34. EMIGRACIÓN II

Anuncio
34. EMIGRACIÓN II
En la segunda mitad de
1951 empezamos a barajar los
posibles destinos de nuestra futura residencia, decisión nada fácil,
ya que por distintos motivos fuimos descartando los países más
codiciados. El país ideal, los Estados Unidos, no nos atraía porque
sabíamos que, probablemente a los pocos meses de llegar, mi
hermano Imi y yo seríamos reclutados para enviarnos a la guerra que
se libraba en Corea. Canadá y Australia, países liberales y ordenados,
también fueron eliminados: el primero por su clima poco amigable
y el segundo, porque “estaba lejos de todo”. Curiosamente, Israel
tampoco fue considerado por mi padre, judío creyente. Lo más
probable es que justamente su religiosidad haya sido el motivo: en
el estado recién nacido prevalecían la sociedad secular y el gobierno
laborista.
Al no encontrar un destino dictado por el razonamiento, intervino
el azar. Era posible conseguir visa de inmigración a la Argentina y las
noticias sobre el país eran alentadoras. La dictadura de Perón era un
punto en contra, pero no estaba teñida de antisemitismo y sabíamos
que en Buenos Aires había una colectividad judía importante. El
hecho de que no otorgaran visa a los judíos nos pareción una simple
formalidad, casi natural teniendo en cuenta nuestra herencia de
dos mil años de persecución. Apu compró en el mercado negro
—donde se los vendía por muy poco dinero— los formularios de
certificado de nacimiento húngaros. Los llenamos con nuestros datos,
consignamos como religión la protestante, luego los presentamos al
consulado y recibimos sin problema la visa de inmigrantes. Apu fue
muy bien atendido por la gente del consulado argentino, por lo que
les quedó muy agradecido.
217
Como faltaban algunos meses para emprender el viaje, los
aproveché para estudiar el idioma español en la Academia Berlitz. En
el colegio, el latín nunca había sido una materia de mi predilección,
pero en ese momento lo que había aprendido me sirvió mucho.
La Academia Berlitz es conocida mundialmente por su política de
emplear a profesores cuya lengua materna es el idioma que enseñan.
Los míos eran exiliados españoles refugiados del régimen de Franco.
Para acelerar el aprendizaje tomé clases particulares y, a través de
nuestras conversaciones, me enteré de muchos detalles de sus agitadas
vidas. También me interesaban las noticias publicadas en los diarios
sobre América Latina, especialmente las de la Argentina, muy escasas
por cierto. Inolvidable fue la crónica sobre Der grösste Zirkus der Welt,
El circo más grande del mundo, con una foto titulada “EVITA
PRONUNCIANDO EL DISCURSO DE RENUNCIAMIENTO
A SUS DESCAMISADOS”.
A principios de marzo de 1952 nos despedimos de Viena
para emigrar a la Argentina. Abandonar Hungría tres años antes
había sido traumático para mí por dejar atrás no solo mi país natal,
sino también una carrera profesional que parecía tener un futuro
promisorio. En cambio, al salir de Austria no sentí ninguna tristeza.
En esto también habrá influido el espíritu de aventura: íbamos
camino a enfrentar un mundo exótico para nosotros.
Para poder viajar recibimos los pasaportes IRO, del International
Refugee Organization. No convenía atravesar con ellos la zona rusa
por los consabidos peligros, así que volamos con avión a Suiza para
luego seguir desde allí en tren hasta Génova, nuestro puerto de
embarque.
En Zurich nos encontramos con Cilka, hecho que tuvo una
influencia decisiva para mi futuro. Cilka (ya hablé de ella, vimos su
foto en el árbol genealógico de los Richter) era tía de Apu, pero los
dos tenían la misma edad: había nacido muchos años después que
su hermana Ilona, mi abuela —recordemos que el bisabuelo Richter
218
MI PASAPORTE EMITIDO POR LA
ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL
PARA LOS REFUGIADOS.
tuvo diecisiete hijos—. Ella había huido desde Checoeslovaquia a
Inglaterra en los albores de la guerra, donde se dedicó a la venta
de zapatos al por mayor. Era una mujer muy hábil comercialmente.
Con Apu siempre habían mantenido contacto y, como nosotros
pasábamos por Zurich, se citaron allí aunque desconozco qué clase
de intereses comunes tenían. Durante el encuentro, Cilka nos dio
el teléfono de su pariente lejana en la Argentina, Elizabeth Heda,
para que la llamásemos. La familia Heda también se había refugiado
a Londres para después seguir a Buenos Aires. Los contactamos
apenas llegamos y la recomendación de Cilka tuvo consecuencias
insospechables, ya que seis años más tarde me casé con Ruth, la hija
de Elizabeth.
Ya al día siguiente de nuestro encuentro con Cilka seguimos
hacia Italia. La visa de Suiza tenía una validez de cuarenta y ocho
horas, igual que la de Austria tres años antes, pero esta vez teníamos
un legítimo destino final. Llegamos a Génova tres semanas antes
de partir nuestro vapor para tener tiempo de recorrer el país. Esta
decisión de mis padres mostró que estaban abiertos a conocer
nuevos horizontes.
219
También estaba dentro de los conceptos de Apu que, para que
una compra fuera buena, había que elegir la mejor calidad. Siguiendo
esta filosofía, antes de salir de Europa adquirimos artículos que en
ese entonces, hace más de medio siglo, se destacaban por su calidad
y elegancia. Compramos en Suiza relojes Schaffhausen, la marca
más renombrada, que costaron setenta dólares; me acuerdo de su
precio porque era mucho dinero en aquel entonces y especialmente
para nosotros. En Viena también mandamos a hacer zapatos
combinados de cuero marrón y blanco, muy de moda pero no tuve
mucha suerte con ellos. La primera vez que me los puse para caminar
por las calles de Buenos Aires, queriendo parecer muy elegante, me
silbaron muchachos con gestos que indudablemente significaban
“¡flor de puto!”. Convencido de que a la Argentina no había llegado
el refinamiento europeo, nunca más calcé esos zapatos que habían
costado una fortuna.
En Génova compramos los sombreros italianos para hombres
marca Borsalino, lo más elegante de la época. Hasta hubo una
película titulada Borsalino, protagonizada por Alain Delon quien lucía
ese tipo de sombrero. Tampoco tuvimos demasiada suerte con ellos,
como pronto lo veremos.
Dejamos en un depósito del puerto el equipaje que no
necesitaríamos para recorrer Italia, incluso las cajas con los sombreros
recién adquiridos, y partimos hacia Roma. Visitamos también otras
ciudades turísticas habituales y nos familiarizamos con la forma de
vida latina. Pero el aprendizaje más importante que recibimos fue
sobre la gastronomía de los países con costa marina. En Hungría,
igual que en Austria, se comía poco pescado y las variedades se
limitaban a las de agua dulce; a las de mar ni las conocíamos.
Hicimos una excursión a Pompeya y al Vesubio; como el mes de
marzo no era temporada de turismo, nadie más se unió a nosotros y
tuvimos al guía en alemán a nuestra entera disposición. Al mediodía,
en camino desde las ruinas de Pompeya hacia el volcán, hicimos un
paréntesis para el almuerzo, lo cual estaba incluido en el precio de la
220
excursión. El patrón de la hostería nos atendió con gran entusiasmo
pues éramos los únicos comensales del lugar. Nos trajo un plato
con algo que se parecía a gusanos gruesos, fritos y retorcidos. Tal
como los recuerdo, ahora diría que eran calamares fritos, comida
que además de resultarnos exótica tampoco parecía kasher, así
que fue rechazada. El siguiente plato fue un guiso, hoy sé que era
cazuela de mariscos, también impugnada, igual que los caracoles y
otros manjares que nos fueron presentando. Al final, convinimos
con nuestro desesperado anfitrión —y siempre por intermedio del
traductor— que nos serviría huevos duros y tomate con cebolla.
Supongo que nuestra visita fue tema de conversación durante
bastante tiempo: éramos aquellos extraños comensales que habían
pagado un almuerzo oneroso para conformarse con apenas unos
huevos duros y tomates con cebolla.
También tuve mi primera experiencia con embusteros, que
proliferaban en los países latinos pero que no eran tan comunes en
Europa Central. Durante una de mis caminatas por Roma se me
acercó un hombre ofreciéndome un reloj muy vistoso por tresmil
liras, el equivalente a unos quince dólares. Mientras examinaba el reloj
ya que su precio me pareció “razonable”, vino otro hombre y me
preguntó si yo quería vendérselo, a él le gustaba mucho, pero no me
pagaría más de cinco mil liras. El ofrecimiento despertó mi codicia:
si lo compraba a tres mil y lo vendía a cinco mil, sería un muy buen
negocio. Así que adquirí la mercadería, pagándole discretamente
al vendedor para que mi cliente no viera la transacción a mucho
menor precio. Mi “comprador” me dijo que iba a buscar el dinero
y que volvería enseguida. No tardé mucho en darme cuenta que
la pareja me había estafado con un cuento seguramente ya usado
en tiempos del Foro Romano. Tuve vergüenza de aparecer con mi
adquisición en nuestro hotel, así que lo tiré en un tacho de basura.
Dentro de todo fue un aprendizaje más barato como el anterior
con el falso policía en Budapest, que me costó perder mi preciada
bicicleta. Desde entonces, cada vez que me ofrecen una pichincha
221
me acuerdo del reloj. Claro, habría sido más barato todavía si mi
profesor de español de la Academia Berlitz hubiera leído conmigo
el proverbio del santo que desconfía del regalo grande…
En Milán visitamos el Teatro alla Scala y después el tour nos llevó
al lugar de mayor atracción en esos tiempos, a apenas siete años del
desplome del fascismo, a la Piazzale Loreto. Fue allí donde habían
expuesto los cuerpos de Mussolini y de su amante, Clara Petacci, con
las cabezas colgando hacia abajo. Siempre me resultó interesante el
paralelismo con el destino de su par alemán, Hitler, quien también
murió en compañía de su amante, Eva Braun.
Llegamos de vuelta a Génova y cuando, antes de embarcar,
retiramos nuestro equipaje del depósito notamos con sorpresa que
las cajas con los sombreros Borsalino estaban dañadas. Al abrirlas
vimos que sus bordes estaban dentados, mordidos por las ratas. Fue
grande nuestro enfado y me acuerdo muy bien de la escena por las
caras de circunstancia que pusieron los empleados, que contrastaban
con sus mal disimuladas risotadas. En retrospectiva los justifico
pues les habrá parecido muy cómico ver a los tres hombres con sus
sombreros de bordes en casi perfecto zigzag.
BORSALINO, FILM QUE CATAPULTÓ
LA FAMA DEL SOMBRERO.
222
A mitades de marzo de 1952 embarcamos en el vapor Giulio Cesare
rumbo a la Argentina. Casi todos los pasajeros eran inmigrantes,
la mayoría italianos; la guerra había finalizado hacía siete años y
la Argentina todavía era destino codiciado para los empobrecidos
europeos. Al subir al barco, fuimos recibidos por el capitán, quien
al saludarnos eligió una tarjeta de entre dos pilones, una que decía
Turno 1 y la otra Turno 2. Nos tocó el Turno 1, el primer grupo
para las comidas. Recién unos días más tarde entendí la razón de
esa deferencia, de porqué el capitán nos saludó personalmente a
todos nosotros, pasajeros de tercera clase: era para poder diferenciar
entre la gente. Asignó el Turno 2 a quienes él juzgaba como más
“ordinarios”, una percepción ocular que hoy le hubiera acarreado
onerosos juicios por discriminación.
En el vapor conocí a jóvenes de ambos sexos en los salones de
juego y durante los bailes nocturnos, pero ninguna de esas amistades
subsistió más que los diecisiete días que duró el viaje. Casi todos
eran de Italia, Grecia y otros países mediterráneos, de idiomas y
costumbres muy distintas a las nuestras. En cambio, las cortas visitas
que pudimos hacer al atracar en los puertos aportaron mucho para
ampliar nuestro horizonte y conocer algo del mundo.
De Barcelona me quedó el recuerdo del espectáculo panorámico
de la ciudad desde las alturas del parque Montjuic y la vista de la
Iglesia de la Sagrada Familia, con sus dieciocho torres en forma
de espiral, la obra más importante de Gaudi. Allí aprendí que el
español no era el único idioma del país: el guía nos hablaba a veces
en catalán, que yo no entendía. Lo atribuí a mi poco conocimiento
del castellano; recién años más tarde me di cuenta que las dos lenguas
tienen muy poco en común.
En Dakar nos detuvimos apenas unas pocas horas, sólo para
reabastecer a nuestro vapor antes de proceder al cruce transatlántico.
Hicimos una corta visita a esta colonia francesa, hoy capital de la
República de Senegal. Allí fue que por primera vez nos encontramos
con la extrema pobreza, desconocida en Europa Central.
223
Durante nuestra visita a Río de Janeiro, en ese entonces todavía
capital de Brasil, con la vista a las favelas volvimos a encontrar esa
indigencia pero en una escala inimaginable (todavía no sabíamos que
en Brasil todo era “o mais grande do mundo”). La primera impresión
que tuve de esa ciudad inmensa no cambió en los cincuenta años
siguientes durante mis innumerables visitas comerciales al país: las
calles atestadas por gente a cualquier hora parecían hormigueros
revueltos. Hicimos la visita obligada para ascender al Pan de Azúcar
y casi perdimos nuestro barco por el gentío, aún más acentuado por
tratarse de un domingo; la cola para tomar al funicular cuesta abajo
era kilométrica.
En Santos tuvimos nuestro primer encuentro con las
peculiaridades del clima subtropical. Por falta de atracciones
recomendadas recorrimos la ciudad en tranvías que tenían los
costados abiertos, algo nunca visto en Europa por sus crudos
inviernos. Nos pusimos contentos cuando un señor nos dirigió la
palabra en perfecto alemán, mostrándonos los puntos de interés que
íbamos pasando. Cuando nos aprestamos a bajar y visitar un museo,
el alemán descendió primero del tranvía y desapareció. Me llevó un
rato darme cuenta que me faltaba la billetera. Pero nuestro “amigo”
también se habrá llevado una sorpresa: su botín fue el cartón que
indicaba el turno 1 de las comidas en el barco y las fotos de Gretl y
Marika, mis amigas de Viena. Como estábamos juntos, Apu tenía el
poco dinero que había cambiado por la moneda local. Por suerte, yo
tenía más fotos de mis amadas. Con esta experiencia aprendí que es
fundamental tener backups de todo lo que es importante.
Al llegar a la Argentina se cerró un capítulo en mi vida. Tenía
un nuevo desafío por delante: la adaptación al ambiente, en muchos
aspectos tan diferente a lo conocido en Europa Central.
224
Descargar