Marzo 2011 - José Lupiáñez

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EL FARO
1
Marzo 2011
MARZO 2011
PLIEGOS DE ALBORÁN Nº 25
María Antonia La Caramba
de Antonina Rodrigo
JOSÉ
LUPIÁÑEZ
El pasado 25 de febrero presentamos, en el
Teatro Calderón, la reedición del libro de
Antonina Rodrigo María Antonia La Caramba.
El genio de la tonadilla en el Madrid goyesco. Fue todo
un placer y un verdadero honor acompañar
aquella noche a Antonina Rodrigo, una escritora e investigadora granadina –nacida en el barrio del Albaicín–, de reconocido prestigio dentro y fuera de España; conferenciante, articulista, ponente en congresos y ciclos, ensayista,
autora de más de una treintena de títulos que
nos han descubierto a todos aspectos desconocidos de nuestra historia reciente o lejana, y nos
han ofrecido siempre nuevos datos y revelaciones, desde un acercamiento riguroso a las fuentes y un respeto profundo a la verdad histórica.
Con este método nos ha proporcionado textos
inolvidables y ya imprescindibles; trabajos y estudios de referencia, por su amenidad narrativa
y su capacidad evocadora, que nos han ayudado a comprender mejor la vida y la obra de grandes artistas como García Lorca, Salvador Dalí,
Ángel Ganivet, Manuel de Falla o Manuel Ángeles Ortiz y, de manera muy especial, la de un
gran número de heroínas silenciadas, de mujeres conocidas y desconocidas, postergadas, a
pesar de sus aportaciones relevantes, que ella
ha sabido rescatar del olvido y recuperar para el
patrimonio común. Me refiero a Mariana Pineda, Margarita Xirgu, María Lejárraga, Federica
Montseny, María Goyri, María Blanchard, María Casares, María de Maeztu, Antonia Mercé
La Argentina, María Teresa León, Margarita
Nelken, Zenobia Campubrí, María Zambrano,
Victoria Kent o nuestra María Antonia Fernández La Caramba, por citar sólo algunos ejemplos significativos de esa larga nómina de nombres a la que ha dedicado tantas horas de esfuerzo y de búsqueda, labor por la que se la
respeta, se la admira y se la aprecia como a una
de las grandes estudiosas y especialistas en el
feminismo del siglo XX.
Ahí quedan sus títulos, reeditados permanentemente, con aportaciones relevantes en cada
edición, enriquecidos con la incorporación sucesiva de nuevos documentos, apéndices, anécdotas, referencias de primera mano o material
gráfico ignorado, que siguen abriendo perspectivas inéditas a la indagación y conformando
todo un corpus de consulta obligada para quienes quieran hacerse una idea cabal de la lucha
admirable y solidaria de esa pléyade de grandes
mujeres españolas por la justicia, la igualdad, la
libertad y el conocimiento en las etapas más
conflictivas de nuestra historia reciente, desde
la República y la guerra civil, hasta la postguerra y el exilio… Una obra que, como afirmaba
Montserrat Roig en el prólogo a uno de sus libros más conocidos, Mujeres para la historia: La
España silenciada del siglo XX, el primero de una
importante trilogía en marcha, adquiere «un
LA ESCRITORA GRANADINA
ANTONINA RODRIGO, UNA DE
LAS GRANDES INVESTIGADORAS
Y ESPECIALISTAS EN EL
FEMINISMO DEL SIGLO XX.
PORTADA DE LA TERCERA
EDICIÓN DE SU LIBRO SOBRE
MARÍA ANTONIA LA CARAMBA
IMPRESO EN LA SERIE «HISTORIA
Y CULTURA» DEL AYUNTAMIENTO
DE MOTRIL
valor muy preciso y necesario: la sustitución del
tiempo de silencio por el tiempo de la palabra».
Ahí quedan sus títulos, decía, conocidos por
muchos, y que recuerdo ahora porque el hacerlo supone algo así como abrir ventanas al universo preferente de la autora; un universo marcado por el teatro, la literatura, el arte y la historia, y que concede especial protagonismo, en
cualquiera de los períodos que explora, al papel
determinante jugado por la mujer y silenciado
o postergado por el tiempo, el poder o la inconsciencia… Granada es también otra de sus
grandes pasiones y todo lo que tenga que ver
con su historia, sus tradiciones y sus gentes. El
peso de los temas y personajes granadinos en
su bibliografía lo demuestra, en alternancia con
la atención a los relacionados con Cataluña, en
donde reside desde 1970, y desde donde se ha
dedicado con energía y acierto admirables a
desvelar la vida y la obra de muchas de sus figuras significativas. Algún crítico ha llegado a decir que su labor investigadora establece un puente que relaciona de manera ejemplar las dos culturas. Muchos de sus ensayos y biografías así lo
corroboran: García Lorca en Cataluña; García Lorca
el amigo de Cataluña; García Lorca en el país de Dalí;
La Huerta de San Vicente y otros paisajes y gentes;
Lorca, Dalí una amistad traicionada; Margarita Xirgu
y su teatro; María Lejárraga una mujer en la sombra;
Mariana de Pineda heroína de la libertad; Memoria de
Granada: Manuel Ángeles Ortiz, Federico García
Lorca; Mujer y exilio 1939, éste último el segundo de la trilogía a la que aludía antes, etc. etc.
También nos consta, y celebramos de corazón, el reconocimiento a su infatigable labor
investigadora y ensayística, de ahí los numerosos galardones que ha recibido por sus trabajos, y por su contribución al estudio de la historia de nuestro país, tales como la Cruz de San
Jordi de la Generalitat Catalana en 2006 o, hace
muy poco, el Premio María Zambrano de la Junta de Andalucía (2010) por citar sólo dos de los
más renombrados.
Sobraron los motivos, pues, para enorgullecerse de la presencia de Antonina Rodrigo
entre nosotros; para darle la bienvenida al delicioso teatro que nos acogía y celebrar con ella
esta tercera edición de su María Antonia La Caramba, que ha revisado y actualizado con nuevos apéndices e imágenes. Una doble alegría:
contar con la realidad de esta obra y saber que,
de algún modo, su nombre, el nombre de la
autora, ya ligado a Motril desde antes, ahora se
une a la ciudad más afectivamente, con este libro que lleva pie editorial motrileño, y que tanto nos enseña sobre una figura nacida en esta
tierra –en 1750–, que triunfó y dejó la huella de
su singularidad y de su desparpajo en la escena
española de la segunda mitad del XVIII.
Antonina Rodrigo nos habla de un regreso de
la artista a su ciudad natal «a contarnos su lucha
de mujer, en aquellos escenarios de su apoteosis» y, en cierto modo, lo es; es un retorno, porque a partir de este título ineludible para la bibliografía local, se avivará el deseo de muchos
por saber quién fue realmente esta María
Antonia La Caramba y serán más los que puedan descubrir el verdadero alcance de una actriz que en sus años de esplendor revolucionó
los corrales de la Cruz y del Príncipe de aquel
EL FARO
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Marzo 2011
Cultura/Ensayo
LA PORTADA
DE LA
EDICIÓN
SE ILUSTRA
CON EL
CONOCIDO
GRABADO
DE LA
CARAMBA,
DEL PINTOR
HERNÁNDEZ
QUERO
Madrid de las luchas entre el casticismo representado por don Ramón de la Cruz y sus seguidores y el respeto a las normas propuesto por
los galoclásicos, como ella prefiere denominar a
los imitadores de los modelos franceses.
Se trata, sin duda alguna, de un viaje fascinante en el tiempo; de un regreso a esa etapa
del dieciocho que todos asociamos a las imágenes de Goya y al reinado de Carlos III, a ese
mundo en el que el pueblo impregna los gustos, aficiones y maneras de las clases altas, e
impone su moda que adoptarán con entusiasmo muchos representantes de la nobleza, vistiéndose de chulapos y majas, como ocurrió, por
ejemplo, con el Conde Fernán Núñez o con
María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, decimotercera Duquesa de Alba,
la «duquesa de la leyenda y de la realidad de
Goya», como nos recuerda Antonina Rodrigo:
una «mujer sugestiva, juncal, excitante y frívola
que destila encanto por todos los poros»...
Y ¿cómo se produce tan fácilmente para el
lector ese viaje al que me refiero? La clave está,
a mi modo de ver, en el método de trabajo de la
investigadora, que sabe conjugar la fidelidad a
los datos eruditos y a las fuentes con un estilo
claro, jugoso, ágil, de indudables y eficaces valores literarios. Ese binomio que fusiona el respeto a la verdad científica y la amenidad en la
exposición de los hechos es el que ha dado popularidad a la escritora, que sabe como nadie
recomponer la atmósfera, la vida y el drama que
rodea a sus personajes. A este respecto es muy
importante tener en cuenta la cita de Ortega y
Gasset que preside esta obra, porque en ella se
describe, de algún modo, este planteamiento,
este ideario que comparte Antonina Rodrigo y
que resume con fidelidad su modo de acercarse
a los acontecimientos históricos y a los protagonistas de los mismos. Dice Ortega: «La historia es siempre historia de vida. Las obras de
arte no nacen en el aire, son piezas humanas y,
por lo tanto, ellas mismas vivientes. Ahora bien,
la vida humana es drama. De donde se sigue
que no hay historia bien planteada metódicamente, si no se descubre su argumento dramático que va dentro de ella y le proporciona su
viviente y orgánica tensión». Este es el objetivo
que se marca Antonina: descubrirnos ese argumento dramático y dotar de viviente y orgánica tensión a sus textos, para acercarnos mejor al periodo que estudia o al personaje que se inscribe
en el mismo; en este caso la tonadillera
motrileña, a quien, gracias a cuanto se nos dice
de ella, no es difícil imaginar derrochando ingenio y picardía en la escena ante un público entregado, o exhibiendo su belleza por el Paseo
del Prado, el segundo gran escenario en donde
se dejaba ver y admirar por los madrileños. Allí
quizás se sorprendieron al observarla lucir por
primera vez ese tocado inventado por ella, que
pasó a llamarse caramba, en su honor. Me refiero a «esa gran moña de brillantes colores que se
ponía sobre la cofia», que revolucionó la moda
del momento. La oportuna cita de Ruiz
González, nos la ofrece la autora como descripción muy eficaz del alcance de aquella influencia: «La Caramba, que se les había subido a la
cabeza a los hombres como un fuerte vino andaluz, acabó por subírsele también a las mujeres en forma de adorno». La prenda fue imitada
profusamente, y pasó a formar parte del vestuario de las mujeres de toda clase y condición,
para mayor alarma y escándalo de los moralistas
y neoclásicos. Goya inmortalizó la caramba, al
pintar a muchas de sus majas luciéndola sobre
la cabeza.
Pues bien, Antonina Rodrigo nos habla de
esta mujer apasionante y de su fuerte personalidad; de esta mujer que influía en la moda, que
embelesaba al público con su sensualidad, su figura, sus gestos, su voz, su arte escénico. Todos
los testimonios apuntan al hecho de que se supo
ganar con su trabajo y con su profesionalidad el
aprecio y el aplauso de sus contemporáneos y
convertirse en leyenda... Influyó también en el
lenguaje y se hablaba, por ejemplo, no ya de bailar sino de carambear, que era hacerlo al estilo de
La Caramba, con su gracejo, con su sal, con su
ángel, con su picardía. El pueblo la idolatraba y
ella se dejaba querer en los coliseos de comedias,
en los toros, por los que sentía gran afición, o en
el Paseo del Prado, donde le gustaba enseñar su
lujoso y costosísimo vestuario. Una heroína de
su tiempo, que murió a los treinta y siete años,
tras darle un giro absoluto a su vida. Antonina
nos habla de ella, porque ve en su caso a uno de
esos arquetipos femeninos, y la cito, «que se elevaron sobre el nivel de su época y dejaron una
impronta de afirmación y desafío». Es cierto, desde los coliseos se distinguió por su rebeldía manifiesta contra las influencias extranjeras y por
su defensa del ideario popular: un teatro que retratara las costumbres y problemas de los espectadores, situado justo en la antípoda del modelo
neoclásico, que imitaba fríamente patrones franceses o italianos…
Nos encontramos con el personaje y con su
paisaje vital, con su tiempo histórico. Y el libro
es, en este sentido, un retablo en el que se contempla aquella vida en sus múltiples facetas: se
aborda la biografía de la tonadillera, sí, y se aporta un gran número de documentos que hacen
referencia a la misma, y se siguen sus pasos y la
peripecia de su trayectoria como actriz y como
mujer querida por el pueblo, pero también se
ahonda en el teatro de la época, se nos describen
los corrales de comedias y, en general, se aborda
todo lo relacionado con el mundo del espectáculo: la escenografía, los programas de las representaciones, la crónica de algunas de ellas, los
estrenos, la formación de compañías, la censura,
al par que se nos da noticia de las obligaciones,
tradiciones y prácticas de los cómicos, de sus
demandas y desavenencias, con profusión de citas impagables y testimonios de viajeros de la
época. Y todo ello haciéndosenos participar de
la atmósfera de aquella etapa convulsa en la que
se estaban asentando en nuestro país las bases
de la modernidad; un periodo revivido en sus
páginas y alimentado con los aspectos más variados de la vida cotidiana, de los atavismos
del momento o los hábitos sociales, lo que se
lleva a cabo salpicando de sabrosas anécdotas
y de informes curiosos los breves capítulos que
componen este relato histórico y biográfico;
capítulos, que se leen con verdadera fruición.
Son treinta y siete en total, de ahí lo
caleidoscópico de esa mirada, las muchas
facetas de su investigación, en la que también
cobra especial relieve el protagonismo de la
tonadilla, esa suerte de zarzuela en pequeño,
que causaba furor entre el público y de la que
fue una de sus mejores intérpretes la graciosa de
cantado –ese fue su rango en las tablas– María
Antonia La Caramba. No en balde el subtítulo
de la obra así nos lo anticipa. La música más
popular de ese tiempo es, pues, otro de los
asuntos más y mejor desarrollados. Pero también aquel Madrid en plena transformación; y
la Literatura y el arte y sus representantes más
notables (Feijóo, Cadalso, Iriarte, Moratín, Ramón de la Cruz, Goya, etc.); el mundo de la
nobleza aficionada a los gustos castizos, la
moda, los toros, el despertar del interés por la
ciencia y la inventiva… Y como hilo conductor de esa realidad plural la vida de esta
motrileña; una vida de escándalo, de éxito, llena de episodios frívolos y novelescos, como
su propia boda con Agustín Sauminque en la
Iglesia de San Sebastián, la parroquia de los
cómicos, con falsificación de documentos incluida y ruptura del matrimonio al poco de haber contraído nupcias. Y es que, como nos recuerda Antonina, la artista «no había podido
resistir un mes de vida cotidiana, alejada de lo
que era su sustancia misma: el teatro, y… la
vida de la farándula, de espíritu burlón y alma
inquieta, la reclamaba». O ese otro desenlace
final de su sorprendente renuncia, de su conversión al Señor, que imprimió un sesgo romántico
a su biografía, trocando a la diva de los teatros
en penitente que en su éxtasis particular abusó
de sacrificios y mortificaciones, hasta el punto
de acabar deteriorando gravemente su salud,
caer gravemente enferma y morir al poco tiempo, justo el 10 de junio de 1787, tras una existencia corta y azarosa, llena de intensidad, de
contradicciones y de claroscuros.
En ningún otro libro podemos encontrar
al día de hoy, que yo sepa, mayor información
que en éste de Antonina Rodrigo sobre el personaje de La Caramba. En pocos ensayos de
su cuerda disfrutaremos de un estilo similar al
suyo, a la hora de contar los hechos históricos,
tan plástico, tan lleno de matices, tan emotivo,
tan eficaz para atrapar al lector… Esto mismo
señalan todos sus críticos cuando comentan
sus trabajos, como lo hace el novelista y escritor Francisco Gil Craviotto, en el oportuno capítulo de su libro Nuevos retratos y semblanzas
con la Alhambra al fondo, dedicado a su trayectoria. Allí comenta este extremo, que él considera característica fundamental de su escritura:
«Antonina Rodrigo –nos dice el autor de El
oratorio de las lágrimas– con un lenguaje llano y
preciso y con unos periodos no excesivamente
largos ni cortos, hace que sus obras puedan
llegar lo mismo a las personas de una cultura
media que al más riguroso de los lectores. Es
ésta una virtud que, por desgracia, no siempre se
percibe en historiadores y autores de biografías»… Por eso creo, sinceramente, que no puede faltar esta obra en el hogar de ningún motrileño que se precie de tal…
EL FARO
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Marzo 2011
Cultura/Narrativa
Octave
Mirbeau
FCO. GIL
CRAVIOTTO
Hoy, a la hora de iniciar mi paseo por las
orillas del Sena, he tomado de mi estantería
un libro del escritor Octave Mirbeau. Don
Octavio nació en Trévières (Baja Normandía,
tierra de prados y acantilados) el 16 de febrero
de 1848 –precisamente el año de la revolución
que dio al traste con la monarquía de Luis Felipe de Orleans–, y murió en París el 16 de
febrero de 1917, justo cuando la primera guerra mundial estaba en todo su apogeo. Sesenta
y nueve años de existencia, ni un día más ni un
día menos, que don Octavio aprovechó para
escribir –teatro, novela, infinidad de artículos
(dicen que era el periodista mejor pagado de
su tiempo), cuentos y críticas de arte–; vivir
ardientes amores y desamores, polemizar contra todos los gerifaltes de la derecha de entonces –le llamaban el «millonario rojo»–, denostar contra curas y frailes y, redomado hedonista, disfrutar de todos los deleites de la vida.
Una vida, justo es reconocerlo, llena de contradicciones y postulados absurdos, algunos tan
lamentables como considerar que una persona de izquierdas jamás debe ir a votar. Él lo
dice bien claro en uno de sus libros: La huelga
de las urnas:
«Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan nada. Pero al menos no
votan por el matarife que los sacrificará ni por
el burgués que se los comerá. Más bestia que
las bestias, más cordero que los corderos, el
elector designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar
ese derecho».
¿Desencanto ante los pésimos resultados
que la clase obrera había conseguido en Francia después de tantas revoluciones y barricadas? Indudablemente que sí, pero también fruto de la asimilación de las doctrinas anarcolibertarias que consideraban que el voto es un
asunto meramente burgués, que no le afecta
para nada al obrero y que, ganen unos u otros,
su situación no cambiará. Las mismas ideas
que en la España de los años treinta tanto ayudaron a que las elecciones de 1933 las ganara
la derecha y con ellas nos llegara el ominoso
bienio negro.
A estas contradicciones podríamos añadir otras muchas. Sin embargo, no toda la obra
de Mirbeau es deleznable. Ni mucho menos.
Justo es señalar a su favor su valiente posición
en el affaire Dreyfus, sobre todo después de que
en 1898 Emile Zola se partiera el pecho con
su famoso J´accuse; su decidido talante de escritor engagé, que denuncia las atrocidades que
se cometen por doquier –crucial en este sentido es el libro Le jardin des supplices–; sus valiosísimas críticas de arte –Mirbeau fue el gran descubridor de los impresionistas y amigo personal de Monet con el que mantuvo una interesantísima correspondencia–, la profundidad
psicológica de algunas de sus novelas y el
inmisericorde destape que hace en su autobiografía novelada Sebastian Roch, del mundo hipócrita y depravado de los colegios de curas.
Una auténtica denuncia de todo un sistema de
enseñanza –el internado–, muy en boga en
aquella época y años posteriores. Cabe pregun-
EL ESCRITOR
OCTAVIO
MIRBEAU Y
PORTADAS
DE TRES
OBRAS
COMENTADAS
EN ESTE
ARTÍCULO
tarse, ¿las aberraciones que él señala de su internado jesuítico de Vannes –ciudad bretona
en el estuario del río Marle–, son exclusivas de
ese colegio o se repiten en todos los demás?
Habría que hacer una investigación exhaustiva
para responder a esta pregunta. Algo imposible de realizar. Otro punto muy a favor de
Octave Mirbeau que jamás se debe olvidar, es
su decidida posición ecologista –un ecologista
avant la lettre– y su inconfundible amor por los
animales. Él fue el primer escritor francés que
dedicó un libro completo a un animal: su perro, Dingo. Alphonse Daudet ya le había precedido con un delicioso cuento sobre una cabra, La chevre de monsieur Seguin, pero sólo era
un cuento dentro de un todo diverso. Un detalle curioso: el libro del perro Dingo apareció en
1913, el mismo año que en España se publica
Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. ¿Sería que
estaba en el aire el amor y respeto a los animales?
Presentado el autor, se impone ahora hablar del libro que acabo de abrir. Se trata precisamente del ya mencionado Sebastián Roch –
la más acusadora denuncia literaria contra los
internados de curas y frailes que hasta ahora
se ha escrito–, obra a la que los mencionados
curas y frailes respondieron declarando al escritor la guerra del silencio. Ni una palabra
sobre el libro en toda la prensa que, de una
manera más o menos descarada, controlaba la
Iglesia, lo que papas y obispos llamaban entonces la «buena prensa». Que la Iglesia optase por el silencio en lugar de arremeter contra
el libro, se explica si tenemos en cuenta el rotundo éxito de otra novela anterior de Mirbeau,
Le Calvaire, en la que, ante la escandalera –en
ella el autor toma a solfa el concepto de patria–, toda la prensa conservadora desenvainó
plumas y espadas para insultar al autor. El resultado de tal combate fue aleccionador: en
menos de ocho días se agotó la primera edición. Escarmentados ante tan desalentadora experiencia, esta vez optaron por la estrategia
contraria: la conspiración del silencio. Así consiguieron que la novela Sebastián Roch pasara
sin pena ni gloria. Ahora, algo más de un siglo
después, es el propio papa Benedicto XVI, el
que, al pedir perdón en Sidney por los abusos
sexuales cometidos por curas y frailes en colegios católicos, sin quererlo ni buscarlo, trae a
la actualidad el lejano y acusador libro de
Mirbeau, cuyo tema principal es, precisamente, ése: la doble violación –de mente y de cuerpo– de un niño, Sebastián Roch, en un colegio
de jesuitas, el colegio San Francisco Javier de
Vannes (Bretaña), que el escritor nos define
«como una gran prisión de piedra gris».
La crítica actual, de manera unánime, califica este libro como novela autobiográfica. No
le faltan razones: el niño Sebastián Roch estudia en el mismo colegio en el que Octavio
Mirbeau había estudiado; entra interno, como
él a los once años y, después de cuatro cursos
de auténtico infierno, ambos terminan expulsados en muy extrañas circunstancias. En todos estos aspectos las coincidencias no pueden ser más exactas, pero hay un punto al que
hasta ahora no ha podido responder la crítica:
el relativo a la violación. ¿Fue violado por uno
de los curas del internado de Vannes el niño
Octave Mirbeau, al igual que lo fue su alter ego
Sebastián Roch? Todo apunta a la respuesta
afirmativa –incluso se ha dicho que el cura Le
Kern de la novela es la reencarnación literaria
del jesuita Stanislas du Lac–, pero, a pesar de
tanto esfuerzo investigador, siempre quedará
la sombra de una duda: también puede ser que
Mirbeau haya mezclado las experiencias vividas por él con otras presenciadas o referidas.
Para el caso es igual, el libro no pierde un ápice de su
acerba crítica y su implacable aire denunciador.
EL FARO
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Marzo 2011
Cultura/Narrativa
EL AUTOR
FRANCÉS
OCTAVIO
MIRBEAU
DEL LIBRO
INÉDITO ORILLAS
DEL SENA
La agria crítica que Mirbeau lanza contra
el clericalismo –«Le clericalisme, voilá
l´ennemi», solía él repetir– se apoya en tres
puntos o ángulos de ataque. Helos aquí: 1) La
sangre derramada, a través de los siglos, por la
Iglesia católica: cruzadas, exterminación de los
albigenses, guerras papales, hogueras
inquisitoriales, etc. 2) Religión, igual a opio del
pueblo y muy especialmente de la infancia. 3)
Los grandes crímenes, que se cometen en los
centros docentes o de caridad controlados por
la Iglesia. Entre estos crímenes destaca uno,
hasta entonces impune, del que él puede dar
fe: los abusos sexuales de los curas hacia sus
educandos, que en muchos casos llegan a la
violación.
Merece la pena detenerse en cada uno de
estos puntos. El primero de ellos, aunque no
es nuevo en la literatura francesa –recordemos
los nombres de Montaigne, Voltaire, Diderot,
Meslier, los filósofos ilustrados, etc.–, ni termina con Mirbeau –recordemos a Anatole
France, Sartre, Camus, Onfray, etc.–, adquiere
en Mirbeau un énfasis especial. El segundo
tampoco es nuevo, pero nuestro autor tiene el
enorme mérito de mostrarnos los diferentes
métodos de administración de ese cotidiano
opio en los colegios: la confesión, –ese gran
invento de la Iglesia para dominar a todos los
pueblos por los que ha pasado–, la enseñanza
–toda arcaizante y plagada de conocimientos
inútiles y ausencia de los necesarios–, los recreos y paseos más o menos guiados, las romerías a lugares sagrados –tal la de santa Ana
d´Auray con todo detalle narrada en el libro–
, la profusión de leyendas piadoso-idiotizantes
que día tras día iban vertiendo los curas en sus
alumnos. Sólo una como ejemplo: la del turco
que llegó a Francia sin saber una palabra de
francés. Bastó con que alguien le pusiera en la
lengua una medallita de santa Ana para que
comenzara a hablar la lengua de Molière mejor que muchos franceses y se convirtiera al
catolicismo inmediatamente. Todo esto, nos
dice Mirbeau, ayuda a la indigestión de la mente y, en consecuencia, a la imbecilidad programada. Es lo que nuestro autor califica de
educastración. Pero es en el tercer punto, el de
los grandes abusos sexuales en los colegios
controlados por la Iglesia, donde Mirbeau
pone todo su empeño y consigue su mayor
efecto denunciador. Además de romper un
tabú –él es el primero que se atreve a hablar
PORTADA DE LA NOVELA
SEBASTIÁN ROCH, «LA MÁS ACUSADORA
DENUNCIA LITERARIA CONTRA LOS
INTERNADOS DE CURAS Y FRAILES QUE
HASTA AHORA SE HA ESCRITO»
de este tema–, acierta a crear un nuevo género
o subgénero literario –el de la novela de niños
en colegios de curas–, que incluso logra exportar al extranjero y, pocos años más tarde,
tendrá en España, en las plumas de Pérez de
Ayala, Azaña y Gabriel Miró, sus mejores seguidores.
A estos tres frentes de ataque, ya estudiados por la crítica –muy especialmente por
Pierre Michel, especialista en Mirbeau–, yo
añadiría otro más: la puesta en evidencia de la
redomada hipocresía clerical. En este aspecto
el capítulo relativo a la expulsión de Sebastián
del colegio jesuítico de Vannes es el más acabado ejemplo de hasta qué extremos de fineza y perfección puede llegar dicha hipocresía.
Baste señalar que, antes de que el niño ponga
los pies en la calle, el cura que hasta entonces
parecía más humano y digno de confianza, no
cesa hasta hacerle jurar a Sebastián que jamás
dirá a nadie una sola palabra de cuanto allí le
ha ocurrido. Huelga añadir que, si tal episodio
es autobiográfico, como parece, a los curas les
salió el tiro por la culata: nada menos que un
libro de trescientas páginas informa a todo el
que quiera leerlo de cuanto le ocurrió al pro-
tagonista en aquel antro de perversión e hipocresía.
Tras la expulsión, el libro nos relata, ahora en primera persona, –Mirbeau es un maestro en la seducción del estilo–, las terribles secuelas de la violación. El joven Roch ha quedado, al menos temporalmente, invalidado
para el amor y una inevitable repugnancia hacia todo lo relacionado con el mundo del sexo
hace que todas las caricias de su antigua novia
de infancia, la bella y ardiente Margarita, caigan en campo baldío. ¿Quedará Sebastián
Roch para siempre privado de los goces de la
carne? La entrega de Margarita en una noche
de amor y plenilunio parece salvar la situación.
Poco importa. Al día siguiente comienza la
guerra franco prusiana y Sebastián, en edad
militar, tiene que entrar en el cuartel. Morirá
luchando contra los prusianos, «absurdamente sacrificado al Dios de la guerra», nos dirá
nuestro autor.
Las últimas páginas del libro las dedica
Mirbeau a fustigar a otro de sus grandes enemigos: el militarismo, el tema escándalo de Le
Calvaire, sin que tampoco falten, salpicando
toda la novela, los certeros y repetidos dardos
contra la nobleza y la emergente burguesía. Y
mientras va arrojando denuestos contra curas
y militares, en los remansos de su demoledor
discurso, Mirbeau hace un alto para ofrecernos el ideal de sociedad que él desea. Valgan
como ejemplo estas líneas que traduzco sobre
la marcha:
«¿Hay en alguna parte una juventud ardiente y reflexiva, una juventud que piensa y
que trabaja, que se libera y nos libera de la
pesada, criminal y homicida mano del cura,
tan fatal para la mente humana? Una juventud
que, frente a la moral establecida por el cura y
las leyes que aplica el gendarme, ese complemento del cura, diga valientemente: Yo seré inmoral y yo seré rebelde».
Fueron estos gritos de acusación, –toda
la novela es una constante acusación–, lanzados a la cara de una sociedad hipócrita e inicua los que hicieron que más de un crítico calificara esta obra de tea subversiva. La conspiración del silencio fue la respuesta de aquella
sociedad a la descarada osadía de Mirbeau. Los
denuestos de ayer se convierten hoy en elogios y el libro, como el ave Fénix, resurge de
las cenizas de la sociedad que le vio nacer y
cerró ojos y oídos a todas sus denuncias.
EL FARO
5
Marzo 2011
Cultura/Poesía
LA ESCRITORA
JEREZANA
VICENTA
GUERRA, QUE
ACABA DE
PRESENTAR
SU LIBRO
BREVERÍAS:
PENSAMIENTOS
Y CANTARES.
DERECHA:
PORTADA
DE LA OBRA,
DE FDEZ. LIRA
La graciosa
profundidad de
Vicenta Guerra
MAURICIO
GIL CANO
Bajo el título de Breverías: pensamientos y cantares, Vicenta Guerra Carretero (Jerez de la
Frontera, 1930) ha publicado un libro de poesía que no va orientado expresamente al público infantil, después de una consolidada trayectoria con obras destinadas a encantar a los
pequeños lectores. Decía Juan Ramón
Jiménez que «el niño puede leer los libros que
lea el hombre con determinadas excepciones
que a todos se les ocurren». Con los libros de
Vicenta Guerra sucede también a la inversa,
pero éste en particular la consagra como poeta
plenaria. El volumen está bellamente ilustrado a partir del Fondo Documental de Fernández Lira, a quien se debe además su cubierta. Desdichadamente, el maestro Lira falleció mientras Breverías estaba en la imprenta. La contracubierta recoge unas palabras
suyas a propósito de estos poemas de Vicenta.
El entrañable dibujante y cartelista se pregunta: «¿Son píldoras para calmar los amaneceres? ¿Son bolitas de anís para endulzar el fin
de la jornada?».
Francisco Fernández García-Figueras asegura en el prólogo que Vicenta Guerra «siempre recuerda lo que tiene que decir, y se olvida de su personalidad cerebral culta, para decir
las cosas a su manera, directa, sin recovecos,
espontáneamente viva». Quienquiera que conozca a Vicenta no puede sino ver en ella la
encarnación de la bondad. Dulce y tierna, su
inocencia deviene de su sabiduría, un compendio de la cual ha cuajado en estos pensamientos
y cantares de profunda sencillez y pureza.
La primera parte del libro –y la más exten-
sa– se reúne bajo el epígrafe «Pensamientos
y cantares». Vicenta Guerra hace fácil lo difícil, al resumir en breves sentencias, de tres o
cuatro versos –o aun de dos–, una filosofía
vital propia con validez universal. Y lo realiza
sin encorsetarse, con un dominio innato de
las formas populares, sin parecer jamás forzada, sino, al contrario, con espontaneidad:
«Dicen que el tiempo enseña/ sin gran alarde. / Yo creo que es un maestro/ que llega
tarde». Tienen aire de copla estas perlas de la
autora jerezana: «Yo me sé un cante/ que es
triste o es alegre, / según quien cante». Un
modo muy machadiano de cantar.
El amor, el desamor, la amistad, los falsos
amigos, el tiempo, las penas, la alegría de vivir, Dios, la soledad son algunos de los temas
que trata la autora con singular hondura.
Como señalase la profesora Elisa Constanza
Zamora, durante la presentación de Breverías
en la Real Academia de San Dionisio, en los
textos de Vicenta no hay moralina, sino una
ética. En efecto, Guerra Carretero imparte a
través de su poesía una lección magistral de
ética que es trasfondo de su estética. Una estética que debe mucho a la economía del lenguaje, hasta el punto que resulta imposible
decir más con menos palabras: «Olvido y desinterés/ una misma cosa es». Ética y estéticas
imbricadas, con las que construye un proverbial cancionero que no deja de ser –pese o
gracias a su indiscutible originalidad– voz del
pueblo, máxima aspiración de la copla.
Cada uno de estos pensamientos y cantares posee tan graciosa gravedad que se vuel-
ve preciso detenernos en la lectura para reflexionar. En su admirable libro, Vicenta da
pistas para aquel que sepa leer. Así, en su personal homenaje a Federico García Lorca, asesinado en agosto de 1936, está homenajeando también a alguien que fue fusilado en Jerez
por las mimas fechas: «Unos tiros cobardes:/
fue por Granada/ en aquel mes de agosto,/
de madrugada./ Tiros también/ lo mismo de
cobardes/ aquí en Jerez./ 10-VIII-36». En
esta fecha inscrita, caía vilmente ejecutado por
los fascistas el periodista y poeta jerezano
Francisco Guerra Tenorio, tío y padrino de la
autora.
El volumen se completa con una sección
de tema religioso, «Saetas», y una tercera parte titulada «Poemas», que incluye las tres décimas del «Tríptico de Vendimia», entre otras
destacables composiciones. A modo de epílogo, unos cuartetos de Almudena Guerra
Castellano expresan la sentida gratitud que
suscita Vicenta «por ser por siempre la eterna adolescente/ que erre con erre nos brinda
sus cantares».
En definitiva, Breverías es un libro para tener en la mesilla de noche, con la seguridad
de que un minuto de su lectura nos iluminará
el paso de las horas y nos transmitirá una dichosa ventura. Afirma Vicenta Guerra que
su primer verso «no sabía de hermanos indefensos, de luchas fratricidas». Bendita ingenuidad de quien, después de ver «cómo el
amor se compra y se comercia el miedo», persiste en su fe: «Si hacia Dios vamos/ y de Él
venimos, / a Dios llevamos/ en el camino».
EL FARO
6
Marzo 2011
Cultura/Ensayo/Narrativa
José Enrique Salcedo,
secretos de Valle Inclán
ANTONIO
COSTA
GÓMEZ
Igual que muchos autores del norte se sienten fascinados por el sur y por oriente, los del
sur sienten pasión a menudo por el norte y sus
brumas. Como en el poema de Heine, el abeto
del norte sueña en la palma lejana, y ésta desea
al abeto. Así Salcedo muestra en este libro su
dedicación a los celtas. Durante un tiempo en
el mundo académico estuvo de moda negar toda
importancia a la cultura céltica y hasta discutirle el nombre. Se dice que se contrarrestaban los
excesos del romanticismo. Pero los celtas nos
subyugan y su legado es innegable. Aunque la
historia la escribieron los romanos vencedores,
que ni siquiera respetaron los nombres de sus
dioses, las creaciones célticas nos deslumbran
por todas partes. Nos asaltan en las leyendas o
en las espirales antiguas, pero también en los
poetas que a lo largo de los siglos actualizan su
fervor. Lo suyo era el contacto con la naturaleza, la energía incesante, la transformación, un
espiritualismo invencible, la pasión por vivir, la
audacia. Salcedo en su libro recoge numerosos
testimonios de los autores antiguos, de la literatura de Irlanda o de Gales, de las manifestacio-
nes artísticas como el vaso de Gundestrup. Y
los relaciona con otras culturas, y sobre todo
con esa sabiduría perenne que sería el esoterismo. Y los interpreta a la luz de la psicología
profunda, del estudio de los mitos y los símbolos. Atraviesa con audacia infinidad de ejemplos,
los pulsa con devoción, rastrea sus lazos y sus
correspondencias. Establece relaciones audaces
y produce deslumbramientos. Acerca leyendas
y mitos y hace que suelten chispas. Y ahonda en
la devoción espiritualista de Occidente, a la cual
hicieron una aportación básica los celtas. Rastrea una vitalidad invencible que nos viene de
ellos. La encuentra en el «Romance del infante
Arnaldos», y hace que el poema se llene de significados inexplorados. Está claro que ese barco lleno de música que solo dice su canción a
quien con él vaya nos habla de una aventura
espiritual y del misterio. La rastrea en Henry
Vaughan con un poema de nostalgia de plenitud, y en los poetas metafísicos. Y la elucida en
la obra de Valle-Inclán. El escritor que con sus
Luces de bohemia nos lleva mediante un vidente
ciego hacia el infierno y la destrucción para en-
INGRES, EL SUEÑO DE OSSIAN
contrar lo más indestructible en nosotros. Que
sabe que el arte es La lámpara maravillosa, igual
que para los celtas. Que esboza una santidad
imposible en las Comedias bárbaras, y el milagro
musical en Divinas palabras. Salcedo enciende luces sobre Valle Inclán y nos ayuda a comprenderlo como nunca antes. Y pone ante nosotros
la inmortalidad de los celtas.
Rumbo a Gaia
ENCARNA
LEÓN
Que aparezcan en la sociedad en que vivimos nuevos libros dedicados a engrosar los ya
existentes de Literatura Juvenil, sean de poesía
o narrativa, es todo un acierto y por ello, hay
que felicitarse.
Uno de los libros de narrativa juvenil que hemos podido disfrutar, como novedad en los últimos meses, es el titulado Rumbo a Gaia de
Antonia María Carrascal (Sevilla) con ilustraciones de José Bravo Díaz, publicado por Edimáter
en la colección «La Vía Láctea». Es, sin duda,
un libro para no olvidar como lector de cualquier edad y para recomendar a todos los jóvenes.
Rumbo a Gaia afronta una temática que es
abordada con cierta frecuencia por el cine y por
espacios televisivos, no por eso menos interesante y actual; con situaciones de gran calado
espiritual, presentes en muchas mentes adultas,
expuestas en esta obra con gran sensibilidad,
ternura y naturalidad. Carrascal utiliza un lenguaje directo, importa mucho la comunicación
entre el autor y el lector de manera que, nada
más iniciar el relato, engancha, crea compromiso de seguir indagando y avanzando en la narración. Se trata de un viaje iniciático hacia el
más allá que las almas emprenden en un espacio
de tiempo brevísimo que va, desde el instante
mismo de la muerte física de todo humano, hasta
entrar en la vida de la luz.
La autora, con gran imaginación, recrea el
mundo de los espíritus, nos muestra esa otra
dimensión con sus estadios de transformación
y perfeccionamiento ubicados en un mundo espiritual donde el tiempo terrenal no existe; en
todo caso, hablaríamos de un tiempo celestial
medido en eones, donde habitan las almas que
aún no se han reencarnado y necesitan de una
LA ESCRITORA SEVILLANA ANTONIA
MARÍA CARRASCAL Y LA PORTADA DE
RUMBO A GAIA
exquisita preparación. Son cuerpos de energía
creciente que aparecen, unas veces, envueltos
en túnicas blancas o simplemente vestidos de
luz.
La narración va fluyendo con soltura y con
mucha magia, haciendo de Rumbo a Gaia un relato de aventuras para todas las edades. Se distribuye en cuatro partes donde se pueden apreciar toda una enseñanza de valores, aprendizajes necesarios, superación ante dificultades que
van realizando los distintos personajes que aparecen en el transcurso del relato. Antonia María
escribe sobre encuentros, adaptaciones a las nuevas y desconocidas situaciones dentro de un
marco de paz, armonía y respeto hacia los demás. Estas almas en preparación son orientadas
por guías que les conducen a distintos niveles
de perfeccionamiento y a conocer sus límites.
Encontramos lugares para el ocio, los sueños y
el descanso, biblioteca del conocimiento, clíni-
ca de entrenamiento personal y viajes experimentales. Los guías informan sobre la existencia de otras conductas en la Tierra y enseñan a
discernir entre el bien y el mal. Todo este conglomerado de sensaciones se viven en el más allá
por seres que resultan angelicales y dóciles a los
que vas tomando afecto a medida que, como
lector, te metes en su mundo. Un mundo en el
que el concepto tiempo adquiere otras dimensiones y los seres se transfiguran e iluminan.
El tema de la reencarnación está llevado de
una forma sublime y hace al lector testigo, cómplice o protagonista, a veces, del mismo. Antonia
María Carrascal ha sabido llevar el tema con gran
acierto, emplear un lenguaje muy asequible para
los jóvenes, no solo por el vocabulario empleado, sino porque a través de la estructura de las
partes conduce, a los posibles lectores, por un
mundo de fantasía y de buenas maneras que les
ha de ayudar a ser mejores y plantearse, desde
ya, sacarle el mayor provecho posible a la vida.
EL FARO
7
Marzo 2011
Cultura/Poesía
EL POETA
ALMERIENSE
JOSÉ ANTONIO
SÁEZ, AUTOR
DE GOZOS DE
NUESTRA
SEÑORA DEL
SALIENTE,
PUBLICADO
POR LA
EDITORIAL
GRANADINA
PORT ROYAL
Gozos de Nuestra Señora del Saliente
La armoniosa elegancia lírica
de José Antonio Sáez
ENRIQUE
BARRERO
RODRÍGUEZ
José Antonio Sáez (Albox, Almería, 1957)
ejerce como docente de Lengua y Literatura
Castellanas en su localidad natal, desde donde
lleva años desarrollando una actividad lírica de
elegante e interiorizada trascendencia, sólidamente anclada en un comprometido y personal humanismo y exteriorizada en una voz
poética en la que se dan cita lúcidamente la
memoria y la nostalgia, los estragos de la soledad y la intimidad de los escenarios cotidianos. Poesía del conocimiento honda en sus
verdades y reflexiva en el decir, lejos de excesos culturalistas pero culta en su más prístina
acepción. De todo ello daba buena cuenta la,
hasta el momento de edición de la presente
obra, última de sus entregas: Limaria y otros poemas de una nueva Arcadia, finalista del Premio
Andalucía de la Crítica, interesante y personalísimo poemario en el que el autor acertaba a
dibujar un nebuloso territorio propio, casi en
la frontera entre la realidad y el sueño, lo figurado y lo real, la vivencia y la evocación, para
rescatar de la mano del recuerdo los escenarios perdidos de la infancia, los rostros
añorados del pasado y la devastación por el
paso del tiempo, todo ello sustentado sobre la
piedra angular de la íntima, elegíaca y delicada
emoción.
Con Gozos de Nuestra Señora del Saliente (denominación alusiva a la advocación mariana
de Nuestra Señora del Buen Retiro de los Desamparados o del Saliente venerada en su Santuario sobre la cima del almeriense Monte
Roel) el autor se adentra en el siempre difícil
terreno de la poesía religiosa y de connotaciones espirituales y lo hace con armoniosa elegancia y equilibrada finura, bien lejos del tópico y de los excesos localistas, alcanzando a
urdir un poemario que emocionará profundamente a quien lo saboree desde la perspectiva
de la fe pero que merecerá a la par y por su
valor literario el respeto de quienes a él se
aproximen desde su ausencia.
En sus cinco bien vertebrados Cantos el libro discurre hondo y palpitante en su intensa
y acendrada espiritualidad, sin concesiones a
la simpleza de un confesionalismo huero y
convencional; antes bien, el intenso poemario
se degusta desde la soledad del silencio y el
lector experimenta la sensación de asistir a una
oración de conmovedora autenticidad y sencillez elevada desde la frágil conciencia de lo
netamente humano (el autor confiesa en el esclarecedor prólogo de la obra que fue gestada
en un período de enclaustramiento como consecuencia de la convalecencia de una incómoda dolencia).
Los tres primeros cantos (Anunciación del Ángel a Nuestra Señora, El Magníficat y La mujer envuelta en el sol) se desarrollan en poemas de dieciséis versos a base de cuatro estrofas de
alejandrinos sin servidumbre a rima. Por el
contrario, el cuarto canto (Poemas en Cuaderna
Vía –concebido como homenaje a Gonzalo
de Berceo–) adopta esta forma estrófica y quizás en este tránsito pueda cifrarse una de las
escasas objeciones que este comentarista podría realizar al poemario en su conjunto en su
apreciación lectora, pues pese a lo meritorio
de la construcción y del esfuerzo lírico de Sáez
el desusado tetrástrofo monorrimo confiere
al poemario en el cuarto canto cierto aire añejo que contrasta, en cierto modo, con la naturalidad de la fluencia de los tres cantos anteriores.
El quinto canto (Gozos del pueblo) es, a mi
juicio, un afortunadísimo repertorio de
seguidillas, soleares, redondillas, coplas, cuartetas y liras de fina impronta popular y alada
gracia andaluza que dibujan, por demás, un
interesante contrapunto respecto del aliento
espiritual de mayor severidad y hondura de los
cantos anteriores.
Justo es destacar, con independencia de la
muy legítima vivencia íntima y personal sobre
el fenómeno religioso que pueda alentar en
cada cual, la valiente y sincera honestidad de
un poemario a contra estilo de modas y tendencias, en un mundo de tan doliente relativismo
e indiferencia, un poemario como una oración
coral en el mejor contexto y tradición de la
poesía mariana y religiosa (Gonzalo de Berceo,
Arcipreste de Hita o las Cantigas del Rey Sabio, por citar sólo alguno de los más conocidos exponentes) a la que tan sinceramente se
rinde homenaje. En esta abismada soledad –
oscura es nuestra noche– de un monólogo
interior basado en una autenticidad sin fisuras
con la Virgen del Sol Saliente, Madre que nos
bendice con los días azules y las cálidas tardes,
están cifrados la indudable altura y el interés
lírico del poemario de José Antonio Sáez.
EL FARO
8
Marzo 2011
Cultura/El Canto del Urogallo
La cuadratura del círculo
PEDRO
RODRÍGUEZ
PACHECO
Debo empezar confesando, doloridamente,
que este artículo es muy difícil de escribir. Creí,
inocentemente, que el hecho que motivaba el
movimiento de opinión de La Diferencia (que
también pudo llamarse de la disidencia), significaría el rescate de una magnífica nómina de extraordinarios poetas (la antología de A. Rodríguez Jiménez Elogio de la diferencia, da buena cuenta del altruismo de nuestras intenciones) que por
mor de las tendencias coyunturales habían quedado postergados, secuestrados en un limbo
obsceno donde la única prioridad era encaramarse a una cínica actualidad para el misérrimo
mercado interior, un mercado que, pese a tantas ínfulas, en nada enriquecía ese vasto dominio del mérito, la tensión y el valor más allá de
nuestras limitadas y plagiadoras fronteras.
La Diferencia, en principio, para quienes por
edad, saber y gobierno más íbamos a perder que
ganar, no era más que un rescate –lo argumenté
en mi artículo anterior, «Secuestros y rescates»de aquellos excelentes poetas que habían creado siguiendo unas personales motivaciones, las
cuales –qué paradoja– no eran más que las resultantes de sus experiencias personales, las de
todo tipo, tan íntimas y conformadoras como
las que aconseja Rilke en sus magistrales Cartas
a un joven poeta. ¿Cómo íbamos a renunciar a lo
único que teníamos, nuestra experiencia, la personal, la conformadora, la condicionante? Pero
como única, personal, confor madora y
condicionante, no podíamos asumir preceptivas generales que nos indicaran cómo, de qué
manera, forma, ideología y temporalidad habíamos de plasmarla. O traicionarla. Y así el realismo social, sus compromisos y esclavitudes. O
el culturalismo venecianista con sus
impostaciones. O la suplantación de la experiencia personal por una generalizada en la que la
escena urbana –un vergonzante realismo social–
hurtaba la voz de quienes asumían otros ámbitos íntimos, simbólicos, ensimismados,
hímnicos, escandidos, musicales y celestes. Co-
incidió la emancipación de La Diferencia con el
hegemónico poder de la llamada poesía de la Experiencia y, claro, muchos pensaron que íbamos
contra ella pero, en verdad, ¿qué le importaba,
por ejemplo, a Manuel Jurado López –con una
obra a sus espaldas que había sorteado anteriores hegemonías– la penúltima? Y ¿a Antonio Enrique? Y ¿a mí?
Era otra cosa –creímos algunos que era otra
cosa, como así lo consigna precisamente, Jurado López en reciente entrevista (12/12/2010)
en ABC de Sevilla–. Y como otra cosa, no nos
importó poner en peligro la estadía que, en
mayor o menor grado, poseíamos; la suficiente
para no permitir que se arrasase todo el vasto
dominio de una pluralidad creativa que por mansedumbre, comodidad y miedo nadie se atrevía
a denunciar: con un poco de afrecho se contentaba el gallinero. Bien. A groso modo, esta fue
la razón de existir y ser de la Diferencia, su única
razón suficiente, poner en valor tantos valores
postergados por las tendencias dominantes.
Todo lo que antecede no tiene otra motivación que la publicación del ensayo La poesía de la
Experiencia española de finales del siglo XX al XXI
de la profesora Diana Cullell y de la crítica que
del ensayo hace –«Un presunto estudio crítico
sobre la poesía de la Experiencia, entre lo banal
y lo risible»- J.L. García Martín. La crítica –enviada desde Fez por el poeta cordobés A. Rodríguez Jiménez– no me sorprendió en absoluto dado que no variaba ni en un ápice sus criterios sobre los poetas de la Diferencia y, particularmente, sobre Rodríguez Jiménez. Pero tuve
curiosidad por conocer el contenido del ensayo
dado que entre los poetas estudiados como
experienciales se encontraba Mª A. Ortega.
El ensayo en sí –hay que darle la razón a García Martín– es un auténtico bodrio. Aparece un
listado de los consagrados como de la tendencia dominante y en él se designa a Rodríguez
Jiménez, y dice García Martín: que éste «podrá
ser un adalid de la llamada poesía de la Diferen-
cia (…), pero su manera de entender la poesía,
salvo en calidad, en nada se diferencia de la de
los poetas realistas de los ochenta». Al fin y al
cabo es lo mismo que decía en la introducción
de su antología, Treinta años de poesía española (Renacimiento. Sevilla, 1996) justificándose: que si
se seleccionaba a García Montero y no a R.
Jiménez «quizás se deba, no a diferencias de estética o de mayor o menor proximidad al poder
político (…), sino más sencillamente a diferencias de calidad (esa palabra tabú en los estudios
literarios, pero que un antólogo, aunque con todas las cautelas posibles, no tiene más remedio
que sacar a relucir)». Opiniones éstas ofensivas
que ya había anticipado, un año antes, en la introducción de su antología Selección nacional y que,
por aludirme directamente, contesté en un artículo, «El reto», que, curiosamente, hubo de salir
en Papel Literario suplemento cultural del Diario
Málaga-Costa del Sol, y no en Cuadernos del Sur
dado que R. Jiménez, se excusó pretextando problemas con la dirección del periódico y en cuya
redacción, la mía, había contado con la radical
oposición de Mª A. Ortega, dado que según ésta
no había tales descalificaciones, «sino guiños
cómplices, simpáticos; se nos tenía en cuenta,
se nos nombraba». Ah… En el ensayo de D.
Cullell, se justifica como experiencial la presencia de Mª A. Ortega por el hecho de que, aunque ésta comienza «su creación poética como
poeta de la Diferencia, más tarde se desvincula
de ella, pese a que la poesía de la Diferencia
sirve a Mª Antonia Ortega como recurso a través del cual defiende su derecho al ejercicio de
un tipo de poesía distinta a la corriente
experiencial dominante». Es decir, salvo que ya
no sepa ni leer, la poeta madrileña se sirvió de
la Diferencia para acabar siendo un apéndice
residual de la poesía de la Experiencia ya que en
un momento impreciso –cuando la Diferencia era
historia pasada, «pecado de juventud» como se
disculpó Rodríguez Jiménez ante Jesús Vigorra
en el programa televisivo de Canal Sur «El público lee»–, se desvinculó de ella. Pero definitiva, dolorosamente, ¿cuándo se desvinculó Mª
A. Ortega de la Diferencia para –limpia de las
miasmas de las que pudo infeccionarse mientras se sirvió de los diferenciales– poder presentarse como ejemplo innovador de la nueva
poesía de la Experiencia?
Creí en la integridad, en la auténtica honradez
de nuestro movimiento, en el rescate de unos poetas injustamente marginados y que no merecían
tal suerte. Y lo hice así –lo hicimos así– por amor
a la poesía, sin pensar en la mía propia ni en las
que los que al igual que yo participábamos de tan
saludable aventura… Dolorosamente, acaso, tenga que convenir en última instancia, que García
Martín lleva razón, éramos «un nutrido grupo de
agraviados» que sólo buscábamos vanidosamente
la estadía que se nos negaba. Acaso esta fue la motivación de la disolución de la Diferencia como cuestión, argumento y legitimidad; es decir, hurtada la
esencialidad, la aseidad, el ser lo que éramos y no
ser otra cosa (la insoportable levedad del ser), quedaba
como esqueleto la acomodaticia densidad del estar, sin importar el cómo ni el dónde, la consagración de la estadía o la cuadratura del círculo: el
imposible que devoró la raíz de lo verdadero.
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