Ludwig van Beethoven (1770-1827), Romanzas para violín y orquesta en Sol Mayor, op. 40 y en Fa Mayor, op. 50 Como es sabido, el amplio catálogo musical beethoveniano no se muestra particularmente abundante en el terreno asignado al violín como instrumento solista. Tras una temprana y malograda tentativa, la del juvenil y fragmentario Concierto en Do mayor WoO 5, fechado en torno a 1790 y caracterizado por una escritura virtuosística y unas hechuras todavía ancladas en los modelos mozartianos, la evolución del maestro de Bonn desemboca en 1806 en la consecución de una obra que supone la suma de los esfuerzos y reflexiones consagrados por Beethoven, desde hace años, a dicho instrumento: el Concierto en Re mayor, op. 61, obra clave en su carrera y, también, en todo el repertorio violinístico. El camino que, entre ambas partituras, permite al compositor alemán sondear profundamente las posibilidades del violín le conducirá inexorablemente hacia la música de cámara. De esta forma, entre 1797 y 1803 quedan concluidas sus nueve primeras sonatas para violín y piano, entre ellas las magistrales “Primavera”, op. 24 y “A Kreutzer”, op. 47, quinta y novena de la serie, respectivamente. Pero este incesante itinerario beethoveniano, este “camino de perfección” en pos de la madurez -desde el temprano ensayo inconcluso al fruto granado de la Op. 61- pasa también por la creación de dos breves páginas ocasionales, dos trabajos de circunstancia, ligados aún indiscutiblemente al mundo dieciochesco, que hoy escuchamos: son las Romanzas para violín y orquesta opp. 40 y 50. “Composiciones preparatorias para el concierto de violín” como las denominara Werner Czesla, las dos romanzas no fueron fechadas por su autor; para su datación la musicología ha tenido que apoyarse en el análisis del papel así como en ciertas particularidades de la escritura beethoveniana. Todo hace suponer que la Primera, la op. 40, publicada en Leipzig en 1803, fue compuesta en torno a 1798-99 y la Segunda, la op. 50, editada en Viena en 1805, habría sido escrita por Beethoven en 1802. Más austera que su hermana pequeña, la Romanza en Sol Mayor, op. 40 presenta un diálogo fluido e ininterrumpido entre el instrumento solista y la orquesta (que, como en el caso de la Op. 50 aparece integrada por cuerdas, flauta, 2 oboes, 2 fagotes y 2 trompas). Marcada Andante, su atmósfera pastoril -los críticos de la época calificarían a ambas piezas como “deliciosas pastorales”- no es ajena a una vocalidad casi italianizante en la línea melódica del solista. Para Szigeti “la Romanza en sol mayor, con la exposición del tema por parte del violín solo, con cuerdas dobles sin acompañamiento […] da la idea, aquí magistralmente realizada, de una polifonía violinística sin acompañamiento; una concepción que no volverá a aparecer ya, ni siquiera en el concierto”. Algo más conocida, también ligeramente más extensa (su duración oscila alrededor de los ocho minutos), la Romanza en Fa Mayor, op. 50 posee idéntica estructura a la de la página anterior: un encantador rondó mozartiano (ABACA) indicado como Adagio cantabile, de carácter nostálgico y tono recogido e intimista, marcado por la gracia y la levedad. Según Manzoni, “de estas dos romanzas, la primera es indudablemente la que, en el contraste entre ‘solo’ y orquesta, denota una mayor individualidad de caracteres musicales; sin embargo, los ejecutantes parecen dar prioridad a la segunda […] por la cantabilidad y limpidez mozartianas de la melodía solista, así como por la elegancia y variedad de la combinación instrumental”. Paul Hindemith (1895-1963), Kammermusik nº 4, para violín y orquesta, op. 36 nº 3 El cuantioso legado orquestal hindemithiano, pródigo en páginas sinfónicas y concertantes de las que no pocas aún hoy se encuentran sumergidas en un injustificable olvido, acoge igualmente un interesantísimo grupo de composiciones a medio camino entre los repertorios de concierto y camerístico. Son las denominadas Kammermusiken o “Músicas de cámara”: un conjunto de siete obras creadas en la década de los años veinte, período fascinante en la carrera del músico de Hanau en el que su primera madurez artística se aleja de los últimos ecos (y excesos) sentimentales del posromanticismo y el expresionismo subsiguiente para adentrarse en esa “nueva objetividad” presente en muchas de las estéticas -musicales, pictóricas e incluso literarias- del período de entreguerras. Las Kammermusiken representan fielmente ese aspecto crucial en la personalidad del Hindemith treintañero: regreso a la idea de claridad formal, de interés polifónico, de gusto por las estructuras sólidas y las sonoridades secas y despojadas que otorgarán un impulso neoclásico a la música alemana de la época al tiempo que Stravinsky, desde París, preconiza un “regreso a Bach” que muy pronto será objeto de las ironías de Arnold Schönberg. Si la Kammermusik nº 1, op. 24 nº 1, fechada en 1921, es una suite para 12 instrumentos las seis restantes se configuran como conciertos para diversos solistas a los que acompaña un conjunto de tamaño y composición diferente en cada caso; la Op. 36 (compuesta en 1924-27) contiene cuatro conciertos para piano, violonchelo, violín y viola, respectivamente, mientras que la Op. 46 de 1927 incluye dos más para viola d’amore y órgano. De esta forma el músico -rompiendo con la tradición concertante clásica y romántica- parece querer recuperar un equivalente en el siglo XX de los Conciertos de Brandemburgo bachianos. Escrita en 1925 y estrenada ese mismo año en Dessau por su amigo y dedicatario Licco Amar, primer violín del Cuarteto Amar, del que Hindemith formaba parte como viola, la Kammermusik nº 4, op. 36 nº 3 -una de las más ambiciosas y extensas del ciclo- es un concierto para violín y gran orquesta de cámara (integrada por 2 flautines, clarinetes en Mi bemol y Si bemol, clarinete bajo, 2 fagotes, contrafagot, cornetín, trombón, tuba baja, 4 percusionistas de jazz, 4 violas, 4 violonchelos y 4 contrabajos) de una extensión en torno a los veinte minutos y dividida en cinco movimientos. La llamativa ausencia de violines, el predominio de los instrumentos de viento y la percusión similar a la de los grupos de jazz de su tiempo otorgan una indudable personalidad tímbrica a la composición. Como señala Calum MacDonald, “contrariamente a sus dos predecesoras, donde el instrumento solista es a lo sumo un primus inter pares, el violín aparece tratado aquí como un solista concertante tradicional”. El primer movimiento, denominado Signal: Breite, majestätische Halbe, es tan sólo una breve e intensa introducción a modo de llamada de atención que se encadena a la agitada segunda sección, marcada Sehr lebhaft: un movimiento enérgico y aristado que se correspondería con el primero de un concierto convencional. En contraste con éste, la lírica y “nocturna” sección central, Nachtstück: Mässig schnelle Achtel, la más dilatada de toda la obra, demuestra cómo el iconoclasta Hindemith escondía también -bajo su corteza seca y en ocasiones demasiado adusta- un corazón romántico. Hasta aquí, según McDonald, el concierto se emparenta con el coetáneo Concierto para violín de Kurt Weill, anterior en un año. Los dos últimos movimientos presentan una atmósfera más ligera y constituyen una suerte de final bipartito. En el cuarto, Lebhafte Viertel, el aire de marcha del cornetín y la asociación del timbre violinístico a las percusiones jazzísticas manifiestan una deuda evidente con La historia del soldado stravinskyana. Sin solución de continuidad el movimiento final, marcado So schnell wie möglich, exige del solista unas considerables dosis de virtuosismo; su línea melódica, muy profusa y ornamentada, vertiginosa por momentos, comparte protagonismo con las inusitadas intervenciones y comentarios de los otros instrumentos. Franz Joseph Haydn (1732-1809), Sinfonía nº 99 en Mi bemol mayor El príncipe Nikolaus Esterházy, al que Joseph Haydn había servido desde 1762, falleció el 28 de septiembre de 1790. Anton Esterházy, su sucesor, disolvió la orquesta de la corte con excepción de algunos instrumentistas de viento necesarios para las partidas de caza. Haydn, que hasta entonces había asumido la dirección de la agrupación cortesana, hubo de trasladarse de nuevo a Viena donde prosiguió incansable su evolución como compositor sinfónico -entre 1761 y 1785 había producido, sin interrupción, no menos de 80 obras de este tipo para la orquesta de los Esterházy-, desde las juveniles sinfonías concertantes de ascendencia barroca pasando por el período Sturm und Drang para, finalmente, dar forma al más acabado modelo de sinfonía clásica. Las sinfonías haydnianas seguían manteniendo en esta última década del siglo XVIII el mismo esquema formal: una expresiva introducción lenta seguida de un primer movimiento en forma sonata bitemática al que sucede el movimiento lento, en forma de Lied o de tema con variaciones. El tercero es un minueto con trío, danzable y de reminiscencias galantes o rústicas. El movimiento final, rápido y ligero, presenta generalmente estructura de rondó. El instrumentario requerido no cesa, sin embargo, de crecer para adaptarse al tamaño de las nuevas salas de conciertos, más amplias que los salones íntimos de los palacios aristocráticos; si las sinfonías de primera época estaban escritas para un conjunto de cuerda, completado con dos oboes y dos trompas más un clave para el continuo, en las finales Haydn añade flautas, fagotes, trompetas y timbales, contemplando -ante el peso sonoro de los instrumentos de viento- la supresión del bajo continuo. Johann Peter Salomon (1745-1815), notable violinista alemán nacido en Bonn y residente en Londres desde 1780, donde se consagraba a la dirección y organización de conciertos, conoció la noticia de la muerte de Nikolaus Esterházy en el transcurso de una estancia en Colonia a fin de contactar con instrumentistas y compositores para la temporada de conciertos londinense. Inmediatamente se trasladó a Viena donde llamó a la puerta de Haydn con unas palabras ya históricas: “Soy Salomon y vengo de Londres para llevaros allí. Mañana firmaremos un contrato”. La extraordinaria proposición de Salomon, contestada afirmativamente por el músico de Rohrau, inaugura la decisiva y triunfal etapa inglesa de Haydn en la que verán la luz sus doce últimas y magistrales sinfonías agrupadas, precisamente, bajo la denominación común de “Sinfonías Londres”. Las seis primeras (las nºs 93 a 98) fueron escritas en la capital inglesa durante 1791-92, en el transcurso de su primer viaje. A finales de 1792 regresa a Viena pero en enero de 1794 vuelve a Londres; las seis sinfonías restantes (las nºs 99 a 104) están fechadas en el bienio 1794-95 -el tiempo de su segunda estancia inglesa- con excepción de la nº 99. Compuesta en Austria en 1793 y estrenada en Londres el 10 de febrero de 1794 en el Hannover Square Rooms, una sala capaz de acoger a 800 oyentes, la Sinfonía nº 99 en Mi bemol mayor recibió inmediatamente la aclamación unánime de crítica y público. El Morning Chronicle del 11 de febrero señalaba: “El incomparable HAYDN hizo ejecutar una obertura [sic] cuya excelencia no puede ser traducida con los calificativos habituales. Representa una de las más grandes creaciones artísticas a las que nos ha sido dado asistir. Desborda de ideas tan nuevas desde el punto de vista musical como grandiosas e impresionantes, nos emociona y transporta el alma. Fue acogida bajo una tempestad de aplausos”. Escrita para 2 flautas, 2 oboes, 2 clarinetes, 2 fagotes, 2 trompas, 2 trompetas, timbales y cuerdas, la Sinfonía nº 99 es la primera de Haydn en la que aparece el clarinete, instrumento presente en todas las posteriores, con excepción de la nº 102. Una solemne introducción Adagio, de carácter profundo y meditativo precede al primer movimiento, marcado Vivace assai, construido a partir de dos temas: vigoroso y exultante el primero y de tono más popular o folclórico el segundo. Como el de la Sinfonía nº 92 “Oxford”, este primer movimiento anuncia de cerca, según Vignal, el de la Heroica beethoveniana. Igualmente en forma sonata, el Adagio pasa por ser uno de los hermosos jamás escritos por Haydn. Si el adagio de la Sinfonía nº 98 pudo interpretarse como una suerte de Réquiem a la memoria del difunto Mozart, éste parece una emotiva despedida a Marianne von Genzinger, fallecida poco antes y que ya inspirara al músico la sección final de las Variaciones para piano Hob.XVII.6 en Fa menor. El ambicioso tercer movimiento -Minueto. Allegretto- emplea un tempo menos desbocado que los de anteriores sinfonías. La finura de la orquestación haydniana evoca con encanto irresistible la atmósfera danzable del rústico Laendler. El timbre del oboe y los novedosos clarinetes dominan la sonoridad del trío central. El Vivace conclusivo, con forma de rondó sonata, demuestra en su desarrollo la maestría contrapuntística del músico; su clima distendido, por momentos jocoso, presta especial protagonismo a los instrumentos de viento. La Sinfonía nº 99 -como el resto de las “sinfonías londinenses” de Haydnfue inmediatamente transcrita por Salomon para un conjunto de cámara integrado por flauta, cuarteto de cuerda y fortepiano y publicada en 1798. Juan Manuel Viana