Relato corto Categoría A

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1er Premio de relato corto Categoría A
Kevin Micaelo Sánchez
Extraña Amistad
Relato corto
Categoría A
Los últimos rayos del sol caían débilmente
reflejándose en los miradores altos que resplandecían con un brillo rojizo. Al traspasar
el corralón de entrada, te recibía un patio
con pasillos corridos, desde donde se podía
divisar sin ningún esfuerzo todas las viviendas. De lado a lado del patio, valiéndose del
forjado de las barandillas, se habían colocado unas cuerdas que servían para tender la
ropa. La casa de Tinín se encontraba en el
segundo piso, justo en el esquinazo interior.
Era la típica casa de corredores: pasillos interminables que rodeaban el patio y a onde
se asomaba toda la vida de los vecinos. El
patio de Tinín olía a fritanga y de fondo el
ruido de los cacharros al trastear en las cocinas. Desde donde yo me encontraba, el primer escalón del tiro de la desvencijada escalera de madera, lograba ver cada una de las
puertas que conformaban todo el bloque de
viviendas. Vi como la puerta que estaba junto a la de mi amigo Tinín se abría y aunque
no pude distinguir quien bajaba supe que era
la “señá” Martina.
La “señá” Martina bajaba renqueando, con
la parsimonia que Dios otorga a las personas de cierta edad. A mí me impresionaba
el cadencioso vaivén de sus faldas, negras
como la noche, cuando bajaba las crujientes
escaleras cuya madera gemía a cada paso.
Yo solía sentarme en el primer escalón a esperar a mi amigo y colega de correrías, Tinín,
que vivía en el segundo piso, mientras daba
buena cuenta del bocadillo de chorizo que
mi madre me había preparado para merendar. A lo lejos se oía el piar inquieto de las
golondrinas, que como cada verano, anidaban en el alero del tejado. Contaba mentalmente los escalones: “uno”, “dos”, “tres”…
el rellano… “cuatro”, “cinco”, “seis”, “siete”,
“ocho”, “nueve”… ¡ahora! y como impelido
por un resorte invisible, me levantaba para
dejar pasar a la anciana.
- Buenas tardes, “señá” Martina –si había alguien que pudiera intimidarme con sólo una
mirada, sin duda era ella. Tenía unos ojos
penetrantes y tan profundos que yo sentía
como si me taladraran desde los pies a la cabeza. Me impresionaba todo en aquella mujer: su mirada, su eterno luto y sobre todo,
su áspera voz.
- ¿Qué haces ahí sentado, muchacho? –respondió a mi saludo.
- Esperando a Tinín –contesté con un hilo de
voz.
- No comas aquí, chico. Vas a llenar todo de
migas. ¿Es que quieres que nos coman vivos
las hormigas? ¡Diantre de muchacho! ¡Arrea
a comer a tu casa!
Yo me quedé a medio camino de pegarle un
mordisco al bocadillo. No sabía qué hacer
y esbocé una tonta sonrisa, mientras ella
apoyándose en su bastón, giró en redondo
enfilando el vaivén de sus faldas hacia el zaguán. Aunque oía sus pasos alejándose, fui
incapaz de seguir comiendo hasta que intuí
que había pasado el peligro. Cuando me decidí, comía con un ojo puesto en la entrada al
patio, no fuera a ser que volviera a aparecer
y yo no me diera cuenta. Mientras esperaba
me entretuve en contar las macetas que la
“señá” Agustina había dispuesto en el patio.
Las había de todos los tamaños: geranios
achaparrados de hojas ásperas con todos
los colores que la especie podía ofrecer;
enredaderas con hojas de un intenso verde brillante; unas hojas erguidas y lustrosas
que chispeaban con los últimos rayos de sol
y así llegué a contar más de treinta. Todas
alineadas y cada una de ellas plantadas en
los más variopintos receptáculos: latas de
conservas, una ensaladera de plástico, un
almirez, cubos y algún que otro bidón, que
en otro tiempo contuviera pintura. Tan entretenido estaba en estas cuestiones botánicas
que no oí llegar a mi amigo, el cual aprovechando mi descuido, me sacudió una colleja
a modo de saludo.
relato corto xxii edición mari puri expréss 23
1er Premio Extraña amistad
- Vámonos antes de que se arrepienta mi
madre.
- ¿Qué has hecho ahora? –pregunté mientras intentaba acomodar mis pasos a las
zancadas de mi amigo. – ¡No corras, hombre! ¿Ahora te entran las prisas?
- Sí, porque como se dé cuenta mi madre que
me he marchado sin recoger la habitación, es
capaz de encerrarme hasta que lo haga.
- ¡Vaya guerra qué te traes con lo de recoger!- la madre de Tinín era una maniática
de la limpieza.- Si sabes como es tu madre,
pues en un momento quitas todo de por medio ¡y ya está!
- Vamos, “pesao”, no seas como ella. –Y
echó a andar a un paso que a mí me resultaba difícil de seguir. Mi amigo Tinín, que en
realidad se llamaba Valentín, era un año mayor que yo. Estaba bastante crecido para la
edad que tenía, aunque desgarbado y flacucho. Su lacio flequillo le caía sobre los ojos,
lo que le hacía bizquear constantemente.
Mi madre decía que el pobre tenía poco de
agradecerle a la Madre Naturaleza, porque
no se podía decir que fuera feo, pero tampoco era un chaval agraciado. Su madre, la
“señá” Felisa decía quera el más feo de todos sus hijos, yo puedo dar fe que de todos
sus hijos y de algunos más. A mi madre le
hace mucha gracia porque siempre está en
la higuera y, cuando ella quiere saber algo le
sonsaca todo… a mí me pone luego la cabeza como un bombo: “que si un pajarito me
ha dicho que no sé qué…”, “que si un pajarito me dicho que no sé cuantos…” ¡Cómo si
fura tonto y no supiera quien es el pajarito!.
Pero no se lo tomo en cuenta porque lo hace
si querer. Es el más pequeño de su casa y
no tiene padre: murió cuando él era casi un
bebé. Todos sus hermanos son mayores que
él y ya están casados, con lo que él aparte
de ser el pequeño, es la única compañía que
tiene su madre. Se puede decir que yo soy
su paño de lágrimas, aunque en su casa, a
pesar de lo que él diga, vive a cuerpo de rey,
bueno él y su gato Nicolás.
Según atravesábamos el portalón de salida,
oímos a la madre de Tinín:
- ¡Agustina! ¡Agustina! ¿Has visto pasar a mi
chico? –nos quedamos parados en el portal
a espera de la contestación de la vecina.
- ¡Corre, date prisa! –sentí como mi amigo
tiraba de mi camiseta- ¡Es mi madre!
24 xxii edición mari puri expréss relato corto
1er Premio Extraña amistad
Pasábamos las cálidas tardes de verano entre el parque de los “jardinillos” y la plazoleta de la iglesia. Allí solíamos entretenernos
jugando: a las chapas si estábamos en los
jardinillos, ya que el suelo era de tierra y podíamos hacer lo recorridos; a la peonza en la
plaza de la iglesia porque el suelo estaba asfaltado y la peonza “bailaba” sin ningún problema. Aquella tarde amenazaba a tormenta:
olía a tierra mojada y se refrescó el ambiente.
Nosotros, sentados en el banco que estaba
junto a la iglesia, hacíamos balance del dinero que nos quedaba a ver si nos llegaba
para comprarnos unas bolsas de pipas, De
pronto, las puertas de la iglesia se abrieron
y la gente comenzó a desfilar por delante de
nosotros. La ví de inmediato y sentí un escalofrío.
- Mira Tinín, la “señá” Martina –le dije a mi
amigo mientras dirigía mi cabeza hacia ella.
- Sí. ¡Qué pena me da esa mujer! –dijo mi
amigo con voz queda.
- ¿Pena? –yo no me lo podía creer- ¿Has dicho que te da pena?
- Sí, ni que estuvieras sordo. –dejó de contar
monedas y acercó su cabeza a la mía: iba a
hacerme una confidencia. Era su manera de
contar los secretos: se acercaba y te hablaba en un susurro aunque estuviéramos más
solos que la una.
- Su hijo está en la cárcel –esperó a ver como
reaccionaba yo.
- ¡Ostras! ¿Qué hizo? –pregunté automáticamente.
- Según su madre estar donde no debía, según el resto de la gente, atracó un estanco.
¡Ya ves! ¡Así son las cosas!
- … En la cárcel… -repetí como alelado
mientras miraba como la mujer se marchaba
con su paso renqueante. Después de pensarlo tuve que darle la razón a mi amigo: ¡Pobre mujer!
- ¿Vive sola?
- ¿Quién?
- ¿Quién va a ser, a ver ¿de quién estamos
hablando? –a veces Tinín parecía tonto.
- ¡Yo qué sé de que leches estás hablando
ahora!. Vamos, tenemos para dos bolsas de
pipas –Tinín se levantó del banco dando la
conversación por zanjada.
- Oye Tinín, que te pre4guntaba que si la
“señá” Martina vive sola.
- Sí. Tenía otro hijo pero murió en un accidente de coche. Desde que metieron al otro en la
“trena” vive sola. –Mi amigo me miró de pronto.- Oye ¿qué te ha dado a ti con esa mujer?
- No, nada… es sólo curiosidad.
Desde que mi amigo me contó lo del hijo de
la “señá” Martina yo veía a la mujer con otros
ojos. Aunque ella seguía gruñendo cada vez
que se cruzaba conmigo, yo perdonaba sus
brusquedades. Una tarde, de las muchas
que esperaba a Tinín sentado en el peldaño
de la escalera, vi entrar desde el zaguán a
la mujer. Con sus largas faldas negras y su
cansada cojera. Cargada con una bolsa llena de comida que parecía bastante pesada.
Al llegar a mi altura, me levanté del escalón
para dejar que pasara sin dificultad. Ella a
modo de saludo me miró de arriba abajo.
- Te pasas en esta escalera más tiempo que
tu propia casa –se detuvo para recobrar el
aliento. Se aferró al pasamanos y comenzó
a subir las escaleras pausada y lentamente.
“uno”, “dos”, “tres”…
De pronto reaccioné. Sin pensarlo subí los escalones y poniéndome ante ella le pregunté:
- ¿Quiere usted que le ayude a subir la bolsa? –esperé a ver cómo reaccionaba ella.
Noté que se sorprendía, pero sin dirigirme la
palabra me alargó la bolsa y me pareció que
sus ojos me miraron de una manera distinta.
Yo enfilé las escaleras:
“cuatro”, “cinco”, “seis”… el rellano… “siete”, “ocho”, “nueve”…
Me planté ante la puerta de su casa a esperar a que la mujer llegara. Cuando la vi aparecer por el pasillo me aparté a un lado. A
pesar de todo, aquella mujer me seguía intimidando con sólo mirarme.
- Gracias, chico.
- No hay de qué –y sin mediar más palabras
entre nosotros, salí corriendo pasillo arriba
buscando la escalera.
Desde aquel dí, siempre que me cruzaba con
la anciana buscaba una excusa par ayudarle: subía su compra, le hacía pequeños recados… a mí me gustaba servirle de ayuda.
Una de las tardes que le ayudé con la compra, la anciana me preguntó:
- Chico ¿sabes leer?
- Sí señora.
- Entra. –Abrió la puerta de su casa y la mantuvo abierta mientras yo pasaba. Su casa era
muy parecida a la de mi amigo Tinín: nada
más entrar te recibía un pequeño comedor
con una mesa y cuatro sillas. Un aparador
ocupaba prácticamente la pared lateral de la
habitación. Me ofreció una silla para sentarme y ella se sentó frente a mí. Rebuscó en
uno de sus bolsillos y sacó un sobre el cual
me tendió.
- ¿Harías el favor de leerme esta carta? –la
mujer me miraba atentamente.
- Sí señora. –lo cierto es que me sorprendió.
Rasgué la solapa del sobre y extraje la carta.
Extendí el papel y, rogué para mis adentros
no equivocarme ni ponerme nervioso. Carraspeé para aclararme la voz, mientras la
anciana me miraba con atención.
Puerto de Santa María a 17 de octubre de
1969
Querida Madre:
Espero que la recibo de ésta te encuentres
bien de salud, yo bien gracias a Dios. Madre,
como ya te expliqué en mi última carta, el director del penal ha intercedido por mí y van
a revisar mi caso. Por lo visto ha surgido un
nuevo testigo que va a declarar a mi favor,
por lo que, si Dios quiere, salga muy pronto
de aquí. Ahora más que nunca, reza por mí.
Por lo demás no tienes de qué preocuparte, por aquí todo sigue igual: paso el tiempo leyendo y trabajando en la carpintería. Ya
ves que no hay mal que por bien no venga,
aquí he aprendido a leer y escribir y un oficio.
¡Tenías que ver los muebles que hacemos!
Cuando salga puedo buscar trabajo en alguna carpintería.
Me tranquiliza saber que tú, según me comentabas en tu última carta, te encuentras
bien de salud. Lo único que me entristece es
saber que estás sola, aunque por otro lado,
me tranquiliza saber que los vecinos te echan
una mano. Cuando vuelva quiero conocer a
ese chico amigo de Tinín del que me cuentas
que es muy educado. Quiero agradecerle la
ayuda que te presta, porque conociéndote,
seguro que el muchacho te tenga hasta miedo. Cuando le conozca le diré que no eres lo
que pareces, en el fondo tienes un corazón
que no te cabe en el pecho, pero bueno, a ti
no te gusta que se note.
relato corto xxii edición mari puri expréss 25
1er Premio Extraña amistad
Da recuerdos a los vecinos y tú, madre, recibe todo mi amor.
Tu hijo que te quiere:
Damián.
Cuando terminé de leer la carta levanté la
vista hacia la “señá” Martina. Las lágrimas
corrían por sus mejillas y sus ojos miraban
soñadores hacia el aparador. Yo dirigí la vista
haia el mismo lugar en el que ella estaba mirando y vi una vieja fotografía con dos niños
risueños que, subidos en un burrito de cartón, nos miraban con ojos pícaros. Si duda
eran sus hijos. Sentí la boca seca, a la vez
que me sentía orgulloso: la anciana le había
hablado a su hijo de mí y le había dicho que
yo era chico educado… aquello me conmovió. Volví a carraspear para que se percatara
de mi presencia y volviera de sus ensoñaciones.
- Gracias –me dijo con voz entrecortada.
Aspiró profundamente.- Me has hecho un
g4ran favor. Antes era el padre Miguel quién
me leía las cartas de mi Damián, pero desde
que ha enfermado no tengo quien me haga
el favor.
- Yo puedo hacerlo. Cuando reciba carta de
su hijo, no tiene más que decírmelo y yo se
las leeré –me levanté de mi silla- ¿Quiere usted que le haga algo más?
- No gracias, hijo.
- Entonces, me voy ya, no sea que Tinín me
esté buscando. Adiós.
- Adiós, hasta mañana. Y gracias de nuevo.
El tiempo fue pasando. El verano dio paso
al otoño y luego llegó el invierno. Yo pasaba
todos los días, después del colegio, a visitar
a la “señá” Martina. La mujer agradecía mis
visitas y yo le seguía ayudando con pequeños quehaceres. Muchas tardes mi amigo
Tinín y yo las pasábamos en su casa, mientras ella nos contaba historias de la guerra,
de su pueblo… Las tardes en las que el frío
no era muy intenso, ella se acercaba hasta
la iglesia, sin duda alguna para rezar por su
hijo. Fui tomando cariño a esa mujer y según iba conociendo su vida, descubrí en ella
a una mujer sorprendente. Las cartas de su
hijo Damián llegaban regularmente. Yo fiel a
mi palabra, se las leía en cuanto llegaban y,
a petición de su madre, contestaba a reglón
seguido. Para ella, escribir a Damián se convirtió en una ceremonia: colocaba el papel
26 xxii edición mari puri expréss relato corto
pautado sobre la mesa, preparaba el sobre
con el sello ya pegado, colocaba la última
carta recibida dentro de una vieja caja que
en otro tiempo contuviera bombones y a mí,
como forma de pago, me obsequiaba con
galletas y chocolate… Me gustaba escribir a
su hijo porque mientras ella me indicaba lo
que debía de anotar me iba contando anécdotas que a mí me hacían de reír. Después de
escribir, guardaba la carta dentro del sobre.
Cerraba la solapa con un lengüetazo y me la
entregaba para que yo la echara en el buzón.
Una tarde del mes de abril, después de salir del colegio, me dirigí hasta la casa de la
“señá” Martina. Al llegar al portalón de su
casa me crucé en el patio con Tinín. Éste
bajaba las escaleras de dos en dos y hasta que no me tuvo prácticamente encima de
sus narices, no se percató de quién era yo.
Frenó en seco su carrera y cogiéndome por
los hombros me zarandeó:
- Corre, corre Diego… es la “señá” Martina…
-se le entrecortaba la voz. Yo me asusté pensando que a la pobre mujer le había pasado
algo. Me zafé de sus manos y corrí escaleras
arriba. Cuando llegué a su puerta la encontré entreabierta. El corazón se me salía del
pecho y sentí miedo de lo que me pudiera
encontrar, aún así, empujé la puerta. Desde
el pasillo no distinguía nada porque tenía los
ojos cegados por la claridad del patio y sólo
oí la voz de la anciana, pero aún así me percaté que estaba llorando. Junto a ella, vislumbré a un hombre alto y fornido. Pensé
que algo malo había pasado y sin pensarlo
dos veces, atravesé el pequeño comedor interponiéndome entre ambos: no iba a consentir que a la anciana le hicieran daño.
- ¿Le pasa algo? ¿Se encuentra usted bien?
–balbuceé mientras no le quitaba la vista de
encima al extraño. El hombre me miraba con
una risa burlona en los labios. Visto de cerca,
comprendí que por mucho que yo quisiera,
estaba en total desventaja con respecto a él.
- Me encuentro mejor que nunca Diego –
sentí sus manos sobre mis hombres.- Quiero
presentarte a alguien.
- Además de ser educado es todo un valiente –el hombre se acercó sonriente hacia mí.Gracias por cuidar de mi madre.
Yo me quedé plantado mirando a Damián.
¡Por fin iba a cambiar la vida de la “señá”
Martina! y de buen seguro, la de todos nosotros.
2º Premio de relato corto Categoría A
Juan Antonio Araque Sánchez-Paus
El jardín del silencio
Un vendaval helado mecía las ramas desnudas de los árboles. A sus pies, los transeúntes caminaban con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos. Sus ropas
se habían ido oscureciendo con el tiempo,
como el verde de los parques y el azul del
cielo. Era como observar un cuadro; un cuadro para el que el pintor sólo dispone de tres
colores que se ve obligado a diluir y entremezclar una y otra vez, en busca de nuevas
tonalidades. El gris negruzco de las nubes
se aclaraba en las aceras con el agua de la
lluvia, y el marrón del cuero de los abrigos
se extendía hacia el suelo para oscurecer las
hojas esparcidas.
La niña miraba a través del cristal de su ventana. El invierno era tan largo y aburrido…
Aunque dentro de casa, a resguardo del
frío junto a sus juguetes, tampoco se sentía
cómoda. Su hermano mayor, recluido en la
habitación, le había pedido que no le molestase con ninguna tontería. Papá había ido a
ver a mamá y no volvería hasta tarde. Desde
que ella se había marchado de casa hacía
ya dos meses, Yanira tenía la sensación de
vivir en un sitio completamente distinto. Antes la casa parecía un pequeño jardín; Mamá
cuidaba de tantas plantas que no hacía falta
salir a la calle para saber cuándo había llegado la primavera. Era como si ella la hubiera metido en el salón. Cuando extrañaba
a su madre, la pequeña solía imaginarla inmersa en aquel jardín, sonriendo mientras
podaba la azalea o regaba las orquídeas.
Aunque a veces, como ocurre en todos los
jardines, una planta enfermaba ((a pesar de
sus cuidados)) y sus colores empezaban a
volverse más y más feos. Lo que mamá solía hacer entonces era coger la vieja caja de
música de la abuela y, con la misma ternura
con que se deja un regalo bajo el árbol de
navidad, colocarla junto a la planta enferma.
Aquella melodía sonaba cada tarde durante largo rato hasta que, inexplicablemente,
al cabo de unos días la planta recuperaba
sus colores y terminaba por curarse. Aho-
ra la casa entera permanecía en silencio,
y el sonido del teclado del ordenador bajo
los dedos de su hermano podía escucharse desde todas las habitaciones. Quizá por
eso las plantas empezaban a secarse, o tal
vez, igual que Yanira, echaran de menos a
mamá.
De entre todas, la pequeña hierbabuena en el
alféizar de la cocina entristecía especialmente a la pequeña, con su aspecto enfermizo y
su olor a ramas secas. A menudo recordaba el día en que ella y su madre la plantaron. Aquel día Yanira había sido nombrada
jardinera oficial de la casa, tras unos meses
ayudando a su madre con las tareas más
sencillas, como arrancar las hojas muertas o
regar las plantas. Algunas estaban tan altas
que tenían que cogerla en brazos. Como ya
era jardinera oficial, mamá tuvo que encargarle el cuidado de una planta a ella sola.
Aún recordaba lo contenta que se puso al
ver crecer los primeros brotes, verdes y diminutos, y la ilusión con que se levantaba a
regarla por las mañanas. Hasta que un día,
cuando la pequeña salía al balcón con su pequeña regadera llena hasta el borde, resultó
que la hierbabuena de pronto se había secado. Inmediatamente se dirigió a la cocina
para buscar a mamá y comunicarle la triste
noticia. Papá, mamá y Eric estaban desayunando, y su plato estaba listo sobre la mesa.
Tuvo que a contener un par de escurridizas
lágrimas para que su hermano no se riera.
Antes de sentarse, se dirigió a su madre con
una seriedad que resultaba entrañable a los
ojos de los comensales;
-mamá, la hierbabuena que plantamos de
repente se ha secado. ¿La he cuidado mal?
Flora sonrió.
-No, hija, claro que no. Es sólo que, cuando
llega el otoño, muchas plantas se marchitan.
-¿Se marchitan?
relato corto xxii edición mari puri expréss 27
2º Premio el jardín del silencio
-Sí; se marchan cuando llega el frío y, cuando el sol les avisa, vuelven y crecen otra vez
igual de verdes que el primer día. Eso es lo
que le pasa a nuestra hierbabuena. Así que
venga, ¡cambia esa cara tan fea y siéntate
de una vez! ¡Como sigas dejando que se
te enfríe, tu desayuno también acabará por
marchitarse!
El tintineo de las llaves al otro lado de la puerta trajo de vuelta a la pequeña de entre sus
recuerdos. Papá entró en casa. Cruzó el pasillo sin decir una palabra, dirigiéndose hacia
el salón como si sus zapatos le pesaran al
andar. Al pasar junto a su hija le acarició con
dulzura el pelo, dejando que los dedos se le
enredasen entre aquellos tirabuzones negros
como el azabache. Finalmente se hundió en
el sofá, aún con el abrigo puesto. Su mirada
se perdía en la oscuridad de la pantalla del
televisor, que permanecía apagado frente a
él. Bajo aquellas enormes ojeras, perfiladas
tras horas y horas en la sala de espera del
hospital, el brillo de sus diminutos ojos se
hacía evidente. Yanira sabía exactamente lo
que iba a pasar hasta que la mandaran a la
cama; papá permanecería en silencio sentado en el sofá, con los brazos tendidos sobre
las rodillas y mirando hacia ninguna parte
durante horas. Después se pasaría la mano
por la frente sudorosa, se quitaría el abrigo
y, sin levantarse, lo dejaría sobre la mesita
del teléfono. Al rato, cuando el silencio resultara demasiado triste, papá encendería la
televisión. Pero su mirada inexpresiva continuaría perdida, sin reparar en las imágenes.
Su hermano Erick, por supuesto, no saldría
de la habitación hasta la mañana siguiente.
En efecto, las predicciones de la pequeña
se cumplieron. Todas salvo una; aquella noche papá no encendió el televisor. Ni por un
instante. A pesar de que, de haberlo hecho,
su incesante y monótono zumbido hubiera
tratado de ocultar el silencio más triste que
jamás se había respirado en aquella casa.
-Yanira, hija, ya es muy tarde. Deberías irte
a la cama.
Otra de las cosas que habían cambiado desde que mamá no estaba eran las buenas
noches. Antes, a la hora de irse a la cama,
papá solía leerle un cuento. Yanira echaba
de menos la voz de su padre a la luz de la
lamparita de noche. Los cuentos de magos y
princesas que empezaban sobre el papel de
las páginas y continuaban después de que
ella cerrase los ojos, abandonándose a sus
28 xxii edición mari puri expréss relato corto
2º Premio el jardín del silencio
sueños. Bajo su almohada, la pequeña guardaba siempre un final feliz para cada historia.
Aquella noche, la pequeña decidió buscar
su propio cuento. Como las estanterías de
la habitación de papá estaban tan altas, tuvo
que coger una pequeña banqueta de la cocina y tener cuidado de no caerse. (Lo último que quería era hacerse daño y que papá
se pusiera todavía más triste). Como no alcanzaba a leer los títulos del estante de los
cuentos, cogió uno al azar y se lo llevó a su
habitación. Sentada en su cama, Yanira comenzó a leer en voz alta, tal y como le habían
enseñado en el colegio.
-“El Rapto de Persefone”.
Desde luego el título no le resultaba familiar.
No recordaba que papá le hubiese leído nunca antes esa historia.
La pequeña abrió el cuento por la primera
página, descubriendo una imagen que retuvo su atención durante varios minutos. En
ella podía verse a una mujer paseando de
la mano de su hija por un prado repleto de
amapolas que parecía extenderse más allá
del final((borde/)) de la página. Los rayos del
sol iluminaban su rostro y su vestido, blancos como el marfil, confiriéndole cierta apariencia celestial. ((Su cabello era del color del
trigo. El de la pequeña en cambio era negro
como la noche, igual que el de Yanira)) Madre e hija parecían haber sido retenidas en
un momento de felicidad mágica y eterna.
“Cuenta la leyenda que Demeter, diosa de la
fertilidad y las cosechas, tuvo una hija que
fue llamada Persefone. La pequeña era tan
bella que su madre se veía obligada a mantenerla alejada del Olimpo, temerosa de que
los dioses se enamorasen de ella. Persefone
lo era todo para su madre, que no podía vivir
si no era viéndola feliz. la llevaba a jugar con
sus amigas las ninfas y a pasear descalza
sobre el musgo fresco de los prados al amanecer, bañados por el rocío de la mañana.”
Yanira echó un último vistazo a la bonita
imagen y después pasó la página. Sus pequeños ojos se abrieron de repente, sorprendiéndose del dibujo que vino a continuación;
Esta vez la pequeña Persefone aparecía sin
su madre, arrodillándose en la hierba envuelta en un manto de flores. A Yanira le resultaba familiar su tono amarillo y especialmente
sus pétalos en forma de estrella. Con toda
seguridad mamá las habría llevado a casa en
alguna ocasión. Pero lo que sorprendió a la
niña no fue el color de las flores ni la forma
de sus pétalos, ¡Sino aquel monigote tan espantoso que salía de una grieta bajo el suelo
y agarraba del brazo a la pobre Persefone!
“Pero un día, sin el permiso de su madre,
la pequeña salió sola a recoger narcisos.
Hades, dios del inframundo, que ya se había enamorado perdidamente de la preciosa joven de cabello azabache, aprovechó la
ocasión para raptarla y llevársela consigo a
su reino en las profundidades de la Tierra,
donde la convertiría en su esposa.”
La siguiente imagen mostraba a la pobre
Demeter buscando a su hija por bosques y
praderas. Con una mano sujetaba una antorcha, y con la otra se limpiaba las lágrimas
de los ojos.
“Apenada, la diosa Demeter buscó a su hija
durante nueve días y nueve noches, sin descanso. Pero nadie parecía haberla visto por
ninguna parte. Ni siquiera las ninfas, sus
compañeras de juego, sabían qué había sido
de ella. Durante todos aquellos días la Tierra
se volvió un lugar triste y oscuro. Como Demeter había dejado de lado sus tareas para
ir en busca de su hija desaparecida, el verde
de la hierba húmeda que cubría los prados y
coloreaba las plantas desapareció, y en su
lugar un viento gélido agitó el mundo, convirtiendo valles y llanuras fértiles en tierra
yerma, donde las semillas no podían echar
raíz. Los cultivos de los hombres se echaron
a perder y el hambre se extendió por todas
las ciudades.
Al décimo día el Sol, que había visto todo lo
ocurrido en el campo de narcisos, se compadeció de la diosa y le contó lo que había
sucedido con su hija. Demeter, obligada a
renunciar a toda esperanza, continuó vagando sin rumbo ni consuelo, consumida por el
dolor. Y la Tierra continuó siendo un lugar
sombrío y desolado.”
La pequeña pasó de página, a la espera de
un final feliz.
“Viendo lo que sucedía en la Tierra, Zeus,
rey de los dioses, se vio obligado a intervenir. Persefone debía ser devuelta a su madre. Pero la cosa no era así de sencilla; La
joven había probado una granada, un fruto
del inframundo, por lo que ya le era imposible regresar a la superficie con su madre.
Pero esto no impidió a los dioses encontrar
una solución; Así, se acordó que Persefone
pasaría seis meses al año en el inframun-
do junto a su esposo, y los otros seis sería
devuelta a su madre. Por eso, durante seis
meses al año, mientras Demeter muestra su
tristeza por la ausencia de su hija, las flores
se marchitan y las plantas mueren. Pero pasado ese tiempo, Persefone regresa junto a
su madre y ella, rebosante de felicidad, trae
de vuelta el verde de la hierba y de las hojas,
y brota de nuevo la vida en la Tierra.”
Sobre el edredón, entre dos páginas de papel, Persefone y su madre se abrazaban y
volvían a ser felices. La pequeña dormía plácidamente a la luz de la lamparita de noche.
…
No había quién lo entendiera. ¿Por qué papá
les había llevado a aquel sitio tan raro, con
toda aquella gente tan triste? En el coche
nadie había dicho ni una palabra, aunque
Yanira no dejó de preguntar adónde iban. Allí
casi no había niños, y los pocos que vio la
pequeña parecía que se habían disfrazado
de mayores, vestidos como papá cuando
iba a trabajar. Todo el mundo se acercaba
a su padre y le abrazaba. Después le decía
algo así como que lo sentía mucho. Aquel
día Yanira se dio cuenta de que a veces los
mayores también lloran. Incluso papá parecía bastante triste. Y, para colmo, mamá no
aparecía por ninguna parte. Además estaba
ese extraño silencio a su alrededor desde
que se había subido al coche con papá y
Erick; era como si todos los mayores se hubiesen puesto de acuerdo para que ella no
se enterase absolutamente de nada. Todo
era de lo más extraño.
La pequeña se acercó a su padre y le tiró del
abrigo:
-Papá, no veo a mamá, ¿Dónde está?
Los ojos de papá brillaban y habían enrojecido. Antes de responder, esperó a que su voz
dejase de temblar;
-Yanira, mamá…se ha marchado.
Ella enmudeció por un instante. No estaba
segura de haberlo entendido.
-¿…Adónde? ¿Cuándo va a volver?
Pero no obtuvo respuesta. Papá había dejado de mirarle a los ojos.
Quizá él tampoco lo sabía. Los papás no
siempre lo saben todo, y a veces hay que explicarles alguna cosa. Como cuando aquella
relato corto xxii edición mari puri expréss 29
2º Premio el jardín del silencio
tarde, la semana pasada, papá la cogió en
brazos frente a la ventana:
“-Yanira, mira las nubes. Ves que se mueven,
¿Verdad?
-¡Claro!
-Y… ¿Por qué crees que lo hacen?
-Jo, pues para que salga el sol y podamos
bajar a jugar al parque. ¡Pero van muy despacio!”
Papá sonrió. Debía estar contento; si alguna
vez Erick le preguntaba por las nubes para
hacer algún trabajo del cole, él ya sabría explicárselo.
Pero esta vez la cosa no era así de fácil. Yanira no tenía ni idea de adónde podía haber
ido mamá, y debía averiguarlo cuanto antes
para poder explicársela a su padre. Seguro
que por eso estaba así de triste. Pero, ¿A
quién iba a preguntar? ¿Quién sería capaz
de explicarle qué sucede realmente cuando
algo que vemos y que sentimos, algo que ha
estado presente durante toda nuestra vida,
sencillamente un día desaparece? Desde
luego no parecía ser el tipo de pregunta que
la señorita Ana solía contestar en clase.
Fueron sucediéndose los días. Y los cielos
encapotados cubiertos de nubarrones negros que de noche ocultaban las estrellas.
Y el viento frío que mecía los columpios de
los parques vacíos y empañaba las ventanas
de las casas, ocultando aquel paisaje oscuro
y estéril moldeado en hormigón. Y el silencio continuó invadiendo la casa, más triste y
por más tiempo. La televisión no se apagaba
ni siquiera por la noche, porque papá ya no
dormía. Incluso las puertas habían dejado de
sonar; ya no se abrían ni se cerraban. Nadie había vuelto a salir de casa ni tampoco
a entrar en la habitación de Erick, salvo él
mismo. Hasta cuando papá lloraba cada noche lo hacía en silencio, como temiendo ser
presa de aquel horrible hechizo que había
arrebatado la vida de todo cuanto había en
casa. Daba la sensación de ser el único preso en una cárcel vacía por completo y peligrosamente acogedora, amordazado por el
silencio.
Aunque, como cierta niña sabe, a veces el
final feliz no se encuentra entre las páginas
del cuento.
Ocurrió una mañana de Marzo. Papá había
pasado la noche sentado frente al televisor,
30 xxii edición mari puri expréss relato corto
que seguía encendido. Sus ojos aún estaban
húmedos. Erick permanecía encerrado en su
habitación, desde donde últimamente ni siquiera se escuchaba el sonido del teclado.
Entonces, sucedió algo extraño; había algo,
un sonido distinto apenas perceptible bajo el
zumbido de las voces del telediario, hablando de una subida de las temperaturas. De
pronto, la puerta de la habitación de Erick se
abrió, y el sonido del televisor fue disminuyendo hasta esfumarse por completo. ¿Qué
era aquél sonido que poco a poco se abría
paso entre el nefasto silencio que consumía
cada rincón de la casa?
Papá se levantó del sofá como si un ángel
hubiese bajado desde el cielo hasta el salón
de casa y le hubiese tendido la mano. Erick
salió de su habitación movido por el mismo
impulso. A cada paso que daban, el sonido
se volvía más nítido. Aquella mágica melodía
les resultaba extrañamente familiar.
Yanira alzó la cabeza. Papá y Erick habían
entrado juntos en la cocina. La expresión de
asombro en el rostro de papá había hecho
desaparecer aquellas pupilas diminutas y
brillantes, ahogadas por sus enormes ojeras.
Yanira miró a través de los ojos de su padre
y, por primera vez en mucho tiempo, reconoció aquella mirada expresiva e inquieta que
devoraba montones y montones de cuentos
a la luz de la lamparita de noche.
A Erick y a papá les brotó del alma una sonrisa bajo los ojos hinchados y enrojecidos
mientras observaban el origen de la melodía
que había roto el maleficio; A los pies de Yanira yacía abierta la caja de música de mamá.
Durante un breve y fugaz instante ambos
permanecieron de pie, disfrutando del momento en que aquella niña de cabello azabache les demostró que mamá no se había
marchado, sino que seguía ahí mismo aunque no pudieran verla.
Papá Erick y Yanira se abrazaron y volvieron
a ser felices.
3er Premio de relato corto Categoría A
Irene Mª Cortiguera Landa
Sonata de Primavera
Catorce de mayo. La noche envuelve la gran
ciudad, aplastando con su quietud, calor y
silencio cualquier indicio de movimiento. Por
una vez todos; ancianos, adultos, jóvenes y
niños buscan algo de tranquilidad. El anhelado verano anima a dar ese último sacrificio,
y todos duermen, buscando en el descanso
las fuerzas para afrontar los siguientes días
de exámenes y demás métodos de estrés.
De repente, en una enorme y lujosa casa
del mejor barrio, una lamparita de mesilla de
cama tiene la osadía de encenderse, desafiando con su débil luz titilante la negra noche. A ese lado de la cama, desvelada, en
vigilia, se encuentra ella.
Ella. Cuarenta y seis años y pico. Pelo corto y moreno, satinado de hebras grises que
intenta esconder con tinte. Ojos verdes, brillantes, que en ese momento miran perdidos
a la lejanía, enmarcados por largas pestañas. Los rasgos de su cara son armoniosos,
sombra de una belleza pasada que pugna
por seguir presente. Aún sentada sobre la
cama, se puede observar su cuerpo curvilíneo, marcado por el camisón, y sus manos
de piel suave, que revelan que no ha fregado
un plato en su vida.
Ella. De las pocas que alcanzó el sueño al
que aspiraban casi todas las mujeres de su
generación: felizmente casada, tres hijos
buenos y estudiosos, y posiblemente la mejor médico de toda Europa.
Sin embargo, ahora es la única persona de
toda la ciudad que no puede conciliar el
sueño.
-Parece que la primavera ha llegado en el
mejor momento. ¿Os apetece salir a dar un
paseo? El invierno ha sido demasiado largo.
Después de haber usado todos los métodos
tradicionales y modernos para poder dormir
me doy por vencida. No puedo. Si sigo contando ovejitas me volveré loca.
Fuera, en el alféizar de la cocina, un brote
verde y diminuto surgía entre los tallos secos
y las hojas marchitas deuna hierbabuena.
Así que aquí estoy, acurrucada en mi lado
de la cama, conmigo misma como única
compañía. Hay un hombre a mi lado, des-
patarrado, invadiendo mi espacio, robándome mi trozo de manta. No debería ser un
hombre…, debería ser el hombre, mi hombre… Al fin y al cabo, me casé con él hace
veintiún años. Al levantarme para ir por enésima vez al baño, casi tropiezo con dos copas tiradas en el suelo. Las recojo con cuidado, están vacías, con tan sólo los posos
de algún vino caro. Sonrío amargamente al
ver restos de carmín en el frágil cristal de
una de ellas.
Yo nunca me pinto los labios. Me ha vuelto
a engañar con otra mujer y ya ni siquiera se
molesta en esconderlo.
No, no estoy enfadada, sé que a él le ha tocado la peor parte… A mí me da exactamente igual lo que él haga, con quien se vea. Se
ha convertido en un extraño, al igual que mis
hijos.
Me encuentro en la cumbre del mundo profesional de la Medicina. Eso requiere renuncias, sacrificio, esfuerzo, dedicación... Me lo
llevo repitiendo toda la vida. He dado conferencias en todos los lugares del mundo,
desde Nueva Zelanda a Vancouver, pasando
por Londres, Berlín y París. Revistas, libros...
Todo el mundo se interesa por tener mi opinión, mi aprobación. Soy la joya de centros
de investigación de todo el planeta. El dinero
entra a raudales y la fama no hace más que
engordar.
Cierto es que no he atendido profesionalmente a un enfermo en toda mi vida, la sola
idea me da náuseas. Mi saber es puramente
teórico, pero no por eso menos válido.
¿Qué más dará? Lo importante es que estoy
entre las diez mujeres más influyentes del siglo XXI.
¿De verdad da lo mismo? ¿De verdad da
igual...? Las preguntas son sólo el primer
paso para empezar a pensar. Y pensar sobre
el sentido de la vida es algo que llevo evitan-
relato corto xxii edición mari puri expréss 31
3er Premio sonata de primavera
do cuidadosamente todos estos años. En mi
vida diaria no hay tiempo para ponerse a divagar: es todo técnico, práctico. Cuando hay
que comer, se come; cuando hay que dormir,
se duerme, y cuando hay que trabajar, se trabaja. No sobra un segundo para estupideces, ni afectivas ni metafísicas. Pero…, ¿de
verdad son estupideces?
¡Oh, Dios mío...! Es imposible. Me rindo. La
casualidad ha hecho que me encontrara con
él. Justo con él, el único que tiene la capacidad de llegar hasta los rincones más escondidos de mi cabeza, de hacerme filosofar,
interrogarme.
Y mi mente, aún insegura, se traslada a los
hechos ocurridos esta mañana, en un andén
del metro. ¡Qué escenario tan pobre para la
música tan sublime que me hizo girar la cabeza y echar a andar instintivamente hacia el
intérprete...!
Tengo la costumbre de tocar el violín los domingos en el metro. No, está claro que no
vivo de eso. Con lo que saco durante todos
los domingos de un mes no tendría ni para
pagarme una comida en uno de esos restaurantes de comida rápida. Yo tengo mi plaza
de profesor, ese es mi trabajo oficial. Pero,
dada la incultura musical presente en esta
sociedad, creo que escuchar fragmentos
de música mientras vas en el metro vendría
bastante bien a mucha gente. No me puedo
creer que haya personas que hayan muerto
sin escuchar una fuga de Bach o una sonata
de Mozart.
Lógicamente, mis esfuerzos por culturizar a
la gente pocas veces se ven recompensados. Todo el mundo va acelerado, de un lado
a otro, con prisas y también está el insalvable problema de los oídos taponados con
cascos y saturados del “chunda-chunda” de
la música electrónica.
En medio de esa atmósfera tan agobiante, busco mi esquina, afino el instrumento
y creo mi burbuja de tranquilidad tocando,
simplemente tocando. Es mi propio y personal rito espiritual de los domingos.
Hoy me apetecía interpretar la Sonata Primavera de Beethoven: una obra maestra, si a alguien le interesa mi opinión. Y así, al dejarme
llevar por la música a mi mundo paralelo no
fui consciente de la sombra que se acercó y
se detuvo un buen rato enfrente de mí, escuchándome, hasta que ésta se agachó para
dejar en la funda del violín la propina habitual
32 xxii edición mari puri expréss relato corto
3er Premio sonata de primavera
que nos dan a los músicos callejeros. Sin dejar de tocar, hice un gesto de agradecimiento
y bajé un poco la mirada para ver a cuanto
llegaba su generosidad.
¡Riaaaaaaaaaas...! Dejé resbalar el arco por
la cuerda del violín en un sonido cacofónico,
y el propio violín estuvo a punto de caérseme
de entre las manos. ¡Cincuenta euros! ¡Me
había dejado cincuenta euros!
Afortunadamente, el andén estaba vacío, y
no fue difícil encontrar a la generosa donante. Era sin duda aquella mujer que se alejaba,
con la cabeza muy alta y andares elegantes,
propios de alguien perteneciente al cerrado
círculo de la altísima sociedad.
Con el violín en una mano y los cincuenta
euros en la otra eché a correr detrás de ella,
consiguiendo alcanzarla antes de que se
metiera por alguno de los pasillos del metro:
– Perdone, creo que se ha equivocado… –
dije con diplomacia.
La mujer se giró, taladrándome con la mirada:
– No me he equivocado. Yo nunca me equivoco –fue su misteriosa respuesta.
– En serio –insistí– quédese con sus cincuenta euros.
– ¿Qué tenéis los músicos que siempre os
estáis quejando? –dijo con un deje de rabia
en la voz–. Escúcheme, señor, si no se los
doy a usted se los daré al organista de la parada del autobús, que toca la banda sonora
de Titanic. ¿Qué prefiere?
Vacilé unos segundos. Yo defendía la teoría
de que el arte no hay moneda que lo pague,
pero lo cierto es que cincuenta euros nunca
hacen mal a nadie. Además, había algo en
aquella mujer que me recordaba a alguien…,
aunque sólo fuera en la forma en la que no le
gustaba que le llevaran la contraria:
– Está bien, me los quedo, se lo agradezco
—terminé diciendo—; pero déjeme preguntarle una cosa, si no es molestia…¿De verdad prefiere una piezucha de música clásica
que no conoce nadie a Titanic?
En aquel momento pensé que había llegado
demasiado lejos. La desconocida hizo una
mueca con la cara como si se hubiera bebido un litro de vinagre. Parecía que ahora se
arrepentía de su arranque de generosidad.
– Eso no es de su incumbencia –dijo secamente–. Pero se lo voy a contestar. Lo que
estaba usted tocando no era ninguna piezucha, era la Sonata Primavera de Beethoven… No ponga esa cara, ¿qué se cree?,
¿que sólo usted ha estudiado música? Aunque no creo que le importe, yo di clases de
piano.¡Ah!, y esta obra en particular es para
violín y piano, luego a usted le falta un pianista. De hecho, yo misma la toqué, sí, toqué
la Sonata Primavera en un concierto hace
muchos años, aunque desde entonces no la
he vuelto a escuchar.
Aquel musiquillo callejero me empezaba a
incordiar. Sobre todo por su manía de hacer
preguntas todo el rato. ¡Con lo fácil que era
vivir sin preguntarse cosas!
Además, no podía preguntar algo sencillo
como, ¿qué hora es? o ¿sabe cómo se va
a tal sitio? No, él me preguntaba por qué le
había dejado los cincuenta euros, por qué
me gustaba lo que estaba tocando... ¿por
qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Una pregunta que llevaba evitando los últimos quince
años. Los porqués te hacen cuestionarte
las cosas, dan dolor de cabeza, y muchas
veces no tienen respuesta coherente. Ni siquiera yo misma sabía por qué le había dejado una suma tan considerable de dinero,
o simplemente por qué me había parado,
gastando mi precioso tiempo en escuchar
aquella melodía.
En aquel momento de silencio incómodo,
en el que él no se decidía a hablar, lo estudié con más atención. Estaría próximo a los
cincuenta, dos centímetros más bajo que
yo (de mi estatura, si yo no llevara aquellos
infernales tacones), y con algunas entradas
en el pelo rubio y rizado. Tenía un estilo informal, no al que estaba yo habituada, de
etiqueta, corbata y zapatos relucientes,
sino mucho más deportivo, casual, recién
levantado.
Miré el reloj instintivamente. Hoy iba con
tiempo, o por lo menos más del acostumbrado… Aún así puse la excusa de siempre:
– Me tengo que ir, tengo un par de compromisos urgentes.
– Gracias... por el dinero –sonrió.
Esa sonrisa me dejó paralizada. No podía
ser. Había pasado tantísimo tiempo, había
cambiado tanto… Pero la sonrisa estaba
como siempre, la dentadura blanca y per-
fecta, sin ningún diente ortopédico, hasta se
le seguían formando los mismos hoyuelitos
al reír.
– ¿Alex...?–dije insegura.
– ¿Marina? –respondió él.
Marina de la Cuesta Donoso. Casi no me lo
podía creer. Marina. La notaba muy cambiada. No era por el pelo, que antes solía llevar
muy largo y ahora lo llevaba corto, con las
puntas peinadas hacia dentro. Tampoco por
las arrugas, que ya empezaban a dejar huella en su rostro, ni por los cambios que, en
general, experimenta el cuerpo de una chica
de los diecisiete a los cuarenta y seis años.
No, no era eso. Había algo en la mirada, mucho más dura de lo que la recordaba, en el
deje de odio reprimido de su voz, y en el tono
vacío y exasperado de la misma.
La conocía de vista, desde que ella tenía trece años, uno menos que yo. Ambos íbamos
juntos al Conservatorio de Música. Cuando
digo “de vista“ es casi exagerar. Había veces que pasábamos el uno al lado del otro y
no nos dábamos cuenta de que existíamos.
No empezamos a hablar hasta dos años más
tarde. Teníamos una gira con la orquesta en
Italia, y ella, que era pianista, nos acompañó como auxiliar para colocar sillas, atriles
y partituras en las salas de conciertos. Supongo que por las noches, y con ayuda del
alcohol, intercambiaríamos alguna frase o
diríamos alguna tontería. No hubo más. Si
todo hubiera quedado ahí…¿a que sé debía
esta turbación al verla?
Llegó septiembre del 2009 y ambos iniciábamos nuestro último curso en el Conservatorio. Aquel era un año muy importante para
mí, pues tenía el examen de Selectividad.
Ella todavía cursaba primero de Bachillerato,
pero aún así necesitaba muy buena nota media, ya que quería estudiar Medicina. Y justo
coincidió que teníamos exactamente el mismo horario en todas las asignaturas, así que,
a la fuerza, me tuve que fijar en ella, más que
nada por su aspiración a ser siempre el centro de atención.
Iba vestida con el uniforme de su colegio,
uno de curas, así que parecía muy modosita, con su falda y su blusa, sentada en las
clases completamente callada, de vez en
cuando emitiendo suspiros de aburrimiento.
Luego, al salir de clase, no se callaba. Hablaba y hablaba, reía y reía, empezaba a contar
relato corto xxii edición mari puri expréss 33
3er Premio sonata de primavera
algo y se paraba a la mitad, perdía el hilo y
empezaba por otra cosa, de vez en cuando
soltando algún comentario inapropiado. No
se callaba nada, ni siquiera las opiniones
personales. Lo que pensaba lo decía.
En el fondo, no odiaba la música (como ella
repetía todo el día). Notaba que le gustaba
en el deslizar de sus dedos, acariciando el
instrumento, en la forma en que su sonido
llenaba la sala de conciertos y en la sonrisa
que ponía al tocar, cuando se concentraba y
cerraba los ojos, dejando fluir la música. No.
No la odiaba.
Poco a poco empecé a conocerla cada vez
más, incluso empezamos a hablar en serio.
Me contó la historia de su “Gran Amor”, un
chico al que había conocido en verano, el
típico malote del pueblo que la cambió por
otra en cuanto tuvo oportunidad. También
supe de las relaciones tan tirantes que tenía
con sus padres, los que querían que fuera la
mejor en todo.
Pero lo que más me sorprendía, sin duda,
era su romanticismo, sus ansias de libertad.
No le gustaba seguir las normas, odiaba
cualquier ámbito relacionado con la razón,
tachándolo de aburrido. Hacía mil estupideces al día, sin miedo a nada.
¿Su mayor sueño? Irse a trabajar a África
para salvar vidas. ¿Y su peor pesadilla? Acabar inmersa en la rutina, en los días repetitivos, grises e iguales.
“Me gustaría verte dentro de veinte o treinta
años, a ver si sigues así . Porque te voy a
recordar todas las cosas que haces y hasta
la más insignificante palabra que digas“, le
prometía yo. Y ella se volvía a reír, diciendo
que nunca iba a cambiar, que nunca se iba a
olvidar de quién era.
Hubo muchas cosas a las que me dio la vuelta
por completo. Me destrozaba mis complicados argumentos con frases simples, me enfocaba la vida desde una perspectiva distinta.
Por ejemplo, yo en aquel entonces tenía una
relación bastante estable con otra chica, y
ella me la echó por los suelos cuando le conté lo seguro que me sentía con ella.
“Amar no es estar sobre seguro”, decía con la
mirada encendida por la indignación. “Amar
es estar sobre una cuerda de equilibrista, a
cinco metros sobre el suelo, sabiendo que
si él se cae, tú caes con él“. Y se reía, y se
dedicaba a soñar, a perder el tiempo.
34 xxii edición mari puri expréss relato corto
3er Premio sonata de primavera
¿Pasó algo más, o no? ¿Subí con ella a esa
cuerda de equilibrista o no tuve el valor...?
Sea cual sea la respuesta, ése es nuestro
secreto.
Y llegó el catorce de mayo de 2010, trayendo
consigo el final de curso, las despedidas, los
últimos conciertos, los suspensos y aprobados. Ese mismo día, en el recital de fin de
año tocamos juntos la Sonata Primavera. De
eso, hoy hace, exactamente, treinta años.
Ha sido demasiado tiempo sin vernos, sin
hablarnos. Y ahora tengo miedo. Miedo de
que me recuerde esos meses, de cómo era
yo antes de…de…en fin, da igual
Estábamos allí, uno frente al otro, en un andén. Exactamente igual a como nos despedimos cuando terminó nuestro último concierto. Aquella despedida estaba llena de
esperanzas, de promesas, de sueños por
cumplir. ¿Dónde están ahora aquellos jovencitos? Por lo menos uno de ellos convertido
en aquello que nunca quiso ser.
Por fin, se acercó a mí y, correcto como
siempre, me dio dos besos en las mejillas a
modo de saludo.
– Marina…, ¡cuánto tiempo...! Tendrás mil
cosas que contar...
– Ya, ¿por qué no vamos a tomar algo? –propuse impulsivamente–. Te invito.
Me sorprendió. Casi nunca salgo con mi familia a tomar algo, sólo lo hago si son cuestiones de trabajo o etiqueta.
– No, te invito yo, que para eso soy el mayor
–bromeó.
– Pago yo, que seguro que gano más dinero.
– Mira, mejor pago yo con los cincuenta
euros que me acabas de dar –zanjó la conversación.
Acabé cediendo, algo insólito en mí, nunca
cedo ante una disputa, por nimia que sea.
Y al final acabé en una plaza tomando un
bocadillo de calamares fritos y una cerveza,
hablando de conocidos, antiguos amigos y
compañeros de los que tenemos noticia, bodas, embarazos, puestos de trabajo…Todo
con tal de evitar el interrogatorio inminente,
sus preguntas a las que no podía dar una
respuesta coherente con la que estuviera
satisfecha. Siempre conseguía pincharme,
que me quedara con la boca seca y que las
palabras se enredaran unas con otras en la
punta de la lengua.
– ¿Qué hacías en el metro? –preguntó con
curiosidad–, pensaba que las personas
como tú tenían chófer privado.
– Bueno, es que ayer tenía una reunión en
Barcelona, pero de repente surgió un imprevisto en un laboratorio de aquí y tuve que coger un vuelo para venir. Al llegar, un error hizo
que no viniera ningún taxi a por mí, y al final
resultó que no hacía falta que viniera, bueno,
el típico lío, y acabé en el metro–. Terminé
– ¿Y qué pasó después?
– Pues que me encontré contigo–. Resumí
– Que tonta eres –se rió–. No me refería a
ese después. Me refería al después de aquel
concierto
– Que me fui a mi casa…, ¿por ejemplo?-dije
con ironía. No quería contestar. No quería
decirle cómo y dónde había acabado.
– En serio. A ver, mira, yo aprobé Selectividad, hice Magisterio y el grado superior de
violín, y ahora ejerzo de profesor –dijo con un
deje de exasperación-. No hay mucho más
que contar.
– Pues yo aprobé Selectividad, hice Medicina y… -empecé a decir.
– Descubriste la vacuna contra el Sida y ahora eres una médico de fama mundial - terminó él por mí-. ¿Quién iba a decir que esa niña
insoportable que no paraba de hablar fuera
ahora una persona tan influyente!
– Lo de esa vacuna… fue casualidad, pura
suerte… -me sinceré-. Yo estaba inmersa
en aquel proyecto de investigación, pretendía acabarlo e irme a trabajar a África, como
siempre quise…, y entonces, en unos experimentos que estábamos haciendo, no sé
cómo, surgió.
– Siempre has sido modestilla… -fue su respuesta-. Seguro que te costó tu trabajo. ¿Y...
el resto de aspectos de tu vida?
– A ver. Te lo voy a resumir todo. Estuve hasta los veinte años de un sitio a otro, con unos
y con otros, estudiando Medicina, por supuesto; pero mientras tanto viajé bastante,
conocí nuevos sitios. Luego empecé a salir
con Álvaro, el típico amigo de un amigo que
conoces en una fiesta. Dos años mayor que
yo, arquitecto…, el hombre perfecto. Empe-
zamos en serio y luego pasó lo de la vacuna
esta. Me empezaron a llover ofertas de todos
los lados, tenía que ponerme a la altura de
los importantes médicos profesionales así
que estudié dejándome la piel, olvidándome
de todo. Pensaba ganar mucho dinero y luego poder abrir proyectos en África. Después
me casé. Cada vez aplazaba más y más lo
de África. Doné dinero y todo eso, pero mi
sueño era vivir allí. Claro, eso perjudicaría mi
carrera y la de Álvaro, estaría lejos de mi familia y todos esos problemas, que eran simples excusas por el miedo a perder mi dinero
Vino la primera hija, y la segunda y el tercero.
Y yo cada vez era más famosa, no podía decir que no a cada oportunidad, a cada puerta que se abría…. Mis hijos han sido carne
de cuidador y a mi marido casi ya ni le veo.
Soy una máquina de trabajar, de dar ideas...;
pero desconozco a mi familia, me desconozco a mí misma. No soy una persona, soy una
mezcla entre animal y ordenador….
– ¿Has vuelto a tocar el piano? –preguntó él
hurgando más en la herida.
– No.
– Pues deberías -dijo simplemente-. Tengo
que pensar en tu problema, en cómo ayudarte. Porque te voy a ayudar, Marina, eso lo
tengo claro.
– Quiero que me ayudes ahora, ¡ya! -exclamé
impaciente.
– Estas cosas requieren tiempo, y yo me tengo que ir ya –repuso con su calma de costumbre –. Bueno, la última pregunta, ¿por
qué dejamos de vernos?
Ella para de repente sus recuerdos. Una lágrima solitaria busca su camino por entre las
comisuras de la boca. La primera muestra de
debilidad humana que muestra durante mucho tiempo.
Con cuidado de no hacer ruido, desciende por la escalera hasta la sala de música,
introduce la llave por la oxidada cerradura
e irrumpe en la estancia con cuidado, con
temor, con esperanza ... y con otras tantas
sensaciones ya olvidadas.
El silencio de la noche se ve interrumpido
por las notas del piano, los dedos, algo atrofiados vuelan veloces sobre las teclas, descargando las emociones reprimidas durante
años, los sueños rotos, las preguntas sin
contestar, todo liberado gracias a Beethoven, gracias a la Sonata Primavera.
relato corto xxii edición mari puri expréss 35
accésit local trece horas para recordar
Accésit local de relato corto Categoría A
Alexandra Hurtado Real
dome conciliar el sueño. ¿Cómo es la vida
de alguien cuyos recuerdos residen en algo
ajeno a la mente?
Trece horas para recordar
Clara no tenía familia, todos murieron en un
accidente de tráfico hace 3 años. Clara se
salvó milagrosamente del accidente, pero en
vez de la muerte a ella le aguardó un destino
peor. Su único pariente vivo era una hermana
cuyo paradero era desconocido.
Era un día soleado en donde dominaba el
cielo azul. Los rayos de sol iluminaban la vieja estación de tren abandonada y en medio
de la nada, dándole un aire acogedor, a pesar
de las incontables ratas muertas de alrededor. Aquel lugar era mi pequeño oasis dentro
de un amplio desierto llamado ciudad. Un lugar donde poder mirar el cielo infinito y sentir
la suave brisa campestre. No había ni pisos,
ni coches, ni personas; reinaba el silencio.
Un buen lugar al que ir a relajarse tras las
agotadoras clases.
Sin embargo, cuando fui aquel día, aquella
tranquilidad se encontraba acompañada.
Sentada en un banco se hallaba una niña
que sostenía un viejo libro, pero con la vista
clavada en el horizonte. No creo que tuviera
más de catorce años.
Me senté a su lado y parece ser que ella se
inquietó un poco por mi presencia, ya que se
echó a un lado más apartado del banco. En
ese momento me percaté del parche que le
tapaba el ojo izquierdo. Creí adecuado comenzar conversación:
- Hola, soy Inma. No sabía que aparte de mí
había otra gente que viniera a este lugar.
La niña cerró el libro y me miró. Su cara me
resultó muy familiar, no sé por qué. Se disculpó e hizo ademán de irse, pero la agarré
de la manga antes de ello.
- Quédate. – Dije. – No me molestas.
- Esto, yo… ¿Nos conocemos de antes?
Ese fue el principio de todo. A partir de ese día,
cada vez que iba a la vieja estación, me encontraba con la niña ya sentada en el mismo banco de la primera vez, con su libro de siempre
abierto. Pero ella no leía el libro, tan sólo observaba el horizonte con mirada inexpresiva.
Empezamos a charlar y conocernos. La niña,
cuyo nombre me dijo que era Clara, era muy
tímida y se frustraba con facilidad. No asis-
36 xxii edición mari puri expréss relato corto
tía a clases y siempre que le preguntaba el
porqué, cambiaba repentinamente de tema.
Evitaba contarme cualquier cosa acerca de
ella, por lo que siempre hablábamos de mí
y de asuntos triviales. También hubo otro
detalle que atrajo mi atención: Cada día, en
cuanto nos encontrábamos cara a cara en
la estación, sus primeras palabras siempre
eran: ¿Nos conocemos?
Un mes tras el encuentro fui a la estación de
costumbre. Llevaba un libro que estaba leyendo; me apasionaba la lectura. Le conté
a Clara con tono emocionado la trama del
libro, y entonces…la pregunté:
- ¿Qué es ese libro? Me pica la curiosidad…
Siempre lo llevas contigo, pero nunca te he
visto leerlo.
Hubo un largo silencio. Clara palideció y las
manos con las que sujetaba el libro comenzaron a temblar mientras se aferraban con
fuerza a éste.
- Eres la única persona que me ha aceptado
tal y como soy. – Comenzó pausadamente
entre palabra y palabra. – Por lo que… creo
que deberías conocer la verdad.
Lo que me contó a continuación me dejó
petrificada. Tras ello, Clara se levantó de su
asiento y se fue corriendo. Quise detenerla,
pero las piernas me fallaron. No respondía,
no tras aquellas palabras que me dijo. Pasaron las horas. Llegó el crepúsculo antes de
lo esperado; anochecía y el frío comenzaba
a notarse. Creí conveniente regresar a casa
e irme directamente a la cama, pero antes
debía pasar por otra parte.
“Este libro es mi vida desde hace 3 años,
aquí anoto a diario todos mis recuerdos desde entonces, porque… no puedo recordar
nada más allá de un espacio de 13 horas.”
Clara…No podía ser cierto. Esas palabras
resonaban en mí una y otra vez, impidién-
Esas cosas me las contó Ramón, el tutor y
encargado de Clara desde que ocurrió el accidente. Su dirección fue una de las pocas
cosas que pude averiguar de él, ya que Clara
sólo le mencionó una vez.
“La capacidad de recordar de Clara se detuvo justo el día del accidente. Se ha quedado
estancada mentalmente en una niña de 11
años y cada mañana para ella es como si
fuera la mañana tras el accidente. Sólo los
recuerdos anteriores a ello permanecen en
ella.”
Falté a clase el resto de la semana. No me
encontraba bien para asistir a clase, y por
una vez me alegré de que mis padres no
estuvieran vivos para regañarme por ello…
No, eso también me entristecía. Mis padres
también murieron en un accidente de tráfico
hace varios años, desde entonces he vivido
sola en un apartamento cercano a la estación.
Pasé los días allí, en la estación, sentada en
el banco de costumbre esperando ver la silueta de Clara acercarse y poder saludarla.
Ya entendía por qué Clara me preguntaba
siempre que si nos conocíamos…Ella, por
muchos recuerdos que lea en el diario, no
tiene ninguna imagen de mí, cada vez que
lee el diario para recordar no sabe quién soy.
Sabe que existo, que soy su amiga, pero
cada día es como si me viera por primera vez
y empezara una amistad conmigo.
Clara no apareció en toda la semana.
El miércoles de la semana siguiente acabé
mi libro, por lo que fui a la biblioteca a dejarlo
y coger otro. Estaba en la sección de ‘ciencia ficción’, cuyas novelas tenía ya todas leídas, pero estaba bien repasarlas de nuevo.
Me senté en una mesa de la biblioteca… Allí
estaba ella. A dos mesas de distancia, Clara
se encontraba también leyendo. Me acerqué
a ella y la pregunté lo que llevaba pensando
desde el día en que conocí toda la verdad…
- Clara… ¿Tienes algún sueño?
Ella dejó el libro y me miró fijamente a los
ojos. La dije que era Inma, entonces en su
cara se arremolinaron sentimientos de alegría y tristeza a la vez.
- Ahora que lo sabes todo… ¿Me vas a dar
de lado?
- ¿Cómo? – Me sorprendió esa cuestión,
pero no dudé la respuesta. – Claro que no,
tú eres mi amiga.
Una sonrisa dibujó el rostro de Clara, una
sonrisa que nunca antes había visto. Una lágrima le brotó de su ojo derecho y saqué un
pañuelo.
- Sí que tengo un sueño. Quiero… escribir
una novela.
A partir de ese día nuestro punto de encuentro cambió; empezamos a quedar en la biblioteca. Quería hacer feliz a Clara e iba a
ayudarla en su sueño. La ayudaría a escribir
una novela. Ella tenía la trama y me demostró un gran talento para la escritura. Las palabras eran un juego para ella y con tan sólo
un lápiz, hacía que cobraran vida propia.
Juntas, podíamos lograrlo.
Los días pasaban y avanzábamos en la novela. Cada día Clara estaba más alegre, su
rostro lo confirmaba; y yo me alegraba por
ello. Pero por mucha alegría que ella sintiera,
Clara no era totalmente feliz. Su enfermedad
era incurable y los milagros no existían; Clara
sería para siempre una niña de 11 años, y
cada mañana reviviría el angustiado momento de la mañana tras el accidente de hace
tres años. Aún así, yo albergaba la esperanza de que algún día ella pudiera recordar, recordar más allá de las trece horas.
Lo cierto es que a medida que avanzábamos en la novela, la veía más extraña. Era
novela de ficción: En la trama se narraba la
historia de una chica en una isla desierta.
La chica vivía en una mansión. Tenía todo
a su alcance, todo lo que deseaba aparecía
ante sus ojos. Banquetes, jardines, piscinas… pero la chica estaba vacía. A la chica le gustaba pintar, por lo que deseó un
pincel, pinturas y un soporte. Aparecieron
y la chica comenzó a dibujar un paisaje. Le
gustó mucho el paisaje, y cuando terminó
el cuadro, comenzó a hacer otro. Y otro, y
otro, hasta que dibujó todos los paisajes de
la isla. Pero la chica no tenía bastante, estaba vacía por dentro. No sabía qué hacer,
así que deseó un álbum de fotos. El álbum
relato corto xxii edición mari puri expréss 37
accésit local trece horas para recordar
accésit local trece horas para recordar
apareció y en él salían la foto de un chico.
La chica no sabía que había más personas
como ella en el mundo, y buscó por la isla.
No encontró nada. Entonces, decidió pintar al chico. Lo pintó en todos los cuadros,
uno por uno. Cuando terminó de pintarlo,
observó sus cuadros con ahora el chico en
ellos. Quería algo más. Se pintó a ella en los
cuadros, junto al chico. En todos.
culo son sus recuerdos. Pero según esto, la
chica morirá…
La chica seguía vacía por dentro, tenía todo
lo que deseaba, pero no tenía nada.
Subí las escaleras de dos en dos y abrí la
puerta que daba a la azotea de par en par.
Allí estaba Clara, al lado del vacío y sujetando el libro de siempre; su vida tras el accidente. Una simple mirada bastó para hacerla
comprender que había descubierto el verdadero significado de la novela. Ella apartó sus
ojos de los míos, que seguían clavados en
los suyos. No me lo pensé, corrí hacia ella
para impedir la tragedia, no podía suicidarse.
Tan sólo nos quedaba desarrollar el final de
la novela. Clara tenía dos posibles finales:
Que la chica atravesara el cuadro y se encontrara con el chico, o que la chica decidiera suicidarse.
- Me gusta más el final feliz, así podrá estar
con el chico. – Dije
- ¿Sí?- Se decepcionó Clara. – Yo creo que
es mejor el otro. Si la chica no tiene nada,
no tiene sentido su vida. En realidad los dos
finales son felices. La chica considera la
muerte como un final feliz para ella.
Clara se levantó de la mesa, recogió sus cosas y se fue. Eran ya las diez de la noche, seguramente ya no recordará lo que hizo antes
de las nueve de la mañana… Cogí la novela
y me puse a leer de nuevo algunos puntos.
¿Por qué Clara insistía en que se suicidara?
¿Por qué ese es un final feliz?
Llegué a un párrafo del libro que me extrañó,
ya que nunca lo había leído. Seguramente
Clara lo habría añadido sin consultarme:
“La chica superficialmente tiene todo, pero
en realidad no tiene nada. Está presa de
unas cadenas que forman el radio del círculo
por donde tiene libertad de movimiento. No
puede avanzar más allá de lo que miden las
cadenas. El tiempo está detenido. Una voz
la llama, pero ella no la oye. Tiene alimento
dentro del círculo, pero esa comida se acabará algún día. Cuando se acabe, no tendrá
nada… Morirá.”
El corazón me dio un vuelco. ¡¡No es posible!! De repente comprendí todo. No, no se
trataba de una simple novela. La trama era
real, ¡se trata de los sentimientos de Clara
y su visión del mundo! Las cadenas no medían longitudes, sino los 11 años de vida de
Clara. No puede avanzar más allá de los 11
años de vida por su enfermedad, pero en
esos años puede recordarlo todo… Por eso
la chica puede moverse por el círculo. El cír38 xxii edición mari puri expréss relato corto
Miré a la silla ya vacía en donde se hallaba
antes Clara. De repente, oí el sonido de una
puerta abrirse y una ráfaga de viento de viento me sacudió la cara. ¡Clara no se había ido,
había subido a la azotea! ¡No, no es posible
que vaya a…!
Ella no se movió del sitio, permaneció tranquila y una leve sonrisa apareció en su rostro cubierto de lágrimas. Levantó un brazo, y
agarró fuertemente las hojas del diario.
Me encontraba a escasos metros de ella
cuando arrancó de un tirón todas las hojas
del diario; que seguidamente se llevó el viento.
Me quedé paralizada. ¿Por qué? ¿Por qué?
¿No piensa vivir más allá de los once años?
¡Eso era su vida tras el accidente! ¿¡Por qué
renuncia a ello!?
ta, pero empecé a ver borroso. Me mareé,
noté que todo daba vueltas a mi alrededor,
no notaba mis piernas y cada vez veía todo
más y más borroso…
Cuando desperté, era ya por la mañana. Estaba tendida en la azotea de la biblioteca y
me incorporé de un brinco. Había tenido el
mismo sueño que tuve el día que conocí a
Clara: El accidente de mi familia. Sólo que
esta vez había un dato más, un dato oculto
que mi mente era incapaz de recordar debido al dolor: Mi hermana se salvó del accidente.
Sí, ahora recordaba todo perfectamente.
Cuando me salvé del accidente, el médico
me dijo que podría padecer de amnesia,
cosa que no di mucha importancia por aquel
entonces. Pero ahora… ahora recuerdo a mi
hermana, recuerdo lo que pasó realmente.
¿Cómo no me di cuenta?
Pero ya habían pasado trece horas, ya estaba todo perdido…
No, no lo estaba. Aún me quedaba una cosa
por hacer, y había que hacerla antes de que
fuera demasiado tarde.
Pasé todo el día recogiendo las hojas desperdigadas por la ciudad correspondiente al
libro de Clara. Ahora que por fin recordaba
todo, no podía dejarlo pasar. Calle por calle,
rincón por rincón; cualquier hoja la examinaba para comprobar si correspondía o no a
los recuerdos de mi hermana. No podía olvidar lo que pasó, no perderé a mi hermana.
Se alzó la tarde y cuando me quise dar cuenta eran ya las siete de la tarde. Clara ya habría olvidado todo y yo sólo tenía una quinta
parte del libro; pero debía seguir intentándolo. Las piernas me fallaron y caí al río en
donde se hallaba una hoja del libro que intentaba coger desesperadamente. No sabía
nadar, era mi fin…Mas una mano me agarró
en el último momento.
Esa mano tiró de mí y salí del río. Me vi cara a
cara y a escasos centímetros de alguien. Esa
persona tenía la cara cubierta en lágrimas
mientras me decía cosas ilegibles debido a
las lágrimas; pero sabía perfectamente de
qué se trataba. La abracé fuertemente.
No sé cuánto rato pasamos así, sólo recuerdo las palabras que me susurró al oído una
vez las lágrimas hubieron cesado:
- Ha pasado un día entero… pero recuerdo
todo. Tenías razón: Éste es el final feliz del
libro.
- ¿¡Por qué lo haces!? – Grité llena de rabia
y dolor.
- Si has entendido la novela deberías saberlo. Yo he vivido once años, no viviré más. No
puedo avanzar más allá de lo que las cadenas me permiten. No puedo contestar a
aquella voz. No puedo contestarte. Dentro
de trece horas ya no recordaré nada de esto,
es… el final feliz del libro.
- ¡Eso es mentira! Eso… eso no es un final
feliz… – Mis lágrimas salían a borbotones, al
igual que las suyas.
- ¡Me da igual! No recordaré nada, es lo
mejor para las dos. Es muy doloroso estar
con alguien que no recuerda más allá de
trece horas, ¡lo es! No quiero hacerte sufrir
más, todo ha acabado. ¡Hermana, te olvidaré como tú te has olvidado de mí todo este
tiempo, y como harás en poco!
Salió corriendo hacia la puerta de la biblioteca, huyendo de su destino. Fui hacia la puerrelato corto xxii edición mari puri expréss 39
accésit local nunca es tarde
Accésit local de relato corto Categoría A
María Díez Domínguez
Nunca es tarde
corvado que haciendo un esfuerzo supremo,
levantó una mano en señal de despedida.
Empujando la silla, un chaval alto y fornido,
que sería familia del enfermo, aunque no logré sacar ningún parecido entre ellos. Como
impelidas por un resorte invisible, madre e
hija se levantaron de la silla y esbozaron una
sonrisa a la enfermera.
- Hola Gema, bonita. ¿Qué tal?
- A ver al doctor.
Aquella tarde de octubre era especialmente
triste. El otoño había irrumpido con fuerza y
un cielo gris y lluvioso me había recibido a
la puerta del hospital. Sabía que quizás ésta
sería la última vez que le viera con vida, pero
aún así, mis sentimientos no habían cambiado con respecto a él. Miré por enésima vez
mi reloj de pulsera y decidí entrar. A pesar de
que el tiempo aún no era frío sentí un estremecimiento, quizás fuera una mezcla de excitación y de miedo. Creí que el tiempo lo curaba todo, pero no conté con que el corazón a
veces te juega malas pasadas. Crucé el vestíbulo sorteando a las personas que salían.
¡Nunca me gustaron los hospitales!. Cuando
llegué a la puerta del ascensor iba convencida de lo que tenía que hacer, no sólo por
mí, se lo debía a mi madre y hermanos. Tantas veces había soñado con el momento en
el que me dijeran que todo había terminado,
lo he soñado de mil y una maneras distintas,
pero siempre acababa igual: “lo siento, su
padre ha muerto”, y ahora, que veía próximo
ese momento, tenía miedo de flaquear. A mi
alrededor la gente iba y venía. Otros sentados en incómodas sillas de plástico, estaban
ensimismados leyendo alguna revista y esperando ser atendidos en alguna consulta y
de fondo, el traqueteo chirriante de las camillas. Sentí como se me revolvía el estómago
y decidí subir por las escaleras. De cualquier
forma esperaba estar allí el menos tiempo
posible: lo justo para decirle al doctor que hicieran con él lo que estimaran oportuno, que
se hicieran a la idea de que ese hombre no
tenía familia. Le dejaría mi teléfono para que
me avisaran cuando muriera y eso era todo lo
que estaba dispuesta a hacer por él.
Mis pasos repiqueteaban en el pasillo al ritmo inquieto de mi corazón. Busqué la consulta del oncólogo, Dr. Ignacio Vendrell. Le
pregunté a una enfermera que en ese mismo
instante cruzaba el pasillo desde la zona de
internos hacia la de consultas. Me indicó que
el despacho del Dr. Vendrell se encontraba al
final de ese mismo pasillo. Me acerqué hasta
40 xxii edición mari puri expréss relato corto
donde me señaló la enfermera y saludé con
un apenas imperceptible “buenos días” a la
vez que me sentaba en una silla junto a una
adolescente a la que acompañaba una mujer. Por el parecido entre ellas debían ser madre e hijo: los mismos ojos, la misma boca…
imaginé que también tendrían el pelo igual,
aunque la joven llevaba un pañuelo tapándole la cabeza: no tenía cejas, lo más seguro
a causa e la quimioterapia. Noté la mirada
que la madre de la chica me lanzó a hurtadillas, quizás se preguntara cómo de avanzada tendría la enfermedad ya que conservaba
todo mi pelo, y aunque mi fisonomía era delgada, no tenía ningún signo de estar enferma. Cuando miré hacia donde se encontraba
aquella mujer, ella esbozó una sonrisa y me
pareció que se ruborizaba como si la hubiera
pillado en falta. Le devolví la sonrisa y bajé
la mirada hacia la punta de mis zapatos. No
sabía a donde fijas la vista.
- Quítate la chaqueta, Gema hija, aquí hace
mucho calor.
La chica empezó a desasirse de una fina
chaqueta de lana con una gran letra “W” en
un lateral del pecho. Su madre solícita tiraba de una manga mientras la muchacha arqueaba el cuerpo para facilitar la maniobra.
Después la mujer dejó la chaqueta sobre su
regazo, no sin antes, sacudir una manga que
había arrastrado por el suelo.
El tiempo pasaba lento. Miré el reloj, las once
y veinte. Acabaría con tiempo suficiente para
volver al trabajo antes de la hora de comer.
La puerta se abrió y una enfermera algo entrada en años sujetaba la hoja mientras se
oía despedirse a un anciano que iba sentado
en una silla de ruedas.
- Pasa cariño.
La puerta volvió a cerrarse y me quedé sola.
Me preguntaba qué era lo que hacía allí. Debí
hacer lo mismo que mis hermanos: quedarme al margen de todo aquello. ¿Qué podía
yo decirle a aquel médico?. Hacía más de
quince años que no veía a mi padre. Estuve
tentada a marcharme, pero aquello tenía que
terminar de una manera o de otra, no podía
seguir huyendo de mi pasado. Aproveché el
tiempo para revisar mi agenda. Hay que ver
la cantidad de personas que debía de borrar
de mi vida, unas por falta de trato, otras por
que fueron personas que pasaron de puntillas sin dejar apenas huella y otras por que
ya no viven… algunos de los nombre llevaban incorporado entre paréntesis de qué les
conocía: Arturo (Gestoría) – Andrés (hermano
de Julia)… Luego estaban los nombres que
evolucionaban a causa del tiempo: Enrique
y junto a su nombre, después de haberse
casado, se le incluye la coletilla de “padres”
y así va creciendo: “casa”, “móvil”; “trabajo”, “suegros”… Transcurrió al menos medio
hora hasta que sentí un movimiento inusitado en la habitación: el arrastrar de sillas me
indicó que la consulta estaba a punto de
concluir. Volví a sentir cómo se me revolvía
el estómago, quizás por los nervios y pensé que ese era el último momento para salir
corriendo, pero me quedé sentada, como
petrificada. La puerta se abrió y se repitió la
despedida.
- Adiós, doctor. Gracias por todo.
- Adiós Gema. –oí a la enfermera.- Adiós señora.
- Adiós y gracias. –contestó la madre.
- Adiós, Germán. –le saludó la enfermera.
Y al pasar junto a mi lado la madre volvió la
cara para decirme une escueto “hasta luego” que yo le devolví.
Cuando la silla alcanzó mi campo de visión
logré ver a un hombrecillo consumido y en-
La enfermera mantuvo la puerta abierta
mientras me saludaba.
- Sí doctor, muchas gracias por todo. Adiós.
- Buenos días.
Me acerqué hasta ella y mientras me invitaba
a pasar, ya me identificaba como la hija de
Sebastián Álvarez. Al oír el nombre, el doctor
levantó la cabeza del informe que estaba rellenando y se levantó.
- Sí, hola. Buenos días. Pase, pase…
- Buenos días, doctor.
La enfermera esperó a que yo entrara y cerró
la puerta tras de mi. El doctor Vendrell era
un hombre que rozaría la cincuentena, alto
y vestía una bata inmaculadamente blanca
con su apellido bordado en el filo superior de
su bolsillo. Me tendió la mano y después de
estrechármela me indicó que me sentara en
una silla que parecía más cómoda que la de
la sala de espera.
- Como usted ya sabrá su padre está internado en este hospital desde el mes pasado
–alargó el brazo para coger una carpeta que
le acercaba la enfermera: sin duda un informe médido en el que con letras mayúsculas
se leía SEBASTIÁN ÁLVAREZ.
- Mire doctor, antes de que siga quiero decirle que en realidad no me importa nada de
lo que le pueda ocurrir a mi padre. He venido
para advertirles que no vuelvan a llamarnos a
no ser que sea para decirnos que ha fallecido –lo solté todo de tirón mientras el doctor
me miraba a los ojos pacientemente.- No sabemos nada de él desde hace quince años.
No sé que le habrá contado a usted, pero le
ruego que no vuelva a llamar y dígale que él
tampoco lo haga. Y ahora si me disculpa…
-me levanté de la silla con la intención de
marcharme.
- Espere un momento, por favor –me quedé
de pie mientras intentaba acomodar las asas
del bolso a mi hombre. No sé por qué rehuía
su mirada, quizás temía lo que aquellas personas pudieran pensar de mi.- Le ruego que
me atienda un par de minutos, no se lo pido
por su padre, hágalo por mí. En la situación
en la que él se encuentra me facilitaría mucho mi trabajo si fuera tan amable de autorizar por escrito pruebas y demás estudios
que tenemos que realizar. No pretendo bajo
ningún concepto inmiscuirme en su vida privada, pero usted es el único familiar que ha
respondido a nuestra llamada y no tenemos
otra opción. –Me indicó que volviera a sentarme y aunque por un momento pensé en
salir corriendo de la consulta sin escuchar
relato corto xxii edición mari puri expréss 41
accésit local nunca es tarde
nada más, obedecía y volví a sentarme.Bien, muchas gracias. Veamos… como le
iba diciendo, su padre ingresó el mes pasado con una hepatopatía crónica en fase terminal. Para aclararnos: cirrosis hepática.
Estaba escuchando lo que tantas veces
había soñado oír y ahora no sentía nada.
Nada… aparte de un gran vacío que me dejaba helada el alma.
- ¿Eso quiere decir que se está muriendo?
–pregunté.
- Aún no puedo contestarle a eso. Una de
las pruebas que usted tiene que autorizar es
una biopsia para diagnosticar si la cirrosis ha
evolucionado hasta convertirse en un tumor.
- ¿Pero usted cómo lo ve? –mi voz intentó
parecer indiferente.
- La supervivencia de los pacientes con cirrosis hepática es relativamente prolongada.
La mayoría vive más de diez años. Sin embargo, una vez que la cirrosis se ha descompensado el pronóstico es malo. ¿Sabe usted
si su padre bebía frecuentemente?
¿Qué si mi padre bebía? Cómo podía describir a ese hombre el infierno por el que ella
y su familia habían pasado. Por la noche esperaban impacientes verle llegar. Con diez
años pasó de admirar a su padre a temerle,
temer una reacción desmesurada por cualquier tontería. Temer que llegara el momento
de las lágrimas y los reproches. Ver como mi
hermano Juan, el mayor de los cinco, se interponía entre nuestra madre y el primer golpe, mientras los más pequeños nos amontonábamos unos sobre otros en la cama para
pasar desapercibidos, volvernos invisibles…
He visto a mi padre dando tumbos de un
lado a otro del pasillo para intentar alcanzar
la cama y dormir un sueño inquieto de alcohol, mientras mi madre, calladamente lamía
sus heridas y las de mi hermano. Luego nos
besaba y sus besos sabían a lágrimas. ¡Que
si mi padre bebía!
- Como le he dicho, hace más de quince
años que no sabemos nada de él. Cuando
mis padres se separaron yo tenía diez años y
no recuerdo apenas nada de aquella época.
-¡Qué podía yo contarle a este hombre! Quizás no volviera a verle más y recordar todo
aquello me torturaba.
- Se lo pregunto por que una de las causas
más frecuentes de esta enfermedad es la bebida. La verdad es que esto no es relevante,
42 xxii edición mari puri expréss relato corto
accésit local nunca es tarde
simplemente era curiosidad –dijo mientras
me ofrecía un bolígrafo y me acercaba unos
folios con el membrete del hospital. No me
molesté en leerlos, di por hecho que se trataba de las autorizaciones necesarias para
realizar las pruebas médicas de las que me
había hablado el doctor. Estampé mi firma
en los lugares que me indicaba la enfermera.
Me levanté, esta vez decidida a marcharme.
- Bueno, ahora si me permite…
- Si, claro. –El doctor se levantó y tendió su
mano. Yo se la estreché y esbocé una sonrisa.
- Gracias por todo –dije automáticamente.
- Gracias a usted.
Aparté la silla y decididamente salí del despacho. Sentía que me faltaba el aire, sólo
pensaba en salir de aquel maldito hospital.
Quizás fuera por las prisas o por que me sentía aturdida, el caso es que me perdí entre
aquellos pasillos que parecían todos iguales.
No sé cómo acabé en la zona destinada a
los internamientos, cuando me di cuenta, el
pasillo estaba flanqueado por puertas en las
que se podía ver sin ninguna dificultad las
camas de los enfermos. Todas las puertas
estaban entreabiertas y al pasar por delante
de ellas las personas que ocupaban la habitación me miraban por un instante, como
esperando que yo fuera alguien conocido.
Después volvían a lo suyo: leer un libro, mirar
la televisión, incluso ví a una señora de cierta
edad tricotando lo que parecía una bufanda.
Yo caminaba pendiente de encontrar una enfermera que me guiase a la salida, cuando al
pasar por delante de una de las habitaciones
le vi. Sentí que se me paralizaba el corazón y
por un momento pensé que me había equivocado. Pero no, no era un error: allí estaba
mi padre. No supe qué hacer y de pronto la
puerta se abrió por completo y salió una joven enfermera, que con cara risueña me invitó a pasar:
- No se preocupe, no estaré mucho tiempo
–dije en voz baja- ¿está dormido? –pregunté
quedamente.
- Pues no lo sé. ¿Ha hablado usted con el
doctor?.
- Si, vengo ahora de su despacho.
- Entonces sabrá que está sedado. Aunque
a veces creo que se entera de todo ¡Fíjese
usted que tontería!
- Gracias –dije a modo de despedida.
La chica cerró la puerta al salir. Yo me quedé de pie con un nudo que me atenazaba
la garganta. Mi padre estaba tendido sobre
una cama que parecía excesivamente grande para él. Observé como tubos y cánulas
estaban conectados desde su mano hasta
una botella boca abajo y una bolsa de plástico que contenía un líquido amarillo, ambas
colgaban de un trípode metálico colocado
cerca del cabecero de la cama. Fijé mis ojos
en sus yertas manos que descansaban a lo
largo de sus costados. Aquellas manos que
yo temía, ahora huesudas y pálidas, sólo
inspiraban lástima. ¡Qué mal le había tratado
la vida! Me senté en un sillón próximo a su
cama y sin dejar de mirarle comencé a llorar.
Sentí como corrían cálidas las lágrimas por
mi rostro, apoyé mi cabeza sobre el lecho
en el que yacía mi padre, como tantas veces
cuando era una niña, después de dormirse
yo me atrevía a acercarme a su cama y le
cogía la mano… a fuerza de extrañarle llegué
a olvidarle. Cuando desahogué el nudo de
mi garganta con las lágrimas, comencé a hablar bajito, casi en un susurro, le fui diciendo
cuánto le extrañé en todo este tiempo; cuánto sentía su ausencia y, así, entre confidencia
y confidencia, el tiempo fue pasando. Parecía que había retrocedido en los años y volví
a sentirme como una niña, siempre deseosa
de agradar a su padre; siempre dispuesta a
perdonar sus delirios… De pronto sentí la levedad de su mano sobre mi cabeza, me giré
y al mirarle vi como una lágrima se deslizaba
por su mejilla.
- Perdóname, hija –su voz ronca provocó en
mí un escalofrío.- Perdóname.
Mantenía los ojos cerrados, quizás no tuviera fuerza para abrirlos. Cogí su mano y la
acerqué a mis labios. Le di un beso.
- Sí papá. Te perdono. Ahora duérmete. –Y
volví a recostarme en su cama.
- Mira quién ha venido a verte, Sebastián. –
dijo en voz alta y cantarina. La chica se acercó a mí y bajando la voz me preguntó que si
era de la familia. Yo seguía mirando hacia la
cama como hipnotizada, no podía apartar la
vista de él.- ¿Se encuentra bien?
- Sí gracias. Soy su hija.
La chica se apartó dejándome pasar. Antes
de irse e recordó que la hora de visita estaba
a punto de concluir.
relato corto xxii edición mari puri expréss 43
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