Guiones para las reflexiones y homilías de la Semana Santa

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Guiones para las homilías o reflexiones de la Semana Santa
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
Iniciamos hoy la Semana Santa, a la cual
nos hemos venido preparando durante la
Cuaresma. Hoy Jesús entra en la ciudad santa de
Jerusalén y lo acogemos como sus discípulos, con
ramos, flores y palmas. El Señor viene solemnemente y lo acompañamos en la
procesión del Triunfo con nuestros cantos, en este Domingo de Ramos.
Las palmas y ramos que hemos llevado en la procesión nos recuerdan el
triunfo glorioso de Cristo, que ha vencido al mal y a la muerte y que, un día, los
vencerá definitivamente en su segunda venida al final de los tiempos. Las
palmas benditas son sacramentales muy bellos y sugestivos, que nos recuerdan
la victoria de Jesucristo en la Pascua, pero que no los debemos guardar como
amuletos o cosa por el estilo, para alejar malos espíritus, rayos y las
tempestades…
La narración de la Pasión de este Domingo de Ramos, muestra la realidad
humana de Jesús y el anonadamiento del Señor, como afirma Filip 2,6-11
(segunda lectura de la Misa de hoy). Nos muestra la comunión de Dios, no solo
con la humanidad de su Hijo, que sufre en la cruz, sino también con nosotros.
Vemos aquí a Jesús como verdadero hombre sufriente, torturado y
humillado, abandonado por los suyos, perseguido, juzgado injustamente,
ejecutado y muerto como otros tantos en la historia humana. Pasión que es la
expresión de la suprema obediencia al Padre. Jesús llega a la vida por su
entrega a la muerte, por su entrega a Dios, en el momento mismo de su muerte,
su sí total y radical a la voluntad del Padre
La Pasión es el camino de su mesianismo, la verdadera identidad de
Jesús. El Hijo de Dios, que es confesado así por Pedro, es el Hijo del Hombre,
el Mesías de la cruz, no del triunfo fácil, sino el Mesías que muere por
nosotros, tal como lo anunció el profeta Isaías, en la primera lectura de hoy. Su
pasión y su muerte son el camino de nuestra salvación. Su sangre es la
manifestación de su entrega al Padre.
Con su pasión, Jesús vence la muerte y nos abre el camino de la vida. En
este domingo de Ramos, vamos a aclamar al Señor del Triunfo, a Jesús Rey
Victorioso, con la procesión de ramos, con la que iniciamos la celebración de su
Misterio Pascual. Conmemoramos su entrada triunfal en Jerusalén, con nuestro
acompañamiento y con nuestros cantos
Acompañemos a Cristo en esta Semana Santa, en su muerte y
resurrección. Desde hoy la Iglesia nos invita, no sólo a meditar y orar este
misterio de la Pascua, sino a vivirla en nuestra vida, aceptando con fe, lo que
pueda comportarnos de esfuerzo el ser cristianos y alimentando una confianza
en Dios que es nuestro Padre. Si acompañamos a Cristo hasta la cruz, también
seremos partícipes de su nueva vida de Resucitado.
Abrámonos, pues, a la gracia de Dios en estos días santos, en especial a
los hermanos: muramos a nosotros mismos, a nuestro egoísmo y pecado, para
poder resucitar con Jesús a una vida nueva. Que las celebraciones litúrgicas y
los ejercicios piadosos de estos días, nos permitan actualizar en nosotros el
Misterio Pascual que estamos comenzando este domingo.
Santo Triduo Pascual
JUEVES SANTO
Al llegar a esta tarde del Jueves Santo,
celebramos la Cena del Señor como sacramento de su Pascua redentora,
su hora, la hora de pasar de este mundo al Padre. El Señor recordó a sus
discípulos, de los que se despidió en esta cena pascual, cuál era el sentido
salvador de su muerte en la cruz: su cuerpo sacrificado y entregado por
nosotros, su sangre derramada para dar vida al mundo. Una muerte que culminó
con el triunfo de la vida. Por lo tanto, en la última cena, Jesús instituyó la
Eucaristía, este sacramento y comida fraternal, con la que Él ha querido
quedarse entre nosotros como memorial de su Pascua.
En la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, escuchamos la
narración de la Pascua y su celebración. La fiesta de Pascua era una fiesta muy
importante del pueblo de Israel, en la cual se conmemoraba la liberación de la
esclavitud de Egipto. Fue el paso de Dios por la vida del pueblo.
Se celebraba comiendo un cordero, acompañado de panes sin levadura y
lechugas amargas, también del vino, en especial, la copa de la acción de gracias,
en un ambiente de regocijo y agradecimiento a Dios. Jesús quiso celebrarla por
última vez, con sus discípulos, como cena de despedida, al final de su vida
entregada por los suyos.
Antes de celebrar la última Pascua con los discípulos, Jesús les lavó los
pies. Con un gesto que correspondía a un siervo, quiso imprimir en las mentes y
en los corazones de sus apóstoles el sentido de lo que sucedería poco después.
De hecho, la pasión y la muerte constituyen el servicio de amor fundamental
con el que el Hijo de Dios liberó a la humanidad del pecado. Al mismo tiempo, la
pasión y muerte de Cristo revelan el sentido profundo del nuevo mandamiento
que confió a los apóstoles: “como yo los he amado, ámense también los unos a
los otros” (Jn 13, 34).
“Hagan esto en conmemoración mía” (1 Cor 11, 24. 25). Dijo Jesús en
dos ocasiones al entregar el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido
en su Sangre: “Les he dado ejemplo para que también ustedes hagan lo mismo,
como yo lo he hecho con ustedes” (Jn 13, 15), había recomendado poco antes,
tras haber lavado los pies a los apóstoles.
Los cristianos saben, por lo tanto, que tienen que “conmemorar” a su
Maestro, al ofrecerse recíprocamente el servicio de la caridad: “lavarse
mutuamente los pies”. En particular, saben que tienen que recordar a Jesús
repitiendo el “memorial” de la Cena con el pan y el vino consagrados por el
sacerdote celebrante, que repite sobre ellos las palabras pronunciadas
entonces por Cristo. Esto es lo que comenzó a hacer la comunidad cristiana
desde los inicios, como atestiguó Pablo en el texto que acabamos de escuchar:
“Cada vez que comen de este pan y beben este cáliz, anuncian la muerte del
Señor, hasta que venga” (1 Cor 11, 26).
Para permanecer fieles a esta consigna, para permanecer unidos a
Él como los sarmientos a la vid, para amar como Él ha amado, es necesario
alimentarse de su Cuerpo y de su Sangre, de la Eucaristía. Al decirles a los
apóstoles, “hagan esto en conmemoración mía”, el Señor unió la Iglesia al
memorial viviente de su Pascua. A pesar de ser el único sacerdote de la Nueva
Alianza, quiso tener necesidad de hombres que, consagrados por el Espíritu
Santo, actuaran en íntima unión con su Persona, distribuyendo el alimento de la
vida.
Pidamos al Señor que no le falte nunca al Pueblo de Dios el Pan que
le sostenga a través de la peregrinación terrena. Que nunca dejemos de
maravillarnos ante el misterio de la Eucaristía, al descubrir que toda la vida
cristiana está ligada al misterio de la fe que en esta tarde (o noche)
celebramos solemnemente.
En esta Eucaristía del Jueves Santo, en el rito de la comunión y en la
prolongación de éste, que es la adoración ante Jesús Sacramentado en el
“Lugar de la Reserva”, agradezcamos el don de la Eucaristía y el don de la
caridad, tratando de responder con nuestro amor al amor “hasta el extremo”
del Señor. Que así sea.
VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Hoy, Viernes Santo, es un día de contemplación y
meditación de la pasión gloriosa de Cristo. En este día
especial, en el que la Iglesia no celebra los sacramentos, nos
reunimos reverentes, alrededor de la cruz salvadora de
nuestro Redentor.
Hoy comienza la Pascua de Jesús, es decir, su paso de
este mundo al Padre por medio de su muerte, que viene a
culminar su vida entregada a Dios y a los hermanos, como dice la segunda
lectura, tomada de la Carta a los Hebreos: Llegado a la perfección, se convirtió
en causa de salvación para todos los que lo obedecen.
Hoy venimos a afirmar nuestra fe en Jesús, nuestro amor y seguimiento
a él hasta la cruz, dándole gracias por todo lo que ha hecho por nosotros, por
su entrega sin reservas hasta el extremo, pidiéndole de todo corazón que su
amor redentor nos cambie, nos transforme y nos haga vivir su resurrección a
todos nosotros y a todo el mundo, para ser, a la vez, solidarios con todos lo que
hoy sufren la pasión, el dolor y la muerte de Jesús en nuestra patria y en
nuestro mundo.
Ayer, Jueves Santo, este amor del Señor "hasta el extremo" lo
celebrábamos en el memorial eucarístico. Esta tarde, lo celebramos en el hecho
histórico, sangriento y supremo de la pasión y muerte de Jesús. Fue un viernes
antes de la jornada solemnísima de la Pascua de los judíos. "Porque desfigurado
no parecía hombre, ni tenía aspecto humano... Mi siervo justificará a muchos
porque cargó con los crímenes de ellos". Lo hemos escuchado en la profecía de
Isaías, en la primera lectura.
Ante la pasión de Jesús no son necesarios muchos discursos. Es la hora
de la admiración y la comunión de sentimientos; por lo tanto, hemos de
limitarnos a ayudar a contemplar, solidarios con el corazón de María, su
Madre, quien, como en Belén, "conservaba todo esto en su corazón".
"Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia", nos decía el autor de la
Carta a los Hebreos.
Jesús clavado en la cruz es “manifestación de Dios", de "cómo es Dios".
La fidelidad se encuentra en el corazón de la cruz. El misterio de la cruz no se
descubre como quien resuelve un problema. La única clave es el amor gratuito
hasta el final. "Uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al
punto salió sangre y agua", signos de su entrega hasta el extremo de su amor
por nosotros.
En la cruz cobran pleno sentido las palabras que un día dijo en el atrio
del templo: "Si alguno tiene sed, que venga a mí, y que beba. Como dice la
Escritura, nacerán ríos de agua viva del interior de los que creen en mí". Decía
eso refiriéndose al espíritu que habrían de recibir los que creerían en él (Jn
7,37-39).
La fuerza de Jesús durante la pasión se descubre en la Resurrección. La
pasión, la muerte y la resurrección de Jesús son diferentes facetas de una vida
hecha de fidelidad. La Resurrección no es un premio, sino el estallido de la
fidelidad del Padre. En la certeza de la fidelidad del Padre, Jesús ordena a
Pedro cuando desenvaina la espada para defenderlo: "Mete la espada en la
vaina". Y le responderá a Pilato con serena fortaleza, aunque prevea la
tormenta que se le viene encima: "Yo para eso he nacido y para eso he venido al
mundo: para ser testigo de la verdad". En un vacío total pone su último aliento
en las manos del Padre, seguro de su fidelidad.
En adelante, la cruz es el gran misterio sepultado en la humanidad. Con
los ojos iluminados por la contemplación de la cruz, nos ponemos frente al
mundo para contemplarlo "como quien ve -en él- al invisible" y escuchar la voz
que nos llama: "Tengo sed".
Después de unos momentos de silencio y animados por el Espíritu que
brota de la cruz, oraremos por las necesidades de todos los hombres y mujeres
nuestros hermanos. Hoy más que nunca, las peticiones de los cristianos no
pueden tener límites ni fronteras. Después, veneraremos la cruz. Contemplada
con “ojos de resurrección”, se convierte en signo de la fidelidad de Dios en
medio del mundo. Y confesaremos la fe del centurión, que es la fe de la Iglesia:
"Realmente este hombre era Hijo de Dios".
Veneremos, pues, en esta tarde, el árbol santo de la cruz redentora de
Cristo y hagamos lo posible por eliminar de este mundo las cruces de la
injusticia, del mal, del pecado, de la violencia inhumana y de los sufrimientos
que a diario atormentan a nuestros hermanos. Que así sea.
Homilía de la Vigilia Pascual
Esta noche es una noche en la que aclamamos a Cristo Luz, vencedor de
las tinieblas del mal y del pecado, con el canto del Pregón Pascual y llevando en
nuestras manos los cirios, signos de nuestra nueva vida bautismal y de que, por
el bautismo, hemos sido iluminados por Cristo, Luz del mundo.
En el pregón pascual, la Iglesia anuncia las maravillas
de Dios, hechas con su Hijo al rescatarlo de la muerte. Con
su muerte y resurrección, Jesús nos ha abierto el camino
de la vida que nos lleva al cielo. La muerte es vencida para
siempre por el amor de Cristo, desde que compartió
nuestra propia muerte.
La proclamación del Evangelio de esta noche, nos
llena de alegría, pues escuchamos que la piedra del sepulcro del Señor estaba
quitada y que la tumba estaba abierta. Es decir, que la tumba abierta y vacía es
signo de la resurrección del Señor y que a Jesús no hay que buscarlo en el
mundo de los muertos, si no en el de los vivos. Que somos llamados a anunciar al
mundo que Jesús ha resucitado.
San Pablo nos recuerda que, por el bautismo fuimos sepultados con
Cristo en su muerte...para que llevemos una vida nueva. Por medio del Bautismo,
Dios pasa por nuestra vida y nos permite vivir ahora la eternidad de Dios:
considérense muertos al pecado y vivos para Dios, en Cristo Jesús , reafirma el
apóstol de los gentiles.
Nosotros estamos vigilantes y para despertarnos en la fe, en la
esperanza, en la resurrección de Cristo, hemos recorrido las etapas
fundamentales de esa Historia de la Salvación. Hemos seguido los pasos del
pueblo de Israel, su liberación de la esclavitud, la noche del exterminio para los
primogénitos de Egipto y de la liberación para los hijos de Israel.
Y el paso por el Mar Rojo, donde las aguas hundían a los soldados de
Faraón y hacían de muralla para el paso libre del pueblo de Israel. Y la alianza
de Dios con Abraham. Y las promesas de los profetas. Y el llamado de los
profetas a la fidelidad, a la alianza.
¡Noche santa y feliz! Hemos escuchado las maravillas de Dios. Por eso a
esta liturgia del Sábado Santo-Vigilia Pascual- se le llama la madre de todas las
vigilias. Es la madre de todas las liturgias porque es el centro, el núcleo de
nuestra fe: Que Cristo ha muerto y ha resucitado, y que Cristo vive por la fe
en sus creyentes, en la Iglesia.
Pero todo esto, hermanos, tiene que ser historia personal de cada uno.
Es en el rito del bautismo donde entramos a celebrar la Pascua de Jesús.
"Nosotros estamos bautizados –nos ha dicho San Pablo- en la muerte de Jesús,
y hemos resucitado con Cristo glorioso". Incorporados a su muerte, nacimos
como hijos de Dios, como hijos del Espíritu, como hijos de la libertad.
Y para eso nos han precedido unos signos: el signo del fuego nuevo, el
signo de la luz, el cirio Pascual, signo de Cristo resucitado, Señor del tiempo y
de la historia, Cristo el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Cristo crucificado
y resucitado. Los otros signos vendrán luego: el agua del bautismo y el Espíritu,
a quien no vemos, pero es Quien hace que esta vigilia sea otra vez la Pascua
para nosotros.
El agua bendecida será la fuente bautismal donde serán engendrados los
nuevos hijos de Dios. La fuente bautismal es como el seno materno donde
hemos nacido y hemos sido engendrados. Y el Espíritu Santo ha hecho que esta
agua se convierta en fuente de vida y nos ha hecho imagen de Dios, de
Jesucristo el Señor, y templos del propio Espíritu. Nos ha hecho entrar en la
Iglesia madre que es también el seno en el cual hemos nacido.
Hoy se nos pide a todos los bautizados a volver al seno materno de la
Iglesia, al seno de la fuente bautismal para volver a nacer como hijos de Dios.
Y por eso tenemos, además de la penitencia cuaresmal, el sacramento de la
reconciliación, si hemos perdido la gracia bautismal. Nuestra Pascua es eso:
revivir nuestro propio bautismo, la gracia del sacramento de la primera
consagración.
"Vamos al sepulcro" –decían las mujeres. Y se fueron al sepulcro. Y
nosotros también venimos al encuentro del Señor, al que ayer hemos dejado
muerto y que hoy vive. Su cuerpo, su cadáver, no está aquí. El Señor está vivo y
no sólo en el cielo. El Señor está vivo en nuestra fe y en nuestro corazón de
creyentes. Está vivo en el corazón de esta comunidad, en el corazón de los
niños, de los jóvenes y de los adultos y personas mayores.
Todos estamos llamados a proclamar esta Buena Noticia: ¡que Cristo ha
resucitado! En la Iglesia Oriental, los cristianos acostumbran a salir después
de la celebración de la Vigilia Pascual, a tocar todas las puertas de los vecinos y
decirles: "hermano, el Señor ha resucitado, la paz sea contigo". Ojalá que
nosotros hagamos otro tanto: que también vayamos y anunciemos que el Señor
ha resucitado para todos los hombres y mujeres de este mundo. Amén.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Misa del día
San Pedro, en la primera lectura, tomada del libro de los Hechos
de los Apóstoles, nos anunciaba el mensaje fundamental de
nuestra fe: la resurrección de Cristo. La que, después de haber
sido anunciada y comunicada en la predicación primitiva, a
nosotros y nosotras nos ha llegado también por medio de la
predicación y el testimonio de la Iglesia: Jesucristo, el
Crucificado está vivo y por eso nuestra vida tiene sentido y nuestra fe
también. Esto es lo que venimos a celebrar y proclamar en este bello día de
Pascua.
San Pablo nos habla de buscar las cosas de arriba, de dejar lo terreno,
nuestro afán de vivir apegados al mundo y a las cosas materiales, a dejar
nuestros egoísmos, nos invita a barrer la levadura vieja, imagen muy pascual
por cierto, para ser panes ázimos, es decir, vivir una vida sincera y sin maldad,
encausada en la verdad, para hacer posible la Pascua de Cristo entre nosotros.
En fin, viviendo una vida nueva, como anticipo de la resurrección que nos
espera, después de la muerte, pero que, en germen, se nos ha anticipado con
Cristo.
(San Juan cuenta en su relato de la Pascua, que los discípulos de Jesús,
en especial, Pedro y el discípulo amado, los que ven la tumba vacía de Jesús, las
vendas y el sudario, como pruebas de su resurrección. De la fe de los
discípulos, nace la fe de la Iglesia en Jesucristo resucitado, de que también se
arraiga en el testimonio de las Escrituras). Evangelio misa de la mañana.
(Los discípulos de Jesús, desconcertados por su muerte, en el camino de
Emaús, lo descubren allí como peregrino que les acompaña, en las Escrituras y
en la fracción del pan. Hoy la Iglesia los descubre también, no sólo en los signos
sacramentales que celebra y en la Palabra que proclama, sino en todos los
caminantes de nuestro lado, en especial, en el servicio a los más necesitados.
En todos ellos Jesús se nos manifiesta resucitado) Evangelio de la misa
vespertina.
Para los primeros cristianos decir: "Dios ha resucitado a Jesús de entre
los muertos" era algo tan natural como respirar. No necesitaban ni largos
sermones ni explicaciones complicadas. Y saludarse con un "Cristo ha
resucitado" era tan apropiado como nuestro rutinario "buenos días". Porque fue
el primer grito de fe, de vida nueva, y victoria definitiva.
La victoria de la Resurrección de Jesús nos concierne también a
nosotros. Estamos llamados a compartir y experimentar la Resurrección de
Cristo. Dejemos de "buscar al que vive entre los muertos"; dejemos de
resistirnos a salir de nuestras tumbas. La piedra y las piedras de todas las
tumbas han sido removidas y quitadas y somos invitados a vivir la novedad de la
vida nueva, resucitada.
Porque los cristianos de hoy nos identificamos más con el Viernes Santo.
La Pasión, el sufrimiento, la sangre, la guerra, las víctimas, todos somos
víctimas o nos identificamos con las víctimas… La muerte es glorificada y las
pantallas de televisión o los medios de comunicación se llenan de tragedia.
Somos el pueblo del Viernes Santo y de los funerales abarrotados.
¿Y el Día de Pascua? ¿Y el domingo, día pascual? Tan acostumbrados
estamos a la seriedad de los funerales que no sabemos qué hacer con la fuerza
nueva; tan acostumbrados estamos a vivir como víctimas que nunca nos
sentimos liberados; tan pesadas las lápidas que pensamos que ni Dios las podrá
remover. El día de Pascua es el día de dar la espalda a todos los camposantos
del mundo para abrazar gozosamente a los hermanos, la esperanza y la vida.
Hoy, Día de Pascua, sí sabemos que Cristo ha resucitado, que Cristo vive,
y que todo y todos tendremos un "final feliz" en su gloria. Amén.
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