huellas fuenmayor

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Don Ramón, fotógrafo
Alfonso Fuenmayor
Diario del Caribe, dic. 23/76
—En esa casa hablan de ti como si te conocieran —me había dicho, varias veces,
Augusto Toledo.
Esa casa, porque es bueno que las cosas se aclaren desde un principio, es la
marcada con el número 356 de la Avenida Generalísimo Franco allá en Barcelona,
España.
Era domingo, y la Ciudad Condal, por cuyas calles un día los fenicios hablaron su extraña jerigonza, heroicamente resistía el implacable bombardeo que
sostenía el sol ese verano. Los árboles de esa avenida que los barceloneses por
razones políticas prefieren llamar la Diagonal, ofrecían una sombra piadosa a los
pocos peatones que por una u otra razón no se fueron a la Costa Brava.
Esa parte de Barcelona difiere notablemente de otros barrios. Del Gótico, por
ejemplo, o el de las Ramblas o ese otro que hace tambalear la moral cuando a él
se penetra por la calle del Conde del Asalto. Tengo la impresión de que cuando
José María Vargas Vila —que allí murió, en el número 30 de la antigua calle
Salmerón— dijo en su libro sobre Rubén Darío que “Barcelona es la París del
Mediterráneo”, tenía en la mente este sector que yo ese día transitaba para ir a la
casa en donde don Ramón Vinyes había muerto en 1952 y en donde vivían sus
hermanos.
Facsímil de Diario del Caribe.
HUELLAS 63, 64, 65, 66. Uninorte. Barranquilla
pp. 129-133. 12/MMI - 04, 08, 12/MMII. ISSN 0120-2537
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A la izquierda el Mercado y hacia el último
plano el callejón Francisco Palacio. Se distinguen los rieles del tranvía. Un hombre, vestido de blanco, atraviesa corriendo la calle, que
es la calle de las Vacas, después Boyacá y hoy
calle 30. El movimiento es notable y se advierte gran profusión de carros de mula y algunos
coches. Don Ramón debió tomar esta foto desde un punto de vista más elevado que el nivel
del suelo.
El lento ascensor gemía con acento casi humano. Era un ascensor sin intimidad y no sé por qué me parecía que era más bien la radiografía de un ascensor.
Era también una jaula día y noche entregada a la tonta tarea de subir y bajar.
—Piso Tercero, derecha —se me había dicho por el teléfono.
Y ahí, por fin estaba yo.
Todos sabíamos de qué íbamos a hablar. Lo sabía don José, el hermano de don
Ramón, lo sabía su esposa, lo sabía su hermana. Y claro está, lo sabía yo. Para la
conversación había un tema y sólo un tema: don Ramón Vinyes, el Sabio Catalán
de Cien años de Soledad.
LA
PARTIDA
Años atrás, en 1951 y aquí en Barranquilla don Ramón había recibido noticias de
Barcelona que a un tiempo lo alarmaron y lo entusiasmaron. En Barcelona iban a
montar una de sus obras de teatro. Se trataba de El Viaje, que yo había traducido al
castellano, en versión que extravié, no en la forma como con poética inexactitud se
Para tomar esta foto don Ramón tuvo
que salir de su librería, la Librería Viñas, que quedaba en la esquina
noroccidental de la calle del Comercio
con la carrera Francisco J. Palacio, o
sea, carrera 41 con calle 32 de la actual nomenclatura. La foto mira hacia
el norte. En primer término, a la derecha, la parte inferior del Edificio
Faillace. En frente, el almacén de J. de
Medina y Cía. Más adelante se distingue el almacén de Salim Eljach. No se
ve ni un solo automóvil. Sólo coches y
carros de mula.
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cuenta en Cien años de soledad.
—Tengo que irme —me había dicho entonces don Ramón—. Si yo no estoy allí
me destrozan la obra.
Y lo ayudé a hacer el equipaje. En el fondo de un inmenso baúl colocó las treinta
y seis obras de teatro que había escrito aquí. Allí también puso los seis tomos de su
Diario.
—Aquí lo menciono a usted muchas veces —me dijo don Ramón, con esa sonrisa
enigmática sobre la que resbalaban todas las conjeturas.
Fue entonces cuando me hizo un regalo precioso: las obras completas de Jules
Laforgue, en tres tomos editados en 1906 por el Mercure de France.
El tranvía de mulas lleva un letrero que
dice Floresta. Subirá por la carrera Francisco J. Palacio hasta la calle de Dividivi
(actual 45) y entonces girará hacia la derecha, buscando el callejón de la Luz, hoy
carrera 50B, hasta la Estación Montoya.
A la derecha, en primer plano el edificio
helenizante donde funcionó el Banco Comercial de Barranquilla y hoy opera el
de la Costa. Enseguida la casa de don
Clemente Salazar Mesura. Allí vivió muchos años el autor de esta foto, don Ramón Vinyes. Al fondo, la casa de alto,
era la residencia de don Esteban Márquez. Al lado del tranvía va un hombre
sobre un jumento, seguido de un coche.
LA
AUSENCIA
No demoraron en llegar cartas suyas, escritas con esa letra nerviosa y en tinta
violeta de que también se habla en Cien años de soledad. Las noticias no eran
buenas. La obra debía representarse no en catalán sino en castellano. Sobre esto,
ciertamente, no iba a transigir don Ramón. Antes me había dicho:
—El castellano no es mi idioma. Mi idioma es el catalán, un hermoso idioma que
yo he estudiado a fondo. Cuando los ingleses comían carne cruda, nosotros, en
Cataluña teníamos más de trescientos trovadores. Me han dicho: escriba en español
y sus obras tendrán mayor difusión. Y me citan a Jacinto Grau, a Pompeyo Gener,
a Eugenio d’Ors, a Gabriel Alomar. Yo no puedo hacer con el castellano lo que hago
con el catalán. Yo lo tuerzo y lo condenso y sólo en catalán puedo dar esa impresión
de vértigo de la que usted me ha hablado.
Y había otro problema. La censura no le daba luz verde a las alusiones políticas
que había en la obra. Se consideraban de un pernicioso antifranquismo. Y sobre
esto tampoco iba a transigir don Ramón. Entonces comprendió que su viaje había
sido inútil y empezó a planear su regreso.
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PLANES DE REGRESO
Muy pronto las cartas de don Ramón adquirieron un acento nostálgico. Debo
confesar que en un principio las leí con escepticismo. No podía creer que un catalán
prefiriera vivir aquí pudiendo hacerlo en Barcelona.
Entonces enfermó. Se posponía el regreso hasta su recuperación. Don Ramón
hablaba desenfadadamente de su enfermedad, que era cardiovascular.
—El médico —me escribía— hace un buen trabajo cuando me da a entender que
debo estar orgulloso de mis males. “Usted tiene la misma enfermedad que el primer
ministro de Inglaterra. Y la misma que el papa.” El médico me divierte y pienso que
esto me hace bien.
Un día me mandó un “cuento catalán” divertidísimo. Se llama Un caballo en la
alcoba y no hay duda de que el enfermo que el caballo visita en su apartamento de
Al tomar esta foto, don Ramón Vinyes tenía a
su espalda la estatua del Libertador que fue
donada a la ciudad por don Evaristo Obregón.
Al fondo, la famosa refresquería La Estrella, de
don David Pereira, donde se reunían los barranquilleros notables. Diagonal, el Hotel Medellín, o sea, la esquina del Cañón Verde. Al
lado estuvo la Imprenta Americana de don Elías
Pellet y allí mismo salió al aire la primera radioemisora colombiana, de Elías Pellet Buitrago, nieto del anterior. A la izquierda el actual
Banco de la Costa. En la calle, más carros y
mulas y más coches.
un tercer piso es el propio don Ramón. El enfermo no se moría. La risa que le
producía la presencia del caballo no le dejaba morir.
LAS
FOTOS
Le hablo a Josef Vinyes Sabartés del cuento y le dije, además, que don Ramón en
sus cartas siempre me habló de regresar a Colombia. Comenté que eso no era más
que una forma de la cortesía.
—No crea —me dijo don Josef—. Él hablaba de Barranquilla y de “ustedes”, sus
amigos con auténtica nostalgia. Él quería regresar. Se lo impedía la enfermedad.
Vea usted, después de su muerte, entre los papeles que encontramos estaba el
billete para viajar a Barranquilla.
—Me halaga mucho lo que acaba de decirme.
—Vea, su predilección por Barranquilla era auténtica. Espere un momento.
Y don Josef regresó con un pequeño paquete cuadrado, cuidadosamente
amarrado con una cinta, que desató.
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Esta foto del Camellón Abello está tomada de sur a
norte. Al fondo, cerrándole el paso, está el viejo
Cuartel. En el primer plano, a la derecha, el Club
Barranquilla, enseguida, el sitio que por muchos
años ocupó el primitivo Café Roma. El Camellón
era un largo tertuliadero. A sus lados, había bancos que ocupaban grupos de amigos y hasta familias. A la izquierda debió estar el consulado americano porque ondea la bandera de los Estados Unidos. Hay coches y a la izquierda, en primer plano,
se ven las ruedas delanteras de un automóvil y
detrás del segundo coche de la izquierda, se distingue otro automóvil.
—Estas fotos de Barranquilla las tomó Ramón y las trajo. Son fotos anteriores a
su último viaje.
Y me puse a mirar las fotos con una especie de embeleso. Era la todavía incipiente
Barranquilla de mil novecientos veintitantos. Allí se veía el viejo tranvía de mulas,
hombres con “tartaritas”, jóvenes con “bombacho”. Ah, y el viejo parque de Bolívar,
con su reja, ahí donde había un caucho legendario. Y se veían la refresquería La
Estrella, y el puerto y los caños.
Algo me decía que no salía de ahí sin esas fotos. Don Josef comprendió lo que
me estaba pasando. Y me dije:
—Lléveselas, yo tengo los negativos.
Y me mostró unas placas de cristal del tamaño de una baldosa. Eran los negativos.
Esas fotos, algunas de ellas, podrán verlas los lectores de este periódico en esta
edición y acompañando el presente articulejo. Seguramente quedará claro por qué
lo titulé Don Ramón, fotógrafo.
Este tranvía, el número 10, sube la carrera Francisco J. Palacio con dirección hacia el occidente.
El vehículo está en movimiento, como lo denuncian las patas de las bestias. El tranvía tenía para
relevarlas, un total de 600 mulas. Una pasajera,
sentada en la última banca permite conocer la
moda femenina en ese entonces. Se ve la glorieta donde, a veces, la banda departamental ofrecía retretas por la noche. No podía faltar el coche. El tranviario en el pescante apura las acémilas mientras un caballero, correctamente vestido,
con corbata, saco y “tartarita” se lleva la mano a
la cintura como si le dolieran los riñones.
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