Lili Marleen

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Título
Rosa Sala Rose
LILI MARLEEN
Canción de amor y muerte
Créditos legales
Colección ibuku
Título: Lili Marleen: Canción de amor y muerte
Texto: © Rosa Sala Rose
www.rosasalarose.com
ISBN: 978-84-15767-62-6
Edita: Leer-e (www.leer-e.es) c/ Monasterio de Irache 74 trasera. 31011 Pamplona (Navarra)
Cubierta: Leer-e
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préstamo públicos.
Dedicatoria
A Joana Clotet
ÍNDICE
PREFACIO
El relato del origen
Una canción de amor y muerte
La identidad de Lili Marleen
La sobrina de Freud y la «auténtica» Lili Marleen
Los verdaderos conspiradores
La metamorfosis de Lale Andersen
Una Lili Marleen abortada
El «no llamado»: Norbert Schultze
Un centinela con voz de mujer
La carrera hacia el éxito
¿Una canción nazi?
El frente de África
Lili Marleen en el frente ruso
La cara oscura de Lili Marleen
Lili Marleen, botín de guerra
Lale Andersen, criatura política
La caída en desgracia
Un oportuno intento de suicidio
La «propaganda indirecta» de Marlene Dietrich
Marlene Dietrich en el frente
Lili Marleen en Las Vegas
Lili Marleen: ¿fiel o casquivana?
De Lili a Barbie
Lili Marleen y la farola
Fassbinder o el canto de cisne
BIBLIOGRAFÍA
PREFACIO
L
a antaño popular cantante de variedades Mistinguette dijo que una canción «siempre
ha sido el eco mejor de un momento, de una época»1 . De ser así, a Lili Marleen, «única
canción digna de mención que la Segunda Guerra Mundial ha aportado al repertorio
mundial»2 , le corresponde el dudoso honor de ser el eco mejor de la época más terrible.
Lo inquietante es que fue precisamente una canción alemana la que se convirtió en el
himno oficioso de los soldados de todos los frentes durante la gran contienda del siglo xx,
muy por delante de cualquier otra producción musical inglesa, francesa o norteamericana
del momento. Desde este punto de vista, podría decirse que Lili Marleen representa una
inesperada victoria cultural del nazismo. John Steinbeck incluso se preguntaba si no «sería
gracioso que, después de tanto alboroto, Lili Marleen resultara ser la única contribución
positiva de los nazis al mundo»3 .
Aún hoy esta ambivalente herencia lastra, para bien o para mal, su recepción. Para
algunos alemanes, Lili Marleen fue una justificación, la prueba palpable de que no todo lo
que había salido del Tercer Reich era malo. Para otros, su etérea presencia contribuía a
encubrir con un manto nostálgico y sentimental los horrores nazis. Mas para quienes
vivieron su éxito en primera línea, es decir, en el frente, Lili Marleen fue tan sólo un medio
que les permitió reconectar con su individualidad y sus sentimientos en un entorno de
masas brutalmente deshumanizado. Determinar dónde empieza y dónde acaba la inocencia
de una canción como Lili Marleen es uno de los propósitos del presente ensayo.
Ningún fenómeno verdaderamente interesante —y no hay duda de que Lili Marleen
lo es— carece de un misterio que se resiste a todo análisis. Al ser preguntada por las
razones del éxito de esta canción, Lale Andersen, la cantante alemana que le dio fama, se
limitó a responder: «¿Puede explicar el viento por qué se convierte en tormenta?». Aún
hoy nadie puede decir a ciencia cierta por qué fue esta tonada, y no cualquier otra, la que
se convirtió en la gran canción de la guerra. La manida explicación de que fue la mágica
combinación del lugar adecuado, el momento oportuno y la melodía justa adquiere
especial complejidad en el caso de Lili Marleen: la letra nació durante la Primera Guerra
Mundial de la pluma de Hans Leip, y su música, en los primeros años del Tercer Reich
gracias a Norbert Schultze; la primera grabación, hecha por Lale Andersen, salió el año en
que Hitler invadió Polonia; y su éxito, obra de la emisora militar Radio Belgrado, se
produjo cuando la guerra empezaba a convertirse para los alemanes en una sucesión de
derrotas.
Pero Lili Marleen, a pesar de todo, no es sino una cancioncilla humilde y banal. Aun
así confiamos en que la vida de una canción surgida en unos años que marcaron el destino
de millones de personas tenga solidez suficiente para sostener, al menos, una buena
historia.
El relato del origen
D
icen que en todo origen hay un mito. Al igual que los dioses mitológicos, también Lili
Marleen cuenta con un relato sobre las circunstancias precisas de su milagroso nacimiento.
Es un relato que surge de una sola fuente inverificable y brumosa —la memoria de Hans
Leip— y nos exige un pequeño acto de fe. La realidad histórica del episodio que nos
cuenta este escritor hamburgués hoy prácticamente olvidado se resiste a cualquier intento
de comprobación. Pero Lili Marleen ya es un mito, así que dejémosla nacer como tal. No
obstante, antes de ser un mito fue una canción, y antes todavía, un modesto poema. Su
infancia, por tanto, es genuinamente literaria.
El autor y padre de la letra, Hans Leip, nació en una avenida que llevaba el nombre
de otro poeta, Ferdinand Freiligrath, uno de tantos autores decimonónicos alemanes en
cuya obra el anhelo de democracia confluía con un vehemente nacionalismo. «¡Negra es la
pólvora, / roja es la sangre / y dorada palpita nuestra llama!», rezan unos versos en otro
tiempo famosos que había dedicado a los colores de la bandera nacional. Cuenta Leip que
su madre, de origen humilde, consideraba la circunstancia de que el pequeño Hans hubiera
nacido en la calle de un gran poeta alemán como una señal del destino; aunque, asimismo,
como una protección contra el mayor de sus temores: que el muchacho, atraído por el
sordo bramido de los transatlánticos que se oía desde la ventana, decidiera seguir los pasos
de su padre y hacerse a la mar. «Has nacido en la avenida Freiligrath —le decía—. Se
llama así en honor de un poeta. Mejor conviértete en uno de ellos»4 . La madre de Leip no
podía saber que, por aquellas fechas, el verdadero peligro que amenazaba a su hijo no
residía tanto en el mar como en el belicoso patriotismo que poemas como el de Freiligrath
insuflaban en miles de almas infantiles.
El padrino del pequeño Hans, un lobo de mar incurable, había hecho lo posible para
contrarrestar el supuesto influjo benefactor de Freilingrath. Por ello recurrió a un viejo
conjuro de marineros consistente en verter agua de mar en la pila bautismal a fin de que la
criatura así bautizada siga la llamada de las olas. Y el método debió de surtir efecto, ya que
Leip, con la habitual atracción que ejerce lo prohibido, acabaría enrolándose como
grumete a espaldas de sus padres. Bastaron unas semanas en un pesquero pelando patatas
y destripando peces para romper el hechizo y hacer de él para siempre un marinero en
tierra. El mar y su influencia seguirían presentes en el espíritu de Leip, aunque
domesticados y sublimados en las más de cien creaciones literarias de este prolífico autor,
que hizo de la estética portuaria, las aventuras de piratas y la sensiblería marinera su
bandera estética: una verdadera marejada de tinta donde sólo Lili Marleen ha logrado echar
el ancla en la memoria colectiva. Cuando el prestigioso crítico literario alemán Marcel
Reich-Ranicky realizó su propia antología personal de la poesía alemana en 2003, Lili
Marleen fue el único poema de Hans Leip que consideró digno de aparecer en ella5 .
Cuenta Leip que Lili Marleen fue hija de la Primera Guerra Mundial, no de la
Segunda como muchos piensan. Fue esa contienda —ingenuamente llamada «Gran
Guerra» cuando no se creía posible que pudiera venir otra mayor— la que proporcionó el
cúmulo de circunstancias que propiciaron el nacimiento del poema. El escenario del
alumbramiento habría sido Berlín, ciudad a la que el incipiente autor acudió llamado a filas
tras unos truncados estudios de historia del arte y unos pocos años infelices como maestro.
Acaso la oportuna lejanía de todo puerto de mar que ofrecía la gran capital del Segundo
Imperio pusiera a Lili Marleen al abrigo de las ínfulas marineras de su creador e hiciera de
ella una canción apta para la infantería. Después de todo, Leip —probablemente gracias a
su considerable estatura— consiguió recalar en el Regimiento de Fusileros de la Guardia
Imperial, una institución tan anticuada como decididamente terrestre cuyo cuartel estaba
situado en una zona céntrica de la ciudad.
Hans Leip por las fechas en que escribió el poema Lili Marleen ataviado con su
imponente uniforme azul de Prusia. En los años veinte, a los niños les gustaba
ponerse estos uniformes por carnaval.
Gran parte de la instrucción militar consistía en practicar la presentación de armas y el
desfile, todo ello con vistas al lucimiento de la tropa durante la marcha triunfal que el
Segundo Reich alemán, envalentonado por sus éxitos militares de 1871, esperaba llevar a
cabo de forma casi inmediata y sin apenas bajas. Un «paseo a París»: así es como el káiser
Guillermo II había calificado la contienda que se avecinaba. Sin embargo, el «paseo» se
convirtió en la primera gran catástrofe del siglo xx, y muchos de aquellos muchachos que
se ejercitaban insensatamente en la victoria tendrían ocasión de vivir en sus propias carnes
la amargura y el sinsentido de la guerra.
Un golpe de suerte salvó a Leip de tener que sustituir antes de tiempo su espléndido
uniforme de gala por el de campaña gris ratón con el que sus camaradas eran masacrados
en el frente, ya que fue inesperadamente seleccionado para un curso de oficiales. A juzgar
por las declaraciones del propio Leip6 , aquel golpe de suerte era un regalo envenenado:
por entonces todavía se mantenía la costumbre de que los oficiales, para dar ejemplo,
fueran los primeros en empuñar el sable a la cabeza de sus tropas, convirtiéndose así en
dianas privilegiada del enemigo o, en casos extremos, incluso de sus propios soldados, que
podían así dispararles por la espalda. Obviamente, eso conllevaba una sangría de militares
altamente cualificados, de ahí que en la Primera Guerra Mundial se pusiera fin tanto a esta
costumbre como a otros hábitos caballerescos heredados de usos bélicos inmemoriales: un
paso más para que las guerras del siglo xx se convirtieran en ese horror sin cortesías ni
paliativos que todos conocemos. En cualquier caso, por lo pronto su formación como
oficial permitiría a Leip abandonar el inhóspito cuartel y subalquilar junto con un camarada
una habitación en una casa particular, aunque eso no lo exonerara del toque de retreta que,
como para los demás soldados, sonaba a las diez, hora a partir de la cual ningún militar
debía estar en la calle. Ésa sería la hora en que, unas décadas más adelante, la canción de
Lili Marleen sería escuchada por millones de personas a través de las ondas radiofónicas.
Fue en esa habitación subalquilada donde Hans Leip habría conocido a «Lili». O,
mejor dicho, a Betty, la hija de los verduleros que tenían su tienda en los bajos de la casa, a
quien vio por primera vez desde la ventana mientras ella daba de comer a las gallinas.
El apodo que le dio Leip, «Lili», tendría años después unas resonancias tan remotas
como su propio uniforme de granadero, ya que después de la Gran Guerra casi nadie
habría apodado así espontáneamente a una chica por los mismos motivos que Leip: Lili —
Lili Schöneman— era el nombre de la primera novia formal que tuvo en Frankfurt el autor
clásico alemán por excelencia, Johann Wolfgang Goethe. La escena de la joven Betty
atrayendo con pienso a las gallinas habría suscitado en Leip una asociación con un poema
de Goethe bastante conocido, El parque de Lili.
Goethe había compuesto este poema en 1775, incómodo con el poder de fascinación
que irradiaba su exquisita prometida y que le hacía sentirse como un oso domado a su
pesar por la magia del amor e irremediablemente atrapado en el parque zoológico
particular que componían los pretendientes de la joven. (De hecho, Goethe acabaría
rompiendo estas ingratas ataduras con una torpeza digna de un oso: escapando a Weimar y
dejando atrás a la muchacha sin mediar palabra). Del largo poema goethiano,
probablemente fueran versos como estos los que Leip relacionó mentalmente con aquella
joven y sus gallinas:
¡Cuánto ruido, cuánto cacareo,
cuando ella aparece en el umbral
llevando en la mano la cesta del pienso!
¡Cuánto graznido, cuánto chillar!
Todos los árboles, todas las matas
a la vida parecen despertar.
Rebaños enteros a sus pies se lanzan,
incluso los peces del estanque
se asoman ansiosos sobre el agua.
Y cuando el pienso la bella esparce,
sucumbe hasta un dios a su mirada.
¡Cuánto más no sucumbirán las bestias!7
La espontánea asociación de estos versos clásicos con aquella desconocida del corral
muestra hasta qué punto la alta cultura alemana estaba todavía presente en la vida cotidiana
de los hombres de entonces. La cesura de la Primera Guerra Mundial, que abriría las
esclusas a la marea de la modernidad y las vanguardias, y muy especialmente la ruptura de
1945, no tardarían en convertir esta cultura burguesa en un objeto de interés para filólogos,
en parte de ese mundo de ayer que Stefan Zweig evocaba dramáticamente en su
autobiografía. Pero para los jóvenes alemanes de la generación de Leip, aquel mundo
poblado cotidianamente por los versos de Goethe y Schiller seguía formando parte del
presente.
Se dio la circunstancia de que la bella Betty-Lili, a quien Leip describe retozando en
la verdulería entre patatas, botellas de cerveza y botes de col agria, había llamado también
poderosamente la atención de su compañero de habitación, Klaas Deterts, por lo que, en
un arrebato de cortesía, el poeta le cedió la prioridad de seducirla. Y mientras Deterts ponía
todo su empeño en esta empresa, Leip trató de aprovechar los ratos libres para visitar
museos y seguir preparando sus estudios artísticos. Fue en la Nationalgalerie donde
conoció a Marleen, que —siempre según el relato de Leip— apareció en la sala ataviada
con una elegante boa de plumas de cisne. A diferencia de la tosca Betty-Lili, esta
enfermera sofisticada y liberal, hija de un médico militar, sí se convirtió en amante de Leip,
y lo hizo con una prontitud inusitada para la época. En una ocasión fueron descubiertos in
fragranti por su casera, que enseguida se dispuso a darles una lección de moral, pero
Marleen la interrumpió diciendo con determinación: «Querida, piense que...».
Por aquel entonces, en 1915, el sentido de esa frase se hacía patente sin necesidad de
rellenar los puntos suspensivos. Los hospitales y las calles de Berlín ya empezaban a
llenarse de jóvenes mutilados o ciegos que regresaban de las trincheras. Marleen,
enfermera en el turno de noche de un hospital de campaña, sabía mejor que nadie lo que
significaba en la práctica aquel «paseo a París» que Alemania había emprendido con una
arrogancia patriótica disparatada y que, convertido en una guerra de posiciones
interminable y de extraordinaria brutalidad, acabaría sellando la caída del Segundo Reich.
La casera comprendió. No dijo nada más, dio media vuelta y los dejó solos. Nadie tenía
autoridad moral para negarle a un soldado sus amores ilícitos en vísperas de la muerte.
El incidente de la casera, aunque trivial, es un indicio revelador del gran cambio de
mentalidad que la experiencia de la Primera Guerra Mundial iba a aportar a Alemania y al
resto de Europa. Los rígidos valores de la era guillermina no pudieron soportar la
evidencia de que, en nombre del káiser, se estaba diezmando en las trincheras a toda una
generación de jóvenes alemanes. La probabilidad de una muerte prematura rompía
esquemas preestablecidos y abría una brecha moral en las generaciones anteriores, una
brecha cuya consecuencia más inmediata, al menos en las grandes ciudades, iba a ser el
hedonismo característico de los «dorados años veinte». Era como si la guerra hubiera
fracturado el universo cultural de la época en dos grandes mitades de signo contrario. El
fatalismo más o menos resignado se mezclaba con un rabioso deseo de vivir que
encontraba en el erotismo la manifestación más explosiva. No sólo el expresionismo acusó
esta polarización extrema: también la recogerían los versos que Hans Leip dedicó a su
imaginada Lili Marleen.
Fueron dos, por tanto, las mujeres que habrían dado título a la célebre canción.
Cuenta Leip que la mágica vinculación entre ambos nombres y su cristalización en forma
de poema tuvieron lugar la noche del 3 al 4 de abril de 1915 mientras hacía guardia en una
entrada lateral del cuartel. Era su última noche en Berlín: a la mañana siguiente debía partir
al frente de los Cárpatos. Estaba de un ánimo melancólico, «llovía suavemente y los
efluvios primaverales ya se aproximaban desde el Parque de los Inválidos»8 . Justo antes de
ir a su puesto de guardia habría tenido que rechazar un embate amoroso de Betty-Lili,
quien, al parecer, no terminaba de sentirse satisfecha con la cesión de Leip a su
compañero. Una vez a salvo de toda tentación erótica en su puesto junto al portalón del
cuartel, mientras la lluvia chispeaba en el cerco de luz que proyectaba una farola, Leip
sintió una profunda añoranza. «Y decía ‘Marleen’, pero pensaba en Lili, y decía ‘Lili’,
pero pensaba en Marleen»9 . Ensimismado, olvidó cuadrarse ante un superior que
caminaba frente a él en ese mismo instante, y mientras era reprendido, vio pasar a Marleen
bajo el cerco de luz camino de su turno de noche. Ella lo miró y le susurró unas palabras
que él no acertó a comprender. Pero debía continuar en posición de firmes simulando
atender a los necios comentarios que seguía haciéndole el militar. Iba a ser la última vez
que la viera. Cuando volvió a estar solo, de Marleen ya sólo quedaban las huellas de sus
zapatos de tacón alto en el suelo húmedo que reverberaba bajo la luz amarilla de la farola y
un vago presentimiento de muerte se le anudó de pronto en la garganta.
[El presentimiento] se me alivió transformado en un tarareo que seguía el ritmo de los
pasos con los que iba y venía entre las jambas del portal. La cantinela que conocía desde
niño ciñó los dos nombres que me habían sido susurrados aquí, en la ciudad de Berlín tan
extraña para mí, como si en ellos residiera mi sostén y mi talismán. Se fundieron en uno y,
casi amorfos, se convirtieron en un único deseo y una única opresión, amorosamente
renacidos en una manifestación única, que no era Lili, ni Marleen, sino Lili Marleen.
Entonces desapareció ante mí todo el cúmulo de temor e inquietud [...]. De pronto
estuve seguro de que iba a regresar aunque sólo fuera como espectro, una figura con la que
los de la costa estamos familiarizados. Como por arte de magia, verso a verso, se iba
configurando un poema anotado musicalmente en el resplandeciente reflejo del asfalto10.
Ésta, según Leip, fue sido la génesis de Lili Marleen.
Notas:
4 Hans Leip, Das Tanzrad, p. 14. [Las traducciones de todas las citas son de la autora salvo que se
indique lo contrario].
5 Marcel Reich-Ranicki, Meine Gedichte. Von Walther von der Vogelweide bis heute.
6 Hans Leip, Das Tanzrad, p. 77.
7 «Lilis Park» (fragmento), en Heinz Nicolai (ed.), Goethe, Sämtliche Gedichte in zeitlicher Folge
(Frankfurt, 1982), pp. 185-189.
8 Pascher, Fridhardt (ed.), Heimat deine Sterne. Lili Marleen und der Soldatensender Belgrad (CD).
9 Hans Leip, Das Tanzrad, p. 78.
10 Hans Leip, Das Tanzrad, p. 79.
Una canción de amor y muerte
D
espués de que acudiera el relevo, Leip, acostado en el catre, anotó apresuradamente
las tres primeras estrofas de aquel poema en un cuaderno de notas. Estos son los versos,
traducidos casi literalmente:
Vor der Kaserne
vor dem großen Tor
stand eine Laterne,
und steht sie noch davor,
So wolln wir uns dort wiedersehn,
bei der Laterne wolln wir stehn,
wie einst, Lili Marleen.
Unsere beiden Schatten
sahn wie einer aus.
Daß wir so lieb uns hatten,
das sah man gleich daraus.
Und alle Leute solln es sehn
wenn wir bei der Laterne stehn,
wie einst, Lili Marleen.
Schon rief der Posten,
sie blasen Zapfenstreich,
es kann drei Tage kosten,
Kamerad, ich komm ja gleich!
Da sagten wir auf Wiedersehn,
wie gerne wollt ich mit dir gehn,
mit dir, Lili Marleen
Delante del cuartel,
frente al portalón
había una farola.
Si estuviera todavía,
allí nos volveríamos a ver.
Junto a esa farola nos gustaría estar,
como antes, Lili Marleen.
Nuestras dos sombras
parecían una sola;
cuánto nos queríamos
todos lo podían ver.
Que todo el mundo nos vea
cuando en la farola estemos otra vez,
como antes, Lili Marleen.
El centinela me avisa:
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