Sin salida Por Alan Flores Elmundodealan.com —¡Chingada madre! —grité molesto mientras golpeaba con el puño el volante de mi auto. Había sido un pésimo día en la oficina. Por todas las cosas que tenía en mi cabeza estuve tan desconcentrado que cometí algunos errores en unos reportes que cuando llegaron al cliente, casi nos cuestan el cuello a todos en mi área de trabajo, y tras un par de horas siendo regañado por mi jefe, promesa de despido incluida, ahora me encuentro atrapado en este maldito tráfico. Podrías decir que estar atrapado en el tráfico post laboral, cuando todos salían de sus trabajos y les urgía llegar lo más pronto posible a sus casas para olvidarse del tedio laboral, no podría ser más malo que estar en una oficina escuchando los gritos de mi jefe, pero hoy tenía dos razones de a peso para estar molesto más allá de estar atrapado en el tráfico de la hora. La primera era que por culpa del tráfico iba tarde para una cita y la segunda, es que no quería estar en ese lugar a donde iba más de lo necesario… y menos con la perspectiva de que no tardaría mucho en caer la noche. Cuando al fin logré salir del embotellamiento tomé una de las avenidas laterales de la ciudad y tras unos minutos siguiéndola, logré salir de este mar de edificios de concreto, aunque ya iba algo tarde: aún había un poco de luz solar, pero esta ya era ínfima dado que el sol estaba ya tras las montañas en el horizonte, pintándolas con un aura naranja, mientras que el cielo sobre la ciudad ya se miraba violáceo. —Mierda —volví a maldecir, más por la posibilidad de entrar a ese lugar de noche que la posibilidad de que no me dejaran entrar, pero sin importar qué, no iba a faltar a mi cita: estaría ahí y sería bajo mis términos. Nada más salir de la ciudad decidí manejar a exceso de velocidad por las serpenteantes curvas de la carretera que llevaba al siguiente pueblo, arriesgándome a sufrir un mortal accidente. En el camino divisé algunas patrullas, al parecer alguien antes que yo había tenido ya un accidente, pero ni eso me convenció para bajar mi velocidad aun cuando ahí había patrulles. Por una milésima de segundo consideré que si me veían manejar como loco podrían ir tras de mí, pero nada: al parecer quien fuera el muerto era más importante que un loco con prisa… o ganas de matarse. Me las arreglé para llegar bien al lugar de mi cita: un lugar a unos 10 minutos de la ciudad justo al pie de un cerro. Me aparqué en el amplio estacionamiento y entonces apagué el motor del auto. Bajé de mi vehículo, tomé un ramo de rosas que traía en el asiento trasero y entonces contemplé las grandes paredes blancas que rodeaban el terreno. Aquí estoy, en el nuevo cementerio de la ciudad. Bueno, nuevo lo que se dice nuevo en realidad no es. Este cementerio se abrió al público hace poco más de un año, luego de que el gobierno viera que el viejo cementerio municipal estaba llegando al límite de su capacidad (cortesía, según algunos, de que a nuestro presidente de turno le dio por jugar a los soldaditos con el crimen organizado). La noticia de un nuevo cementerio en la ciudad habría pasado sin pena ni gloria para mí, de no haber sido porque uno de los primeros inquilinos del nuevo cementerio fue alguien bastante importante para mí… Cerré mi vehículo y me acerqué a la entrada, esperando que hubiera algún cuidador para impedirme el acceso al cementerio dada la hora… pero nada, el arco que marcaba el acceso al cementerio estaba solo con sus dos grandes rejas blancas abiertas de par en par. Miré nuevamente a todas direcciones, solo para asegurarme que de verdad no hubiera alguien que retrasara más mi estancia en ese lugar, pero nada. El lugar estaba tan desierto como… bueno, como se esperaría de un cementerio. “Que suerte”. Pensé, feliz de que al fin algo me hubiera salido bien ese día y sin más, penetré en el lugar. Aún un poco nervioso por estar donde me encontraba, no pude evitar caminar por las pequeñas calles elegantes de esa ciudad de muertos, admirando cada detalle de mi pequeño tour, ya que las diferentes tumbas que había en el lugar hacían un espectáculo divertido de mirar. Había tumbas de todos tamaños, formas y colores: desde la clásica cruz de mármol, hasta algunas un poco más elaboradas, como una que técnicamente era una pequeña capilla, propiedad, según me enteré por chismecillos, de un narco bastante pesado en la ciudad pero que fuera abatido en uno de los ya cotidianos enfrentamientos entre el ejército y algún grupo criminal armado. Pero al pasar la primera mitad del cementerio, el glamur se acabó y mostró un cementerio un poco más rustico: tumbas que sólo eran un montón de tierra en el suelo, algunas cercadas con ladrillos y otras más con arreglos florales que nada más eran una lata vieja con tierra de la que se asomaba una ya marchita rosa. Era como mirar un jardín mal cuidado, un jardín que se alimentaba de carne humana. Y ahí fue cuando la vi. Era una muchacha bastante delgada, de cabello largo, rizado y rubio. Tenía una piel blanca y era casi tan alta como yo. Vestía una blusa negra con un chaleco blanco, y una larga falda rosa. Miraba con tristeza algo en el suelo, miré en la misma dirección y vi una tumba, tal vez la más abandonada de ese jardín de muerte: sólo era un montón de tierra sobre la superficie. —Buenas tardes —saludé a la señorita, esta, por su parte, se sobre saltó, como si yo la hubiera sacado de sus pensamientos —ya es un poco tarde, ¿no creé? Miré al cielo, se veía cada vez más negro, y dentro de poco se haría más difícil de ver en el lugar. ¡¿Cómo se me ocurrió detenerme a perder el tiempo así?! —Sí —dijo ella para luego posar la vista en la tumba nuevamente. Le miré, sintiendo la tristeza en sus ojos. No me atreví a preguntarle qué tenía de especial esa tumba, pues yo ya tenía mis propias piedras en mi mochila como para cargar con las de alguien más, así que hice lo primero que se me ocurrió para poder salir lo más pronto posible de esa escena: tomé dos rosas de mi ramo y las coloqué sobre el montón de tierra. —No importa quién esté aquí —dije tras dejar las rosas —pero es una pena que nadie lamente la muerte de esta persona. Con estas dos rosas, yo lamento su muerte. La muchacha me miró, sorprendida por mi acto, pero no dijo nada más. Yo incliné la cabeza en señal de despedida y continué con mí caminar. Atravesé de lado a lado ese jardín de muerte, hasta llegar al extremo final del cementerio, donde estaban los nichos, y ahí me dirigí hasta uno de los últimos, donde estaba mi cita: Mi amada Leonora. Leonora, mujer de la más bella virtud, mujer que conocí de niña y vi convertirse en mujer, mujer que amé en mis más locos sueños y en mi más cuerda realidad, y que vi arrancada de mí apenas un año por de un maldito conductor ebrio que salió impune de su atroz crimen solo porque su padre era un hombre importante del ayuntamiento. ¡Nuestro presidente habla de justicia! ¡Justicia para justificar su guerra estúpida! ¡Y cuando yo, un ciudadano de este país exige justicia cuando lo más preciado de su vida le ha sido arrancado! ¡La justicia se inclina a favor del desgraciado más poderoso! Lloré, lloré su muerte como nunca en mi vida había llorado, pero tras muchas lágrimas derramadas, al fin pude superar la muerte de mi amada Leonora y continuar con mi vida, y aquí estoy ahora, un año después, viniendo a rendir tributo a la memoria de la mujer más maravillosa que jamás conocí en vida. Dejé mi ramo de rosas a los pies del nicho de mi amada, me senté sobre una piedra frente a este (¿o sería una lapida improvisada?) y comencé a rezar un pequeño rosario para rogarle a ese dios inmisericorde, ese que no hizo nada para salvar a mi amada de su trágico destino, que se apiadara de su alma y le entregara a ella el descanso que a mí tanto me había negado en el último año. Abrí los ojos, y por un segundo el terror se apoderó de mí, pues no vi nada más que sombras. “¡Estoy ciego!”. Fue lo primero que pensé, pero cuando unas siluetas comenzaron a hacerse presentes ante mis ojos, y las estrellas titilaron como pequeños faroles celestiales, fue que lo entendí todo: me había quedado dormido, víctima de la fatiga mental, y la noche había llegado al cementerio. Lo que más había tratado de evitar en mi loca carrera hasta aquí, me había alcanzado. El terror que me había dominado por mi creída ceguera regresó, pero con más fuerza cuando me di cuenta de mi precaria situación. —No… —gemí —no otra vez… El recuerdo regresó vivido a mi memoria: Mi abuelo había muerto cuando yo era niño, y tras su velorio, lo llevamos a enterrar. Esa fue la primera vez que estuve en un cementerio, y como mi abuelo no era alguien cercano a mí y yo estaba en la edad de la curiosidad, me valí de la primera distracción de mis padres para ir a explorar tan llamativo lugar, pero pagué mi error caro, pues ninguno de mis familiares notó mi ausencia, y abandonaron el lugar sin mí justo cuando los cuidadores cerraron el lugar. La noche no tardó en caer, y pasé las 12 horas más largas de mi vida, rodeado por muertos y demás cosas indecibles dignas de un escenario para una película de horror, cosas tan aterradoras que aun hoy no sé decir si realmente sucedieron, o fueron bromas de mi aterrada mente infantil. Pero ahora, que me encuentro ante la perspectiva de enfrentar un escenario similar, prefiero creer que todo eso que vi aquella noche… solo fueron desvaríos de mi atormentada imaginación. Como pude, me puse de pie, apoyándome con el nicho de Leonora. —Leonora —pedí en voz baja —si tuviste la fortuna de llegar hasta nuestro dios redentor, por favor, intercede con él por mí para que pueda escapar de esta pesadilla. Si bien no podía ver nada, marqué una ruta mental: si me seguía derecho sin importar qué, de seguro llegaría al arco de la entrada y podría escapar de esa horrida situación que hacía que mi corazón palpitara tan fuerte, que podía escuchar mis propios latidos… espera… ¿eran mis latidos? Me giré sobre mí mismo y miré fijamente el nicho de Leonora, expectante a que pasara algo, nada. Pero cuando estaba pensando que ya eran mis nervios, algo pasó. Toc. Se escuchó un leve toc saliendo de la tumba de mi amada. No podía ser, tenía que ser mi imaginación. Toc. Otra vez. No, no podía ser. Toc, toc… ¡toc! Uno cada vez más, y más, y más fuerte. No lo soporté, salí corriendo lo más rápido que pude, pero si hay algo que uno nunca debe hacer es correr por un terreno que no conoce, y más si ese terreno está mal nivelado como lo era ese jardín de los muertos, así que al pisar una piedra en el camino, caí de bruces y me golpee tan fuerte en la cara que creí que se me aflojarían los dientes. Me reincorporé, y con mi lengua exploré todos mis dientes. No había ningún problema con ellos, aunque si pude saborear un poco el sabor de mi propia sangre. Miré a todos lados, debía haber un cuidador, alguien que me escoltara fuera de esta pesadilla, pero no había señales de alguien, al menos no de alguien vivo. Sombras, vi varias sombras. Pero no del tipo que sale cuando un cuerpo se interpone entre la luz. Estas eran siluetas, siluetas negras de formas imposibles de interpretar, moviéndose torpemente entre los árboles, pero con algo en común: todas ellas acercándose a mí. —No… —rogué comenzando a verme rodeado —no… Rápidamente miré una zona de ese mortal círculo que se cerraba sobre mí que no era bloqueado por alguna de esas criaturas, tomé un impulso y corrí por ahí a todo lo que me daban mis pies y piernas. Salí del maldito jardín y entré a la ciudad de los muertos. Por el rabillo de mi ojo veía como varias de esas siluetas se asomaban por entre las tumbas, acechándome, esperando solo un error mío para dejarse ir sobre mí y someterme a un destino que de seguro sería peor que la misma muerte. Al fin a lo lejos la divisé: mi tan ansiado arco liberador, solo unos metros más y podría escapar de esa pesadilla… ¡Pum! Me di de bruces con algo duro y caí contra el suelo. Me sobé mi nariz y levanté la mirada para ver qué era: la maldita reja. —No… ¡No! —grité aterrado y tomé los barrotes de esa maldita construcción y comencé a agitarlos con fuerza tratando de abrirlos, pero nada. Miré mi auto. Podía verlo desde ahí, a tan solo unos metros de mí. —Tan cerca… y tan lejos… —gemí. En ese momento, una fría mano se colocó en mi hombro, provocándome un escalofrío. Yo grité, grité más fuerte de lo que nunca había gritado en mi vida. Y me giré casi llorando para ver a la criatura que habría de acabar con mi cordura para siempre, pero el terror se acabó cuando frente a mí vi una esbelta figura y una voz conocida me preguntó. —¿Estás bien? Yo no la conocía, pero eso no me importó. Abracé a la chica de esta tarde, feliz de haber encontrado a otro ser vivo. Estaba yo tan aterrado, que podía sentir mi cuerpo como si fuera de hielo. —Los fantasmas —le gemí —los fantasmas… me persiguen. —¿De qué hablas? —preguntó con una voz dulce —aquí no hay nadie. Miré a su espalda y era verdad: el cementerio se encontraba perfectamente en calma. ¿A caso todas las visiones que vi fueron bromas de mi sugestionada mente? Aun así, yo estaba hecho presa del más absoluto de los terrores. —No me dejes por favor —le pedí —no me dejes… La chica pareció complacida con mi petición, ya que ella también me abrazó. —Ya, ya —dijo con un aire maternal —no voy a dejarte. —Ay que salir de aquí —dije —hay que salir de aquí. —Ven —dijo ella separándose y tomándome de la mano —conozco una salida. Bordeamos la pared blanca del cementerio, hasta llegar a una parte donde la pared de concreto desaparecía y se volvía una malla de alambre, y ahí, bajo un árbol, lo vi. —¡Es un hueco en el alambrado! —gemí feliz por ver mi pesadilla próxima a su fin. —Cuando construyeron este cementerio —explicó mi guía —este muro originalmente era una malla. Cuando pusieron el muro, los albañiles olvidaron tapar este pedazo. No le presté más atención a la chica. Salí disparado hacia ese agujero y aunque era algo pequeño, lo crucé. Salí del cementerio, sintiéndome libre de esa pesadilla. Abrí mis ojos y lo primero que vi fue… ¿Leonora? La muchacha de cabello rizado se quedó mirando la esquina del panteón, sonriendo. Uno de los cuidadores del panteón, un hombre de edad avanzada y de andar encorvado, se acercó a ella. —Entonces… —comenzó con su voz de anciano —¿ya cruzó? —Sí —dijo ella satisfecha —su alma encontró la paz que tanto buscaba. Solo necesitaba alguien que le mostrara el camino. —Es una pena ese pobre realmente —dijo el hombre —hace un año trató de llegar aquí a ver su difunta esposa, y se accidentó en una de las curvas de la carretera. Desde entonces se aparece aquí para traerle flores a su amada… y la verdad había sido una lata porque su fantasma espanta a la gente y atrae a los charlatanes de lo paranormal. —Bueno, entonces qué bueno que me encargué de él —dijo lo muchacha sonriendo. —En fin, sobre el pago… —comenzó el hombre, pero la muchacha sonrió. —No sé preocupe, ya lo cobré —dijo y mostró dos rosas marchitas —creo que estas dos rosas, bien valen las molestias. —Bueno, como quiera —dijo el anciano —mejor para mí. Ahora vamos para fuera, ya es hora de cerrar el panteón. La muchacha asintió y comenzó a seguir al anciano. Miró las dos rosas en sus manos y luego al cielo. Solo pude darle descanso a tu alma, pero espero que en el más allá, seas capaz de encontrarte con aquella a quien amas.