la penitencia, virtud de la culpabilidad cristiana

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JACQUES-M. POHIER, O.P.
LA PENITENCIA, VIRTUD DE LA CULPABILIDAD
CRISTIANA
La pénitence, vertu de la culpabilité chrétienne, Supplément de La Vie Spirituelle, 15
(1962) 330-384 1
La insistencia de la pastoral moderna sobre la vida teologal lleva a relegar todo lo que
no proceda de esta vida y no desemboque en ella. En este sentido, es cuestionada la
comprensión tradicional de la virtud de la penitencia.
Planteamiento del problema
Se enuncia, a veces, un falso dilema entre una penitencia muy poco centrada en la vida
teologal y una vida teologal que cree poder prescindir de la penitencia. Otras veces se
dice simplemente que las tareas asignadas tradicionalmente a la penitencia (satisfacción
por el pecado, temor del mismo, etc) no parecen convenir a la condición del hombre que
goza ya de la vida nueva de Cristo resucitado. Por su parte, la psicología moderna estudiando los sentimientos patológicos de culpabilidad- exige la búsqueda de una
comprensión cristiana del pecado y de la penitencia que deslinde inequívocamente la
realidad de fe de unos factores psicológicos, tal vez muy cuestionables.
Ahora bien, si se muestra que la penitencia es condición ineludible no sólo para la
propia realización de la persona, sino también para la pervivencia y desarrollo de la
misma vida teologal, el ignorarla -como se hace en el dilema enunciado- seria arruinar
las actitudes cristianas más fundamentales de la fe, esperanza y caridad, que la pastoral
moderna quería precisamente salvaguardar.
Hay que reconocer, por otro lado, que la falta de una teología actual sobre la penitencia
tiene sus explicaciones. El miedo a descomponer la vida cristiana en realidades
específicamente distintas (que pueden fomentar actitudes de contabilidad casuística) ha
frenado una búsqueda seria de lo específico de la penitencia y de sus tareas. Y como,
además, el sentido de la penitencia depende del que se tenga del pecado, y éste se halla
hoy por hoy como en exploración 2 , no es de extrañar un determinado eclipse en la
teología de la penitencia.
Pero la necesidad de examinar la virtud de la penitencia en su especificidad -brotando
precisamente de la misma vida teologal- sigue siendo tarea ineludible de la teología. Y
no sólo por fidelidad a la Tradición cristiana, sino como exigencia del mismo hombre
contemporáneo. Ya que si en algo están de acuerdo las diferentes ciencias modernas biológicas, psicológicas o socia les- es en hablar del comportamiento humano en
términos de estructuras, dinamismos y esquemas operativos, derivados de acciones
pretéritas y que determinan el comportamiento futuro. Ahora bien, es precisamente en la
más genuina Tradición católica donde se nos habla de la virtud como dinamismo
operacional, brotado de la estructura del habitus. Ésta es la idea, por ejemplo, de Tomás
de Aquino, cuya Summa se orienta -en su segunda parte- a iluminar el conjunto de las
estructuras y dinamismos exigidos por la condición humana (en su unidad y diversidad)
de quien ha de vivir la vida de gracia.
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Los objetivos, pues, de una teología de la virtud de la penitencia pueden resumirse así:
en primer lugar, mostrar -a partir de la misma vida teologal- aquellos dinamismos y
estructuras que exigen la penitencia como virtud especifica; describir luego -desde lo
anterior- algunas de sus tareas, proclamadas como tales por la misma Tradición; y
finalmente, situar su originalidad en relación con la experiencia psicológica de la
culpabilidad, particularmente en sus formas patológicas.
LA PENITENCIA COMO VIRTUD ESPECÍFICA
Las virtudes teologales como principio estructural
No hay virtud cristiana que no tenga su principio estructural y su fuente dinámica en las
virtudes teologales. Y esto es particularmente claro tratándose de la penitencia, virtud
que se relaciona con el pecado del hombre, objeto de la justificación cuya realidad se
actualiza en nosotros por la fe, la esperanza y la caridad.
Hay que advertir, ante todo, la diferencia que se da entre la experiencia humana de
haber fallado en algo (hamartía, en griego, y hêt, en hebreo, tienen un significado
prerreligioso de "errar el blanco"), con sus ulteriores derivaciones psicológicas de
vergüenza o conciencia de mancha -como signo del sentirse responsable de una culpa-,
y la conciencia cristiana del pecado. Aunque ésta, en efecto, tenga manifestaciones que
son comunes a las del sentimiento de "deficiencia" moral, sin embargo, se distingue
radicalmente de éste, ya que hace referencia explícita a Dios, en cuanto reconoce el
pecado como aversio a Deo (según la tradición latina). Así pues, el pecado es sólo
comprensible a la luz de la fe, siendo en sí mismo un misterio. Misterio, por lo demás,
que nos ha sido precisamente revelado al manifestársenos la gracia divina. Si la
adopción de hijos sólo puede ser conocida por la Palabra de Dios, también sólo por ella
puede confesar el hombre su pecado, por el que compromete su relación de amor para
con Dios, al oponerse a su designio amoroso.
Sólo la fe, esta misma fe en la salvación y misericordia de Dios, hace que nos
confesemos pecadores. De ahí que este reconocimiento del propio pecado sea el primer
efecto de la justificación y el primer tiempo de la conversión. La primera palabra de la
predicación cristiana es una llamada a la penitencia. Como virtud, la penitencia es
confesarse pecador; como sacramento, confesar los pecados.
Pero la fe, como revelación de la justificación y del pecado, es un hacernos
experimentar las cosas como son para Dios. Al revelársenos que somos hechos
participes del amor de Dios, se nos revela el pecado como "odio" (es decir, como
oposición al amor) de Dios. El confesarse pecador es, pues, un hacer nuestro el
sufrimiento de Dios ante el pecado: es un romper con la falta de amor, siendo
introducidos en el amor de Dios. La caridad, que se hace detestatio del pecado, aporta a
la penitencia su momento estructural más dinámico, el del dolor como reacción cristiana
ante el pecado.
Conociendo por la fe y experimentando por la caridad quién es Dios y lo que el pecado
significa para Él, por la penitencia brota en nosotros la esperanza en el perdón de Dios,
que tanto nos ama. La llamada al abandono de nosotros mismos en Dios salvador es,
pues, también inseparable del anuncio de la Buena Nueva, como llamada a la
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conversión. Y es un momento esencial tanto de la penitencia-virtud como de la
penitencia-sacramento.
La penitencia y el dinamismo de la libertad
Supuesto lo anterior, cabe preguntarse: ¿es la penitencia una virtud específica (que deba
estructurar un dinamismo específico en vistas a unas especificas tareas) o no es más que
el rico desarrollo de las virtudes teologales - infundidas por el mismo Dios que justificaante la experiencia del pecado? Es decir: la justificación, ¿transforma directa e
inmediatamente toda la realidad pecadora, sin dejar lugar a tarea ulterior alguna, o
exige, más bien, un quehacer especifico en orden a estructurar el dinamismo del
creyente en el ámbito de esta misma justificación?
Para responder a esta cuestión es preciso obligarnos a mantener una tensión dialéctica
que no puede disimularse con fáciles componendas unilaterales. Hay que afirmar, así,
simultáneamente, el carácter radicalmente absoluto de la justificación -en cuanto que
sólo puede ser obra de Dios- y la permanencia de la libertad del hombre tanto al ser
justificado como después de ello. Ya que la acción de Dios se revela en su grandeza
inefable respetando al hombre como hombre: por este respeto a su creatura, Dios realiza
en el hombre lo que éste no puede realizar por sí mismo -el perdón del pecado-, y lo
realiza a la vez sin anular su libertad, esa misma libertad que el hombre tuvo al pecar.
La reivindicación luterana, por tanto, ha de ser reconocida como válida en cuanto afirma
lo absoluto y exclusivo del obrar de Dios en la justificación del pecador; la misma
cooperación libre del hombre ante la acción de Dios es posible tan sólo en virtud de la
misma gracia operante del Señor. Podemos decir, en este sentido, que el hombre aporta
algo sólo porque Dios lo hace todo, incluido el moverle según su libertad: la libertad
que como hombre tiene.
Pero, por esto mismo, la libertad del hombre tiene algo que hacer en y después de la
justificación, al igual que desempeñó su parte en el pecado. Este, ciertamente, llega a ser
pecado tan sólo por la falta de amor que supone para con Dios; pero en cuanto acción
humana moralmente mala implica un haberse comprometido el hombre, libremente, en
ella. Transformando Dios, por la justificación, el ser pecador del ho mbre (el hombre no
podría hacerlo), queda también transformada su libertad, que se hace ahora libertad
cristiana; pero en cuanto libertad implica un tener que comprometerse el hombre en este
su nuevo ser de justificado. Al igual que sólo el amoroso designio de Dios sobre el
hombre convierte su acción mala en pecado, sin anular por ello la libertad del hombre,
así también sólo la acción justificadora de Dios convierte al pecador en redimido, sin
anular por ello su libertad. Ahora bien, la tarea de esta libertad cristiana -por la que el
hombre se compromete en la justificación recibida- es precisamente la virtud de la
penitencia.
Necesidad de la penitencia como virtud específica
Si se niega, siguiendo la pretensión luterana, la necesidad de la penitencia como virtud
específica, se corre el riesgo -según nos demuestra la misma experiencia histórica- de
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arruinar el sentido de la justificación, que es lo que pretendía salvaguardarse
precisamente con aquella negación.
En este punto, la Tradición católica ha sido siempre uniforme. Pero hay que reconocer
en ella -por lo que respecta, al menos, a los tiempos modernos- cierta paradoja. Por un
lado, ha olvidado quizá demasiado el fundamentar la virtud de la penitencia a partir de
la estructura misma de la vida teologal. Por otro, en cambio, ha afirmado siempre la
necesidad de la satisfacción y el temor del pecado como tareas de la penitencia.
Supuesto, pues, que nos hemos esforzado ya por ofrecer una fundamentación teológica
de la penitencia como virtud específica, tenemos que mostrar -desde dicha
fundamentación- que las tareas propias de esta virtud corresponden también a las
asignadas por la Tradición. El motivo de tomar a éstas como tareas ejemplares estriba
en la dificultad que el hombre moderno experimenta en conciliarlas con la imagen
actual no sólo de la vida cristiana sino también del obrar libre del hombre y del
equilibrio de su afectividad. Dado, por lo demás, que la renovación del pensamiento
cristiano y el progreso de nuestro conocimiento del hombre nos permiten comprender
mejor el significado de la libertad cristiana -otorgada en el Cristo resucitado- y el valor
de la responsabilidad humana -con sus manifestaciones psicológicas: vergüenza,
culpabilidad y desintegración-, podremos hablar de la penitencia con categorías más
ajustadas al hombre contemporáneo. Y es a él precisamente a quien la teología debe
hacer asequible el contenido de la fe cristiana.
Concluyamos, pues, a modo de encuadre: si la justificación es la fuerza de Dios que
subsana el pecado, en el que el hombre se sumerge por su comportamiento moralmente
malo, la penitencia es la virtud que debe subsanar la vergüenza de quien ha ofendido a
Dios, su conciencia de culpabilidad responsable y su experiencia de desintegración
propia (o de radical debilidad). Virtud que se presenta como tarea de la libertad -no
aniquilada por la justificación- del cristiano.
TAREAS DE LA VIRTUD DE LA PENITENCIA
Toda la teología clásica atestigua que la satisfacción por el pecado es obra específica de
la penitencia y que el temor del pecado es lo que prepara o, mejor dicho, inaugura esta
satisfacción. Precisando, Tomás nos dice que la penitencia añade a la aflicción por el
pecado - tarea de la caridad- el propositum emendationis, y que éste exige no sólo el
cese de la ofensa sino además una recompensatio que el mismo ofensor propone
cumplir: la satisfactio.
Dado, sin embargo, que el sentido de este propositum emendationis ha sufrido, en la
historia, una falsa inteligencia, es preciso comenzar corrigiendo malentendidos. Sin ello
no podríamos hallar de la satisfacción como tarea cristiana, ni evitar ulteriores
equívocos con respecto al temor del pecado.
Contra una falsa inteligencia de la "satisfacción
El problema de la satisfacción radica en el sentido que se dé al término emendatio,
objeto específico de la penitencia según Tomás. En efecto: al convertirse el latín en
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lengua muerta - y debido a diversos condicionamientos históricos, socio-jurídicos y
psicológicos-, la palabra emendatio se interpretó como derivada de emenda (multa). El
propositum emendationis, de este modo, consistiría en pagar la multa que la infracción
cometida en el pecado postulaba. Siendo la emenda, en el derecho germánico y
medieval, la suma de dinero a entregar en "compensación" a la parte perjudicada, la
recompensatio exigida al penitente sería el modo de nivelar la deuda adquirida por el
pecado. Semejante interpretación es, sin embargo, totalmente contraria a la etimología
del término y a su sentido en el latín vivo, y ha originado a la vez una falsa
interpretación teológica de la penitencia.
Emendatio no viene de emenda (multa), sino de menda (error, falta). El emendator, por
ejemplo, era el corrector de las faltas en la copia de un documento. Y emendatio, en este
sentido, significa la acción de enmendarse, de corregirse (mutuamente, en el caso de la
"corrección fraterna" -a la que se refiere tantas veces Tomás en su Summa, al usar el
término latino-, o con respecto a sí mismo, como en el caso del propositum
emendationis).
En el AT y NT, por lo demás, nunca se habla de la obra que corresponde al cristiano con relación a su pecado- en términos de multa o pago expiatorio (como tampoco se
habla así de la acción redentora de Cristo). La Escritura jamás toma al hombre como
sujeto de la expresión "expiar el pecado", sino sólo a Dios (o a Cristo, en cuanto que
hace la obra de Dios). Contra la frase de cierta teología pastoral ("el hombre expía su
pecado"), la Biblia nos dice que no hay obra expiatoria por la que el hombre se haga
merecedor del perdón de los pecados. La satisfacción que el hombre pueda -y debaofrecer no será más que la manifestación y el desarrollo del perdón que le ha sido
otorgado, por pura gracia, en la justificación.
La "satisfacción" como tarea de la penitencia
Es precisamente en este sentido - manifestación y desarrollo del perdón de Dios - en el
que se puede y se debe seguir hablando de la satisfacción (recompensatio y emendatio)
como tarea de la penitencia. El justificado, en efecto, tiene necesidad de satisfacer por
su pecado, en el sentido de que debe cumplir -con respecto a Dios, a los otros y a sí
mismo- la tarea de la propia enmienda, para así, liberándose de los efectos del pecado,
reparar su obra. La razón de ello se encuentra en la dinámica de la libertad, a la que nos
hemos referido anteriormente.
Sólo Dios nos salva, hemos dicho; pero no nos salva sin nosotros. No es que espere a
que merezcamos el perdón para ofrecérnoslo, sino que a partir de la gracia de su perdón
y gracias a ella se nos abre la posibilidad y la tarea de hacer también nosotros algo: la
posibilidad y la tarea de hacer nuestra la libertad cristiana. Faltaría algo, en cierto modo,
a la gloria y obra de Dios si nuestra libertad -que es libertad cristiana- no se
comprometiera totalmente en la acción expiatoria realizada por Dios. No satisfaríamos a
la liberación que Dios nos otorga si nuestra libertad se abstuviera de asociarse a ella.
Libre como es, el hombre tiene el privilegio y el deber de autoestructurar su
comportamiento y su mundo en función de unos valores y de reivindicar, en la misma
medida, su responsabilidad moral. Consciente de haber pecado -estructurando su ser y
su mundo según valores moralmente falsos-, tiene el derecho y el deber de reivindicar la
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reorganización de su persona y de su mundo en relación a la gracia del perdón que le ha
liberado de la culpa. Auténticamente responsable de ésta, sería sorprendente que el
perdón de Dios le dejara menos libre de lo que antes era como pecador. Negando la
libre responsabilidad de la reparación de la culpa perdonada, impedimos al hombre ser
él mismo y ser, además, lo que Dios le ha hecho posible ser al justificarlo. Se hiere al
hombre, si se le dispensa -en nombre de la justificación de Dios- de tener que ser lo que
puede ser por la libertad misma que Dios le ha dado, como hombre y como cristiano.
Lo anterior vale asimismo con respecto a la afectividad humana, supuesto que nuestra
libertad no es angélica y, por tanto, condiciona la afectividad al igual que es
condicionada por ella. No podemos, pues, amputar sin más sentimientos como los de
culpabilidad -que, aun pudiéndose deformar patológicamente, en si mismos son
naturales y buenos-, negando al hombre el deber de reestructurar su afectividad para
integrarla en la libertad de Cristo. Ya que sin este esfuerzo de reestructuración, el
justificado será tentado por la negación ("no he pecado contra Dios"; "no fui yo quien lo
hizo") o, al contrario, por la exageración autodestructora (uno puedo ser salvado") o,
simplemente, por la evasión (acudiendo a los ritos sin esperanza de la magia). La
afectividad, abandonada a sí misma, puede jugar los más variados papeles de
morbosidad. La gracia exige rehacer todo el desorden que la culpabilidad ha originado
en el hombre (y no hablamos aquí de las formas patológicas, sino de la experiencia
ordinaria de culpabilidad).
Acaso el drama de Lutero tenga en parte su explicación desde un haber sido aplastadas
su libertad y afectividad bajo la experiencia de su culpabilidad. Al menos corresponde a
esto un concebir la justificación como obra de Dios que prohíbe al hombre tener que ser
cooperador de la salvación por la satisfacción.
Hacia una revalorización del "temor"
La virtud de la penitencia, para Tomás (3 q 85, a 5), es un habitus sobrenatural
infundido en nosotros inmediatamente por Dios. Se afirma, así, inequívocamente la
primacía de la justificación como gracia operante que depende sólo de Dios. Sólo
porque Dios se vuelve a nosotros podemos nosotros volver hacia Él nuestro corazón:
converte nos Domine ad te, et convertemur.
A partir de ahí, enuncia los momentos estructurales (más que meramente cronológicos,
y sin pretender enumeración de un orden jerárquico) que se dan en la génesis de la
conversión. En ella, el temor del pecado (temor servil, en cuanto mira al castigo) no sólo
es present ado como preámbulo de la satisfacción, sino que precede en cierto modo a la
misma caridad (como acto de aborrecer el pecado por ser ofensa a Dios, pudiéndose
convertir así el temor servil en temor filial). Ante esto, surge una doble objeción: la
primera se refiere al papel determinante que los castigos - merecidos por el pecadotienen en el temor servil; la segunda cuestiona la preferencia que parece darse a dicho
temor con respecto a la misma caridad (y, consecuentemente, al temor filial).
Advirtamos, ante todo, que el esquema de Tomás está evidentemente condicionado por
las ideas medievales de orden social, jurídico, político y moral. En este sentido, y por lo
que respecta a la primera objeción, la insistencia en la sanción y castigos ha de ser
relativizada a la luz de una comprensión más profunda de la justificación y de la
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naturaleza humana. Para la psicología moderna, por ejemplo, el temor del castigo no es
sino una exteriorización inmediata de temores más hondos y angustiosos, como son el
temor de perder el objeto amado o el ser que nos ama, y el temor ante el propio
abatimiento que seguiría a lo anterior. Insistir en los castigos puede hacernos perder
perspectivas ulteriores, que son además muy auténticamente cristianas. Por eso no
hablaremos, en adelante, de temor al castigo sino, más bien, de aquello a lo que éste
apunta.
Pero lo que no podemos negar es que el temor sea una dimensión humana que el
cristiano debe mantener. Entrando, así, en la segunda objeción y prescindiendo de
justificar o rechazar la distinción entre temor al castigo y temor filial, intentaremos
descubrir el sentido al que apunta dicha distinción, con lo que comprenderemos mejor
cómo el cristiano no puede prescindir del temor como realidad humana a asumir en la
gracia. A ésta, desde luego, le corresponde un temor filial, en cuanto que por la caridad
experimentamos el pecado como Dios mismo lo experimenta y lo tememos por ser lo
que es con respecto al amor de Dios. Ahora bien, el que la justificación parta de Dios y
el que, por ello, el temor del pecado tenga para el cristiano una primera y radical
referencia a Dios no significa que Dios obre en nosotros sin respetar nuestra propia
realidad. El que sólo el Espíritu obre en nosotros el conocimiento y valoración del
pecado no nos permite concebir al justificado en términos de espiritualismo.
De ahí que la caridad se manifieste, en un primer momento, como simple "temor" que
hace referencia a nosotros mismos. Ya que la caridad, haciendo que nos amemos a
causa de Dios, por ser herencia suya y objeto de su amor, no anula la propia
consistencia de nuestro ser personal. Sería contradictorio que la fundamentación del
amor a nosotros mismos en Aquel que nos ha dado el ser y a quien debemos nuestra
misma personalidad nos redujera a menos de lo que somos y sentimos ser fuera de dicha
fundamentación. Hay que decir, más bien, que nunca cobra tanto peso nuestra existencia
y que jamás tienen precio tan alto nuestra vida y nuestra muerte como cuando nos
experimentamos radicados en Dios mismo y en su agravia nte amor. Interesados, pues,
como nunca en nuestra propia vida y muerte, y conscientes de la seriedad y alcance de
nuestra libertad, no sólo podemos -tras la justificación sino que debemos considerar la
muerte del pecado (que depende del hombre, pues Dios no la quiere) con verdadero
temor: con el más radical de nuestros temores.
Un temor (simpliciter) que mira, ciertamente, a nosotros; pero temor cristiano, en
cuanto radicado en nuestro vivir referidos al amor de Dios. Como momentos de la
génesis de una única conversión, es la misma caridad -que lleva en sí la dinámica del
temor filial- la que posibilita y exige el simple temor del pecado como temor
existencial. El cual queda, así, revalorizado y nos remite, de nuevo, a aquel concepto de
justificación cuya grandeza estriba precisamente en ser obra exclusiva de Dios, sin dejar
por ello de respetar al hombre; una justificación, más bien, que posibilita y exige el que
al hombre le corresponda alguna tarea propia delante de Dios.
El "temor del pecador como tarea de la penitencia
Con lo anterior hemos podido redescubrir la función peculiar que el temor del pecado
desempeña como tarea de la penitencia, exigida por la misma justificación. No nos
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queda ahora sino ilustrarlo a partir de la dinámica de la libertad huma na y de la
afectividad como momento esencial de la estructura operativa del hombre.
En efecto, siendo y sabiéndose el hombre responsable de su destino, se encuentra en una
relación muy particular con respecto a su éxito o fracaso, a su vida y a su muerte. Las
filosofías contemporáneas del sujeto no han hecho sino resaltarlo: el ser responsable de
la propia libertad -por la que se tiene como en las manos la propia vida- coloca al
hombre en una situación dramática, en la que la angustia se mezcla con el temor. Y esta
condición humana es precisamente la que la justificación tiene en cuenta: ya que no sólo
no impide al hombre experimentar el riesgo de su existencia, sino que posibilita una
conciencia mucho mayor del mismo y exige tomárselo muy en serio. Si encerramos en
cambio, el temor filial que la caridad nos da con respecto al pecado en falsas categorías
de amor "desinteresado', este temor y angustia de la libertad humana quedan
abandonados a sí mismos y no serán integrados por la gracia.
Lo mismo vale con respecto a la afectividad del hombre, cargada de temores -naturales
y buenos en sí mismos- ante la posible pérdida del objeto de amor o del ser que nos ama
-y de quien depende nuestra vida-, y ante la perdición y aniquilación que comporta lo
anterior. Estos temores se hallan tan implicados en la experiencia humana del fallo
moral y del fracaso como en la experiencia cristiana del pecado que impide la obra
salvadora del finito que da la vida. Y no dejan de existir en el justificado, el cual sigue
temiendo -con todo su ser, afectividad incluida- los efectos del pecado. Haciéndonos
responsables de nosotros mismos, sobre una nueva base, la justificación nos confía el
deber de estructurar nuestra afectividad, asumiendo en la libertad cristiana aquellos
temores que no son sino fruto de una afectividad que desempeña su oficio y
enseñándonos que el amor es más fuerte que la muerte y que cierta muerte es una
ganancia para nosotros.
Concluyamos, pues, que es engañarse sobre la salvación olvidar que el temor filial es el
régimen auténtico del temor de quien se sabe resucitado en Cristo; pero también lo es no
aceptar la realidad del temor en el mismo justificado. Un temor humanamente humano,
que está en el mismo hombre (¿por qué llamarlo "servil" entonces?, ¿acaso porque sólo
la fuerza de la justificación nos permite y exige impedir que se convierta en temor
esclavizante?). Un temor que es materia digna del temor filial y que debe ser asumido
por éste, ya que el desquite del temor que se desprecia por ser servil es hacer de
nosotros sus esclavos.
FORMA CRISTIANA DE LA CULPABILIDAD
En lo que precede se ha hecho ya referencia a la culpabilidad como dimensión
psicológica a la que -en sus formas no patológicas- debe atender la penitencia. Se dan,
con todo, formas defectuosas y enfermizas de culpabilidad, desenmascaradas por la
psicología moderna; la experiencia cristiana del pecado no puede hacerlas suyas, sino
que debe distinguirse específicamente de ellas.
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La experiencia de nuestra culpabilidad como pecadores
Para mostrar esta diferenciación no nos serviremos de síntesis teológico-psicológicas,
ya que esto supondría tomar como definitivos los trabajosos hallazgos de la psicología,
nunca afirmados como definitivos por ella. Partiremos de la misma teología del pecado,
para descubrir una serie de criterios que salvaguarden la autenticidad cristiana de la
experiencia de culpabilidad.
Hemos dicho ya que el pecado se diferencia de la culpa (en un sentido humano y
psicológico) por su explícita referencia a Dios y a la fe. Por ello, a diferencia de la
simple culpabilidad -cuya experiencia tiene como centro de gravedad al hombre mismo, la experiencia cristiana de culpabilidad se centra en Dios, en cuanto que Él es quien
nos revela la idea que del hombre tiene y a la que el pecado pone un obstáculo radical,
del que somos responsables.
Pero, además, la auténtica experiencia cristiana del pecado y de la culpabilidad no
puede ser confundida con formas pseudorreligiosas de la misma. A veces, ciertamente,
se dan enfermos de "síndrome religioso", que no hacen sino "proyectar" falsamente en
Dios lo que no es sino una experiencia de culpabilidad centrada en uno mismo: Dios es,
entonces, un simple instrumento al servicio de su culpabilidad, del que se sirven para
multiplicar este sentimiento de culpabilidad y darle un nombre. Dios no es el centro de
gravedad, como lo es para el cristiano (lo cual no quiere decir, como ya se ha visto, que
el justificado quede privado de una referencia a su propio ser personal).
Este carácter "teocéntrico" de la culpabilidad cristiana -y su distinción con respecto a
formas pseudorreligiosas de culpabilidad- no sólo vale por lo que se refiere a la
culpabilidad resultante de nuestros actos, sino también a aquella que brota de nuestro
mismo radical estado de culpables. Como, por lo demás, el NT habla siempre de
"pecado", como unidad radical entre actos y estado, o de "pecados", como plural
colectivo, no hemos de insistir en diferenciar ambos aspectos.
Salvación de Dios y culpabilidad cristiana
Como el hijo pródigo, el cristiano sólo puede comprender el significado de su conducta
y actitud a partir de una referencia al Padre, pero a la vez conoce que Éste le espera (Lc
15, 18-19.24). Sólo a partir de la Palabra de Dios (a partir de "otro") penetra el cristiano
en el fondo de la realidad; sin la fe, su visión de la culpa es sólo superficial: no conoce
el auténtico peso y gravedad del pecado y no sabe, a la vez, que quien da ese peso al
pecado es un padre misericordioso, cuyo nombre es liberador y salvador.
La experiencia auténtica religiosa de culpabilidad puede discernirse, según esto, a partir
de estos dos criterios: es "abierta" (hace referencia a otro, que no es el propio yo) y es
"profundizadora" (es una culpabilidad más intensa y fuerte precisamente porque
comporta, a la vez, una esperanza de salvación y de perdón también más fuerte). En este
doble aspecto guarda un paralelismo con la experiencia psicológicamente sana de
culpabilidad (está "abierta" y supera, en "profundidad", la desesperanza). Se opone
radicalmente, en cambio, a las formas pseudorreligiosas de culpabilidad (que son tanto
más morbosas cuanto más desvirtuado está lo religioso) al igual que a la experiencia
psicológicamente patológica de culpabilidad: unas y otras, en efecto, no sólo están
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"cerradas" (el terapeuta ha de conseguir que el paciente se abra), sino que además
ignoran el peso real de la culpa a la vez que no ven salida alguna a esta culpabilidad.
El tercer criterio de discernimiento radica, para el cristiano, en el hecho de que la
salvación es sólo obra de Dios (por lo mismo que sólo Él es quien da su auténtico peso
al pecado). Al creyente, pues, no se le pide expiar su culpabilidad, sino creer en que
Dios es el único que puede -y, de hecho, ha querido- salvarnos del pecado. Las formas
patológicas y pseudorreligiosas de culpabilidad, por el contrario, hacen que el hombre
quiera salvarse por si mismo, y no sólo no pueden conseguirlo, sino que tampoco
pueden liberarse de este impotente querer liberarse: tras todo esfuerzo de expiación, no
se encuentra uno sino con su misma experiencia de culpabilidad, que seguirá suscitando
ilusorios y febriles ritos de autoexpiación. La experiencia psicológicamente sana de
culpabilidad, por su parte, guarda de nuevo un paralelismo con la experiencia cristiana,
ya que vislumbra un perdón auténtico (lejos tanto de compromisos de falsa rigidez
como de la rigidez de una falsa justicia); sin ello, la experiencia clínica misma confirma
que el resultado es susceptible de todas las vicisitudes morbosas de una culpabilidad.
El cuarto criterio, en fin, se desprende de un factor de la teología del pecado: el que sólo
Dios salve -haciéndolo por pura gracia- no significa que se excluya una cierta tarea por
parte del pecador justificado. En efecto, la penitencia brota de la misma dignidad de
rescatado y de la libertad cristiana que el justificado tiene. No es que éste haya de
completar la acción de Dios, sino que ésta -haciéndole entrar en comunión con el obrar
mismo de Dios- le exige el que se comprometa con lo realizado por Él, como
responsable que es -en cuanto hombre que peca libremente- de los efectos de su pecado.
Este asumir su propia responsabilidad es lo que no puede darse en una experiencia de
culpabilidad cerrada en si misma (patológica y pseudorreligiosa), que intentará evadirse
de diversos modos, a veces infantiles y siempre ineficaces. No así la experiencia sana de
culpabilidad, que puede asumir una actividad de reestructuración de los efectos de la
culpa.
Conclusión
Podemos resumir los diferentes aspectos propios de la experiencia auténticamente
cristiana del pecado y de la culpabilidad acudiendo a la noción bíblica de conversión Es
decir, la experiencia cristiana de la culpabilidad es la conversión: el reconocerse
pecador ("he pecado contra Dios"), reconociendo a Dios como Aquel que perdona y
salva, el único que puede salvar, y precisamente del modo que lo hace: confiando al
hombre una "misión", la de comprometerse, con toda la fuerza de su libertad cristiana,
en la obra de Dios.
Se dan, ciertamente, formas incorrectas de culpabilidad. Pero las que brotan de la
exigencia teológica y cristiana las delatan como falsas e ineficaces. Y coinciden, por lo
demás, con lo que la psicología puede aportarnos sobre las experiencias no neuróticas y
propias del hombre. Un hombre al que sólo Dios salva, haciéndole precisamente así ser
hombre.
JACQUES-M. POHIER, O.P.
Notas:
1
Este artículo ha sido recogido textualmente en el libro del mismo autor: «Psychologie
et Théologie», Ed. du Cerf, París (1967). La traducción castellana, con cl título:
«Psicología y Religión», aparecerá próximamente en la Editorial Herder, Barcelona.
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Es muy significativo, al respecto, que una obra tan importante como la «Théologie du
péché» (Desclée, 2 vol. 1960 y 1962) no contenga ninguna exposición sintética sobre cl
pecado (N. del A.).
Tradujo y extractó: JOSE MANUEL UDINA
PEDRO MANUEL LED
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