1r Accèssit Categoria Joves “La chelista” Laura Mihon Niculescu

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1r Accèssit Categoria Joves
“La chelista”
Laura Mihon Niculescu
Soltó el bolígrafo. Estaba cansada. Había mañanas en las que las cosas salían casi solas, su
mente funcionaba como un engranaje perfecto en el que todo encajaba; las ideas, las
soluciones, se deslizan como a través de una máquina bien pulida y en pocas horas
terminaba los cálculos que se había propuesto realizar para el departamento de investigación
de matemáticas que dirigía en la universidad. Pero esta mañana no era una de ellas, y su
cerebro atascado en uno de los problemas necesitaba sin duda un pequeño descanso. En el
despacho hacía demasiado calor (directamente proporcional al grado de dificultad de los
problemas que debía resolver), así que decidió salir fuera a despejarse. Era una mañana
demasiado fría para el aún incipiente invierno. Agobiada por las cuatro paredes, salió a la
calle deprisa, olvidándose su abrigo. Sin embargo sí cogió su imprescindible mp4 y un papel y
un lápiz, de los que nunca se separaba, pues más de una vez la solución había surgido sola,
independiente, ajena a ella, en un acto como de orgullo frente a los quebraderos de cabeza
de la que iba a ser su dueña. Para descansar, siempre escuchaba alguna pieza clásica que,
por otra parte, no le permitía olvidarse del todo de los números que rondaban su cabeza. Al fin
y al cabo, qué era la música sino fórmulas matemáticas perfectas, medidas lógicas que daban
lugar a tonalidades, escalas y armonías, eso sí, para el deleite de sus oídos.
Se sentó en un banco frente al edificio de la universidad y escogió, tiritando levemente, una
pieza que no había escuchado apenas hasta entonces. Se trataba de un concierto para
violoncelo interpretado por una de las mayores violoncelistas de la historia, una chica
extremadamente joven, que antes de la veintena ya había revolucionado el mundo de la
música. Era una pieza intensa, quizás no la más adecuada para relajarse y seguir trabajando,
pero la curiosidad por el famoso concierto la hizo decidirse. Siempre le llamó la atención la
historia de aquella mujer tan distinta a ella, la gran artista, la sensibilidad personificada, que
sin embargo tuvo una trayectoria profesional no tan diferente: su temprano éxito, el
reconocimiento internacional, los premios…todo lo que ella misma había conseguido en su
campo, mientras aun realizaba sus estudios.
A pesar de lo absorbente que era la obra ya desde los primeros minutos, las fórmulas no
dejaban de darle vueltas, y aun cerrando los ojos para concentrarse en la música, ahí estaban
siempre, como si el piloto automático de su mente siguiera buscando soluciones. La música
era ciertamente intensa, dramática, y la chelista tocaba con una precisión y sensibilidad
apabullantes. Casi sin darse cuenta, los números de su cabeza fueron despareciendo,
dejando lugar a los intensos sonidos de aquel violonchelo que parecía llenarlo todo: el
escenario,
la
sala
de
conciertos
enmudecida,
sus
cascos,
y
pronto
toda
su mente. Aun habiendo bajado la intensidad de la pieza, ya era tarde, ya estaba atrapada por
cada uno de sus acordes y por la cautivante melodía, que parecían ocupar ahora también su
vientre, su pecho, su cuerpo entero. Los dedos de sus manos congeladas se fueron
calentando, había dejado de tiritar. Un breve momento de lucidez le hizo tomar conciencia con
sorpresa de lo fuerte que la estaba atrapando la pieza, pero pronto dejó de razonar, cómo
habría podido, si la música la requería entera, liberada de la carga de la razón, para recibir los
sonidos como un lienzo en blanco, como una sala vacía en la que pudiera caber cada uno de
los acordes que se sucedían. En ella, la música surgía como de la nada, no de su mp4, ya
olvidado, ni de sus cascos que ya no sentía, de la nada, como una vibración, como una
imagen tomando forma poco a poco, más que una imagen, un tacto como de seda que rozaba
sus piernas, el calor, un olor a madera vieja, el sonido como un todo, pero consciente de cada
elemento; el violoncelo, más cercano que nunca, acogedor, cálido, poderoso, y la orquesta
detrás, como arropándola, el pelo suelto enredado en los clavos del instrumento, la orquesta
detrás y nada delante, nada, solo dentro, interior y exterior totalmente fundidos, las cuerdas
vibrantes bajo sus dedos, ahora en un pianísimo, la calma antes de la tormenta. En ese
ascenso todo era uno, cada sensación, la presión de sus yemas sobre las cuerdas, el vestido
de seda, el pelo enredado, la orquesta en su terrible abrazo, el calor de la sala abarrotada,
hasta la explosión final. Todo sonido, todo pasión, todo el universo en sus manos, y en su
cuerpo. El sudor corría por su cara, se acercaba el final, su último grito vibrante llenó la sala,
las respiraciones detenidas, ahí está, ahí está, la música, diluyéndose, escapando,
desapareciendo en su última frase que, nadie lo creería, ponía fin a esa música, en aquel
momento, en aquella sala, en aquel espacio, ahora sí, recuperado.
Abrió los ojos. El sudor de su cara se estaba enfriando rápidamente bajo la brisa que
anunciaba el invierno. Le tomó un tiempo entenderse, entender la calle, el banco en el que
estaba sentada, sus manos de nuevo frías. Un lápiz cayó al suelo, y se quedó mirándolo,
como ajena a él. Al rato, se agachó para cogerlo, y sus ojos se detuvieron sobre la hoja de
papel que yacía sobre sus piernas. No estaba en blanco, y, sorprendida, reconoció su letra en
ella, ligera, rápida, un poco desordenada. Le costó reconocer los números y las fórmulas que
hasta hacía algunos minutos, o una eternidad, le habían acompañado siempre. Se quedó
mirando, estupefacta, el papel, desde donde la solución al problema, descarada, obvia y
sincera le devolvía la mirada.
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