720 ALEJANDRA LAERA. El tiempo vacío de la ficción

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RESEÑAS
ALEJANDRA LAERA. El tiempo vacío de la ficción: las novelas argentinas de Eduardo
Gutiérrez y Eugenio Cambaceres. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica,
2004.
Durante casi medio siglo, el sector más influyente de la crítica literaria argentina
siguió con mayor o menor cercanía los parámetros fundamentales que establecieron
algunas figuras de Contorno y los intelectuales que, desde fines de los años sesenta,
aprendieron a leer con ellos los textos del corpus nacional. Con una intensidad que
reconoce pocos paralelos en otros espacios culturales de habla española, la producción de
David Viñas, Noé Jitrik o Adolfo Prieto, primero, y de Beatriz Sarlo y Josefina Ludmer,
después –para sólo mencionar algunos nombres de un campo tan amplio como sólido–
impuso una serie de perspectivas sobre los modos de pensar la literatura argentina que ha
dejado una marca crucial en la historia cultural del país. Los críticos universitarios más
importantes que empezaron a producir desde mediados de la década de 1980 –alumnos,
en muchos casos, de estas figuras– asimilaron todavía el peso de ese legado. En sus textos
se nota frecuentemente un modo de reconocimiento hacia estos intelectuales “faro” que
pasa menos por un diálogo a contrapelo de sus obras que por la adopción de muchos de
sus postulados; de hecho, fuera de cuestionamientos puntuales, pocas veces los
investigadores jóvenes han intentado ensayar reinterpretaciones radicales destinadas a
desplazar sus ideas sobre determinados períodos, autores o textos.
En su riguroso y exhaustivo trabajo sobre la emergencia de las novelas argentinas de
Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres en el contexto de la década de 1880, Alejandra
Laera viene a cambiar el sentido de esa relación. Más allá de las reducciones generalizadoras
que comenzaron a forjarse precisamente en la misma década del 80, y que fueron
retomadas sin cuestionamiento sustancial por críticos posteriores (cuyos proyectos tenían,
sin embargo, bases epistemológicas e ideológicas notoriamente distintas a las sustentadas
por los letrados del entresiglo), El tiempo vacío de la ficción se propone reevaluar un
conjunto de ideas largamente asentadas sobre el corpus literario del período: entre ellas,
“Generación del 80” como rótulo para designar a una elite que en apariencia compartía un
mismo proyecto político y cultural, “gentlemen-escritores” como fórmula para definir la
relación social de esos hombres con las instituciones y las letras, “fragmentarismo” como
modo de describir el carácter de sus intervenciones escriturarias. Varias operaciones
críticas le permitieron a Laera articular un conjunto de hipótesis renovadoras en este
sentido: de modo crucial, la estratégica decisión de ir más allá de la consideración de las
obras canónicas de Gutiérrez y Cambaceres (sobre todo Juan Moreira y En la sangre)
como paradigmas generalizables de su ficción, dando cuenta de la enorme diversidad de
sus textos más allá de cualquier teleologismo o simplificación estructural; dejar de lado,
en segundo término, los supuestos letrados que subrayaban una distancia irreparable entre
una producción cultural “alta” y otra “popular” en el 80, trabajando por el contrario zonas
de contacto y cruce; y por último, considerar la misma materialidad de las novelas como
instancia fundamental en la producción de su sentido, abandonando de este modo la
ilusión universalizante que promueve la consideración de las obras en la autonomía de su
instancia discursiva.
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En la primera parte del libro –“La constitución del género”–, Laera demuestra que
una lectura detallada de la producción de Gutiérrez y Cambaceres permite cuestionar
precisamente la idea de que la producción del 80 se caracteriza por una alianza excluyente
entre la actividad estatal y las letras. Un estudio de la autorrepresentación de los escritores,
de su recepción crítica inmediata, y de sus relaciones con la prensa periódica sugiere, en
efecto, que la conexión con el mercado cultural representó una instancia decisiva en la
temprana emergencia del profesional de las letras, desvinculado del aparato oficial. Laera
subraya que Gutiérrez y Cambaceres establecen un diálogo polémico con el campo cultural
de la década del 80 al renunciar a cualquier actividad pública en la esfera del Estado, y es
precisamente ese gesto de autonomización del grupo social de pertenencia lo que lleva a
estos novelistas a invertir su tiempo en la escritura y, en particular, a dedicarse a la
producción de novelas (no de textos fragmentarios) como actividad definitiva. Así, es la
emergencia de una producción novelística a partir de ciertas condiciones de posibilidad
que afectan tanto a Cambaceres como a Gutiérrez –la proliferación de periódicos, la
aparición de la figura más moderna del editor y el aumento del público en el incipiente
mercado de bienes culturales–, lo que altera toda perspectiva sobre el período: de hecho,
Gutiérrez y Cambaceres no sólo no ocupan polos opuestos de un sistema de producción
cultural, sino que sus intervenciones tienen en común el hecho de haber asumido una
posición liminar respecto de los parámetros definidos por otros miembros de su grupo
social en cuanto a las formas supuestamente legítimas de producción, circulación o
consumo cultural. Según Laera, por su activa posición frente al mercado de bienes
culturales, “la posición de gentleman [...] se pone en suspenso o debe ser reconfigurada
para construir la nueva posición”: la de novelista (49).
Al estudiar las novelas de Gutiérrez, Laera pone precisamente en evidencia el
complejo escenario que supuso la constitución del género popular en el interior de la
prensa como administradora de bienes culturales. Analizando la ficción de Gutiérrez como
resultado de un proceso donde se van redimensionando las relaciones entre escritura,
narración y edición en el marco del periódico –del fait-divers al folletín–, Laera lee el
recorrido que lleva de Antonio Larrea hasta Hormiga Negra como una trayectoria cuyo
punto de partida es la estrecha vinculación de la ficción con el archivo policial y la noticia
periodística, y cuya culminación está representada por la parcial autonomización de la
escritura folletinesca de las constricciones impuestas por la publicación seriada. Por otro
lado, en un intento de quebrar la mirada “antimaterialista” de quienes pasan por alto la
pertinencia del soporte editorial como generador de sentidos, Laera estudia cómo el texto
de la novela publicado en el periódico cambia cuando pasa al formato libro. El análisis de
las alteraciones a nivel narrativo y estilístico introducidas por Gutiérrez en el momento de
reimprimir sus obras –entre ellas, la supresión de las estrategias publicitarias que aparecen
en el texto de la novela cuando éste se publica en el diario– es un claro ejemplo de la
incidencia del horizonte de recepción y el peso del mercado en la constitución de la ficción.
En su estudio de las novelas de Cambaceres, por su parte, El tiempo vacío de la ficción
destaca, entre otras hipótesis, el lugar que juega la consolidación de la crítica en la
definición de la “novela moderna de la alta cultura”. Al analizar los debates sobre el
naturalismo que precedieron y acompañaron la aparición de las novelas de Cambaceres,
Laera subraya la centralidad de la crítica como instancia de regulación y jerarquización de
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textos y, en especial, su rol inicial en la definición de los rasgos canónicos de una “novela
nacional”. En particular, Laera trabaja el papel que jugó Martín García Mérou en la
incipiente autonomización del campo crítico desde la prensa, cuando a partir de la
publicación de Sin rumbo (1885) clausuró las perspectivas referenciales, retóricas y
moralistas que habían dominado los comentarios de otros intelectuales de su grupo social
sobre la ficción de Cambaceres, y pasó a reclamar desde una posición independiente el
surgimiento de una novela argentina basada en la representación “realista” de temas y
lenguaje (la cuestión del verosímil aplicado a lo rural y al uso de un vocabulario
particularmente “porteño”). En una dimensión más amplia, Laera muestra también en este
capítulo cómo con el ingreso de la polémica crítica a la prensa –que con el tiempo pasa del
debate intelectual a los avisos publicitarios y a los adelantos de novedades literarias (todos
elementos que juegan como estrategias de captación de público)–, la ficción de Cambaceres
entra en la lógica propia de lo periodístico y revierte sobre el funcionamiento del mercado.
Pero si la primera parte de El tiempo vacío de la ficción presenta una lectura de
Cambaceres y Gutiérrez que fuerza a cambiar los términos con que la crítica literaria
argentina leyó el período a lo largo del siglo XX, la segunda parte del libro –“La
constitución de la ficción”– cuestiona algunas soluciones sobre la relación entre nación
y narración que se desarrollaron desde la década de 1980, particularmente fuera de la
Argentina. Así, en su análisis de las novelas de Cambaceres, Laera demuestra, por
ejemplo, que la idea de “ficciones fundacionales” –propuesta por Doris Sommer para los
romances latinoamericanos de la segunda parte del siglo XIX y comienzos del XX–, no
permite leer importantes áreas de la producción narrativa que niegan precisamente la
alianza alegórica entre Eros y Polis como modelo de identidad nacional. Las novelas de
Cambaceres y Gutiérrez no presentan, de hecho, paradigmas cohesivos de nación en el
momento de consolidación del Estado. En efecto, en lugar de matrimonios que proyectan,
a través de la economía de la reproducción, la productividad de la nación en términos
sexuales, étnicos o sociales, las ficciones de Cambaceres presentan parejas en crisis cuyos
hijos mueren o nunca llegan a nacer. Sus retratos anómalos o monstruosos de los miembros
de la elite señalan también un claro intento de desestabilización de toda narrativa
tranquilizadora de identidad. Para Laera todas las novelas de Cambaceres “están recorridas
por dos postulados [...] configurados narrativamente: la alianza no garantiza el vínculo
(ficción estatal de la identidad) y la sangre no puede leerse en el cuerpo (ficción científica
del reconocimiento)” (266).
En Gutiérrez, por su parte, la idea de la familia tampoco opera de acuerdo al modelo
fundacional de Sommer; de hecho, las novelas populares con gauchos comienzan
precisamente cuando es imposible mantener lazos familiares porque el protagonista cae
por la pendiente del crimen, y se cierran en el momento en que se espera poder recuperar
lo que Laera describe como “la integración igualitaria en la sociedad, por la vía del
paternalismo del Estado, y el retorno a la interioridad de la vida privada, a través del
reformismo” (324). Ficciones liminares más que fundacionales, las novelas del 80
inscriben en sus tramas los problemas y las fracturas que otros géneros pasan por alto: los
espacios simbólicos problemáticos e irreductibles que los discursos oficiales del Estado
y la ciencia positiva quieren legislar y normalizar. “La novela ya no es –concluye
Laera–, como alguna vez se quiso, el equivalente alegórico y totalizador de la nación y sus
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identidades, sino que opera sobre los restos y los huecos que el Estado modernizador de
los años ochenta practica en la reconfiguración de lo nacional” (23).
Todo este análisis lleva, eventualmente, a una complejización radical de la cuestión
de las relaciones entre cultura y nación, tal como las formuló Benedict Anderson. Si bien
Laera no se explaya sobre el planteo de Anderson, su estudio tiene importantes consecuencias
para la reevaluación del alcance y la pertinencia misma de una noción como “comunidades
imaginarias” (ejemplificada por Anderson precisamente a partir de otra novela
latinoamericana que pone en escena la cuestión del consumo cultural por el mercado: El
Periquillo Sarniento) para el caso argentino. Porque si los textos de Cambaceres y
Gutiérrez son dos espacios privilegiados para entender la constitución de la idea de nación
como producto de la lectura colectiva y anónima de novelas y periódicos –como parte esa
experiencia de “simultaneidad” que genera el desarrollo del capitalismo impreso–, Laera
demuestra que los mismos contenidos de esas novelas parecen operar en una dirección
opuesta a la construcción de un posible relato de cohesión social en el preciso momento
de la constitución del Estado, y por lo tanto trabajan a contrapelo de la producción de esa
horizontalidad homogénea impulsada por el consumo masivo de la letra. Las implicaciones
de este planteo son cruciales desde un punto de vista histórico: de hecho, su señalamiento
quizás constituya uno de los desafíos más sugerentes que propone El tiempo vacío de la
ficción a futuros proyectos sobre las dimensiones políticas y sociales del campo cultural
argentino en el fin de siglo.
A través hipótesis renovadoras derivadas de cuidadosas exploraciones de archivo y
reconsideraciones teóricas, Alejandra Laera introduce así una forma nueva de mirar la
crítica y de hacer crítica: propone salir de una serie estable y tranquilizadora de lecturas
consagradas para reevaluar desde otro ángulo una producción cultural sometida durante
mucho tiempo a recurrentes coordenadas interpretativas. Por la centralidad de su gesto
hacia el campo intelectual, El tiempo vacío de la ficción aparece hoy como un texto
imprescindible para cualquier intento de abordar la producción del 80 fuera de categorías
heredadas y decantados presupuestos de lectura; se convierte, por eso, en un libro de
referencia que invita a escribir otra crítica desde otros materiales y otros conceptos.
Wesleyan University
FERNANDO DEGIOVANNI
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