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El bien que hace la empresa
Robert G. Kennedy
Serie Pensamiento Social Cristiano
Smashwords Edición
© 2012 por el Instituto Acton
Una huella del Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad
Edición Notas de la licencia
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CONTENIDO
Prefacio
I. Introducción
II. Breve historia del pensamiento cristiano respecto de los negocios
III. Los aportes de la Economía y el Derecho a los negocios
IV. Panorama sobre la tradición social católica
V. La empresa y el bien común
VI. ¿Cuál es el bien que hace la empresa?
Referencias
Acerca del autor
PREFACIO
Probablemente haya más cristianos en el mundo de los negocios que en cualquier otra área de
trabajo. Esto no tiene que ver con una especial compatibilidad entre el cristianismo y la empresa,
sino simplemente a que esta última abarca una gran cantidad de actividades remunerativas de la
vida cotidiana. Los negocios están en todas partes. Resulta natural entonces que los cristianos
sean participantes activos en las empresas.
No obstante, tal como Robert Kennedy señala en este volumen, el pensamiento social de
la Iglesia no ha puesto sobre la empresa el énfasis que su vigencia amerita. Los pensadores
cristianos de lo social han ignorado especialmente las formas en que la empresa contribuye al
bien común y privado: “el bien que genera la empresa”. Con experiencia en el mundo de los
negocios y también experto en teología y administración de empresas, el profesor Kennedy
comienza a paliar esta deficiencia en este primer número de la Serie de Pensamiento Social
Cristiano del año 2006.
Todos los temas tratados anteriormente en esta serie –justicia, trabajo, inmigración,
corrupción y derecho de daños– están de algún modo relacionados con los negocios. Cuando los
principios de derecho son estables, la empresa se beneficia, pero cuando incumple la ley o
participa en prácticas corruptas, se perjudica. De la misma manera, las empresas se ven afectadas
por una cultura litigiosa que reprime el impulso emprendedor y la asunción de riesgos, pero
contribuyen a dicha cultura al producir artículos dañinos o al actuar de manera legal o
moralmente problemática. Las empresas dependen del trabajo calificado y confiable; de hecho,
en muchos aspectos las empresas son sus empleados. Al tratar a sus empleados, a sus clientes y a
otras empresas de manera justa, las empresas contribuyen al bien común.
En este volumen el profesor Kennedy trata sobre éstas y otras obligaciones morales de y
hacia las empresas. En su propuesta nos ayuda a dilucidar cuál es el lugar de la empresa moderna
en la sociedad contemporánea. A la luz de la tradición del pensamiento social cristiano, sus
puntos de partida son lo que conocemos acerca de la moral a través de la razón y la revelación, y
lo que conocemos acerca de los negocios a través de la observación empírica. A través de este
método, articula las responsabilidades de la empresa de manera realista y, a la vez, en
consonancia con las verdades permanentes de la ley moral.
Entre las investigaciones del profesor Kennedy podemos destacar el actual debate sobre
la “responsabilidad social” de la empresa, que aborda con una perspectiva original y lúcida. Al
parecer, las obligaciones sociales de las empresas son más y menos que lo que muchos
contemporáneos creen.
Los empresarios no están libres de pecado y el profesor Kennedy no pretende que las
empresas sigan su modelo en todo momento. Lo que presenta es, sin duda, un ideal, pero un ideal
que muchas empresas persiguen en sus actividades diarias. En otras palabras, el pensamiento
social cristiano ofrece un standard al que hombres y mujeres de empresa pueden y deberían
aspirar; ese standard es cumplido, a veces a raja tabla y otras pobremente, por los muchos y
diversos individuos que integran las innumerables compañías que pueblan el panorama
económico mundial. El desafío no es en esencia diferente del que enfrenta todo cristiano al vivir
su vocación.
Kevin Schmiesing
Acton Institute
I
INTRODUCCIÓN
Este libro trata sobre el bien que hace la empresa. Más precisamente, es una reflexión, a la luz de
la tradición social cristiana, acerca del verdadero rol que las empresas juegan en la vida moderna
y su decisiva contribución al bien común de las comunidades en que vivimos.
Si bien no solemos pensar de esta manera, uno de los principales desafíos políticos de la
era moderna ha sido articular la integración de las empresas dentro de la vida y estructura de la
comunidad civil. Este desafío tuvo sus comienzos en la Europa premoderna, a finales de la Edad
Media cuando el comercio y el intercambio empezaron a activarse. Esta necesidad se acentuó
con el descubrimiento europeo del Nuevo Mundo y se extendió luego por los continentes bajo la
bandera de la Revolución Industrial. Hoy, al hablar de los “nuevos” desafíos de la globalización,
en realidad sólo estamos señalando un viejo problema que ha tomado dimensiones mundiales.
Mientras que el comercio es tan viejo como las comunidades humanas, la empresa
(entendida como un sistema de organización del trabajo y del comercio, que incluye compañías
estables y mercados formales) es hija de la civilización. En sus primeras manifestaciones en el
mundo antiguo, la empresa era principalmente algo personal (esto es, mercaderes individuales en
lugar de compañías) y se ocupaba de bienes que no eran producidos localmente. El mercader era
una suerte de agente de transporte, que compraba en un lugar y vendía en otro. Los granjeros y
artesanos vendían sus bienes y servicios a sus vecinos más o menos de forma directa. Las
grandes fortunas por lo general dependían de la posesión de tierras, y no del éxito comercial.
Ciertamente había costumbres y leyes, pero nada tan sistemático como lo que conocemos en la
actualidad.
Los bancos y otras organizaciones de comercio se desarrollaron a fines de la Edad Media,
pero fueron los primeros signos del verdadero comercio global durante los siglos XV y XVI los
que provocaron el desarrollo de un verdadero sistema de negocios. Esto a su vez planteó nuevos
desafíos para las estructuras políticas y sociales de la época. Las actividades de las empresas
generaron (o al menos sirvieron para acumular) gran cantidad de riquezas. Se expandieron así las
fronteras nacionales e incluso las continentales. Junto con las riquezas llegaron el poder y la
influencia que podían y lograron rivalizar con los de reyes y príncipes salvo en el control
político. ¿Cómo controlar a una organización de comercio si por ejemplo, sus casas matrices se
encuentran en Londres, Amsterdam o Madrid pero sus decisiones operativas se toman en
Calcuta, Yakarta o Ciudad de Méjico?
La continua expansión del sistema de comercio no sólo desafió a los gobernantes sino
también, finalmente, a las estructuras políticas. Como algunos han señalado, parece haber una
importante conexión entre el sistema de economía de mercado y las formas democráticas de
gobierno.1 En ausencia de barreras artificiales, un sistema de negocios ignora condiciones como
títulos de nobleza o estatus social, aunque sí respeta la astucia, la energía y la determinación. En
los lugares en que florecieron los negocios –tal vez como condición para que esto sucediera– los
gobiernos se tornaron menos monárquicos y más democráticos.
También aparecieron desafíos culturales. Dado el crecimiento de la actividad económica
sistemática en España e Italia, la Iglesia católica se vio forzada a revisar su postura sobre la usura
y otras prácticas comerciales. A pesar de que hoy son poco recordados, un conjunto de brillantes
teólogos españoles en los siglos XVI y XVII se dedicó a pensar profundamente sobre las nuevas
realidades económicas.2 Estos trabajos sentaron las bases para la economía moderna.3
En el siglo XIX, con la Revolución Industrial en pleno desarrollo en Inglaterra y
Alemania, los desafíos planteados por los negocios a la política y a la cultura eran agudos. Los
antiguos patrones de vida, basados en la tierra y los oficios tradicionales, en la aristocracia y la
Iglesia, fueron trastocados en una generación. Las nuevas tecnologías, así como las nuevas
formas de organización del trabajo y de emplear la riqueza se convirtieron en poderosos agentes
de cambio permanente.
Muchos de los cambios trajeron aparejados variados resultados. Por un lado, las
manufacturas (y otros bienes) se tornaron accesibles para buena parte de la población que antes
nunca hubiera podido adquirirlas. Por otro lado, muchos en Europa pudieron escapar de la
opresiva vida de servidumbre rural sólo para entrar en una suerte de nueva servidumbre en
pueblos y ciudades industriales. Los vulnerables en el viejo orden también lo eran en el nuevo,
sin embargo las protecciones existentes en la sociedad rural a menudo desaparecieron en las
fábricas y en las minas.
Debido a los trastornos y la falta de previsibilidad creados por el nuevo sistema
comercial, había un deseo natural de administrarlo y controlarlo, tanto por aquellos que habían
sido arrastrados en él como por aquellos que deseaban preservar sus posiciones de status y poder.
Los intentos por guiar el sistema comercial adoptaron la forma de socialismo (en una desus
variantes), distintos sistemas regulatorios, o quizás a través del aprovechamiento de las energías
políticas y culturales para contener la marea en favor de estructuras económicas más primitivas.4
Al final, por supuesto, ninguno de estos intentos logró ser un éxito total, y algunos han
sido fracasos rotundos y costosos. Estos fracasos no han desalentado a aquellos que dominaran el
sistema comercial –en muchos casos ni siquiera los han persuadido a adoptar diferentes tácticas–
por lo que el desafío subsiste.
También persiste en el público cierta desconfianza hacia las empresas, especialmente las
grandes corporaciones. Tememos al poder que poseen para afectar la vida de un gran número de
personas y con frecuencia nos preocupa que no busquen utilizarlo apropiadamente. Esta
desconfianza no se morigera con el fracaso de los líderes empresariales (por no decir de los
economistas y otros pensadores de la empresa) para explicar cómo los negocios se integran al
orden social.5
Notes
1. Ver Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism (Nueva York: Simon and
Schuster, 1982).
2. Ver Alejandro A. Chaufen, Faith and Liberty: The Economic Thought of the Late
Scholastics (Lanham, Md.: Lexington Books, 2003) y Juan Antonio Widow, “The Economic
Teachings of Spanish Scholastics”, en Hispanic Philosophy in the Age of Discovery, ed. Kevin
White, Studies in Philosophy and the History of Philosophy N° 29 (Washington, DC.: Catholic
University of America Press, 1997), 130-44.
3. Ver Joseph Schumpeter, The History of Economic Analysis (New York: Oxford
University Press, 1954).
4. Globalización es un término fluido, pero podemos entenderlo (al menos) como la
expansión del moderno sistema empresarial en todo el mundo. El mismo tipo de problemas que
surgieron con la aparición del sistema empresarial en Europa y América del Norte está ahora
confrontando con los países menos desarrollados del mundo que no sólo deben lidiar con los
desafíos internos que sus comunidades enfrentan, sino también con la competencia ofrecida por
las economías desarrolladas. La historia sugiere que por mucho que quieran hacerlo, no es
posible resistir el sistema empresarial y lograr la prosperidad relativa.
5. Tampoco contribuye a mitigarlo el inesperado y evidente mal comportamiento de
gerentes y ejecutivos responsables de las grandes empresas. Para toda una generación, los
nombres de empresas como Enron, Tyco, Worldcom, Parmalat evocan imágenes de empresas
fuera de control.
*****
II
BREVE HISTORIA DEL PENSAMIENTO CRISTIANO RESPECTO DE
LOS NEGOCIOS
Si bien la teología cristiana se centra apropiadamente en la vida y las enseñanzas de Jesús, sigue
siendo heredera tanto de la tradición religiosa judía como de su cultura y filosofía secular. El
pensamiento cristiano primitivo repite las actitudes y la ambivalencia de estas dos tradiciones,
por lo que es necesario entender cómo dichas raíces han contribuido a configurarlo.
Una raíz del pensamiento cristiano: la tradición judía
La tradición judía, reflejada en parte en el Antiguo Testamento, consideraba a la prosperidad
como un signo de la gracia de Dios, pero aun así veía a la riqueza como una tentación a
distraerse de las obligaciones con Dios y el prójimo. El pueblo de Israel fue una y otra vez
seducido para apartarse de la observancia de la Ley mediante la prosperidad y el placer físico.
Olvidó que su verdadera fortaleza reside en la fidelidad a su alianza con Dios y no en las
posesiones materiales. Ante el apartamiento, la respuesta de Dios, tal como había sido anunciado
y manifestado por los profetas, fue retirar su protección y exponer a Israel y Judea a sus
enemigos. La riqueza nunca había sido, ni era, la garantía de su poder contra Asiria o Babilonia.
Sólo cuando el pueblo regresó a la observancia fiel de los deberes de la alianza, Dios restauró su
protección y éste pudo restablecer las bases de su prosperidad. Sólo entonces recordó que toda
riqueza es un regalo de Dios y no un sustituto de su amistad.
En consecuencia, en el pensamiento judío el hombre sabio no es necesariamente alguien
que renuncia a la riqueza, sino alguien que entiende cuál es su papel en la vida humana.1 Al igual
que Job, respeta y disfruta de las posesiones materiales, pero nunca olvida que la amistad con
Dios –no la riqueza, el status o el poder– es el elemento definitivo de la vida humana. El necio
malinterpreta esto. Cree que puede remplazar a Dios de una u otra manera y coloca a la riqueza y
su búsqueda en el centro de su vida.2 De este modo, la tradición judía, de la cual los primeros
cristianos son herederos, miraba a la riqueza (y por ende al comercio) con cierta preocupación y
suspicacia.
La primera comunidad cristiana, tal como se señala en Hechos, al parecer tenía en común
la propiedad de todas las cosas.3 Algunos han concluido que esta práctica debería haber sido
tomada como un modelo para las posteriores comunidades cristianas y que evidencia una
fundamental hostilidad cristiana hacia la propiedad privada. Sin embargo, es probable que esta
visión no sea correcta. Otros pasajes del Nuevo Testamento refuerzan la idea de que los judíos
veían que la riqueza podía ser un obstáculo para establecer una relación personal con Dios y
asegurar que sea utilizada correctamente. Si bien se observa cierta crítica respecto de los medios
por los que la riqueza era a veces adquirida, la posesión en sí no era condenada.
La literatura sapiencial del Antiguo Testamento enseña a los hombres el temor al Señor y
a mantenerse fieles, a ser laboriosos (a fin de satisfacer sus necesidades básicas), y a reconocer
que la prosperidad es un regalo del Señor.4 Las enseñanzas de Cristo y los apóstoles, tal como se
relata en los evangelios y las epístolas, afirman este enfoque de la riqueza: la adquisición de la
propiedad es aceptada, pero el excesivo apego a los bienes (“el amor al dinero”) es condenado.
Otra raíz: la visión de los negocios en el pensamiento griego
A partir de la segunda generación de la comunidad cristiana, a medida que la fe en Cristo se
propagó más allá de la nación judía hacia el mundo greco-romano, los cristianos se encontraron
ante dos realidades. La primera fue la riqueza y la complejidad de un mundo marcado por una
relativa paz y estabilidad, lo cual sentó las bases para la expansión del comercio. La segunda fue
la filosofía griega.
Las dos grandes figuras de la tradición filosófica griega fueron Platón y Aristóteles.
Ambos pertenecían a familias ricas y miraban con recelo a la clase comerciante. En La
República, en la que Platón describe su visión de la sociedad ideal, los mercaderes y
comerciantes son una clase inferior de ciudadanos (“de poca utilidad para cualquier otro
propósito”) y les era dado un rol limitado.5 En su libro posterior, Las Leyes, reconoce el valor de
su trabajo, pero también considera que tal trabajo es corruptor. Por lo tanto, prohíbe a los
ciudadanos participar en esa actividad, directa o indirectamente, y la reserva exclusivamente para
los extranjeros.6
Del mismo modo, Aristóteles, quien no era enemigo de la riqueza como tal, distingue dos
modos de vida, uno relativo a la adquisición de suficientes bienes para llevar una buena vida a
fin de mantener una casa (oikonomia) y el otro ya no relativo a la adquisición de bienes sino del
dinero (chrematismos).7 La oikonomia está naturalmente limitada a las necesidades de una
familia y es la base de una sociedad próspera. En este estilo de vida, cuando se acumula
suficiente riqueza para satisfacer las necesidades de la casa, las energías, que en principio se
destinaban a la adquisición de bienes, pueden derivarse hacia las actividades placenteras de un
hombre libre, tales como filosofía, estética, participación en los deberes cívicos, etcétera.
El chrematismos, por el contrario, conduce a la acumulación de dinero sin límite, y por
esa misma razón es irracional. La persona que persigue ese estilo de vida, si realmente está
buscando aún más dinero (y no, digamos, el poder, la fama o la admiración que el dinero trae
aparejado), está intentando poseer más de lo que puede utilizar. Al hacer eso, ignora otras
actividades y metas (cultivar amistades, por ejemplo) por el solo hecho de que no le daría ningún
beneficio adicional.
La oikonomia es la ocupación apropiada de un ciudadano, mientras que el chrematismos
se considera impropio de un hombre libre y de un ciudadano. Tanto Platón como Aristóteles
pensaban que una vida consagrada a la acumulación ilimitada de dinero (el cual consideraban
una herramienta) era un sinsentido, porque el valor de una herramienta está siempre en su uso, no
en su mera posesión. Ninguna persona razonable pretende adquirir herramientas sin tener en
cuenta los objetivos que nos permiten lograr.
La clave para entender su hostilidad hacia la actividad comercial, por lo tanto, reside en
su concepción (explicada in extenso por Aristóteles) de que los comerciantes genuinamente
aspiran a la adquisición ilimitada de dinero.8
Se puede razonablemente argumentar que Platón, Aristóteles y sus discípulos tenían una
visión demasiado restringida de la vida económica. Estudios modernos revelan que la vida
económica del mundo antiguo era bastante más sofisticada que las descripciones de los filósofos
nos llevarían a creer.9 Adicionalmente, lejos de ser auténticos chrematistikoi, hay buenas razones
que nos llevan a pensar que muchos comerciantes aspiraban a acumular suficientes riquezas para
satisfacer las necesidades del hogar y retirarse a una vida de agricultura y oikonomia.
Adicionalmente, lejos de ser auténticos chrematistikoi, hay buenas razones que nos llevan a
pensar que muchos comerciantes aspiraban a acumular suficientes riquezas para satisfacer las
necesidades del hogar y retirarse a una vida de agricultura y oikonomia. Sin embargo, la
caricatura del comerciante astuto e insaciable es común a lo largo de la historia, aunque sea sólo
ocasionalmente precisa. Platón y Aristóteles no crearon la caricatura, pero asumieron sus
verdades, y sus puntos de vista influyeron en gran medida la formación de las actitudes de la
cultura secular en la que surgió la Iglesia primitiva.
El extendido mundo de los primeros cristianos era el mundo de la pax romana, la paz
romana. Un mundo en el que viajar era relativamente fácil y seguro, tal como lo evidencian los
viajes misioneros del apóstol Pablo. También era un mundo seguro para el comercio, y así pudo
prosperar. Durante estos años hasta bien entrada la Edad Media, cuando los filósofos y teólogos
escribían acerca de los negocios tenían en mente a los comerciantes y no a los agricultores y
artesanos. El empresario arquetípico era el comerciante.
Esto dio lugar a ciertas dificultades conceptuales, dado que el trabajo del comerciante no
era suficientemente valorado. Mientras que el trabajo del agricultor o del artesano claramente
modificaba la tierra o el material sobre el que trabajaba, el del comerciante por lo general no
producía ningún cambio real en sus mercancías. Su contribución era transportar productos de un
lugar a otro y cargar lo que podía hacia su destino. Además, el stock del mercader en el comercio
no solía ser un artículo de primera necesidad. Alimentos, ropa y vivienda eran productos de los
miembros permanentes de la comunidad: agricultores y artesanos. Por el contrario, el
comerciante se alejaba frecuentemente de su comunidad y a menudo trabajaba además con
elementos de lujo. Estos factores –desarraigo, una incorrecta comprensión de su contribución, la
naturaleza de las mercancías– probablemente contribuyeron a que el comerciante tuviera con
frecuencia una baja consideración en el mundo antiguo.
Las bases de la Edad Moderna
Veinticinco años después de que Colón desembarcara en el Caribe, Martín Lutero planteó
formalmente su desafío a la Iglesia católica. Ambos acontecimientos sirven para ilustrar dos
grandes retos que debió enfrentar la Iglesia luego de la Edad Media. El desafío externo era
evangelizar al Nuevo mundo (incluyendo al África subsahariana, las Indias y el Lejano Oriente,
todos conocidos para el mundo medieval pero fundamentalmente inaccesibles antes de los viajes
marítimos). El desafío interno era preservar la integridad de la cristiandad. En contraste con su
éxito durante la Edad Media, en este período la Iglesia fracasó de manera significativa en abordar
ambos desafíos. La íntima asociación entre la actividad de los misioneros católicos con las
brutalidades de la conquista y el colonialismo limitaron el éxito de la evangelización, y la
Reforma dividió permanentemente al cristianismo en Occidente.10
Sin embargo, a pesar de la disminución de su influencia en la sociedad, la Iglesia asumió
un rol activo y desarrolló una significativa tarea de discernimiento en materia de comercio. El
descubrimiento de América así como la Reforma impulsaron a los obispos a instituir reformas de
largo alcance y, a su vez, condujeron a los teólogos a elaborar un extenso cuerpo de análisis y
doctrina en teología moral, de la cual una parte importante trataba sobre la práctica comercial y
la economía política.
El punto de partida para el análisis de los teólogos fue pastoral. A medida que el
comercio pasaba a ocupar una parte importante de la vida, los obispos y pastores se veían
confrontados con frecuencia en la vida confesional y pública con problemas relativos a dilemas
morales sobre asuntos de negocios.11 Los teólogos, en particular los escolásticos españoles de los
siglos XVI y XVII, formularon respuestas elaboradas y sagaces. Asumieron que los hombres de
negocios católicos verdaderamente deseaban ser guiados por sus análisis (de modo similar a los
doctores católicos que acudían a los teólogos en busca de apoyo moral durante comienzos del
siglo XX).
Reconocieron que el mundo del comercio no era exclusivamente católico, o incluso
cristiano, y así situaron sus debates en el seno de los tratados de justicia. Por lo general, las
exigencias morales para los negocios eran entendidas como los requisitos de la virtud de la
justicia y no los principios del Evangelio (aunque la justicia difícilmente esté en conflicto con el
evangelio). Estos teólogos también reconocieron la legitimidad del comercio y su papel vital en
el suministro de bienes para la comunidad y en el incremento de la riqueza de la nación. El
comerciante honesto, según su visión, llevaba a cabo la obra de Dios mediante la distribución
equitativa de los recursos que el Creador había esparcido de manera dispar sobre la tierra. El
comercio, como resultado de ello, era un instrumento de justicia y un vehículo para la mejora de
la comunión de la raza humana.
Por otra parte, profundizaron y ampliaron las discusiones medievales acerca del lucro.
Reconocieron las contribuciones de los comerciantes y hombres de negocios en la disponibilidad
de bienes y servicios aun cuando no agregaran valor al producto que vendían. Su análisis
cuidadoso y detallado de los legítimos motivos para obtener beneficios serían muy familiares
para un economista moderno. En contraste con la teoría económica moderna, sin embargo,
también reafirmaron la tradicional oposición a la búsqueda de beneficios por sí misma. La
justificación del lucro dependía siempre, de una manera u otra, de que se tratara de una
compensación justa. No intentaron justificar la actividad del comerciante que buscaba ganancias
sin límite alguno; tampoco podían hacerlo en el marco de la teología cristiana.
Un elemento decisivo y no obstante insuficientemente enfatizado por los teólogos (y poco
conocido fuera de la Iglesia) fue la posibilidad de crear riqueza. La economía de la Edad Media
estaba relativamente estancada y se basaba en la tierra. Los salarios y los precios podían variar
poco a lo largo de un siglo. En tales circunstancias, era fácil suponer que la riqueza total de una
sociedad, como la tierra que ocupaba, era una cantidad fija. Se podía acumular riqueza sólo
adquiriéndola de alguna manera a otros, de tal modo que éstos tendrían menos. La distribución
justa del dinero y la propiedad fue en consecuencia, de suma importancia.
Hasta el siglo XVIII los negocios y el comercio, el empresario y el comerciante, eran
prácticamente sinónimos. La segunda mitad del siglo XVIII vio el desarrollo de una nueva forma
de negocio: la fabricación a gran escala. Al desarrollarse ésta y otras formas de industrialización
durante el siglo siguiente, la teología moral tuvo que enfrentar nuevos retos. En cierto sentido,
los problemas eran similares a los que habían abordado con tanto ardor, más de un milenio atrás,
obispos como Ambrosio y Crisóstomo, consternados ante la existencia de pobreza extrema junto
con grandes riquezas.12 No obstante, en otro sentido la Revolución Industrial enseñó una lección
que muchos en la Iglesia no entendieron de manera correcta: la riqueza puede ser creada y el
sistema de negocios no es un juego de suma cero.
La aparición de empresas de gran escala, ya sea en transportes, comunicaciones,
comercio minorista, o cualquier otro campo, concentró el control (si no la verdadera propiedad)
de los recursos productivos en manos de un número reducido de empresarios. Estos hombres no
sólo poseían una gran riqueza, sino que también tenían bajo su control puestos de trabajo, bienes
y servicios de muchas personas. Al igual que los ricos del mundo antiguo, estos hombres, a
juicio de los teólogos morales, tenían serias responsabilidades no sólo para con los pobres, sino
también para con todos los que dependían de ellos (por ejemplo, empleados y clientes). Puede
decirse que la incorrecta actitud de librarse de estas responsabilidades ha provocado el
surgimiento del socialismo como fuerza política; y también del pensamiento económico cristiano
como claro cuerpo doctrinal.
En suma, mientras el mundo occidental se trasladaba al siglo XIX, el pensamiento de la
Iglesia católica acerca de los negocios cargaba todavía en gran medida las rígidas tradiciones de
milenios anteriores. Los enfoques y la complejidad de los análisis de algunos primeros teólogos
de la Edad Moderna tuvieron una influencia limitada en este pensamiento. Finalmente, la Iglesia
siguió considerando que las actividades comerciales eran susceptibles de estar contaminadas por
la avaricia y permaneció insensible a las posibilidades revolucionarias de la creación de riqueza.
Como consecuencia de ello, la Iglesia no apoyó adecuadamente a los hombres de negocios en el
ejercicio de sus actividades ni tampoco pudo ejercer demasiada influencia para dar forma a la
interacción de empresa y sociedad.
Ambas tareas requieren que el pensamiento social de la Iglesia desarrolle una
comprensión más profunda de la naturaleza de la empresa y su contribución al bien común.
Notes
1. Ver Eclesiástico 31.8-11. Nótese que en general a lo largo de la literatura sapiencial del
Antiguo Testamento, el sabio y el justo eran contrastados con el necio y el malvado. El sabio
entiende la verdadera naturaleza del mundo y reconoce la soberanía de Dios; y en consecuencia
está comprometido con la justicia. El necio, consumido por sus propios deseos e inclinaciones, se
desvía fácilmente hacia la maldad.
2. Ver Salmos 14.1, 49, 52; Proverbios 11.28, 28.25-26; Eclesiástico 5.1-10, 31.1-7.
3. Hechos 2.44-45.
4. Eclesiástico 11.10-28 es un ejemplo extendido de un sentimiento típico.
5. Platón, La República, 2.371d.
6. Platón, Las Leyes, 11.919.
7. Aristóteles, Política, 1.8-9.
8. Aristóteles, Política, 1.9.
9. Véase, por ejemplo, Humfrey Michel, The Economics of Ancient Greece (New York:
Macmillan, 1940) y M. I. Finley, The Ancient Economy (Berkeley: University of California
Press, 1973).
10. Sin duda, el cristianismo caló hondo en el Nuevo Mundo, aunque no fue capaz de
influir sobre las estructuras políticas y económicas tanto como hubiera podido hacerlo. El éxito
de la evangelización en Asia fue bastante limitado, en parte por las fuertes tradiciones religiosas
en China e India. Respecto de África, es difícil eludir la conclusión de que la labor misionera
estuvo demasiado asociada a asegurar el éxito de la actividad colonial.
11. El problema de la usura ha sido investigado en forma exhaustiva por varios autores.
Véase, por ejemplo, John T. Noonan, The Scholastic Analysis of Usury (Cambridge, Mass.:
Harvard University Press, 1957). Este trabajo desempeñó un papel prominente en los primeros
análisis económicos de los teólogos, ya que éstos se enfrentaron con la necesidad de conciliar el
concepto tradicional de la naturaleza del dinero con una amplia variedad de nuevas prácticas
comerciales. Pronto se dieron cuenta de que el concepto de dinero subyacente a la prohibición de
la usura era inadecuado para describir el uso real del dinero en una economía sofisticada. Esto
los llevó a analizar con mayor profundidad otros aspectos del comercio para determinar su
carácter moral.
12. Los textos de Ambrosio, Crisóstomo, y otros autores patrísticos se pueden encontrar
en: Charles Avila, Ownership: Early Christian Teaching (Maryknoll, N.Y.: Orbis Books, 1983)
and Peter C. Phan, Social Thought, Message of the Fathers of the Church, n. 20 (Wilmington,
Del.: Michael Glazier, 1984).
*****
III
LOS APORTES DE LA ECONOMÍA Y EL DERECHO A LOS NEGOCIOS
Uno de los principales objetivos de este pequeño libro es presentar una visión derivada de la
tradición social cristiana respecto de lo que las empresas podrían ser si pudieran alcanzar su
potencial. Por lo tanto existe, de alguna manera, una meta normativa que es estimular a las
personas que se dedican a la gestión de empresas a pensar de manera algo diferente acerca de
cómo deberían hacer su trabajo (y alentar a quienes no pertenecen a este ámbito a reconocer y
apoyar las bondades de los negocios). No obstante, este objetivo no implica apartar sino añadir
otras dos disciplinas que estudian la naturaleza de los negocios: la economía y el derecho.
Ninguna aspiración a que el pensamiento cristiano influya en la cuestión de los negocios
y el bien común puede pasar por alto las contribuciones y la influencia de la economía y el
derecho. Por un lado, la economía es insustituible como base para comprender la forma en que
las personas toman decisiones, y el derecho establece las reglas del ámbito comercial,
configurando nuestra comprensión de sus relaciones e instituciones.
Por otro lado, debemos tener claro la naturaleza y los límites de lo que estas dos
disciplinas enseñan. Cada una parte de ciertos supuestos, y éstos moldean sus observaciones y
conclusiones. Tampoco pretenden ofrecer respuestas a preguntas fundamentales sobre la
naturaleza humana o los bienes humanos. Ambas están profundamente basadas en la experiencia
de la conducta humana.
Por su parte, la tradición cristiana acredita también una vasta experiencia de la conducta
humana, y le añade el significado y el propósito de la vida humana. Antes de pasar a considerar
con mayor detalle los conceptos clave de la tradición social, vale la pena reflexionar brevemente
sobre qué podemos aprender y qué no, de la economía y el derecho.
La contribución de la Economía a la comprensión de los negocios
Si bien los teólogos del siglo XVI fueron pioneros en la tarea de entender las actividades
económicas en el nuevo y más complicado mundo como consecuencia del descubrimiento
europeo de las Américas, la economía como disciplina formal no era algo propio de su trabajo.1
Por el contrario, la economía es una ciencia social moderna, nacida del abandono de la
cosmovisión teológica que marcó la Ilustración del siglo XVIII. En general, los primeros
economistas estaban deliberadamente comprometidos con un proyecto muy diferente al de los
teólogos. Mientras que los teólogos buscaban comprender las actividades económicas con el fin
de precisar los requisitos de la justicia, los primeros economistas (muchos de ellos eran también
filósofos morales) se interesaban en el estudio de las actividades económicas por otras razones.
Esto no quiere decir que los economistas no se preocupaban por la justicia, sino que su
objetivo principal era estudiar el comportamiento económico con el fin de mejorarlo, es decir,
para hacerlo más eficiente y eficaz. Desde esta perspectiva, dejaron de lado las convicciones de
los teólogos acerca de los bienes y los fines últimos de los seres humanos (sobre los cuales
discutiremos más adelante). Se concentraron, en cambio, en explicar la forma en que la gente
realmente toma decisiones sobre la producción, el comercio y el consumo en vez de deliberar
acerca de las elecciones que personas deberían hacer. El resultado fue un creciente énfasis en la
observación y la medición del comportamiento económico y una menor preocupación por sus
implicaciones morales.
Esta tendencia general ha llevado a algunos a concluir que la economía no sólo es
deprimente, sino también moralmente insensible. Ninguna crítica es justa. Como ciencia social,
la economía deja de lado por defecto la mayoría de las cuestiones de la moral, porque considera
que éstas se encuentran fuera del alcance y competencia de la disciplina. Seguramente hay
muchas cuestiones morales relacionadas con las políticas y los comportamientos económicos,
pero no es tarea de la economía hacer frente a estas cuestiones, ni tampoco la disciplina posee
recursos independientes para su resolución.2 Como es natural, éstas se convierten en cuestiones
de la teología y la filosofía moral. Su contribución nos permite obtener una perspectiva mayor y
nos ayuda a mejorar nuestra comprensión de los patrones de conducta humana, sin los cuales la
aplicación práctica de los principios morales se torna muy problemática.
En consecuencia, la economía no es, estrictamente hablando, una disciplina normativa.3
Sin embargo, tiene algo que decir sobre las elecciones que la gente debería hacer y las
preferencias que debería tener. Sin embargo, sólo lo hace asumiendo que se buscan o se prefieren
ciertas metas u objetivos.4 Sus directivas son imperativos hipotéticos.
Siguiendo a Kant, los modernos filósofos morales suelen distinguir entre imperativos
hipotéticos (mandamientos) e imperativos categóricos. La distinción es aproximadamente la
siguiente. Un imperativo categórico es un principio moral vinculante para todas las personas. Por
ejemplo, las prohibiciones contra el asesinato, el robo y el fraude se aplican a todas las personas,
y cualquiera que desea ser una persona moralmente recta (como todos deberíamos aspirar a ser)
debe regirse por ellas.
Un imperativo hipotético, en cambio, supone una meta en particular e identifica los
comportamientos necesarios para lograr ese objetivo. Un ejemplo simple de un imperativo
hipotético serían las instrucciones para llegar a un destino. No todo el mundo quiere viajar desde
Nueva York hacia Washington, pero si usted desea hacerlo, entonces debe dirigirse hacia el sur.
La cuestión de por qué alguien querría ir a Washington –podría tener razones moralmente buenas
y malas– es irrelevante. En la hipótesis de que una persona quiere hacer el viaje, hay ciertas
acciones que deben realizarse.5 Por su parte, dado que trabaja en gran medida con imperativos
hipotéticos, la economía puede identificar los medios que alguien debe elegir para llevar a cabo
sus objetivos de manera eficiente y eficaz sin abordar la cuestión de si esas metas, o los medios
necesarios en sí mismos, son moralmente sólidas. Este juicio adicional, que por supuesto debe
hacerse, depende de otras disciplinas, como la filosofía o la teología.
No obstante, la economía no prescinde enteramente de valores. En muchas de sus formas,
parte de un conjunto de supuestos que pueden dar cierta connotación moral a la disciplina.
Existen tres supuestos que deberíamos tener en cuenta a la hora de pensar la relación de los
negocios y el bien común.
El primer supuesto es que el foco propio de la economía es la persona, el individuo
autónomo que busca obtener la máxima satisfacción posible y se encuentra en un mundo poblado
de individuos que compiten con él y buscan también maximizar su satisfacción. Si bien los
economistas reconocen que los individuos viven en sociedad y buscan su satisfacción dentro de
ella, sólo consideran la búsqueda individual de la satisfacción. De este modo, el bien común
tiende a ser considerado como un conjunto de condiciones o situaciones bajo las cuales el
individuo autónomo puede buscar satisfacer cualquier cosa que elija con la máxima eficiencia y
la mínima interferencia por parte de los otros. Una consecuencia de esto, aparte de la débil
noción de bien común, es que resulta difícil para la teoría económica explicar, o incluso
reconocer, bienes que sean compartidos por su propia naturaleza.
Por ejemplo, la verdadera amistad (la que no se rige por la utilidad) es un bien que se
disfruta mediante la participación. Se disfruta contribuyendo y participando en el dinamismo de
la amistad y no sacando provecho de la relación. La economía tiende a reducir los bienes
humanos a las cosas que se obtienen a través del trabajo o las transacciones, y por tanto excluye
una gran cantidad de bienes. Una de sus implicancias en los negocios es que se omite de manera
sistemática a los bienes de participación, los cuales pueden ser parte importante de una
organización buena y saludable.
El segundo supuesto es que no hay un criterio para determinar la dignidad de los fines
que guían los actos de los individuos. Los objetivos humanos son sencillamente lo que son.
Algunos deben ser desalentados por la ley o la costumbre por motivos instrumentales, porque las
acciones necesarias para alcanzarlos (por ejemplo, asesinato, robo, fraude, etc.) interfieren
significativamente en la búsqueda de otros de sus objetivos. No obstante, esto es sólo una
opinión relativa; la economía debe guardar silencio en las cuestiones atinentes a auténticos
valores permanentes.
Esto puede llevar a una visión común en marketing según la cual los directivos no pueden
formular juicios independientes sobre la calidad moral de los productos o servicios que sus
compañías ofrecen al público. Naturalmente, las compañías no deberían ofrecer productos
ilegales, que inciten a desobedecer la ley, o que ofendan los valores de la comunidad. Sin
embargo, más allá de esto, deberían abstenerse de retener productos o servicios que los clientes
demandan por el mero hecho de que sus directivos los consideren indignos.6
El tercer supuesto concierne a los bienes que satisfacen deseos y necesidades humanas.
La economía se centra principalmente, aunque no de manera exclusiva, en los deseos y
necesidades humanos que son satisfechos por bienes escasos.7 Este supuesto implica la
convicción de que las satisfacciones humanas son materiales, o al menos que los principales
deseos que anhelamos satisfacer involucran cosas materiales. Además, los deseos humanos se
presumen ilimitados, lo que contribuye al hecho de que los bienes materiales sean escasos.
De todo esto se derivan varios corolarios. Una de las conclusiones es que la competencia
resulta inevitable si no se moderan los deseos humanos. Dado que los bienes que satisfacen las
necesidades humanas son escasos, el modo normal de conseguirlos es a través de la
competencia.8 No es de extrañar que la economía a menudo vea las interacciones humanas y las
relaciones de este modo, pero debemos evitar considerar todas las relaciones de negocios como
competencias.9
Otra conclusión es que todos los deseos y necesidades humanos que pueden ser
satisfechos a través del trabajo, especialmente a través del trabajo en un ambiente de negocios, se
refieren a bienes materiales escasos. En otras palabras, los bienes que la empresa proporciona a
accionistas, empleados, clientes, comunidades y otros, son completamente materiales. Si bien es
legítimo que la economía se centre en tales bienes y que no haga un planteo sistemático de que
todos los bienes humanos son escasos y materiales, es muy fácil que la gente pierda de vista la
gama más amplia de bienes humanos.
Por el contrario, la tradición social cristiana adopta tres diferentes puntos de partida,
como veremos más adelante. Concibe a la persona como un ser esencialmente social, no
radicalmente individual. También insiste en que hay bienes auténticos que satisfacen genuinas
necesidades humanas. Nuestros deseos no son la medida de nuestras necesidades, aunque de
hecho, podamos desear cosas verdaderamente malas para nosotros.
Finalmente, la tradición sostiene que hay un rango más amplio de bienes para los seres
humanos. Ciertamente, algunos de esos bienes son escasos y materiales pero los bienes más
importantes, aquellos que más nos satisfacen como personas, no lo son. Estos diferentes puntos
de partida reorientan nuestra reflexión respecto de los negocios y el bien común.
La contribución del Derecho a la comprensión de los negocios
La teoría jurídica es mucho más antigua que la economía, pero al igual que la economía se basa
en conceptos de la persona humana que raramente examina con detalle.10 También tiene una
orientación práctica.11 Una vez más, al igual que la economía, el derecho se preocupa por la
eficiencia, pero debe también apuntar a mantener la armonía en la sociedad civil, y puede aspirar
a la justicia. En el mundo legal angloamericano contemporáneo, la visión subyacente de la
persona se ha tornado pluralista, y varios conceptos discordantes de persona compiten ahora para
configurar la doctrina jurídica y en definitiva las estructuras legales que rigen la vida cotidiana.
Muchas de estas visiones competitivas no afectan a los negocios de manera directa pero
en cambio influirán considerablemente en áreas como la medicina y el derecho de familia.12
Otras ya le han dado forma a leyes sobre responsabilidad civil y de trabajo. Nuestra
preocupación inmediata, sin embargo, se refiere a la naturaleza jurídica de la empresa y su
relación con la sociedad. Aquí hay dos ideas que resultan importantes.
El primer supuesto reside en la convicción de que una empresa debe trabajar
principalmente, aunque quizá no exclusivamente, para beneficio de los dueños o de sus
accionistas. Esta cuestión fue abordada en el célebre litigio iniciado por los hermanos Dodge
contra Henry Ford.13 Los Dodge, inversores iniciales en la Ford Motor Company, al cabo de unos
años estaban disconformes con los dividendos que la compañía les había estado pagando.
Argumentaban que como accionistas les correspondía una mayor participación en las
espectaculares ganancias de la compañía. Henry Ford les respondió que utilizaba las ganancias
de la compañía para “emplear a todavía más hombres; para expandir los beneficios de este
sistema industrial para el mayor número posible, para ayudarlos a desarrollar sus vidas y sus
hogares”. En otras palabras, Ford sostenía que había pagado dividendos justos y que los recursos
excedentes estaban siendo mejor y más apropiadamente utilizados para desarrollar la calidad de
vida de los trabajadores y expandir el negocio. La Corte Suprema de Michigan falló a favor de la
parte actora, sosteniendo que los directores de una corporación no pueden dirigir la compañía
meramente por el “beneficio incidental” de los accionistas. Ford fue condenada a pagar enormes
dividendos a sus accionistas.
La consecuencia para las empresas, particularmente para las corporaciones públicas, es
que los directores, y por extensión todos los ejecutivos y managers de una compañía, deben
principalmente atender los intereses de los dueños y accionistas. En ausencia de otras
instrucciones, este interés se presume que es la maximización de la riqueza de los accionistas, la
cual se mide a grandes rasgos por el valor de la acción. No se suelen iniciar acciones legales
fundadas en que las compañías deben actuar exclusivamente en beneficio de sus dueños, pero
hay una presunción de que las decisiones deberían favorecerlos.14 En la práctica, esto significa
que los managers se abocan intensamente a crear valor para los accionistas y sortear los
impactos negativos sobre los empleados, los clientes y las comunidades civiles.
Claramente, la ley no concibe a la empresa como una comunidad, sino como una tenencia
valiosa a ser poseída y explotada. Los clientes, las comunidades civiles, los proveedores, los
acreedores y los empleados en particular no son parte de la empresa sino que se encuentran fuera
de ella. Las contribuciones de estas partes al giro de la empresa se obtienen mediante las
transacciones y el intercambio. Las obligaciones de la empresa hacia éstos son únicamente
respetar los términos del intercambio así como evitar perjuicios innecesarios. Con estos
fundamentos, resulta difícil justificar una obligación positiva respecto de la empresa hacia el bien
común.
El segundo supuesto es que si bien las empresas pueden no tener una obligación que
cumplir en términos positivos para el bien común de las comunidades civiles en las que existen y
actúan, son libres de hacerlo. Una interpretación de esta visión consideraría que todas las
contribuciones al bien común deberían estar justificadas en términos de los posteriores beneficios
a la empresa. Por ejemplo, una empresa local que patrocina un equipo de softball debería ser
capaz de justificarlo sobre la base de la publicidad y el valor intangible generado por el
sponsoreo, lo que se traduciría luego en un aumento de ventas. Del mismo modo, las acciones de
una corporación pública para patrocinar, por ejemplo, un evento deportivo o cultural, deberán
justificarse, ya sea sobre la base de los beneficios comerciales o del consentimiento de los
accionistas.
Contribuir al bien común de la comunidad civil, por lo tanto, es algo que una empresa
puede hacer, pero la ley no lo concibe como algo que una empresa deba hacer como
consecuencia de lo que es.
Como veremos, la tradición cristiana ofrece una comprensión más amplia de lo que es
una empresa y de los bienes que produce. No propone tanto un punto de vista opuesto al de la
economía y el derecho sino más bien correctivo de estos enfoques.
Notes
1. Debemos reconocer desde el principio que la economía, si bien se parece en algunos
aspectos a las ciencias exactas, sus principios básicos no conforman un marco tan unificado ni
coherente. Al igual que los filósofos, los economistas a menudo discrepan considerablemente en
sus juicios acerca de conceptos fundamentales, y exhiben discordancias mucho más profundas
que las que podrían encontrarse en la física o la química, por ejemplo. Por lo tanto, las siguientes
observaciones acerca de la economía no tienen el propósito de caracterizar a cada economista,
sino más bien para referirse de manera general a la disciplina.
2. Nótese el comentario del papa Juan Pablo II en la encíclica del año 1991 Centesimus
annus, n. 36: “El sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir
correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades
humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad Madura:”.
3. Una disciplina normativa es la que trata de identificar, o prescribir, qué cursos de
acción deberían elegir las personas a fin de ser moralmente rectas. Las principales disciplinas
normativas son la ética y la teología moral.
4. La teoría de la elección racional, un supuesto básico de la economía, sostiene que los
individuos toman decisiones deliberadas encaminadas a la consecución de sus objetivos de la
manera más eficiente y eficaz, pero sigue siendo totalmente prescindente acerca de los objetivos
individuales que las personas deben seguir.
5. No importa que pueda haber varias maneras de alcanzar el objetivo (por ejemplo,
conducir un automóvil, tomar un tren, tomar un avión, pedalear en una bicicleta). Cada medio
involucraría imperativos hipotéticos más bien que categóricos.
6. En esta perspectiva, las organizaciones o los comerciantes individuales podrían
legítimamente abstenerse de ofrecer un producto o servicio amparándose en razones de índole
moral, pero al hacerlo no pueden apelar a principios morales universales sino simplemente a la
maximización de sus satisfacciones individuales.
7. Los seres humanos tienen deseos y necesidades materiales (alimentos, vestimenta,
palos de golf, teléfonos celulares, iPods, etc.), así como también inmateriales (amor, amistad,
conocimientos, etc.). La mayoría de los bienes materiales en principio son limitados y por ende
tienden a ser escasos (aunque no siempre ni en todas partes). Los bienes inmateriales, por el
contrario, no están cuantificados y por lo tanto no disminuyen de la misma manera en que los
bienes materiales pueden agotarse. El intercambio de conocimientos, por ejemplo, no significa
que luego haya menos conocimientos disponibles para los demás. El foco de la economía reside
en los bienes materiales, los que se caracterizan por la escasez y no por la abundancia. Algunos
economistas han intentado extender patrones de análisis económicos para las categorías de
bienes inmateriales aunque con éxito relativo.
8. Cuando lo que hay es insuficiente para satisfacer los deseos de todos, la distribución de
bienes escasos debe implicar competencia o acuerdo (donde algunos o todos reciben menos de lo
que desean), o ambos. El acuerdo es a menudo el resultado del deseo de evitar los costos de la
competencia, y no tan frecuentemente la consecuencia de un arreglo o compromiso con la
justicia. Las asociaciones humanas que se aproximan a verdaderas comunidades –piensen en una
familia que funciona bien– en comparación con colaboraciones aisladas, tienden a trabajar
duramente a fin de disminuir la competencia. Algunos economistas también han tratado de
explicar las acciones de los individuos dentro de una comunidad en términos de negociación y
competencia en lugar de verdadera colaboración, pero una vez más con resultados relativos.
9. La tendencia a exagerar los elementos competitivos de las empresas es muy evidente.
Esta es una de las razones por las que se utilizan muchas metáforas militares y deportivas en
management, marketing y en finanzas.
10. Por ley entendemos aquí las leyes y normas creadas por cuerpos legislativos y
organismos regulatorios así como también a las decisiones judiciales.
11. Una excelente discusión acerca del movimiento Derecho y Economía y su relación
con la tradición social católica puede encontrarse en Steven Bainbridge, “Law and Economics:
An Apologia” en Christian Perspectives on Legal Thought, ed. Michael McConnell, Robert G.
Cochran, Jr., y Angela Carmella (New Haven, Conn.: Yale University Press, 2001), 208-23.
Podría disentir con ciertos elementos del análisis de Bainbridge, pero su discusión sobre la
economía y la teoría jurídica es clara y parece muy apropiada.
12. Nuevas corrientes en materia de teoría jurídica, algunas de las cuales han influido en
legislación fundamental y decisiones de la Suprema Corte, han tendido a afirmar la
inquebrantable autonomía individual. Una consecuencia de esta tendencia atinente a nuestra
discusión es la convicción de que la antigua noción de una naturaleza compartida por todos los
seres humanos debe ceder a una noción positivista de individuo humano que elige, donde lo que
el individuo elige está bien simplemente porque lo elige. Esto va más allá de la prescindencia de
la economía respecto de los fines que realmente vale la pena reivindicar, y se dirige hacia un
compromiso con la protección de la libertad de los individuos a elegir lo que deseen, aun cuando
sus decisiones puedan perjudicar a la sociedad. A tal punto se ha generalizado esta visión,
moldeando la legislación y las decisiones judiciales, que es cada vez más difícil argumentar, por
ejemplo, que las empresas tienen el deber hacia la comunidad de producir bienes y servicios que
satisfagan auténticas necesidades humanas y no meros deseos.
13. Dodge c/ Ford Motor Co., Suprema Corte de Michigan, 1919. 204 Mich. 459, 170
N.W. 668.
14. Como evidencia adicional de la pluralidad en la doctrina jurídica, podemos observar
la copiosa legislación de la década de los ochenta que buscaba poner límites a las adquisiciones
corporativas. Esta legislación permitió a los directores resistir las ofertas de compra si pensaban
que los nuevos dueños podrían tomar decisiones en perjuicio de los empleados, los clientes, las
comunidades y otros. Esto sugería sin afirmarlo demasiado que las compañías no siempre
operaban fundamentalmente en beneficio de los accionistas.
*****
IV
PANORAMA SOBRE LA TRADICIÓN SOCIAL CATÓLICA
La enseñanza social católica forma parte de una tradición moral más amplia. Como tal, debe ser
entendida ya no como un cuerpo doctrinal estático recibido pasivamente por una generación tras
otra, sino más bien como un cuerpo dinámico de conocimiento –lo que no difiere de las ciencias
físicas– que aumenta y se desarrolla de manera lineal a lo largo del tiempo. Dicho de otro modo,
la enseñanza social católica no es un cuerpo codificado de principios y normas cuyo fin es el
ordenamiento de las interacciones sociales, sino una respuesta en proceso a la preocupación
sobre el contexto en el que las personas crecen, se desarrollan y viven sus vidas. Se trata, en
efecto, del resultado natural de la concepción católica del ser humano como espíritu encarnado y
criatura social.1
Contrariamente a una opinión muy generalizada, esta tradición no se originó con las
encíclicas papales modernas que han contribuido a ella. En sus diversas manifestaciones, es tan
antigua como la Iglesia misma, y ha quedado bien representada en los escritos de la época
patrística (los primeros siglos), la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna.2
La enseñanza social católica en general ha tenido dos modos o funciones, aunque uno u
otro a menudo han predominado en diferentes tiempos y lugares. Uno es una crítica de ciertos
aspectos de la vida social en la medida en que influyen en el bienestar de las personas (y tal vez
en la medida en que pueden ser influidas).3 El segundo, es un conjunto de propuestas relativas al
fondo y a la forma de una sociedad plenamente respetuosa de la dignidad humana.4 Dicho más
crudamente, por un lado, la enseñanza social católica identifica lo que está mal en la sociedad,
mientras que por el otro, intenta describir lo que una buena sociedad debería ser.
Asimismo, existen tres dimensiones, o áreas de atención, que son parte integral de la
enseñanza social católica. Una dimensión es la política, en la cual la tradición considera las
formas de gobierno, la jurisprudencia y el uso apropiado del poder. Una segunda dimensión es la
económica, en la que la tradición considera las cuestiones de las necesidades humanas y los
recursos escasos. La tercera dimensión es la cultural. Aquí la tradición presta atención a la
riqueza de los acuerdos sociales, las expresiones artísticas y otras manifestaciones de la
inteligencia y la creatividad humanas que modelan y dan identidad a los miembros de una
sociedad. Una vez más, las distintas dimensiones prevalecieron en diferentes momentos. La
dimensión política, por ejemplo, preocupaba más que la dimensión económica en la Europa
medieval, mientras que hoy ocurre lo contrario. Estas dimensiones, asimismo, pueden ser
exploradas en diferentes niveles. Por ejemplo, las contribuciones del Papa sobre temas
económicos a finales del siglo XIX y principios del siglo XX tendieron a centrarse en asuntos
económicos locales y nacionales, tales como la dicotomía entre el trabajo y la propiedad,
mientras que las contribuciones posteriores prestaron mayor atención a las relaciones
económicas entre las naciones.
También debe enfatizarse que la tradición no es de ninguna manera un ámbito exclusivo
de la jerarquía. Tal como la Iglesia concibe su misión, es responsabilidad particular de los laicos
llevar el evangelio al mundo secular –la casa, la escuela, el trabajo, la arena política– de manera
que la enseñanza social saca provecho especialmente de las contribuciones de los pensadores
laicos y especialistas.5 Los papas y obispos normalmente consideran que su papel es articular
principios y fomentar sensatas aplicaciones de los mismos. Lo que requieren los laicos de parte
de los obispos, pastores y otros maestros es claridad respecto de los principios perdurables de la
fe cristiana y no detallados planes de acción.6 En otras palabras, los laicos necesitan principios,
no prescripciones. Si los principios son claros, los laicos pueden, y quieren, elaborar una gran
variedad de aplicaciones a los problemas del mundo real.
Cabe decir con razón que todo lo referente a la teología moral católica es un proyecto
inacabado. Si bien los principios fundamentales pueden preservarse, la comprensión de sus
implicaciones siempre puede profundizarse, y los nuevos retos exigen nuevas aplicaciones. Esto
es particularmente cierto para el pensamiento social por dos razones. En primer lugar, las
sociedades humanas son inestables. Las estructuras políticas cambian, las culturas mutan, y se
conciben nuevas formas de organización económica. Todo esto exige reflexión y adaptación
continuas. En segundo lugar, no obstante sus dos milenios de desarrollo, la tradición no ha
examinado sistemáticamente cada aspecto de la vida social humana. Por ejemplo, como ya se
señaló, en la tradición ha habido un sesgo contrario a la reflexión metódica sobre la importancia
de la creación de riqueza (y no simplemente su distribución), y ha habido entonces escasa
reflexión contemporánea sobre el tema.7 Una limitación similar existe en relación con la función,
la estructura y la gestión de las organizaciones empresariales.8 La tradición ha dedicado
considerable atención a las familias y a la sociedad civil, pero no se ha puesto al día con la
moderna proliferación de asociaciones intermedias o con los peculiares problemas que éstas
presentan. (Abordaremos esta problemática en el capítulo siguiente).
Será necesario entonces reconstruir un análisis del sistema de la empresa sobre las bases
fundacionales de la enseñanza social católica. Debemos ser claros acerca de tres de los principios
fundacionales de la tradición.
La realidad del amor misericordioso de Dios
El fundamento de la tradición social es la realidad del amor misericordioso de Dios, el amor que
Dios tiene para nosotros –y del que no somos merecedores– es el modelo del amor que debemos
tener el uno hacia el otro. Esto contrasta crudamente con el paradigma que sostiene que
competimos el uno con el otro y que para recibir nuestra amistad y colaboración, la gente debe
ser en primer lugar merecedora de ella. Por esta razón, reducir la enseñanza social católica a
“justicia social” o bien hablar de “justicia social” como el objetivo de la acción cristiana en el
mundo puede ser engañoso. No toda situación no deseada es un resultado de injusticia
deliberada. Dada la condición humana caída, un mundo justo también puede ser duro e
intransigente a causa de que la justicia nos da lo que merecemos y no necesariamente lo que
necesitamos. En su lugar, si bien los cristianos deben buscar la justicia, no deben contentarse con
ello sino estar siempre dispuestos a ir más allá de la justicia, hacia la misericordia. Como ha
señalado un moralista: “La misericordia es la justicia del Reino”.9
La realidad del amor de Dios también nos recuerda que todo lo que poseemos –nuestra
propiedad, nuestros talentos, nuestras habilidades, nuestros recursos– es un regalo de Dios. Estos
dones son condicionales, y la condición a la que están sujetos es que sean utilizados para los
propósitos de Dios. Uno de estos propósitos es que nosotros mismos seamos una parte de su vida
mediante el uso de estos dones. Esto normalmente significa que el uso que hagamos de ellos
puede (y debería) ser personalmente gratificante, tanto espiritual como materialmente, pero
también significa algo más. Puesto que tenemos el derecho, y ciertamente el deber, de cuidar de
nosotros y de nuestras familias, tenemos el deber aún más fundamental de descubrir qué es lo
que desea Dios que hagamos con lo que nos ha sido dado. En otras palabras, cada persona debe
discernir su vocación y seguirla con coraje y sin reservas.
La naturaleza de la persona humana
La segunda idea clave atañe a la naturaleza de la persona humana. El papa Juan Pablo II
mencionó en su encíclica Centesimus annus que “lo que constituye la trama y en cierto modo la
guía … de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona
humana.”10 Esta correcta concepción encuentra su origen en el primer capítulo del Génesis, en
donde se insiste en que sólo el hombre ha sido hecho a “imagen y semejanza” del Creador. El
Concilio Vaticano II retomó esta temática al subrayar que el hombre es la única criatura que Dios
ha querido por sí misma, y no para servir a algún propósito adicional dentro del orden creado.11
De esto se derivan tres conclusiones.
La primera es que cada ser humano, sin importar su edad o condición, tiene un valor
irreducible, una valía o una dignidad que deben ser absolutamente respetadas. Esta dignidad
nunca puede ser deliberadamente relegada para servir a otros propósitos, cualquiera sea su
importancia.
La segunda consecuencia se relaciona con la persona hecha a imagen y semejanza del
Creador, con capacidad de razonar y elegir libremente. Todas las actividades y estructuras
humanas deben respetar la capacidad del individuo de pensar (y no, por ejemplo, manipular
meramente a la gente a través de sus emociones) y de gozar de su libertad (y no dominar a las
personas mediante el abuso de poder).
Además, concierne a la dignidad humana que la gente ejerza apropiadamente su libertad,
siendo responsable por sus acciones, a fin de proveer al bienestar material propio y de su familia
a través del trabajo.12 Ofende a la dignidad de la persona que un individuo o grupo competente
dependa sólo de otros para proveer a sus necesidades. Por el contrario, la auténtica dignidad
humana requiere que se creen y desarrollen condiciones para permitir que las personas cuiden de
sí mismas. Las estructuras del bienestar, aunque bien intencionadas, tienen el efecto de atrapar a
la gente en relaciones de dependencia, no respetan en plenitud la dignidad humana. En el otro
extremo, las estructuras que impiden a las personas participar activamente en las dimensiones
política y económica de la vida social (por ej. distribución injusta de la tierra y de la propiedad
productiva, barreras de ingreso artificiales, etcétera)13 tampoco respetan la dignidad humana.
La tercera consecuencia es que las personas, en su misma naturaleza, también reflejan la
realidad de Dios como comunidad, como Trinidad. Así como Dios existe en la íntima comunión
del Padre, del Hijo y del Espíritu, también el hombre es en sí un ser social. Hombres y mujeres
no conforman todo tipo de comunidades y sociedades porque sea meramente eficiente hacerlo
(aunque esto también podría ser verdadero), sino porque la vida en comunidad es una de las
expresiones más profundas de su semejanza con el Creador.
Cada una de estas consecuencias conforma profundamente la visión cristiana acerca de la
vida y las comunidades humanas.
Justicia y propiedad
La tercera idea básica tiene que ver con la justicia y la propiedad. La justicia es el concepto de
mayor alcance. La posesión y el uso de la propiedad siempre deben ser juzgados a la luz de los
principios de justicia, pero la justicia concierne a algo más que la propiedad. La justicia
fundamentalmente concierne a lo que cada persona, como imagen y semejanza del Creador,
merece tener. Caracteriza nuestras relaciones con los demás cuando vivimos en paz y armonía
con ellos dado que hemos hecho lo que pudimos y debimos para asegurar que tengan todo lo que
necesitan y merecen como personas.14 Nos caracteriza a cada uno de nosotros como personas, la
poseemos como virtud cuando estamos profunda y firmemente comprometidos a dar a otros lo
que merecen.
La tradición moral católica ha distinguido tres dimensiones de la justicia. Una se
denomina comúnmente justicia conmutativa, o de intercambio, que se refiere a las relaciones de
los individuos o los grupos entre sí. Una venta, por ejemplo, es justa sólo si cada parte recibe
algo de un valor aproximadamente igual como resultado del intercambio; si alguien ha causado
un daño a la propiedad de otro tiene un deber de justicia conmutativa de reparar ese daño.
Una segunda dimensión es la justicia distributiva, que implica el reparto equitativo de
beneficios y responsabilidades respecto de los bienes comunes. Esto requiere que las personas
iguales entre sí reciban igual trato, pero permite (o incluso requiere) que las personas diferentes
reciban un trato diferente.
Por ejemplo, en una familia al servir el postre después de la cena, normalmente
corresponde que los padres den a cada hijo una porción igual porque por lo general no cabe hacer
diferencias entre ellos. Por otra parte, esos mismos padres dan criteriosamente una dosis de un
medicamento sólo a los hijos que están enfermos. De modo similar, en el nivel de la sociedad,
puede ser justo que el gobierno extienda mayores beneficios a las personas discapacitadas e
imponga impuestos más elevados a quienes poseen mayor riqueza.15
La tercera dimensión de la justicia es lo que la tradición frecuentemente ha denominado
justicia general. Esto se refiere a las obligaciones generales que los individuos miembros de una
comunidad tienen para con el bien común de dicha comunidad. De esta forma, por ejemplo, los
niños tienen el deber de justicia de colaborar con los quehaceres domésticos, los adultos tienen el
deber de pagar impuestos, y cada uno tiene el deber de contribuir a su manera al bien común de
cada comunidad a la que pertenezca.
En su encíclica de 1931, Quadragesimo anno, el papa Pío XI se refirió a la justicia social
e introdujo así el término en las discusiones católicas.16 El término es ambiguo y puede ser
entendido de dos maneras. Primero, a veces es utilizado sustancialmente para referirse a la
condición de una sociedad. Habremos alcanzado la justicia social cuando una sociedad esté bien
ordenada, esto es, cuando las cargas y los beneficios estén equitativamente distribuidos y la
dignidad de cada individuo sea adecuadamente respetada. Asimismo, la justicia social puede ser
considerada una virtud de las personas como individuos. En este caso, generalmente significa el
compromiso de parte del individuo de trabajar en todo lo posible para sostener el bien común.
Recientemente, siguiendo al papa Juan Pablo II, hemos llegado a llamar a esta actitud,
solidaridad.17
¿Qué rol juega la propiedad en todo esto? Cada persona tiene derecho a la propiedad y
ciertamente requiere de ella para su realización. El pensamiento social cristiano defiende
enfáticamente el derecho de los individuos a poseer propiedades de todo tipo pero insiste en que
este derecho no es absoluto. Nadie tiene derecho a acopiar comida, con independencia de cuán
legítimamente la haya adquirido, cuando otros a su alrededor están muriendo de hambre. Al
mismo tiempo, la caridad nos obliga a utilizar nuestros recursos para satisfacer las necesidades
reales de nuestras familias y vecinos antes de atender las necesidades de otras personas más
lejanas.
La propiedad puede tomar muchas formas: tierra, objetos físicos, dinero, capital e ideas.
Cualquiera que sea su forma es en última instancia un regalo de Dios y un instrumento destinado
a promover una realización humana genuina. La propiedad en todas sus formas es un factor que
permite a todo ser humano sostener una vida más fructífera y plena. La visión del pensamiento
social cristiano no implica una triste vida de subsistencia, sino más bien una vida de abundancia,
en donde la propiedad nunca se convierte en un fin en sí mismo, sino que siempre procura servir
a la auténtica realización personal.
La justa posesión y el uso de la propiedad están regidos por los principios de justicia
cabalmente en sus tres formas. Los individuos y grupos deben siempre ser justos en sus
transacciones con los demás. Donde los recursos comunes o las responsabilidades comunes se
hallen comprometidos, las personas deben siempre ser tratadas de la misma manera a menos que
existan diferencias justificadas. Finalmente, los individuos deben siempre estar dispuestos a usar
su propiedad para promover el bien común.18
La tradición social católica, en efecto, es amplia y fecunda, abarca mucho más que estos
tres principios. Sin embargo, éstos proporcionan una base sobre la cual podemos tratar de
construir una teoría moderna de la empresa como sistema y su relación con la sociedad civil.
Para ello, corresponde examinar y ajustar otros conceptos relacionados con la tradición; y a esto
nos abocaremos a continuación.
Notes
1. Véase papa Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (1987).
2. Compendium of the Social Doctrine of the Church /Compendio de la Doctrina Social
de la Iglesia (Vatican City: Libreria Editrice Vaticana, 2004), n. 72. Este texto es un resumen
indispensable de la Doctrina Social de la Iglesia.
3. Los escritos y la prédica de los primeros Padres de la Iglesia, antes de la conversión de
Constantino al cristianismo, fueron sólo ligeramente críticos de las condiciones políticas y
económicas, en parte por la preocupación de que los cristianos no fueran perseguidos por ser
vistos como una amenaza al orden establecido. A comienzos del siglo IV, cuando los cristianos
fueron asumiendo posiciones de autoridad y la sociedad se convirtió al menos nominalmente en
cristiana, obispos importantes como Ambrosio, Basilio y Crisóstomo criticaron duramente las
condiciones sociales de la época. En particular, exhortaron enérgicamente a los cristianos ricos a
que cuidaran de los pobres.
4. En la Alta Edad Media, cuando Europa se estaba configurando bajo la cristiandad,
eminentes pensadores centraron su atención en las responsabilidades de los príncipes
preocupados por su gente. Carlomagno se convirtió en el arquetipo del buen rey cristiano (y un
modelo para Tolkien), y autores posteriores, como Tomás de Aquino en el siglo XIII y
Belarmino en el siglo XVI escribieron sobre la naturaleza de una buena sociedad.
5. Este tema es una constante en los documentos de la Iglesia de los últimos cuarenta
años. Véase, por ejemplo, Concilio Vaticano II (1962-65): Constitución dogmática sobre la
Iglesia (Lumen gentium), n. 36; Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno
(Gaudium et spes), n. 43; y el Decreto sobre el apostolado de los laicos (Apostolicam
actuositatem), n. 2 y passim. Este tema también ha recibido considerable tratamiento en la
exhortación apostólica postsinodal del papa Juan Pablo II de 1988, La vocación y misión de los
fieles laicos (Christifideles laici).
6. Sin embargo, en los últimos años, y en algunos países más que en otros, los obispos y
sus equipos han actuado de manera algo enérgica al recomendar piezas legislativas específicas, o
apoyar ciertas políticas públicas. Si bien los obispos como ciudadanos individuales son libres de
expresar sus puntos de vista sobre los asuntos públicos, la práctica del apoyo oficial ha
ocasionado considerables debates dentro de la comunidad católica y cierta preocupación de que
esto constituya una intromisión por parte de los obispos, o su personal, en áreas propias de los
laicos. Algunos legisladores católicos han expresado su frustración con los representantes del
episcopado que han presentado una preferencia política particular como una cuestión de doctrina
católica, comprometiendo por este motivo a legisladores católicos que, como cuestión de juicio
prudencial, simpatizan con políticas alternativas.
7. Esto puede estar cambiando, pero el recelo hacia la riqueza está profundamente
arraigado en el catolicismo. Además, la misma antigüedad y la diversidad de la tradición hace
que sea difícil entenderla como un todo integral. El trabajo de algunos teólogos españoles del
siglo XVI, quienes, por ejemplo, produjeron algunos análisis muy sofisticados de los problemas
de la riqueza y el comercio, ha quedado en el olvido y continúa siendo virtualmente inaccesible
para los lectores de habla inglesa. El acceso en lengua inglesa a las obras existentes se debe a
Marjorie Grice-Hutchinson, Early Economic Thought in Spain (Boston: G Allen and Unwin,
1978); Alejandro A. Chafuen, Faith and Liberty: The Economic Thought of the Late Scholastics
(Lanham, Md.: Lexington Books, 2003), y el Journal of Markets & Morality.
8. Hasta podría decirse que el pensamiento social cristiano apenas ha ido más allá de la
crítica en el tratamiento de la creación de riqueza y la empresa. La combinación del temor a las
tentaciones de la riqueza y la simpatía profundamente arraigada por el trabajo han movido a la
mayoría de los pensadores en este campo, incluyendo a muchos obispos, a hacer poco más que
reprender a los empresarios por sus prácticas y actitudes. Esto también está cambiando, pero el
modo de construcción del pensamiento social en esta área está todavía muy poco desarrollado.
9. Véase Germain Grisez, The Way of the Lord Jesus, vol. 1, Christian Moral Principles
(Chicago: Franciscan Herald Press, 1983), 212-14.
10. Centesimus annus, n. 11.
11. The Pastoral Constitution on the Church in the Modern World /Constitución pastoral
sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes), n. 24.
12. Véase Compendium, nn. 287, 294.
13. Un ejemplo de barrera de ingreso es la cantidad de requisitos irrazonables para
obtener una licencia (que deben cumplir, por ejemplo, peluqueros y conductores de taxi), que
efectivamente impiden a los potenciales competidores (a menudo aspirantes a emprendedores de
bajos ingresos) ingresar en el negocio. Para una discusión acerca de la forma en que las leyes que
establecen salarios mínimos actúan como barreras al empleo, véase John Barry, Samuel Gregg y
Michel Therrien, A Living Wage: Lessons in Economic Justice (Grand Rapids, Mich.: Acton
Institute, 2001).
14. En la práctica, el concepto cristiano de justicia se sustenta en la convicción de que
Dios ha provisto una abundancia de bienes materiales y recursos para la familia humana. El
desafío es utilizar el ingenio humano, orientado y motivado por la caridad y la justicia, a fin de
asegurar que cada persona pueda tener acceso a su justa porción de dicha abundancia. Que la
pobreza material y la privación continúen existiendo es un signo de pecado, no de escasez.
15. Esta discusión concierne a la consistencia de tales políticas con la justicia. Nótese que
los legisladores deben considerar cuidadosamente las potenciales consecuencias de las políticas
que adopten, incluyendo los efectos económicos en el largo plazo de los incentivos y
desincentivos que se establezcan. Por ejemplo, las políticas tributarias que imponen tasas
marginales progresivas procuran distribuir la carga de sostener al gobierno de manera más justa
al recaudar más de aquellos que tienen más. Sin embargo, esto puede tener la consecuencia no
deseada de desalentar la generación de puestos de trabajo y la creación de riqueza. También
pueden diseñarse sistemas de tasa plana para recaudar más de quienes tengan ingresos más
elevados sin desalentar su actividad económica adicional.
16. Para un análisis del uso del término justicia social en la Iglesia, véase Stephen J.
Grabill, et al., Doing Justice to Justice (Grand Rapids: Acton Institute, 2002).
17. Sollicitudo rei socialis, nn. 38-40.
18. En el siglo XX, las preocupaciones y cuestiones sobre el correcto uso de la propiedad
han tendido a acaparar la atención respecto de otros asuntos dentro de la tradición social católica.
*****
V
LA EMPRESA Y EL BIEN COMÚN
¿Cuál es el bien que genera la empresa? Cualquier organización o cualquier sistema merece que
se lo llame “bueno” siempre y cuando sus actividades promuevan el bienestar humano. Las
organizaciones empresarias individuales, así como todo el sistema moderno de empresas (con su
amplia infraestructura), serán entonces “buenas” en la medida que satisfagan auténticas
necesidades humanas y provean soporte para el bien común de la comunidad civil. A fin de
integrar los negocios dentro de esta comunidad más amplia, ya sea que consideremos esto en el
nivel local, nacional o global, requiere que expliquemos el bien que genera la empresa. El
siguiente paso para configurar una teoría moderna de la empresa basada en la tradición social
cristiana es considerar los conceptos de auténticas necesidades humanas y bienes comunes, y
relacionar estas ideas con la naturaleza de una organización empresaria.1 Comenzaremos por
examinar brevemente la cuestión de cuáles podrían ser los bienes que genuinamente contribuyen
a la realización de las personas.
¿Qué es lo que la gente realmente necesita?
Cualquier objetivo que los seres humanos puedan reivindicar es, en el lenguaje de la filosofía
moral, un “bien”. De hecho, uno de los enfoques morales fundamentales de la filosofía
occidental es que la gente siempre se esfuerza por conseguir lo que considera bueno. Nadie
puede consciente y deliberadamente aspirar a algo que reconoce malo. La persona que piensa en
suicidarse, por ejemplo, no tiene en cuenta la maldad de la muerte sino el bien que le produce la
liberación del dolor. Sin embargo, las personas pueden estar equivocadas acerca de la bondad de
una meta o la bondad del medio elegido para alcanzarla. Incluso podemos querer algo que en
realidad puede no ser bueno que tengamos. Las metas, como las inversiones, son objetivamente
buenas o malas. No se transforman en “buenas” porque aspiremos a ellas ni tampoco nuestro
deseo las convierte en “buenas”. En cambio, necesitamos pensar en los posibles objetivos que se
despliegan ante nosotros y tomar decisiones inteligentes acerca de cuáles reivindicar.
El desafío de distinguir los bienes reales de los bienes ilusorios es crucial, y nos
enfrentamos a él tanto en nuestra vida privada como profesional. Podemos responder más
eficazmente a este desafío si llegamos a comprender con claridad las categorías de bienes que
verdaderamente llevan a la realización de los seres humanos. Los podemos llamar bienes
básicos.
Cuando consideramos la aparentemente ilimitada gama de los objetivos reivindicados por
las personas y las innumerables maneras en la que estructuran sus vidas, podemos entender por
qué algunas personas piensan que no hay objetivos esenciales para la felicidad y el bienestar
humanos. Algunos persiguen la riqueza, mientras que a otros les importa muy poco. Algunas
personas quieren tener hijos y una familia, mientras que otras disfrutan de su soledad. En la
filosofía moral cristiana, los seres humanos comparten una naturaleza común que, de hecho, los
identifica como tales. En consecuencia, es posible señalar algunos bienes muy generales que
cada ser humano naturalmente se esfuerza por incluir en su vida.
Este último punto es importante porque nos ayuda a evitar una crítica común ante todo
intento de fundamentar la ética en la naturaleza humana. La queja es que una ética fundada en la
naturaleza podría implicar que sólo hay un tipo de vida digno de ser vivido (presumiblemente, la
vivida por el especialista en ética) y que otros tipos de vida, o estilos de vida, están equivocados.
Esto es un serio malentendido acerca de la idea de la naturaleza humana. De hecho, una mejor
comprensión de la naturaleza humana puede ayudar a explicar por qué las buenas vidas pueden
tener una variedad casi infinita de formas.
La analogía de una dieta saludable y la buena cocina puede ayudarnos a entender mejor
esta cuestión. Se dice que todo el mundo necesita una cierta cantidad de calcio en su dieta. La
falta de calcio tendría entonces serias consecuencias para la salud. Esto no significa que todos
deban tomar leche, aunque la leche puede ser una excelente fuente de calcio. Muchas otras
fuentes de calcio podrían funcionar igualmente bien, y la cantidad real que cada uno necesita
puede variar de acuerdo con la persona y el momento de su vida. La necesidad de calcio de algún
tipo y origen, no obstante, se basa en la bioquímica y en la naturaleza animal del ser humano.
Incluso podríamos decir que existe una “ley” del calcio para los seres humanos. Ningún gobierno
la hace cumplir, no hay sanciones penales por violarla, pero hay consecuencias derivadas de
ignorar la ley.
Los bienes humanos básicos son como el calcio en la dieta, sin mencionar las proteínas,
las vitaminas, los minerales, los hidratos de carbono y otras sustancias que el cuerpo humano
necesita para mantenerse saludable. Una vida humana también necesita una variedad de bienes
para ser verdaderamente feliz y satisfactoria. Como sucede con los elementos de una dieta
saludable, una persona normalmente no morirá si le falta uno que otro de los bienes humanos,
pero su vida será menos feliz y satisfactoria de lo que podría haber sido. Una vida sin algunos de
los bienes básicos sigue siendo una vida humana y tal vez hasta admirable en muchos aspectos.
A pesar de que tenemos una notable capacidad de conformarnos con menos de lo que podríamos
haber tenido en nuestras vidas, no deberíamos denominar a esa conformidad (compromise),
“felicidad completa” o “la mejor vida posible”.
Debemos remarcar también otro punto. Para cada objetivo que persigamos, puede surgir
razonablemente la cuestión de por qué estamos tras ese objetivo en particular. Podemos dar dos
clases de respuestas, ya que hay dos clases generales de objetivos. Perseguimos algunos de ellos
porque son útiles o instrumentales para alcanzar otro objetivo. Por ejemplo, alguien podría decir
que su objetivo es comprar helado en el almacén, y esto podría ser el propósito de una serie de
acciones (cargar combustible para el automóvil, manejar hacia el almacén, retirar dinero del
cajero automático, etcétera). Comprar exitosamente helado es la razón para hacer el resto de las
cosas, pero ¿es la razón final? De hecho, la meta final –la última meta de una serie de acciones
coordinadas– podría ser disfrutar de un helado esa noche con un amigo. Cada acción se realiza
en pos de esa meta. Podemos perseguir (o valorar) una meta en función de alguna otra meta, o
perseguirla (o valorarla) simplemente por sí misma. La primera clase corresponde a las metas (o
bienes) instrumentales, mientras que la segunda corresponde a las metas (o bienes) finales.
Los bienes básicos son, entonces, bienes que contribuyen a la realización de las personas
de manera irrenunciable; son bienes finales. Son valorados por lo que son, nunca por su utilidad
para conseguir otros bienes (los cuales, por supuesto, serían aún más básicos). Las categorías de
bienes básicos que discutiremos son la piedra fundamental de las motivaciones y acciones
humanas, y nos darán una descripción general del servicio que cada empresa debe de alguna
manera tratar de cumplir.
En décadas recientes, la filosofía ha aportado numerosos trabajos para afinar la
comprensión de la noción de bienes básicos.2 Para nuestros propósitos, identificaremos a los
bienes básicos en seis categorías: vida y salud, belleza, verdad, acción, armonía y amistad. Una
vida verdaderamente buena incluirá bienes de cada categoría, tal como una buena dieta incluye
productos de cada uno de los diversos grupos de alimentos básicos. De nuevo, al igual que en
una dieta, no hay un parámetro común para medir el valor de los elementos de un grupo básico
en comparación con el valor de los elementos de otro grupo. Si el calcio es realmente necesario
para la salud, entonces no podrá ser sustituido por alguna proteína o vitamina. De la misma
manera, los bienes de la categoría belleza no pueden medirse de modo válido con los bienes de la
categoría verdad.
En su actividad, las organizaciones empresarias desarrollan el potencial para satisfacer las
verdaderas necesidades humanas al transformar en realidad los bienes básicos en formas
concretas. Pueden hacerlo internamente a través de las condiciones creadas para los empleados y
externamente a través de los productos, servicios y otros bienes que ofrecen a sus clientes y
comunidades. Para clarificar esto, consideremos cada uno de los bienes básicos:3
Vida y salud. El bien básico de la vida incluye la vida en sí misma y también
todo lo que se relacione directamente con la vida biológica, incluyendo la salud,
la seguridad y la evitación del dolor. Al igual que todos los bienes básicos, la vida
es algo que podemos y deberíamos desear para los demás así como para nosotros
mismos. En un contexto empresarial, los bienes relacionados con la vida y la
salud son buscados y respetados internamente cuando el management asegura que
el lugar de trabajo está lo más libre posible de peligros, que el trabajo no es
físicamente dañino, que el equipamiento y el mobiliario utilizado no contribuye a
lesiones a largo plazo, etcétera. Estos bienes pueden ser buscados externamente a
través de productos y servicios que protejan la vida y restablezcan la salud,
esforzándose en fabricar artículos de uso más seguro y adoptando métodos de
producción que disminuyan la contaminación y los peligros para la salud de la
comunidad en general.
Este bien es dejado de lado o distorsionado cuando una organización pone
demasiada presión sobre sus empleados (causando enfermedades relacionadas con
el estrés), tolera condiciones de trabajo inseguras o productos defectuosos, y
realiza o evita omitir todo tipo de actividad que atenta contra la salud y el
razonable confort de empleados, clientes y la comunidad.
Belleza. El bien básico de la belleza supone la experiencia y la apreciación de la
belleza, orden y armonía en el mundo exterior de la persona individual. Esta
belleza puede encontrarse en otra persona, en la naturaleza, en las artes, en los
deportes y en muchos otros contextos. Internamente, una empresa busca y respeta
los bienes relacionados con la belleza en distintas formas. Lo hace, por ejemplo,
cuando intenta mantener el lugar de trabajo limpio, cuando construye y decora
con gusto (que no es lo mismo que construir y decorar costosamente). También lo
hace cuando permite y estimula que los individuos decoren sus lugares de trabajo
ellos mismos, aunque la belleza pueda tomar muchas formas y expresar diversos
gustos personales. Externamente, una empresa busca conseguir este bien cuando
sus productos, por ejemplo, no son sólo funcionales sino también agradables
estéticamente. Este bien es dejado de lado o distorsionado cuando se prefiere la
funcionalidad sin elegancia y se tolera la fealdad, el desorden y la suciedad.
En este contexto, es importante notar la distinción real entre lo necesario y
lo lujoso. La belleza, o la experiencia estética, es verdaderamente necesaria para
el florecimiento humano. Una vida sin belleza es monótona y pobre. La ausencia
de belleza no mata al cuerpo, pero puede matar al espíritu. Las necesidades de la
vida incluyen más que esas cosas sin las que la persona muere; incluyen todo lo
que hace una vida plena y satisfactoria. El lujo, por lo demás, siempre es un
aditamento que agrega poco o nada al bien humano referido. Los productos y
servicios de lujo consumen recursos sin atender verdaderas necesidades humanas.4
Acción. Desde el niño pequeño que demanda hacer las cosas por sí sólo hasta el
jubilado que quiere mantenerse ocupado, los seres humanos demuestran el valor
que asignan a la acción por sobre la pasividad. El bien básico de la acción incluye
todas las actividades que se realizan por su propio valor (en contraposición con la
actividad practicada y valorada únicamente en relación con otra cosa). La acción
de este tipo es comúnmente el desempeño hábil en un juego o un trabajo, sea que
se realice con torpeza o de manera excelente. 5 En consecuencia, una persona
busca el bien básico de la acción al jugar al golf, aun cuando sea principiante y
todavía no juegue bien.
La idea clave es que se trata de una acción en la cual la persona valora el
actuar independientemente de los beneficios que dicha actividad pueda producir.
Por esta razón, el tipo de actividad que realiza este bien básico a menudo es más
lúdico que productivo. Incluso una actividad productiva (esto es, el trabajo)
podría caer en esta categoría al punto de que la actividad por sí sola puede ser
valorada por la persona más allá del valor ligado a lo que se produzca. 6 Un
ejemplo podría ser el trabajo de jardinería. Algunas personas disfrutan de las
tareas que implica y consideran que las flores o las plantas son un valor adicional.
El bien de la acción se cumple plenamente cuando alguien la realiza en un
nivel de excelencia. En un contexto empresarial, el management en el nivel
interno busca y respeta los bienes relativos a la acción cuando permite y estimula
a los empleados a disfrutar de su trabajo y enorgullecerse de él, y cuando hace que
a través del entrenamiento y la evaluación puedan desempeñarse de forma más
humanamente satisfactoria. En el orden externo, una empresa cumple este
objetivo cuando sus productos y servicios (equipamiento deportivo o instrucción,
por ejemplo) ayudan a otras personas a participar en la acción por sí misma. Este
bien es ignorado o distorsionado cuando se pone demasiado énfasis en la
productividad y se excluye la satisfacción del trabajador por su trabajo y la
calidad, o cuando los trabajadores son innecesariamente obligados a seguir
instrucciones fijas para un trabajo que les brinda poca o ninguna de satisfacción
personal.
Verdad. El bien básico de la verdad es el conocimiento preciso de cualquier tema
donde el conocimiento se valora por sí mismo, esto es, donde el conocimiento
satisface la curiosidad en lugar de prestar una utilidad.7 Podría incluir el
conocimiento acerca de la estructura atómica del carbono, la historia de la guerra
civil o el comportamiento de los escarabajos africanos. Al igual que los bienes en
la categoría acción, los bienes en la categoría verdad pueden tener un carácter
mixto. Podríamos valorar el conocimiento por su valor en sí mismo y porque
podemos hacer algo con éste. Sin embargo, sólo el conocimiento que valoramos
en sí mismo es un bien básico.
En un contexto de negocios, en el orden interno los bienes relacionados
con la verdad son buscados y respetados cuando a los empleados se les dan
oportunidades para mejorar su beneficio económico además de incrementar su
productividad. (Una vez más, la productividad no es algo malo, pero es valorada
en relación con algo más, y por ende no puede ser un bien básico.) Son
reivindicados externamente a través del periodismo y la educación así como a
través de la creación de una serie de productos y servicios, desde tours a lugares
exóticos hasta la realización de films documentales y publicaciones sobre historia.
Este bien es dejado de lado o distorsionado cada vez que el conocimiento
es defectuoso a través de malas interpretaciones, la manipulación o la mentira
deliberada, así como también a veces, a través del ocultamiento o el engaño.
Armonía. En su vida cada ser humano interactúa con otras personas y cosas; y
tiene también una vida interior. Parte de la experiencia de esa vida interior es la
vivencia del conflicto entre deseos incompatibles y presiones internas, o entre el
pensamiento y la acción. Acallar estos conflictos es un tema de madurez personal
(que no se relaciona con la edad). La persona madura adquiere un grado de
armonía entre las emociones y los deseos en conflicto, y aprende a calmar las
tensiones internas que alguna vez todos sentimos. También alinea sus acciones
con su pensamiento y entonces sus acciones devienen razonables, en armonía con
su conocimiento de la realidad y su juicio sobre qué es lo mejor para hacer. No es
una tarea fácil. Depende del autocontrol, aquí entendido como poner nuestras
emociones y deseos bajo el control de la razón. (Esto no significa que las personas
razonables no puedan ser personas apasionadas, sino sólo que las personas
razonables no se ven desbordadas por sus pasiones.) También requiere un
pensamiento claro acerca del mundo real.
En un contexto empresarial, procuramos y respetamos bienes relativos a la
armonía cuando evitamos imponer el tipo de presiones que crean conflictos
internos a las personas, sean empleados, clientes u otros. Por el contrario,
podemos perversamente crear estos conflictos al ofrecer incentivos opuestos
(¿trabajamos por las ventas o por seguridad?), al maltratar a los empleados o a los
clientes (lo que lleva a la tentación de robar), al pagar de menos a los
proveedores, etcétera. Los ejecutivos también respetan los bienes relativos a la
armonía en el lugar de trabajo cuando modelizan y reconocen una toma de
decisiones razonable e imparcial. En una organización plagada de políticas
burocráticas, por ejemplo, los empleados deben desarrollar mecanismos de
defensa a menudo poco razonables.
Amistad. El bien básico de la amistad involucra la armonía ya no personal, sino
entre el individuo y otras personas. Con frecuencia nuestro concepto de amistad
es mucho más estrecho, es el que involucra algún tipo especial de relación y que
generalmente sólo podemos mantener con pocas personas a la vez. El sentido
general aquí es el que tenemos en mente cuando decimos que queremos estar en
buenos términos con el mundo. Ninguna persona sana quiere enemigos. A
menudo tomamos como una señal de madurez que alguien sea capaz de establecer
y mantener buenas relaciones con cada persona con la que entra en contacto. El
bien de la amistad implica paz y justicia entre la gente y las organizaciones (por
no decir entre las naciones).
Procurar y respetar el bien de la amistad internamente en una empresa, no
significa que los ejecutivos deban proponerse crear afecto, sino asegurar que los
empleados (y clientes, proveedores, acreedores, etcétera) sean tratados con
justicia. Este bien también se respeta, por ejemplo, cuando se alienta a los
empleados a colaborar entre sí para alcanzar metas organizacionales, cuando se
mantiene deliberadamente una atmósfera de cuidado afectuoso entre los
miembros de la organización y cuando la lealtad es evidente. La amistad resulta
desatendida o perjudicada por exceso de política, rumores, competencia
inconducente y muchas otras circunstancias.
Cabe aclarar en esta descripción de los bienes básicos que una acción o situación puede a
menudo darse en dos o más de ellos entre sí. Por ejemplo, un lugar de trabajo sano también
puede ser bello, o un desempeño habilidoso puede a su vez desarrollar amistades.
La perspectiva de los bienes básicos puede alentar una sólida toma de decisiones en la
empresa al proveer un criterio para comparar alternativas. Si bien puede haber decisiones que
claramente perjudican a algún bien básico y deben ser rechazadas, es raro el caso de que haya un
solo curso de acción que sea legítimo y defendible. La alternativa preferida deberá ser la que
mejor respete uno o más de los bienes básicos, dado que después de todo son las razones últimas
por las cuales tomamos decisiones y actuamos.
Por su parte, los ejecutivos deben tener en claro las maneras en que sus organizaciones
pueden y deben crear instancias de bienes básicos para la gente, tanto dentro de la organización
(empleados) como fuera de ella (clientes y comunidades). Las organizaciones no tienen la
responsabilidad de procurar cada bien imaginable para la gente que coopera con ellas, pero
deben, como mínimo, evitar perjudicar los bienes básicos. Fundamentalmente, las organizaciones
son mejores en la medida en que son capaces de procurar y respetar más instancias de bienes
básicos con mayor profundidad.
Bienes communes
Dado que las personas son por naturaleza seres sociales, y su verdadera realización
inevitablemente involucra algún tipo de comunidad, los bienes comunes asumen una importancia
fundamental. El procurar entender y resolver asuntos donde está en juego la justicia en una
comunidad, tarde o temprano, debe afrontar la cuestión de qué significa que los bienes sean
comunes (en oposición a los privados). Desafortunadamente, el término bien común resulta muy
ambiguo, y esta ambigüedad (y el frecuente fracaso para identificar explícitamente el significado
deseado en un contexto particular) puede ser causa de mucha malicia intelectual.
Puede ser un error hablar de el bien común, como si fuera un bien (o una colección de
bienes) que componen el bien común.8 Los bienes, o un bien, pueden ser considerados comunes
de muchas maneras. Generalmente, podríamos decir que un bien común es por definición el que
es, o podría ser, compartido (poseído, usado, disfrutado o reivindicado) por un número de
personas.
Algunos bienes son naturalmente comunes porque simplemente no pueden ser poseídos,
usados, o disfrutados por una única persona al mismo tiempo. Ejemplos de bienes comunes
naturales serían el espectáculo de un cielo estrellado, la tradición y cultura de una comunidad o
el conocimiento del derecho natural. La mayoría de los bienes, sin embargo, son bienes comunes
contingentes. Pueden ser en algún momento comunes pero sólo porque hay un conjunto de
factores contingentes que crean un contexto en el cual son poseídos, usados o disfrutados por un
número de personas. Los ejemplos de estos bienes son muy diversos, podrían incluir tierras,
obras de arte, muchos tipos de conocimiento, medicamentos y dinero.
Hay bienes que a menudo son considerados comunes porque su naturaleza es tal que
podrían ser compartidos por un número indefinido de personas sin agotarse. El conocimiento es
un bien de este tipo, así como un bello atardecer. Podemos llamarlos bienes comunes infinitos.
Por el contrario, un bien finito o limitado es el que no puede ser compartido por un número de
personas (para su posesión, uso o goce) sin agotarse. Por ejemplo, una comunidad podría tener
una provisión de medicamentos para sus miembros. Estos medicamentos no son propiedad de un
individuo o un grupo limitado de personas dentro de la comunidad sino que son propiedad de la
comunidad en su conjunto. (Por supuesto, podemos también estar hablando de tierras, dinero,
alimentos, alojamiento o cualquier otro recurso distribuible.)
Tanto los bienes privados como comunes podrían ser actuales o potenciales. Los bienes
actuales son aquellos que, en un momento determinado, son realmente poseídos, usados o
disfrutados. Los bienes potenciales son aquellos que, si bien no son poseídos, usados, o
disfrutados en el presente, son pasibles de serlo en el futuro. Los bienes actuales por supuesto, no
motivan ninguna acción tendiente a conseguirlos (porque ya son poseídos), aunque podrían
motivar acciones de protección o tendientes a su uso y goce.
Los bienes potenciales, sin embargo, sirven para motivar la acción encaminada a
conseguir objetivos, y los bienes comunes potenciales motivan acciones de tipo colaborativo. De
hecho, subyacente a cualquier acción genuinamente colaborativa (en oposición a un conjunto de
acciones individuales tendientes al mismo objetivo, por ejemplo la fiebre del oro), tiene que
existir al menos un bien común potencial.
Los bienes comunes potenciales son con frecuencia meros instrumentos para la
consecución de bienes privados. Los empleados que trabajan juntos para que una compañía sea
rentable podrían estar menos preocupados por la salud y la integridad financiera a largo plazo de
la empresa que por las cosas que podrían comprar con el salario y los extras que reciben por las
operaciones exitosas de la firma. Esas personas no están verdaderamente comprometidas en
acciones colaborativas sino que se valen de una comunidad para alcanzar sus objetivos privados.
Los miembros más reflexivos reconocen que, además de que todo objetivo privado puede
cumplirse mediante acciones eficaces de asociación, también existe bondad (asociada con el bien
de la amistad) en una acción decidida y llevada a cabo en comunión con otros. Este tipo de
acción es más genuinamente humana; y dicha acción orientada a un objetivo es defectuosa
cuando se evita la colaboración, aunque esto podría resultar eficaz.
Al igual que otros bienes, los bienes comunes pueden ser instrumentales o finales. Desde
la perspectiva del individuo, los bienes comunes potenciales (por ejemplo, los objetivos
comunes) hacia los cuales el sujeto orienta su acción son siempre instrumentales. Es decir, estos
bienes comunes son valorados por los individuos que procuran conseguirlos en colaboración con
otros porque se entiende que éstos siempre promueven bienes privados. Los jugadores participan
juntos en un equipo porque cada uno quiere ser parte de un esfuerzo triunfador, o al menos
compartir la camaradería del grupo. Los empleados trabajan para el éxito de una empresa por las
mismas razones pero también porque pueden participar de compensaciones financieras.
En un nivel superior, la paz, el orden y la justicia en una sociedad son valorados porque
promueven el desarrollo individual, no porque tengan un valor intrínseco aparte de su aptitud
para sustentar el bienestar humano. Los individuos pueden hacer sacrificios extraordinarios para
crear instancias de protección de tales bienes comunes, pero es porque entienden y valoran
correctamente los bienes privados que pretenden.9
Respecto de las acciones de las asociaciones, sin embargo, los bienes comunes podrían
tener cierto carácter final en la medida que la asociación cesa sus actividades colaborativas una
vez que el bien es conseguido. De esta forma, podría formarse un comité para construir un patio
nuevo para una comunidad y disolverse una vez que el patio está finalizado. El patio construido
es un bien final (objetivo) para el comité, incluso aunque el patio promueva (esto es, que sea un
instrumento para) bienes privados (por ejemplo, salud, juegos, amistades) de forma indefinida.
Las organizaciones que subsisten, tales como las empresas, iglesias, y otras similares, deben
tanto encontrar nuevos objetivos una vez que los viejos objetivos son conseguidos o bien
enfocarse en objetivos que puedan únicamente ser sostenidos aunque nunca completados.
Los bienes comunes potenciales no sólo configuran la colaboración de los miembros de
una organización, sino que también definen a las organizaciones y las comunidades. En
particular, los bienes comunes potenciales característicos de las organizaciones empresariales las
hacen bastante distintas de otros tipos de comunidades.
Las comunidades y los bienes communes
Las organizaciones tienen una importancia crucial en la vida moderna. Sin la cantidad, la
variedad y el tamaño de las organizaciones que vemos en el mundo desarrollado, nuestra calidad
de vida simplemente no podría ser la que es. La increíble diversidad de bienes y servicios que
disfrutamos no podría en efecto existir ni tampoco otras cosas que damos por sentado. Sin un
buen funcionamiento de las organizaciones, nuestra dieta sería bastante menos variada, nuestro
sistema de salud mucho más primitivo, no viajaríamos tanto, sabríamos menos y en general
nuestras vidas serían más pobres.10
Los seres humanos tienden naturalmente a formar organizaciones o comunidades más
amplias, de índoles diversas y por distintas razones. La variedad es ilimitada, en cierto sentido,
porque siempre podemos formar comunidades para propósitos nuevos y sin precedentes. Sin
embargo, todas las comunidades se encuentran en alguna de tres categorías.11 A fin de entender
qué es una organización (y qué no) e identificar qué hace que una organización sea excelente,
sería útil explorar estos tres tipos y determinar dónde ubicar a las organizaciones.
Aristóteles fue uno de los primeros en analizar sistemáticamente las comunidades
humanas. Mientras que Platón, su maestro, especuló in extenso acerca de la naturaleza del Estado
ideal en su clásico diálogo, La República, Aristóteles buscó reunir información acerca de cuanta
ciudad y Estado fuera posible a fin de comprender a las comunidades tal como realmente
existían.12
Dividió a las comunidades en tres tipos: familias, aldeas y ciudades (o lo que hoy
podríamos llamar sociedades o comunidades políticas), diferenciándose entre ellas por su
función y por lo tanto caracterizadas por los bienes comunes concernientes a cada forma de
comunidad.13 Las familias se formaron a partir de la unión entre hombre y mujer, mientras que
las aldeas, argumentaba, evolucionaron naturalmente a partir de grupos de familias, y las
ciudades a partir de las aldeas.
Por lo tanto, la comunidad más inclusiva es la comunidad política, o sociedad. Una
comunidad política puede ser entendida en términos aristotélicos como la que provee todo lo que
es requerido para una vida verdaderamente buena.14 Podríamos también llamarla comunidad
completa.
El bien común de una sociedad tiene un carácter distintivo. Toda vez que la intención de
las sociedades es perdurar a lo largo del tiempo y a través de sucesivas generaciones, su
característica común no consiste en un objetivo a ser logrado de una vez y para siempre. Si bien
puede haber algo potencial en este bien común, no se trata de un objetivo que, si fuera
conseguido, significaría el fin de la sociedad. Adicionalmente, como la función de la sociedad es
contribuir al desarrollo y a la realización de sus miembros, su bien común es instrumental. Esto
quiere decir que no es un bien final valorado en y para sí mismo (como son, por ejemplo, los
bienes básicos), pero es algo valorado, respetado y protegido por los miembros de la sociedad
por lo que les permite hacer y ser.
Más precisamente, el bien común de una sociedad es constructivo, lo que significa que
hay una serie de condiciones que hacen posible el desarrollo individual de cada uno de los
miembros de la comunidad.15 Es decir que si algunas condiciones no están presentes en una
sociedad, o el bienestar de algunos miembros no es considerado, no se ha alcanzado el bien
común. Reconocemos como un asunto práctico que en un mundo caído el conjunto de bienes y
condiciones que constituyen el bien común nunca se alcanza completamente y permanece
entonces como un objetivo para los miembros de la comunidad. Y aun cuando se lograra, la
manutención y el apoyo constantes que requeriría lo convierten en un objetivo que implica
colaboración permanente.
Otro tipo de comunidad es la familia, y podríamos llamarla una comunidad cuasi
completa. Aunque resulta evidente que la familia no contiene ni puede contener dentro de sí
misma todos los recursos necesarios para una vida verdaderamente buena, se relaciona
prácticamente con cada aspecto del crecimiento humano, al igual que una comunidad política.
Por consiguiente, el bien común de una familia se asemeja al bien común de una comunidad
política: tiene como meta cada aspecto del desarrollo de sus miembros y por tanto requiere paz,
equidad, etcétera. Sin embargo, ninguna familia puede proveer por sí misma todo lo que sus
miembros necesitan. De este modo, podríamos decir más precisamente que su bien común es
establecer un conjunto de condiciones para que los niños puedan en su educación alcanzar la
madurez (cuando puedan ocupar su lugar como miembros responsables de una comunidad
política), y sus miembros puedan proveerse cuidado y ayuda mutua a lo largo de sus vidas. Una
vez más, este bien común es instrumental y constructivo, y por lo tanto pertenece a la misma
categoría general como bien común de una sociedad.
Una tercera clase de comunidad –similar a la aldea de Aris-tóteles– es la asociación
especializada o comunidad incompleta.16
Una asociación especializada, tal como su nombre indica, no se ordena al desarrollo
integral de sus miembros sino más bien a obtener algún bien humano o un conjunto limitado de
bienes. Una organización empresarial es una asociación especializada, como un ejército, una
orquesta, una organización de caridad, un club de bowling, una universidad, una organización
criminal y prácticamente una cantidad y variedad infinitas de organizaciones humanas.
Nuestra comprensión de la relación entre una comunidad especializada y una comunidad
política necesita mayor refinamiento. Hasta hace relativamente poco (quizá en algunos lugares
tan tardíamente como el siglo XIX), las asociaciones especializadas jugaron sólo un pequeño rol
en la vida humana.17 En el siglo XX, sin embargo, este rol se expandió de manera considerable,
tanto en términos de tamaño como de número de las asociaciones especializadas. En la
actualidad, en las sociedades desarrolladas prácticamente todo depende de las asociaciones
especializadas, de manera directa o indirecta.18
Las asociaciones especializadas difieren de las comunidades políticas y las familias en
muchos aspectos importantes.
En primer lugar, hay una diferencia de propósito. Una organización especializada
siempre se organiza para la obtención de algún bien particular o de un conjunto de bienes, al
menos para quienes colaboran en la asociación y a menudo también para otros. Mientras que la
sociedad o la familia funcionan para sustentar un conjunto de condiciones dentro de las cuales
las personas puedan madurar y buscar su propia realización, una asociación especializada se
dirige a la creación de bienes concretos que sus miembros pueden poseer.
Segundo, la naturaleza de las asociaciones especializadas hace que sus bienes comunes
potenciales (es decir, los objetivos de la organización) sean más importantes para su
funcionamiento en el día a día que lo que podrían serlo en otras comunidades. Los objetivos
definen la colaboración. En el nivel de la familia o de la sociedad, hay algo natural en la
colaboración entre los miembros de la familia o entre los ciudadanos. Sin duda, las tradiciones y
las costumbres dan forma a esta colaboración, pero el ciudadano común, por ejemplo,
probablemente contribuya al bien común de su comunidad sin demasiada conciencia de ello.19
Esto no ocurre en las asociaciones especializadas. Aquí se requieren tipos específicos de
colaboración según los objetivos de la organización. Para generar esta colaboración, los objetivos
deben ser entendidos con claridad, y ser convincentes. El éxito de la organización requerirá una
cierta clase de contribución activa por parte de cada miembro, en la que el bien común de una
sociedad sea apoyado por las decisiones de los ciudadanos de no involucrarse en conductas que
socaven ese bien común.
Tercero, las asociaciones especializadas tienen tanto bienes comunes finales como
constructivos. El bien común constructivo, especialmente en una organización empresarial,
establece las condiciones que deben ser respetadas para que los integrantes de las empresas
puedan realizar su trabajo. Estas condiciones incluyen la información, los recursos materiales, el
equipamiento adecuado, etcétera. Adicionalmente, las condiciones necesarias para respetar y
enriquecer la dignidad personal de los empleados deben estar presentes. El trabajo en sí no puede
ser físicamente insoportable, debe ser compensado con justicia, debe ser valioso hacerlo y, en
términos generales, no puede ser humillante o perjudicial para las personas que lo realizan.
Finalmente, las asociaciones especializadas tienen una clara relación con las sociedades
en donde existen y funcionan. A veces se asume que para ser legítimas asociaciones
especializadas, deben servir al bien común de la sociedad en todo lo que hagan. Esto es un
malentendido.
Como hemos señalado, el bien común de una sociedad se orienta al desarrollo de todos
sus miembros. Este desarrollo, sin embargo, implica el desarrollo de las organizaciones y de las
asociaciones formadas por miembros de la sociedad para procurar y obtener bienes particulares.
Estas asociaciones obtienen su legitimidad de los auténticos bienes humanos que procuran, y no
de su contribución al bien común general. En efecto, el bien común general debe crear las
condiciones en las que estas organizaciones puedan funcionar.
En consecuencia, en una buena sociedad estas organizaciones deberían gozar de un
considerable grado de libertad para identificar y procurar los bienes que, en la medida en que
sirvan para concentrar y motivar la colaboración, serán verdaderamente bienes comunes para esa
organización.20 Para ser moralmente legítimos, estos bienes comunes deben ser verdaderos
bienes humanos (y no meros bienes aparentes, como la venganza o la pornografía), y deben ser
procurados mediante medios moralmente sanos. (Una organización criminal puede pretender
bienes reales pero lo hace mediante medios inmorales.) Por supuesto, la búsqueda de estos bienes
no debe socavar el bien común constructivo de la comunidad humana. Sin embargo, en la
medida en que los bienes buscados sean realmente bienes humanos, no es necesario que los
bienes de una asociación especializada contribuyan intencional y directamente al bien común de
toda la comunidad. Ellos no podrían legítimamente hacer más que facilitar la obtención de
bienes privados a los asociados en la organización.21
Estos bienes privados podrían incluir tanto la directa satisfacción de una variedad de
necesidades humanas como oportunidades para un buen trabajo. También incluyen, y no es
menos importante, la creación de riqueza.
La empresa y la creación de riqueza
Basada en las Escrituras y desarrollada en diversos contextos a lo largo de dos milenios, la
enseñanza social católica no es un corpus doctrinal de aplicaciones sino de principios adaptables
a situaciones concretas. Algunas aplicaciones de las convicciones cristianas, independientemente
de su afán y sinceridad, podrían no ser apropiadas a los tiempos y circunstancias modernas. Sin
embargo, hay principios perennes que deben ser respetados.
El término riqueza tiene un significado especial en la tradición cristiana. A diferencia de
lo que sucede en la economía como disciplina y del uso coloquial, la tradición no se refiere a la
riqueza como un concepto abstracto. En cambio, hay innumerables referencias a los ricos como
grupo o al “hombre rico”. Usada de esta manera, la riqueza es generalmente entendida como un
excedente de recursos –típicamente dinero, pero quizá también tierras, alimentos y cualquier otra
cosa de valor común. Tal riqueza material se contrasta con la riqueza espiritual, y la tradición a
veces reconoce que quienes poseen grandes riquezas materiales podrían ser espiritualmente
pobres y viceversa.
Hay un concepto relacionado que juega un rol más importante dentro de esta tradición. Si
se entiende que riqueza implica exceso, conceptos como abundancia y prosperidad sugieren
algo ligeramente diferente. La persona que posee riquezas es normalmente retratada como
alguien injusto e impío. La presunción normal es que dicha riqueza es obtenida y poseída en
detrimento de las necesidades de los pobres, y tal vez a sus expensas. Sin embargo, es común
considerar que la abundancia y la prosperidad son regalos de Dios y propias del amor ilimitado
por sus criaturas. No se suele considerar que el hombre que posee riqueza ha sido bendecido por
el Señor, pero sí que la abundancia o la prosperidad de una persona o una comunidad se deben a
Su benevolencia. Por lo tanto, así como la abundancia y la prosperidad son, sin duda, buenas
condiciones, la pobreza es una condición que requiere remedio.
Si la riqueza es entendida como un exceso de bienes materiales, no es entonces una
ambición legítima para un cristiano ni para cualquier otra persona, por la misma razón. Incluso
Platón y Aristóteles desalentaron la búsqueda de la riqueza como una ambición de la vida sobre
la base de que el dinero en particular es meramente un medio, no un fin. Perseguir la posesión de
una herramienta sin considerar el propósito de su posesión, es necio y fútil.
De la misma manera, algunas de las razones que uno podría tener para perseguir la
riqueza son vacías en sí mismas. Uno podría buscar la riqueza en nombre de la seguridad, la
protección contra las contingencias de la vida. Para el cristiano, como ya fue dicho, esto puede
llegar a sustituir la confianza en la Providencia y distraerlo de la única vocación que Dios
pretende. Se podría también buscar la riqueza como un medio para el placer y el confort o como
una herramienta para obtener honor y poder. Sin embargo, nada de esto es consistente con el
destino sobrenatural de la persona; y, tal como los primeros cristianos observaron tan claramente,
cada uno de estos objetivos son en definitiva distractivos y letales. La experiencia
contemporánea del mundo desarrollado es una evidencia palmaria del apetito insaciable que
tienen los seres humanos por cada uno de estos objetivos así como de su capacidad para agotar y
extinguir los bienes espirituales.
La riqueza, entonces, entendida como una cantidad excesiva o tal vez ilimitada de dinero
o de bienes materiales, nunca puede ser un objetivo racional para una buena empresa. La
acumulación de riquezas para el propósito explícito de concentrar recursos para contribuir al bien
común de manera importante podría ser una ambición noble, aunque muy peligrosa.22 Muy
superior es el objetivo de alcanzar la abundancia para uno mismo y su familia, incluyendo la
prosperidad para su comunidad. De este razonamiento se deduce que hay un nivel adecuado de
posesiones para las necesidades genuinas y la seguridad de cada uno.
En la economía moderna, muchos individuos acumulan más de lo que esta definición de
abundancia implica. La tradición social cristiana, trabajando a partir del principio de que los
bienes de la tierra están destinados a todos, ha tenido que lidiar con este hecho insistiendo que tal
riqueza “excedente” sea utilizada para contribuir a la prosperidad de todos. El papa Pío XI dio un
ejemplo concreto del carácter de esta obligación. En medio de la Gran Depresión escribió: “el
empleo de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado debe
considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las
necesidades de los tiempos.”23 Invertir en una empresa creadora de empleo es una forma de
honrar las obligaciones concernientes a los excedentes de riqueza.
Esta abundancia, sujeta al auténtico desarrollo y realización humana, es sin duda una
aspiración de los cristianos. Es una bendición y un elemento integral del bien común de una
comunidad política. La virtud cristiana de la solidaridad tiene como objetivo precisamente
cimentar dicha abundancia y prosperidad en cada comunidad humana.
La abundancia y la prosperidad son condiciones verdaderamente buenas, merecedoras de
búsqueda, pero ¿cómo alcanzarlas? Durante gran parte de la historia del cristianismo, las
personas tendieron a considerar los bienes materiales y la riqueza que representaban como
estrechamente relacionados en sentido estricto. En otras palabras, la cantidad de riqueza en el
mundo estaba más o menos dada, y si algunos eran considerablemente ricos (en exceso), esto
podría ser únicamente a expensas de los pobres. Por lo tanto, el problema de cómo crear
prosperidad en la comunidad fue visto esencialmente como un problema de distribución.
Más recientemente, se ha tornado innegable que la capacidad de creación para atender las
auténticas necesidades humanas, aunque tal vez finitas en algún sentido, es prácticamente
ilimitada. Esto no quiere decir inocentemente que la cantidad de recursos naturales es tal que no
podemos imaginar su agotamiento, sino que las personas, en colaboración con el Creador, poseen
capacidad para crear riqueza, y no meramente para consumirla. Crear riqueza significa aportar
mayor orden a la creación y emplear la inteligencia y el ingenio del hombre para desentrañar los
secretos de la naturaleza y concebir nuevas maneras de satisfacer necesidades humanas. Significa
utilizar nuevas herramientas para hacer la tierra productiva, desde más y mejores cosechas hasta
el empleo de nuevas formas de energía, pasando por la obtención de mayor eficiencia en todo
tipo de actividad. Significa compartir tecnologías y técnicas –entre los individuos y entre las
naciones– de forma tal que cada vez más personas puedan participar en el logro de su propia
prosperidad y la de sus comunidades. Significa, sobre todo, usar la inteligencia y el conocimiento
para satisfacer auténticas necesidades humanas, entendidas en el contexto de una auténtica
antropología y visión del desarrollo humano.
Las posibilidades de esta actividad, iniciada a partir de la simple ligazón a la tierra o
cualquier otro recurso finito, son verdaderamente inagotables.24 Es una solemne obligación
cristiana, donde fuera posible, buscar no sólo distribuir la abundancia sino también crearla.
Nos encontramos en el comienzo de un nuevo milenio pero tal vez también frente a un
conjunto de otros nuevos comienzos. Los católicos fueron enérgicamente alentados por los papas
y obispos en la segunda mitad del siglo XX a prestar mayor atención a los problemas de la
pobreza y la inequidad que caracterizan a la comunidad humana. Estos problemas persisten y
todavía merecen nuestra atención, sea que pertenezcamos a comunidades desarrolladas o en vías
de desarrollo. El mundo poco necesita de más hombres y mujeres ricos, lo que necesita son más
hombres y mujeres que puedan crear abundancia y prosperidad. Esta es preeminentemente, si no
únicamente, la función de las buenas empresas.
Notes
1. Debemos recordar que la teoría que estamos construyendo no es descriptiva (como sí
lo son las teorías económicas y legales de la empresa), sino desiderativa. Esto es, no se trata de
otro intento de describir cómo las empresas se comportan en realidad, sino un esfuerzo por
ofrecer una visión de qué es lo que las empresas podrían y deberían ser en la sociedad, si
lograran alcanzar su potencial y contribuir al bienestar humano.
2. En esta sección, me baso en la obra de Germain Grisez y John Finnis, quienes han
escrito extensamente sobre este tema a lo largo de varias décadas. G. Grisez: The Way of the
Lord Jesus, vol. 1, Christian Moral Principles (Chicago: Franciscan Herald Press, 1983). J
.Finnis: Natural Law and Natural Rights (Oxford: Oxford University Press, 1980).
3. Verdaderamente existen innumerables maneras en que las empresas podrían buscar y
respetar los bienes básicos. Los ejemplos ofrecidos en los párrafos siguientes son ilustrativos, no
exhaustivos. Nótese también que algunas empresas se enfocan en productos o servicios
relacionados con alguno de los bienes básicos. Ejemplos de esto incluirían industrias o áreas
como la salud, la moda o los deportes.
4. Las palabras lujo y lujoso se utilizan excesivamente. No son realmente sinónimos de
excelencia y cuando se emplean apropiadamente denotan un sentido de desperdicio en exceso.
5. En la tradición católica, siguiendo la obra del papa Juan Pablo II (véase su encíclica de
1981, Laborem excercens) “jugar” puede considerarse, a grandes rasgos, toda actividad
desarrollada simplemente por el placer de realizar la acción. No necesariamente se limita a los
juegos. El trabajo, por el contrario, siempre es una actividad productiva (o al menos una
actividad que apunta a producir algo) y por lo tanto una actividad valuada principalmente por lo
que resulta de ella.
6. Muchos bienes en esta categoría tienen una suerte de carácter mixto, donde la actividad
involucrada no sólo produce otros bienes, sino que tiene un valor intrínseco. Por ejemplo,
alguien podría jugar al tenis para ejercitarse o bajar de peso y al mismo tiempo simplemente
disfrutar del mero jugar por jugar, independientemente de cualquier otro beneficio que el juego
pueda aportar.
7. Esta es una distinción filosófica que no debería distraernos aquí. El conocimiento útil,
a veces muy valorado y valioso, es sin embargo valuado únicamente por lo que puede producir o
se puede obtener de él, y por lo tanto no puede ser un bien básico (aunque lo que el conocimiento
útil nos permita obtener podría ser un bien básico).
8. Hablamos, por supuesto, de `el bien común` como un modo abreviado de decir el bien
común de una comunidad civil. Si bien es un uso legítimo, no debería oscurecer el hecho de que
hay otros bienes comunes importantes.
9. Los Estados totalitarios cometen el serio error de considerar tales bienes comunes
como absolutamente finales y en definitiva están dispuestos a sacrificar todo tipo de bienes
privados por esa causa. Incluso en las sociedades más sabias se debe cuidar siempre la
elaboración y aplicación de las leyes positivas para que las condiciones necesarias para promover
el crecimiento de sus miembros sean adecuadamente protegidas, y al mismo tiempo que los
bienes privados no se vean amenazados. Sin duda, en toda sociedad, algunos bienes privados son
incompatibles con la preservación de estas condiciones públicas y pueden entonces ser
legítimamente restringidos, no obstante debe mantenerse un prudente equilibrio.
10. No hay duda de que las tecnologías modernas y las organizaciones modernas han
servido también para agregar estrés en nuestras vidas y hacerlas más duras de varias maneras.
Esto, sin embargo, es un resultado de nuestro erróneo entendimiento de la tecnología y las
organizaciones, y no una consecuencia inevitable de su mera existencia.
11. El criterio para la categorización de comunidades tiene que ver con la gama de bienes
humanos que persiguen y las capacidades que poseen, en principio, para conseguir tales bienes.
12. El principal tratado de Aristóteles es Política. También se le adjudica haber hecho un
estudio exhaustivo de las “constituciones” de un gran número de ciudades-estado griegas. Sólo la
Constitución de Atenas se ha mantenido sustancialmente intacta, mientras que del proyecto
mayor existen únicamente fragmentos y citas en otros autores.
13. Véase Politica, Libro 1.
14. Aristóteles no asumía que cada comunidad política necesariamente poseía de hecho la
totalidad de los recursos necesarios para cumplir su función. Su punto era más bien que sólo en
la comunidad política pueden llegar a existir tales recursos en conjunto y por lo tanto, sólo allí se
puede llevar una verdadera vida.
15. Para una definición clásica del bien común de las comunidades políticas, véase papa
Juan XXIII, Mater et magistra, n. 65. Desde el punto de vista práctico, este conjunto de bienes
incluye elementos tales como la paz, la justicia, la educación universal y la participación en la
cultura y la vida pública.
16. Aristóteles se centró principalmente en el estudio de la ciudad-estado, la sociedad.
Prestó cierta atención a la familia y al hogar (un ensayo anónimo sobre el tema fue atribuido
durante mucho tiempo a su autoría), aunque no demasiada. Tampoco estaba demasiado
interesado en las aldeas porque las consideraba un grupo de transición, un desarrollo temporal,
inserto entre las comunidades más importantes y duraderas, la familia y la sociedad.
Tradicionalmente, cuando los pensadores volcaron su atención a esta categoría alternativa,
tendieron a considerar a las organizaciones como familias muy grandes o como pequeñas
sociedades. (¿Cuántas veces hemos oido hablar, por ejemplo, de “familias” corporativas o de
“políticas” organizacionales?). Hoy en día, estas merecen nuestra atención por derecho propio.
Indudablemente, si Aristóteles viviera hoy, se hubiera interesado en la naturaleza de las
organizaciones modernas y su rol en la vida social.
Hasta recientemente, siguiendo los pasos de Aristóteles, los filósofos han tendido
a poner énfasis en estas sociedades políticas, y en menor medida en las familias, desatendiendo a
otras asociaciones. Por lo tanto, si bien ha habido a lo largo de los siglos una gran cantidad de
reflexiones éticas sobre las familias y las sociedades, las referidas a otros grupos han sido casi
nulas.
17. Algunos autores sugieren que el triunfo del estado-nación en Europa después del siglo
XVII disminuyó notablemente el rol de lo que había sido una rica red de asociaciones
especializadas (aldeas, iglesias, gremios, etcétera). En este temprano periodo, las personas
tendieron a formar sus identidades personales a partir de su membresía a esas asociaciones y, por
lo tanto, se veían a sí mismas como partes importantes e integrales de pequeñas totalidades. A
partir del siglo XVII las personas tendieron a verse a sí mismas como pequeñas partes de grandes
totalidades (por ejemplo, naciones). Si bien esto pudo haber sido así, también lo es que estas
asociaciones especializadas primitivas nunca alcanzaron el tamaño y la extensión de tantas
organizaciones contemporáneas.
18. Sin embargo, esto no quiere decir que tengamos vidas socialmente más ricas. En
muchos casos, si bien podemos hacer lo que hacemos en el contexto de algún tipo de
organización, lo hacemos no como miembros de una verdadera comunidad humana sino como
extraños en una muchedumbre. Robert D. Putnam ha descripto el curioso eclipse de la
comunidad en momentos de creciente importancia de las organizaciones en Bowling Alone: The
Collapse and Revival of American Community (New York: Simon & Schuster, 2000).
19. Por supuesto, los problemas específicos que encuentra una sociedad a menudo
requieren un alto grado de deliberación y discusión, las cuales son función de los cuerpos
legislativos. Existen objetivos particulares por los cuales la sociedad debe actuar, pero, en
sentido estricto, todos ellos se vinculan de nuevo con el bien común. Por ejemplo, hay casos en
los que el bien común debe ser protegido de las amenazas de enemigos o delincuentes y otros en
los cuales debe remediarse la falta de bien común. En ambos casos, debe manifestarse la
voluntad política para actuar.
20. Véase Compendium, n. 354.
21. Esto es, si bien los bienes comunes de comunidades más pequeñas deben estar
ordinariamente subordinados al bien común de la comunidad más grande dentro de la que éstas
existen, no se trata de que los bienes comunes de las pequeñas comunidades deban estar dirigidos
a la consecución del bien común de la comunidad más grande. Dicho de otra manera, las
acciones de las comunidades o asociaciones más pequeñas no deben socavar el bien común de
las comunidades más grandes de las que forman parte, aunque sus acciones no necesariamente
tengan como objetivo deliberado la mejora de ese bien común de manera particular a fin de ser
moralmente correctas. Las organizaciones empresariales, por lo tanto, no necesitan usar sus
recursos para abordar problemas sociales a fin de ser asociaciones moralmente dignas. Lo son en
la medida en que persigan bienes auténticos respetando debidamente otros bienes privados y el
bien común de la comunidad más grande.
22. Recuérdese el famoso ensayo de Andrew Carnegie, “The Gospel of Wealth” (North
American Review, junio 1889), en el cual ofrece una suerte de apología de su vida y la de
aquellos que amasaron grandes fortunas. Exhorta a esos hombres a usar su riqueza y poder en
beneficio del bien común e insta a la comunidad a permitirles disponer de sus riquezas como
crean conveniente. Las capacidades que les permitieron adquirir sus riquezas –argumenta– los
hace aptos para disponer de ellas. Además, la concentración de la riqueza en manos de pocos
hacen posible magníficos esfuerzos que serían inalcanzables si la riqueza fuera distribuida
horizontalmente (y por lo tanto diluida). Sin embargo, difícilmente uno puede dejar de ver que
tales riquezas raramente son acumuladas por hombres justos y por lo tanto raramente empleadas
para el bien común por hombres inmunes a la injusticia, la vanidad, el poder, etcétera. Al
concordar con la sabiduría de las Escrituras, la visión cristiana afirma que los hombres justos
pueden ser ricos, pero tanto ellos como los demás deberían entender que su riqueza es una
consecuencia de la gracia de Dios, y no meramente de su propia excelencia. Tales hombres no se
aferran a su riqueza, como harían los inicuos, quienes confían en ella para protegerse del mal,
sino que la usan generosamente para ayudar a la viuda, al huérfano y al extranjero.
23. Quadragesimo anno, n. 51.
24. Véase Centesimus annus, n. 32. El papa Juan Pablo II claramente observa que el
conocimiento y las habilidades humanas son recursos diferentes de la tierra y el capital, y por lo
tanto también lo son las posibilidades presentes para la prosperidad y la realización humanas.
*****
VI
¿CUÁL ES EL BIEN QUE HACE LA EMPRESA?
Regresemos ahora a la pregunta con la que comenzamos este libro: ¿cuál es el bien que hace la
empresa? Resulta irónico que en el mundo desarrollado contemporáneo, un mundo que disfruta
un nivel general de prosperidad sin precedentes en la historia, la respuesta a tal cuestión no es
obvia. Peor aún, no sólo el bien que hace la empresa a veces resulta inadvertido, sino que la
empresa es a menudo considerada la causa de grandes males.
Podría ser cierto que las empresas individuales algunas veces actúen muy mal y
contribuyan en gran medida al mal y a la mis-eria mundial. La empresa no es más inmune a la
corrupción y al mal comportamiento que el gobierno, la Iglesia, el ejército o cualquier otra
institución. El mero hecho de que las empresas estén pobladas y administradas por seres
humanos falibles que ocasionalmente sucumben a las presiones y a las tentaciones no debería
hacernos perder de vista el bien que la mayoría de las empresas hace. No obstante, nuestra meta
no es indagar sobre las fallas de las empresas sino aclarar qué es una buena empresa y cuál el
bien que hace la empresa.
¿Qué es una buena empresa?
A la luz de lo que ya hemos discutido, podemos decir que una empresa moralmente buena es la
que se ocupa de los bienes que le son propios como una asociación especializada y que emplea
medios moralmente correctos para conseguir dichos bienes.1 Una empresa, al igual que otras
asociaciones especializadas, no se legitima por la contribución que realiza al bien común de la
comunidad civil, aunque no debe actuar en menoscabo del bien común. En cambio, se legitima
por los bienes privados que sus actividades hacen posibles para sus miembros y clientes. Los
bienes específicos relativos a una empresa variarán, por supuesto, de acuerdo con la naturaleza
de la empresa, pero podemos identificar en general la clase de bienes que las empresas tendrán
que procurar. Estos bienes incluirán tanto los bienes comunes intrínsecos a la organización así
como los bienes privados buscados por los individuos (empleados, clientes y otros
colaboradores) a través de su interacción con la empresa.
Deberíamos recordar que dado que una empresa es una asociación especializada, los
bienes potenciales comunes (por ejemplo, los objetivos) que moldean la acción cooperativa de
los miembros de la organización se orientan hacia bienes privados determinados. Esto es, el fin
último de la empresa es conseguir bienes concretos para personas en particular. Ocurre lo
contrario en las familias y las comunidades civiles donde el bien común potencial es el bienestar
integral de los miembros como seres humanos. En otras palabras, las empresas tienen por objeto
la satisfacción de necesidades humanas particulares, y no todo el conjunto de bienes que
conforman una vida humana plenamente satisfactoria.
Una de las características de una buena empresa, entonces, es que los objetivos de la
organización se encuentran en efecto dirigidos a la satisfacción, directa o indirecta, de auténticas
necesidades humanas.2 Como hemos discutido, tales necesidades humanas, no son
necesariamente deseadas por todas las personas o incluso deseadas de la misma manera por cada
persona. Sin embargo, una empresa que no tenga como objetivo un auténtico bien humano no
puede ser, por definición, una buena empresa.
En este aspecto, las empresas pueden fallar al producir bienes o servicios que respondan
meramente a deseos humanos pero no a necesidades.3 Ejemplos extremos son la pornografía y
las drogas no terapéuticas, y ejemplos más modestos podrían incluir productos alimenticios sin
valor nutricional o artículos de lujo singularmente caros por características que no agregan
utilidad ni belleza.4
La mayoría de las empresas evitan los productos y servicios tremendamente malos pero
muchas se contentan con producir cosas frívolas en lugar de usar su ingenio para encontrar
nuevas formas de satisfacer necesidades reales. Si bien esto puede ser redituable en el corto
plazo, no puede ser el fundamento de un negocio sólido y exitoso. Una empresa verdaderamente
buena requiere la dedicación de sus empleados tanto para alcanzar la excelencia en lo que
produce como para enfrentar obstáculos y contratiempos inevitables. Los empleados no pueden
dedicarse mucho tiempo a producir productos y servicios triviales (aunque pueden dejarse llevar
por la corriente), porque entonces inevitablemente la empresa se convertirá en algo mediocre (o
peor), a menos que se centre en necesidades humanas reales.
Una buena empresa debe también preocuparse por los bienes comunes constructivos que
configuran una organización. Estos bienes comunes tienen que ver con las condiciones en las
cuales la organización desarrolla sus actividades y son análogas al bien común de una comunidad
civil. Una buena empresa es aquella en la que estas condiciones son establecidas y mantenidas.
En general, podrían incluir los rudimentos de la buena gestión, tales como una comunicación
clara, políticas coherentes y razonables, condiciones de trabajo seguras y una cultura largamente
aceptada en la cual la equidad, la honestidad y el respeto por las personas son valorados y
esperados. Desde luego, la gestión tiene una responsabilidad primaria en la creación y
sostenimiento de dicha cultura, pero esta responsabilidad es compartida con cada miembro de la
organización. Dado que este es un bien común, todos los miembros de la organización tienen un
doble deber: mantener con su comportamiento los aspectos más sólidos de la empresa y evitar
comportamientos que los debiliten. En suma, una buena empresa es un buen lugar para trabajar.
Estos bienes comunes, tanto potenciales como constructivos, hacen posible la
contribución real de las organizaciones empresariales, que es el logro de bienes privados
específicos por y para un grupo determinado de personas. Estas personas son los miembros de
una asociación y sus clientes. Veremos a cada grupo brevemente al considerar por qué se asocian
o interactúan con la empresa.
En principio, los miembros de una asociación especializada son aquellos que buscan
obtener ciertos bienes privados a través de su participación voluntaria en las actividades de la
organización. En el caso de una empresa, los miembros principales son los empleados y los
dueños o accionistas.5 Cada grupo busca un conjunto de bienes privados.
No es sorprendente que los empleados persigan el conjunto más variado de bienes. En
primer lugar, por supuesto, los empleados buscan ganarse la vida a través de su participación en
las actividades de la organización. Por lo tanto, una buena empresa hace que el trabajo de sus
empleados sea genuinamente productivo, lo que equivale a decir que las tareas se coordinan, se
cumplen y están orientadas a los productos y servicios que los clientes quieren comprar. En
consecuencia, se produce un flujo estable de ingresos proporcionalmente mayor a lo que podría
generar un empleado por su propia cuenta. A su vez, los empleados deberían recibir una parte
equitativa de este flujo de ingresos.6
Como ha señalado el papa Juan Pablo II, las razones que mueven a las personas a trabajar
son diferentes a los ingresos que esperan recibir.7 Los empleados también buscan expresarse a
través de su trabajo y para alcanzar algo que valga la pena. En una buena empresa este “buen
trabajo” se torna posible cuando los empleados entienden con claridad qué bienes permiten
alcanzar las actividades de la organización y cómo su propio trabajo contribuye a este bien.
Incluso un trabajo objetivamente poco placentero, tedioso o doloroso puede ser un buen trabajo
si su propósito es conocido y apreciado.8
Los empleados no son un mero factor de producción adicional que debe administrarse
con tanta eficiencia como sea posible, sino que son cooperadores voluntarios en la empresa.
Como tales, su dignidad como personas debe ser respetada, por ejemplo, en la forma en que los
empleos son diseñados.9 Como personas libres, corresponde que a los trabajadores se les permita
ejercer cierta libertad en el modo de realizar sus trabajos y que reciban suficiente información
acerca de lo que hacen a fin de entender cómo su trabajo contribuye a un objetivo valioso.
Finalmente, una buena empresa se transforma en una suerte de comunidad de trabajo
donde las personas colaboran libremente para producir resultados mutuamente satisfactorios.
Uno de estos resultados satisfactorios es la amistad y la socialización que se establece a través de
la colaboración. Las personas trabajan en asociaciones no sólo porque es eficiente hacerlo (si
bien a veces podría no serlo) sino también porque son criaturas sociales. No es natural ni
personalmente gratificante que las personas trabajen aisladas. Ciertamente, uno de los beneficios
del trabajo organizacional, uno de los bienes directamente disfrutados por los empleados, es la
amistad. No toda organización provee el mismo nivel de oportunidades para hacer amistades, y
no todos dentro de una organización estarán abiertos a la amistad de la misma manera. Sin
embargo, las amistades son importantes y a menudo justifican decisiones para continuar
vinculados laboralmente a una empresa, aun cuando, por ejemplo, la remuneración y otras
condiciones laborales sean insatisfactorias.
Respecto de los empleados, entonces, una buena empresa provee la oportunidad para
ganar una justa y satisfactoria remuneración, dedicarse a un bueno trabajo y hacer amistades
gratificantes.
Los bienes buscados por los dueños y accionistas son menos variados. El principal bien
privado que buscan es un retorno sobre su inversión, normalmente en la forma de un dividendo
en efectivo o una ganancia en efectivo resultante de la venta de una acción. Desde luego, este
dinero es un bien instrumental, no un bien en sí mismo, pero una buena empresa no debe
preocuparse por el uso que los inversores hagan de sus ganancias. El objetivo de la buena
empresa en este aspecto es meramente crear riqueza para los inversores de forma consistente con
las otras obligaciones morales y legales.10
Los inversores, sin embargo, tienen un objetivo adicional pertinente. Tienen la obligación
moral de utilizar bien su propiedad, y una buena empresa les da la oportunidad de hacer
justamente eso. Esto no equivale a decir que invertir en una empresa es el mejor modo de usar el
dinero u otros activos; esta decisión depende de contextos particulares. Lo que queremos decir es
que invertir en una buena empresa puede ser un uso moralmente válido de la propiedad, y una
buena empresa proveerá consistentemente esa oportunidad porque se dirige a satisfacer
necesidades humanas reales. Al proveer dicha oportunidad, proporciona un bien privado para los
inversores.
El tercer grupo para quienes una buena empresa provee bienes privados son los clientes.
Estos bienes privados, ciertamente, son proporcionados por los productos y servicios provistos
por las empresas. Hemos observado in extenso que estos productos y servicios deben atender
necesidades humanas genuinas, pero esto constituye una suerte de mínimo moral. Ninguna
empresa puede ser verdaderamente buena si no satisface este criterio, pero para ser excelente
debe hacer aún más.
Primero, los productos y servicios de una empresa de excelencia satisfarán las
necesidades humanas de forma excepcional. Estarán bien diseñados y bien hechos o ejecutados.
Segundo, serán ofrecidas a los clientes a un precio justo y apropiado.11 Esto a menudo significa
que las empresas de excelencia buscarán maneras de mejorar la eficiencia y eliminar los
residuos. Tercero, las empresas de excelencia ofrecen productos y servicios seguros para sus
clientes a usar en circunstancias razonablemente previsibles. Ninguna empresa puede ser
responsable por todos los usos incorrectos o abusos de sus productos. Sin embargo, puede, y
debe, tomar medidas para limitar los daños que puedan emerger de los abusos previsibles.12
En suma, entonces, una buena empresa debe satisfacer varios criterios porque son varios
los bienes propios que debe procurar simultáneamente. Debería tener metas que valgan la pena y
establecer condiciones operativas que respeten plenamente la dignidad humana. Debería permitir
a los empleados ganarse la vida con un buen trabajo. Debería utilizar los recursos de los dueños y
de los accionistas y crear riqueza para ellos. Por último, debe ofrecer efectivamente a los clientes
productos y servicios que satisfagan necesidades humanas verdaderas a precios justos. La lista
puede parecer desalentadora cuando se la analiza de esta forma, pero un momento de reflexión
confirmaría que muchas empresas aspiran de hecho al mismo conjunto de objetivos. Para
nuestros propósitos, el punto crucial no es si estos objetivos son difíciles de conseguir o si pocas
o muchas empresas triunfan en la búsqueda. El punto crucial es que no se requiere nada más para
constituir una empresa moralmente legítima; si una empresa hace estas cosas, su lugar en la
sociedad está justificado.
La contribución de las empresas al bien común
Existe un sofisticado sistema comercial novedosamente surgido en el mundo moderno que
permite la creación y distribución de productos y servicios en una escala sin precedentes. Si bien
una empresa no necesita hacer una contribución directa al bien común de la comunidad cívica a
fin de ser buena y legítima, la empresa como sistema realiza tales contribuciones. El sistema
organiza e integra una serie de elementos separados que contribuyen al bien común. Estos
elementos incluyen:
1. Una cultura empresarial en la cual las empresas individuales, desde la más
pequeña a la más grande, crean un ambiente en el que se comparten ciertos
procedimientos y valores a fin de lograr una colaboración e incluso una
competencia más efectiva;13
2. Una infraestructura financiera estable sobre la base de sólidas políticas fiscal y
monetaria, y la cooperación internacional;
3. Un sistema de leyes y regulaciones atinentes a las operaciones empresariales
que sean estables, económicamente sólidas y orientadas al bien común;
4. La efectiva aplicación de la tecnología, especialmente en las áreas de las
comunicaciones y el transporte, para facilitar las operaciones de las empresas.
No nos ocuparemos aquí de la historia del desarrollo de las empresas modernas. Baste
decir que la invención y el desarrollo de la sociedad de responsabilidad limitada hicieron posible
la creación de las grandes organizaciones necesarias para muchos productos y servicios
modernos.14 Estas organizaciones pudieron sobrevivir a sus fundadores, y el principio de la
responsabilidad limitada alentó a los inversores a tomar riesgos. Los éxitos tempranos de estas
organizaciones dieron la pauta de las posibilidades (y de los peligros) que tenían por delante.
Con el tiempo, nos dimos cuenta de que para explotar el potencial de esta nueva manera de hacer
negocios también se requería la cooperación del gobierno para el establecimiento de políticas
financieras adecuadas así como leyes y regulaciones sensatas. También era necesario que el
gobierno interviniera para disponer el desarrollo y la utilización de las nuevas tecnologías que
facilitarían las operaciones de negocios (entre otras cosas), desde los ferrocarriles, las autopistas
interestatales y el tráfico aéreo, hasta la internet y las telecomunicaciones modernas.
Gran parte del interés del gobierno en el desarrollo del moderno sistema empresarial
estuvo motivado, o al menos justificado, en el debate público por la preocupación por el bien
común de la comunidad. Cuando funciona bien, el moderno sistema empresarial contribuye a ese
bien común principalmente de dos maneras.15
En primer lugar, el sistema empresarial aumenta la capacidad de producir riqueza dentro
de la comunidad. En la tradición cristiana, la riqueza no es sólo entendida como dinero sino
también como una abundancia de bienes materiales necesarios para una buena vida humana.
Crear riqueza es aplicar el trabajo y el ingenio humano a los recursos de la creación a fin de
producir los bienes que satisfacen necesidades humanas. Tener abundancia de estos bienes es ser
próspero y, en el sentido más importante (porque los seres humanos son criaturas sociales), la
prosperidad es una condición buscada para las comunidades y sociedades, y no sólo para los
individuos. La capacidad de producción de riqueza de una sociedad, por lo tanto, es su capacidad
para generar la abundancia y la prosperidad necesaria para sostener una vida digna para cada uno
de sus miembros.16
La empresa realiza esto de dos maneras. En primer lugar, organiza el trabajo humano de
forma más efectiva sin necesariamente demandar más tiempo y energía del hombre.17 En
segundo lugar, en muchas sociedades, las empresas tienen la tarea de convertir los recursos
comunes (sean naturales como el petróleo, o virtuales como el ancho de banda) en productos y
servicios útiles.18 Quienes participan de las economías desarrolladas en general reconocen que las
empresas realizan esta conversión mejor que el sector público y por ende contribuyen en mayor
medida al bien común. Así, en las economías más desarrolladas muchas actividades que alguna
vez habían sido dirigidas por un organismo del gobierno están privatizadas.
Ahora bien, las empresas no tienen el monopolio, por así decir, de del trabajo humano
productivo. La riqueza puede ser creada por cualquier segmento de la sociedad, pero la empresa
por su naturaleza se centra en actividades creadoras de riqueza. Las empresas bien administradas,
independientemente de su tamaño, al tiempo que aspiran a bienes particulares para sus miembros
y clientes, también aumentan la capacidad de la sociedad para crear prosperidad general, que es
ciertamente un elemento del bien común. En otras palabras, en nuestra experiencia ninguna
sociedad ha logrado alguna vez un nivel significativo de prosperidad sin un sector empresarial
sano y robusto.
La segunda gran contribución que realiza el sistema empresarial al bien común se
relaciona con la primera. La empresa organiza el trabajo y los recursos para generar no sólo más
productos y servicios para atender las necesidades materiales de los miembros de la comunidad,
sino también productos y servicios mejores y más sofisticados.
La responsabilidad social empresaria
En 1946, el Congreso de los Estados Unidos modificó el código fiscal permitiendo a las
compañías que cotizan en bolsa deducir hasta el 5 por ciento de su ingreso tributable federal para
donaciones a la caridad. Desde luego, el Congreso no obligó a las compañías a efectuar
donaciones a la caridad, sino que las alentó a hacerlas. Esta legislación se convirtió en un hito en
la permanente discusión sobre la responsabilidad social corporativa.
En pocas palabras, esta discusión concierne a la cuestión de si las empresas que cotizan
en bolsa (sus propietarios y las sociedades deben tener un tratamiento algo diferente) tienen un
deber hacia las comunidades en donde operan que va más allá de la obligación de acatar la ley en
el ejercicio de sus actividades. Si esto es así, siguen dos preguntas: por qué las empresas tienen
ese deber y qué es exactamente lo que dicho deber exige que hagan.
Por el contrario, los estudios sobre ética empresarial a lo largo de las últimas décadas han
reforzado la convicción de que les cabe a las corporaciones empresarias una responsabilidad
social que las obliga a utilizar algunos de sus recursos para atender necesidades de sus
comunidades. Estos recursos pueden ser dinero en efectivo, propiedades físicas, o incluso el
tiempo y la energía de sus empleados. Normalmente, las necesidades atendidas están fuera del
ámbito normal de operaciones de la compañía. Así, las corporaciones realizan contribuciones
significativas a las artes o a las entidades de servicio social. Quienes promueven estas acciones
señalan que sólo actúan como buenos ciudadanos empresarios devolviendo algo a la sociedad.
Podríamos llamar esto la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria.
Muchos de quienes se oponen a esta visión insisten en que las empresas corporativas no
tienen otras responsabilidades para con la sociedad más allá de obedecer la ley en el desarrollo
de sus actividades. Su principal y primordial responsabilidad es para con los accionistas; y esta
responsabilidad implica llevar a cabo las actividades de forma tal que se maximice su riqueza.
Podemos llamar a esto la visión débil de la responsabilidad social empresaria. Quizá el defensor
más conocido de esta visión sea Milton Friedman, el premio Nobel de Economía.19
A lo largo de la última década, incluso también la anterior, a medida que el argumento de
la visión fuerte se fue instalando como la opinión más generalizada en las escuelas y centros de
negocios, el pensamiento acerca de la naturaleza de la corporación empresarial y su relación con
la comunidad también fue cambiando. A menudo la calidad moral de una compañía es evaluada
en términos de su compromiso con la responsabilidad social. En la práctica, sin embargo, esto ha
creado al menos dos clases de problemas que en ocasiones han sido graves, y que deberían
llevarnos a reconsiderar la sabiduría y la sensatez de la visión fuerte de la responsabilidad social
empresaria.
La primera clase de problemas es que la naturaleza específica de las contribuciones
corporativas a veces se convierte en un obstáculo para una conducción empresarial exitosa. Para
algunas compañías ha significado publicidad negativa al ser blanco de la indignación de sus
clientes por el apoyo o la oposición a programas sociales controvertidos. Por ejemplo, hace
algunos años Berkshire-Hathaway decidió reducir sus donaciones ante la objeción de clientes de
una de sus empresas al generoso apoyo de Warren Buffet a actividades de control de la
población. En términos más generales, los fondos de inversión socialmente responsables a
menudo ocultan los títulos valores al examinar la partida social de la compañía. A medida que
estos fondos crezcan cada vez más en montos y cantidad, probablemente se sienta su impacto en
las prácticas de beneficencia corporativas. En muchos casos, una contribución aprobada por un
fondo causará que otro fondo rechace la inversión.
El segundo tipo de problemas es más sutil, pero la magnitud de sus efectos han podido
observarse en los dos últimos años. Puede haber un lado oscuro en la filantropía corporativa,
como lo ha demostrado el caso Enron. Esta compañía llevaba a cabo un programa muy generoso
de filantropía corporativa, y esto tendió a que la gente se mostrara renuente a examinar en detalle
las prácticas de negocios de la compañía. Por otra parte, un miembro del comité de auditoría del
directorio también era miembro de una facultad de una universidad que era una agradecida
beneficiaria de la generosidad de la compañía. En otros casos, las donaciones corporativas han
financiado proyectos dirigidos por las esposas de miembros del Congreso u otros funcionarios.
Incluso donde existen conflictos de intereses no tan graves, las organizaciones sin fines de lucro
y las personas que se benefician de sus servicios pueden ejercer su influencia para apoyar a sus
donantes en detrimento de la comunidad en su conjunto (por ejemplo, cuando hay barreras
artificiales que impiden a los competidores entrar a un mercado). Un problema relacionado surge
cuando tales organizaciones patrocinadas por corporaciones, a través de actividades políticas o
intelectuales, buscan debilitar el sistema de mercado en sí mismo, lo que hace más difícil
extender la prosperidad a un grupo mayor de beneficiarios. Por estas razones, necesitamos
preguntarnos si la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria está fundamentada en una
correcta comprensión de la naturaleza de la corporación empresaria y si se trata de una
descripción exacta de lo que se espera que sea la responsabilidad social.
La relativa novedad de la forma corporativa ha causado que nos preguntemos acerca de
su naturaleza. La ley, por ejemplo, la considera para algunos propósitos como si fuera una
persona, y para otros propósitos como si fuera un objeto susceptible de propiedad (mientras que
al mismo tiempo insiste en que las “personas” no pueden ser poseídas). Incluso en otros
contextos, la ley considera a las corporaciones no tanto cosas sino redes de relaciones
contractuales. Sin embargo, en cada una de estos casos el principio rector detrás del concepto
legal pertinente de la corporación no se basa en alguna conclusión acerca de la naturaleza de la
corporación sino en un problema que la ley desea resolver. Al tratar a la corporación como si
fuera una persona, un objeto pasible de propiedad o una red de contratos permite a los tribunales
resolver el problema de forma práctica, pero no deberíamos confundirnos y pensar que lo que la
ley nos ha dicho es lo que verdaderamente es una corporación.
Los especialistas en ética, economía y ciencias sociales, cada uno distingue una pieza
importante del todo, concerniente a sus propias disciplinas, sin necesariamente describir con
exactitud la totalidad. Por ende, para los eticistas, la corporación es (o tal vez no) un agente
moral; para los economistas, es un conjunto de relaciones diseñadas para optimizar la eficiencia;
y para los cientistas sociales es una institución social con su propia cultura, con similitudes y
diferencias respecto de las familias y las sociedades civiles.
Como hemos señalado, las corporaciones empresarias contribuyen a mejorar el bien
común al proveer buen empleo, producir bienes y servicios necesarios y crear riqueza. Su
potencial para hacer esto es tan grande que de hecho la prosperidad de una sociedad moderna
puede estar directamente relacionada con la presencia en la sociedad de este tipo de estructura
corporativa. En principio, por lo tanto, la comunidad permite y protege esta forma de asociación
dado que cuando funciona correctamente realiza una contribución particularmente importante al
bien común. Además, la comunidad retiene el derecho a regular la actividad de las corporaciones
a fin de asegurar en la medida de lo posible que funcionen apropiadamente y realicen tal
contribución.
Por lo tanto, por su misma naturaleza las corporaciones empresarias sirven al bien común
cuando funcionan como deberían. No son concesiones hechas a regañadientes por la sociedad a
la codicia de ejecutivos e inversores. En consecuencia, la responsabilidad social primaria de una
corporación empresaria es de hecho contribuir al bien común. Cuenta con una estructura
especialísima para ello. No necesita justificar su existencia sobre la base de que atiende grandes
injusticias sociales o realiza obras de caridad en general.
Sin embargo, a veces el razonamiento ofrecido por la visión fuerte de la responsabilidad
social empresaria implica que producir beneficios económicos no es suficiente; las corporaciones
empresarias deben hacer más. Por ejemplo, insistir en que las empresas deben “devolver algo a la
comunidad” sugiere tanto que no están contribuyendo adecuadamente al bien común a través de
su actividad normal (que incluye el pago de impuestos) como que sus operaciones le quitan
injustamente algo a la comunidad. Ninguna de estas sugerencias resiste un mayor análisis.
Cuando se crean las corporaciones empresarias, la comunidad no les ofrece nada. Por el
contrario, a fin de procurar los beneficios económicos ofrecidos por la estructura corporativa, la
comunidad entrega algo a cambio. Ofrece reconocer a la corporación como una entidad estable,
duradera y limitar la responsabilidad civil de sus miembros (por ej. sus empleados e inversores).
Cualquier medición objetiva del impacto de la estructura corporativa sobre las comunidades
concluiría en que éstas sacrifican poco y ganan mucho. (Ciertamente, uno también podría
preguntarse con justicia si el compromiso que asume la comunidad al sacrificar ingresos fiscales
a fin de mantener a corporaciones sin fines de lucro crea beneficios proporcionales para el bien
común).
Esto no quiere decir que las corporaciones empresarias carezcan de responsabilidad
social más allá de llevar a cabo sus actividades en el marco de la ley. Mientras la visión fuerte de
la responsabilidad social empresaria exige demasiado, la visión débil (que las corporaciones sólo
necesitan obedecer la ley) pretende demasiado poco. La ley por su propia naturaleza es reactiva;
las leyes y las regulaciones son sancionadas para prevenir daños que hemos experimentado en el
pasado y que no vuelvan a ocurrir de nuevo. Raramente, si es que alguna vez sucede, impiden
daños que nunca hemos experimentado y ofrecen protección proactiva. En consecuencia, la ley
constituye el conjunto mínimo de requerimientos para una conducta éticamente sólida para
individuos y organizaciones. (El hecho de que a veces consideremos que las leyes o las
regulaciones se tornan demasiado detalladas en sus prescripciones es un asunto diferente).20
En otras palabras, las corporaciones, al igual que las personas moralmente rectas, tienen
responsabilidades que no son adecuadamente descriptas por las leyes y las regulaciones. Estas
genuinas responsabilidades sociales corporativas conciernen tanto a lo que deberían hacer como
a lo que deberían evitar hacer.
Desde el ángulo positivo, las corporaciones tienen el deber de tratar a sus principales
grupos vinculados de la forma más equitativa posible. Deberían también estar dispuestas a
atender necesidades insatisfechas en sus ámbitos de acción y que podrían no ser demasiado
rentables. Por ejemplo, los almacenes mayoristas y los minoristas podrían colaborar de alguna
forma a que nadie dentro de la comunidad sufriera hambre, las empresas constructoras podrían
explorar sistemas de construcción de viviendas accesibles, y las compañías farmacéuticas
podrían proponer asociaciones creativas y efectivas con el gobierno para abaratar los
medicamentos.
Respecto de lo que deberían evitar, las corporaciones empresarias tienen la
responsabilidad de no causar daños a la comunidad (por ejemplo, la contaminación), aun cuando
estos daños no se hallen prohibidos por la ley. Asimismo tienen el deber de no explotar a sus
empleados o manipular a sus clientes, independientemente de si los tipos específicos de
explotación y manipulación están sujetos a regulación. También tienen el deber de no utilizar su
poder económico y político para asegurarse que la legislación les sea injustamente favorable (tal
como barreras artificiales al ingreso de competidores en el mercado).
Estos ejemplos no agotan las posibles responsabilidades de las corporaciones empresarias
para con sus comunidades, pero ilustran la dirección en la que cabe orientarlas.
Tampoco estos límites significan que las corporaciones empresarias no deberían donar
dinero u otros activos a la comunidad. Son libres de efectuar las donaciones que deseen y elegir
cuáles necesidades atender. La clave, por supuesto, es la diferencia entre obligación y libertad.
Lo que no es necesario sigue siendo permitido. En el caso de las corporaciones empresarias, las
donaciones pueden realizarse siempre que no menoscaben las actividades legítimas de la
empresa, que no causen perjuicio a sus empleados y clientes, y los accionistas presten su
consentimiento.
La filantropía corporativa ha logrado mucho. No cabe duda de que debe continuar
vigorosamente, aunque no a expensas de las más fundamentales e importantes responsabilidades
sociales de una compañía: crear riqueza, proporcionar buenos empleos, y ofrecer productos y
servicios que satisfagan verdaderas necesidades humanas. Estos son los principales objetivos de
las empresas como asociaciones especializadas, y es aquí, en estas áreas en las que reconocemos
el enorme bien que hacen las empresas.
Notes
1. Podemos hablar sobre buenas empresas de diferentes maneras: cuando decimos que
una empresa redituable es una buena empresa o una compañía bien administrada es una buena
empresa. En la discusión que nos interesa, no obstante, queremos decir buena en el sentido más
profundo. Una buena empresa es aquella cuyas actividades atienden verdaderamente a las
necesidades humanas en todos los aspectos importantes.
2. Algunas empresas generan productos y servicios que satisfacen inmediatamente las
necesidades de usuarios o consumidores finales. Otras producen materias primas o servicios de
apoyo que hacen posible que el primer tipo de empresas pueda satisfacer necesidades humanas
genuinas.
3. Recordemos que una necesidad se define como algo que genuinamente contribuye a la
realización humana. A menudo queremos cosas que no es apropiado que tengamos, y las
empresas a veces pueden aprovecharse de la voluntad de los clientes de pagar por productos o
servicios que, en definitiva, les causan un perjuicio.
4. Una metáfora adecuada sería “dorar un lirio”. Algunos productos o servicios podrían
ser lujosos en el sentido de que sólo algunas personas pueden costearlos. En otro sentido, las
cosas pueden ser lujosas cuando no tienen otro valor agregado más que su supuesto status; por
ejemplo, la vestimenta que se diferencia únicamente por la marca y no por el diseño o la
duración, bien podría caer en esta categoría.
5. Podría discutirse largamente el status de los accionistas, pero dejaremos esta cuestión
de lado. La distinción importante aquí es que los empleados participan en la empresa a través de
la contribución de su trabajo, mientras que los dueños y accionistas aportan propiedades o
dinero. Nuestra discusión no se ve afectada por el hecho de que los empleados puedan ser
también dueños porque, en tal caso, estarán buscando no uno sino dos conjuntos de bienes
privados a través de su participación.
6. En la tradición social católica esta equitativa participación en los ingresos de la
empresa no debe ser menor al mínimo efectivo requerido para vivir una vida decente en la
comunidad local. Esto incluiría ingresos suficientes para proveer un estándar razonable de vida
para la familia del empleado: vivienda, vestimenta, comida, seguro médico, educación, etcétera.
La tradición subraya que este nivel de ingresos pertenece al trabajador por derecho propio.
También señala, sin embargo, que este derecho se actualiza a través de la labor de aquellos
capaces para trabajar. Los administradores de una empresa, por su parte, tienen el deber de pagar
un salario justo, pero también el deber de estructurar el trabajo de forma tal que la contribución
hecha por el trabajador promedio justifique el salario que necesita.
7. Véase papa Juan Pablo II, Laborem exercens (“Sobre el trabajo humano”),
especialmente el párrafo 9: “El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–,
porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias
necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace
más hombre»”.Una buena empresa hace posible que sus empleados puedan hacer precisamente
esto.
8. Los padres saben que en el cuidado de niños pequeños hay muchas tareas que, a pesar
de resultar poco placenteras, pueden considerarse un buen trabajo debido al propósito que sirven.
9. Juan Pablo nos recuerda que “la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por
el hombre… es siempre el hombre mismo” (Laborem exercens, n. 6).
10. Dejaremos de lado la discusión acerca de si una empresa debería buscar maximizar la
riqueza de los accionistas. Baste decir que si esto se entiende en el sentido de que una buena
empresa debe dar prioridad a la creación de riqueza para los accionistas por sobre los otros
bienes que apropiadamente busque, una buena empresa no puede tener entonces como objetivo la
maximización. Otros bienes, como la seguridad de los empleados o la preservación de los
puestos de trabajo, pueden a veces merecer mayor prioridad. Por el contrario, si una empresa
busca crear tanta riqueza como sea compatible con sus obligaciones y los otros bienes que busca,
la maximización es un objetivo apropiado.
11. Existe una considerable bibliografía sobre el tema del justo precio (Véase, por
ejemplo, James Gordley, “Equality in Exchange”. California Law Review 69 [1981]: 15871656). En principio, un precio justo está determinado por un mercado que funciona
correctamente. Una buena compañía no se vale de deficiencias del mercado o técnicas
deliberadas para imponer un precio abusivo a sus clientes.
12. Por ejemplo, los fabricantes de armas de fuego deberían seguir buscando formas de
disminuir la posibilidad de daños causados por el uso incorrecto de las armas. Estos medios
podrían incluir mejores mecanismos de seguridad, un entrenamiento más intensivo, etcétera.
13. A pesar de algunas excepciones particularísimas, en las relaciones empresarias
contemporáneas las operaciones son facilitadas por una cultura en la cual se presumen ciertas
actitudes y prácticas. Estas incluyen el respeto por los mecanismos de mercado, una actitud de
servicio y compromisos en la práctica sobre la transparencia y el mantenimiento de una buena
reputación, honrar las promesas, etcétera. A modo de ilustración, cuando los países comunistas
trabajaban para reingresar al mercado global durante la década de los ‘90, una de las cosas que
con mayor empeño querían aprender de Occidente los empresarios era el conjunto de hábitos
requeridos para competir y ser tomados en serio.
14. Muchas de las bases de la vida moderna serían imposibles sin grandes organizaciones
empresarias. Desde los ferrocarriles, los automóviles y los aviones, hasta las telecomunicaciones,
las computadoras y la medicina moderna, mucho de lo que damos por sentado no puede ser
producido enteramente por pequeñas compañías. La sociedad de responsabilidad limitada llevó a
la práctica el ensamblaje de los recursos financieros para estas grandes empresas.
15. Como cualquier herramienta poderosa, este sistema puede estar sujeto a abusos y
volverse en contra del bien común. Este hecho no debería ser ignorado, pero tampoco
deberíamos considerar a la empresa el enemigo natural de la sociedad y soslayar el bien real que
es capaz de realizar.
16. Se podría argumentar que esta abundancia de bienes es imposible de alcanzar porque
los deseos humanos son ilimitados; no bien un deseo es satisfecho, puede surgir otro. Sin
embargo, una verdadera vida buena para un individuo no implica la satisfacción de cada deseo
sino la satisfacción razonable de los deseos de una persona virtuosa. Los deseos humanos más
profundos, los que son propiamente ilimitados, son espirituales e intelectuales, no materiales. Por
ende, sigue siendo posible en principio generar una abundancia de bienes. El hecho de que
incluso sociedades “ricas” fracasen en esta tarea, podría decirnos más acerca de la razonabilidad
de sus deseos que de la capacidad de la sociedad de crear prosperidad. Asimismo, en la práctica,
los bienes ilimitados vendrían a requerir una labor productiva ilimitada. Si bien una vida buena
requiere un buen trabajo, también requiere de ocio bien entendido. Por consiguiente, en una
sociedad próspera los bienes materiales están disponibles en abundancia, en consecuencia hacen
posible una vida buena, pero también los deseos son atemperados por la virtud, y por este motivo
los bienes ilimitados devienen innecesarios.
17. No hace falta decirlo: las empresas no son inmunes a la desorganización y a la
ineficiencia que se encuentran en otros sectores. Sin embargo, los incentivos para enfrentar estos
problemas se encuentran mucho más presentes en ambientes empresariales que en la mayoría de
las organizaciones sin fines de lucro o gubernamentales. Muy pocas personas, si es que hay
alguna, recomiendan que las empresas busquen en las agencias gubernamentales o las
universidades modelos de eficiencia y eficacia.
18. Esto es, las sociedades de alguna manera conceden a las empresas el derecho a
extraer o explotar un recurso de propiedad común de la comunidad. La sociedad puede así
beneficiarse tanto de un canon pagado para adquirir los derechos como de la conversión
relativamente eficiente del recurso en algo que contribuya al bienestar humano.
19. Friedman escribió un artículo en el New York Times Magazine (30 de septiembre de
1970) en el cual sostenía que las corporaciones empresarias sirven mejor a sus sociedades
cuando aumentan su rentabilidad. Los ejecutivos de las corporaciones, decía, no tienen garantía
para utilizar los activos de la compañía para fines caritativos. Hacerlo constituiría, a su criterio,
un impuesto indebido sobre los accionistas porque sería usar su dinero para fines públicos a los
que no están legalmente obligados ni han prestado su consentimiento para ello. El argumento de
Friedman en este artículo se interpreta a veces en el sentido de que las empresas no tienen
obligaciones más allá de las que asuman voluntariamente y de las que les son impuestas por ley.
De hecho, en este mismo artículo, reconoce que las empresas se encuentran también obligadas
por las “reglas básicas de la sociedad… expresadas en la costumbre ética”.
20. Existe el peligro de una sobrerreacción legal, por ejemplo, cuando un verdadero delito
(tal como en el caso de Enron, entre otros) suscita una legislación regulatoria excesivamente
gravosa que, si bien con buenas intenciones, no sirve tanto para alentar la conducta moral y hace
más difícil la realización de los fines legítimos de las empresas.
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Acerca del autor
Robert G. Kennedy es profesor y director del Departamento de Estudios Católicos de la
Universidad de St. Thomas (St. Paul, Min-nesota) y co-director del Instituto para el Pensamiento
Católico, Derecho y Políticas Públicas de la Universidad Terrence J. Murphy. Es profesor
visitante de la Escuela de Negocios, donde se desempeñó como rector de la facultad durante los
años 2004 y 2005. Obtuvo su Ph.D. en estudios medievales con orientación en filosofía y
teología de la Universidad de Notre Dame, y también posee títulos de maestría en crítica bíblica
y administración de empresas. Es autor de alrededor de doscientos ensayos, críticas de libros y
artículos sobre diversos temas, tales como responsabilidad social empresaria, profesionalismo,
espiritualidad en el lugar de trabajo, creación de riqueza, inversiones éticas y otros asuntos
relacionados con la cultura y la vida pública.
ActonInstitute
Con su compromiso de mantener una sociedad libre y virtuosa, el
Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad es una voz
destacada en el debate sobre política internacional ambiental y social. Con
oficinas en Grand Rapids, Michigan, y en Roma, Italia, así como filiales en
cuatro países de todo el mundo, el Instituto Acton tiene una posición única
para comentar sobre los sólidos cimientos económicos y morales necesarios
para sostener humanas las políticas ambientales y sociales. El Instituto Acton
es una organización no lucrativa, ecuménico de reflexión trabajando a nivel
internacional para "promover una sociedad libre y virtuosa caracterizada por
la libertad individual y sostenida por principios religiosos." Para más
información sobre el Instituto Acton, por favor visite www.acton.org.
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