El bien que hace la empresa Robert G. Kennedy Serie Pensamiento Social Cristiano Smashwords Edición © 2012 por el Instituto Acton Una huella del Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad Edición Notas de la licencia Este libro electrónico está disponible para su disfrute personal. Este libro electrónico no se puede volver a vender o regalar a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, adquiera una copia adicional para cada persona a la que con quien compartirlo. Si usted está leyendo este libro y no lo compró, o no fue comprado para su uso exclusivo, entonces usted debe volver a Smashwords.com y comprar su propia copia. Gracias por respetar la obra del autor. CONTENIDO Prefacio I. Introducción II. Breve historia del pensamiento cristiano respecto de los negocios III. Los aportes de la Economía y el Derecho a los negocios IV. Panorama sobre la tradición social católica V. La empresa y el bien común VI. ¿Cuál es el bien que hace la empresa? Referencias Acerca del autor PREFACIO Probablemente haya más cristianos en el mundo de los negocios que en cualquier otra área de trabajo. Esto no tiene que ver con una especial compatibilidad entre el cristianismo y la empresa, sino simplemente a que esta última abarca una gran cantidad de actividades remunerativas de la vida cotidiana. Los negocios están en todas partes. Resulta natural entonces que los cristianos sean participantes activos en las empresas. No obstante, tal como Robert Kennedy señala en este volumen, el pensamiento social de la Iglesia no ha puesto sobre la empresa el énfasis que su vigencia amerita. Los pensadores cristianos de lo social han ignorado especialmente las formas en que la empresa contribuye al bien común y privado: “el bien que genera la empresa”. Con experiencia en el mundo de los negocios y también experto en teología y administración de empresas, el profesor Kennedy comienza a paliar esta deficiencia en este primer número de la Serie de Pensamiento Social Cristiano del año 2006. Todos los temas tratados anteriormente en esta serie –justicia, trabajo, inmigración, corrupción y derecho de daños– están de algún modo relacionados con los negocios. Cuando los principios de derecho son estables, la empresa se beneficia, pero cuando incumple la ley o participa en prácticas corruptas, se perjudica. De la misma manera, las empresas se ven afectadas por una cultura litigiosa que reprime el impulso emprendedor y la asunción de riesgos, pero contribuyen a dicha cultura al producir artículos dañinos o al actuar de manera legal o moralmente problemática. Las empresas dependen del trabajo calificado y confiable; de hecho, en muchos aspectos las empresas son sus empleados. Al tratar a sus empleados, a sus clientes y a otras empresas de manera justa, las empresas contribuyen al bien común. En este volumen el profesor Kennedy trata sobre éstas y otras obligaciones morales de y hacia las empresas. En su propuesta nos ayuda a dilucidar cuál es el lugar de la empresa moderna en la sociedad contemporánea. A la luz de la tradición del pensamiento social cristiano, sus puntos de partida son lo que conocemos acerca de la moral a través de la razón y la revelación, y lo que conocemos acerca de los negocios a través de la observación empírica. A través de este método, articula las responsabilidades de la empresa de manera realista y, a la vez, en consonancia con las verdades permanentes de la ley moral. Entre las investigaciones del profesor Kennedy podemos destacar el actual debate sobre la “responsabilidad social” de la empresa, que aborda con una perspectiva original y lúcida. Al parecer, las obligaciones sociales de las empresas son más y menos que lo que muchos contemporáneos creen. Los empresarios no están libres de pecado y el profesor Kennedy no pretende que las empresas sigan su modelo en todo momento. Lo que presenta es, sin duda, un ideal, pero un ideal que muchas empresas persiguen en sus actividades diarias. En otras palabras, el pensamiento social cristiano ofrece un standard al que hombres y mujeres de empresa pueden y deberían aspirar; ese standard es cumplido, a veces a raja tabla y otras pobremente, por los muchos y diversos individuos que integran las innumerables compañías que pueblan el panorama económico mundial. El desafío no es en esencia diferente del que enfrenta todo cristiano al vivir su vocación. Kevin Schmiesing Acton Institute I INTRODUCCIÓN Este libro trata sobre el bien que hace la empresa. Más precisamente, es una reflexión, a la luz de la tradición social cristiana, acerca del verdadero rol que las empresas juegan en la vida moderna y su decisiva contribución al bien común de las comunidades en que vivimos. Si bien no solemos pensar de esta manera, uno de los principales desafíos políticos de la era moderna ha sido articular la integración de las empresas dentro de la vida y estructura de la comunidad civil. Este desafío tuvo sus comienzos en la Europa premoderna, a finales de la Edad Media cuando el comercio y el intercambio empezaron a activarse. Esta necesidad se acentuó con el descubrimiento europeo del Nuevo Mundo y se extendió luego por los continentes bajo la bandera de la Revolución Industrial. Hoy, al hablar de los “nuevos” desafíos de la globalización, en realidad sólo estamos señalando un viejo problema que ha tomado dimensiones mundiales. Mientras que el comercio es tan viejo como las comunidades humanas, la empresa (entendida como un sistema de organización del trabajo y del comercio, que incluye compañías estables y mercados formales) es hija de la civilización. En sus primeras manifestaciones en el mundo antiguo, la empresa era principalmente algo personal (esto es, mercaderes individuales en lugar de compañías) y se ocupaba de bienes que no eran producidos localmente. El mercader era una suerte de agente de transporte, que compraba en un lugar y vendía en otro. Los granjeros y artesanos vendían sus bienes y servicios a sus vecinos más o menos de forma directa. Las grandes fortunas por lo general dependían de la posesión de tierras, y no del éxito comercial. Ciertamente había costumbres y leyes, pero nada tan sistemático como lo que conocemos en la actualidad. Los bancos y otras organizaciones de comercio se desarrollaron a fines de la Edad Media, pero fueron los primeros signos del verdadero comercio global durante los siglos XV y XVI los que provocaron el desarrollo de un verdadero sistema de negocios. Esto a su vez planteó nuevos desafíos para las estructuras políticas y sociales de la época. Las actividades de las empresas generaron (o al menos sirvieron para acumular) gran cantidad de riquezas. Se expandieron así las fronteras nacionales e incluso las continentales. Junto con las riquezas llegaron el poder y la influencia que podían y lograron rivalizar con los de reyes y príncipes salvo en el control político. ¿Cómo controlar a una organización de comercio si por ejemplo, sus casas matrices se encuentran en Londres, Amsterdam o Madrid pero sus decisiones operativas se toman en Calcuta, Yakarta o Ciudad de Méjico? La continua expansión del sistema de comercio no sólo desafió a los gobernantes sino también, finalmente, a las estructuras políticas. Como algunos han señalado, parece haber una importante conexión entre el sistema de economía de mercado y las formas democráticas de gobierno.1 En ausencia de barreras artificiales, un sistema de negocios ignora condiciones como títulos de nobleza o estatus social, aunque sí respeta la astucia, la energía y la determinación. En los lugares en que florecieron los negocios –tal vez como condición para que esto sucediera– los gobiernos se tornaron menos monárquicos y más democráticos. También aparecieron desafíos culturales. Dado el crecimiento de la actividad económica sistemática en España e Italia, la Iglesia católica se vio forzada a revisar su postura sobre la usura y otras prácticas comerciales. A pesar de que hoy son poco recordados, un conjunto de brillantes teólogos españoles en los siglos XVI y XVII se dedicó a pensar profundamente sobre las nuevas realidades económicas.2 Estos trabajos sentaron las bases para la economía moderna.3 En el siglo XIX, con la Revolución Industrial en pleno desarrollo en Inglaterra y Alemania, los desafíos planteados por los negocios a la política y a la cultura eran agudos. Los antiguos patrones de vida, basados en la tierra y los oficios tradicionales, en la aristocracia y la Iglesia, fueron trastocados en una generación. Las nuevas tecnologías, así como las nuevas formas de organización del trabajo y de emplear la riqueza se convirtieron en poderosos agentes de cambio permanente. Muchos de los cambios trajeron aparejados variados resultados. Por un lado, las manufacturas (y otros bienes) se tornaron accesibles para buena parte de la población que antes nunca hubiera podido adquirirlas. Por otro lado, muchos en Europa pudieron escapar de la opresiva vida de servidumbre rural sólo para entrar en una suerte de nueva servidumbre en pueblos y ciudades industriales. Los vulnerables en el viejo orden también lo eran en el nuevo, sin embargo las protecciones existentes en la sociedad rural a menudo desaparecieron en las fábricas y en las minas. Debido a los trastornos y la falta de previsibilidad creados por el nuevo sistema comercial, había un deseo natural de administrarlo y controlarlo, tanto por aquellos que habían sido arrastrados en él como por aquellos que deseaban preservar sus posiciones de status y poder. Los intentos por guiar el sistema comercial adoptaron la forma de socialismo (en una desus variantes), distintos sistemas regulatorios, o quizás a través del aprovechamiento de las energías políticas y culturales para contener la marea en favor de estructuras económicas más primitivas.4 Al final, por supuesto, ninguno de estos intentos logró ser un éxito total, y algunos han sido fracasos rotundos y costosos. Estos fracasos no han desalentado a aquellos que dominaran el sistema comercial –en muchos casos ni siquiera los han persuadido a adoptar diferentes tácticas– por lo que el desafío subsiste. También persiste en el público cierta desconfianza hacia las empresas, especialmente las grandes corporaciones. Tememos al poder que poseen para afectar la vida de un gran número de personas y con frecuencia nos preocupa que no busquen utilizarlo apropiadamente. Esta desconfianza no se morigera con el fracaso de los líderes empresariales (por no decir de los economistas y otros pensadores de la empresa) para explicar cómo los negocios se integran al orden social.5 Notes 1. Ver Michael Novak, The Spirit of Democratic Capitalism (Nueva York: Simon and Schuster, 1982). 2. Ver Alejandro A. Chaufen, Faith and Liberty: The Economic Thought of the Late Scholastics (Lanham, Md.: Lexington Books, 2003) y Juan Antonio Widow, “The Economic Teachings of Spanish Scholastics”, en Hispanic Philosophy in the Age of Discovery, ed. Kevin White, Studies in Philosophy and the History of Philosophy N° 29 (Washington, DC.: Catholic University of America Press, 1997), 130-44. 3. Ver Joseph Schumpeter, The History of Economic Analysis (New York: Oxford University Press, 1954). 4. Globalización es un término fluido, pero podemos entenderlo (al menos) como la expansión del moderno sistema empresarial en todo el mundo. El mismo tipo de problemas que surgieron con la aparición del sistema empresarial en Europa y América del Norte está ahora confrontando con los países menos desarrollados del mundo que no sólo deben lidiar con los desafíos internos que sus comunidades enfrentan, sino también con la competencia ofrecida por las economías desarrolladas. La historia sugiere que por mucho que quieran hacerlo, no es posible resistir el sistema empresarial y lograr la prosperidad relativa. 5. Tampoco contribuye a mitigarlo el inesperado y evidente mal comportamiento de gerentes y ejecutivos responsables de las grandes empresas. Para toda una generación, los nombres de empresas como Enron, Tyco, Worldcom, Parmalat evocan imágenes de empresas fuera de control. ***** II BREVE HISTORIA DEL PENSAMIENTO CRISTIANO RESPECTO DE LOS NEGOCIOS Si bien la teología cristiana se centra apropiadamente en la vida y las enseñanzas de Jesús, sigue siendo heredera tanto de la tradición religiosa judía como de su cultura y filosofía secular. El pensamiento cristiano primitivo repite las actitudes y la ambivalencia de estas dos tradiciones, por lo que es necesario entender cómo dichas raíces han contribuido a configurarlo. Una raíz del pensamiento cristiano: la tradición judía La tradición judía, reflejada en parte en el Antiguo Testamento, consideraba a la prosperidad como un signo de la gracia de Dios, pero aun así veía a la riqueza como una tentación a distraerse de las obligaciones con Dios y el prójimo. El pueblo de Israel fue una y otra vez seducido para apartarse de la observancia de la Ley mediante la prosperidad y el placer físico. Olvidó que su verdadera fortaleza reside en la fidelidad a su alianza con Dios y no en las posesiones materiales. Ante el apartamiento, la respuesta de Dios, tal como había sido anunciado y manifestado por los profetas, fue retirar su protección y exponer a Israel y Judea a sus enemigos. La riqueza nunca había sido, ni era, la garantía de su poder contra Asiria o Babilonia. Sólo cuando el pueblo regresó a la observancia fiel de los deberes de la alianza, Dios restauró su protección y éste pudo restablecer las bases de su prosperidad. Sólo entonces recordó que toda riqueza es un regalo de Dios y no un sustituto de su amistad. En consecuencia, en el pensamiento judío el hombre sabio no es necesariamente alguien que renuncia a la riqueza, sino alguien que entiende cuál es su papel en la vida humana.1 Al igual que Job, respeta y disfruta de las posesiones materiales, pero nunca olvida que la amistad con Dios –no la riqueza, el status o el poder– es el elemento definitivo de la vida humana. El necio malinterpreta esto. Cree que puede remplazar a Dios de una u otra manera y coloca a la riqueza y su búsqueda en el centro de su vida.2 De este modo, la tradición judía, de la cual los primeros cristianos son herederos, miraba a la riqueza (y por ende al comercio) con cierta preocupación y suspicacia. La primera comunidad cristiana, tal como se señala en Hechos, al parecer tenía en común la propiedad de todas las cosas.3 Algunos han concluido que esta práctica debería haber sido tomada como un modelo para las posteriores comunidades cristianas y que evidencia una fundamental hostilidad cristiana hacia la propiedad privada. Sin embargo, es probable que esta visión no sea correcta. Otros pasajes del Nuevo Testamento refuerzan la idea de que los judíos veían que la riqueza podía ser un obstáculo para establecer una relación personal con Dios y asegurar que sea utilizada correctamente. Si bien se observa cierta crítica respecto de los medios por los que la riqueza era a veces adquirida, la posesión en sí no era condenada. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento enseña a los hombres el temor al Señor y a mantenerse fieles, a ser laboriosos (a fin de satisfacer sus necesidades básicas), y a reconocer que la prosperidad es un regalo del Señor.4 Las enseñanzas de Cristo y los apóstoles, tal como se relata en los evangelios y las epístolas, afirman este enfoque de la riqueza: la adquisición de la propiedad es aceptada, pero el excesivo apego a los bienes (“el amor al dinero”) es condenado. Otra raíz: la visión de los negocios en el pensamiento griego A partir de la segunda generación de la comunidad cristiana, a medida que la fe en Cristo se propagó más allá de la nación judía hacia el mundo greco-romano, los cristianos se encontraron ante dos realidades. La primera fue la riqueza y la complejidad de un mundo marcado por una relativa paz y estabilidad, lo cual sentó las bases para la expansión del comercio. La segunda fue la filosofía griega. Las dos grandes figuras de la tradición filosófica griega fueron Platón y Aristóteles. Ambos pertenecían a familias ricas y miraban con recelo a la clase comerciante. En La República, en la que Platón describe su visión de la sociedad ideal, los mercaderes y comerciantes son una clase inferior de ciudadanos (“de poca utilidad para cualquier otro propósito”) y les era dado un rol limitado.5 En su libro posterior, Las Leyes, reconoce el valor de su trabajo, pero también considera que tal trabajo es corruptor. Por lo tanto, prohíbe a los ciudadanos participar en esa actividad, directa o indirectamente, y la reserva exclusivamente para los extranjeros.6 Del mismo modo, Aristóteles, quien no era enemigo de la riqueza como tal, distingue dos modos de vida, uno relativo a la adquisición de suficientes bienes para llevar una buena vida a fin de mantener una casa (oikonomia) y el otro ya no relativo a la adquisición de bienes sino del dinero (chrematismos).7 La oikonomia está naturalmente limitada a las necesidades de una familia y es la base de una sociedad próspera. En este estilo de vida, cuando se acumula suficiente riqueza para satisfacer las necesidades de la casa, las energías, que en principio se destinaban a la adquisición de bienes, pueden derivarse hacia las actividades placenteras de un hombre libre, tales como filosofía, estética, participación en los deberes cívicos, etcétera. El chrematismos, por el contrario, conduce a la acumulación de dinero sin límite, y por esa misma razón es irracional. La persona que persigue ese estilo de vida, si realmente está buscando aún más dinero (y no, digamos, el poder, la fama o la admiración que el dinero trae aparejado), está intentando poseer más de lo que puede utilizar. Al hacer eso, ignora otras actividades y metas (cultivar amistades, por ejemplo) por el solo hecho de que no le daría ningún beneficio adicional. La oikonomia es la ocupación apropiada de un ciudadano, mientras que el chrematismos se considera impropio de un hombre libre y de un ciudadano. Tanto Platón como Aristóteles pensaban que una vida consagrada a la acumulación ilimitada de dinero (el cual consideraban una herramienta) era un sinsentido, porque el valor de una herramienta está siempre en su uso, no en su mera posesión. Ninguna persona razonable pretende adquirir herramientas sin tener en cuenta los objetivos que nos permiten lograr. La clave para entender su hostilidad hacia la actividad comercial, por lo tanto, reside en su concepción (explicada in extenso por Aristóteles) de que los comerciantes genuinamente aspiran a la adquisición ilimitada de dinero.8 Se puede razonablemente argumentar que Platón, Aristóteles y sus discípulos tenían una visión demasiado restringida de la vida económica. Estudios modernos revelan que la vida económica del mundo antiguo era bastante más sofisticada que las descripciones de los filósofos nos llevarían a creer.9 Adicionalmente, lejos de ser auténticos chrematistikoi, hay buenas razones que nos llevan a pensar que muchos comerciantes aspiraban a acumular suficientes riquezas para satisfacer las necesidades del hogar y retirarse a una vida de agricultura y oikonomia. Adicionalmente, lejos de ser auténticos chrematistikoi, hay buenas razones que nos llevan a pensar que muchos comerciantes aspiraban a acumular suficientes riquezas para satisfacer las necesidades del hogar y retirarse a una vida de agricultura y oikonomia. Sin embargo, la caricatura del comerciante astuto e insaciable es común a lo largo de la historia, aunque sea sólo ocasionalmente precisa. Platón y Aristóteles no crearon la caricatura, pero asumieron sus verdades, y sus puntos de vista influyeron en gran medida la formación de las actitudes de la cultura secular en la que surgió la Iglesia primitiva. El extendido mundo de los primeros cristianos era el mundo de la pax romana, la paz romana. Un mundo en el que viajar era relativamente fácil y seguro, tal como lo evidencian los viajes misioneros del apóstol Pablo. También era un mundo seguro para el comercio, y así pudo prosperar. Durante estos años hasta bien entrada la Edad Media, cuando los filósofos y teólogos escribían acerca de los negocios tenían en mente a los comerciantes y no a los agricultores y artesanos. El empresario arquetípico era el comerciante. Esto dio lugar a ciertas dificultades conceptuales, dado que el trabajo del comerciante no era suficientemente valorado. Mientras que el trabajo del agricultor o del artesano claramente modificaba la tierra o el material sobre el que trabajaba, el del comerciante por lo general no producía ningún cambio real en sus mercancías. Su contribución era transportar productos de un lugar a otro y cargar lo que podía hacia su destino. Además, el stock del mercader en el comercio no solía ser un artículo de primera necesidad. Alimentos, ropa y vivienda eran productos de los miembros permanentes de la comunidad: agricultores y artesanos. Por el contrario, el comerciante se alejaba frecuentemente de su comunidad y a menudo trabajaba además con elementos de lujo. Estos factores –desarraigo, una incorrecta comprensión de su contribución, la naturaleza de las mercancías– probablemente contribuyeron a que el comerciante tuviera con frecuencia una baja consideración en el mundo antiguo. Las bases de la Edad Moderna Veinticinco años después de que Colón desembarcara en el Caribe, Martín Lutero planteó formalmente su desafío a la Iglesia católica. Ambos acontecimientos sirven para ilustrar dos grandes retos que debió enfrentar la Iglesia luego de la Edad Media. El desafío externo era evangelizar al Nuevo mundo (incluyendo al África subsahariana, las Indias y el Lejano Oriente, todos conocidos para el mundo medieval pero fundamentalmente inaccesibles antes de los viajes marítimos). El desafío interno era preservar la integridad de la cristiandad. En contraste con su éxito durante la Edad Media, en este período la Iglesia fracasó de manera significativa en abordar ambos desafíos. La íntima asociación entre la actividad de los misioneros católicos con las brutalidades de la conquista y el colonialismo limitaron el éxito de la evangelización, y la Reforma dividió permanentemente al cristianismo en Occidente.10 Sin embargo, a pesar de la disminución de su influencia en la sociedad, la Iglesia asumió un rol activo y desarrolló una significativa tarea de discernimiento en materia de comercio. El descubrimiento de América así como la Reforma impulsaron a los obispos a instituir reformas de largo alcance y, a su vez, condujeron a los teólogos a elaborar un extenso cuerpo de análisis y doctrina en teología moral, de la cual una parte importante trataba sobre la práctica comercial y la economía política. El punto de partida para el análisis de los teólogos fue pastoral. A medida que el comercio pasaba a ocupar una parte importante de la vida, los obispos y pastores se veían confrontados con frecuencia en la vida confesional y pública con problemas relativos a dilemas morales sobre asuntos de negocios.11 Los teólogos, en particular los escolásticos españoles de los siglos XVI y XVII, formularon respuestas elaboradas y sagaces. Asumieron que los hombres de negocios católicos verdaderamente deseaban ser guiados por sus análisis (de modo similar a los doctores católicos que acudían a los teólogos en busca de apoyo moral durante comienzos del siglo XX). Reconocieron que el mundo del comercio no era exclusivamente católico, o incluso cristiano, y así situaron sus debates en el seno de los tratados de justicia. Por lo general, las exigencias morales para los negocios eran entendidas como los requisitos de la virtud de la justicia y no los principios del Evangelio (aunque la justicia difícilmente esté en conflicto con el evangelio). Estos teólogos también reconocieron la legitimidad del comercio y su papel vital en el suministro de bienes para la comunidad y en el incremento de la riqueza de la nación. El comerciante honesto, según su visión, llevaba a cabo la obra de Dios mediante la distribución equitativa de los recursos que el Creador había esparcido de manera dispar sobre la tierra. El comercio, como resultado de ello, era un instrumento de justicia y un vehículo para la mejora de la comunión de la raza humana. Por otra parte, profundizaron y ampliaron las discusiones medievales acerca del lucro. Reconocieron las contribuciones de los comerciantes y hombres de negocios en la disponibilidad de bienes y servicios aun cuando no agregaran valor al producto que vendían. Su análisis cuidadoso y detallado de los legítimos motivos para obtener beneficios serían muy familiares para un economista moderno. En contraste con la teoría económica moderna, sin embargo, también reafirmaron la tradicional oposición a la búsqueda de beneficios por sí misma. La justificación del lucro dependía siempre, de una manera u otra, de que se tratara de una compensación justa. No intentaron justificar la actividad del comerciante que buscaba ganancias sin límite alguno; tampoco podían hacerlo en el marco de la teología cristiana. Un elemento decisivo y no obstante insuficientemente enfatizado por los teólogos (y poco conocido fuera de la Iglesia) fue la posibilidad de crear riqueza. La economía de la Edad Media estaba relativamente estancada y se basaba en la tierra. Los salarios y los precios podían variar poco a lo largo de un siglo. En tales circunstancias, era fácil suponer que la riqueza total de una sociedad, como la tierra que ocupaba, era una cantidad fija. Se podía acumular riqueza sólo adquiriéndola de alguna manera a otros, de tal modo que éstos tendrían menos. La distribución justa del dinero y la propiedad fue en consecuencia, de suma importancia. Hasta el siglo XVIII los negocios y el comercio, el empresario y el comerciante, eran prácticamente sinónimos. La segunda mitad del siglo XVIII vio el desarrollo de una nueva forma de negocio: la fabricación a gran escala. Al desarrollarse ésta y otras formas de industrialización durante el siglo siguiente, la teología moral tuvo que enfrentar nuevos retos. En cierto sentido, los problemas eran similares a los que habían abordado con tanto ardor, más de un milenio atrás, obispos como Ambrosio y Crisóstomo, consternados ante la existencia de pobreza extrema junto con grandes riquezas.12 No obstante, en otro sentido la Revolución Industrial enseñó una lección que muchos en la Iglesia no entendieron de manera correcta: la riqueza puede ser creada y el sistema de negocios no es un juego de suma cero. La aparición de empresas de gran escala, ya sea en transportes, comunicaciones, comercio minorista, o cualquier otro campo, concentró el control (si no la verdadera propiedad) de los recursos productivos en manos de un número reducido de empresarios. Estos hombres no sólo poseían una gran riqueza, sino que también tenían bajo su control puestos de trabajo, bienes y servicios de muchas personas. Al igual que los ricos del mundo antiguo, estos hombres, a juicio de los teólogos morales, tenían serias responsabilidades no sólo para con los pobres, sino también para con todos los que dependían de ellos (por ejemplo, empleados y clientes). Puede decirse que la incorrecta actitud de librarse de estas responsabilidades ha provocado el surgimiento del socialismo como fuerza política; y también del pensamiento económico cristiano como claro cuerpo doctrinal. En suma, mientras el mundo occidental se trasladaba al siglo XIX, el pensamiento de la Iglesia católica acerca de los negocios cargaba todavía en gran medida las rígidas tradiciones de milenios anteriores. Los enfoques y la complejidad de los análisis de algunos primeros teólogos de la Edad Moderna tuvieron una influencia limitada en este pensamiento. Finalmente, la Iglesia siguió considerando que las actividades comerciales eran susceptibles de estar contaminadas por la avaricia y permaneció insensible a las posibilidades revolucionarias de la creación de riqueza. Como consecuencia de ello, la Iglesia no apoyó adecuadamente a los hombres de negocios en el ejercicio de sus actividades ni tampoco pudo ejercer demasiada influencia para dar forma a la interacción de empresa y sociedad. Ambas tareas requieren que el pensamiento social de la Iglesia desarrolle una comprensión más profunda de la naturaleza de la empresa y su contribución al bien común. Notes 1. Ver Eclesiástico 31.8-11. Nótese que en general a lo largo de la literatura sapiencial del Antiguo Testamento, el sabio y el justo eran contrastados con el necio y el malvado. El sabio entiende la verdadera naturaleza del mundo y reconoce la soberanía de Dios; y en consecuencia está comprometido con la justicia. El necio, consumido por sus propios deseos e inclinaciones, se desvía fácilmente hacia la maldad. 2. Ver Salmos 14.1, 49, 52; Proverbios 11.28, 28.25-26; Eclesiástico 5.1-10, 31.1-7. 3. Hechos 2.44-45. 4. Eclesiástico 11.10-28 es un ejemplo extendido de un sentimiento típico. 5. Platón, La República, 2.371d. 6. Platón, Las Leyes, 11.919. 7. Aristóteles, Política, 1.8-9. 8. Aristóteles, Política, 1.9. 9. Véase, por ejemplo, Humfrey Michel, The Economics of Ancient Greece (New York: Macmillan, 1940) y M. I. Finley, The Ancient Economy (Berkeley: University of California Press, 1973). 10. Sin duda, el cristianismo caló hondo en el Nuevo Mundo, aunque no fue capaz de influir sobre las estructuras políticas y económicas tanto como hubiera podido hacerlo. El éxito de la evangelización en Asia fue bastante limitado, en parte por las fuertes tradiciones religiosas en China e India. Respecto de África, es difícil eludir la conclusión de que la labor misionera estuvo demasiado asociada a asegurar el éxito de la actividad colonial. 11. El problema de la usura ha sido investigado en forma exhaustiva por varios autores. Véase, por ejemplo, John T. Noonan, The Scholastic Analysis of Usury (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1957). Este trabajo desempeñó un papel prominente en los primeros análisis económicos de los teólogos, ya que éstos se enfrentaron con la necesidad de conciliar el concepto tradicional de la naturaleza del dinero con una amplia variedad de nuevas prácticas comerciales. Pronto se dieron cuenta de que el concepto de dinero subyacente a la prohibición de la usura era inadecuado para describir el uso real del dinero en una economía sofisticada. Esto los llevó a analizar con mayor profundidad otros aspectos del comercio para determinar su carácter moral. 12. Los textos de Ambrosio, Crisóstomo, y otros autores patrísticos se pueden encontrar en: Charles Avila, Ownership: Early Christian Teaching (Maryknoll, N.Y.: Orbis Books, 1983) and Peter C. Phan, Social Thought, Message of the Fathers of the Church, n. 20 (Wilmington, Del.: Michael Glazier, 1984). ***** III LOS APORTES DE LA ECONOMÍA Y EL DERECHO A LOS NEGOCIOS Uno de los principales objetivos de este pequeño libro es presentar una visión derivada de la tradición social cristiana respecto de lo que las empresas podrían ser si pudieran alcanzar su potencial. Por lo tanto existe, de alguna manera, una meta normativa que es estimular a las personas que se dedican a la gestión de empresas a pensar de manera algo diferente acerca de cómo deberían hacer su trabajo (y alentar a quienes no pertenecen a este ámbito a reconocer y apoyar las bondades de los negocios). No obstante, este objetivo no implica apartar sino añadir otras dos disciplinas que estudian la naturaleza de los negocios: la economía y el derecho. Ninguna aspiración a que el pensamiento cristiano influya en la cuestión de los negocios y el bien común puede pasar por alto las contribuciones y la influencia de la economía y el derecho. Por un lado, la economía es insustituible como base para comprender la forma en que las personas toman decisiones, y el derecho establece las reglas del ámbito comercial, configurando nuestra comprensión de sus relaciones e instituciones. Por otro lado, debemos tener claro la naturaleza y los límites de lo que estas dos disciplinas enseñan. Cada una parte de ciertos supuestos, y éstos moldean sus observaciones y conclusiones. Tampoco pretenden ofrecer respuestas a preguntas fundamentales sobre la naturaleza humana o los bienes humanos. Ambas están profundamente basadas en la experiencia de la conducta humana. Por su parte, la tradición cristiana acredita también una vasta experiencia de la conducta humana, y le añade el significado y el propósito de la vida humana. Antes de pasar a considerar con mayor detalle los conceptos clave de la tradición social, vale la pena reflexionar brevemente sobre qué podemos aprender y qué no, de la economía y el derecho. La contribución de la Economía a la comprensión de los negocios Si bien los teólogos del siglo XVI fueron pioneros en la tarea de entender las actividades económicas en el nuevo y más complicado mundo como consecuencia del descubrimiento europeo de las Américas, la economía como disciplina formal no era algo propio de su trabajo.1 Por el contrario, la economía es una ciencia social moderna, nacida del abandono de la cosmovisión teológica que marcó la Ilustración del siglo XVIII. En general, los primeros economistas estaban deliberadamente comprometidos con un proyecto muy diferente al de los teólogos. Mientras que los teólogos buscaban comprender las actividades económicas con el fin de precisar los requisitos de la justicia, los primeros economistas (muchos de ellos eran también filósofos morales) se interesaban en el estudio de las actividades económicas por otras razones. Esto no quiere decir que los economistas no se preocupaban por la justicia, sino que su objetivo principal era estudiar el comportamiento económico con el fin de mejorarlo, es decir, para hacerlo más eficiente y eficaz. Desde esta perspectiva, dejaron de lado las convicciones de los teólogos acerca de los bienes y los fines últimos de los seres humanos (sobre los cuales discutiremos más adelante). Se concentraron, en cambio, en explicar la forma en que la gente realmente toma decisiones sobre la producción, el comercio y el consumo en vez de deliberar acerca de las elecciones que personas deberían hacer. El resultado fue un creciente énfasis en la observación y la medición del comportamiento económico y una menor preocupación por sus implicaciones morales. Esta tendencia general ha llevado a algunos a concluir que la economía no sólo es deprimente, sino también moralmente insensible. Ninguna crítica es justa. Como ciencia social, la economía deja de lado por defecto la mayoría de las cuestiones de la moral, porque considera que éstas se encuentran fuera del alcance y competencia de la disciplina. Seguramente hay muchas cuestiones morales relacionadas con las políticas y los comportamientos económicos, pero no es tarea de la economía hacer frente a estas cuestiones, ni tampoco la disciplina posee recursos independientes para su resolución.2 Como es natural, éstas se convierten en cuestiones de la teología y la filosofía moral. Su contribución nos permite obtener una perspectiva mayor y nos ayuda a mejorar nuestra comprensión de los patrones de conducta humana, sin los cuales la aplicación práctica de los principios morales se torna muy problemática. En consecuencia, la economía no es, estrictamente hablando, una disciplina normativa.3 Sin embargo, tiene algo que decir sobre las elecciones que la gente debería hacer y las preferencias que debería tener. Sin embargo, sólo lo hace asumiendo que se buscan o se prefieren ciertas metas u objetivos.4 Sus directivas son imperativos hipotéticos. Siguiendo a Kant, los modernos filósofos morales suelen distinguir entre imperativos hipotéticos (mandamientos) e imperativos categóricos. La distinción es aproximadamente la siguiente. Un imperativo categórico es un principio moral vinculante para todas las personas. Por ejemplo, las prohibiciones contra el asesinato, el robo y el fraude se aplican a todas las personas, y cualquiera que desea ser una persona moralmente recta (como todos deberíamos aspirar a ser) debe regirse por ellas. Un imperativo hipotético, en cambio, supone una meta en particular e identifica los comportamientos necesarios para lograr ese objetivo. Un ejemplo simple de un imperativo hipotético serían las instrucciones para llegar a un destino. No todo el mundo quiere viajar desde Nueva York hacia Washington, pero si usted desea hacerlo, entonces debe dirigirse hacia el sur. La cuestión de por qué alguien querría ir a Washington –podría tener razones moralmente buenas y malas– es irrelevante. En la hipótesis de que una persona quiere hacer el viaje, hay ciertas acciones que deben realizarse.5 Por su parte, dado que trabaja en gran medida con imperativos hipotéticos, la economía puede identificar los medios que alguien debe elegir para llevar a cabo sus objetivos de manera eficiente y eficaz sin abordar la cuestión de si esas metas, o los medios necesarios en sí mismos, son moralmente sólidas. Este juicio adicional, que por supuesto debe hacerse, depende de otras disciplinas, como la filosofía o la teología. No obstante, la economía no prescinde enteramente de valores. En muchas de sus formas, parte de un conjunto de supuestos que pueden dar cierta connotación moral a la disciplina. Existen tres supuestos que deberíamos tener en cuenta a la hora de pensar la relación de los negocios y el bien común. El primer supuesto es que el foco propio de la economía es la persona, el individuo autónomo que busca obtener la máxima satisfacción posible y se encuentra en un mundo poblado de individuos que compiten con él y buscan también maximizar su satisfacción. Si bien los economistas reconocen que los individuos viven en sociedad y buscan su satisfacción dentro de ella, sólo consideran la búsqueda individual de la satisfacción. De este modo, el bien común tiende a ser considerado como un conjunto de condiciones o situaciones bajo las cuales el individuo autónomo puede buscar satisfacer cualquier cosa que elija con la máxima eficiencia y la mínima interferencia por parte de los otros. Una consecuencia de esto, aparte de la débil noción de bien común, es que resulta difícil para la teoría económica explicar, o incluso reconocer, bienes que sean compartidos por su propia naturaleza. Por ejemplo, la verdadera amistad (la que no se rige por la utilidad) es un bien que se disfruta mediante la participación. Se disfruta contribuyendo y participando en el dinamismo de la amistad y no sacando provecho de la relación. La economía tiende a reducir los bienes humanos a las cosas que se obtienen a través del trabajo o las transacciones, y por tanto excluye una gran cantidad de bienes. Una de sus implicancias en los negocios es que se omite de manera sistemática a los bienes de participación, los cuales pueden ser parte importante de una organización buena y saludable. El segundo supuesto es que no hay un criterio para determinar la dignidad de los fines que guían los actos de los individuos. Los objetivos humanos son sencillamente lo que son. Algunos deben ser desalentados por la ley o la costumbre por motivos instrumentales, porque las acciones necesarias para alcanzarlos (por ejemplo, asesinato, robo, fraude, etc.) interfieren significativamente en la búsqueda de otros de sus objetivos. No obstante, esto es sólo una opinión relativa; la economía debe guardar silencio en las cuestiones atinentes a auténticos valores permanentes. Esto puede llevar a una visión común en marketing según la cual los directivos no pueden formular juicios independientes sobre la calidad moral de los productos o servicios que sus compañías ofrecen al público. Naturalmente, las compañías no deberían ofrecer productos ilegales, que inciten a desobedecer la ley, o que ofendan los valores de la comunidad. Sin embargo, más allá de esto, deberían abstenerse de retener productos o servicios que los clientes demandan por el mero hecho de que sus directivos los consideren indignos.6 El tercer supuesto concierne a los bienes que satisfacen deseos y necesidades humanas. La economía se centra principalmente, aunque no de manera exclusiva, en los deseos y necesidades humanos que son satisfechos por bienes escasos.7 Este supuesto implica la convicción de que las satisfacciones humanas son materiales, o al menos que los principales deseos que anhelamos satisfacer involucran cosas materiales. Además, los deseos humanos se presumen ilimitados, lo que contribuye al hecho de que los bienes materiales sean escasos. De todo esto se derivan varios corolarios. Una de las conclusiones es que la competencia resulta inevitable si no se moderan los deseos humanos. Dado que los bienes que satisfacen las necesidades humanas son escasos, el modo normal de conseguirlos es a través de la competencia.8 No es de extrañar que la economía a menudo vea las interacciones humanas y las relaciones de este modo, pero debemos evitar considerar todas las relaciones de negocios como competencias.9 Otra conclusión es que todos los deseos y necesidades humanos que pueden ser satisfechos a través del trabajo, especialmente a través del trabajo en un ambiente de negocios, se refieren a bienes materiales escasos. En otras palabras, los bienes que la empresa proporciona a accionistas, empleados, clientes, comunidades y otros, son completamente materiales. Si bien es legítimo que la economía se centre en tales bienes y que no haga un planteo sistemático de que todos los bienes humanos son escasos y materiales, es muy fácil que la gente pierda de vista la gama más amplia de bienes humanos. Por el contrario, la tradición social cristiana adopta tres diferentes puntos de partida, como veremos más adelante. Concibe a la persona como un ser esencialmente social, no radicalmente individual. También insiste en que hay bienes auténticos que satisfacen genuinas necesidades humanas. Nuestros deseos no son la medida de nuestras necesidades, aunque de hecho, podamos desear cosas verdaderamente malas para nosotros. Finalmente, la tradición sostiene que hay un rango más amplio de bienes para los seres humanos. Ciertamente, algunos de esos bienes son escasos y materiales pero los bienes más importantes, aquellos que más nos satisfacen como personas, no lo son. Estos diferentes puntos de partida reorientan nuestra reflexión respecto de los negocios y el bien común. La contribución del Derecho a la comprensión de los negocios La teoría jurídica es mucho más antigua que la economía, pero al igual que la economía se basa en conceptos de la persona humana que raramente examina con detalle.10 También tiene una orientación práctica.11 Una vez más, al igual que la economía, el derecho se preocupa por la eficiencia, pero debe también apuntar a mantener la armonía en la sociedad civil, y puede aspirar a la justicia. En el mundo legal angloamericano contemporáneo, la visión subyacente de la persona se ha tornado pluralista, y varios conceptos discordantes de persona compiten ahora para configurar la doctrina jurídica y en definitiva las estructuras legales que rigen la vida cotidiana. Muchas de estas visiones competitivas no afectan a los negocios de manera directa pero en cambio influirán considerablemente en áreas como la medicina y el derecho de familia.12 Otras ya le han dado forma a leyes sobre responsabilidad civil y de trabajo. Nuestra preocupación inmediata, sin embargo, se refiere a la naturaleza jurídica de la empresa y su relación con la sociedad. Aquí hay dos ideas que resultan importantes. El primer supuesto reside en la convicción de que una empresa debe trabajar principalmente, aunque quizá no exclusivamente, para beneficio de los dueños o de sus accionistas. Esta cuestión fue abordada en el célebre litigio iniciado por los hermanos Dodge contra Henry Ford.13 Los Dodge, inversores iniciales en la Ford Motor Company, al cabo de unos años estaban disconformes con los dividendos que la compañía les había estado pagando. Argumentaban que como accionistas les correspondía una mayor participación en las espectaculares ganancias de la compañía. Henry Ford les respondió que utilizaba las ganancias de la compañía para “emplear a todavía más hombres; para expandir los beneficios de este sistema industrial para el mayor número posible, para ayudarlos a desarrollar sus vidas y sus hogares”. En otras palabras, Ford sostenía que había pagado dividendos justos y que los recursos excedentes estaban siendo mejor y más apropiadamente utilizados para desarrollar la calidad de vida de los trabajadores y expandir el negocio. La Corte Suprema de Michigan falló a favor de la parte actora, sosteniendo que los directores de una corporación no pueden dirigir la compañía meramente por el “beneficio incidental” de los accionistas. Ford fue condenada a pagar enormes dividendos a sus accionistas. La consecuencia para las empresas, particularmente para las corporaciones públicas, es que los directores, y por extensión todos los ejecutivos y managers de una compañía, deben principalmente atender los intereses de los dueños y accionistas. En ausencia de otras instrucciones, este interés se presume que es la maximización de la riqueza de los accionistas, la cual se mide a grandes rasgos por el valor de la acción. No se suelen iniciar acciones legales fundadas en que las compañías deben actuar exclusivamente en beneficio de sus dueños, pero hay una presunción de que las decisiones deberían favorecerlos.14 En la práctica, esto significa que los managers se abocan intensamente a crear valor para los accionistas y sortear los impactos negativos sobre los empleados, los clientes y las comunidades civiles. Claramente, la ley no concibe a la empresa como una comunidad, sino como una tenencia valiosa a ser poseída y explotada. Los clientes, las comunidades civiles, los proveedores, los acreedores y los empleados en particular no son parte de la empresa sino que se encuentran fuera de ella. Las contribuciones de estas partes al giro de la empresa se obtienen mediante las transacciones y el intercambio. Las obligaciones de la empresa hacia éstos son únicamente respetar los términos del intercambio así como evitar perjuicios innecesarios. Con estos fundamentos, resulta difícil justificar una obligación positiva respecto de la empresa hacia el bien común. El segundo supuesto es que si bien las empresas pueden no tener una obligación que cumplir en términos positivos para el bien común de las comunidades civiles en las que existen y actúan, son libres de hacerlo. Una interpretación de esta visión consideraría que todas las contribuciones al bien común deberían estar justificadas en términos de los posteriores beneficios a la empresa. Por ejemplo, una empresa local que patrocina un equipo de softball debería ser capaz de justificarlo sobre la base de la publicidad y el valor intangible generado por el sponsoreo, lo que se traduciría luego en un aumento de ventas. Del mismo modo, las acciones de una corporación pública para patrocinar, por ejemplo, un evento deportivo o cultural, deberán justificarse, ya sea sobre la base de los beneficios comerciales o del consentimiento de los accionistas. Contribuir al bien común de la comunidad civil, por lo tanto, es algo que una empresa puede hacer, pero la ley no lo concibe como algo que una empresa deba hacer como consecuencia de lo que es. Como veremos, la tradición cristiana ofrece una comprensión más amplia de lo que es una empresa y de los bienes que produce. No propone tanto un punto de vista opuesto al de la economía y el derecho sino más bien correctivo de estos enfoques. Notes 1. Debemos reconocer desde el principio que la economía, si bien se parece en algunos aspectos a las ciencias exactas, sus principios básicos no conforman un marco tan unificado ni coherente. Al igual que los filósofos, los economistas a menudo discrepan considerablemente en sus juicios acerca de conceptos fundamentales, y exhiben discordancias mucho más profundas que las que podrían encontrarse en la física o la química, por ejemplo. Por lo tanto, las siguientes observaciones acerca de la economía no tienen el propósito de caracterizar a cada economista, sino más bien para referirse de manera general a la disciplina. 2. Nótese el comentario del papa Juan Pablo II en la encíclica del año 1991 Centesimus annus, n. 36: “El sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad Madura:”. 3. Una disciplina normativa es la que trata de identificar, o prescribir, qué cursos de acción deberían elegir las personas a fin de ser moralmente rectas. Las principales disciplinas normativas son la ética y la teología moral. 4. La teoría de la elección racional, un supuesto básico de la economía, sostiene que los individuos toman decisiones deliberadas encaminadas a la consecución de sus objetivos de la manera más eficiente y eficaz, pero sigue siendo totalmente prescindente acerca de los objetivos individuales que las personas deben seguir. 5. No importa que pueda haber varias maneras de alcanzar el objetivo (por ejemplo, conducir un automóvil, tomar un tren, tomar un avión, pedalear en una bicicleta). Cada medio involucraría imperativos hipotéticos más bien que categóricos. 6. En esta perspectiva, las organizaciones o los comerciantes individuales podrían legítimamente abstenerse de ofrecer un producto o servicio amparándose en razones de índole moral, pero al hacerlo no pueden apelar a principios morales universales sino simplemente a la maximización de sus satisfacciones individuales. 7. Los seres humanos tienen deseos y necesidades materiales (alimentos, vestimenta, palos de golf, teléfonos celulares, iPods, etc.), así como también inmateriales (amor, amistad, conocimientos, etc.). La mayoría de los bienes materiales en principio son limitados y por ende tienden a ser escasos (aunque no siempre ni en todas partes). Los bienes inmateriales, por el contrario, no están cuantificados y por lo tanto no disminuyen de la misma manera en que los bienes materiales pueden agotarse. El intercambio de conocimientos, por ejemplo, no significa que luego haya menos conocimientos disponibles para los demás. El foco de la economía reside en los bienes materiales, los que se caracterizan por la escasez y no por la abundancia. Algunos economistas han intentado extender patrones de análisis económicos para las categorías de bienes inmateriales aunque con éxito relativo. 8. Cuando lo que hay es insuficiente para satisfacer los deseos de todos, la distribución de bienes escasos debe implicar competencia o acuerdo (donde algunos o todos reciben menos de lo que desean), o ambos. El acuerdo es a menudo el resultado del deseo de evitar los costos de la competencia, y no tan frecuentemente la consecuencia de un arreglo o compromiso con la justicia. Las asociaciones humanas que se aproximan a verdaderas comunidades –piensen en una familia que funciona bien– en comparación con colaboraciones aisladas, tienden a trabajar duramente a fin de disminuir la competencia. Algunos economistas también han tratado de explicar las acciones de los individuos dentro de una comunidad en términos de negociación y competencia en lugar de verdadera colaboración, pero una vez más con resultados relativos. 9. La tendencia a exagerar los elementos competitivos de las empresas es muy evidente. Esta es una de las razones por las que se utilizan muchas metáforas militares y deportivas en management, marketing y en finanzas. 10. Por ley entendemos aquí las leyes y normas creadas por cuerpos legislativos y organismos regulatorios así como también a las decisiones judiciales. 11. Una excelente discusión acerca del movimiento Derecho y Economía y su relación con la tradición social católica puede encontrarse en Steven Bainbridge, “Law and Economics: An Apologia” en Christian Perspectives on Legal Thought, ed. Michael McConnell, Robert G. Cochran, Jr., y Angela Carmella (New Haven, Conn.: Yale University Press, 2001), 208-23. Podría disentir con ciertos elementos del análisis de Bainbridge, pero su discusión sobre la economía y la teoría jurídica es clara y parece muy apropiada. 12. Nuevas corrientes en materia de teoría jurídica, algunas de las cuales han influido en legislación fundamental y decisiones de la Suprema Corte, han tendido a afirmar la inquebrantable autonomía individual. Una consecuencia de esta tendencia atinente a nuestra discusión es la convicción de que la antigua noción de una naturaleza compartida por todos los seres humanos debe ceder a una noción positivista de individuo humano que elige, donde lo que el individuo elige está bien simplemente porque lo elige. Esto va más allá de la prescindencia de la economía respecto de los fines que realmente vale la pena reivindicar, y se dirige hacia un compromiso con la protección de la libertad de los individuos a elegir lo que deseen, aun cuando sus decisiones puedan perjudicar a la sociedad. A tal punto se ha generalizado esta visión, moldeando la legislación y las decisiones judiciales, que es cada vez más difícil argumentar, por ejemplo, que las empresas tienen el deber hacia la comunidad de producir bienes y servicios que satisfagan auténticas necesidades humanas y no meros deseos. 13. Dodge c/ Ford Motor Co., Suprema Corte de Michigan, 1919. 204 Mich. 459, 170 N.W. 668. 14. Como evidencia adicional de la pluralidad en la doctrina jurídica, podemos observar la copiosa legislación de la década de los ochenta que buscaba poner límites a las adquisiciones corporativas. Esta legislación permitió a los directores resistir las ofertas de compra si pensaban que los nuevos dueños podrían tomar decisiones en perjuicio de los empleados, los clientes, las comunidades y otros. Esto sugería sin afirmarlo demasiado que las compañías no siempre operaban fundamentalmente en beneficio de los accionistas. ***** IV PANORAMA SOBRE LA TRADICIÓN SOCIAL CATÓLICA La enseñanza social católica forma parte de una tradición moral más amplia. Como tal, debe ser entendida ya no como un cuerpo doctrinal estático recibido pasivamente por una generación tras otra, sino más bien como un cuerpo dinámico de conocimiento –lo que no difiere de las ciencias físicas– que aumenta y se desarrolla de manera lineal a lo largo del tiempo. Dicho de otro modo, la enseñanza social católica no es un cuerpo codificado de principios y normas cuyo fin es el ordenamiento de las interacciones sociales, sino una respuesta en proceso a la preocupación sobre el contexto en el que las personas crecen, se desarrollan y viven sus vidas. Se trata, en efecto, del resultado natural de la concepción católica del ser humano como espíritu encarnado y criatura social.1 Contrariamente a una opinión muy generalizada, esta tradición no se originó con las encíclicas papales modernas que han contribuido a ella. En sus diversas manifestaciones, es tan antigua como la Iglesia misma, y ha quedado bien representada en los escritos de la época patrística (los primeros siglos), la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna.2 La enseñanza social católica en general ha tenido dos modos o funciones, aunque uno u otro a menudo han predominado en diferentes tiempos y lugares. Uno es una crítica de ciertos aspectos de la vida social en la medida en que influyen en el bienestar de las personas (y tal vez en la medida en que pueden ser influidas).3 El segundo, es un conjunto de propuestas relativas al fondo y a la forma de una sociedad plenamente respetuosa de la dignidad humana.4 Dicho más crudamente, por un lado, la enseñanza social católica identifica lo que está mal en la sociedad, mientras que por el otro, intenta describir lo que una buena sociedad debería ser. Asimismo, existen tres dimensiones, o áreas de atención, que son parte integral de la enseñanza social católica. Una dimensión es la política, en la cual la tradición considera las formas de gobierno, la jurisprudencia y el uso apropiado del poder. Una segunda dimensión es la económica, en la que la tradición considera las cuestiones de las necesidades humanas y los recursos escasos. La tercera dimensión es la cultural. Aquí la tradición presta atención a la riqueza de los acuerdos sociales, las expresiones artísticas y otras manifestaciones de la inteligencia y la creatividad humanas que modelan y dan identidad a los miembros de una sociedad. Una vez más, las distintas dimensiones prevalecieron en diferentes momentos. La dimensión política, por ejemplo, preocupaba más que la dimensión económica en la Europa medieval, mientras que hoy ocurre lo contrario. Estas dimensiones, asimismo, pueden ser exploradas en diferentes niveles. Por ejemplo, las contribuciones del Papa sobre temas económicos a finales del siglo XIX y principios del siglo XX tendieron a centrarse en asuntos económicos locales y nacionales, tales como la dicotomía entre el trabajo y la propiedad, mientras que las contribuciones posteriores prestaron mayor atención a las relaciones económicas entre las naciones. También debe enfatizarse que la tradición no es de ninguna manera un ámbito exclusivo de la jerarquía. Tal como la Iglesia concibe su misión, es responsabilidad particular de los laicos llevar el evangelio al mundo secular –la casa, la escuela, el trabajo, la arena política– de manera que la enseñanza social saca provecho especialmente de las contribuciones de los pensadores laicos y especialistas.5 Los papas y obispos normalmente consideran que su papel es articular principios y fomentar sensatas aplicaciones de los mismos. Lo que requieren los laicos de parte de los obispos, pastores y otros maestros es claridad respecto de los principios perdurables de la fe cristiana y no detallados planes de acción.6 En otras palabras, los laicos necesitan principios, no prescripciones. Si los principios son claros, los laicos pueden, y quieren, elaborar una gran variedad de aplicaciones a los problemas del mundo real. Cabe decir con razón que todo lo referente a la teología moral católica es un proyecto inacabado. Si bien los principios fundamentales pueden preservarse, la comprensión de sus implicaciones siempre puede profundizarse, y los nuevos retos exigen nuevas aplicaciones. Esto es particularmente cierto para el pensamiento social por dos razones. En primer lugar, las sociedades humanas son inestables. Las estructuras políticas cambian, las culturas mutan, y se conciben nuevas formas de organización económica. Todo esto exige reflexión y adaptación continuas. En segundo lugar, no obstante sus dos milenios de desarrollo, la tradición no ha examinado sistemáticamente cada aspecto de la vida social humana. Por ejemplo, como ya se señaló, en la tradición ha habido un sesgo contrario a la reflexión metódica sobre la importancia de la creación de riqueza (y no simplemente su distribución), y ha habido entonces escasa reflexión contemporánea sobre el tema.7 Una limitación similar existe en relación con la función, la estructura y la gestión de las organizaciones empresariales.8 La tradición ha dedicado considerable atención a las familias y a la sociedad civil, pero no se ha puesto al día con la moderna proliferación de asociaciones intermedias o con los peculiares problemas que éstas presentan. (Abordaremos esta problemática en el capítulo siguiente). Será necesario entonces reconstruir un análisis del sistema de la empresa sobre las bases fundacionales de la enseñanza social católica. Debemos ser claros acerca de tres de los principios fundacionales de la tradición. La realidad del amor misericordioso de Dios El fundamento de la tradición social es la realidad del amor misericordioso de Dios, el amor que Dios tiene para nosotros –y del que no somos merecedores– es el modelo del amor que debemos tener el uno hacia el otro. Esto contrasta crudamente con el paradigma que sostiene que competimos el uno con el otro y que para recibir nuestra amistad y colaboración, la gente debe ser en primer lugar merecedora de ella. Por esta razón, reducir la enseñanza social católica a “justicia social” o bien hablar de “justicia social” como el objetivo de la acción cristiana en el mundo puede ser engañoso. No toda situación no deseada es un resultado de injusticia deliberada. Dada la condición humana caída, un mundo justo también puede ser duro e intransigente a causa de que la justicia nos da lo que merecemos y no necesariamente lo que necesitamos. En su lugar, si bien los cristianos deben buscar la justicia, no deben contentarse con ello sino estar siempre dispuestos a ir más allá de la justicia, hacia la misericordia. Como ha señalado un moralista: “La misericordia es la justicia del Reino”.9 La realidad del amor de Dios también nos recuerda que todo lo que poseemos –nuestra propiedad, nuestros talentos, nuestras habilidades, nuestros recursos– es un regalo de Dios. Estos dones son condicionales, y la condición a la que están sujetos es que sean utilizados para los propósitos de Dios. Uno de estos propósitos es que nosotros mismos seamos una parte de su vida mediante el uso de estos dones. Esto normalmente significa que el uso que hagamos de ellos puede (y debería) ser personalmente gratificante, tanto espiritual como materialmente, pero también significa algo más. Puesto que tenemos el derecho, y ciertamente el deber, de cuidar de nosotros y de nuestras familias, tenemos el deber aún más fundamental de descubrir qué es lo que desea Dios que hagamos con lo que nos ha sido dado. En otras palabras, cada persona debe discernir su vocación y seguirla con coraje y sin reservas. La naturaleza de la persona humana La segunda idea clave atañe a la naturaleza de la persona humana. El papa Juan Pablo II mencionó en su encíclica Centesimus annus que “lo que constituye la trama y en cierto modo la guía … de toda la doctrina social de la Iglesia, es la correcta concepción de la persona humana.”10 Esta correcta concepción encuentra su origen en el primer capítulo del Génesis, en donde se insiste en que sólo el hombre ha sido hecho a “imagen y semejanza” del Creador. El Concilio Vaticano II retomó esta temática al subrayar que el hombre es la única criatura que Dios ha querido por sí misma, y no para servir a algún propósito adicional dentro del orden creado.11 De esto se derivan tres conclusiones. La primera es que cada ser humano, sin importar su edad o condición, tiene un valor irreducible, una valía o una dignidad que deben ser absolutamente respetadas. Esta dignidad nunca puede ser deliberadamente relegada para servir a otros propósitos, cualquiera sea su importancia. La segunda consecuencia se relaciona con la persona hecha a imagen y semejanza del Creador, con capacidad de razonar y elegir libremente. Todas las actividades y estructuras humanas deben respetar la capacidad del individuo de pensar (y no, por ejemplo, manipular meramente a la gente a través de sus emociones) y de gozar de su libertad (y no dominar a las personas mediante el abuso de poder). Además, concierne a la dignidad humana que la gente ejerza apropiadamente su libertad, siendo responsable por sus acciones, a fin de proveer al bienestar material propio y de su familia a través del trabajo.12 Ofende a la dignidad de la persona que un individuo o grupo competente dependa sólo de otros para proveer a sus necesidades. Por el contrario, la auténtica dignidad humana requiere que se creen y desarrollen condiciones para permitir que las personas cuiden de sí mismas. Las estructuras del bienestar, aunque bien intencionadas, tienen el efecto de atrapar a la gente en relaciones de dependencia, no respetan en plenitud la dignidad humana. En el otro extremo, las estructuras que impiden a las personas participar activamente en las dimensiones política y económica de la vida social (por ej. distribución injusta de la tierra y de la propiedad productiva, barreras de ingreso artificiales, etcétera)13 tampoco respetan la dignidad humana. La tercera consecuencia es que las personas, en su misma naturaleza, también reflejan la realidad de Dios como comunidad, como Trinidad. Así como Dios existe en la íntima comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu, también el hombre es en sí un ser social. Hombres y mujeres no conforman todo tipo de comunidades y sociedades porque sea meramente eficiente hacerlo (aunque esto también podría ser verdadero), sino porque la vida en comunidad es una de las expresiones más profundas de su semejanza con el Creador. Cada una de estas consecuencias conforma profundamente la visión cristiana acerca de la vida y las comunidades humanas. Justicia y propiedad La tercera idea básica tiene que ver con la justicia y la propiedad. La justicia es el concepto de mayor alcance. La posesión y el uso de la propiedad siempre deben ser juzgados a la luz de los principios de justicia, pero la justicia concierne a algo más que la propiedad. La justicia fundamentalmente concierne a lo que cada persona, como imagen y semejanza del Creador, merece tener. Caracteriza nuestras relaciones con los demás cuando vivimos en paz y armonía con ellos dado que hemos hecho lo que pudimos y debimos para asegurar que tengan todo lo que necesitan y merecen como personas.14 Nos caracteriza a cada uno de nosotros como personas, la poseemos como virtud cuando estamos profunda y firmemente comprometidos a dar a otros lo que merecen. La tradición moral católica ha distinguido tres dimensiones de la justicia. Una se denomina comúnmente justicia conmutativa, o de intercambio, que se refiere a las relaciones de los individuos o los grupos entre sí. Una venta, por ejemplo, es justa sólo si cada parte recibe algo de un valor aproximadamente igual como resultado del intercambio; si alguien ha causado un daño a la propiedad de otro tiene un deber de justicia conmutativa de reparar ese daño. Una segunda dimensión es la justicia distributiva, que implica el reparto equitativo de beneficios y responsabilidades respecto de los bienes comunes. Esto requiere que las personas iguales entre sí reciban igual trato, pero permite (o incluso requiere) que las personas diferentes reciban un trato diferente. Por ejemplo, en una familia al servir el postre después de la cena, normalmente corresponde que los padres den a cada hijo una porción igual porque por lo general no cabe hacer diferencias entre ellos. Por otra parte, esos mismos padres dan criteriosamente una dosis de un medicamento sólo a los hijos que están enfermos. De modo similar, en el nivel de la sociedad, puede ser justo que el gobierno extienda mayores beneficios a las personas discapacitadas e imponga impuestos más elevados a quienes poseen mayor riqueza.15 La tercera dimensión de la justicia es lo que la tradición frecuentemente ha denominado justicia general. Esto se refiere a las obligaciones generales que los individuos miembros de una comunidad tienen para con el bien común de dicha comunidad. De esta forma, por ejemplo, los niños tienen el deber de justicia de colaborar con los quehaceres domésticos, los adultos tienen el deber de pagar impuestos, y cada uno tiene el deber de contribuir a su manera al bien común de cada comunidad a la que pertenezca. En su encíclica de 1931, Quadragesimo anno, el papa Pío XI se refirió a la justicia social e introdujo así el término en las discusiones católicas.16 El término es ambiguo y puede ser entendido de dos maneras. Primero, a veces es utilizado sustancialmente para referirse a la condición de una sociedad. Habremos alcanzado la justicia social cuando una sociedad esté bien ordenada, esto es, cuando las cargas y los beneficios estén equitativamente distribuidos y la dignidad de cada individuo sea adecuadamente respetada. Asimismo, la justicia social puede ser considerada una virtud de las personas como individuos. En este caso, generalmente significa el compromiso de parte del individuo de trabajar en todo lo posible para sostener el bien común. Recientemente, siguiendo al papa Juan Pablo II, hemos llegado a llamar a esta actitud, solidaridad.17 ¿Qué rol juega la propiedad en todo esto? Cada persona tiene derecho a la propiedad y ciertamente requiere de ella para su realización. El pensamiento social cristiano defiende enfáticamente el derecho de los individuos a poseer propiedades de todo tipo pero insiste en que este derecho no es absoluto. Nadie tiene derecho a acopiar comida, con independencia de cuán legítimamente la haya adquirido, cuando otros a su alrededor están muriendo de hambre. Al mismo tiempo, la caridad nos obliga a utilizar nuestros recursos para satisfacer las necesidades reales de nuestras familias y vecinos antes de atender las necesidades de otras personas más lejanas. La propiedad puede tomar muchas formas: tierra, objetos físicos, dinero, capital e ideas. Cualquiera que sea su forma es en última instancia un regalo de Dios y un instrumento destinado a promover una realización humana genuina. La propiedad en todas sus formas es un factor que permite a todo ser humano sostener una vida más fructífera y plena. La visión del pensamiento social cristiano no implica una triste vida de subsistencia, sino más bien una vida de abundancia, en donde la propiedad nunca se convierte en un fin en sí mismo, sino que siempre procura servir a la auténtica realización personal. La justa posesión y el uso de la propiedad están regidos por los principios de justicia cabalmente en sus tres formas. Los individuos y grupos deben siempre ser justos en sus transacciones con los demás. Donde los recursos comunes o las responsabilidades comunes se hallen comprometidos, las personas deben siempre ser tratadas de la misma manera a menos que existan diferencias justificadas. Finalmente, los individuos deben siempre estar dispuestos a usar su propiedad para promover el bien común.18 La tradición social católica, en efecto, es amplia y fecunda, abarca mucho más que estos tres principios. Sin embargo, éstos proporcionan una base sobre la cual podemos tratar de construir una teoría moderna de la empresa como sistema y su relación con la sociedad civil. Para ello, corresponde examinar y ajustar otros conceptos relacionados con la tradición; y a esto nos abocaremos a continuación. Notes 1. Véase papa Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (1987). 2. Compendium of the Social Doctrine of the Church /Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (Vatican City: Libreria Editrice Vaticana, 2004), n. 72. Este texto es un resumen indispensable de la Doctrina Social de la Iglesia. 3. Los escritos y la prédica de los primeros Padres de la Iglesia, antes de la conversión de Constantino al cristianismo, fueron sólo ligeramente críticos de las condiciones políticas y económicas, en parte por la preocupación de que los cristianos no fueran perseguidos por ser vistos como una amenaza al orden establecido. A comienzos del siglo IV, cuando los cristianos fueron asumiendo posiciones de autoridad y la sociedad se convirtió al menos nominalmente en cristiana, obispos importantes como Ambrosio, Basilio y Crisóstomo criticaron duramente las condiciones sociales de la época. En particular, exhortaron enérgicamente a los cristianos ricos a que cuidaran de los pobres. 4. En la Alta Edad Media, cuando Europa se estaba configurando bajo la cristiandad, eminentes pensadores centraron su atención en las responsabilidades de los príncipes preocupados por su gente. Carlomagno se convirtió en el arquetipo del buen rey cristiano (y un modelo para Tolkien), y autores posteriores, como Tomás de Aquino en el siglo XIII y Belarmino en el siglo XVI escribieron sobre la naturaleza de una buena sociedad. 5. Este tema es una constante en los documentos de la Iglesia de los últimos cuarenta años. Véase, por ejemplo, Concilio Vaticano II (1962-65): Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen gentium), n. 36; Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes), n. 43; y el Decreto sobre el apostolado de los laicos (Apostolicam actuositatem), n. 2 y passim. Este tema también ha recibido considerable tratamiento en la exhortación apostólica postsinodal del papa Juan Pablo II de 1988, La vocación y misión de los fieles laicos (Christifideles laici). 6. Sin embargo, en los últimos años, y en algunos países más que en otros, los obispos y sus equipos han actuado de manera algo enérgica al recomendar piezas legislativas específicas, o apoyar ciertas políticas públicas. Si bien los obispos como ciudadanos individuales son libres de expresar sus puntos de vista sobre los asuntos públicos, la práctica del apoyo oficial ha ocasionado considerables debates dentro de la comunidad católica y cierta preocupación de que esto constituya una intromisión por parte de los obispos, o su personal, en áreas propias de los laicos. Algunos legisladores católicos han expresado su frustración con los representantes del episcopado que han presentado una preferencia política particular como una cuestión de doctrina católica, comprometiendo por este motivo a legisladores católicos que, como cuestión de juicio prudencial, simpatizan con políticas alternativas. 7. Esto puede estar cambiando, pero el recelo hacia la riqueza está profundamente arraigado en el catolicismo. Además, la misma antigüedad y la diversidad de la tradición hace que sea difícil entenderla como un todo integral. El trabajo de algunos teólogos españoles del siglo XVI, quienes, por ejemplo, produjeron algunos análisis muy sofisticados de los problemas de la riqueza y el comercio, ha quedado en el olvido y continúa siendo virtualmente inaccesible para los lectores de habla inglesa. El acceso en lengua inglesa a las obras existentes se debe a Marjorie Grice-Hutchinson, Early Economic Thought in Spain (Boston: G Allen and Unwin, 1978); Alejandro A. Chafuen, Faith and Liberty: The Economic Thought of the Late Scholastics (Lanham, Md.: Lexington Books, 2003), y el Journal of Markets & Morality. 8. Hasta podría decirse que el pensamiento social cristiano apenas ha ido más allá de la crítica en el tratamiento de la creación de riqueza y la empresa. La combinación del temor a las tentaciones de la riqueza y la simpatía profundamente arraigada por el trabajo han movido a la mayoría de los pensadores en este campo, incluyendo a muchos obispos, a hacer poco más que reprender a los empresarios por sus prácticas y actitudes. Esto también está cambiando, pero el modo de construcción del pensamiento social en esta área está todavía muy poco desarrollado. 9. Véase Germain Grisez, The Way of the Lord Jesus, vol. 1, Christian Moral Principles (Chicago: Franciscan Herald Press, 1983), 212-14. 10. Centesimus annus, n. 11. 11. The Pastoral Constitution on the Church in the Modern World /Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et spes), n. 24. 12. Véase Compendium, nn. 287, 294. 13. Un ejemplo de barrera de ingreso es la cantidad de requisitos irrazonables para obtener una licencia (que deben cumplir, por ejemplo, peluqueros y conductores de taxi), que efectivamente impiden a los potenciales competidores (a menudo aspirantes a emprendedores de bajos ingresos) ingresar en el negocio. Para una discusión acerca de la forma en que las leyes que establecen salarios mínimos actúan como barreras al empleo, véase John Barry, Samuel Gregg y Michel Therrien, A Living Wage: Lessons in Economic Justice (Grand Rapids, Mich.: Acton Institute, 2001). 14. En la práctica, el concepto cristiano de justicia se sustenta en la convicción de que Dios ha provisto una abundancia de bienes materiales y recursos para la familia humana. El desafío es utilizar el ingenio humano, orientado y motivado por la caridad y la justicia, a fin de asegurar que cada persona pueda tener acceso a su justa porción de dicha abundancia. Que la pobreza material y la privación continúen existiendo es un signo de pecado, no de escasez. 15. Esta discusión concierne a la consistencia de tales políticas con la justicia. Nótese que los legisladores deben considerar cuidadosamente las potenciales consecuencias de las políticas que adopten, incluyendo los efectos económicos en el largo plazo de los incentivos y desincentivos que se establezcan. Por ejemplo, las políticas tributarias que imponen tasas marginales progresivas procuran distribuir la carga de sostener al gobierno de manera más justa al recaudar más de aquellos que tienen más. Sin embargo, esto puede tener la consecuencia no deseada de desalentar la generación de puestos de trabajo y la creación de riqueza. También pueden diseñarse sistemas de tasa plana para recaudar más de quienes tengan ingresos más elevados sin desalentar su actividad económica adicional. 16. Para un análisis del uso del término justicia social en la Iglesia, véase Stephen J. Grabill, et al., Doing Justice to Justice (Grand Rapids: Acton Institute, 2002). 17. Sollicitudo rei socialis, nn. 38-40. 18. En el siglo XX, las preocupaciones y cuestiones sobre el correcto uso de la propiedad han tendido a acaparar la atención respecto de otros asuntos dentro de la tradición social católica. ***** V LA EMPRESA Y EL BIEN COMÚN ¿Cuál es el bien que genera la empresa? Cualquier organización o cualquier sistema merece que se lo llame “bueno” siempre y cuando sus actividades promuevan el bienestar humano. Las organizaciones empresarias individuales, así como todo el sistema moderno de empresas (con su amplia infraestructura), serán entonces “buenas” en la medida que satisfagan auténticas necesidades humanas y provean soporte para el bien común de la comunidad civil. A fin de integrar los negocios dentro de esta comunidad más amplia, ya sea que consideremos esto en el nivel local, nacional o global, requiere que expliquemos el bien que genera la empresa. El siguiente paso para configurar una teoría moderna de la empresa basada en la tradición social cristiana es considerar los conceptos de auténticas necesidades humanas y bienes comunes, y relacionar estas ideas con la naturaleza de una organización empresaria.1 Comenzaremos por examinar brevemente la cuestión de cuáles podrían ser los bienes que genuinamente contribuyen a la realización de las personas. ¿Qué es lo que la gente realmente necesita? Cualquier objetivo que los seres humanos puedan reivindicar es, en el lenguaje de la filosofía moral, un “bien”. De hecho, uno de los enfoques morales fundamentales de la filosofía occidental es que la gente siempre se esfuerza por conseguir lo que considera bueno. Nadie puede consciente y deliberadamente aspirar a algo que reconoce malo. La persona que piensa en suicidarse, por ejemplo, no tiene en cuenta la maldad de la muerte sino el bien que le produce la liberación del dolor. Sin embargo, las personas pueden estar equivocadas acerca de la bondad de una meta o la bondad del medio elegido para alcanzarla. Incluso podemos querer algo que en realidad puede no ser bueno que tengamos. Las metas, como las inversiones, son objetivamente buenas o malas. No se transforman en “buenas” porque aspiremos a ellas ni tampoco nuestro deseo las convierte en “buenas”. En cambio, necesitamos pensar en los posibles objetivos que se despliegan ante nosotros y tomar decisiones inteligentes acerca de cuáles reivindicar. El desafío de distinguir los bienes reales de los bienes ilusorios es crucial, y nos enfrentamos a él tanto en nuestra vida privada como profesional. Podemos responder más eficazmente a este desafío si llegamos a comprender con claridad las categorías de bienes que verdaderamente llevan a la realización de los seres humanos. Los podemos llamar bienes básicos. Cuando consideramos la aparentemente ilimitada gama de los objetivos reivindicados por las personas y las innumerables maneras en la que estructuran sus vidas, podemos entender por qué algunas personas piensan que no hay objetivos esenciales para la felicidad y el bienestar humanos. Algunos persiguen la riqueza, mientras que a otros les importa muy poco. Algunas personas quieren tener hijos y una familia, mientras que otras disfrutan de su soledad. En la filosofía moral cristiana, los seres humanos comparten una naturaleza común que, de hecho, los identifica como tales. En consecuencia, es posible señalar algunos bienes muy generales que cada ser humano naturalmente se esfuerza por incluir en su vida. Este último punto es importante porque nos ayuda a evitar una crítica común ante todo intento de fundamentar la ética en la naturaleza humana. La queja es que una ética fundada en la naturaleza podría implicar que sólo hay un tipo de vida digno de ser vivido (presumiblemente, la vivida por el especialista en ética) y que otros tipos de vida, o estilos de vida, están equivocados. Esto es un serio malentendido acerca de la idea de la naturaleza humana. De hecho, una mejor comprensión de la naturaleza humana puede ayudar a explicar por qué las buenas vidas pueden tener una variedad casi infinita de formas. La analogía de una dieta saludable y la buena cocina puede ayudarnos a entender mejor esta cuestión. Se dice que todo el mundo necesita una cierta cantidad de calcio en su dieta. La falta de calcio tendría entonces serias consecuencias para la salud. Esto no significa que todos deban tomar leche, aunque la leche puede ser una excelente fuente de calcio. Muchas otras fuentes de calcio podrían funcionar igualmente bien, y la cantidad real que cada uno necesita puede variar de acuerdo con la persona y el momento de su vida. La necesidad de calcio de algún tipo y origen, no obstante, se basa en la bioquímica y en la naturaleza animal del ser humano. Incluso podríamos decir que existe una “ley” del calcio para los seres humanos. Ningún gobierno la hace cumplir, no hay sanciones penales por violarla, pero hay consecuencias derivadas de ignorar la ley. Los bienes humanos básicos son como el calcio en la dieta, sin mencionar las proteínas, las vitaminas, los minerales, los hidratos de carbono y otras sustancias que el cuerpo humano necesita para mantenerse saludable. Una vida humana también necesita una variedad de bienes para ser verdaderamente feliz y satisfactoria. Como sucede con los elementos de una dieta saludable, una persona normalmente no morirá si le falta uno que otro de los bienes humanos, pero su vida será menos feliz y satisfactoria de lo que podría haber sido. Una vida sin algunos de los bienes básicos sigue siendo una vida humana y tal vez hasta admirable en muchos aspectos. A pesar de que tenemos una notable capacidad de conformarnos con menos de lo que podríamos haber tenido en nuestras vidas, no deberíamos denominar a esa conformidad (compromise), “felicidad completa” o “la mejor vida posible”. Debemos remarcar también otro punto. Para cada objetivo que persigamos, puede surgir razonablemente la cuestión de por qué estamos tras ese objetivo en particular. Podemos dar dos clases de respuestas, ya que hay dos clases generales de objetivos. Perseguimos algunos de ellos porque son útiles o instrumentales para alcanzar otro objetivo. Por ejemplo, alguien podría decir que su objetivo es comprar helado en el almacén, y esto podría ser el propósito de una serie de acciones (cargar combustible para el automóvil, manejar hacia el almacén, retirar dinero del cajero automático, etcétera). Comprar exitosamente helado es la razón para hacer el resto de las cosas, pero ¿es la razón final? De hecho, la meta final –la última meta de una serie de acciones coordinadas– podría ser disfrutar de un helado esa noche con un amigo. Cada acción se realiza en pos de esa meta. Podemos perseguir (o valorar) una meta en función de alguna otra meta, o perseguirla (o valorarla) simplemente por sí misma. La primera clase corresponde a las metas (o bienes) instrumentales, mientras que la segunda corresponde a las metas (o bienes) finales. Los bienes básicos son, entonces, bienes que contribuyen a la realización de las personas de manera irrenunciable; son bienes finales. Son valorados por lo que son, nunca por su utilidad para conseguir otros bienes (los cuales, por supuesto, serían aún más básicos). Las categorías de bienes básicos que discutiremos son la piedra fundamental de las motivaciones y acciones humanas, y nos darán una descripción general del servicio que cada empresa debe de alguna manera tratar de cumplir. En décadas recientes, la filosofía ha aportado numerosos trabajos para afinar la comprensión de la noción de bienes básicos.2 Para nuestros propósitos, identificaremos a los bienes básicos en seis categorías: vida y salud, belleza, verdad, acción, armonía y amistad. Una vida verdaderamente buena incluirá bienes de cada categoría, tal como una buena dieta incluye productos de cada uno de los diversos grupos de alimentos básicos. De nuevo, al igual que en una dieta, no hay un parámetro común para medir el valor de los elementos de un grupo básico en comparación con el valor de los elementos de otro grupo. Si el calcio es realmente necesario para la salud, entonces no podrá ser sustituido por alguna proteína o vitamina. De la misma manera, los bienes de la categoría belleza no pueden medirse de modo válido con los bienes de la categoría verdad. En su actividad, las organizaciones empresarias desarrollan el potencial para satisfacer las verdaderas necesidades humanas al transformar en realidad los bienes básicos en formas concretas. Pueden hacerlo internamente a través de las condiciones creadas para los empleados y externamente a través de los productos, servicios y otros bienes que ofrecen a sus clientes y comunidades. Para clarificar esto, consideremos cada uno de los bienes básicos:3 Vida y salud. El bien básico de la vida incluye la vida en sí misma y también todo lo que se relacione directamente con la vida biológica, incluyendo la salud, la seguridad y la evitación del dolor. Al igual que todos los bienes básicos, la vida es algo que podemos y deberíamos desear para los demás así como para nosotros mismos. En un contexto empresarial, los bienes relacionados con la vida y la salud son buscados y respetados internamente cuando el management asegura que el lugar de trabajo está lo más libre posible de peligros, que el trabajo no es físicamente dañino, que el equipamiento y el mobiliario utilizado no contribuye a lesiones a largo plazo, etcétera. Estos bienes pueden ser buscados externamente a través de productos y servicios que protejan la vida y restablezcan la salud, esforzándose en fabricar artículos de uso más seguro y adoptando métodos de producción que disminuyan la contaminación y los peligros para la salud de la comunidad en general. Este bien es dejado de lado o distorsionado cuando una organización pone demasiada presión sobre sus empleados (causando enfermedades relacionadas con el estrés), tolera condiciones de trabajo inseguras o productos defectuosos, y realiza o evita omitir todo tipo de actividad que atenta contra la salud y el razonable confort de empleados, clientes y la comunidad. Belleza. El bien básico de la belleza supone la experiencia y la apreciación de la belleza, orden y armonía en el mundo exterior de la persona individual. Esta belleza puede encontrarse en otra persona, en la naturaleza, en las artes, en los deportes y en muchos otros contextos. Internamente, una empresa busca y respeta los bienes relacionados con la belleza en distintas formas. Lo hace, por ejemplo, cuando intenta mantener el lugar de trabajo limpio, cuando construye y decora con gusto (que no es lo mismo que construir y decorar costosamente). También lo hace cuando permite y estimula que los individuos decoren sus lugares de trabajo ellos mismos, aunque la belleza pueda tomar muchas formas y expresar diversos gustos personales. Externamente, una empresa busca conseguir este bien cuando sus productos, por ejemplo, no son sólo funcionales sino también agradables estéticamente. Este bien es dejado de lado o distorsionado cuando se prefiere la funcionalidad sin elegancia y se tolera la fealdad, el desorden y la suciedad. En este contexto, es importante notar la distinción real entre lo necesario y lo lujoso. La belleza, o la experiencia estética, es verdaderamente necesaria para el florecimiento humano. Una vida sin belleza es monótona y pobre. La ausencia de belleza no mata al cuerpo, pero puede matar al espíritu. Las necesidades de la vida incluyen más que esas cosas sin las que la persona muere; incluyen todo lo que hace una vida plena y satisfactoria. El lujo, por lo demás, siempre es un aditamento que agrega poco o nada al bien humano referido. Los productos y servicios de lujo consumen recursos sin atender verdaderas necesidades humanas.4 Acción. Desde el niño pequeño que demanda hacer las cosas por sí sólo hasta el jubilado que quiere mantenerse ocupado, los seres humanos demuestran el valor que asignan a la acción por sobre la pasividad. El bien básico de la acción incluye todas las actividades que se realizan por su propio valor (en contraposición con la actividad practicada y valorada únicamente en relación con otra cosa). La acción de este tipo es comúnmente el desempeño hábil en un juego o un trabajo, sea que se realice con torpeza o de manera excelente. 5 En consecuencia, una persona busca el bien básico de la acción al jugar al golf, aun cuando sea principiante y todavía no juegue bien. La idea clave es que se trata de una acción en la cual la persona valora el actuar independientemente de los beneficios que dicha actividad pueda producir. Por esta razón, el tipo de actividad que realiza este bien básico a menudo es más lúdico que productivo. Incluso una actividad productiva (esto es, el trabajo) podría caer en esta categoría al punto de que la actividad por sí sola puede ser valorada por la persona más allá del valor ligado a lo que se produzca. 6 Un ejemplo podría ser el trabajo de jardinería. Algunas personas disfrutan de las tareas que implica y consideran que las flores o las plantas son un valor adicional. El bien de la acción se cumple plenamente cuando alguien la realiza en un nivel de excelencia. En un contexto empresarial, el management en el nivel interno busca y respeta los bienes relativos a la acción cuando permite y estimula a los empleados a disfrutar de su trabajo y enorgullecerse de él, y cuando hace que a través del entrenamiento y la evaluación puedan desempeñarse de forma más humanamente satisfactoria. En el orden externo, una empresa cumple este objetivo cuando sus productos y servicios (equipamiento deportivo o instrucción, por ejemplo) ayudan a otras personas a participar en la acción por sí misma. Este bien es ignorado o distorsionado cuando se pone demasiado énfasis en la productividad y se excluye la satisfacción del trabajador por su trabajo y la calidad, o cuando los trabajadores son innecesariamente obligados a seguir instrucciones fijas para un trabajo que les brinda poca o ninguna de satisfacción personal. Verdad. El bien básico de la verdad es el conocimiento preciso de cualquier tema donde el conocimiento se valora por sí mismo, esto es, donde el conocimiento satisface la curiosidad en lugar de prestar una utilidad.7 Podría incluir el conocimiento acerca de la estructura atómica del carbono, la historia de la guerra civil o el comportamiento de los escarabajos africanos. Al igual que los bienes en la categoría acción, los bienes en la categoría verdad pueden tener un carácter mixto. Podríamos valorar el conocimiento por su valor en sí mismo y porque podemos hacer algo con éste. Sin embargo, sólo el conocimiento que valoramos en sí mismo es un bien básico. En un contexto de negocios, en el orden interno los bienes relacionados con la verdad son buscados y respetados cuando a los empleados se les dan oportunidades para mejorar su beneficio económico además de incrementar su productividad. (Una vez más, la productividad no es algo malo, pero es valorada en relación con algo más, y por ende no puede ser un bien básico.) Son reivindicados externamente a través del periodismo y la educación así como a través de la creación de una serie de productos y servicios, desde tours a lugares exóticos hasta la realización de films documentales y publicaciones sobre historia. Este bien es dejado de lado o distorsionado cada vez que el conocimiento es defectuoso a través de malas interpretaciones, la manipulación o la mentira deliberada, así como también a veces, a través del ocultamiento o el engaño. Armonía. En su vida cada ser humano interactúa con otras personas y cosas; y tiene también una vida interior. Parte de la experiencia de esa vida interior es la vivencia del conflicto entre deseos incompatibles y presiones internas, o entre el pensamiento y la acción. Acallar estos conflictos es un tema de madurez personal (que no se relaciona con la edad). La persona madura adquiere un grado de armonía entre las emociones y los deseos en conflicto, y aprende a calmar las tensiones internas que alguna vez todos sentimos. También alinea sus acciones con su pensamiento y entonces sus acciones devienen razonables, en armonía con su conocimiento de la realidad y su juicio sobre qué es lo mejor para hacer. No es una tarea fácil. Depende del autocontrol, aquí entendido como poner nuestras emociones y deseos bajo el control de la razón. (Esto no significa que las personas razonables no puedan ser personas apasionadas, sino sólo que las personas razonables no se ven desbordadas por sus pasiones.) También requiere un pensamiento claro acerca del mundo real. En un contexto empresarial, procuramos y respetamos bienes relativos a la armonía cuando evitamos imponer el tipo de presiones que crean conflictos internos a las personas, sean empleados, clientes u otros. Por el contrario, podemos perversamente crear estos conflictos al ofrecer incentivos opuestos (¿trabajamos por las ventas o por seguridad?), al maltratar a los empleados o a los clientes (lo que lleva a la tentación de robar), al pagar de menos a los proveedores, etcétera. Los ejecutivos también respetan los bienes relativos a la armonía en el lugar de trabajo cuando modelizan y reconocen una toma de decisiones razonable e imparcial. En una organización plagada de políticas burocráticas, por ejemplo, los empleados deben desarrollar mecanismos de defensa a menudo poco razonables. Amistad. El bien básico de la amistad involucra la armonía ya no personal, sino entre el individuo y otras personas. Con frecuencia nuestro concepto de amistad es mucho más estrecho, es el que involucra algún tipo especial de relación y que generalmente sólo podemos mantener con pocas personas a la vez. El sentido general aquí es el que tenemos en mente cuando decimos que queremos estar en buenos términos con el mundo. Ninguna persona sana quiere enemigos. A menudo tomamos como una señal de madurez que alguien sea capaz de establecer y mantener buenas relaciones con cada persona con la que entra en contacto. El bien de la amistad implica paz y justicia entre la gente y las organizaciones (por no decir entre las naciones). Procurar y respetar el bien de la amistad internamente en una empresa, no significa que los ejecutivos deban proponerse crear afecto, sino asegurar que los empleados (y clientes, proveedores, acreedores, etcétera) sean tratados con justicia. Este bien también se respeta, por ejemplo, cuando se alienta a los empleados a colaborar entre sí para alcanzar metas organizacionales, cuando se mantiene deliberadamente una atmósfera de cuidado afectuoso entre los miembros de la organización y cuando la lealtad es evidente. La amistad resulta desatendida o perjudicada por exceso de política, rumores, competencia inconducente y muchas otras circunstancias. Cabe aclarar en esta descripción de los bienes básicos que una acción o situación puede a menudo darse en dos o más de ellos entre sí. Por ejemplo, un lugar de trabajo sano también puede ser bello, o un desempeño habilidoso puede a su vez desarrollar amistades. La perspectiva de los bienes básicos puede alentar una sólida toma de decisiones en la empresa al proveer un criterio para comparar alternativas. Si bien puede haber decisiones que claramente perjudican a algún bien básico y deben ser rechazadas, es raro el caso de que haya un solo curso de acción que sea legítimo y defendible. La alternativa preferida deberá ser la que mejor respete uno o más de los bienes básicos, dado que después de todo son las razones últimas por las cuales tomamos decisiones y actuamos. Por su parte, los ejecutivos deben tener en claro las maneras en que sus organizaciones pueden y deben crear instancias de bienes básicos para la gente, tanto dentro de la organización (empleados) como fuera de ella (clientes y comunidades). Las organizaciones no tienen la responsabilidad de procurar cada bien imaginable para la gente que coopera con ellas, pero deben, como mínimo, evitar perjudicar los bienes básicos. Fundamentalmente, las organizaciones son mejores en la medida en que son capaces de procurar y respetar más instancias de bienes básicos con mayor profundidad. Bienes communes Dado que las personas son por naturaleza seres sociales, y su verdadera realización inevitablemente involucra algún tipo de comunidad, los bienes comunes asumen una importancia fundamental. El procurar entender y resolver asuntos donde está en juego la justicia en una comunidad, tarde o temprano, debe afrontar la cuestión de qué significa que los bienes sean comunes (en oposición a los privados). Desafortunadamente, el término bien común resulta muy ambiguo, y esta ambigüedad (y el frecuente fracaso para identificar explícitamente el significado deseado en un contexto particular) puede ser causa de mucha malicia intelectual. Puede ser un error hablar de el bien común, como si fuera un bien (o una colección de bienes) que componen el bien común.8 Los bienes, o un bien, pueden ser considerados comunes de muchas maneras. Generalmente, podríamos decir que un bien común es por definición el que es, o podría ser, compartido (poseído, usado, disfrutado o reivindicado) por un número de personas. Algunos bienes son naturalmente comunes porque simplemente no pueden ser poseídos, usados, o disfrutados por una única persona al mismo tiempo. Ejemplos de bienes comunes naturales serían el espectáculo de un cielo estrellado, la tradición y cultura de una comunidad o el conocimiento del derecho natural. La mayoría de los bienes, sin embargo, son bienes comunes contingentes. Pueden ser en algún momento comunes pero sólo porque hay un conjunto de factores contingentes que crean un contexto en el cual son poseídos, usados o disfrutados por un número de personas. Los ejemplos de estos bienes son muy diversos, podrían incluir tierras, obras de arte, muchos tipos de conocimiento, medicamentos y dinero. Hay bienes que a menudo son considerados comunes porque su naturaleza es tal que podrían ser compartidos por un número indefinido de personas sin agotarse. El conocimiento es un bien de este tipo, así como un bello atardecer. Podemos llamarlos bienes comunes infinitos. Por el contrario, un bien finito o limitado es el que no puede ser compartido por un número de personas (para su posesión, uso o goce) sin agotarse. Por ejemplo, una comunidad podría tener una provisión de medicamentos para sus miembros. Estos medicamentos no son propiedad de un individuo o un grupo limitado de personas dentro de la comunidad sino que son propiedad de la comunidad en su conjunto. (Por supuesto, podemos también estar hablando de tierras, dinero, alimentos, alojamiento o cualquier otro recurso distribuible.) Tanto los bienes privados como comunes podrían ser actuales o potenciales. Los bienes actuales son aquellos que, en un momento determinado, son realmente poseídos, usados o disfrutados. Los bienes potenciales son aquellos que, si bien no son poseídos, usados, o disfrutados en el presente, son pasibles de serlo en el futuro. Los bienes actuales por supuesto, no motivan ninguna acción tendiente a conseguirlos (porque ya son poseídos), aunque podrían motivar acciones de protección o tendientes a su uso y goce. Los bienes potenciales, sin embargo, sirven para motivar la acción encaminada a conseguir objetivos, y los bienes comunes potenciales motivan acciones de tipo colaborativo. De hecho, subyacente a cualquier acción genuinamente colaborativa (en oposición a un conjunto de acciones individuales tendientes al mismo objetivo, por ejemplo la fiebre del oro), tiene que existir al menos un bien común potencial. Los bienes comunes potenciales son con frecuencia meros instrumentos para la consecución de bienes privados. Los empleados que trabajan juntos para que una compañía sea rentable podrían estar menos preocupados por la salud y la integridad financiera a largo plazo de la empresa que por las cosas que podrían comprar con el salario y los extras que reciben por las operaciones exitosas de la firma. Esas personas no están verdaderamente comprometidas en acciones colaborativas sino que se valen de una comunidad para alcanzar sus objetivos privados. Los miembros más reflexivos reconocen que, además de que todo objetivo privado puede cumplirse mediante acciones eficaces de asociación, también existe bondad (asociada con el bien de la amistad) en una acción decidida y llevada a cabo en comunión con otros. Este tipo de acción es más genuinamente humana; y dicha acción orientada a un objetivo es defectuosa cuando se evita la colaboración, aunque esto podría resultar eficaz. Al igual que otros bienes, los bienes comunes pueden ser instrumentales o finales. Desde la perspectiva del individuo, los bienes comunes potenciales (por ejemplo, los objetivos comunes) hacia los cuales el sujeto orienta su acción son siempre instrumentales. Es decir, estos bienes comunes son valorados por los individuos que procuran conseguirlos en colaboración con otros porque se entiende que éstos siempre promueven bienes privados. Los jugadores participan juntos en un equipo porque cada uno quiere ser parte de un esfuerzo triunfador, o al menos compartir la camaradería del grupo. Los empleados trabajan para el éxito de una empresa por las mismas razones pero también porque pueden participar de compensaciones financieras. En un nivel superior, la paz, el orden y la justicia en una sociedad son valorados porque promueven el desarrollo individual, no porque tengan un valor intrínseco aparte de su aptitud para sustentar el bienestar humano. Los individuos pueden hacer sacrificios extraordinarios para crear instancias de protección de tales bienes comunes, pero es porque entienden y valoran correctamente los bienes privados que pretenden.9 Respecto de las acciones de las asociaciones, sin embargo, los bienes comunes podrían tener cierto carácter final en la medida que la asociación cesa sus actividades colaborativas una vez que el bien es conseguido. De esta forma, podría formarse un comité para construir un patio nuevo para una comunidad y disolverse una vez que el patio está finalizado. El patio construido es un bien final (objetivo) para el comité, incluso aunque el patio promueva (esto es, que sea un instrumento para) bienes privados (por ejemplo, salud, juegos, amistades) de forma indefinida. Las organizaciones que subsisten, tales como las empresas, iglesias, y otras similares, deben tanto encontrar nuevos objetivos una vez que los viejos objetivos son conseguidos o bien enfocarse en objetivos que puedan únicamente ser sostenidos aunque nunca completados. Los bienes comunes potenciales no sólo configuran la colaboración de los miembros de una organización, sino que también definen a las organizaciones y las comunidades. En particular, los bienes comunes potenciales característicos de las organizaciones empresariales las hacen bastante distintas de otros tipos de comunidades. Las comunidades y los bienes communes Las organizaciones tienen una importancia crucial en la vida moderna. Sin la cantidad, la variedad y el tamaño de las organizaciones que vemos en el mundo desarrollado, nuestra calidad de vida simplemente no podría ser la que es. La increíble diversidad de bienes y servicios que disfrutamos no podría en efecto existir ni tampoco otras cosas que damos por sentado. Sin un buen funcionamiento de las organizaciones, nuestra dieta sería bastante menos variada, nuestro sistema de salud mucho más primitivo, no viajaríamos tanto, sabríamos menos y en general nuestras vidas serían más pobres.10 Los seres humanos tienden naturalmente a formar organizaciones o comunidades más amplias, de índoles diversas y por distintas razones. La variedad es ilimitada, en cierto sentido, porque siempre podemos formar comunidades para propósitos nuevos y sin precedentes. Sin embargo, todas las comunidades se encuentran en alguna de tres categorías.11 A fin de entender qué es una organización (y qué no) e identificar qué hace que una organización sea excelente, sería útil explorar estos tres tipos y determinar dónde ubicar a las organizaciones. Aristóteles fue uno de los primeros en analizar sistemáticamente las comunidades humanas. Mientras que Platón, su maestro, especuló in extenso acerca de la naturaleza del Estado ideal en su clásico diálogo, La República, Aristóteles buscó reunir información acerca de cuanta ciudad y Estado fuera posible a fin de comprender a las comunidades tal como realmente existían.12 Dividió a las comunidades en tres tipos: familias, aldeas y ciudades (o lo que hoy podríamos llamar sociedades o comunidades políticas), diferenciándose entre ellas por su función y por lo tanto caracterizadas por los bienes comunes concernientes a cada forma de comunidad.13 Las familias se formaron a partir de la unión entre hombre y mujer, mientras que las aldeas, argumentaba, evolucionaron naturalmente a partir de grupos de familias, y las ciudades a partir de las aldeas. Por lo tanto, la comunidad más inclusiva es la comunidad política, o sociedad. Una comunidad política puede ser entendida en términos aristotélicos como la que provee todo lo que es requerido para una vida verdaderamente buena.14 Podríamos también llamarla comunidad completa. El bien común de una sociedad tiene un carácter distintivo. Toda vez que la intención de las sociedades es perdurar a lo largo del tiempo y a través de sucesivas generaciones, su característica común no consiste en un objetivo a ser logrado de una vez y para siempre. Si bien puede haber algo potencial en este bien común, no se trata de un objetivo que, si fuera conseguido, significaría el fin de la sociedad. Adicionalmente, como la función de la sociedad es contribuir al desarrollo y a la realización de sus miembros, su bien común es instrumental. Esto quiere decir que no es un bien final valorado en y para sí mismo (como son, por ejemplo, los bienes básicos), pero es algo valorado, respetado y protegido por los miembros de la sociedad por lo que les permite hacer y ser. Más precisamente, el bien común de una sociedad es constructivo, lo que significa que hay una serie de condiciones que hacen posible el desarrollo individual de cada uno de los miembros de la comunidad.15 Es decir que si algunas condiciones no están presentes en una sociedad, o el bienestar de algunos miembros no es considerado, no se ha alcanzado el bien común. Reconocemos como un asunto práctico que en un mundo caído el conjunto de bienes y condiciones que constituyen el bien común nunca se alcanza completamente y permanece entonces como un objetivo para los miembros de la comunidad. Y aun cuando se lograra, la manutención y el apoyo constantes que requeriría lo convierten en un objetivo que implica colaboración permanente. Otro tipo de comunidad es la familia, y podríamos llamarla una comunidad cuasi completa. Aunque resulta evidente que la familia no contiene ni puede contener dentro de sí misma todos los recursos necesarios para una vida verdaderamente buena, se relaciona prácticamente con cada aspecto del crecimiento humano, al igual que una comunidad política. Por consiguiente, el bien común de una familia se asemeja al bien común de una comunidad política: tiene como meta cada aspecto del desarrollo de sus miembros y por tanto requiere paz, equidad, etcétera. Sin embargo, ninguna familia puede proveer por sí misma todo lo que sus miembros necesitan. De este modo, podríamos decir más precisamente que su bien común es establecer un conjunto de condiciones para que los niños puedan en su educación alcanzar la madurez (cuando puedan ocupar su lugar como miembros responsables de una comunidad política), y sus miembros puedan proveerse cuidado y ayuda mutua a lo largo de sus vidas. Una vez más, este bien común es instrumental y constructivo, y por lo tanto pertenece a la misma categoría general como bien común de una sociedad. Una tercera clase de comunidad –similar a la aldea de Aris-tóteles– es la asociación especializada o comunidad incompleta.16 Una asociación especializada, tal como su nombre indica, no se ordena al desarrollo integral de sus miembros sino más bien a obtener algún bien humano o un conjunto limitado de bienes. Una organización empresarial es una asociación especializada, como un ejército, una orquesta, una organización de caridad, un club de bowling, una universidad, una organización criminal y prácticamente una cantidad y variedad infinitas de organizaciones humanas. Nuestra comprensión de la relación entre una comunidad especializada y una comunidad política necesita mayor refinamiento. Hasta hace relativamente poco (quizá en algunos lugares tan tardíamente como el siglo XIX), las asociaciones especializadas jugaron sólo un pequeño rol en la vida humana.17 En el siglo XX, sin embargo, este rol se expandió de manera considerable, tanto en términos de tamaño como de número de las asociaciones especializadas. En la actualidad, en las sociedades desarrolladas prácticamente todo depende de las asociaciones especializadas, de manera directa o indirecta.18 Las asociaciones especializadas difieren de las comunidades políticas y las familias en muchos aspectos importantes. En primer lugar, hay una diferencia de propósito. Una organización especializada siempre se organiza para la obtención de algún bien particular o de un conjunto de bienes, al menos para quienes colaboran en la asociación y a menudo también para otros. Mientras que la sociedad o la familia funcionan para sustentar un conjunto de condiciones dentro de las cuales las personas puedan madurar y buscar su propia realización, una asociación especializada se dirige a la creación de bienes concretos que sus miembros pueden poseer. Segundo, la naturaleza de las asociaciones especializadas hace que sus bienes comunes potenciales (es decir, los objetivos de la organización) sean más importantes para su funcionamiento en el día a día que lo que podrían serlo en otras comunidades. Los objetivos definen la colaboración. En el nivel de la familia o de la sociedad, hay algo natural en la colaboración entre los miembros de la familia o entre los ciudadanos. Sin duda, las tradiciones y las costumbres dan forma a esta colaboración, pero el ciudadano común, por ejemplo, probablemente contribuya al bien común de su comunidad sin demasiada conciencia de ello.19 Esto no ocurre en las asociaciones especializadas. Aquí se requieren tipos específicos de colaboración según los objetivos de la organización. Para generar esta colaboración, los objetivos deben ser entendidos con claridad, y ser convincentes. El éxito de la organización requerirá una cierta clase de contribución activa por parte de cada miembro, en la que el bien común de una sociedad sea apoyado por las decisiones de los ciudadanos de no involucrarse en conductas que socaven ese bien común. Tercero, las asociaciones especializadas tienen tanto bienes comunes finales como constructivos. El bien común constructivo, especialmente en una organización empresarial, establece las condiciones que deben ser respetadas para que los integrantes de las empresas puedan realizar su trabajo. Estas condiciones incluyen la información, los recursos materiales, el equipamiento adecuado, etcétera. Adicionalmente, las condiciones necesarias para respetar y enriquecer la dignidad personal de los empleados deben estar presentes. El trabajo en sí no puede ser físicamente insoportable, debe ser compensado con justicia, debe ser valioso hacerlo y, en términos generales, no puede ser humillante o perjudicial para las personas que lo realizan. Finalmente, las asociaciones especializadas tienen una clara relación con las sociedades en donde existen y funcionan. A veces se asume que para ser legítimas asociaciones especializadas, deben servir al bien común de la sociedad en todo lo que hagan. Esto es un malentendido. Como hemos señalado, el bien común de una sociedad se orienta al desarrollo de todos sus miembros. Este desarrollo, sin embargo, implica el desarrollo de las organizaciones y de las asociaciones formadas por miembros de la sociedad para procurar y obtener bienes particulares. Estas asociaciones obtienen su legitimidad de los auténticos bienes humanos que procuran, y no de su contribución al bien común general. En efecto, el bien común general debe crear las condiciones en las que estas organizaciones puedan funcionar. En consecuencia, en una buena sociedad estas organizaciones deberían gozar de un considerable grado de libertad para identificar y procurar los bienes que, en la medida en que sirvan para concentrar y motivar la colaboración, serán verdaderamente bienes comunes para esa organización.20 Para ser moralmente legítimos, estos bienes comunes deben ser verdaderos bienes humanos (y no meros bienes aparentes, como la venganza o la pornografía), y deben ser procurados mediante medios moralmente sanos. (Una organización criminal puede pretender bienes reales pero lo hace mediante medios inmorales.) Por supuesto, la búsqueda de estos bienes no debe socavar el bien común constructivo de la comunidad humana. Sin embargo, en la medida en que los bienes buscados sean realmente bienes humanos, no es necesario que los bienes de una asociación especializada contribuyan intencional y directamente al bien común de toda la comunidad. Ellos no podrían legítimamente hacer más que facilitar la obtención de bienes privados a los asociados en la organización.21 Estos bienes privados podrían incluir tanto la directa satisfacción de una variedad de necesidades humanas como oportunidades para un buen trabajo. También incluyen, y no es menos importante, la creación de riqueza. La empresa y la creación de riqueza Basada en las Escrituras y desarrollada en diversos contextos a lo largo de dos milenios, la enseñanza social católica no es un corpus doctrinal de aplicaciones sino de principios adaptables a situaciones concretas. Algunas aplicaciones de las convicciones cristianas, independientemente de su afán y sinceridad, podrían no ser apropiadas a los tiempos y circunstancias modernas. Sin embargo, hay principios perennes que deben ser respetados. El término riqueza tiene un significado especial en la tradición cristiana. A diferencia de lo que sucede en la economía como disciplina y del uso coloquial, la tradición no se refiere a la riqueza como un concepto abstracto. En cambio, hay innumerables referencias a los ricos como grupo o al “hombre rico”. Usada de esta manera, la riqueza es generalmente entendida como un excedente de recursos –típicamente dinero, pero quizá también tierras, alimentos y cualquier otra cosa de valor común. Tal riqueza material se contrasta con la riqueza espiritual, y la tradición a veces reconoce que quienes poseen grandes riquezas materiales podrían ser espiritualmente pobres y viceversa. Hay un concepto relacionado que juega un rol más importante dentro de esta tradición. Si se entiende que riqueza implica exceso, conceptos como abundancia y prosperidad sugieren algo ligeramente diferente. La persona que posee riquezas es normalmente retratada como alguien injusto e impío. La presunción normal es que dicha riqueza es obtenida y poseída en detrimento de las necesidades de los pobres, y tal vez a sus expensas. Sin embargo, es común considerar que la abundancia y la prosperidad son regalos de Dios y propias del amor ilimitado por sus criaturas. No se suele considerar que el hombre que posee riqueza ha sido bendecido por el Señor, pero sí que la abundancia o la prosperidad de una persona o una comunidad se deben a Su benevolencia. Por lo tanto, así como la abundancia y la prosperidad son, sin duda, buenas condiciones, la pobreza es una condición que requiere remedio. Si la riqueza es entendida como un exceso de bienes materiales, no es entonces una ambición legítima para un cristiano ni para cualquier otra persona, por la misma razón. Incluso Platón y Aristóteles desalentaron la búsqueda de la riqueza como una ambición de la vida sobre la base de que el dinero en particular es meramente un medio, no un fin. Perseguir la posesión de una herramienta sin considerar el propósito de su posesión, es necio y fútil. De la misma manera, algunas de las razones que uno podría tener para perseguir la riqueza son vacías en sí mismas. Uno podría buscar la riqueza en nombre de la seguridad, la protección contra las contingencias de la vida. Para el cristiano, como ya fue dicho, esto puede llegar a sustituir la confianza en la Providencia y distraerlo de la única vocación que Dios pretende. Se podría también buscar la riqueza como un medio para el placer y el confort o como una herramienta para obtener honor y poder. Sin embargo, nada de esto es consistente con el destino sobrenatural de la persona; y, tal como los primeros cristianos observaron tan claramente, cada uno de estos objetivos son en definitiva distractivos y letales. La experiencia contemporánea del mundo desarrollado es una evidencia palmaria del apetito insaciable que tienen los seres humanos por cada uno de estos objetivos así como de su capacidad para agotar y extinguir los bienes espirituales. La riqueza, entonces, entendida como una cantidad excesiva o tal vez ilimitada de dinero o de bienes materiales, nunca puede ser un objetivo racional para una buena empresa. La acumulación de riquezas para el propósito explícito de concentrar recursos para contribuir al bien común de manera importante podría ser una ambición noble, aunque muy peligrosa.22 Muy superior es el objetivo de alcanzar la abundancia para uno mismo y su familia, incluyendo la prosperidad para su comunidad. De este razonamiento se deduce que hay un nivel adecuado de posesiones para las necesidades genuinas y la seguridad de cada uno. En la economía moderna, muchos individuos acumulan más de lo que esta definición de abundancia implica. La tradición social cristiana, trabajando a partir del principio de que los bienes de la tierra están destinados a todos, ha tenido que lidiar con este hecho insistiendo que tal riqueza “excedente” sea utilizada para contribuir a la prosperidad de todos. El papa Pío XI dio un ejemplo concreto del carácter de esta obligación. En medio de la Gran Depresión escribió: “el empleo de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos.”23 Invertir en una empresa creadora de empleo es una forma de honrar las obligaciones concernientes a los excedentes de riqueza. Esta abundancia, sujeta al auténtico desarrollo y realización humana, es sin duda una aspiración de los cristianos. Es una bendición y un elemento integral del bien común de una comunidad política. La virtud cristiana de la solidaridad tiene como objetivo precisamente cimentar dicha abundancia y prosperidad en cada comunidad humana. La abundancia y la prosperidad son condiciones verdaderamente buenas, merecedoras de búsqueda, pero ¿cómo alcanzarlas? Durante gran parte de la historia del cristianismo, las personas tendieron a considerar los bienes materiales y la riqueza que representaban como estrechamente relacionados en sentido estricto. En otras palabras, la cantidad de riqueza en el mundo estaba más o menos dada, y si algunos eran considerablemente ricos (en exceso), esto podría ser únicamente a expensas de los pobres. Por lo tanto, el problema de cómo crear prosperidad en la comunidad fue visto esencialmente como un problema de distribución. Más recientemente, se ha tornado innegable que la capacidad de creación para atender las auténticas necesidades humanas, aunque tal vez finitas en algún sentido, es prácticamente ilimitada. Esto no quiere decir inocentemente que la cantidad de recursos naturales es tal que no podemos imaginar su agotamiento, sino que las personas, en colaboración con el Creador, poseen capacidad para crear riqueza, y no meramente para consumirla. Crear riqueza significa aportar mayor orden a la creación y emplear la inteligencia y el ingenio del hombre para desentrañar los secretos de la naturaleza y concebir nuevas maneras de satisfacer necesidades humanas. Significa utilizar nuevas herramientas para hacer la tierra productiva, desde más y mejores cosechas hasta el empleo de nuevas formas de energía, pasando por la obtención de mayor eficiencia en todo tipo de actividad. Significa compartir tecnologías y técnicas –entre los individuos y entre las naciones– de forma tal que cada vez más personas puedan participar en el logro de su propia prosperidad y la de sus comunidades. Significa, sobre todo, usar la inteligencia y el conocimiento para satisfacer auténticas necesidades humanas, entendidas en el contexto de una auténtica antropología y visión del desarrollo humano. Las posibilidades de esta actividad, iniciada a partir de la simple ligazón a la tierra o cualquier otro recurso finito, son verdaderamente inagotables.24 Es una solemne obligación cristiana, donde fuera posible, buscar no sólo distribuir la abundancia sino también crearla. Nos encontramos en el comienzo de un nuevo milenio pero tal vez también frente a un conjunto de otros nuevos comienzos. Los católicos fueron enérgicamente alentados por los papas y obispos en la segunda mitad del siglo XX a prestar mayor atención a los problemas de la pobreza y la inequidad que caracterizan a la comunidad humana. Estos problemas persisten y todavía merecen nuestra atención, sea que pertenezcamos a comunidades desarrolladas o en vías de desarrollo. El mundo poco necesita de más hombres y mujeres ricos, lo que necesita son más hombres y mujeres que puedan crear abundancia y prosperidad. Esta es preeminentemente, si no únicamente, la función de las buenas empresas. Notes 1. Debemos recordar que la teoría que estamos construyendo no es descriptiva (como sí lo son las teorías económicas y legales de la empresa), sino desiderativa. Esto es, no se trata de otro intento de describir cómo las empresas se comportan en realidad, sino un esfuerzo por ofrecer una visión de qué es lo que las empresas podrían y deberían ser en la sociedad, si lograran alcanzar su potencial y contribuir al bienestar humano. 2. En esta sección, me baso en la obra de Germain Grisez y John Finnis, quienes han escrito extensamente sobre este tema a lo largo de varias décadas. G. Grisez: The Way of the Lord Jesus, vol. 1, Christian Moral Principles (Chicago: Franciscan Herald Press, 1983). J .Finnis: Natural Law and Natural Rights (Oxford: Oxford University Press, 1980). 3. Verdaderamente existen innumerables maneras en que las empresas podrían buscar y respetar los bienes básicos. Los ejemplos ofrecidos en los párrafos siguientes son ilustrativos, no exhaustivos. Nótese también que algunas empresas se enfocan en productos o servicios relacionados con alguno de los bienes básicos. Ejemplos de esto incluirían industrias o áreas como la salud, la moda o los deportes. 4. Las palabras lujo y lujoso se utilizan excesivamente. No son realmente sinónimos de excelencia y cuando se emplean apropiadamente denotan un sentido de desperdicio en exceso. 5. En la tradición católica, siguiendo la obra del papa Juan Pablo II (véase su encíclica de 1981, Laborem excercens) “jugar” puede considerarse, a grandes rasgos, toda actividad desarrollada simplemente por el placer de realizar la acción. No necesariamente se limita a los juegos. El trabajo, por el contrario, siempre es una actividad productiva (o al menos una actividad que apunta a producir algo) y por lo tanto una actividad valuada principalmente por lo que resulta de ella. 6. Muchos bienes en esta categoría tienen una suerte de carácter mixto, donde la actividad involucrada no sólo produce otros bienes, sino que tiene un valor intrínseco. Por ejemplo, alguien podría jugar al tenis para ejercitarse o bajar de peso y al mismo tiempo simplemente disfrutar del mero jugar por jugar, independientemente de cualquier otro beneficio que el juego pueda aportar. 7. Esta es una distinción filosófica que no debería distraernos aquí. El conocimiento útil, a veces muy valorado y valioso, es sin embargo valuado únicamente por lo que puede producir o se puede obtener de él, y por lo tanto no puede ser un bien básico (aunque lo que el conocimiento útil nos permita obtener podría ser un bien básico). 8. Hablamos, por supuesto, de `el bien común` como un modo abreviado de decir el bien común de una comunidad civil. Si bien es un uso legítimo, no debería oscurecer el hecho de que hay otros bienes comunes importantes. 9. Los Estados totalitarios cometen el serio error de considerar tales bienes comunes como absolutamente finales y en definitiva están dispuestos a sacrificar todo tipo de bienes privados por esa causa. Incluso en las sociedades más sabias se debe cuidar siempre la elaboración y aplicación de las leyes positivas para que las condiciones necesarias para promover el crecimiento de sus miembros sean adecuadamente protegidas, y al mismo tiempo que los bienes privados no se vean amenazados. Sin duda, en toda sociedad, algunos bienes privados son incompatibles con la preservación de estas condiciones públicas y pueden entonces ser legítimamente restringidos, no obstante debe mantenerse un prudente equilibrio. 10. No hay duda de que las tecnologías modernas y las organizaciones modernas han servido también para agregar estrés en nuestras vidas y hacerlas más duras de varias maneras. Esto, sin embargo, es un resultado de nuestro erróneo entendimiento de la tecnología y las organizaciones, y no una consecuencia inevitable de su mera existencia. 11. El criterio para la categorización de comunidades tiene que ver con la gama de bienes humanos que persiguen y las capacidades que poseen, en principio, para conseguir tales bienes. 12. El principal tratado de Aristóteles es Política. También se le adjudica haber hecho un estudio exhaustivo de las “constituciones” de un gran número de ciudades-estado griegas. Sólo la Constitución de Atenas se ha mantenido sustancialmente intacta, mientras que del proyecto mayor existen únicamente fragmentos y citas en otros autores. 13. Véase Politica, Libro 1. 14. Aristóteles no asumía que cada comunidad política necesariamente poseía de hecho la totalidad de los recursos necesarios para cumplir su función. Su punto era más bien que sólo en la comunidad política pueden llegar a existir tales recursos en conjunto y por lo tanto, sólo allí se puede llevar una verdadera vida. 15. Para una definición clásica del bien común de las comunidades políticas, véase papa Juan XXIII, Mater et magistra, n. 65. Desde el punto de vista práctico, este conjunto de bienes incluye elementos tales como la paz, la justicia, la educación universal y la participación en la cultura y la vida pública. 16. Aristóteles se centró principalmente en el estudio de la ciudad-estado, la sociedad. Prestó cierta atención a la familia y al hogar (un ensayo anónimo sobre el tema fue atribuido durante mucho tiempo a su autoría), aunque no demasiada. Tampoco estaba demasiado interesado en las aldeas porque las consideraba un grupo de transición, un desarrollo temporal, inserto entre las comunidades más importantes y duraderas, la familia y la sociedad. Tradicionalmente, cuando los pensadores volcaron su atención a esta categoría alternativa, tendieron a considerar a las organizaciones como familias muy grandes o como pequeñas sociedades. (¿Cuántas veces hemos oido hablar, por ejemplo, de “familias” corporativas o de “políticas” organizacionales?). Hoy en día, estas merecen nuestra atención por derecho propio. Indudablemente, si Aristóteles viviera hoy, se hubiera interesado en la naturaleza de las organizaciones modernas y su rol en la vida social. Hasta recientemente, siguiendo los pasos de Aristóteles, los filósofos han tendido a poner énfasis en estas sociedades políticas, y en menor medida en las familias, desatendiendo a otras asociaciones. Por lo tanto, si bien ha habido a lo largo de los siglos una gran cantidad de reflexiones éticas sobre las familias y las sociedades, las referidas a otros grupos han sido casi nulas. 17. Algunos autores sugieren que el triunfo del estado-nación en Europa después del siglo XVII disminuyó notablemente el rol de lo que había sido una rica red de asociaciones especializadas (aldeas, iglesias, gremios, etcétera). En este temprano periodo, las personas tendieron a formar sus identidades personales a partir de su membresía a esas asociaciones y, por lo tanto, se veían a sí mismas como partes importantes e integrales de pequeñas totalidades. A partir del siglo XVII las personas tendieron a verse a sí mismas como pequeñas partes de grandes totalidades (por ejemplo, naciones). Si bien esto pudo haber sido así, también lo es que estas asociaciones especializadas primitivas nunca alcanzaron el tamaño y la extensión de tantas organizaciones contemporáneas. 18. Sin embargo, esto no quiere decir que tengamos vidas socialmente más ricas. En muchos casos, si bien podemos hacer lo que hacemos en el contexto de algún tipo de organización, lo hacemos no como miembros de una verdadera comunidad humana sino como extraños en una muchedumbre. Robert D. Putnam ha descripto el curioso eclipse de la comunidad en momentos de creciente importancia de las organizaciones en Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community (New York: Simon & Schuster, 2000). 19. Por supuesto, los problemas específicos que encuentra una sociedad a menudo requieren un alto grado de deliberación y discusión, las cuales son función de los cuerpos legislativos. Existen objetivos particulares por los cuales la sociedad debe actuar, pero, en sentido estricto, todos ellos se vinculan de nuevo con el bien común. Por ejemplo, hay casos en los que el bien común debe ser protegido de las amenazas de enemigos o delincuentes y otros en los cuales debe remediarse la falta de bien común. En ambos casos, debe manifestarse la voluntad política para actuar. 20. Véase Compendium, n. 354. 21. Esto es, si bien los bienes comunes de comunidades más pequeñas deben estar ordinariamente subordinados al bien común de la comunidad más grande dentro de la que éstas existen, no se trata de que los bienes comunes de las pequeñas comunidades deban estar dirigidos a la consecución del bien común de la comunidad más grande. Dicho de otra manera, las acciones de las comunidades o asociaciones más pequeñas no deben socavar el bien común de las comunidades más grandes de las que forman parte, aunque sus acciones no necesariamente tengan como objetivo deliberado la mejora de ese bien común de manera particular a fin de ser moralmente correctas. Las organizaciones empresariales, por lo tanto, no necesitan usar sus recursos para abordar problemas sociales a fin de ser asociaciones moralmente dignas. Lo son en la medida en que persigan bienes auténticos respetando debidamente otros bienes privados y el bien común de la comunidad más grande. 22. Recuérdese el famoso ensayo de Andrew Carnegie, “The Gospel of Wealth” (North American Review, junio 1889), en el cual ofrece una suerte de apología de su vida y la de aquellos que amasaron grandes fortunas. Exhorta a esos hombres a usar su riqueza y poder en beneficio del bien común e insta a la comunidad a permitirles disponer de sus riquezas como crean conveniente. Las capacidades que les permitieron adquirir sus riquezas –argumenta– los hace aptos para disponer de ellas. Además, la concentración de la riqueza en manos de pocos hacen posible magníficos esfuerzos que serían inalcanzables si la riqueza fuera distribuida horizontalmente (y por lo tanto diluida). Sin embargo, difícilmente uno puede dejar de ver que tales riquezas raramente son acumuladas por hombres justos y por lo tanto raramente empleadas para el bien común por hombres inmunes a la injusticia, la vanidad, el poder, etcétera. Al concordar con la sabiduría de las Escrituras, la visión cristiana afirma que los hombres justos pueden ser ricos, pero tanto ellos como los demás deberían entender que su riqueza es una consecuencia de la gracia de Dios, y no meramente de su propia excelencia. Tales hombres no se aferran a su riqueza, como harían los inicuos, quienes confían en ella para protegerse del mal, sino que la usan generosamente para ayudar a la viuda, al huérfano y al extranjero. 23. Quadragesimo anno, n. 51. 24. Véase Centesimus annus, n. 32. El papa Juan Pablo II claramente observa que el conocimiento y las habilidades humanas son recursos diferentes de la tierra y el capital, y por lo tanto también lo son las posibilidades presentes para la prosperidad y la realización humanas. ***** VI ¿CUÁL ES EL BIEN QUE HACE LA EMPRESA? Regresemos ahora a la pregunta con la que comenzamos este libro: ¿cuál es el bien que hace la empresa? Resulta irónico que en el mundo desarrollado contemporáneo, un mundo que disfruta un nivel general de prosperidad sin precedentes en la historia, la respuesta a tal cuestión no es obvia. Peor aún, no sólo el bien que hace la empresa a veces resulta inadvertido, sino que la empresa es a menudo considerada la causa de grandes males. Podría ser cierto que las empresas individuales algunas veces actúen muy mal y contribuyan en gran medida al mal y a la mis-eria mundial. La empresa no es más inmune a la corrupción y al mal comportamiento que el gobierno, la Iglesia, el ejército o cualquier otra institución. El mero hecho de que las empresas estén pobladas y administradas por seres humanos falibles que ocasionalmente sucumben a las presiones y a las tentaciones no debería hacernos perder de vista el bien que la mayoría de las empresas hace. No obstante, nuestra meta no es indagar sobre las fallas de las empresas sino aclarar qué es una buena empresa y cuál el bien que hace la empresa. ¿Qué es una buena empresa? A la luz de lo que ya hemos discutido, podemos decir que una empresa moralmente buena es la que se ocupa de los bienes que le son propios como una asociación especializada y que emplea medios moralmente correctos para conseguir dichos bienes.1 Una empresa, al igual que otras asociaciones especializadas, no se legitima por la contribución que realiza al bien común de la comunidad civil, aunque no debe actuar en menoscabo del bien común. En cambio, se legitima por los bienes privados que sus actividades hacen posibles para sus miembros y clientes. Los bienes específicos relativos a una empresa variarán, por supuesto, de acuerdo con la naturaleza de la empresa, pero podemos identificar en general la clase de bienes que las empresas tendrán que procurar. Estos bienes incluirán tanto los bienes comunes intrínsecos a la organización así como los bienes privados buscados por los individuos (empleados, clientes y otros colaboradores) a través de su interacción con la empresa. Deberíamos recordar que dado que una empresa es una asociación especializada, los bienes potenciales comunes (por ejemplo, los objetivos) que moldean la acción cooperativa de los miembros de la organización se orientan hacia bienes privados determinados. Esto es, el fin último de la empresa es conseguir bienes concretos para personas en particular. Ocurre lo contrario en las familias y las comunidades civiles donde el bien común potencial es el bienestar integral de los miembros como seres humanos. En otras palabras, las empresas tienen por objeto la satisfacción de necesidades humanas particulares, y no todo el conjunto de bienes que conforman una vida humana plenamente satisfactoria. Una de las características de una buena empresa, entonces, es que los objetivos de la organización se encuentran en efecto dirigidos a la satisfacción, directa o indirecta, de auténticas necesidades humanas.2 Como hemos discutido, tales necesidades humanas, no son necesariamente deseadas por todas las personas o incluso deseadas de la misma manera por cada persona. Sin embargo, una empresa que no tenga como objetivo un auténtico bien humano no puede ser, por definición, una buena empresa. En este aspecto, las empresas pueden fallar al producir bienes o servicios que respondan meramente a deseos humanos pero no a necesidades.3 Ejemplos extremos son la pornografía y las drogas no terapéuticas, y ejemplos más modestos podrían incluir productos alimenticios sin valor nutricional o artículos de lujo singularmente caros por características que no agregan utilidad ni belleza.4 La mayoría de las empresas evitan los productos y servicios tremendamente malos pero muchas se contentan con producir cosas frívolas en lugar de usar su ingenio para encontrar nuevas formas de satisfacer necesidades reales. Si bien esto puede ser redituable en el corto plazo, no puede ser el fundamento de un negocio sólido y exitoso. Una empresa verdaderamente buena requiere la dedicación de sus empleados tanto para alcanzar la excelencia en lo que produce como para enfrentar obstáculos y contratiempos inevitables. Los empleados no pueden dedicarse mucho tiempo a producir productos y servicios triviales (aunque pueden dejarse llevar por la corriente), porque entonces inevitablemente la empresa se convertirá en algo mediocre (o peor), a menos que se centre en necesidades humanas reales. Una buena empresa debe también preocuparse por los bienes comunes constructivos que configuran una organización. Estos bienes comunes tienen que ver con las condiciones en las cuales la organización desarrolla sus actividades y son análogas al bien común de una comunidad civil. Una buena empresa es aquella en la que estas condiciones son establecidas y mantenidas. En general, podrían incluir los rudimentos de la buena gestión, tales como una comunicación clara, políticas coherentes y razonables, condiciones de trabajo seguras y una cultura largamente aceptada en la cual la equidad, la honestidad y el respeto por las personas son valorados y esperados. Desde luego, la gestión tiene una responsabilidad primaria en la creación y sostenimiento de dicha cultura, pero esta responsabilidad es compartida con cada miembro de la organización. Dado que este es un bien común, todos los miembros de la organización tienen un doble deber: mantener con su comportamiento los aspectos más sólidos de la empresa y evitar comportamientos que los debiliten. En suma, una buena empresa es un buen lugar para trabajar. Estos bienes comunes, tanto potenciales como constructivos, hacen posible la contribución real de las organizaciones empresariales, que es el logro de bienes privados específicos por y para un grupo determinado de personas. Estas personas son los miembros de una asociación y sus clientes. Veremos a cada grupo brevemente al considerar por qué se asocian o interactúan con la empresa. En principio, los miembros de una asociación especializada son aquellos que buscan obtener ciertos bienes privados a través de su participación voluntaria en las actividades de la organización. En el caso de una empresa, los miembros principales son los empleados y los dueños o accionistas.5 Cada grupo busca un conjunto de bienes privados. No es sorprendente que los empleados persigan el conjunto más variado de bienes. En primer lugar, por supuesto, los empleados buscan ganarse la vida a través de su participación en las actividades de la organización. Por lo tanto, una buena empresa hace que el trabajo de sus empleados sea genuinamente productivo, lo que equivale a decir que las tareas se coordinan, se cumplen y están orientadas a los productos y servicios que los clientes quieren comprar. En consecuencia, se produce un flujo estable de ingresos proporcionalmente mayor a lo que podría generar un empleado por su propia cuenta. A su vez, los empleados deberían recibir una parte equitativa de este flujo de ingresos.6 Como ha señalado el papa Juan Pablo II, las razones que mueven a las personas a trabajar son diferentes a los ingresos que esperan recibir.7 Los empleados también buscan expresarse a través de su trabajo y para alcanzar algo que valga la pena. En una buena empresa este “buen trabajo” se torna posible cuando los empleados entienden con claridad qué bienes permiten alcanzar las actividades de la organización y cómo su propio trabajo contribuye a este bien. Incluso un trabajo objetivamente poco placentero, tedioso o doloroso puede ser un buen trabajo si su propósito es conocido y apreciado.8 Los empleados no son un mero factor de producción adicional que debe administrarse con tanta eficiencia como sea posible, sino que son cooperadores voluntarios en la empresa. Como tales, su dignidad como personas debe ser respetada, por ejemplo, en la forma en que los empleos son diseñados.9 Como personas libres, corresponde que a los trabajadores se les permita ejercer cierta libertad en el modo de realizar sus trabajos y que reciban suficiente información acerca de lo que hacen a fin de entender cómo su trabajo contribuye a un objetivo valioso. Finalmente, una buena empresa se transforma en una suerte de comunidad de trabajo donde las personas colaboran libremente para producir resultados mutuamente satisfactorios. Uno de estos resultados satisfactorios es la amistad y la socialización que se establece a través de la colaboración. Las personas trabajan en asociaciones no sólo porque es eficiente hacerlo (si bien a veces podría no serlo) sino también porque son criaturas sociales. No es natural ni personalmente gratificante que las personas trabajen aisladas. Ciertamente, uno de los beneficios del trabajo organizacional, uno de los bienes directamente disfrutados por los empleados, es la amistad. No toda organización provee el mismo nivel de oportunidades para hacer amistades, y no todos dentro de una organización estarán abiertos a la amistad de la misma manera. Sin embargo, las amistades son importantes y a menudo justifican decisiones para continuar vinculados laboralmente a una empresa, aun cuando, por ejemplo, la remuneración y otras condiciones laborales sean insatisfactorias. Respecto de los empleados, entonces, una buena empresa provee la oportunidad para ganar una justa y satisfactoria remuneración, dedicarse a un bueno trabajo y hacer amistades gratificantes. Los bienes buscados por los dueños y accionistas son menos variados. El principal bien privado que buscan es un retorno sobre su inversión, normalmente en la forma de un dividendo en efectivo o una ganancia en efectivo resultante de la venta de una acción. Desde luego, este dinero es un bien instrumental, no un bien en sí mismo, pero una buena empresa no debe preocuparse por el uso que los inversores hagan de sus ganancias. El objetivo de la buena empresa en este aspecto es meramente crear riqueza para los inversores de forma consistente con las otras obligaciones morales y legales.10 Los inversores, sin embargo, tienen un objetivo adicional pertinente. Tienen la obligación moral de utilizar bien su propiedad, y una buena empresa les da la oportunidad de hacer justamente eso. Esto no equivale a decir que invertir en una empresa es el mejor modo de usar el dinero u otros activos; esta decisión depende de contextos particulares. Lo que queremos decir es que invertir en una buena empresa puede ser un uso moralmente válido de la propiedad, y una buena empresa proveerá consistentemente esa oportunidad porque se dirige a satisfacer necesidades humanas reales. Al proveer dicha oportunidad, proporciona un bien privado para los inversores. El tercer grupo para quienes una buena empresa provee bienes privados son los clientes. Estos bienes privados, ciertamente, son proporcionados por los productos y servicios provistos por las empresas. Hemos observado in extenso que estos productos y servicios deben atender necesidades humanas genuinas, pero esto constituye una suerte de mínimo moral. Ninguna empresa puede ser verdaderamente buena si no satisface este criterio, pero para ser excelente debe hacer aún más. Primero, los productos y servicios de una empresa de excelencia satisfarán las necesidades humanas de forma excepcional. Estarán bien diseñados y bien hechos o ejecutados. Segundo, serán ofrecidas a los clientes a un precio justo y apropiado.11 Esto a menudo significa que las empresas de excelencia buscarán maneras de mejorar la eficiencia y eliminar los residuos. Tercero, las empresas de excelencia ofrecen productos y servicios seguros para sus clientes a usar en circunstancias razonablemente previsibles. Ninguna empresa puede ser responsable por todos los usos incorrectos o abusos de sus productos. Sin embargo, puede, y debe, tomar medidas para limitar los daños que puedan emerger de los abusos previsibles.12 En suma, entonces, una buena empresa debe satisfacer varios criterios porque son varios los bienes propios que debe procurar simultáneamente. Debería tener metas que valgan la pena y establecer condiciones operativas que respeten plenamente la dignidad humana. Debería permitir a los empleados ganarse la vida con un buen trabajo. Debería utilizar los recursos de los dueños y de los accionistas y crear riqueza para ellos. Por último, debe ofrecer efectivamente a los clientes productos y servicios que satisfagan necesidades humanas verdaderas a precios justos. La lista puede parecer desalentadora cuando se la analiza de esta forma, pero un momento de reflexión confirmaría que muchas empresas aspiran de hecho al mismo conjunto de objetivos. Para nuestros propósitos, el punto crucial no es si estos objetivos son difíciles de conseguir o si pocas o muchas empresas triunfan en la búsqueda. El punto crucial es que no se requiere nada más para constituir una empresa moralmente legítima; si una empresa hace estas cosas, su lugar en la sociedad está justificado. La contribución de las empresas al bien común Existe un sofisticado sistema comercial novedosamente surgido en el mundo moderno que permite la creación y distribución de productos y servicios en una escala sin precedentes. Si bien una empresa no necesita hacer una contribución directa al bien común de la comunidad cívica a fin de ser buena y legítima, la empresa como sistema realiza tales contribuciones. El sistema organiza e integra una serie de elementos separados que contribuyen al bien común. Estos elementos incluyen: 1. Una cultura empresarial en la cual las empresas individuales, desde la más pequeña a la más grande, crean un ambiente en el que se comparten ciertos procedimientos y valores a fin de lograr una colaboración e incluso una competencia más efectiva;13 2. Una infraestructura financiera estable sobre la base de sólidas políticas fiscal y monetaria, y la cooperación internacional; 3. Un sistema de leyes y regulaciones atinentes a las operaciones empresariales que sean estables, económicamente sólidas y orientadas al bien común; 4. La efectiva aplicación de la tecnología, especialmente en las áreas de las comunicaciones y el transporte, para facilitar las operaciones de las empresas. No nos ocuparemos aquí de la historia del desarrollo de las empresas modernas. Baste decir que la invención y el desarrollo de la sociedad de responsabilidad limitada hicieron posible la creación de las grandes organizaciones necesarias para muchos productos y servicios modernos.14 Estas organizaciones pudieron sobrevivir a sus fundadores, y el principio de la responsabilidad limitada alentó a los inversores a tomar riesgos. Los éxitos tempranos de estas organizaciones dieron la pauta de las posibilidades (y de los peligros) que tenían por delante. Con el tiempo, nos dimos cuenta de que para explotar el potencial de esta nueva manera de hacer negocios también se requería la cooperación del gobierno para el establecimiento de políticas financieras adecuadas así como leyes y regulaciones sensatas. También era necesario que el gobierno interviniera para disponer el desarrollo y la utilización de las nuevas tecnologías que facilitarían las operaciones de negocios (entre otras cosas), desde los ferrocarriles, las autopistas interestatales y el tráfico aéreo, hasta la internet y las telecomunicaciones modernas. Gran parte del interés del gobierno en el desarrollo del moderno sistema empresarial estuvo motivado, o al menos justificado, en el debate público por la preocupación por el bien común de la comunidad. Cuando funciona bien, el moderno sistema empresarial contribuye a ese bien común principalmente de dos maneras.15 En primer lugar, el sistema empresarial aumenta la capacidad de producir riqueza dentro de la comunidad. En la tradición cristiana, la riqueza no es sólo entendida como dinero sino también como una abundancia de bienes materiales necesarios para una buena vida humana. Crear riqueza es aplicar el trabajo y el ingenio humano a los recursos de la creación a fin de producir los bienes que satisfacen necesidades humanas. Tener abundancia de estos bienes es ser próspero y, en el sentido más importante (porque los seres humanos son criaturas sociales), la prosperidad es una condición buscada para las comunidades y sociedades, y no sólo para los individuos. La capacidad de producción de riqueza de una sociedad, por lo tanto, es su capacidad para generar la abundancia y la prosperidad necesaria para sostener una vida digna para cada uno de sus miembros.16 La empresa realiza esto de dos maneras. En primer lugar, organiza el trabajo humano de forma más efectiva sin necesariamente demandar más tiempo y energía del hombre.17 En segundo lugar, en muchas sociedades, las empresas tienen la tarea de convertir los recursos comunes (sean naturales como el petróleo, o virtuales como el ancho de banda) en productos y servicios útiles.18 Quienes participan de las economías desarrolladas en general reconocen que las empresas realizan esta conversión mejor que el sector público y por ende contribuyen en mayor medida al bien común. Así, en las economías más desarrolladas muchas actividades que alguna vez habían sido dirigidas por un organismo del gobierno están privatizadas. Ahora bien, las empresas no tienen el monopolio, por así decir, de del trabajo humano productivo. La riqueza puede ser creada por cualquier segmento de la sociedad, pero la empresa por su naturaleza se centra en actividades creadoras de riqueza. Las empresas bien administradas, independientemente de su tamaño, al tiempo que aspiran a bienes particulares para sus miembros y clientes, también aumentan la capacidad de la sociedad para crear prosperidad general, que es ciertamente un elemento del bien común. En otras palabras, en nuestra experiencia ninguna sociedad ha logrado alguna vez un nivel significativo de prosperidad sin un sector empresarial sano y robusto. La segunda gran contribución que realiza el sistema empresarial al bien común se relaciona con la primera. La empresa organiza el trabajo y los recursos para generar no sólo más productos y servicios para atender las necesidades materiales de los miembros de la comunidad, sino también productos y servicios mejores y más sofisticados. La responsabilidad social empresaria En 1946, el Congreso de los Estados Unidos modificó el código fiscal permitiendo a las compañías que cotizan en bolsa deducir hasta el 5 por ciento de su ingreso tributable federal para donaciones a la caridad. Desde luego, el Congreso no obligó a las compañías a efectuar donaciones a la caridad, sino que las alentó a hacerlas. Esta legislación se convirtió en un hito en la permanente discusión sobre la responsabilidad social corporativa. En pocas palabras, esta discusión concierne a la cuestión de si las empresas que cotizan en bolsa (sus propietarios y las sociedades deben tener un tratamiento algo diferente) tienen un deber hacia las comunidades en donde operan que va más allá de la obligación de acatar la ley en el ejercicio de sus actividades. Si esto es así, siguen dos preguntas: por qué las empresas tienen ese deber y qué es exactamente lo que dicho deber exige que hagan. Por el contrario, los estudios sobre ética empresarial a lo largo de las últimas décadas han reforzado la convicción de que les cabe a las corporaciones empresarias una responsabilidad social que las obliga a utilizar algunos de sus recursos para atender necesidades de sus comunidades. Estos recursos pueden ser dinero en efectivo, propiedades físicas, o incluso el tiempo y la energía de sus empleados. Normalmente, las necesidades atendidas están fuera del ámbito normal de operaciones de la compañía. Así, las corporaciones realizan contribuciones significativas a las artes o a las entidades de servicio social. Quienes promueven estas acciones señalan que sólo actúan como buenos ciudadanos empresarios devolviendo algo a la sociedad. Podríamos llamar esto la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria. Muchos de quienes se oponen a esta visión insisten en que las empresas corporativas no tienen otras responsabilidades para con la sociedad más allá de obedecer la ley en el desarrollo de sus actividades. Su principal y primordial responsabilidad es para con los accionistas; y esta responsabilidad implica llevar a cabo las actividades de forma tal que se maximice su riqueza. Podemos llamar a esto la visión débil de la responsabilidad social empresaria. Quizá el defensor más conocido de esta visión sea Milton Friedman, el premio Nobel de Economía.19 A lo largo de la última década, incluso también la anterior, a medida que el argumento de la visión fuerte se fue instalando como la opinión más generalizada en las escuelas y centros de negocios, el pensamiento acerca de la naturaleza de la corporación empresarial y su relación con la comunidad también fue cambiando. A menudo la calidad moral de una compañía es evaluada en términos de su compromiso con la responsabilidad social. En la práctica, sin embargo, esto ha creado al menos dos clases de problemas que en ocasiones han sido graves, y que deberían llevarnos a reconsiderar la sabiduría y la sensatez de la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria. La primera clase de problemas es que la naturaleza específica de las contribuciones corporativas a veces se convierte en un obstáculo para una conducción empresarial exitosa. Para algunas compañías ha significado publicidad negativa al ser blanco de la indignación de sus clientes por el apoyo o la oposición a programas sociales controvertidos. Por ejemplo, hace algunos años Berkshire-Hathaway decidió reducir sus donaciones ante la objeción de clientes de una de sus empresas al generoso apoyo de Warren Buffet a actividades de control de la población. En términos más generales, los fondos de inversión socialmente responsables a menudo ocultan los títulos valores al examinar la partida social de la compañía. A medida que estos fondos crezcan cada vez más en montos y cantidad, probablemente se sienta su impacto en las prácticas de beneficencia corporativas. En muchos casos, una contribución aprobada por un fondo causará que otro fondo rechace la inversión. El segundo tipo de problemas es más sutil, pero la magnitud de sus efectos han podido observarse en los dos últimos años. Puede haber un lado oscuro en la filantropía corporativa, como lo ha demostrado el caso Enron. Esta compañía llevaba a cabo un programa muy generoso de filantropía corporativa, y esto tendió a que la gente se mostrara renuente a examinar en detalle las prácticas de negocios de la compañía. Por otra parte, un miembro del comité de auditoría del directorio también era miembro de una facultad de una universidad que era una agradecida beneficiaria de la generosidad de la compañía. En otros casos, las donaciones corporativas han financiado proyectos dirigidos por las esposas de miembros del Congreso u otros funcionarios. Incluso donde existen conflictos de intereses no tan graves, las organizaciones sin fines de lucro y las personas que se benefician de sus servicios pueden ejercer su influencia para apoyar a sus donantes en detrimento de la comunidad en su conjunto (por ejemplo, cuando hay barreras artificiales que impiden a los competidores entrar a un mercado). Un problema relacionado surge cuando tales organizaciones patrocinadas por corporaciones, a través de actividades políticas o intelectuales, buscan debilitar el sistema de mercado en sí mismo, lo que hace más difícil extender la prosperidad a un grupo mayor de beneficiarios. Por estas razones, necesitamos preguntarnos si la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria está fundamentada en una correcta comprensión de la naturaleza de la corporación empresaria y si se trata de una descripción exacta de lo que se espera que sea la responsabilidad social. La relativa novedad de la forma corporativa ha causado que nos preguntemos acerca de su naturaleza. La ley, por ejemplo, la considera para algunos propósitos como si fuera una persona, y para otros propósitos como si fuera un objeto susceptible de propiedad (mientras que al mismo tiempo insiste en que las “personas” no pueden ser poseídas). Incluso en otros contextos, la ley considera a las corporaciones no tanto cosas sino redes de relaciones contractuales. Sin embargo, en cada una de estos casos el principio rector detrás del concepto legal pertinente de la corporación no se basa en alguna conclusión acerca de la naturaleza de la corporación sino en un problema que la ley desea resolver. Al tratar a la corporación como si fuera una persona, un objeto pasible de propiedad o una red de contratos permite a los tribunales resolver el problema de forma práctica, pero no deberíamos confundirnos y pensar que lo que la ley nos ha dicho es lo que verdaderamente es una corporación. Los especialistas en ética, economía y ciencias sociales, cada uno distingue una pieza importante del todo, concerniente a sus propias disciplinas, sin necesariamente describir con exactitud la totalidad. Por ende, para los eticistas, la corporación es (o tal vez no) un agente moral; para los economistas, es un conjunto de relaciones diseñadas para optimizar la eficiencia; y para los cientistas sociales es una institución social con su propia cultura, con similitudes y diferencias respecto de las familias y las sociedades civiles. Como hemos señalado, las corporaciones empresarias contribuyen a mejorar el bien común al proveer buen empleo, producir bienes y servicios necesarios y crear riqueza. Su potencial para hacer esto es tan grande que de hecho la prosperidad de una sociedad moderna puede estar directamente relacionada con la presencia en la sociedad de este tipo de estructura corporativa. En principio, por lo tanto, la comunidad permite y protege esta forma de asociación dado que cuando funciona correctamente realiza una contribución particularmente importante al bien común. Además, la comunidad retiene el derecho a regular la actividad de las corporaciones a fin de asegurar en la medida de lo posible que funcionen apropiadamente y realicen tal contribución. Por lo tanto, por su misma naturaleza las corporaciones empresarias sirven al bien común cuando funcionan como deberían. No son concesiones hechas a regañadientes por la sociedad a la codicia de ejecutivos e inversores. En consecuencia, la responsabilidad social primaria de una corporación empresaria es de hecho contribuir al bien común. Cuenta con una estructura especialísima para ello. No necesita justificar su existencia sobre la base de que atiende grandes injusticias sociales o realiza obras de caridad en general. Sin embargo, a veces el razonamiento ofrecido por la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria implica que producir beneficios económicos no es suficiente; las corporaciones empresarias deben hacer más. Por ejemplo, insistir en que las empresas deben “devolver algo a la comunidad” sugiere tanto que no están contribuyendo adecuadamente al bien común a través de su actividad normal (que incluye el pago de impuestos) como que sus operaciones le quitan injustamente algo a la comunidad. Ninguna de estas sugerencias resiste un mayor análisis. Cuando se crean las corporaciones empresarias, la comunidad no les ofrece nada. Por el contrario, a fin de procurar los beneficios económicos ofrecidos por la estructura corporativa, la comunidad entrega algo a cambio. Ofrece reconocer a la corporación como una entidad estable, duradera y limitar la responsabilidad civil de sus miembros (por ej. sus empleados e inversores). Cualquier medición objetiva del impacto de la estructura corporativa sobre las comunidades concluiría en que éstas sacrifican poco y ganan mucho. (Ciertamente, uno también podría preguntarse con justicia si el compromiso que asume la comunidad al sacrificar ingresos fiscales a fin de mantener a corporaciones sin fines de lucro crea beneficios proporcionales para el bien común). Esto no quiere decir que las corporaciones empresarias carezcan de responsabilidad social más allá de llevar a cabo sus actividades en el marco de la ley. Mientras la visión fuerte de la responsabilidad social empresaria exige demasiado, la visión débil (que las corporaciones sólo necesitan obedecer la ley) pretende demasiado poco. La ley por su propia naturaleza es reactiva; las leyes y las regulaciones son sancionadas para prevenir daños que hemos experimentado en el pasado y que no vuelvan a ocurrir de nuevo. Raramente, si es que alguna vez sucede, impiden daños que nunca hemos experimentado y ofrecen protección proactiva. En consecuencia, la ley constituye el conjunto mínimo de requerimientos para una conducta éticamente sólida para individuos y organizaciones. (El hecho de que a veces consideremos que las leyes o las regulaciones se tornan demasiado detalladas en sus prescripciones es un asunto diferente).20 En otras palabras, las corporaciones, al igual que las personas moralmente rectas, tienen responsabilidades que no son adecuadamente descriptas por las leyes y las regulaciones. Estas genuinas responsabilidades sociales corporativas conciernen tanto a lo que deberían hacer como a lo que deberían evitar hacer. Desde el ángulo positivo, las corporaciones tienen el deber de tratar a sus principales grupos vinculados de la forma más equitativa posible. Deberían también estar dispuestas a atender necesidades insatisfechas en sus ámbitos de acción y que podrían no ser demasiado rentables. Por ejemplo, los almacenes mayoristas y los minoristas podrían colaborar de alguna forma a que nadie dentro de la comunidad sufriera hambre, las empresas constructoras podrían explorar sistemas de construcción de viviendas accesibles, y las compañías farmacéuticas podrían proponer asociaciones creativas y efectivas con el gobierno para abaratar los medicamentos. Respecto de lo que deberían evitar, las corporaciones empresarias tienen la responsabilidad de no causar daños a la comunidad (por ejemplo, la contaminación), aun cuando estos daños no se hallen prohibidos por la ley. Asimismo tienen el deber de no explotar a sus empleados o manipular a sus clientes, independientemente de si los tipos específicos de explotación y manipulación están sujetos a regulación. También tienen el deber de no utilizar su poder económico y político para asegurarse que la legislación les sea injustamente favorable (tal como barreras artificiales al ingreso de competidores en el mercado). Estos ejemplos no agotan las posibles responsabilidades de las corporaciones empresarias para con sus comunidades, pero ilustran la dirección en la que cabe orientarlas. Tampoco estos límites significan que las corporaciones empresarias no deberían donar dinero u otros activos a la comunidad. Son libres de efectuar las donaciones que deseen y elegir cuáles necesidades atender. La clave, por supuesto, es la diferencia entre obligación y libertad. Lo que no es necesario sigue siendo permitido. En el caso de las corporaciones empresarias, las donaciones pueden realizarse siempre que no menoscaben las actividades legítimas de la empresa, que no causen perjuicio a sus empleados y clientes, y los accionistas presten su consentimiento. La filantropía corporativa ha logrado mucho. No cabe duda de que debe continuar vigorosamente, aunque no a expensas de las más fundamentales e importantes responsabilidades sociales de una compañía: crear riqueza, proporcionar buenos empleos, y ofrecer productos y servicios que satisfagan verdaderas necesidades humanas. Estos son los principales objetivos de las empresas como asociaciones especializadas, y es aquí, en estas áreas en las que reconocemos el enorme bien que hacen las empresas. Notes 1. Podemos hablar sobre buenas empresas de diferentes maneras: cuando decimos que una empresa redituable es una buena empresa o una compañía bien administrada es una buena empresa. En la discusión que nos interesa, no obstante, queremos decir buena en el sentido más profundo. Una buena empresa es aquella cuyas actividades atienden verdaderamente a las necesidades humanas en todos los aspectos importantes. 2. Algunas empresas generan productos y servicios que satisfacen inmediatamente las necesidades de usuarios o consumidores finales. Otras producen materias primas o servicios de apoyo que hacen posible que el primer tipo de empresas pueda satisfacer necesidades humanas genuinas. 3. Recordemos que una necesidad se define como algo que genuinamente contribuye a la realización humana. A menudo queremos cosas que no es apropiado que tengamos, y las empresas a veces pueden aprovecharse de la voluntad de los clientes de pagar por productos o servicios que, en definitiva, les causan un perjuicio. 4. Una metáfora adecuada sería “dorar un lirio”. Algunos productos o servicios podrían ser lujosos en el sentido de que sólo algunas personas pueden costearlos. En otro sentido, las cosas pueden ser lujosas cuando no tienen otro valor agregado más que su supuesto status; por ejemplo, la vestimenta que se diferencia únicamente por la marca y no por el diseño o la duración, bien podría caer en esta categoría. 5. Podría discutirse largamente el status de los accionistas, pero dejaremos esta cuestión de lado. La distinción importante aquí es que los empleados participan en la empresa a través de la contribución de su trabajo, mientras que los dueños y accionistas aportan propiedades o dinero. Nuestra discusión no se ve afectada por el hecho de que los empleados puedan ser también dueños porque, en tal caso, estarán buscando no uno sino dos conjuntos de bienes privados a través de su participación. 6. En la tradición social católica esta equitativa participación en los ingresos de la empresa no debe ser menor al mínimo efectivo requerido para vivir una vida decente en la comunidad local. Esto incluiría ingresos suficientes para proveer un estándar razonable de vida para la familia del empleado: vivienda, vestimenta, comida, seguro médico, educación, etcétera. La tradición subraya que este nivel de ingresos pertenece al trabajador por derecho propio. También señala, sin embargo, que este derecho se actualiza a través de la labor de aquellos capaces para trabajar. Los administradores de una empresa, por su parte, tienen el deber de pagar un salario justo, pero también el deber de estructurar el trabajo de forma tal que la contribución hecha por el trabajador promedio justifique el salario que necesita. 7. Véase papa Juan Pablo II, Laborem exercens (“Sobre el trabajo humano”), especialmente el párrafo 9: “El trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad–, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace más hombre»”.Una buena empresa hace posible que sus empleados puedan hacer precisamente esto. 8. Los padres saben que en el cuidado de niños pequeños hay muchas tareas que, a pesar de resultar poco placenteras, pueden considerarse un buen trabajo debido al propósito que sirven. 9. Juan Pablo nos recuerda que “la finalidad del trabajo, de cualquier trabajo realizado por el hombre… es siempre el hombre mismo” (Laborem exercens, n. 6). 10. Dejaremos de lado la discusión acerca de si una empresa debería buscar maximizar la riqueza de los accionistas. Baste decir que si esto se entiende en el sentido de que una buena empresa debe dar prioridad a la creación de riqueza para los accionistas por sobre los otros bienes que apropiadamente busque, una buena empresa no puede tener entonces como objetivo la maximización. Otros bienes, como la seguridad de los empleados o la preservación de los puestos de trabajo, pueden a veces merecer mayor prioridad. Por el contrario, si una empresa busca crear tanta riqueza como sea compatible con sus obligaciones y los otros bienes que busca, la maximización es un objetivo apropiado. 11. Existe una considerable bibliografía sobre el tema del justo precio (Véase, por ejemplo, James Gordley, “Equality in Exchange”. California Law Review 69 [1981]: 15871656). En principio, un precio justo está determinado por un mercado que funciona correctamente. Una buena compañía no se vale de deficiencias del mercado o técnicas deliberadas para imponer un precio abusivo a sus clientes. 12. Por ejemplo, los fabricantes de armas de fuego deberían seguir buscando formas de disminuir la posibilidad de daños causados por el uso incorrecto de las armas. Estos medios podrían incluir mejores mecanismos de seguridad, un entrenamiento más intensivo, etcétera. 13. A pesar de algunas excepciones particularísimas, en las relaciones empresarias contemporáneas las operaciones son facilitadas por una cultura en la cual se presumen ciertas actitudes y prácticas. Estas incluyen el respeto por los mecanismos de mercado, una actitud de servicio y compromisos en la práctica sobre la transparencia y el mantenimiento de una buena reputación, honrar las promesas, etcétera. A modo de ilustración, cuando los países comunistas trabajaban para reingresar al mercado global durante la década de los ‘90, una de las cosas que con mayor empeño querían aprender de Occidente los empresarios era el conjunto de hábitos requeridos para competir y ser tomados en serio. 14. Muchas de las bases de la vida moderna serían imposibles sin grandes organizaciones empresarias. Desde los ferrocarriles, los automóviles y los aviones, hasta las telecomunicaciones, las computadoras y la medicina moderna, mucho de lo que damos por sentado no puede ser producido enteramente por pequeñas compañías. La sociedad de responsabilidad limitada llevó a la práctica el ensamblaje de los recursos financieros para estas grandes empresas. 15. Como cualquier herramienta poderosa, este sistema puede estar sujeto a abusos y volverse en contra del bien común. Este hecho no debería ser ignorado, pero tampoco deberíamos considerar a la empresa el enemigo natural de la sociedad y soslayar el bien real que es capaz de realizar. 16. Se podría argumentar que esta abundancia de bienes es imposible de alcanzar porque los deseos humanos son ilimitados; no bien un deseo es satisfecho, puede surgir otro. Sin embargo, una verdadera vida buena para un individuo no implica la satisfacción de cada deseo sino la satisfacción razonable de los deseos de una persona virtuosa. Los deseos humanos más profundos, los que son propiamente ilimitados, son espirituales e intelectuales, no materiales. Por ende, sigue siendo posible en principio generar una abundancia de bienes. El hecho de que incluso sociedades “ricas” fracasen en esta tarea, podría decirnos más acerca de la razonabilidad de sus deseos que de la capacidad de la sociedad de crear prosperidad. Asimismo, en la práctica, los bienes ilimitados vendrían a requerir una labor productiva ilimitada. Si bien una vida buena requiere un buen trabajo, también requiere de ocio bien entendido. Por consiguiente, en una sociedad próspera los bienes materiales están disponibles en abundancia, en consecuencia hacen posible una vida buena, pero también los deseos son atemperados por la virtud, y por este motivo los bienes ilimitados devienen innecesarios. 17. No hace falta decirlo: las empresas no son inmunes a la desorganización y a la ineficiencia que se encuentran en otros sectores. Sin embargo, los incentivos para enfrentar estos problemas se encuentran mucho más presentes en ambientes empresariales que en la mayoría de las organizaciones sin fines de lucro o gubernamentales. Muy pocas personas, si es que hay alguna, recomiendan que las empresas busquen en las agencias gubernamentales o las universidades modelos de eficiencia y eficacia. 18. Esto es, las sociedades de alguna manera conceden a las empresas el derecho a extraer o explotar un recurso de propiedad común de la comunidad. La sociedad puede así beneficiarse tanto de un canon pagado para adquirir los derechos como de la conversión relativamente eficiente del recurso en algo que contribuya al bienestar humano. 19. Friedman escribió un artículo en el New York Times Magazine (30 de septiembre de 1970) en el cual sostenía que las corporaciones empresarias sirven mejor a sus sociedades cuando aumentan su rentabilidad. Los ejecutivos de las corporaciones, decía, no tienen garantía para utilizar los activos de la compañía para fines caritativos. Hacerlo constituiría, a su criterio, un impuesto indebido sobre los accionistas porque sería usar su dinero para fines públicos a los que no están legalmente obligados ni han prestado su consentimiento para ello. El argumento de Friedman en este artículo se interpreta a veces en el sentido de que las empresas no tienen obligaciones más allá de las que asuman voluntariamente y de las que les son impuestas por ley. De hecho, en este mismo artículo, reconoce que las empresas se encuentran también obligadas por las “reglas básicas de la sociedad… expresadas en la costumbre ética”. 20. Existe el peligro de una sobrerreacción legal, por ejemplo, cuando un verdadero delito (tal como en el caso de Enron, entre otros) suscita una legislación regulatoria excesivamente gravosa que, si bien con buenas intenciones, no sirve tanto para alentar la conducta moral y hace más difícil la realización de los fines legítimos de las empresas. ***** Referencias Documentos de la Iglesia Compendium of the Social Doctrine of the Church. Vatican City: Libreria Editrice Vaticana, 2004. Papa Pío XI. Encíclica Quadragesimo anno. 1931. Papa Juan XXIII. Encíclica Mater et magistra. 1961. Papa Juan Pablo II. Encíclica Centesimus annus. 1991. Papa Juan Pablo II. Exhortación apostólica The Vocation and Mission of the Lay Faithful (Christifideles laici). 1988. Papa Juan Pablo II. Encíclica Sollicitudo rei socialis. 1987. 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Es profesor visitante de la Escuela de Negocios, donde se desempeñó como rector de la facultad durante los años 2004 y 2005. Obtuvo su Ph.D. en estudios medievales con orientación en filosofía y teología de la Universidad de Notre Dame, y también posee títulos de maestría en crítica bíblica y administración de empresas. Es autor de alrededor de doscientos ensayos, críticas de libros y artículos sobre diversos temas, tales como responsabilidad social empresaria, profesionalismo, espiritualidad en el lugar de trabajo, creación de riqueza, inversiones éticas y otros asuntos relacionados con la cultura y la vida pública. ActonInstitute Con su compromiso de mantener una sociedad libre y virtuosa, el Instituto Acton para el Estudio de la Religión y la Libertad es una voz destacada en el debate sobre política internacional ambiental y social. Con oficinas en Grand Rapids, Michigan, y en Roma, Italia, así como filiales en cuatro países de todo el mundo, el Instituto Acton tiene una posición única para comentar sobre los sólidos cimientos económicos y morales necesarios para sostener humanas las políticas ambientales y sociales. El Instituto Acton es una organización no lucrativa, ecuménico de reflexión trabajando a nivel internacional para "promover una sociedad libre y virtuosa caracterizada por la libertad individual y sostenida por principios religiosos." Para más información sobre el Instituto Acton, por favor visite www.acton.org. *****