma de una enorme batalla de Leipzik que ahumaba todo
un lado del salón:
¿Ha observado usted la confusión de nuestros diplomáticos? Ha llegado esta noche un telegrama cifrado de la cancillería, y he comprendido que avisa a nuestro Gobierno de
que debe alojar entre Litzendorf y Rothberg un regimiento
de infantería prusiana. Nuestra guarnición indígena es enviada a la Alsacia-Lorena. El Conde de Marbach está aterrado y
el ministro se ha pasado el día tratando de averiguar lo que
hubiera hecho Talleyrand en semejante caso... En cuanto al
Príncipe, a fuerza de rencor antiprusiano creo que se volviendo socialista. Y me extraña que Zimmermann no haya,
dejado su paja húmeda, para venir a cenar con nosotros...
Pero apresúrese, usted a ir a ofrecer el brazo a la ministra, y si
le dice usted cosas verdes a la francesa, grite un poco, pues la
buena señora es tarda de oído.
Abriéronse, de par en par las puertas del salón, y un
viejo de trazas, de embajador anunció con todo el resto de su
voz deferente que sus Altezas Serenísimas estaban servidos.
En presencia de las damas de largos cuerpos y tontillos,
de los antiguos personajes de peluca y de los caballos dibujados y pintados por el Príncipe Conrado (el amigo de Guillermo I), atravesarnos en fila solemne los tres salones para
llegar al comedor, vasta pieza elíptica exclusivamente decorada con las astas de los ciervos muertos por varias generacio207
MARCEL PRÉVOST
nes de Príncipes de Rothberg. Marbach hizo un gesto al ver
que me habían colocado a la izquierda de la Princesa; pero le
habían dado, como compensación, la izquierda de Frika, la
favorita. A mi izquierda estaba el Conde Lipawski. La descendiente de Otomar el Grande sentábase a la derecha del
ministro, el cual ocupaba la del Príncipe. Gritte estaba colocada entre el mayor y el Príncipe Max.
El comienzo de la cena fue bastante triste. Los mayordomos servían silenciosamente. La mesa, radiante de vajilla y
de cristal bajo los resplandores eléctricos de las arañas, aprecia pequeñita en la inmensidad de la sala de los cuernos de
ciervo, y esto solo decía que no éramos un cuadro hecho para aquel marco. Mientras el ministro explicaba a la Princesa
Elsa el modo de funcionar del tribunal de lo criminal de Litzendorf, a propósito del próximo juicio del pobre Moloch, el
intendente me hablaba en voz baja y no inteligible para quien
no estaba enteramente a su lado.
-¿Le gusta a usted el adorno de esta sala? -me decía.- A
mí, si no fuese un solterón, me espantaría. Pero los Rothberg-Steinach han sido siempre aficionados a este estile, de
decorado. Todos han sido cazadores... y la consecuencia. Parece hecha para ellos la balada del poeta nacional de ustedes
sobre la caza del ciervo...
-Señor intendente, su erudición de usted deja asombrada
a mi ignorancia -repliqué evitando dar una opinión sobre las
desventuras conyugales de los Rothberg-Steinach.
El intendente era, en efecto, culto, pero poco discreto.
No escaseabalas alusiones la benevolencia de mi soberana.
208
LOS MOLOCH
Precisamente en ese momento sentí un pie descalzo, un pie
de honesto tamaño, apoyarse en mi tobillo descubierto por el
zapato de hebilla de plata... Era mi soberana, que se proporcionaba una distracción de las confidencias, del ministro sobre el tribunal de Litzendorf. Me esforcé por hacerme el
indiferente, pero, de repente, mis ojos encontraron los de
Gritte que buscaban a los míos, y me ruboricé, como si las
puras pupilas de aquella niña hubieran podido ver a través de
la mesa.
-¡Un regimiento de infantería prusiana, en Rothberg!
-exclamó el Príncipe.- ¡Más prusianos aquí que rothbergenses!... ¡Jamás!... Antes iré yo mismo a ver al Emperador.
-Podríamos -dijo el mayor limpiándose el bigote,acuartelarlos fuera de la población, entre Litzendorf y el castillo.
-De ningún modo -respondió el Príncipe.- No quiero
aquí un jefe militar que tendrá más autoridad que yo porque
dispondrá de más fuerza. ¡Ah! cómo quisiera conocer al
enemigo de mi casa que ha presentado al Canciller este ridículo incidente Zimmermann como una importante manifestación anarquista que compromete la seguridad del principado y exige una represión.
Lipawski se aprovechó de que el mayordomo nos estaba
sirviendo el steinberger para inclinarse hacia mí y decir:
-Nuestro querido soberano olvida que él mismo interpretó de ese modo el incidente del Sedanstag en un magnífico telegrama.
Como yo no asentía, el Conde cambió de asunto.
209
MARCEL PRÉVOST
-En realidad ¿cree usted culpable al doctor Zimmermann?
-Ni un instante -respondí, tratando discretamente de separar el pie del de la Princesa.
-Tampoco yo... Todo esto, en mi opinión, es un asunto
de mujeres. El mayor no es solamente un insolente, noblezuelo, sino que es, como todos los nobles de Brandeburgo,
un audaz cortejador. Algún marido descontento habrá
puesto algún petardo en la trasera del coche y…
La Princesa se volvió hacia mí y cortó nuestra conversación.
-He recibido -me dijo,- una súplica de la mujer de
Zimmermann, que quiere que lo permitan visitar a su marido
en la cárcel. Me parece enteramente justo, y además -añadió,me ha dicho usted que lo desea, y eso basta. ¿Está usted contento de estar a mi izquierda? Estas últimas palabras, pronunciadas, muy bajo, no significaban: «¿Está usted contento
de estar cerca de mí?» sino «¿Está usted orgulloso por tener
un puesto de honor?» Le aseguré este orgullo, pero pensé:
«Dentro de un mes, cuando seamos una pareja anónima
viajando por Europa, ¿me hará sentir el honor de sentarme al
lado de mi cómplice? ... » Mi corazón plebeyo se sublevó.
Observé a Gritte. Parecía enteramente hecha a las costumbres de la Corte y estaba hablando muy animada con su
vecino Max. Parecía hasta que le echaba una reprimenda.
Max bajaba la cabeza.
Hubo un momento en que él dijo una réplica bastante
viva, y desde entonces Gritte estuvo silenciosa y como enfa210
LOS MOLOCH
dada. La esposa del ministro de la policía no decía palabra,
emparedada, en su sordera y resuelta a no perder nada de la
cena, que, entre paréntesis, era magnífica. La Bothberg había
cogido por su cuenta, al ministro y le estaba hablando de su
propia familia y contándole que un descendiente de Ottomar
desembarcó en Stettin hacia el fin del siglo octavo.
-Se llamaba Engelhardo -decía en tono de suficiencia.Encontrará usted su retrato en Gotheborg. Es muy curioso.
El ministro respondía, con la cabeza mientras saboreaba
un helado, como hombre bien resuelto a no afrontar jamás
los mares para contemplar en pintura al abuelo de la Bohlberg. A todo esto, el calor de la comida se subía a las caras
con los vapores del vino. Excepto la del ministro, todo el
mundo hablaba en alta voz, mientras el pie de la Princesa,
cada vez más audaz, se entregaba alrededor de mi tobillo a
toda una gimnasia afectuosa. El Conde Lipawski discutía con
el mayor la cuestión del sello de Rothberg. El Príncipe Otto
dijo dirigiéndose a mí:
-¿Qué augura usted, señor doctor, de la conferencia internacional que se está verificando?
-Monseñor -respondí,- no leo aquí más que los periódicos de Alemania, y no me parecen muy satisfechos.
-Los pueblos son cobardes ante un estado poderoso
-dijo el Príncipe.- No saben más que arrastrarse a sus pies
cuando se sienten aislados y muy débiles para hacerles frente,
o unirse en bandadas, como los lobos, cuando creen tener
fuerza para saltarle encima... Yo creo que es un gran honor
para Alemania sufrir en este momento las sospechas de Eu211
MARCEL PRÉVOST
ropa y hasta la traición de sus aliados. Se puede decir de las
naciones lo que Schiller ha dicho de los individuos: «Cuando
está solo es cuando el fuerte tiene más fuerza.»
La pierna de Elsa tocó amorosamente a la mía como para compensar lo que las palabras del Príncipe pudieran tener
de desagradables para mí.
-Empiezan para Alemania los años más gloriosos -dijo el
mayor con su voz de caporal encolerizado.- Demos gracias a
Dios Todopoderoso de que los pueblos nos sean hostiles...
Si no nos hubiera despertado ninguna amenaza de conflicto,
podríamos habernos dormido en el lujo, en las artes y en el
comercio, y la Alemania hubiera faltado a su misión, que es
gobernar la Europa. La Europa se lo recuerda.
-Tu, regere imperio populos, Germane, memento -concluyó el
Príncipe levantándose de la mesa.
-Principem habemus adornatum -me dijo el intendente al oído mientras yo me precipitaba hacia el robusto brazo de la
ministra, admirando el gusto de los alemanes de expresarse
en latín.
Después de las comidas íntimas como ésta, el Príncipe
Otto tenía la costumbre de llevarse burgesmente a los invitados a la sala de fumar próxima a su despacho. Era, una pieza
tan sencillamente amueblada como el despacho mismo, con
la sola diferencia de que los estantes, en vez de ser de roble
claro, eran de caoba. Buenos sillones de cuero, a la moda inglesa, invitaban a la lectura, a la meditación o a la siesta.
Cuando estuvimos todos reunidos, excepto Max, que se quedó con las señoras, el Príncipe Otto se me acercó y, eligién212
LOS MOLOCH
dome él mismo un cigarro, lo que hizo palidecer de envidia
al Conde de Marbach, me dijo:
-Necesito hablar unos instantes con usted, señor Dubert.
Pasemos a mi despacho, si usted gusta.
Obedecí, y dejamos en la sala de fumar al mayor, al ministro y al intendente bastante sorprendidos. Una vez solos y
a los dos lados de la chimenea, el Príncipe me dijo con una
claridad afectada, y cortando su discurso con grandes bocanadas de humo:
-He aquí la cosa. Ya sabe usted, señor Dubert, que yo le
estimo. Piensa usted como un francés y yo como un alemán,
lo que es muy natural... Y añadiré que los franceses como
usted representan favorablemente a Francia en país extranjero. Supongo que no tiene usted queja del modo con que se le
trata aquí. Yo recomiendo siempre que le tengan las mayores
consideraciones...
-Vuestra Alteza es perfectamente obedecido en ese
punto- respondí.
-Voy, pues, a hablar a usted como a un amigo y a pedirle
francamente su concurso. Este asunto Zimmermann se va
haciendo ridículo. El ministro de la policía (que no es un
águila), no ha conseguido, en suma, establecer contra el
doctor más que un conjunto de presunciones y nada preciso.
Parece averiguado que Zimmermann salió de su casa el día
del Sedanstag llevando, como de costumbre, su caja de herborizar. La dejó en las cocheras a propuesta del pequeño
Hans, el hermano de leche del Príncipe Max. Hans lo ha declarado. Allí fue a recogerla el doctor cuando se le expulsó de
213
MARCEL PRÉVOST
la tribuna. Hay, pues, que admitir que había ocultado cecilita
(es el nombre del explosivo que ha inventado) en la caja, y
que bajo la influencia de la cólera puso el petardo en la trasera del coche del mayor... Fíjese, usted en que la envoltura no
ha sido encontrada, pues si bien se recogió un fragmento que
parece haber pertenecido a la culata de cobre de un cohete y
una especie de rollo de metal, precisamente aquella mañana
se habían ensayado dos de esos cohetes, destinados a los fuegos artificiales. Por otra parte, el efecto de la explosión no ha
sido comparable con el de un cohete.La hipótesis es que el
doctor se ha servido de un explosivo que él solo conoce y
que puede obrar en un volunien extremadamente pequeño...
¿No habló él mismo de un cristal de reloj? Esto es lo que
sostendrá la acusación. ¿Qué piensa usted?
-Pienso, Monseñor, que se han condenado inocentes
por menores conjeturas.
-¿Pero usted cree que el doctor es inocente? Que se defienda entonces el estúpido. El juez de instrucción no puede
sacarle una palabra y se niega a nombrar un abogado. Estamos, pues, obligados a discutir conjeturas. A todo esto, los
periódicos satíricos de Munich y de Berlín se burlan de lo
que ellos llaman el petardo de Rotbberg... ¿Ha leído usted el
último Simplicissimus? Se me representa en él persiguiendo
con un gran sable a unos niños que disparan cápsulas de juguete... Por otra parte, el Vorwaerts insinúa que somos mi
ministro y yo los que hemos organizado el atentado. Esa arpía de mujer de Zimmermann, que parecía la más inofensiva
del mundo mientras tenía su marido, se ha puesto rabiosa
214
LOS MOLOCH
desde que le han prendido. Está inundando de escritos todos
los periódicos de Alemania, amotina a los que ellos llaman
los intelectuales, por Munich y por Dresde circulan protestas
y no hay escritor a un pfennig la línea que no declare ante el
universo que soy un verdugo y que Rothberg es peor que el
estado ruso. Berlín aprovecha todo esto para tratar de quitarme las franquicias toleradas desde hace tres generaciones
de Príncipes... En fin, se anuncia que unos cuantos estudiantes de Iena, grandes bebedores de cerveza, vendrán en
cuerpo a asustar a los huéspedes del Luftkurort con su conducta y sus canciones, con el pretexto de protestar contra la
prisión de su maestro. ¡Ah! maldito sea el día en que a ese
viejo loco se le ocurrió poner los pies en mis Estados. Le he
tenido mil consideraciones, y me ha enviado a paseo. Ha hablado mal del Imperio en un día de fiesta, delante de toda mi
Corte, y me he contentado con echarle de la tribuna. Es probable, en suma, que haya tratado de hacer al mayor tina jugarreta de muchacho, jugarreta peligrosa, puesto que por poco
cuesta la vida a su víctima. He escuchado la voz pública, y le
he hecho prender, pero está muy cómodo en su prisión, que
no es un horrible calabozo como aseguran los intelectuales...
- Y, ahora, por su culpa, se me pone en ridículo y se me calumnia. Ya estoy harto. Culpable o no, pagará el disgusto que
me ocasiona.
El Príncipe se había levantado, y se paseaba de un lado
al otro de la pieza, después de haber tirado el cigarro, con un
gesto encolerizado, en la vasta chimenea. Me levanté también,
resuelto a no decir palabra si no me preguntaba. Pero me
215
MARCEL PRÉVOST
admiraba, el encadenamiento de los sucesos y el ver que, según la predicción de Moloch, la Idea, por su potencia de
Idea, tomaba la ofensiva contra los que querían matarla.
-¿Qué dice usted? -preguntó finalmente el Príncipe, parándose delante de mí.
-Monseñor, espero las órdenes de Vuestra Alteza.
El Príncipe, se encogió de hombros.
-¡Mis órdenes!... No tengo que dar a usted órdenes. . . al
menos en esta materia. Me dirijo a usted, no como al preceptor de mi hijo, sino como a un caballero... La mujer de
Zimmmermann quiere que se le permita ver a su marido...
Pues bien, consiento en ello, pero con la condición de que irá
usted antes a ver a ese viejo demente, y le hará ver el embarazo que nos, causa injustamente, negándose a defenderse y
haciéndonos llevar solos todo el peso del proceso. Si tiene
buenas razones que dar para establecer su inocencia, ¿por
qué no las dice? La justicia humana, en suma, implica una
especie de contrato tácito entre el acusado y el juez. El juez
debe ser imparcial, pero el acusado debe tratar de esclarecer
esa imparcialidad. ¿Cree Zimnermann que yo quiero condenar a un inocente?
-Monseñor -dije después de una corta reflexión,- doy,
ante todo las gracias a Vuestra Alteza por levantar la incomunicación, como yo le había suplicado. Mañana mismo veré al preso, por supuesto, como amigo, pues no tengo para
qué mezclarme en la causa. Pero le transmitirá las intenciones
benévolas de Vuestra Alteza... Y vendré aquí a decir lo que él
216
LOS MOLOCH
me autorice a que diga después de la conversación que tengamos.
La cara, del Príncipe se serenó.
-Bien, bien, eso es precisamente, lo que quería de usted...
Gracias... Estoy seguro de que sabrá usted dar hábilmente,
este paso...
Me dio la mano y me la estrechó fuertemente. Vi que
estaba conmovido. «Es un buen hombre en el fondo -pensé,a pesar de que se disfrazaba de tigre ...» Llamaron a la puerta
y entró un mayordomo doblado en dos.
-Su Alteza la Princesa reinante previene a Su Alteza Serenísima que le espera en el terrado con las damas.
-Vamos -dijo el Príncipe,- seamos galantes con las damas. No olvidemos al bello sexo... ¿ Otro cigarro, señor Dubert? ¿No? Bueno, venga usted conmigo.
Me puso familiarmente la mano en el hombro y me llevó
así a la sala de fumar, actitud que excitó la envidia del mayor
y del ministro. Hasta me pareció que el intendente se ofendía
un poco, pues mientras bajábamos al jardín encontró medio
de decirme al oído:
-¡Diablo! está usted en favor... ¡Ah! usted ha elegido el
mejor medio, como buen francés que es... Sus abuelos de
usted conquistaron la Europa empezando por conquistar el
corazón de las mujeres.
El terrado en que nos esperaban las, señoras era un gran
espacio enarenado, sin más verdor que unos cajones de naranjos y situado en el extremo del castillo, al mismo nivel que
el parque. Dominaba a pico la lazada del Rotha y se entraba,
217
MARCEL PRÉVOST
a él por una cubierta de cristales que era a la vez jardín de
invierno y sala de billar. Cuando llegamos, había cerrado la
noche y unas cuantas, estrellas pestañeaban inmóviles entre
las gruesas nubes. Unos globos eléctricos colgados de los
naranjos, iluminaban los asientos rústicos en que las señoras
estaban sentadas; pero este resplandor se desvanecía a muy
pequeña distancia como absorbido por la sombra que le rodeaba. Nuestra llegada fue saludada por las bromas de costumbre sobre el gusto de aislarse entre ellos que tienen los
hombres y la imposibilidad en que están las mujeres de pasarse sin ellos. La Princesa me llevó pronto aparte.
-Venga usted conmigo -me dijo;- miremos el precipicio
en la noche obscura. Es espantoso.
Y añadió llevándome con ella:
-Ya sabe usted que aquí es la costumbre... Todo el mundo se dispersa. El Príncipe ha acaparado a esa mala pécora de
Frika y se han ido hacia el parque.
La menuda silueta de Frika, satélite de la gran figura del
Príncipe se borraba ya, en efecto, hacia las regiones envueltas
en penumbra que rodeaban al terrado... Alrededor de la mesa
rústica en que estaban servidas las bebidas frías y los vasos,
no quedaban más que la ministra, que estaba haciendo la digestión en dulce somnolencia, el mayor y el ministro, que
seguían una discusión animada, y, charlando con el intendente, Max y Gritte reconciliados.
Sin cuidado de ser observada, Elsa me llevó hacia el parapeto del terrado, en dirección enteramente opuesta a aquella, en que habían desaparecido el Príncipe y Frika. Estaba allí
218
LOS MOLOCH
tan obscuro, que nuestros ojos no se veían, pero yo distinguía como un vapor las blancuras del traje de la Princesa y
el chal que envolvían sus hombros.
Elsa puso la mano en la mía, y sentí la fiebre de sus dedos. En seguida habló:
-Esta noche me embriaga -dijo.- Hay tempestad en el aire y pronto va a descargar. ¡Oh! amigo mío, no podía ya pasearme sin usted. Durante la cena le veía y le tocaba al
menos... Pero desde que se marchó usted con el Príncipe no
podía vivir. Por eso le he enviado a usted a buscar.
Oprimí tiernamente aquella larga y ardiente mano y
murmuré:
-Gracias.
Para decir verdad, aquel aislamiento de dos casi ante la
vista de otros convidados me causaba cierto malestar. No
podía disimularme que mi intimidad con Elsa no era un
misterio para nadie, ni que, probablemente, se la creía más
culpable de lo que era... Veía esto, no sólo en las impertinentes alusiones del intendente, sino también en la obsequiosidad irónica de los servidores y en sus cuchicheos al verme; en
la deferencia de Graus y de los funcionarios y en el odio creciente del mayor, que él trataba de cubrir con un esfuerzo de
desdén. Hasta me parecía ver una malévola curiosidad en los
ojos de los habitantes. Todo esto me disponía a la nerviosidad y a la acritud. Además mis relaciones con Elsa no tenían
ya el encanto impreciso del comienzo. Empezadas sin proyecto, y sin que entrase en ellas nada de mi corazón, convencido de que eran una distracción fugitiva, una aventura de
219
MARCEL PRÉVOST
pasaje como la que todo viajero inicia y deja sin acabar, tenía
que reconocer que la intriga se convertía en contrato y llegaba
a ser el acto decisivo de mi vida. Y eché de ver, no sin contrariedad, que el cortejo inocente del día del Sedanstag en el pabellón de la Gombault hubiera hoy colmado todos mis
deseos, mientras que el exceso probable de mi buena fortuna
me alarmaba.
-¡Qué silencioso está usted, amigo mío -murmuró Elsa.Esta inmensidad abierta delante de nosotros le impresiona,
¿verdad?... ¿No encuentra usted que sería bueno soñar aquí
toda la noche, con las manos cogidas y sin decir nada?
-Sí -respondí...
Y pensé:
«Puesto que así piensa, espero que se abstendrá de hablar y que me dispensará de hacerlo.»
Pero las mujeres no tienen, por desgracia, ningún cuidado de ser consecuentes consigo mismas, y habiendo pagado
al silencio este tributo de elogio, no cesó ya de hablar.
-He sido feliz durante la cena. Estaba usted a mi lado
como yo quería, pues fuí yo quien dijo a Lipawski que le pusiera a usted a mi izquierda... El intendente es listo, y ha encontrado la justificación de esta singular etiqueta en una
antigua costumbre de Litzendorf, que se llamaba, el privilegio
del pasajero. Un pasajero, aunque fuese un simple labrador,
podía cenar una vez al año al lado del Príncipe. Y mientras
los mayordomos nos servían en esta magnífica vajilla que
data de Luis UIrico, miraba yo los tapices y los retratos, pensaba que esta morada histórica era mía, y que por ella y por
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LOS MOLOCH
mi estirpe, estaba yo asociada a la gloriosa historia de Rothberg y de Alemania… Y era feliz al pensar que pensaba
sacrificar a usted y al amor todas estas cosas por las que tantas mujeres darían su vida.
Nada es tan penoso, en un diálogo sentimental, como el
desacuerdo de tono entre los interlocutores. Ahora bien, esta
noche Elsa subía a un diapasón al que me costaba trabajo
levantarme. El asunto que la ponía fuera de sí y la transportaba al cielo, el sacrificio que, según ella, iba a hacer al amor,
tenía por infalible efecto el traerme a la tierra, inspirarme reflexiones tristes y ponerme molesto y hostil. Preciso fue que
ella lo echase de ver.
-Cualquiera diría - murmuró, -que no comprende usted
mi alegría o que me guarda rencor por confesársela...
-Perdóneme usted -respondí.- No puedo menos de medir yo también el sacrificio que usted proyecta, y vacilo antes
de aceptarle... Esa es la verdad.
-¡Ah! -exclamó Elsa rechazando mi mano...- Entonces
no me ama usted.
Pero en seguida me volvió a coger la mano y se la llevó a
los labios.
-Perdóneme usted a su vez; sus escrúpulos son los de un
corazón delicado... Pero debe usted prescindir de ellos por
mi amor. Voy a renunciar a todo por usted, familia, posición,
una parte de mi fortuna y el respeto del mundo; hay que recompensarme todo esto volviéndose mi fiel súbdito. Si lo es
usted verdaderamente, mirará como su más querido deber el
obedecer a su soberana y en hacer lo que ella quiera. Recuer221
MARCEL PRÉVOST
de usted la historia de María Elena, la madre del Príncipe
Ernst. Aquélla amó a un simple oficial a quien encontraba
todos los días en el parque... El oficial se fue a la guerra, pero,
un día, la Princesa no pudo pasarse sin verle, y le escribió que
volviese. El oficial no vaciló, desertó, y fue fusilado... Esto es
amor. Pero aquel amante no era un frívolo francés.
En este momento se elevó en la noche una voz pura y
bastante bonita, que cantaba el verso de Heine:
Nunca sabré de dónde esta tristeza
me ha podido venir:
Un cuento muy antiguo en mi cabeza
no deja de bullir.
Era Frika, cuya sensibilidad alemana, excitada sin duda
por la cálida noche tempestuosa y quizá por el steinberger,
cantaba al Príncipe Otto esa copla célebre, evocadora de las
viñas en que se cría la generosa uva de Steinberg. La Princesa
escuchó la copla, que acabó bruscamente con una carcajada.
-En otro tiempo -dijo,- se me oprimía el corazón cuando pasaban estas cosas a mi alrededor. Ahora, casi me causan
placer, porque me quitan todo escrúpulo. No puedo vivir sin
amor, y el del Príncipe, no es para mí. Por eso me marcho...
El silencio volvió a ser tan profundo, que se oían las
bolas del billar empujadas por los dignatarios... Me invadió
una profunda tristeza. Tuve la sensación de que me hundía
poco a poco en inextricables necesidades...
222
LOS MOLOCH
«Se acabó -pensé,- por mucho que me defienda, se hará
lo que ella quiere… ¿Pero por qué me causa tanta melancolía?»
Recordé las veces que habíamos estado en aquel mísmo
terrado, no hacía mucho tiempo, en noches iguales, y que mi
sensibilidad se había estremecido dulcemente al verme cerca
de esta misma mujer que estaba en este momento a mi lado
ofreciéndose a mí por un real sacrificio. Había yo entonces
tenido el deseo de sus largas manos, de su talle, de sus cabellos, de sus ojos y de sus labios... Ahora que iba a ser mía para siempre, me daba miedo el echar de ver que me hubieran
bastado esos pequeños, favores y que no deseaba de ella nada
más. Veía también que nunca me atrevería a decírselo y que
marchaba así con ella hacia un precipicio de error sentimental
más profundo que el negro abismo abierto a mis pies.
Elsa escogió el momento en que yo pensaba en estas cosas melancólicas para murmurar:
-Estrécheme usted contra su corazón.
Obedecí. ¿No era mi soberana? Además, creo que los
hombres tenemos una piedad sentimental de que no son capaces las mujeres cuando no están enamoradas. Al obedecer,
sentí que mi ternura por ella no estaba muerta, sino paralizada por la pesadilla de las resoluciones próximas. La Princesa
siguió diciendo con voz entrecortada:
-No ceso de contar los días que me separan de la libertad... Estamos a 12 de septiembre; dentro de seis días me ha
dicho usted que le dejará su encantadora hermana al día siguiente salgo para Carlsbad escoltada solamente por la Bohl223
MARCEL PRÉVOST
berg. Será el 19 de septiembre. El despido a la Bohlberg con
un pretexto cualquiera y media hora despues me voy a
Nicklau, donde tengo una casita mía que me legó la dama de
honor que me educó en Erlemburgo... Usted pide una licencia al Príncipe y el 23 estamos reunidos en mi casa, en una
morada mía, con personal adicto que obedece corno perros a
su ama y lame la mano que le pegue. Así, pues, dentro de dos
semanas seremos el uno del otro.
Su voz se había serenado, y hablaba ahora bajo y con
firmeza, corno si me estuviera dando órdenes. Yo murmuré:
-¿Y el Príncipe?
-Le dejaré una carta explicándole mi conducta. Como yo
llegará de incógnito a Carlsbad al departamento que ha alquilado usted para mí, bajo el nombre de Condesa de
Grippstein, el Príncipe tendrá tiempo de dar una explicación
plausible de mi ausencia. Por supuesto, yo se la facilitaré para
que nuestro divorcio tenga motivos presentables.
Me atreví a objetar todavía:
-¿Y Max?
Elsa, suspiró, pero no pareció muy conmovida.
-Dejará también una carta para Max, y con el corazón
que sé que tiene, espero que no me condenará. ¿Le hará sufrir tanto mi partida? Ya no me pertenece, pues está en manos del mayor y del Príncipe. Por otra parte, no soy la
primera mujer, ni aun la primera Princesa que se evade de la
vida conyugal... Cada vez estoy más convencida de que obro
según los designios de Dios; me guían y me estimulan una
lucidez y una energía que no me conocía.
224
LOS MOLOCH
El negro cielo se estremeció con un relámpago lejano.
Me admiró al ver qué fácilmente las mujeres hacen desempeñar a Dios el papel de inspirador y de cómplice en sus combinaciones sentimentales.
«No -pensé,- no creeré nunca que la Providencia divina
se meta en tales asuntos. Es más verosímil que haya un demonio especial dedicado a servir de ayudante a los proyectos
de las mujeres ganosas de aventuras... He aquí una rubia
bastante perezosa y medianamente organizadora fuera de su
casa, que desplega de repente una voluntad, una precisión,
una habilidad y también una autoridad avasalladoras.» Y
sentí la desanimación del vencido, la derrota del hombre ante
el deseo de la mujer, fuerte como la fatalidad. También ella
tenía conciencia de su fuerza, pues me dictaba el porvenir sin
consultarme siquiera.
-De este modo -concluyó,- será usted enteramente mío.
Nick1au está lejos de toda población, a más de treinta kilómetros de Olbitz, que no tiene más que diez mil almas, y seremos completamente el uno del otro por toda la vida.
Una voz infantil que sonó cerca de nosotros me impidió
expresar hasta qué punto me encantaba este cuadro. La voz
dijo bajito:
-Mamá, ¿estás ahí?
-No nos movamos -dijo la Princesa.
Y respondió en alta voz:
-Vén, Max... Estamos en el extremo del terrado... por
aquí...
El muchacho se lanzó hacia su madre y la besó.
225
MARCEL PRÉVOST
-No he cometido -dijo,- ni una falta de francés en toda
la noche hablando con la señorita Dubert. No ha podido
cogerme ni en una sola, y me debe un premio a discreción.
Max había apoyado el brazo en el de su madre y se acariciaba suavemente la mejilla contra el chal en que se envolvía
a mediar, aquel brazo desnudo.
-¿Dónde está Gritte? -pregunté por decir algo.
-El Conde de Lipawski le está dando una lección de billar.
Los tres salimos despacio a las regiones iluminadas del
terrado.
-Mamá -dijo Max, que seguía apoyado en el brazo de su
madre,- tengo una idea. La señorita Dubert debía quedarse
aquí y acabar su educación conmigo. Así no se separaría de
su hermano, y estoy seguro que aprendería tanto como en
Francia…
-Pídeselo a ella -dijo Elsa.
-¡Oh! por mí, creo que no querrá... Pero si el señor doctor consintiese... Y sabes, mamá, que el señor doctor hará lo
que tú quieras.
Al llegar al cobertizo de cristales encontramos a Frika
notablemente despeinada, que estaba tomando con una paja
una limonada helada... Sentada al lado de la mesa rústica, la
mujer del ministro dormía profundamente con las arrugas de
la barbilla anegadas en el movible pecho. El Príncipe, el mayor y el señor Drontheim estaban sentados hablando. En el
cobertizo se veía a Gritte apuntando en el billar, sobre un pie
y en la posición del genio de la, Bastilla. Tenía el taco por el
226
LOS MOLOCH
extremo, y estaba intentando una jugada difícil bajo la dirección del Conde Lipawski. Veíase entre sus labios la puntita
de su lengua de color de rosa.
-Hasta mañana- me dijo la Princesa rozándome la mano
con los dedos.
El Príncipe al verme, vino a mí.
-Cuento con usted para lo que hemos convenido, ¿verdad, señor doctor?
Yo me incliné. Tenía una gran gana de reir, porque estaba viendo al ministro de la policía aprovechar la distracción
general para despertar a su mujer a fuerza de pellizcos en la
amplia espalda desnuda. La buena señora se despertó sobresaltada y llena de espanto al verse sentada en presencia de los
soberanos en pie...
Como de costumbre, los Príncipes entraron en sus departamentos sin despedirse, y, en cuanto desaparecieron, el
intendente, mandó a los lacayos que, hicieran acercarse los
coches. Estreché la mano de los funcionarios y besé los dedos de la gruesa ministra y de la esbelta Frika. Un soplo de
viento barría el terrado y los relámpagos palpitaban de minuto en minuto detrás de la pantalla de las montañas dibujando entonces, por un instante, los pinos en un cielo
electrizado.
Max vino a saludar a Gritte, que se estaba envolviendo
en el abrigo, y mi hermana lo respondió con un adiós que me
pareció extremadamente frío... Había yo dicho a Herr Graus
que no enviase coche al castillo para Gritte y para mí mas que
en el caso de que el tiempo se, echase a perder enteramente. Y
227
MARCEL PRÉVOST
ocurrió que el previsor hostelero nos había enviado su mejor
carretela. Hizo bien, pues apenas habíamos pasado la poterna
del castillo empezaron a manchar los vidrios gruesas gotas de
lluvia. Ni Gritte ni yo hablábamos. Adivinábamos los dos
que teníamos vagos secretos el uno para el otro. Cuando el
coche llegaba a las primeras casas del Luftkurort, mi hermana
me dijo:
-¿Verdad, Luis, que no me abandonarás nunca?
Mojáronse sus ojos, y yo la estreché contra mi corazón.
-No, querida mía, te lo prometo.
-Es que no tengo a nadie más que a ti en el mundo
-añadió.
Y como había que bajar, pues el coche se había parado
delante de nuestra quinta, se echó el abrigo por los ojos para
que el cochero no la viese llorar.
228
LOS MOLOCH
II
En Iena el célebre profesor Zimmermann daba en las
salas de la Universidad un en público y oficial de química
biológica y otro de química de los explosivos. Daba, además,
los martes y sábados, a las cuatro de la tarde, una conferencia
en la sala Germania sobre la doctrina, de la evolución monista. Estas conferencias, libres y gratuitas, no tenían nada de
oficial; la autoridad las consideraba con poca benevolencia,
pero la celebridad de Zimmermann y la tradición liberal de la
antigua ciudad universitaria habían siempre impedido que se
les pusiera ningún inconveniente. Sin embargo, el público y
el tono de las conferencias monistas no se parecían en nada
al público ni al tono de los cursos universitarios. El gran anfiteatro bastaba apenas para éstos, frecuentados, no sólo por
los aprendices de sabio venidos de toda Europa, sino también por gran número de aficionados mundanos de ambos
sexos. Las conferencias de la Germania no reunían más que
unos treinta fieles, reclutados, sobre todo entre los estudiantes de filosofía. Pocos de ellos eran ricos y una sola cara
de mujer se destacaba en la monotonía del grupo, pálida cara
229
MARCEL PRÉVOST
huesuda a la que unos grandes ojos azul obscuro y unos
hermosos cabellos ceniza y oro preservaban de ser fea, pero
que, con todo, completaba miserablemente una personilla
flaca, febril y resfriada llamada Gerta Epfenhof y natural de
Lubeck.
Gerta no tenía más que un objeto en la vida, ser la Hipatía de la religión monista. Había dejado su patria después
de la lectura del libro de Zimmermann, Los cuatro Problemas de
la Naturaleza, para ir a Iena a recoger la buena de los labios
mismos del maestro. Alrededor de ella se habían agrupado
los más fervientes oyentes del sexo, feo, que eran Franz Kapith, de Francfort, Alberto Grippensthal, de Nuremberg, y
Miguel Urnitz, de cerca de Noenigsberg. Franz era un joven
regordete, de cara iluminada y lampiño como un cura. Sus
facciones infantiles estaban apenas dibujadas. Resumíase a
primera vista en dos piernas cortas, un vientre, dos gruesas
mejillas redondas y de un rojo de ladrillo, casi ninguna nariz
ni ojos, y unos cabellos que a fuerza de ser echados hacia
atrás como un adorno superfluo, tomaban el partido de desertar en masa de una frente inhospitalaria. Alberto, el amigo
y compañero inseparable de Kapith, era, por el contrario, un
sólido bávaro de alta estatura, barba de Gambrinus, fuerza
hercúlea no empleada más que en juegos llenos de inocencia,
tales como llevar a pulso, por una pata, una mesa en la que
iba sentado su amigo Franz. Sobresalía también en las
apuestas gastronómicas, tales como la de comerse él solo un
cordero. Franz y Alberto profesaban por Gerta una vehemente admiración, que era intelectual en Franz, que se jactaba
230
LOS MOLOCH
de ignorar los tormentos del amor, pero aguzada en Alberto
de ternura sentimental. La joven, buena camarada con los
dos, no ocultaba su preferencia por Miguel, que ella explicaba diciendo que le encontraba guapo. El germano eslavo
Urnitz era, en efecto, delicado de cara, con pupilas de un gris
muy pálido, cabello de color de paja, de trigo, barbilla de
óvalo fino, buenos dientes y bonitas manos. Aunque pobre,
cuidaba su atavío, que hacía contraste con el descuido de sus
dos amigos y aun de la misma Gerta. Estaba convenido entre,
Gerta y Miguel que se casarían al fin de sus estudios, pues,
ambos estudiaban filosofía y se, dedicaban a la enseñanza.
Franz y Alberto, por el contrario, seguían los cursos de química de doctor y formaban vagos proyectos industriales.
Los tres estudiantes, y la estudianta vivían en Iena en casa de la señora Rippert, viuda de un portero de la Universidad, que poseía por herencia una casita, vieja de torre
triangular en la calle antigua de los Choux. Cada cual tenía
allí su cuarto, los hombres en el primer piso y Gerta, en la
planta baja, al lado de la señora, Rippert. La viuda del portero
hacía la limpieza y guisaba para todos ellos. Gerta, por gusto
de mujer de su casa, la ayudaba un poco y empleaba en esto
las horas durante las cuales estaban los hombres en la cervecería, pues por muy adeptos que fuesen al neoevolucionismo,
no renunciaban a las costumbres del estudiante alemán. Pero
Gerta pasaba sobre todo las horas de ocio en adornar la capilla monista que había instalado en el sobrado de la casa.
Allí se realizaban, muy imperfectamente, los sueños grandiosos de Moloch. Unas sábanas tendidas horizontalmente en el
231
MARCEL PRÉVOST
techo formaban la bóveda estrellada de mariposas raras y de
curiosos coleópteros prendidos en la blanca superficie. En el
fondo, en una mesa de tapete rojo que figuraba el altar, un
aparato viejo rechazado por la Universidad y compuesto lo
mejor posible, representaba el sistema astronómico del mundo. En vasares había unos frascos que contenían sifonóforos
y estrellas de mar. En las paredes estaban colgados los retratos de los apóstoles de la evolución, Darwin, Claudio Bernard, Lister, y, en fin, Zimmermann.
Todos los domingos, una copiosa comida, guisada por
la Rippert con la ayuda de la mujer de Zimmerma:nn y de
Gerta, reunía en primer lugar a los cuatro fieles, alrededor del
doctor y de su mujer. Algunas veces se invitaba a algún
oyente celoso de las conferencias de la Germania, raro favor
muy apreciado y deseado... Después de esta abundante comunión, subían a la capilla, donde cada uno de ellos encontraba su pipa de porcelana y donde la Rippert cuidaba de que
no faltase la cerveza. Las sesiones más gloriosas eran aquellas
en que el doctor repetía, comentándolos, los experimentos
fundamentales de la doctrina o llevaba las prímicias de algún
experimento nuevo. De ordinario, la tarde se pasaba en conversación al modo de los socráticos. Con el humo de las pipas y el vapor de la rubia cerveza exaltábanse las almas. Moloch, con el cabello blanco enmarañado, hablaba hasta perder
el aliento; Alberto aplaudía dando gritor de gozo y resueltamente aprobador; Franz, que tenía gustos de literato y hacía
bastante bien los versos yámbicos, anotaba en sus tablillas las
réplicas memorables. Gerta y Miguel hacían perpetuas obje232
LOS MOLOCH
ciones, de las que triunfaba fácilmente el verbo discutidor del
maestro. En esta justa, la mujer de Zimmermann no vacilaba
en tomar con frecuencia el partido de la tradición, y era a ella
a la que al doctor le costaba más trabajo reducir...A todo esto,
la Rippert, enloquecida por el ruido y las disputas que hacían
temblar la antigua casa de arcilla y madera, se refugiaba en la
cocina y se tapaba los oídos para leer el evangelio del día.
Nunca he puesto los pies en Iena. Jamás he asistido a los
cursos públicos ni a las conferencias privadas del doctor
Zimmermann. No he pasado el umbral de la casa de la calle
de los Choux. No he tomado parte alguna en los oficios de la
capilla monista ni en los diálogos sobre la eternidad de la
materia entre el humo de las pipas de porcelana y el vapor
sabroso de la cerveza… Pero he conocido al repleto Franz
Kapith, al gigante Alberto y al guapo de Miguel de ojos de
miosotis. Los míos han visto también a Gerta, la Hipatía
monista. A todas he hablado y me han hablado con abundancia.
Hasta he asistido a varios de sus diálogos, y no de los
menores, a creer a Franz Kapith, el Platón de la comparosa.
Esos diálogos se verificaron en la cárcel de Rofhberg, situada
en el sótano de una antigua torre que está al lado de la puerta
del castillo. Y aquí debo establecer la verdad contra una afirmación del Vorwoerts, a quien el celo llevó esta vez demasiado lejos: esa cárcel no es en modo alguno un calabozo
infecto, lleno de bumedad verdosa y asilo de serpientes y de
ratas. Es, por el contrario, una pieza espaciosa, medio practicada en la roca y que no es un sótano más que en la entrada.
233
MARCEL PRÉVOST
Debió de servir en otro tiempo de cuartel a la guardia del
castillo. Está, por otra parte, bien iluminada por una ventana
de medio punto debidamente enrejada y que da al prepipicio.
Desde que el doctor no estaba ya incomunicado, se reunían
allí todas las tardes su mujer y sus fieles discípulos venidos
en delegación de Iena. Yo también iba con bastante frecuencia. Mis primeras visitas tuvieron por principal objeto decidir
al doctor a defenderse y a elegir un abogado. Pero cuando me
convencí de la inutilidad de mis esfuerzos, me complací en
pasar un rato casi todos los días en aquella prisión elocuente.
Además del placer de oír las palabras de un sabio y de sus
adeptos, experimentaba allí un alivio a mis propias preocupaciones, agravadas a medida que se aproximaba la fecha fijada
por la Princesa. Y mis preocupaciones iban siendo tan urgentes, que echaba a veces de menos al dejarlas a aquellas
paredes que aislaban al buen Moloch del resto de los humanos o la garantizaban al menos la libertad de su pensamiento
y de su corazón.
Allí, en la sociedad del alegre Franz, del sólido Alberto y
de la ardiente y frágil Gerta, aprendí a conocer otra Alemania
que la de los cursos y los campos, la Alemania del pensamiento independiente, patriota de seguro, pero enemiga de
las brutalidades groseras, de los pangermanistas, un poco
quimérica, mística por herencia, y que ahora que ha olvidado
la manía religiosa de los antepasados, lleva a la ciencia positiva su apetito de fe generalizadora, su afición al análisis y al
sistema, al mismo tiempo que su necesidad de evocación
poética... Allí conocí mejor el alma adicta y sentimental de la
234
LOS MOLOCH
Moloch, y le tomó a él tal cariño, que poco a poco llegué a
considerarle yo también como mi maestro. Hoy que todo
aquello está hundido en el pasado y que todos los días ponen
un velo de olvido entre el presente y mi estancia en Turingia,
evoco ciertamente, con benevolencia, mis disputas políticas
con el Príncipe Otto, mis lecciones a Max, dócil y poco inteligente, y ciertos paseos con una romántica dama rubia, cuyos
largos dedos tocaban a veces el Preludio de Parsifal, pero el
recuerdo más conmovedor de mi estancia lo que hace que a
pesar de las jactancias imperiales y de los folletos pangermanistas quede todavía un poco de mi corazón unido a lo que
Moloch llamaba su querida, Alemania, son seguramente las
tardes pasadas en el calabozo del doctor preso y sobre todo
aquella del 18 de septiembre en que empezó a suponerse la
sentencia del Juez de instrucción enviando a Moloch ante el
tribunal de Litzendorf. Mi corazón estaba entonces ansioso y
sombrío. Al día siguiente se marchaban, la Princesa a Carlsbad y Gritte a París. Dos días después debía yo reunirme con
la Princesa. A pesar de mis propias preocupaciones, me chocó tanto lo que aquel día se dijo, que habiendo observado
que Franz tomaba notas sentado en un escabel junto a la reja,
le pedí que me comunicase esas notas taquigráficas cuando
las hubiese puesto en claro. Al día siguiente recibí una copia
que conservo. No está escrita por el coloradote hijo de
Francfort; fue Gerta quien se tomó el trabajo de copiarla para
mí y de traducirla al francés. Y este al francés, aunque un poco escolar, no deja de tener cierto sabor. Por otra, parte pinta
235
MARCEL PRÉVOST
más fielmente aquella conversación germánica que yo podría
hacerlo con mis costumbres de latino.
MANUSCRITO DE GERTA.
Aquel día fuirnos a la cárcel más temprano que de costumbre porque había corrido el rumor de que el juez de instrucción había dado sentencia. Y, en efecto, cuando llegamos
a la puerta de la prisión, el carcelero nos dijo que esperásemos unos instantes, pues el capitán director estaba en aquel
momento con el preso para notificarle su envío ante la Audiencia.
Unos momentos después nos abrieron y encontramos al
doctor sentado en su camastro de preso y a su mujer a su
lado, enjugándose los ojos sin hablar. El doctor nos saludó.
-Siéntense ustedes -nos dijo.- ¿Conocen ustedes la noticia? Voy a comparecer ante la Audiencia para responder de
un atentado que no he cometido. Ahora bien, como no hay
ninguna razón para que doce turingios jurados tengan más
perspicacia que un solo turingio juez, pues doce por cero es
cero, lo probable es que me condenen.
La mujer del doctor dejó oir un sollozo ahogado.
-Mujer -díjole su esposo sonriendo,- recuerda que Sócrates hizo que los esclavos de Criton llevasen a su casa a
Xantippa por haber turbado con sus gritos la serenidad filosófica de su última conversación.
236
LOS MOLOCH
La señora del doctor dejó de gemir. El profesor de francés del Príncipe Max, que estaba entre nosotros, dijo entonces:
-Tengo, a pesar de todo, más confianza en la inteligencia
de doce burgueses libres que en la de un funcionario siempre
suspicaz y tímido.
-Usted habla como un francés -replicó el preso.- Y aún,
su doctrina no corresponde en Francia más que a un ideal y
no a una realidad de hecho. En Francia como en Alemania,
lo que se ha convenido en llamar justicia no es más que el
aparato social de la fuerza. Convengo, sin embargo, en que
ese aparato es particularmente, peligroso en un pequeño Estado como éste, donde la intervención de la opinión pública
es insignificante y donde, además, la servil imitación de la
Prusia recomienda y hace prevalecer un ideal del feudalismo.
-El sentimiento de la justicia -objetó Alberto,- vive, sin
embargo y vivirá siempre en el corazón germánico.
-Es usted moral y patriota, Alberto -le respondió el
doctor,- bellas cualidades cuando florecen naturalmente en
un alma como las flores en la planta. Pero hace falta su piadosa ceguera para no ver que este país está mintiendo a su
tradición y faltando a su misión, justamente porque ha abdicado ese culto de la justicia por el de la fuerza. Desde que
el hombre nefasto a quien el otro día se ha digido aquí una
estatua se atrevió a decir:
«La fuerza puede más que el derecho,» el alma de Alemania fuá violentada. Después, uno de los cancilleres, que ni
siquiera es Bismarck, ha comentado el pensamiento de su
237
MARCEL PRÉVOST
maestro diciendoá su vez: «Cuanto más fuerte se es, más derechos se tienen.» De donde deduzco que cuando no setiene
fuerza no se tiene ningún derecho, lo que es mi caso actual.
Por consecuencia, debo ser y será condenado. Y esta niña
-añadió pasando la mano por el cabello de Gerta, que estaba
sentada a sus pies,- tendrá en adelante que encargarse sola
delos cuidados del culto en la capilla de la calle de los Choux.
-Numerosos espíritus -objetó Franz,- defienden todavía
en Alemania el partido del derecho y del pensamiento contra
el reinado de la Fuerza.
-No tan numerosos -exclamó el doctor levantándose de
la cama en que estaba sentado y yendo hacia Franz con una
agilidad que evocó ante nuestros ojos el aspecto habitual de
nuestro querido maestro.- Lo que me alarma, por el contrario, es que el culto de la fuerza se impone más y más en Alemania a la inteligencia misma. Se os hace callar por el
argumento de la fuerza, y os calláis. La fuerza gubernamental
reina por la inquisición y la brutalidad burocrática en la intimidad misma de los matrimonios. ¿Hay un país en que el
funcionario sea más intolerante y más intolerable que en Prusia y en las provincias germánicas de espíritu prusiano? Todos los discursos del soberano son himnos a la fuerza. No se
puede inaugurar un hospital ni una escuela sin invocar la espada amemana. ¿Para qué? Alemania ha hecho en el siglo
último una cosa magnífica: su unidad. Podría celebrarla con
monumentos; sería su derecho. Y ha preferido celebrar la
derrota de un enemigo accidental, a quien ha vencido porque
tenía más soldados y mejores armas, contingencias que pue238
LOS MOLOCH
den un día u otro volverse contra ella en sentido inverso.
Pero la idea de unidad halaga menos a los devotos de la fuerza que la idea de victoria. Cada niño alemán se acostumbra
así a pensar, según las palabras de nuestro amado canciller,
que «el que tiene más fuerza tiene más derechos.» Y se cuida
ante todo de ser fuerte o, al menos, de poder usar la fuerza a
modo de derecho.
-Eitel -dijo la mujer del doctor, que había enjugado sus
lágrimas y seguía la coversación con maravillosa serenidad,Eitel, creo que eres injusto con nuestra querida Alemania. El
culto abusivo de la fuerza, a expensas del derecho podrá seducir a nuestros gobernantes, pero la opinión sigue enamorada de la justicia. No puedes negar el gran movimiento de
simpatía que se ha creado respecto de la injusticia de que eres
víctima.
El preso movió la cabeza. Por la reja penetraba un rayo
de sol que se reflejaba en sus cabellos blancos y le formaba
una aureola en torno de la frente. Se sentó en un escabel cerca de Franz, y respondió:
-Querida esposa, las manifestaciones de que hablas, excepto la presencia aquí de mis discípulos (y son cuatro por
junto), no prueban nada contra los hechos que deploro. Algunos periódioos y algunos intelectuales protestan porque
hoy el peligro de la fuerza les parece dirigido contra ellos.
Pero ellos también, creeme, están intoxidados por el incienso
que sube de todas partes en Alemania hacía el dios Fuerza. El
día en que los socialistas y los intelectuales alemanes fuesen
los amos, apuesto a que no cambiarían las costumbres polí239
MARCEL PRÉVOST
ticas y sociales de Alemania. Seguiría triunfando la doctrina
de que el más fuerte tiene más derechos. Hace treinta años
los cerebros alemanes están hechos para no comprender más
que esto. Y encuentro este aforismo del canciller Bulow tan
bello, tan significativo y tan exactamente expresivo de la
Alemania moderna, que le he grabado con el cortaplumas en
la piedra feudal de este calabozo. Cuando el sol llegue al muro occidental, actualmente obscuro, le veréis aparecer.
Cuando nuestro maestro acababa esta frase, designando
con el dedo al muro todavía cubierto de sombra, rechinaron
las cerraduras de la puerta, abrióse ésta y apareció el carcelero
trayendo en una bandeja siete jarros de cerveza. La espuma
rabosaba con las oscilaciones de su marcha sobre las cubiertas de estaño. Puso la bandeja en la mesa del calabozo y se
adelantó hacia el doctor con la gorra en la mano, descubriendo así la frente calva de un veterano de la gran guerra.
-¿El señor doctor y sus visitas -dijo respetuosamente, no necesitan nada más?
-No, amigo mío, gracias -respondió el maestro.
Y añadió cuando se marchó el carcelero:
-¿Habéis observado qué honrado es este hombre? Nunca me ha dicho una palabra brutal y me sirve como si fuese
mi criado. Sin embargo, como yo, ha defendido la patria con
riesgo de su vida, sin necesitar para ello ser educado en el
desprecio del derecho y en el culto de la fuerza... Cuando
salga de esta cárcel, pienso dar una moneda de oro de veinte
marcos a este guerrero que sigue siendo compasivo.
240
LOS MOLOCH
El doctor, dicho esto, se acercó a la mesa, y dijo tomando un jarro:
-¡Prosit!
Bebió, y nosotros después de él. En seguida volvimos a
nuestros sitios y reanudamos la conversación.
Miguel no había dicho nada todavía. Estaba medio
echado con un descuido lleno de gracia en un banco de madera, precisamente, apoyado en el muro en que Zimmermann
había grabado el aforismo del Príncipe de Bulow.
-Maestro -objetó,- todos los pueblos han adorado siempre al dios Fuerza. La fuerza romana sometió al Universo. La
uerza, bárbara destruyó el Imperio romano. La fuerza ha
desmembrado la Polonia. La fuerza francesa revolvió la,
Eurpa hasta la hora en que la fuerza europea atropelló a
Francia... ¿No es ésta una especie de ley étnica inevitable, y,
siendo así, no se tiene alguna razón al recomendarla como
válida? El estudio de la Naturaleza, que he emprendido bajo
los auspicios de usted, confirma, por otra parte, el espíritu del
observador en esta doctrina y muestra que si hay un Dios, ese
Dios se llama Fuerza.
La inteligente cara de nuestro maestro se arrugó en una
contracción de risa, y una inocente carcajada de niño resonó
bajo las bóvedas de piedra. En seguida amenazó con el dedo
a Miguel, que conservaba una imperturbable seriedad.
-¡Astuto esclavo! -exclamó.- ¡Qué bien conoce usted los
procedimientos dela dialéctica, platónica! ¡Cómo sabe dar a
una discusión la dirección propicia y hacer brotar las palabras
que deben ser dichas!... Miguel -añadió volviéndose hacia
241
MARCEL PRÉVOST
nosotros,- acaba de proporcionarnos el mejor argumento
histórico para demostrar la debilidad da la fuerza; y es que
toda fuerza provoca la reacción de una fuerza adversa. La
amenaza de esta fuerza adversa alarma ya a la Alemania.
Nuestros gobernantes han proclamado demasiado pronto
nuestra potencia; las asociaciones del ejército y de la marina
se han apresurado a beber por la Alemania, dueña del mundo, nuestros dialécticos pangermanistas han advertido demasiado a los pueblos del papel de esclavos que los designan.
Todos han inspirado al mundo, por la fuerza alemana, el género de respeto que se reserva a las plagas.
Franz, que seguía tomando notas, murmuró:
-Acaso es la amenaza de los otros pueblos lo que obliga
a la Alemania a desarrollar su fuerza y a contar con ella.
No bien había pronunciado estas palabras, cuando
nuestro maestro, presa de la mayor agitacíón, se precipitó hacia él.
-Franz -exclamó,- si piensas eso sinceramente, no eres
más que un minus habens y un tonto.
Franz le hizo seña de que no hablase tan de prisa, y taquigrafió como pudo: «un minus habens y un tonto.»
El doctor prosiguió:
-El reinado de la Fuerza fue inaugurado hacia 1848 por
la Prusia a instigación de Bismarck; las guerras de 1864, de
1866 y de 1870 fueron inventadas por la Prusia que las deseaba. Es la evidencia misma, y un pithecántropo de Java lo
comprendería.
242
LOS MOLOCH
-Sin embargo -insistió bajito la mujer del doctor,- Francia ha querido mucho tiempo la «Revanche».
-Señora -objetó el profesor francés,- no olvide usted que
la idea de desquite no nació en Francia por el hecho de haber
sido vencida, sino por el acto de despojo realizado con la
Alsacia-Lorena, acto contra el cual protestó Bebel y su marido de usted.
-¡Y cuánta razón tuve de protestar! -añadió el doctor- La
anexión sin provecho alguno para Alemania, ha materializado y perpetuado ante los ojos de Europa el hecho de la conquista. Metz, ciudad donde nadie entendía el alemán, fue
ocupada por los germanos contra el deseo de los habitantes.
Esto río puede justificarse por ningún argumento más, que,
por el de la fuerza. De este modo se inauguró con solemnidad un orden político fundado en la fuerza, y este orden no
puede durar más que a condición de conservar consigo al
dios Fuerza. De donde se deduce que la doctrina de Bismarck y de sus sucesores...
En este momento el sol iluminó la pared hasta entonces
sombría y se vio, grabado en caracteres góticos, el pensamiento de Bulow:
El que tiene más fuerza tiene más derecho.
Miguel, a quien molestaba ese rayo de sol, fue a sentarse
en el grosero cofre en que se amontonaba en invierno la leña
para la calefacción de los presos.
-Maertro -dijo,- me hace pensar mucho su argumento de
usted sobre la debilidad real de la fuerza, pero me parece que
no ha respondido usted a mi principal objeción, según la cu243
MARCEL PRÉVOST
al toda la Naturaleza nos enseña el procedimiento de la fuerza y nada progresa sin ella.
Con un ademán verdaderarnente profético, el glorioso
preso le significó que iba a responder. Todos nos quedamos
callados, pues, a pesar de todo, la objeción de Miguel nos
preocupaba.
-Escúcheme usted -dijo Zimmermann,- y que ese pensamiento se borre de su cabeza de una vez para siempre.
Se aproxinió a la mesa, y, olvidando que se había ya bebido su jarro, cogió el de Alberto que estaba medio lleno.
-El primer lugar -prosiguió- niego que las fuerzas destructivas predominen en la Naturaleza.
Observo más bien el predominio de las fuerzas constitutivas y conservadoras. ¿Olvidáis que la suma de fuerzas
atractivas que constituyen este simple jarro de barro (y blandía el jarro de Alberto) bastaría, si de repente dejase de mantener coherentes las moléculas que le componen, para hacer
saltar esta cárcel y la roca en que está practicada? La supuesta
doctrina de la lucha por la vida no es más que una superficial
interpretación de los fenómenos, una interpretación de ignorantes. Las luchas destructoras que observamos en la superficie del globo, no son más que un ligero remo1ino al lado de las fuerzas formidables empleadas para constituir y
perfeccionar los seres. ¡Oh Naturaleza! la lección que nos das
es una lección de integración y no de destrucción... Aunque
tus fuerzas ciegas, que no son conscientes por sí mismas, se
choquen a veces y parezcan querer destruirse, son éstos unos
accidentes pasajeros, como el encuentro en el éter de dos as244
LOS MOLOCH
tros repentinamente deshechos en inútil polvo... Pero que la
única fuerza consciente, la voluntad humana, pueda abusar
de sí misma, contrariar su papel evidente y destruir por destruir, ¿no es un prodigioso contrasentido y una increíble aberración?... Por fortuna, el hombre, a pesar suyo, está obligado
a colaborar al esfuerzo universal de la Naturaleza. A pesar
suyo, la Idea de dirige hacia el fin común de integración, de
conservación y de perfección. Hace miles de años que los
hombres, en la superficie del globo, no tratan en apariencia
más que de dominarse o de destruirse. Y, sin embargo, de
siglo en ciglo, y después de año en año, la Fuerza brutal ha
retrocedido ante la Idea. La Edad Media, ciega y sanguinaria,
nos causa horror; y vendrán tiempos en quenuestra época
nos parecerá tan bárbara como otra, Edad Media... Torpes,
ensayos de reacción, como el que hace la Alemania desde
Bismarck, no detendrán la evolución del mundo. Pero dejan
una mancha en la historia, y me entristece que esta mancha
ensucie el suelo de mi patria...
El sol en su ocaso entraba ya generosamente por la reja e
iluminaba las viejas piedras de los muros, en otro tiempo
abrigo de la fuerza feudal y hoy todavía obstáculos a la libertad del pensamiento. Nuestro maestro las recorrió con la
mirada, y adivinamos que su pensamiento desafiaba su comprensión. El doctor levantó de nuevo el jarro de Alberto, al
que éste no podía menos de seguir con los ojos con alguno
alarma, pues el entusiasmo lo daba sed, y perdía la esperanza
de que el resto de la cerveza sirviera para apagársela.
245
MARCEL PRÉVOST
-Hijos míos -continuó el doctor,- yo también quiero
entonar mi himno a la Fuerza, pero no como esos locos orgullosos que por la palabra fuerza entienden opresión o destrucción. Yo quiero celebrar la fuerza de conservación y de
cohesión, que hace que el mundo sea mundo y que yo sea yo.
La fuerza que yo celebro y en honor de la cual levanto mi
jarro de cerveza, no se distingue de la Idea o es, más bien, su
más perfecta expresión.
¡Idea, tú eres la verdadera fuerza pues nada vale contra
ti! ¡Oh suprema fuerza de cohesión! Toda la Grecia antigua
ha desaparecído bajo los escombros de la historia, y, sin embargo, vive y palpita todavía, siempre joven alrededor de
Homero, de Xenefonte, de Platón y de Sófocles. En vano las
legiones y las hordas han pisoteado su territorio y encadenado a sus hijos; en vano el tiempo ha hecho derrumbarse sus
frontones y roído sus pórticos; la Grecia del pasado sigue
siendo una cosa real y presente, infinitamente más real y más
presente que la Grecia de hoy, en la que la Idea no reviste
aún más que una apariencia informe... Del mismo modo, la
Alemania de Bulow y aun la de Bismarck, no tienen más que
una realidad pasajera ni son más que la expresión de una
geografía momentánea, como el Imperio de Alejandro o de
Carlos V o como la Francia de 1810. ¿Qué es Sedán? Nada.
Sedán, menor que Iena, ha borrado a lIna. Y sin duda existe
en alguna parte de la superficie del globo una aldea, cuyo
nombre borrará algún día al de Sedán. Toda obra de fuerza
brutal es en el fondo una manifestación de debilidad, puesto
que está destinada a ser aniquilada por otra fuerza... Pero
246
LOS MOLOCH
existe una Alemania eterna, que desafía toda brutalidad hostil
de los hombres y hasta a la acción del tiempo; la Alemania
pensadora, es decir, el saber particular del pensamiento humano, la vibración particular de la sensibilidad humana en la
raza alemana, que le hacen comprender lo que otros pueblos
no han comprendido tan bien ni sentido tan intensamente.
Ponsamiento alemán, tú eres la verdadera fuerza alemana. Tú
te llamas Goete, Heine, Schiller, Kant, Hegel, Schopenhauer,
Nietszebel y también Bach, Beethoven y Wagner... Toda organización política y social puede ser destruida en el suelo
germánico, pero nada impedirá al pensamiento y a la sensibilidad alemanas el permanecer vivas y presentes en esos grandes alemanes. ¡Oh fuerza alemana, Fuerza-Idea, más fuerte
que todo, yo te venero y bebo a tu salud!...
Se llevó a los labios el jarro de Alberto, y se lo bebió de
un trago... Cuando volvió a ponerle en la mesa, todos, hasta
el mismo Alberto resignado, fuimos a estrecharle la mano.
Habíase apoderado de nosotros una violenta emoción, tan
iluminado estaba su semblante y tan alto acento había tomado su voz al pronunciar las últimas palabras... El sabio
murmuró, cayéndosele las lágrimas.
-Gracias, amigos míos, gracias...
Todavía no nos habíamos serenado y estábamos vaciando a nuestra vez los jarros de cerveza, para remojar la garganta seca por la emoción, cuando se abrió la puerta, y se
presentó el llavero.
247
MARCEL PRÉVOST
-Señor doctor -dijo respetuosamente,- es preciso que los
señores estudiantes se retiren... La señora de Zimmermann y
el doctor francés pueden quedarse.
Nos miramos con asombro. El inválido parecía consternado.
-Acaba de llegar -dijo,- una persona de la Corte que me
prohibe nombrarla, y que quiere hablar con el doctor
Zimmermann sin más testigos que su señora y el profesor
francés.
El doctor se echó a reir.
-No tratemos, hijos míos -dijo,- de comprender los caprichos de la Fuerza. Retírense ustedes y vuelvan mañana si
se les permite todavía. Es posible que no tengamos ya tiempo
para muchas conversaciones.
Nos abrazó a todos, y salimos juntos del calabozo. El
llavero cerró la puerta y nos acompañó hasta la salida de los
edificios. Nos fue imposible ver al personaje de la Corte que
nos hacía echar de la cárcel.
**
Aquí termina el manuscrito de Gerta.
Le leo con frecuencia porque evoca en mí un día memorable, en el que se decidieron cosas de mi destino casi con
independencia de mí mismo, o, por mejor decir, sucesos que
parecían indiferentes a mi porvenir modificaron mi corazón y
mis designios.
248
LOS MOLOCH
Cuando se cerró la puerta después de salir los discípulos,
nos quedamos unos instantes solos en el calabozo los des
esposos y yo. La Moloch exclamó con los ojos inflamados de
amor:
-Eitel, no es posible que un hombre como tú, a quien
toda la Alemania pensadora quiere y admira, sea juzgado como un malhechor vulgar, como un imbécil terrorista de los
que creen reformar el mundo haciendo estallar dinamita... Y
es seguro que ese personaje de la Corte viene a anunciarte
que te van a poner en libertad, por haberse reconocido tu
inocencia.
Moloch movió la cabeza y se pasó los dedos de marfil
por sus cabellos blancos.
-Mujer -dijo,- no te hagas ilusiones. Te repito que vivimos bajo el principado de la fuerza. ¿Para qué tratar de prever lógicamente los actos de la fuerza, que no tienen lógica?
En este instante se abrió la puerta del calabozo.
249
MARCEL PRÉVOST
III
Al abrirse la puerta del calabozo nos quedamos sorprendidos viendo destacarse en aquel cuadro luminoso la
silueta del Príncipe Max, en uniforme de diario de caballería,
azul con cabos blancos, y botas de gamuza. Detúvose en el
umbral, con la gorra y el látigo en la niano derecha, mientras
se arreglaba nerviosamente con la izquierda los cabellos rubios en la frente llena de sudor, pues era visible que había
corrido.
-Váyase usted, Buders -dijo al llavero.
Entró, y se cerró la puerta. Entonces miró alternativamente al doctor, a su mujer y a mí. Sus labios, sus
mejillas y sus párpados fueron agitados por esas contracciones conmovedoras y cómicas, llamadas «pucheros», que
anuncian el llanto en la cara de los niños. Y, en efecto, antes
de conseguir decir una palabra, prorrumpió en un gran sollozo... En seguida se volvió y tiró en la mesa al lado de los jarros vacíos la gorra y el látigo. El corazón de la Moloch se
conmovió en el acto; la buena señora llevaba en sí el alma,
maternal hasta la pasión, de las mujeres tiernas que han de250
LOS MOLOCH
seado en vano ser madres. Corrió a Max y lo cogió las dos
manos.
-Monseñor, ¿qué tiene Vuestra Alteza? ¿Está Monseñor
enfermo?
Max, sin responder, miró al doctor con cara descompuesta. Vaciló aún un instante y, de repente, antes dé que
Moloch pudiera impedirlo, cayó de rodillas delante de él.
-¡Perdón! ¡Perdón! -gemía, mientras Moloch y su mujer
trataban en vano de levantarle…-¡Perdón, señor doctor!- repetía con la rubia cabeza pegada a las piernecillas torcidas del
viejo.
-¿ Pero perdón de qué? -dijo Moloch con alguna impaciencia.
Yo acababa de comprenderlo todo y me estaba echando
en cara mi torpeza: « ¿Cómo no he adivinado antes?»
-Vamos a ver, Max -dije al Príncipe tocándole en el
hombro.- Levántese usted... Creo saber lo que tiene, usted
que confesar al doctor. Confiéselo frente a frente, como un
hombre, y no como un niño.
No se apelaba nunca inútilmente al amor propio del
Príncipe. Púsose en pie, se enjugó los ojos con vivo ademán
y aseguró la mirada.
-Señor doctor -dijo,- soy muy culpable para con usted.
Le he dejado acusar y prender, y soy yo quien hizo poner el
petardo en el coche del Conde de Marbach... No me arrepiento -añadió, echándonos una mirada cuyo fuego interior
pareeió volatilizar de repente su llanto. Siento tan sólo que
mi petardo no haya hecho saltar por los aires al Conde o que
251
MARCEL PRÉVOST
no se haya roto la crisma en la cuesta de Litzendorf... Porque
le detesto y le deseo todo el mal posible.
-¡Oh! Monseñor…-dijo, la Moloch en tono de reproche.
Pero Moloch y yo preferíamos así al Príncipe que postrado como un niño. Con los ojos secos y con una voz que
solamente denunciaba su emoción, Max continuó:
-Odio al mayor porque es malo, me quiere mal y me
maltrata. Ha traído a Rothberg las cústumbres de los cuarteles prusianos, donde se quiebran las piernas a los hombres, o
se les arrancan las orejas o se les deja helarse de frío en las
prisiones con el pretexto de la disciplina... A mí, Príncipe heredero de Rothberg, no se atreve a quebrarme las piernas, ni a
arrancarme las orejas ni a meterme en prisión, pero desde los
primeros días en que se encargó de mi instrucción militar
(tenía yo nueve años) me ha pegado... Sí, señor doctor, sí,
señor Dubert, me ha dado golpes tratando de hacerme daño,
como lo hacía sin duda cuando mandaba a los prusianos...
Nunca he dicho nada a nadie, parte por vergüenza, parte por
miedo… Por miedo, sí, señor Zimmermann, porque ese
hombre me ha vuelto cobarde, y por eso es por lo que le
guardo rencor sobre todo... Me ha hecho tener miedo de ser
castigado, me ha acostumbrado a mentir para no serlo, y si
no he dicho en seguida que he puesto el petardo ha sido
porque ese malvado me ha acostumbrado a tener miedo y a
mentir. ..
La escuchábamos conmovidos y entristecidos. La cara de
Max se había puesto sombría y colérica; el indeciso encanto
252
LOS MOLOCH
de la infancia se había evaporado de ella. El Príncipe siguió
diciendo dirigiéndose a mí:
-No he creído un instante que la prisión pudiera ser
mantenida, y la señorita Dubert puede confirmarlo, pues a
ella he acabado por confesarle la verdad. ¡Era tan absurda la
tal detención!... El doctor Zimmermann poniendo un petardo en el coche del mayor... Todos los días pensaba yo: «Le
van a poner en libertad y todo se acabará…» Esto era cobarde, lo sé, me hacía muy desgraciado, pero no me decidía a
hablar y los días iban pasando y haciendo cada vez más difícil la cosa, pues se había convertido en un asunto político, en
un asunto de Imperio... Berlín cambiaba telegramas con Rothberg, los demócratas de Litzendorf se indignaban y todos
los periódicos comentaban el atentado de Rothberg para
alarmarse o para burlarse de él. Yo estaba espantado de lo
que había hecho. Señor doctor, suplico a usted que me perdone. No soy digno de llamarme Rothberg, ni de ocupar el
puesto del Emperador Hunther... pues (añadió bajando la
voz y con los ojos de nuevo llenos de lágrimas) no sé si hubiera confesado sin Gritte. Me había hecho prometerle que
confesaría en el caso de que la causa se elevase a plenario...
Por eso he venido... Y, ahora, suceda lo que quiera.
Hizo un esfuerzo para contener las lágrimas, y lo logró.
Y me quedé admirado al ver que, en la confesión más embarazosa, había sabido no envilecerse y hasta conservar una
linda expresión de nobleza.
253
MARCEL PRÉVOST
-Es un bravo Príncipe -exclamó la mujer de Moloch, que
no trataba de disimular su llanto de emoción.-¿Verdad, Eitel,
que no le guardas rencor?
Moloch dijo que no con la cabeza, pero no respondió.
Estaba reflexionando con la frente llena de arrugas como si
tratase de comprender una cosa inexplicable. Max se volvió
hacia mí, y me dijo en francés:
-¿Qué va usted a pensar ahora de su discípulo?
-Pienso -respondí seriamente,- que dejar llevar a otro el
peso de lo que uno ha hecho, es una fea acción... Se ha resuelto usted a repararla como ha podido, y esto está bien.
Pero no puede usted impedir que el doctor haya sufrido injustamente. Toda falta tiene algo de irreparable.
Max se puso muy encarnado y exclamó:
-Cuando sea Príncipe reinante haré al doctor ministro de
Rothberg y le daré el título de Conde y mucho dinero.
Esta declaración impetuosa desarrugó al fin a Mloloch,
que soltó la carcajada y dijo poniendo la mano en el hombro
de Max:
-Cuando usted sea Príncipe reinante, mi joven señor, es
muy probable que mis títulos estén inscritos en una losa fúnebre y que mi fortuna se limite, además de a esa losa, a una
buena caja de roble forrada de zinc. Entonces echará usted
de ver -añadió alzando su frente de mono inteligente,- que el
nombre del doctor Zimmermann estará más vivo en Alemania, y en el mundo que el del ministro de Rothberg, Conde
de no sé cuantos... Por otra parte, no se cuide usted de pagarme, Príncipe, porque no he sufrido; me han tratado hu254
LOS MOLOCH
manamente en los calabozos de su padre de usted. Pero,
puesto que está usted destinado a ejercer un día autoridad,
recuerde ante todo, como se lo decía al señor Dubert, que
todo hombre digno de ese nombre debe firmar sus actos.
Pierda usted además el gusto de la venganza por la violencia;
la fuerza brutal no resuelve nada... A propósito -prosiguió en
tono amistoso,- ¿cómo diablos se ha procurado usted el petardo? Tengo mucha curiosidad por saberlo, pues produjo
un efecto verdaderamente enérgico... Siéntese usted y cuéntemelo.
Ofreció a Max uno de los taburetes de paja; la Moloch y
yo nos sentamos en el banco al lado de la pared en que brillaba el pensamiento de Bulow; y Moloch se sentó en su camastro.
-Pues bien, oiga usted…-dijo el Príncipe, que se había
serenado con la prontitud habitual en la infancia…-Hacía
mucho tiempo que tenía el proyecto de vengarme del mayor
porque me pegaba. Y había confiado este proyecto a Hans,
mi hermano de leche, que es uno de los cocheros de Graus.
Examinamos juntos, varios sistemas; el que yo hubiera preferido, naturalmente, hubiera sido batirme con el Conde y matarle... Pero no había medio. Hans, entonces, me sugirió atar
un saquito de tela lleno de pólvora a la cola de la yegua Dorotea. Con el calor de la marcha, la pólvora hubiera incendiado poco a poco la trasera del animal, que es sensible, y
hubiera tirado al suelo al mayor. Desgraciadamente, es buen
jinete y no era seguro que cayese y se matase... Ahora bien, recordará usted que, recientemente, han tirado en París una
255
MARCEL PRÉVOST
bomba al Rey de España y con este motivo los periódicos
han hablado mucho de los anarquistas y de su ciencia de la
química. En la Kreuz Zeitung, especialmente, apareció un gran
folletín en el que estaban admirablemente descritos todos los
sistemas de bombas por un profesor muy sabio…
-¡Oh, ciencia alemana! -interrumpió la Moloch con admiración.
-Ese, folletín -continuó el Príncipe,- me dio la idea de
fabricar un petardo, y estudié muy bien el trabajo del periódico y los tratados de química que encontré en la biblioteca del
castillo.
-¡Cómo -exclamó Moloch,- ¿ha consultado usted hasta
tratados de química? Es muy notable y muy honroso para un
joven Príncipe...
Max se ruborizó, un poco confuso creyendo que el
doctor se burlaba. Pero el doctor aprobaba sínceramente y le
invitaba a continuar con un ademán amistoso.
-Entonces ha procedido usted a la fabricación del petardo -dijo con curiosidad- ¿Córno se las ha compuesto usted?
-Primero traté de procurarme un cartucho de artillería,
pero como la guardia del castillo no dispara tiros, no había
ninguno. Entonces Hans compró en Steinach un gran cohete, y para dar a la envoltura más resistencia, la rodeé con una
lámina de zinc mantenida con alambre.
-¡Muy bien! ¡Muy bien! exclamó Moloch.
-Después hice una mezcla de pólvora de cañón, que cogí
del almacén de artillería, carbón y picrato de potasa, que fa-
256
LOS MOLOCH
briqué yo mismo. Añadí serrín de madera, porque había leído
en un tratado que esto da cohesión a la mezcla…
-¡Serrín de madera! -exclamó Moloch ponióndose bruscamente en pie... ¡Ha tenido usted la idea de poner serrín de
madera!... ¿Sabe usted, querido Príncipe, que tiene usted un
verdadero talento para la química?... Déjeme que le abrace,
adumne proestantissime.
Y, cogiendo en sus gruesas y arrugadas manos la rubia
cabeza de Max, le plantó dos besos en las mejillas... La Moloch y yo podíamos apenas contener la risa, y quise dar a la
conversación un sesgo mas grave.
-Diga usted, Max -pregunté,- ¿qué le ha dado a usted la
idea de escoger la fiesta del 2 de septiembre para consumar
su atentado?
-La antevíspera -dijo Max bajando la cabeza y vacilando,- el mayor me había... pegado con el bastón.
Titubeó todavía un instante y añadió:
-Además, no me gusta Bismarck ni ningún prusiano. Los
prusianos son lobos rabiosos como Marbach. Si no hubieran
existido ni Bismarck, ni los prusianos, ni Sedán, no estaría
Rothberg separado de Steinach y yo reinaría un día verdaderamente en un verdadero principado... como mis abuelos.
-Pero -dijo Moloch fijo en su idea,- ¿cómo colocó usted
la mecha y preparó el petardo?
-Tomé por mecha un cordón de cortina empapado en
una disolución de clorato de potasa. Hans metió la cosa en la
trasera del coche en el momento en que el cochero salía de la
cochera. Y la longitud de la mecha estaba bíen calculada
257
MARCEL PRÉVOST
-añadió Max, no sin orgullo,- pues la explosión ocurrió en el
momento en que el mayor se sentaba en su banqueta.
-Sí -dijo Moloch,- pero el petardo tenía un defecto; la
envoltura, de zinc no le daba resistencia más que lateralmente. Los gases han encontrado en los extremos una ventana
por donde escaparse. Por eso hubiera sido mejor cualquier
lata de conservas que el cohete blindado de zinc... ¿Comprende usted? Se suelda la lata después de llenarla, y como la
soldadura es aún más resistente que la envoltura...
-¡Eitel! -dijo bajito la Moloch.
El marido la miró con esa expresión cómicamente furibunda que oponía a todo interruptor.
-¿Qué hay? -preguntó.
Pero la mirada de su mujer le calmó.
-Bueno, bueno -dijo,- esto no tiene interés ahora, convenido, pero con todo, usted, Príncipe, ha mostrado una
verdadera disposición para la química y ha hecho una invención personal muy ingeniosa... Muy bien, muy bien... Cultive
usted la químlica, que es la madre de todas las cíencias y la
clave de la filosofía moderna. En recuerdo de esto le daré a
usted mi libro de los Cuatro Problemas de la Naturaleza, con una
buena dedicatoria.
-¡Qué bueno es usted, señor doctor! -dijo Max, que lloraba y reía al mismo tiempo.- ¡Ay! mi padre no me tratará
como usted...
-Confiese usted todo en primer lugar a la Princesa su
madre, que es buena y dulce -insinuó la Moloch.- Gracias a
258
LOS MOLOCH
ella he podido ver libremente a mi marido. Ella amortiguará
el golpe.
Los ojos del Príncipe se habían iluminado.
-¿Verdad que mi madre es buena? ¡Y tan bella! No hay
en Alemania más hermosa Princesa reinante... ¡Ah! si fuese
ella, y no mi padre y el mayor quien se ocupase de mí, sería
yo mejor y más feliz. Pero parece que es imposible y que es
preciso que un Príncipe sea educado por hombres. En fin,
tiene usted razón, señora. Me dirigirá a ella primero, pero no
podrá impedir que mi padre me castigue duramente.
-Apuesto por el contrario -dijo Moloch,- que le impondrán a usted una pena ligera, pues no se confesará oficialmente que es usted el autor del atentado y no querrán
dejárselo sospechar al público.
-Y después, Monseñor -añadí,- debemos estar dispuestos a pagar el precio de nuestros actos.
-Lo sé, señor Dubert -me respondió mirándome de
frente con el hermoso orgullo que a mí me gustaba y que le
quitaba la brutalidad del mayor.
-Voy a buscar a mi madre ahora mismo, y le certifico a
usted que se lo confesaré todo.
-Déjeme usted que le dé un beso -dijo la Moloch con lágrimas en los ojos.
Y le tuvo un momento en sur brazos murmurando:
-¡Linda cabecita! ¡Querido niño!
El Príncipe nos estrechó la mano al doctor y a mí, y, sin
decir una palabra más, dio un golpe en la puerta con el látigo.
El carcelero que esperaba fuera, abrió y se apartó respetuo259
MARCEL PRÉVOST
samente. Max nos hizo desde el umbral una despedida mitad
triste mitad sonriente.
-Renuncie usted a ese género de experimentos -le gritó el
doctor,- pero, sobre todo, no descuide usted por eso la química. Hará usted progresos en ella.
Cuando se cerró la puerta, oímos a Max alejarse con paso resuelto.
La Moloch se enjugó los ojos.
- Este Príncipe -dijo,- tiene una excelente naturaleza.
-Con algunas inclinaciones peligrosas -objeté.
Moloch movió la cabeza.
-¡Pobre niño! ¿Es culpa suya si ha heredado su temperamento de veinte maniacos sanguinarios cuya barbarie no
tenía por límite más que la barbarie de sus adversarios?... De
todos modos -añadió con su alegre risa de colegial,- qué lindo artículo para el Vorwoerts... «El Príncipe dinamitero.»
-No leeremos semejante artículo, querido doctor
-repliqué.- Usted se,lo ha dicho muy justamente a Max; nunca se confesará que el Príncipe heredero de Rothberg ha querido hacer saltar al mayor de la Corte.
-Eitel -interrumpió la Moloch,- quiero que esta noche,
para celebrar tu libertad, vaciemos una de las botellas de
Joannisberg del 98 que tanto te gustan.
-No cuentes con mi libertad para esta noche, ni, acaso,
para mañana. Hay que dejar a las meninges del Príncipe y de
los dignatarios el tiempo necesario para inventar una fábula...
¡Ah! congratulémonos de que semejante aventura nos ocurra
en el siglo xx. Hace nada más que setenta u ochenta años, mi
260
LOS MOLOCH
suerte hubiera sido prontamente resuelta, y la tuya también,
Cecilia, y la de usted, señor Dubert, y hasta la del pequeño
Hans, cuya piel, aun hoy, no pagaría yo muy cara... Todo el
que hubiera conocido la verdad, hubiera sido puesto en la
imposibilidad de divulgarla… A pesar de todo, el dios Fuerza, en la antigua Germania, está hoy obligado, en ciertas circunstancias, a contar con la Idea. Y sus adoradores no se
atreven a veces a rendirle un culto vergonzante.
Iba a despedirme del matrimonio, cuando la Moloch
dijo en voz baja a su marido:
-Oye, Eitel, ¿no querías hablar de una cosa al señor
doctor Dubert?
El sabio se pasó los dedos por los blancos cabellos.
-Sí -dijo,- debería hacerlo; pero no sé cómo tomará el
señor Dubert mis palabras. ¿Qué piensas tú, Cecilia?
-Pienso -dijo la anciana,- que hay que hablarle con el corazón en la mano, porque es un verdadero amigo.
Moloch me cogió bruscamente por un brazo y me miró
frente a frente.
-Escúcheme, usted -dijo;- le tengo a usted cariño. Aunque funcionario de la Corte, no ha temido usted mostrar
amistad al doctor Zimmermann y le ha visitado en su prisión,
después de interceder por él. Voy a darle a usted en cambio
lo único que puedo, que es un consejo. No le tome usted en
mala parte. Es éste: todo al mundo en Rothberg dice que es
usted el amante de la Princesa Elsa... Bueno. ¿No es verdad?
Pues me alegro mucho. Se decía que iba usted a cometer un
rapto, y tanto Cecilia como yo encontrábamos esto lamenta261
MARCEL PRÉVOST
ble. Se hubiera usted metido en una situación violenta y difícil y hubiera perjudicado a su encantadora hermanita. Hubiera usted dado un argumento a los que de este lado de los
Vosgos acusan a los franceses de frivolidad y de libertinaje...
Y, en fin, hubiera usted quitado su madre a este pobre Príncipe Max... No digo que sea una madre perfecta pero es una
madre, ¿verdad? Es una mujer que tiene alguna sensibilidad.
Me ha hecho un poco de bien, y, ahora todavía, su intervención va ciertamente a dulcificar las cosas. ¿Qué será la
vida de este adolescente cuando no tenga como educadores
más que al Príncipe Otto y a alguna Frika?... Max me parece
al mismo tiempo inteligente y pueril, débil y violento. Sin
embargo, gobernará hombres. No contribuya usted a hacer
de él un mal Príncipe... Ahora, si encuentra usted que he sido
indiscreto, llámeme viejo loco y olvide lo que acabo de decir.
No respondí, pero estreché la mano de los dos esposos
de modo de darles a entender que su intervención ma chocaba. Y me fuí a mi casa con el corazón pesado e incierto.
No pensaba ya en la aventura de Moloch, preocupado
por el cuidado egoísta de mi propio porvenir, y me preguntaba:
-¿Qué voy a hacer?
Cuando llegué a mi cuarto eran próximamente la cuatro
de la tarde, hora en que, en los días hermosos como éste, los
huéspedes, del Luftkujrort recorren la montaña con una conciencia verdaderamente alemana... Sabía que Gritte había subido al Rennstieg con una familia alemana de la vecindad,
cuyas dos niñas eran amigas suyas.
262
LOS MOLOCH
No me disgustó encontrarme solo para soñar y meditar
en mi cuarto cerrado, teniendo a mi alrededor el silencio de la
casa y del país. Me senté en el terrado que domina al castillo,
a la vega del Rhota y a la arboleda de Thiergarten. Mi pensamiento, como si vacilase antes de emprender meditaciones
serias, revoloteó en torno de reflexiones de una insignificancia absoluta. «¡Cómo acortan los días! Apenas con las cinco,
y ya acusan la belleza del paisaje les contrastes de luz y sombra, preludio de la noche. ¡Calla! han compuesto el tejado
Oeste del castillo, que había estropeado la última tempestad...
Las tejas dibujan un triángulo...» Después no pensé ya absolutamente nada; seguí con la vista las evoluciones de una
manada de cervatillos, elegantes y tímidos que bajaban de los
bosques del Thiergarten hacia el río. Y se apoderó de mí una
profunda tristeza.
-Vamos a ver -exclamá en alta voz;- nada está todavía
consumado; mi destino está en mis manos. En lugar de tomar mañana solo el tren de Bohemia, ¿quién me impide tomar con Gritte el de Paris?
Sí, no dependía más que de mí el elegir, pero con la condición de poner antes en claro lo que quería... La otra noche,
cuando la Princesa me hablaba con amorosa autoridad, arreglando el porvenir, disponiendo de mí como de un bien conquistado y pesando sobre mí con todo el peso importuno de
su fortuna y de su calidad de alteza, me sentí un alma de sublevado. Entonces hubiera podido decir con certeza: «Prefiero libertarme...» ¿Era lo mismo ahora, cuando meditaba
263
MARCEL PRÉVOST
enfrente de mí mismo? ¿Valía la pena de defender la tristeza
de mi libre soledad contra una tierna esclavitud?
Tenga o no Elsa la discreción y la delicadeza que fueran
de desear y ahórreme o no las humillaciones de irá estado, lo
cierto es que me ama. Cuando dice que me da con su amor
una prueba única sacrificando tantas cosas, carece acaso de
tacto, pero no de sinceridad. ¿Encontraré jamás otra mujer
capaz de amarme así y de probármelo tan brillantemente?...
Las golondrinas vinieron a revolotear bajo el terrado,
persiguiéndose con esos agudos gritos que tienen un extraño
dejo de melancolía, gritos de otoño, que evocan la tristeza de
las ausencias y de los viajes lejanos. Como yo estaba perfectamente inmóvil, las golondrinas acercaban a mí sus curvas
movibles, y habiéndose posado una de ellas en la barandilla
del balcón, distinguí de cerca su cabecita negra, sus negros
ojos, su pico negro y afilado, la rica mantilla azul obscuro de
sus alas replegadas y el recorte cabalístico de su cola doblemente puntiaguda. De repente, se sumergió de nuevo en
el vacío del valle, con las alas al principio activas y después
inmóviles por encima de la verde arena en que corría el
Retha.
-Y yo también -murmuré reanudando mis pensamientos,- yo también amo a Elsa... Mil pequeños y misteriosos vínculos de ternura me han unido a ella en esta soledad que ella ha dotado para mí de un encanto imprevisto. El
verdadero deber superior a todos los convencionalismos artificiales de la sociedad, ¿no es permanecerle fiel? No nos fijemos en las palabras. La moral no entra por nada en mi
264
LOS MOLOCH
vacilación presente. Veo en ella, por el contrario, cierto
egoísmo y como el proyecto de reservar el porvenir para una
mujer más joven... ¡Vano proyecto! Una mujer más joven no
me amará con el ardor de Elsa... Y yo mismo, ¿podré nunca
consolarme de haber perdido su amor?
-Pero soy absurdo -exclamé levantándome, irritado
conmigo mismo y paseándome por el terrado.- ¿Qué es lo
que quiero, en fin? ¿Qué es lo que quiero?
La verdad es que no lo sabía. Me pareció, sin embargo,
que si no escuchaba más que a mi impulso irreflexivo me iría,
con Elsa.
«Pero está ahí Gritte... Está la repugnante aceptación de
la situación de un hombre pobre seducido por una mujer
rica. Moloch me lo ha dicho francamente hace un momento.
¡Y cuántas veces me lo he dicho yo mismo! Sin embargo,
vamos a ver. Gritte no está sola en el mundo. Solamente por
excepción soy en este momento responsable de ella. Está
normalmente confiada a nuestra tía, su tutora. Se va a volver
a Vernon…La tía la dotará y la casará. Gritte tendrá un marido, al que seguirá, y no se ocupará de mí. Por su causa, cuando dentro de tan poco tiempo se apoyará en el brazo de otro
hombre, ¿debo perder toda libertad para mi propia dicha?
Por otra parte, la situación deshonrosa del preceptor seducido por la Princesa…»
Hice un esfuerzo enérgico de sinceridad para no ser jactancioso conmigo mismo, lo que es muchas veces más difícil
que no serlo con los demás.
265
MARCEL PRÉVOST
-¿Me detiene, realmente, el escrúpulo de asociar mi vida
a la de una mujer más rica? En conciencia no. No me parece
esto un rebajamiento moral irremediable. Lo que me irrita y
me inquieta es el miedo de depender de esa mujer más rica
que yo y de que ella se aproveche para oprimirme y dominarme. Es también, seamos francos, es, sobre todo, la opinión que se tendrá de esta fuga. Si las condiciones de nuestra
vida común no hubieran de ser conocidas más que por Elsa
y yo, me conformaría; pero me estremezco sólo al imaginar el
ridículo y el deshonor públicos que persiguen al preceptor
francés robado por la Princesa alemana.
Y siendo así...
Siendo así no sé qué hacer. Siento un atractivo de ternura y de agradecimiento por Elsa. Tengo acaso para con ella
vagos deberes, pues después de todo le he dicho que la amo
y no he contra dicho formalmente sus proyectos de rapto...
Pero aun sintiéndome libre respecto de Gritte, en el sentido
estricto del deber, quiero demasiado a mi hermanita para exponerme a perjudicarla... Del mismo modo, no me juzgo
deshonrado por el hecho de seguir, siendo pobre, a una mujer rica, pero me siento disminuido por la dependencia real
que de esto resulta para mí y herido por la opinión que tendrá de ello el mundo...
En este punto de mis reflexiones, echó de ver que perdía
pie en mi propia psicología… Mi temperamento me sugirió:Dejemos hacer... Dejemos arreglarse los acontecimientos...
Dentro de tres días estaré de un lado o de otro de lo que Tiresias llameael filo del destino.- Esta solución de cobardía y
266
LOS MOLOCH
de inacción satisfizo a mi pureza me asomé al balcón y miré.
El sol decadente, del otoño enrojecía la maciza fachada del
castillo. Parecía que estaban ardiendo las últimas ventanas, las
de las habitaciones de Elsa. Las montañas, en las que ya amarilleaban las hojas de las hayas, entre la inmutable verdura de
los pinos y de los cedros, se erizaban a la claridad oblicua de
una infinidad de conos luminosos sobrepuestos y de innumerables agujeros de sombra... El Rhotá, negro y blanco,
mugía en el fondo del abismo.
Toda mi estancia en aquellas montañas me vino de golpe
a la memoria: las angustias del destierro, las crueles humillaciones en presencia del mayor, del Príncipe y de Herr Graus,
así como los goces de la intimidad con Elsa y los primeros
contactos de nuestras manos. Recordó la lectura de Michelet,
la visita al teatro de la Gombault, y, sobre todo, aquellas últimas semanas tan animadas, tan intensas, la presencia de
Gritte que había renovado para mí el atractivo de los paisajes,
los diálogos en la cárcel.- Todo eso, bueno o malo, hostil o
amistoso, ha sido un pedazo de mi juventud y vale más que
haber continuado mi tonta vida de joven burgués rico. . .
Aquí he amado a mi querido país francés como jamás le había amado ni comprendido bajo el cielo de la patria. Viejo
rincón de Alemania, pase lo que quiera mañana, sé bien que
no te odiaré...
Fuí interrumpido en mis meditaciones por un ruido, de
pasos bastante pesados en la escalera de la quinta.
-Será Moloch, que vuelve libre -pensé.
267
MARCEL PRÉVOST
Y corrí al vestíbulo para saludarle. No fue floja mi sorpresa, al encontrarme con la Bohlberg. Aquella virgen escandinava anexionada al Imperio alemán, empezó por dar un
suspiro de cansancio, para reprocharme, sin duda, lo empinada que era mi escalera. Y después de haberme honrado con
una inclinación de su aristocrática cabeza, me dijo:
-Su Alteza la Princesa está abajo en su coche, y pregunta
si el señor doctor está en estado de recibirla.
-¿Su Alteza aquí?...-exclamé.
La Bohlberg levantó los tristes ojos al techo como para
decir: -No me haga usted responsable de la comisión que me
veo obligada a hacer... La idea de semejante inconveniencia
no viene de mí.
-Estoy a las órdenes de Su Alteza -dije recobrando mi
serenidad.
-Su Alteza le manda no salir a su encuentro y esperarla
aquí -respondió la dama de honor.
Volvió a bajar, mientras yo, según la orden de la Princesa, la esperaba en el descansillo. En seguida apareció Elsa,
seguida de la Bohlberg.
-¿Le molesto a usted? -dijo con esa fácil amabilidad que
es ciertamente la cualidad más indiscutible de los soberanos.
Y añadió, dándome la mano a besar:
-Tengo que decir a usted una palabra de parte del Príncipe.
La conduje al terrado de mi cuarto atravesando el de
Gritte.
268
LOS MOLOCH
-Es encantadora, en efecto, esta vista de los terrados...
Mire usted, Bohlberg. No había venido a estas quintas desde
que Su Majestad la Reina de Holanda vivió en ellas una semana de incógnito... Bohlberg, vaya usted a esperarme en el
cuarto de al lado... ¿El de su hermana de usted, verdad, señor
Dubert?
-Sí, señora -respondí bastante molesto.
La Bohlberg obedeció. En cuanto se cerró la puerta, Elsa
me estrechó la mano con ternura. Traía un traje de corte de
sastre, hecho en Viena, todo gris y que lo sentaba admirablemente. Estaba encantadora.
-Sí -dijo imponiéndome silencio con la mano,- convenido, he cometido una imprudencia... ¿ Qué importa, puesto
que será la última?... Quería ver a usted y ver el sitio en que
ha vivido durante un mes nuestro mes más querido.
Se colgó de mi brazo y dejó pasear su mirada por la vega
del Rhota, ya brumosa, por las pendientes frondosas todavía
llenas de sol en sus copas y por el castillo que incendiaba el
sol poniente. Y dijo, hablándose a sí misma más que hablándome:
-¡Cuánto he sufrido aquí del vacío de mi corazón!... Voy
a hacer una cosa que la opinión juzgará extravagante... A mí
me parece la única razonable.
Clavó los ojos en los míos y añadió sonriendo:
-Oficialmente, he venido a su casa para decirle que el
Príncipe cuenta con su discreción en el asunto de ese loco de
Max. He conseguido que no se le imponga más que una semana de arresto como castigo. Hans, que es muy adicto, dirá
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MARCEL PRÉVOST
que fue él quien puso por descuido un cohete destinado a
los fuegos artificiales de por la noche... En fin, cualquier cosa.
Se le darán mil marcos y se le tendrá preso quince días... Después de todo ha sido cómplice de Max y merece ser castigado. El juez ha firmado la libertad del doctor, que saldrá
mañana de la cárcel... Y todo se acabará de este modo. En
realidad, el Príncipe no se ha enfadado tanto como yo temía,
pues esta ridícula historia le fastidiaba y así va a salir de ella...
Piensa publicar en la Gaceta de Rothberg un telegrama de sensación poniendo las cosas en su punto... Y, después de todo,
esas cosas me importan poco... Soy de usted -dijo más bajo,de usted, y le permito que me diga:- Te amo.
Insistió en el tuteo como en un favor capital y se puso a
mirarme con real ternura. ¿Por qué en aquel minuto en que
se podía suponer que su presencia me embriagaría por completo, por qué me sentí más cuerdo y dueño de mí mismo
que un minuto antes, cuando no tenía por compañía más que
mis sueños? Acaso porque aquella visita imprevista me había
desagradado un poco. La proximidad del cuarto de Gritte
agravaba, mi malestar. A cada instante temblaba ver abrirse la
puerta y presentarse Gritte. Mi corazón, demasiado angustiado para enternecerse, fue lúcido hasta el presentimiento. Por primera vez estuve seguro de que aquella mujer elegante y guapa, actualmente apoyada en mi brazo, no sería
jamás la verdadera compañera de mi vida. Y en el momento
encontré la solución del problema que había buscado en vano hacía un momento. La cuestión que había que plantear, y
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LOS MOLOCH
que sería la prueba suprema, me fue misteriosamente sugerida.
-Sí, querida Elsa -dije,- te amo... Pero no puedo hacer lo
que quieres de la manera que tú me lo propones.
La Princesa retrocedió unos pasos muy pálida. - -¿Qué
quieres decir?... No comprendo.
-Comprendo todo el precio del sacrificio que haces y te
lo agradezco. Pero yo, pobre profesor, no puedo ser el
amante de una Princesa rica evadida de su trono.
-¡Oh! -dijo Elsa temblando,- en qué términos me hablas...
-¿Por qué retroceder ante las palabras, puesto que hay
que explicarse claramente? Yo, mi querida soberana, no puedo ser más que tu marido, y tu marido pobre. ¿Quieres renunciar a tu fortuna? No te permito conservar ni un billete
de Banco ni una alhaja... ¿Quieres llamarte la señora de Dubert y vivir en Francia de mi vida, de la vida que yo gane con
mi trabajo?... Entonces soy tuyo. Mañana me reuniré contigo
en Carlsbad, y, en cuanto la ley nos lo permita, nos casaremos
y nos iremos a mi país.
Elsa retrocedió un poco más y se quedó mirándome.
Evidentemente se preguntaba si estaba yo en mi juicio.
-Eso no es serio -dijo, y su actitud como su voz se hicieron altaneras,- no es serio lo que usted me dice.
Habíase vuelto a establecer la distancia entre nosotros
dos y desaparecido el tuteo.
-Muy serio -respondí bastante fríamente.
271
MARCEL PRÉVOST
Me niego a ser el compañero asalariado, aun de una
mujer a quien amo. Y, simple burgués francés, quiero vivir en
Francia con mi mujer legitima, que sea mi igual.
-¡Ah! -exclamó Elsa, cuyos labios temblaban,- qué mal
he hecho en fiarme de usted... Ha encontrado usted ese medio para arrepentirse, pues sabe muy bien que yo no dispongo de mi nombre y de mi categoría como una obrerilla de
Steinach a quien quisiera usted seducir. Más valdría decirme
de una vez que ha cambiado usted de opinión y que ya no
me ama. Es usted demasiado inteligente para haber pensado
jamás que yo viviría con los mil quinientos pesos que usted
gane con su trabajo, bajo el reinado de un abogado advenedizo y en un país podrido por la anarquía, todo para
llamarme «la señora de Dubert».
Cuando pronunció en tono firme y despreciativo las últimas palabras, vi que todo se había acabado, que todo lazo
se rompía entre nosotros y que nada podría reanudarle... Debí cambiar de cara, porque ella echó de ver que me había herido.
-No tome usted en mala parte lo que digo -añadió.Ciertamente, usted me comprende. Ningún ser en el mundo
está completamente libre de vínculos. Yo rompo los que
puedo romper. Piense usted en lo que le sacrifico y no me
pida lo imposible. Puedo cesar de ser Princesa, reinante de
Rothberg, pero no puedo cesar de ser Princesa alemana...
Esto es lo que he querido decir a usted, y nada, por supuesto,
que deba ofenderle.
272
LOS MOLOCH
No respondí, y, ciertamente, mi cara no expresó ninguna
irritación. Me sentía, por el contrario, tranquilo por la decisión que se habla formado en mí espontáneamente. Pero la
costumbre de ver siempre ceder a todo el mundo hace que
los Príncipes interpreten en el sentido de la obediencia el silencio, de sus interlocutores.
-¿Verdad -me dijo Elsa,- que tengo razón y que comprende usted que la tengo?
Yo respondí atrevida, y sinceramente:
-Sí, veo que tiene usted razón.
Y me decía en mis adentros:
-Esta mujer puedo cesar de ser madre y de ser honrada,
pero no de ser alemana y Princesa... ¡Es verdad!
Oímos voces en el cuarto de al lado, y la Princesa me
interrogó con la mirada.
-Es Gritte -dije,- que sin duda vuelve de paseo y está hablando con la Bohlberg.
-Vaya -dijo Elsa,- tenemos que separarnos. Piense, usted
en mí. Recuerde que mañana por la mañana estaré en
Carlsbad y pasado mañana en Nik1au... donde le esperaré. Y
expulse usted las locuras de su cerebro. Ahora, venga era
mano.
Vacilé un instante, pero comprendí que no había que
quererla mal, que no era especialmente insensible ni perversa,
y que, en realidad, no le guardaba ningún rencor. ¡Alemana y
Princesa! -pensé, y puse los labios en la punta de sus dedos.
En sus ojos azules, todavía pueriles a pesar de los estragos de
los años, vi reflejarse el paisaje romántico del Rotha y el cielo,
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MARCEL PRÉVOST
en el que ya se reflejaba el fanal de Júpiter... Y el beso quo
imprimí en su mano contuvo todo mi agradecimiento por el
pasado y todo mi tierno pesar por un porvenir que no se realizaría...
-¡Bohlberg! -llamó después de un instante de silencio.
La dama de honor apareció en el umbral, y, detrás de
ella, vi a Gritte inmóvil.
-Se puede salir por aquí, ¿no es verdad? -dijo Elsa mostrando la puerta de mi cuarto que daba a la escalera.
Respondí afirmativamente y la Princesa abrió esa puerta
y salió haciéndome un ademán de adiós en el que distinguí
una orden en el dedo ligeramente amenazador.
Gritte, de pie en su cuarto y con una mano apoyada en la
madera de la cama, no se había movido. Me acerqué a ella, y
cuando estuve a su lado, pues era ya de noche, vi que su
cuerpo temblaba y que estaba llorando. Hizo un movimiento
de retroceso como para evitar mi contacto, mientras sus ojos
cándidos y dolorosos no se apartaban de los míos. Y, de repente, comprendí que no tenía nada que explicarle, de lo que
me alegré, pues no hubiera, encontrado palabras. Pero comprendí también que jamás me resignaría a ser la causa que
hiciera llorar a aquellos ojos y temblar a aquel cuerpo inocente.
-Gritte querida -le dije,- no temas nada. Se acabó...
Mi hermana dijo que no con la cabeza, con una especie
de violencia nerviosa.
-Sí, hija mía -añadí,- creerme. Se acabó. No me separaré
de ti y mañaa me vuelvo contigo a París.
274
LOS MOLOCH
Sus ojos se iluminaron y con uno de esos vivos movimientos que la hacían ser tan graciosa, se separó, por decirlo
así, las lágrimas de los ojos y se levantó el cabello que los sollozos habían hecho rebosar sobre la frente.
-¿Es posible?
-Es cierto.
Entonces se acerco cabeza en mi hombro.
-¡Gracias, Luis, gracias!
Me acarició la cara con ambas manos, y murmuró:
-Lo vas a sentir... Pero te querré tanto, Luis, ya verás, te
querré tanto…Y después ¿sabes? Así será mejor también para ti...
275
MARCEL PRÉVOST
IV
«Villa Elsa, 19 de septiembre.
Querida Princesa:
Escribo a usted en este mismo terrado en que ayer se
dignó usted hacerme, tan tierna despedida que su recuerdo
me turba todavía. Para escribirla me he levantado antes del
alba. Todo duerme en las quintas y todo parece dormir en el
castillo. La bruma azul se evapora lentamente de las profundidades en que canta el Rotha... Escribo a usted tan temprano, porque quiero que mi carta le llegue antes de la hora en
que me espera usted a mí mismo.
Grande amiga mía querida, en el minuto que precedió a
nuestra despedida, me decía usted, entre otras frases de amor,
que no podía dejar de ser alemana ni de ser Princesa... Dije
que lo comprendía, y, en efecto, no mentí. Esa fórmula se me
apareció como la expresión de la misma verdad y de la misma
cordura. Sin embargo, ha sido reflexionando como he comprendido toda su fuerza y como ha llegado, por decirlo así, a
formar cuerpo con mi pensamiento... No he dormido esta
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LOS MOLOCH
noche, Princesa; mi hermanita estaba un poco febril y la he
velado hasta el momento en que su sueño se ha vuelto tranquilo. Y mi insomnio se ha empleado todo en meditar sobre
nuestro asunto. Quiero hacer conocer a usted mis meditaciones y, después, la resolución que han determinado.
Usted no puede dejar de ser Princesa... Me da vergüenza
pensar que he necesitado un año de permanencia en tina
corte alemana y la amistad de usted para llegar a comprender
esto. Es cierto, sin embargo, que hace once meses, cuando
llegué al castillo de Rothberg, llevaba otras ideas, las de un
joven parisiense de la burguesía rica y mundana. En París
había frecuentado no pocas mujeres que ponían coronas en
su papel de cartas y en la portezuela de su berlina, pero sabia,
como, todos los parisienses, que esto no tiene ninguna significación ni ninguna importancia. Desde que la nobleza está
oficialmente suprimida y llamamos conde, marqués y hasta
duque y príncipe a las personas que manifiestan el más ligero
deseo de ser así llamadas. Que una señora Benoit imprima un
escudo en su correspondencia y se titule baronesa de Benoit,
no nos parece más chocante que ver a un Durand o a un
Dupuis cualquiera firmar un libro «Oliverio de Montigny» o
«Carlos de la Cerardiere». Esto no es ya nobleza, son seudónimos. Comprenderá usted, pues, que los que, como mi padre y yo, continúan por simple pereza, llamándose Dubert a
secas, no sienten gran admiración ni gran respeto hacia esa
multitud de noblezuelos arruinados y de tenderos puestos de
limpio que pretenden aumentar la nobleza francesa.
277
MARCEL PRÉVOST
En este estado de ánimo llegué hace un año a Rothberg,
y ahora echo de ver que tenía las ideas más falsas sobre la
palabra «princesa» y hasta sobre la palabra «aristocracia».
Lenta y progresivamente, he comprendido que esas palabras
pueden ser más que palabras y significar realidades. Rothberg
es un pequeño principado, el más pequeño de Alemania después de Lichtenstein; pero su marido de usted es, con todo,
el depositario auténtico de una autoridad que le viene de una
larga sucesión de abuelos; hay seres humanos que le reconocen derechos que sus antepasados reconocían a los suyos. Es
un eslabón de la historia de su país, y no un caprichoso aislado que se decora, a sí mismo con un nombre de guerra. Y
usted también, Princesa, es un eslabón, brillante y encantador, de la historia de Erlemburgo; su nombre evoca cierto
número de hechos en el pasado y cierto número de privilegios en el presente. Esto crea una real diferencia entro usted y
un burgués como yo, que no tiene en su país más que una
historia anónima y los derechos de todo el mundo. Y así como no depende de mí hacer realmente noble el nombre de
Dubert, así usted no puede hacer que una Elemburgo sea
realmente una burguesa. Nunca seda usted más que una
Princesa disfrazada...
¿He reflexionado bien? ¿He comprendido bien? Sí,
¿verdad?... Va usted a ver que no he meditado menos felizmente sobre la segunda parte de su frase.
No puede usted dejar de ser alemana. Esto me parece
hoy tan claro como el sol que en este momento dibuja con
tanta limpieza la línea dentada de los pinos en el azul lavado
278
LOS MOLOCH
del cielo matutino. Y, sin embargo, querida Princesa, cuando
dejó la Francia por la Alemania, no puede usted imaginar,
pues nunca se lo he dicho, hasta qué punto estaba yo imbuido en las ideas del internacionalismo. El internacionalismo es
una antigua enfermedad francesa. Como los extranjeros parece que se divierten en nuestra cara, deducimos en seguida que
nos quieren los declaramos hermanos nuestros y soñamos
con un vasto abrazo por encima de las fronteras. Así vamos
queriendo sucesivamente a la mayor parte de los pueblos extranjeros. Hoy, por ejemplo, amamos a los ingleses. En el
momento en que yo llegué a Rothberg no detestábamos a los
alemanes. Los jóvenes de mi generación especialmente, que
no hemos visto la guerra, sentíamos poco la herida de la antigua derrota... La música de Wagner había alcanzado a muchos corazones por el camino del oído, y filósofos como
Schopenhauer y Nietzsche habían conquistado nuestras inteligencias. Además, ¿qué quiere usted? cándidamente, creíamos que nos amaban ustedes...
Eso sí, querida Princesa, tal ilusión no me ha durado
mucho tiempo una vez pasada la frontera... La más pequeña
conversación con uno de sus compatriotas de usted, la más
sumaria lectura de sus periódicos, el aspecto sólo de sus ciudades y de sus fiestas, me desengañaron inmediatamente.
Vuelvo a Francia, (porque voy a volver) asombrado con mi
descubrimiento: ALEMANIA NOS DETESTA. No toda la
Alemania, seamos sinceros. Existe un partido en la Alemania
de las ideas que simpatiza con la Francia de las ideas, partido
compuesto de unos cuantos sabios, de unos cuantos literatos
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MARCEL PRÉVOST
y de unos cuantos artistas, cada día menos numerosos y,
atrevámonos a decirlo, cada día menos atrevidos. Los demás
obedecen a la consigna que viene del Norte y alimentan contra, Francia un extraño sentimiento lleno de contradicciones,
en el que se mezclan la envidia por la elegancia, el desdén por
la debilidad, la decepción por no haber destruido al vencido
y el temor persistente de un desquite posible... Ocho días
después de mi llegada a Rothberg, querida Princesa, sabía a
qué atenerme en este punto.
¿Protesta usted?... ¿Dice usted que no es cierto y que, en
todo caso, no son esos sus sentimientos? Tiene usted razón;
es usted demasiado sensible para no haber permanecido un
poco en la «antigua Alemania entre las personas que la rodean. Sin embargo, no se crea usted libre del modo de ver y
de juzgar que más ofenden a un francés. Francia es para usted el país de la frivolidad sensual. No tenemos derecho a
razonar; es preciso que cantemos. Estamos en plena decadencia, aunque somos unos histriones bastante agradables... Mire usted bien su mente, querida Elsa, y encontrará
usted en ella todos estos modos de pensar y de sentir... ¿Qué
quiere usted? Esto nos ofende porque lo encontramos injusto... También nosotros nos juzgamos superiores en muchas cosas a la Alemania, sobre todo a la joven Alemania,
patriotera y utilitaria... Gustábamos mil cosas de la antigua
Alemania, la Alemania del Danubio y del Rhin, cuando de
pronto toda la Alemania, aun esa, se pone a arquear el pecho,
a marchar a la prusiana y a decir:- Somos el pueblo rey...- Los
franceses protestan o prefieren, a menos, vivir o menos posi280
LOS MOLOCH
ble con unos vecinos tan exclusivamente satisfechos de sí
mismos. El «yo» nacional es el más odioso de todos.
Veo venir su objeción de usted. ¿Qué importa todo eso
entre dos seres que se aman? ¿Tienen tiempo, dos seres que
se aman, de discutir la política ni la sociología?... Y esta objeción parece fundada. Es claro que en la mañana en que Michelet nos predicó tan sabrosas doctrinas sobre la sensibilidad de las mujeres del Norte y la tarde en que fuimos al
guardarropa de la Gombault, conocimos minutos de perfecto
acuerdo, durante los cuales olvidamos el uno y el otro nuestro, nacimiento y nuestro país. Pero, querida Elsa, ¿no hemos
experimentado que, pasados esos minutos, se volvían a apoderar de nosotros nuestro país y nuestro nacimiento y nos
dominaban de nuevo soberanamente? Nuestras diferencias
reales e invencibles reaparecían y nuestras almas se encontraban doblemente extranjeras por la casta y por la raza... Esta
diferencia las había atraído al principio y hacía más conmovedores los minutos de acuerdo y de olvido, pero (confesémoslo, querida soberana) teñía de amargura y echaba a perder
con un aspecto, de disputa las horas intermedias.
Gracias a Dios, desde que me hizo usted el honor de
permitirme que la amase, nuestras «horas intermedias» han
sido muy poco numerosas.
Yo tome MUY pronto al lado de usted la encantadora
costumbre de perder la cabeza... pero si hubiese obedecido a
su iniciativa, si me hubiera asociado a la vida que usted proyectaba, ¿no adivina usted que se hubieran multiplicado los
momentos de sangre iría por las necesidades mismas de la
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MARCEL PRÉVOST
vida común? ¿Hubiera usted podido olvidar siempre que
había sido Princesa reinante que había tenido un marido y un
hijo, y que ya no tenía nada de eso? ¿Le hubiera sido posible
olvidar la opinión que tiene el mundo de las Princesas
errantes, tan numerosas en nuestros días, sobre todo las alemanas? Todas estas cosas son también realidades como la
raza y el nacimiento y no podemos impedir que se levanten
delante de nosotros y dominen en nuestra vida. ¿Podría yo,
fuera de los minutos de exaltación que son excepcionales, no
recordar que había deshonrado mi nombre aceptando el ser
(digámoslo como lo diría la opinión) mantenido por una
Princesa? Sé que el honor más o menos grande atribuido al
nombre de Dubert lo parece a usted una cuestión que carece
de toda importancia; hasta juzga usted que el ser amado por
una Princesa hasta el punto de pagarle es todo honor para un
simple Dubert, lo que prueba que entre un burgués de Francia y una Princesa de Alemania, las ideas sobre el honor son
inconciliables... Pues bien, puede usted creer que en Francia y
entre los amigos de mi familia, el porvenir de mi hermana
Gritte se comprometería grandemente si se supiese que su
hermano, arruinado el año pasado, ha escogido como profesión la intendencia sentimental de una rica Princesa teutona.
Crea usted, amiga mía, que todo esto que escribo apresuradamente para poner entre nosotros dos lo irremediable, no
me lo dicta la razón sin que mi corazón se desgarre... Sería,
ciertamente, muy dulce reunirme esta noche, con usted en
Carlsbad, para que al fin nuestros amores tuvieran el complemento que no han tenido... ¡Ah! qué radiante luna de miel
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LOS MOLOCH
en el castillito de Galitzia... Todavía ignorados del mundo y
pudiendo figurarnos que nos olvidaba...
Pero, en conciencia, nada de eso puede ser y nos llevaría
pronto al desacuerdo, al rencor y al rompimiento... Me parece
indigno de nosotros dos que nuestra unión absoluta no sea
más que un momento de nuestro destino. Prefiero un adiós
definitivo.
Porque esto es un adiós, amiga mía... Dentro de un momento voy a pedir al Príncipe Otto que me devuelva mi libertad, y esta noche me voy con Gritte a París... Me voy de
Rothberg para no volver, pues estoy seguro de que no tendría otra vez en mi vida el valor de decidir lo que hoy decido.
Ya me cuesta mucho trabajo terminar mi carta. La he empezado con un poco de injusta irritación o ironía mal intencionada... Es que me quedaba un poco de rencor por ciertas
palabras que usted ha pronunciado. Ahora, al fin de mi mensaje, no conservo contra usted la menor animosidad de raza
ni de casta... Soy un pobre muchacho muy solo, que tiene los
ojos llenos de lágrimas al pensar que va a. perder a su más
querida amiga. ¡Oh, dulce Elsa! Elsa de los bellos cabellos y
de los ojos, bondadosos; todos los recuerdos que nos son
comunes me envuelven en la hora presente... Elsa, Elsa, usted
ha sido la primera pasión de mi alma, y creo que nada, podrá
ya brotar en este corazón que usted ha disfrutado... Es humillante; pero estoy llorando como un niño. ¡Adiós, adiós, mi
soberana, mi adorada! Pido a usted todavía perdón en uno
de esos estados de ánimo en que se olvida que hay una Ale-
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MARCEL PRÉVOST
mania y una Francia, ricas Princesas y pobres doctores… Un
beso respetuoso en esas augustas manos…»
Metí esta carta, sin leerla, en el sobre, en el que puse la
dirección convenida: Baronesa de Grippstein, Grabenstrasse,
4, Carlsbad. Y fuí yo mismo a echarla al correo... La mayor
parte de los habitantes del Luftkurort estaban aún durmiendo, y no me encontré más, que con unas cuantas criadas
soñolientas que iban a la compra.
Pero al volver a la quinta me encontré con Herr Graus,
ya afeitado y vestido con un terno verde que era ciertamente
debido, dada su elegancia a un sastre de Berlín.
Su aspecto era alegre y me dijo. en cuanto me vio:
-¿Ya de paseo tan de mañana, señor doctor? Sí ha salido
usted para ver llegar la guarnición, es demasiado temprano.
No llegará hasta después del Mittagessen.
-¿Qué guarnición?
-La guarnición prusiana que viene a ocupar Rothberg...
No van a faltar ahora aquí uniformes; y esto regocija a lee
verdaderos patriotas.
Seguí mi camino sin responderle. ¿Qué me importaba
esa historia de guanición de que me estaban llenando los oídos hacía quince días? Encerrado en el egoísmo de mis temas, sentía la cabeza y el corazón mortificados y vacíos.
-¡Qué pobre arambel soy!... He afectado ironía en toda
esta aventura sentimental, y hoy, que esta irremediablemente
acabada, me parece que he perdido toda razón de vivir... ¿Por
qué he escrito esa carta? ¿Y por qué la he escrito así? Contiene palabras y frases que causarán pena a Elsa... Y, sin embar284
LOS MOLOCH
go, es sincera; tenía en el corazón ciertas cosas que no podía
guardar. Ahora que me he desembarazado de ellas me parece
que quiero más a Elsa.
La prueba de que la quería más era que experimentaba
un poco de rencor contra Gritte. Mientras me estaba vistiendo, oí a mi hermana levantarse de la cama, abrir la ventana y
volverse a acostar. De ordinario, me apresuraba en seguida a
ir a darle un beso, pero esta vez me quedó en mi cuarto mascullando mis melancolías. Ella fue la que llamó a mi puerta, y
cuando me miró a los ojos con una expresión un poco confusa y un poco alarmada, no supe ya resistirla.
-¿Quieres -me dijo tímidamente- que te haga los baúles
mientras das la lección al Príncipe Max?... Verás, te los haré
muy bien.
Así lo convinimos, y tomamos el desayuno en buena
amistad y muy juntos, como dos desterrados.
Mientras se comía el último «zwieback», Gritte charlaba
con los ojos pensativos.
-¡Es raro! -decía.- La primera tarde que pasé aquí al llegar, hace seis meses, estaba tan encantada por encontrarme de
viaje, rodeada de novedades y lejos, que hubiera querido seguir un año así, en el extranjero y contigo. Y hoy tengo tal
prisa por volver a Francia que me parece que no vamos a llegar nunca...
No respondí. Yo también sentía esa llamada hacia el
suelo natal que llega un día a ser irresistible en tierra extranjera. Yo también, ahora que estaba, tomada mi resolución de
volver, esperaba a la Francia con una impaciencia febril.
285
MARCEL PRÉVOST
Desde el terrado en que habíamos almorzado mis ojos
vagaban por el paisaje del Rotha y del castillo; pero esta vez
no fue el río ni el edificio lo que vieron. Una óptica mágica
hizo surgir ante ellos el paisaje de la Francia lejana.
-¡Querida y dulce Francia! -pensé.
Y se apoderó de mí un violento deseo de volverla a encontrar, no el deseo tierno y respetuoso, de un hijo por su
madre, sino el tumultuoso y apasionado de un amante que va
a reunirse con la mujer adorable, imprudentemente dejada, y
cuya bondad, cuya belleza y cuyo encanto le han sido revelados mejor por la ausencia. ¡Querida Francia, cuyo ideal, a
pesar de la moda del día, no es aún el ser fábrica ni cuartel!
Francia de Racine, y de Taine, donde los poetas no se titulan
«profesores», donde no se ponen los ojos furibundos a propósito de un texto griego o de una reacción química, donde
es una gracia para los sabios el disimular su sabiduría; país
donde es poco el batirse bien si no es con elegancia; único
país donde nada vale si no está hecho con arreglo a las leyes
de la belleza, me ahogo lejos de ti, y no descansará hasta que
haya vuelto a encontrar tu aire, el más sutil y el más sabroso
del mundo... Gritte me revela el origen de mi fuerza y me hace saber dónde he encontrado el valor suficiente para romper
un lazo sentimental que me ha desgarrado al romperse. Más
que todos los motivos de razón, mi fuerza ha sido el Heimweh, como dicen aquí, la «morriña», o mal del país, esa misteriosa imanación que me atrae hacia Francia.
A mí también me pareció insoportable el pasar un día
más en Alemania. Elsa, al desaparecer, se había llevado con
286
LOS MOLOCH
ella el adorno de ilusión que,or algún tiempo, me había hecho experimentar en Turingia una especie de felicidad. Al ir
al castillo para dar al Príncipe la lección diaria, no eché siquiera una mirada a los campos, más maravillosos que nunca,
sin embargo, en aquella mañana de septiembre. Al dar la última lección a aquel niño amable e inteligente, no sentí la
tristeza que hubiera creído. Mi prisa de acabar, de marcharme, de entrar en mi patria, podía más que todo. Y decididamente, había agotado toda mi fuerza de sufrimiento y
de tierna tristeza al escribir mi carta a la Princesa. No me
quedaba más que una febril necesidad de ausencia y de fuga,
Max sabía que me marchaba con licencia por una quincena, y
no le dije que mi partida sería definitiva. Me era insoportable
la idea de oir y de pronunciar palabras de separación.
Al salir del cuarto de mi discípulo, me fui al del Príncipe
Otto. Preciso era anunciarlo mi resolución, pues él también
creía en una sencilla licencia de quince días. El mayordomo
por quien hice transmitir mi petición de audiencia, vino a decirme que el Príncipe estaba en aquel momento en su despacho con el Conde de Marbach, y me rogaba que esperase en
la sala de fumar. Cuando así lo estaba haciendo sentado en
una de las butacas de cuero rojo, entró el Conde de Lipawski
con una cartera debajo del brazo. Al verme me ofreció la
mano.
-¡Querido doctor!... ¿Viene usted a despedirse del Príncipe?
-¿Se lo han dicho a usted -respondí,- o lo ha adivinado?
287
MARCEL PRÉVOST
-Lo sé... ¿No va usted esta noche a reunirse con la Princesa en Carlsbad, para continuar allí dándole sus excelentes
lecciones? -añadió bajando hacia la alfombra sus pupilas de
prelado.
-Me voy a París con mi hermana - respondí bastante rudamente.- Y no tengo la intención de volver.
-¡Cómo! ¡Cómo!... Es curioso. ¿A París? ¿Y sin idea de
volver? Nunca lo hubiera creído... ¡Gran pérdida para el
Principado, que está ya tan castigado por la suerte!... La guarnición prusiana... el sello prusiano... y la partida del doctor
Dubert... Es verdaderamente demasiado para un solo día, y el
Destino es severo con nosotros...
El ruido de un timbre interrumpió al insoportable burlón. El mayordomo atravesó rápidamente el salón de fumar,
entró en el despacho del Príncipe y salió en seguida a llamarme. Me crucé en el umbral con el Conde de Marbach, y
cambiamos un saludo desprovisto de cordialidad.
El Príncipe Otto estaba de pie entre su sillón y el escritorio e inclinado sobre unos papeles, más bien, según creo, para darse una actitud que para leerlos realmente. Sin mirarme,
dijo:
-¿Desea usted hablarme, señor doctor?… ¿Qué le trae,
su licencia anual?
Su tono era deliberadamente indiferente y neutro.
-Monseñor -respondí,- tengo el sentimiento de pedir a
Vuestra Alteza que tenga a bien relevarme de mis funciones.
El Príncipe se levantó, y sin moverse del mismo sitio,
exclamó:
288
LOS MOLOCH
-¡Ah! ¿Y por qué?
-Asuntos de familia y negocios imprevistos me llaman a
París. Si Vuestra Alteza lo permite, en lugar de la simple licencia de quince días que me había concedido, saldré esta
noche para Franela.
-¿Para Francia? -exclamó el Príncipe, sin disimular mejor
su asombro que el intendente.- ¿Verdaderamente se va usted
a. París para no volver?
-Para no volver, Monseñor.
El Príncipe se quedó pensativo un momento y se mordió los labios, lo que hizo subir y bajar a las guías de su bigote.
-Señor doctor -acabó por decir,- es indudable, que no he
de retener a usted a la fuerza. Me parece usted muy resuelto
para contrariar su decisión, su brusca decisión, que deploro...
Sí, lo siento vivamente. ¿No es, al menos, algún asunto fastidioso el que le llama a usted a París?
-No, Monseñor, cuestiones de interés y la educación de
mi hermana.
-¡Bueno, bueno! -dijo.
Hizo una pausa, después de la cual se adelantó hasta mi
y, según su costumbre, me miró bien de frente.
-Supongo -dijo (y su voz era ya más natural y más
amistosa)- que nadie aquí le ha faltado a usted a las consideraciones que le son debidas... Y que no se va usted descontento...
-Me voy muy agradecido por la acogida que he tenido de
Vuestra Alteza y de toda su Casa.
289
MARCEL PRÉVOST
-¿Verdaderamente no ha tenido usted aquí la menor dificultad... con nadie?
-Ni la más pequeña.
-Bien, me alegro, me alegro...
Me pidió la mano y me la retuvo un momento en la suya.
-Tenía usted algunos enemigos en la Corte, señor Dubert... algunos envidiosos que encontraban, sin duda, que se
le trataba a usted con demasiado favor... ¿Querrá usted creer
que he recibido denuncias contra usted?… Denuncias anónimas (su cara se contrajo), infamias que he rechazado con el
pie y que he quemado, por supuesto... En fin, puesto que
quiere usted volver a su hermoso país, celebro mucho que
nos separemos siendo buenos amigos. Le voy a echar a usted
de menos, señor Dubert. Es usted una buena persona y quiere usted mucho a su país.
No pude menos de responder:
-Monseñor, desde que vivo en el extranjero he conocido
cuánto amaba a mi patria.
El Príncipe sonrió.
-También nosotros somos buenas personas, señor Dubert -dijo.- Francia, y Alemania son dos grandes naciones...
que deberían marchar de acuerdo... Desgraciadamente, no se
entienden. No digo que sea exclusivamente por culpa de
Francia. Nuestro Emperador es un gran soberano, pero está,
a veces, mal aconsejado. Los más fieles amigos suyos son a
veces tratadas cruelmente... ¿Sabe usted, señor Dubert, que se
nos pone una guarnición prusiana en el Principado? Hoy los
290
LOS MOLOCH
cascos puntiagudos ocuparán el territorio del Emperador
Hunther. Y el sello de correos de Rothberg será suprimido el
primero de enero próximo. El pretexto para todo esto ha sido la absurda aventura de ese doctor Zimmermann que el
diablo se lleve... Y, a propósito -añadió bajando la voz,
-cuento con la discreción de usted acerca de la majadería cometida por el Príncipe heredero... ¿verdad?
-Seguramente, Monseñor.
Yo seguía en pie esperando que me despidiera.
-Vaya -dijo levantando la cabeza,- aquí tiene usted un
mal día... Y por añadidura, parece que se prepara una manifestación para la salida de la cárcel del doctor Zimmermann.
¿Está esa manifestación dirigida contra mí contra la Prusia?
No lo sé; pero, de todos modos, tendrá molestias.
Por fortuna, ese insoportable químico nos libra hoy
mismo de su presencia y se vuelve a Iena con su camarilla. Es
una pequeña compensación.
¡Ah! no todo es encantador en la vida de los soberanos.
¡Adiós, señor Dubert!…Conserve usted de nosotros un recuerdo un poco amistoso… y vuelva a vernos alguna vez. Le
deseo buen viaje y dichosa fortuna. No hable usted muy mal
de nosotros a sus compatriotas. Dígales usted, ahora que nos
conoce, que no somos bárbaros.
Me incliné y volví a estrechar la mano del Príncipe. En
ese adiós se encontraron nuestras miradas y cambiaron un
poco de simpatía humana.
-¡Qué cosa más rara! -pensé atravesando los grandes salones y los vastos vestíbulos.- He aquí un hombre a quien no
291
MARCEL PRÉVOST
quiero, al que no estoy agradecido, puesto que no ha hecho
más que pagarme lo que me debía, cuyo espíritu está infectado por el peor virus tudesco y cuya vida privada no es admirable... .
Sin embargo, el confiado apretón de manos de hace un
momento, es acaso el mejor elogio de mi abstinencia y la recompensa que mas aprecio del sacrificio sentimental que he
hecho.
En el vestíbulo me encontró de nuevo con el Conde de
Marbach, que se iba a dar su lección de arte militar al Príncipe Max. Y no pude resistir al deseo de burlarme un poco de
él.
-Señor mayor -le dije saludándole respetuosamente,tengo el sentimiento de despedirme, de Vuecencia. Me voy a
París.
-Señor doctor -respondió en tono defensivo, que tenga
usted feliz viaje.
-Aprovecho nuestro último encuentro, señor mayor, para felicitar a Vuecencia por haberse al fin encontrado al verdadero autor del atentado. Esto reduce el suceso a las
proporciones de un simple sainete, y vamos a leer divertidos
chistes en el Simplicissimus.
Creí que me iba a saltar a la cara. Su fisonomía de gato
enfadado se erizó y su espalda se encorvó como para la tensión de un salto. Pero se contuvo, se encogió de hombros y
me volvió la espalda sin responder. Al alejarse, le oí gruñir
con desprecio la palabra, «Welche».
Bajé alegremente la escalera y salí del castillo.
292
LOS MOLOCH
No había dado dos pasos cuando tropecé con un grupo
de gente contenida por el portero del castillo y compuesto de
habitantes de Rothberg en traje de trabajo, y de buen número
de huéspedes del Luftkurort. Aunque no eran mas que unos
ciento, obstruían el estrecho camino entre los dos precipicios.
Aquella multitud no era amenazadora, pero para ser alemana,
me pareció un poco agitada. Vi en ella fácilmente a los siete
demócratas socialistas de Rothberg, reforzados por unos
veinte correligionarios de Litzendorf.
Me dirigí a Finck, el remendón, patrón de la mujer de
Zimmermann y que peroraba activamente de grupo en grupo.
-¿De qué se trata, amigo Finck? ¿Van ustedes a tomar
por asalto el castillo, armados con su tirapié?
-¡Guárdenos Dios de entrar en esa guarida de la tiranía respondió Finck, que se servía con gusto del antiguo vocabulario de la Revolución.- Estamos esperando al doctor
Zimmermann, que va a salir de la cárcel después de una detención injusta de catorce días y que me hace el honor de vivir en mi humilde casa, que es en la que ha nacido.
Queremos llevarle en triunfo porque es un valiente que ve
claro... Si gobernaran en el Principado hombres como él, no
sufriríamos hoy que un contingente prusiano ocupe Rothberg y Litzendorf como país conquistado.
En este momento se elevó una poderosa exclamación y
un remolino nos empujó a mí y al grupo hacia la puerta de la
prisión. La gente gritaba:
293
MARCEL PRÉVOST
-¡Viva Zimmermann! -y hasta (tuve que dar crédito a mis
oídos):- ¡Viva la libertad¡ -La aparición del sabio fue acogida
con salvas de ¡Hoch! Moloch salía acompañado por el ministro de la policía, que se despidió de él con marcas de deferencia. El sabio se adelantó con su invariable sombrero de
copa alta y ala plana bajo el cual revoloteaban a derecha o
izquierda los cabellos blancos. Los faldones de su levita negra, flotaban grandemente y su corbata, ya medio deshecha,
marcaba el compás de su marcha. en la resplandeciente pechera de su blanca camisa. A su lado y dándole el brazo, venía su mujer, que le llevaba la cabeza y muy guapa con sus
cocas y su reluciente traje de tafetán color de berenjena. Las
dos caras estaban radiantes de alegría bajo la enorme puerta
de piedra que les servía de marco como Una vana decoración
de fuerza opresiva. Todas las cabezas se descubrieron; todas
las bocas gritaron: ¡Viva Zimmermann!.. . Y yo también,
sombrero en mano, saludé a la pareja simbólica de la antigua
Alemania, la pareja de la ciencia valerosa y de la abnegación
sentimental.
Pero, de pronto, se elevó en coro detrás de la multitud
un canto muy conocido en las Universidades alemanas, el
canto de Roberto Prutz: Notch ist die Freiheit nicht werloren...
La libertad no está perdida todavía;
No hemos llegado a estar tan bajos…
La libertad renace en todas las canciones
Que lanza la garganta de la calandria...
No, la libertad no está perdida
Mientras un sólo corazón de hombro arda por ella...
294
LOS MOLOCH
Los cuatro que cantaban hendieron la multitud que dejó
pasar aquel grupo armonioso, y se adelantaron en orden
hasta el sabio. Eran Gerta, Franz, Alberto y Miguel, los estudiantes monistas, con su gorra universitaria azul y galón encarnado.
Iba Gerta de la mano de Miguel, y después venían Franz,
pequeño y panzudo, y el gigante Alberto. Detuviéronse ante
el sabio y su mujer, y gritaron: ¡Hoch! ¡Hoch! ¡Hoch!
Moloch abrió los brazos, primero a Gerta y después a
los tres hombres. La multitud, emocionada, aplaudía a cada
abrazo. También aplaudió cuando Gerta y la señora de Moloch se abrazaron sin poder contener las lágrimas. Y acaso la
emoción creciente hubiera hecho que los presentes se entregasen a una manifestación hostil en el recinto del castillo sin
una feliz inspiración de Alberto, cuya sensibilidad se traducía
siempre en actos de fuerza física. Esta vez, en el colmo de la
dicha y el orgullo, cogió al sabio sin prevenírselo, le levantó
en el aire, le sentó como un niño en la ancha palma de su
mano derecha o hizo con la otra un respaldo a aquel asiento
improvisado. La Moloch, que sabía la fuerza hercúlea de Alberto, no se asustó. La multitud se echó a reír y gritó: ¡Bravo!
Alberto, entonces, se puso en marcha y arrastró a todo el
mundo lejos del castillo. Gerta, la de Moloch, Franz y Miguel
escoltaban al pavés viviente sobre el cual se erigía Moloch. Y
la multitud acompañó aquella marcha triunfal, cantando los
antiguos coros universitarios y diversos refranes latinos.
Hasta oí a mi amigo el remendón Finck, lanzar sin que hu-
295
MARCEL PRÉVOST
biera la menor reprobación, un violento «¡Abajo los prusianos!
A todo esto, Alberto, que dirigía la marcha, en lugar de
seguir hacia el Luftkurort, volvió a la derecha y tomó el camino que baja a Rothberg-Dorf. La multitud le siguió, y entre los clamores, entre el polvo, entre el vuelo de los
guijarros, que arrancaba al camino el roce de los pesados calzados alemanes, aquella victoriosa tromba humana, dominada por el impávido Moloch que sonreía y cuyo sombrero
relucía al sol como un nimbo, llegó a la aldea y no detuvo su
ímpetu hasta el puente del Rotha... Y justamente en este minuto apareció al otro lado del puente obra tropa de manifestantes que había bajado en sentido inverso hacia el río y no
levantaba menos polvo ni hacía menos ruido; eran los gansos, todos los gansos de Rothberg, los adolescentes y los
viejos, con las alas en batalla, los pezcuezos tendidos, y
abiertos los amarillos picos, de los que se escapaban vanos
clamores. Todos hicieron una ovación a Moloch libertado.
Sus roncas voces gritaban distintamente: ¡Hoch! ¡Hoch! ¡Hoch!
Y me pareció que un ganso viejo, levantando el pescuezo por
encima de los demás, clamaba distintamente: ¡Nieder mit
Preussen!... (Abajo la Prusia).
296
LOS MOLOCH
V
Cuando la antigua carretela que nos llevaba a Gritte y a
mí con nuestros equipajes hacia Steinach, llegó al recodo
desde donde se descubren por última vez el Lufkurort y el
castillo, rogué al cochero que pusiera los caballos al paso. Y,
cogidos de la mano nos volvimos para llenar bien nuestros
ojos del paisaje. Eran próximamente las tres de la tarde y el
cielo, estaba puro, con ligeras nubecillas muy espaciadas. Las
quintas y el castillo estaban bañados por una luz más dulce
que la del verano, pero casi tan brillante. El cochero paró por
completo, y nos dijo volviéndose en el pescante:
-¿Ha reparado su señoría que todas las ventanas del
castillo están hoy cerradas?... Es que el Príncipe no está contento a causa de la guarnición prusiana que llega dentro de
un momento, y ha querido protestar.
No respondimos y mi mano estrechó la de mi hermanita.
Ambos, sin decírnoslo, sentíamos que estábamos pensando
en lo mismo, que no era, ni con mucho, lo que preocupaba al
Príncipe Otto, a nuestro cochero y a la población de Rothberg... Pensábamos que habíamos mirado aquel mismo pai297
MARCEL PRÉVOST
saje pocas semanas antes, animados el uno y el otro de una
confusa esperanza de sucesos nuevos, conmovedores y romántico en nuestra vida... que nos alejábamos hoy para no
volver... que no se había realizado nada y que nuestro corazón estaba aún un poco dolorido de esta indiferencia del
Destino.
El cochero que, decididamente, era aficionado a la conversación, añadió:
-¿Ha visto su señoría lo que le han hecho a la estatua del
pabellón de caza?
-¿La estatua de Bismerck?
-Sí. Unos graciosos han puesto un bozal al dogo. En
Litzendarf y en Rothberg hay personas que no quieren a los
prusianos... No les irá muy bien por aquí a esos comedores
de nabos...
-¿A quienes llama usted comedores de nabos?
-A los prusianos, pardiez. Su señoría sabe bien que los
prusianos no comen más que nabos.
Y arreó a los caballos para bajar la cuesta a buen paso.
Pronto se estrechó y se ensombreció el paisaje.
El Rotha parecía luchar en velocidad con nosotros para
ver quién llegaba antes a Steinach. Las pendientes se elevaban
más pinas y más altas. Todo el camino estaba bañado de fresca sombra. Gritte be abrigó con la capa y se estrechó contra
mí.
-Gritte...
-¿ Qué, Luis?
-Hay algo que no me has dicho.
298
LOS MOLOCH
Sin responder, apoyó la cabeza en mi hombro, y sentí
latir su corazón junto al mío.
-¿Dejas Rothberg sin pena? -añadí.
-Soy feliz marchándome contigo.
-¡Ah! ¡mujercita! ¡Cómo sabes ya eludir una respuesta
que te molesta! Te pregunto si, aun para ir a París conmigo,
no tienes ninguna pena al dejar este país.
-Siento dejar a la buena señora Moloch y al sabio de su
marido. Me gustará encontrarlos en la estación de Steinach y
viajar con ellos hasta Erfurt.
El doctor y su mujer, habían, en efecto, dejado Rothberg
una hora después de su libertad, según el deseo del Príncipe,
y habían ido a almorzar a Steinach. El mismo tren de las tres
y cincuenta debía llevarnos... Pero, decididamente, Gritte divertía mi curiosidad e insistí:
-¿Entonces, querida mía, son los Moloch todo lo que
sientes de Rotbberg?
Gritte fijó en mí sus, ojos claros y francos.
-¿Max? -preguntó.
-Sí, Max…
Después de un instante de reflexión, me dijo:
-No lo siento mucho
Vi que hablaba sinceramente.
-Entonces -repliqué,- es que ha pasado entre vosotros
algo que no me has contado; algún incidente que os ha alejado al uno del otro, pues erais al principio muy buenos amigos.
-¡Dios mío! ¡Qué curioso eres, mi Luis!
299
MARCEL PRÉVOST
Durante unos minutos, no dijo nada más. Estábamos en
el paso más sombrío y más estrecho de la garganta del Rotha,
en el sitio que impone silencio por su trágica profundidad y
en el que no debe oirse más que la voz de los viejos árboles y
el estremecimiento del río convertido en torrente. Cuando el
precipicio empieza a ensancharse y a aclararse, me dijo Gritte,
sin mirarme esta vez:
-¿Quieres saber lo que ha habido? Pues bien, oye... Max
ha sido mucho tiempo muy cariñoso y muy respetuoso, como un joven de nuestra clase que ha sido bien educado…De
vez en cuando me pedía besarme las manos…sí, las manos,
¿y qué? aunque me pongas esos ojazos, sabes muy bien que
los jóvenes besan a las muchachas. Los padres hacen como
que no lo saben, pero lo sospechan muy bien. Así, pues, de
vez en cuando permitía a Max que me besase la mano...
-¡Oh! Gritte...
-Espera... Pero llegó a no bastarle esto y me pidió permiso para besarme en el cuello. Se lo negué... y él insistió. Se
puso insoportable... Y un día en que estaba yo leyendo en el
bosque, vino por detrás de mi a paso de ladrón y me dio un
gran beso en la nuca... ¡Diablo! tan enfadada me puse, que,
sin reflexionar, le planté un gran bofetón en el carrillo y un
poco en la nariz... púsose rojo y hasta morado, y Como yo
me había echado a correr, vino a mí con el látigo levantado...
Te aseguro que me iba a pegar, pero yo le miré a lo lejos y le
dije: «¡Salvaje! Dejó entonces caer el brazo y se sentó en un
banco volviéndome la espalda... Le dejé allí, y me volví a la
quinta. Después me pidió perdón, pero todo se había acaba300
LOS MOLOCH
do. No podía yo ya estar con él como antes, pues, pensaba
siempre en sus ojos furiosos y en el látigo levantado en el
aire. Esto es lo que ha habido…¡Pero me haces daño, Luis!
Habíala cogido en mis brazos y estrechándola fuerte,
fuerte, como a una cosa mía que me hubieran querido robar
y que me llevaba a pesar de todo. Y pensaba:
«Querida francesita, tú también has sentido como yo el
choque, la ofensa del alma extranjera. Solamente tu instinto
de niña apenas mujer y todavía, no debilitado por la cobardía
de las costumbres, se ha sublevado en seguida, mientras que
yo he razonado tontamente y por mucho tiempo contra mi
instinto.
Nos acercábamos ya al Schweizerhaus cuando el cochero paró la carretela contra la cuneta izquierda y nos hizo seña
de que escuchásemos.
En el silencio murmurador del río, oíase distintamente el
paso de una tropa que subía, aún disimulada por el recodo
del camino.
-Los comedores de nabos -dijo el cochero señalando hacia ese recodo con el látigo.
Aparecieron primero los tambores, caja al lado y los pitos en bandolera; y después los hombres con el arma colgada
de los tirantes, los brazos caídos y alineados imperfectamente, pues para subir la cuesta los habían dejado marchar a discreción. Hablaban poco al andar y marchaban con la cabeza
baja, fatigados ya por otra etapa matutina. Todo el decorado
de la parada prusiana resultaba abolido y no vi más que una
centena de aldeanos disfrazados con un pesado traje de pa301
MARCEL PRÉVOST
ño, casi todos muy jóvenes, con las caras curtidas por la intemperie, abrasados de sol y unas facciones brutalmente dibujadas que evocaban las labores del campo. Solamente los
sargentos, por costumbre, marcaban un poco el paso. El teniente, un niño de veinticinco años, mofletudo y con naciente bigote tratando de imitar las guías triunfantes del
Emperador, andaba al paso prusiano, con el pecho arqueado
y el cuello tiero…
Los miré sin odio.
«Acaso está en las filas de esta tropa el que un día me
matará o caerá de un balazo tirado por mí al azar en el horizonte de una batalla…»
La tropa, sudorosa y polvorienta subía hacia Rothberg.
Gritte y yo la seguimos con los ojos hasta el momento en que
no fue más que una nube confusa de polvo que se desvanecia en la penumbra del camino. Los pinos, los cedros y las
hayas, y también las rocas en que corre el libre Rotha, parecía
que los miraban como nosotros. «¿ Quiénes son estos hombres armados que no habíamos nunca visto?» ¡Selvas, rocas
de Turingia, libre Rotha, miradlos bien; son vuestros dueños
que pasan! Y, por ellos, estás más vencida que nosotros, vieja
Alemania.
La carretela volvió a tomar el trote hasta llegar a Steinach. Gritte y yo no hablábamos y nuestras manos seguían
unidas. Sentíamos el uno y el otro que se rompían los últimos hilos, entre nosotros y aquel suelo extranjero, y esto nos
hacía aún algún daño; pero en medio de la inevitable melan-
302
LOS MOLOCH
colía de los viajes, empezaba a surgir en nosotros la alegría
del regreso.
Al pasar por lo parte vieja de Steinach se evocó en nosotros la imagen de la prometida de Moloch, con su pañoleta
cruzada castamente en el pecho y sus rizos a la inglesa alrededor de la cara, escapándose de su casa para ir a reunirse en
Hamburgo, con el novio proscripto…
En la estación de steiriach encontramos no pocos viajeros con destino a Erfur, pero no a los Moloch. Cuando facturamos los equipajes, entré un instante con Gritte en la
fonda. La cara de la señorita Binger se iluminó al verme como si me hubiera estado esperando para recobrar toda la alegría de su vida.
-¡Oh! señor doctor, cuánto se hace usted desear... ¿Va
usted a Carlsbad con su hermanita para reunirse con S. A. la
Princesa?
La fondista me echó al decir esto una mirada llena de
misterio.
-Precisamente -respondí divirtiéndome en confundir las
cosas en el estrecho cerebro de la cajera.
-No hay medio de ocultar a usted nada Pero mientras
viene el tren, ¿quiere usted darme una tarjeta postal de Steinach?…Mire usted, ésta... que representa la estación sencillamente.
Mientras Gritte examinaba los carteles, escribí con lápiz
la dirección consabida a Carlsbad, y en el otro lado estos dos
versos del Intermezzo:
303
MARCEL PRÉVOST
«Espesas tinieblas me envuelven, mi bien amada, desde
que ya la luz de tus ojos no me deslumbra…
Después fuí a echar yo mismo la tarjeta en el buzón de la
estación, consciente de realizar así un acto equitativo de política sentimental. Pero me daba cuenta de que para ser sincero
hubiera tenido que escribir en la tarjeta postal precisamente
lo contrario de los versos de Heine. Porque entonces era
cuando empezaba a ver claro en mi corazón y me parecía,
que toda mi ventura, retrocedía a un pasado lejano y quimérico y que se reducía a un sueño ligero.
«¡Cóma! -pensé- ¿No ha sido más que esto?»
Antes de entrar en la estación, eché, con todo, una mirada de despedida a Steinach, que con su aspecto prusiano me
desagradó una vez más.
«Alemania prusiana -le dije,- falsa Alemania, no te echaré
de menos, ni conservarás nada de mi corazón ...
Cuando estaba así hablándome a mí mismo, vi que un
soldado, que tenía dos caballos del diestro, me saludaba con
un movimiento de cabeza. Y conocí que uno de los caballos
era del Príncipe Max. Al entrar en la sala de espera, vi al Príncipe hablando con Gritte.
-Está mal -me dijo en un tono de dolorido reproche que
me conmovió,- está mal haber querido marcharse sin despedirce de mí...
-Querido Príncipe -respondí,- yo también siento separarme de usted. Y por eso he querido ahorrarnos la tristeza
de la despedida. Pero ya que está usted ahí, déjeme decirle lo
feliz que me hace el encuentro. ¿Le han indultado a usted?
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LOS MOLOCH
-No -respondió (y la malicia de la infancia borró la tristeza de su cara)- he roto el arresto, sencillamente. Hoy todo
está revuelto en el castillo a causa de la llegada de los prusianos... Me doblarán el arresto, pero me es igual. No me aburrirá menos libre que encerrado, ahora que voy a estar solo.
En este momento una aguda voz de disputa hizo volverse a todas las cabezas de la sala. Y nos vimos a Moloch
con la cara llena de polvo y sudor y gesticulando con los dos
brazos, uno de los cuales blandía el polvoriento sombrero de
copa y el otro un saco de viaje.
-Mi caja de insectos -decía,- ¿quién me ha robado mi
caja de insectos?... Hay en ella un lepidóptero que vale ciento
cincuenta pesos. Y toda la flora del valle del Rotha... Me han
robado mi caja de insectos mientras facturaba mi equipaje...
Voy a pedir indemnización a la Compañía. Soy el profesor
Zimmermann, de la universidad de Iena.
La Moloch llegó a tiempo para calmar esta cólera pues
traía la caja verde. Los concurrentes manifestaban cierta curiosidad alrededor de esta pareja, pero me pareció que la miraban con menos simpatía que en Rothberg. Steinach está
francamente prusianizado y eran conocidas las opimones del
doctor, así como su reciente aventura.
Gritte, el Príncipe y yo fuimos hacia ellos, y el Príncipe
saludó al doctor, que manifestó una viva sorpresa.
-¡Ah! Monseñor, ¿una escapatoria? ¿O lo envían a usted
a acabar sus estudios en Iena, bajo mi férula?
-Me vuelvo en seguida al castillo -dijo Max un poco
cortado;- he querido solamente despedirme de mi profesor...
305
MARCEL PRÉVOST
y de usted. ¿No me guarda usted rencor? -añadió el Príncipe
en voz baja.
-Ni el más pequeño, querido Príncipe -respondió Moloch.
Y añadió dándole la mano:
-Mi único deseo es que este incidente le conserve el sentido de la justicia, ya que está usted destinado a ser un día
pastor de hombres.
Max la dio un abrazo y le besó. Después hizo lo mismo
con la Moloch y conmigo. Solamente Gritte no había sido
besada, y el Príncipe se volvió hacia ella con una vacilación
enteramente cómica. Ya el jefe de estación, con su rojo traje
de general de opereta, estaba haciendo retroceder a los viajeros con fuertes invectivas, pues se aproximaba el tren.
Gritte se puso muy encarnada.
-¿No da usted un beso a su amiguita? -dije a Max.
Los dos sonrieron y, con gran embarazo, se dieron un
primer beso muy ceremonioso. Vi, sin embargo, que la mano
de Gritte estrechaba un poco nerviosamente la mano de su
amigo.
-¡Eneantadores! -exclamó la Moloch.
Y sus tiernos ojos se llenaron de lágrimas.
Llegó el tren rechinando y exhalando como grandes suspiros por todos sus frenos. Moloch se precipitó el primero a
un estribo y trató en vano de abrir una portezuela. Se la
abrimos y entramos todos en el vagón.
306
LOS MOLOCH
El Príncipe cerró la portezuela y siguió hablando con
Gritte y conmigo mientras los Moloch instalaban en el fondo
del coche los sacos de viaje y la preciosa caja verde.
Los ojos de Max, que no querían llorar, miraban a Gritte
con expresión de tierno reproche. Después se fijaron en mí, y
mi corazón se oprimió, pues a través de aquellos ojos, tan
parecidos a los de su madre, había visto el alma de Elsa que
me decía lo que la de Max a Gritte:
-¿Qué te he hecho? ¿Por qué te vas?
El rojo jefe silbó. Estreché la mano del Príncipe y Gritte
le dio la suya, que él besó al vuelo.
-¡Adiós! -dijeron los Moloch echándose encima de nosotros.
Los músculos del tren se contrajeron y la locomotora
arrojó de repente su poderoso aliento. Max seguía en pie en
el estribo.
-¡Hasta la vista, en París! -exclamó Gritte conmovida.
El Príncipe saltó al suelo, y le oímos murmurar todavía:
-¿En París? ¡Ay! jamás iré…
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