Incertidumbres ¿Cómo será el mundo y nuestras vidas en 2050? El ciclo ‘Futurs’ ha buceado en las grandes tendencias que se vislumbran Cualquiera que tenga más de 40 años habrá hecho alguna vez el cálculo de imaginar qué edad tendría y cómo sería su vida en el año 2000. Yo recuerdo haber imaginado la vuelta del milenio como algo muy, muy lejano. Hace ya 14 años que lo celebramos y ahora me parece también una fecha lejana, pero en el pasado. Pero necesitamos poner mojones en el futuro para poder imaginarlo y tratar así de conquistarlo. El próximo es el 2050. ¿Cómo será el mundo y nuestra vida cuando lleguemos a la mitad de este siglo XXI? En las últimas semanas he tenido la oportunidad de sumergirme en el interesante ejercicio de prospección que ha sido el ciclo Futurs, organizado por la Fundación La Caixa y el Ateneo de Barcelona. Desarrollaré en mi blog los detalles de las grandes tendencias que se vislumbran, pero ahora les expondré algunas de las ideas trasversales que se repitieron en los debates. La primera es que la experiencia vital más común en las próximas décadas será —lo está siendo ya— la incertidumbre. Pero no una incerteza derivada de la coyuntura económica adversa, que puede cambiar, sino de las transformaciones profundas derivadas del cambio de época que estamos viviendo. Una las características de la que viene será la aceleración de los tiempos y de los procesos, algo que ya es visible en muchos ámbitos. Internet permite el sueño del cerebro de cerebros, es decir, un cerebro colectivo interconectado en tiempo real, lo que en sí mismo es ya un factor extraordinario de aceleración. Cuando comenzó su carrera, el investigador Manel Esteller revisaba las novedades de su área una vez a la semana. Ahora lo hace constantemente. Trabajar en red obliga a cualquier científico a situarse en cada momento en el punto en el que se encuentra el que ha llegado más lejos. Eso hace que la frontera del conocimiento se expandaa a gran velocidad. Tendremos que adaptarnos pues a la experiencia de cambio acelerado y aprender a gestionar la complejidad en condiciones de incertidumbre, algo que no va ser fácil viniendo de una cultura que valora por encima de todo la seguridad y que necesita anticiparse y tenerlo todo controlado. Este tipo de cambios nos descolocan. Por eso nuestra relación con el futuro es ahora, como apuntó el filósofo Daniel Innerarity, más de precaución que de esperanza. El malestar por un futuro que se percibe incierto es trasversal y afecta tanto a los jóvenes como a las generaciones mayores. Después de haber experimentado el ascensor social y haber luchado por consolidarlo, de repente se encuentran con que muchas cosas que daban por ciertas han dejado de serlo. Entre ellas, la idea de que el progreso es una línea siempre ascendente. Ahora sabemos que se puede retroceder, por ejemplo en bienestar y protección social. Y también se ha venido abajo la creencia de que las conquistas sociales eran irreversibles pues en un marco democrático siempre tendrían el apoyo de la mayoría. Al respecto, el economista Antón Costas dejó en el aire la siguiente paradoja: si el interés objetivo de la inmensa mayoría de la población es preservar esas conquistas y desarrollar políticas beneficiosas para el conjunto de la sociedad —por ejemplo las de igualdad— ¿cómo es posible que viviendo en democracia, las decisiones que toman los gobiernos elegidos sean justamente las que perjudican a la mayoría? El malestar por un futuro que se percibe incierto es trasversal y afecta tanto a los jóvenes como a las generaciones mayores La relación entre desigualdad y democracia apareció numerosas veces. Las desigualdades sociales ya crecían antes de la crisis, pero esta las ha agrandado. Son muchas las voces que alertan de que la concentración de riqueza por parte de unas minoría cada vez más reducidas y más poderosas socava los fundamentos mismos de la democracia. Si lo que importa a la inmensa mayoría ya no se decide realmente a través de las urnas, lo que tendremos será una democracia ficticia incapaz de atender el interés general. También la idea del crecimiento ilimitado está en cuestión. Tenemos capacidad para seguir creciendo, y de hecho, se da por seguro que la tercera revolución industrial aumentará mucho la productividad gracias a la robotización de los procesos productivos y a la digitalización de muchas tareas. El economista Jock Martin estimó que en 2050 la productividad habrá aumentado un 300% respecto de 2010. Pero se necesitará menos fuerza de trabajo, aunque más cualificada, lo cual planteará un nuevo dilema: si no hay empleo para todos, ¿qué distribuimos, el trabajo o la riqueza? ¿O no habrá reparto? En cualquier caso, podemos producir y consumir más, pero ¿podrá el planeta soportar un modelo de crecimiento como el que tenemos? Muchos economistas, entre ellos Lurdes Benería, piensan que no y que es preciso revisar los fundamentos mismos de la teoría económica porque llevan implícito un modelo que es del todo insostenible. Una última cuestión: si ni la economía ni la política fueron capaces de prever ni evitar una crisis que comenzó siendo financiera y localizada en Estados Unidos y acabó siendo de toda la economía y global ¿cómo podemos confiar en que los mismos que erraron acertarán ahora en las recetas para superarla? ¿Es prudente dejar nuestro futuro en sus manos? De lo que se deriva otra cuestión trascendental: la necesidad de una gobernanza global. La mayor parte de los problemas que hemos de afrontar de aquí a 2050 trascienden la capacidad de decisión del Estado nación y requieren mecanismos globales de decisión que no tenemos. Y esa es, ahora mismo, la madre todas las incertidumbres.