Solemnidad de San Pedro y San Pablo

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Parroquia San Pedro – Arquidiócesis de Santa Fe de la Vera Cruz (29-06-14)
Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Lecturas:
Hech 12, 1-11
Salmo 33, 2-9
2Tim 4, 6-8. 17-18
Evangelio: Mt 16, 13-19
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Qué dice la gente sobre el Hijo
del hombre? ¿Quién dicen que es?”. Ellos le respondieron: “Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías;
y otros, Jeremías o alguno de los profetas”. “Y ustedes –les preguntó–, ¿quién dicen que soy?”. Tomando la
palabra, Simón Pedro respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Y Jesús le dijo: “Feliz de ti, Simón,
hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y
yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá
contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el
cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
Tú eres Pedro...
Hoy es un día para dar gracias a Dios por el Santo que nos ha dado como patrono. San Pedro es un santo con el que
fácilmente podemos identificarnos y en el que podemos depositar la mayor confianza al encomendarle nuestras
oraciones. Un hombre de grandes defectos, y enormes virtudes. Jesús lo eligió entre los apóstoles para hacerlo
cabeza y fundamento de la Iglesia. Una elección totalmente gratuita y libre del Señor. Había otros discípulos más
sabios y humanamente más capaces que él, como Mateo (que tenía más letras y seguramente era más organizado),
otros eran más santos y con más amor a Jesús, como Juan (que valientemente permaneció junto a la cruz)... pero
Jesús lo eligió a él entre todos para una misión única.
Simón Pedro era pescador de oficio, no exactamente la imagen de tenemos de nuestro pescador costero y solitario.
Sino un pequeño hombre de negocios que tenía una humilde empresa pesquera junto a su hermano (Andrés),
parientes y vecinos (Zebedeo y sus hijos: Santiago y Juan). Por los datos arqueológicos debió de tener la misma edad
de Jesús (o ser incluso algo menor). De estatura mediana, robusto. Estaba casado y la tradición le adjudica al menos
una hija (Santa Petronila). Hablaría corrientemente arameo y seguramente algo de griego para los negocios. Tenía un
carácter impulsivo y resuelto (se lanza siempre adelante en la acción y en las palabras). Tenía un corazón grande y
generoso: cuando Jesús le pidió predicar desde su barca él no se negó, así como tampoco a recibirlo durante
bastante tiempo en su casa como huésped, finalmente dejó todo (hasta la propia familia) para seguirlo por los
caminos de Galilea y hasta Jerusalén (y finalmente hasta Roma donde moriría mártir de la persecución de Nerón en
el año 67). Era un hombre de fe profunda y sencilla: cuando vio el milagro de la multiplicación de los peces le dijo a
Jesús «Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador». Fue entonces cuando escuchó el llamado de Jesús: «No
temas; en adelante serás pescador de hombres». Y cuando todos lo abandonaban él dijo al Maestro: «¿Señor, a
quién vamos a ir? Tú tienes palabras de Vida eterna».
También vemos en el Evangelio sus defectos: su visión materialista y mundana del reino de Dios (que compartía con
la mayoría de los discípulos) que lo llevaba a querer instaurarlo por medios violentos (él es quien echa mano a la
espada en la última cena y en el Getsemaní) o a evitarle a Jesús los sufrimientos que implicaba necesariamente el
cumplimiento de su misión. Su presunción anterior al afirmar que él amaba a Jesús más que los otros apóstoles y
hasta que sería capaz de dar la vida por él. Y finalmente, su temor y cobardía en las negaciones.
Pero los acontecimientos vividos entre la Pascua y Pentecostés le transformaron el corazón. Su humildad y su
valentía corrieron parejas. Humilde y valiente para reconocer sus propios pecados (es asombrosa la cantidad de
veces que se repite la narración de las negaciones de Pedro en los evangelios y en los hechos de los apóstoles: tal
reiteración se debe sin duda a que el mismo Pedro contaría esos hechos una y otra vez en su predicación, sin temor
a mostrar el mayor de sus pecados. Humilde y valiente también para dejarse corregir por Pablo cuando fue
necesario. Humilde y valiente para predicar a Jesucristo y gobernar a la Iglesia aún en medio de las persecuciones y
aceptar el camino difícil de la cruz al final de su vida.
Pedro, acompañado por Marcos, predicó el evangelio en Roma y presidió aquella iglesia durante las primeras
persecuciones que alentaba Nerón acusando a los cristianos de impiedad, odio a la humanidad, y toda clase de
crímenes. Finalmente el emperador lanzó una campaña de persecución de los cristianos, atribuyéndoles el incendio
de la ciudad de Roma. Miles fueron torturados y asesinados en los juegos del Circo. Los fieles, queriendo librar Pedro
de la muerte, le aconsejaron escapar para seguir guiando a la Iglesia desde otra ciudad. En el camino que lo llevaba
fuera de Roma, Pedro vio a Jesús entrando en la ciudad y le preguntó “¿A dónde vas, Señor?” (-Quo vadis, Domine?).
A lo que replicó Jesús “Voy a Roma a ser crucificado de nuevo” (-Romam vado iterum crucifigi). Al oír estas palabras
Pedro comprendió cuál era su destino y regresó sobre sus pasos para enfrentar el martirio. Los antiguos
martirologios dicen que fue martirizado en el año 67. Al oírle decir los soldados que él era indigno de morir como su
Señor, decidieron crucificarlo cabeza abajo como burla. De este modo rindió el supremo testimonio de Cristo, según
el mismo Jesús lo había predicho: «Cuando llegues a viejo, abrirás los brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará
a donde no quieras.» (Juan 21,18)
Confirman los arqueólogos contemporáneos que los restos de Pedro se hallan sepultados debajo del “altar de la
confesión” en el centro de la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Y que desde los primeros siglos los cristianos
acudían a su tumba para pedir favores a Dios por su intercesión.
Por eso hoy celebramos la victoria de Pedro y de Pablo (víctimas de la misma persecución, aunque en fechas
distintas). Ambos pueden decir con la segunda lectura: «he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera,
conservé la fe. Y ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará en ese día».
Pero detengámonos un momento en la escena que nos presenta hoy el Evangelio: Él y Jesús se “nombran”
mutuamente. Cuando Simón dice quién es Jesús realmente (“Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”), Jesús le revela
quién está llamado a ser (“Tú eres Pedro, y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”). Sólo reconociendo a Jesús
podremos conocernos a nosotros mismos, y no por un simple acto de reflexión sino recibiendo ese ser de Dios
mismo. Él no necesita de nuestra fe, pero nosotros sí necesitamos creer en Él para llegar a ser plenamente nosotros,
saber lo que debemos ser, a lo que estamos llamados, para lo que nacimos... que se dice rápidamente: ser santos,
pero que implica para cada uno una vocación y un camino de vida particularísimos. El de Simón fue el de ser Piedra
(Petros –Pedro- y petra –piedra- en griego traducen la única palabra aramea: Kéfa). Es decir fundamento. Roca que
nos asegura en medio de la tempestad. ¿Tempestad de qué? De las opiniones, de las ideas, de las fantasías que
asedian el alma de cada uno y que modelarán toda la vida de los que las reciben como verdaderas. ¿Quién es Jesús?
¿Qué dice la gente? Mil respuestas, mil escuelas, mil sectas... ¿Quién es realmente? Pedro nos lo dirá: Una respuesta
(siempre insondable, pero nunca ambigua), una fe, una Iglesia.
Cristo nos ha hecho a todos una promesa en Pedro: «el poder de la muerte no prevalecerá contra ella» [contra la
Iglesia]. Literalmente dice: “las puertas del Hades” no prevalecerán... Las puertas del abismo del mal y la muerte. No
prevalecerán: Non prevalebunt! (que es uno de los dos lemas del periódico El Observador Romano). La imagen es
curiosa: porque la referencia a las puertas que no prevalecerán, es una imagen de ciudad sitiada cuyas puertas son
permanente azotadas por los embates enemigos. Lo curioso digo, es que no es la Iglesia la ciudad sitiada, sino el
Infierno el que es sitiado, acorralado, vencido por la Iglesia. No es una imagen de Iglesia pasiva, resistiendo, sino
activa, atacando... Es un combate espiritual en el que estamos todos comprometidos. El Papa nos llama una y otra
vez a “salir afuera y hacer lío”. Es decir, a evangelizar, a anunciar a Cristo, a ir expulsando las sombras de nuestro
mundo, de nuestra vida...
Donde está Pedro está la Iglesia. Cristo le ha confiado el poder de las llaves. Que no son de ninguna puerta del cielo,
sino las llaves que llevaba al hombro el primer ministro del rey (Isaías 22,22: «Y pondré la llave de la casa de David
sobre su hombro; y abrirá, y nadie cerrará; cerrará, y nadie abrirá»), y simbolizaban su acceso al Tesoro y su
capacidad de interpretar la Ley. El Papa es el que tiene en sus manos los tesoros de la gracia para distribuirlos
gratuitamente, y es el último árbitro para establecer que una doctrina pertenece o no a la fe católica, o si una
persona está o no en comunión con la Iglesia. Las expresiones “atar” y “desatar” son comunes en la literatura legal
judía, y significan poder declarar algo como prohibido o permitido.
Vuelvo, finalmente, a la imagen de Pedro-Piedra... Hoy en día, como nos vamos protestantizando, se suele decir que
la roca sobre la que se edifica la Iglesia no es Pedro sino la confesión de fe de Pedro. La fe en que Jesús es el Mesías.
¿Cuál sería el resultado de aceptar sin más esta postura? Que cualquiera que confesara a Jesús como Mesías sería
parte de la Iglesia, una Iglesia “espiritual” por así decirlo, de los verdaderos creyentes, aunque no tenga ninguna
relación con la persona concreta de Pedro y sus sucesores. Pero no es así como lo entendimos desde siempre los
cristianos. Es cierto que no ponemos nuestra confianza en un hombre, en “la carne y la sangre”, sino en Dios que se
nos ha revelado. Pero la fe en Jesucristo no es algo que ande por allí, suelto en el aire. Sino que es sostenida y hecha
carne en personas concretas, en vidas concretas. El Cristianismo es una religión de la encarnación, del valor
insustituible del ser humano... La confesión de fe de Pedro no existe sin Pedro, sin ese pescador de Galilea, casi de la
misma edad de Jesús, robusto, no muy alto, según los restos arqueológicos. Sobre Pedro se edifica la Iglesia. Sobre el
Pedro creyente ciertamente, pero que también sobre el Pedro que debe continuar aprender a seguir a Jesús y a
gobernar la Iglesia, el Pedro que lo dejó todo y el que aún debe ser corregido por otros (como hizo San Pablo), el
Pedro que finalmente dará el máximo testimonio de amor y fidelidad en el Martirio.
El Papa es un hombre con una vocación: ser digno sucesor de Pedro. No es un hombre sin defectos, pero lucha para
mantenerse fiel (o debería). A veces será más fiel, a veces menos. Sólo Dios lo sabe. Por eso precisa de nuestras
oraciones más que de nuestra admiración. Porque nuestra admiración no lo sostendrá en el momento de dificultad,
pero sí nuestra oración. Pidámosle hoy especialmente a San Pedro por él, así como también por todo nuestro barrio
Roma.
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