Palabras de Eduardo Garrigues

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Presentación en la escuela diplomática
Embajador Eduardo Garrigues
Jueves 5 de mayo
Reconocimiento de las autoridades presentes.
Secretario de Estado, Don Fernando Eguidazu, Embajador Director de la
escuela diplomática, Don Enrique Viguera, don Juan Rodríguez Inciarte ex
presidente de la Fundación Consejo España Estados Unidos
Aunque esta no es la primera presentación de esta novela ni creo que sea la
última, el poder comentar esta tarde mi libro en presencia de muchos
amigos de la carrera diplomática y otras personas que han tenido un
significado importante en mi trayectoria hace de este evento algo muy
especial para mi.
Marcelino Oreja, a quien agradezco especialmente que haya aceptado la
invitación a participar en esta presentación, fue ministro de asuntos
exteriores cuando llevaba mis primeros pasos en la carrera. Y aunque quizá
lo habrá olvidado, fue el quien me concedió la Cruz de Caballero de Carlos
III cuando era todavía un joven secretario de embajada. No contaré aquí las
vicisitudes y circunstancias de la política exterior española que podrían
explicar que un joven funcionario del servicio exterior consiguiera un
galardón que como entonces dijo el ministro Oreja “no se suele dar a un
diplomático, sino un general que gana una batalla”. (el problema es que
desde entonces no ha ganado ninguna otra!)
Posiblemente tampoco recordará el ministro que, tras consulta del
embajador Jaime de Piniés por existir otros candidatos, me designó para
que me ocupase de la cuarta comisión de las NNU (Descolonización)
donde entonces se trataban temas tan cruciales para España como el de
Gibraltar y el de Sahara Occidental, que tantos quebraderos de cabeza
traería para la diplomacia española.
Con el embajador director de la escuela diplomática, Enrique Viguera me
une una antigua amistad y recuerdo con especial agrado mi visita a Etiopía
cuando era subdirector General de África y realizaba gestiones con la
organización de la unidad africana, con sede en Adís Abeba.
Con el embajador Inocencio Arias también me unen vínculos de amistad y
le agradezco su presencia en este acto porque para muchos diplomáticos
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que hemos intentado añadir elementos de imaginación y espontaneidad a
una carrera a veces aprisionada por los formalismos, Chencho Arias es un
ejemplo de cómo se puede ser un funcionario serio y eficaz sin perder el
sentido del humor ni encerrarse en la torre de marfil donde por desgracia se
enrocan otros altos cargos.
Mi relación con Manuel Lejarreta ha nacido y se ha desarrollado en el
contexto de la Fundación Consejo España Estados Unidos, en relación con
su actual cargo de Secretario General, posición que ocupé yo hace unos
años. Poco tendría que añadir a la generosa mención que ha hecho Manuel
de mi contribución a esa institución, especialmente porque ya he aprendido
a no rechazar elogios, aun cuando no sean plenamente justificados. Manuel
Lejarreta constituye un ejemplo del equilibrio y discreción que durante
mucho tiempo se consideraron partes esenciales de la cultura diplomática.
En cuanto a Aldara Fernández de Córdoba, a quien felicito por su ponencia
sobre el tema del liderazgo, debo agradecerle que haya querido profundizar
en el carácter y comportamiento de Bernardo de Gálvez bajo la óptica,
antigua y moderna del liderazgo. No puedo decir en este caso lo que me
comentó Octavio Paz cuando acudimos juntos a una conferencia en la que
trataban sobre su obra: “Lo que están diciendo estos señores sobre mi
literatura, dijo Paz, me parece interesantísimo, aunque la verdad es que
nunca se me hubiera ocurrido mientras lo escribía.”. No podría decir lo
mismo pues en este caso el análisis profundo del carácter de Bernardo de
Gálvez responde al perfil del liderazgo que Aldara acaba de describir con
gran conocimiento de la materia.
No querría dejar de agradecer de nuevo la presencia del secretario Estado,
de la UE, Don Fernando Eguizdazu con quien he tenido ocasión de conocer
en Puerto Rico cuando todavía no tenía ni siquiera la sospecha de que iba
escribir sobre Bernardo de Gálvez, aunque evidentemente había estudiado a
fondo la ayuda española a la independencia de los Estados Unidos que fue
objeto de una importante exposición y un seminario que dirigí en la
National Portrait Gallery de Washington.
Pero, como le decía esta misma mañana a Enrique Viguera, no puedo
olvidar que me encuentro en la escuela diplomática, el Alma Mater donde
se forman los funcionarios que desarrollan la política exterior.
Decía aquel personaje de Lampedusa que “plus ca change, plus cést la
meme chose” y yo me atrevería a decir que los problemas con los que se
encuentra la política exterior en nuestros tiempos no han cambiado tanto
con respecto a lo que ocurría hace 200 años, en la época de Carlos III.
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Me atrevería también a decir que el principal mérito de Bernardo de Gálvez
fue la ruptura de la ambigüedad.
Desde su cargo de gobernador de la Luisiana en 1777, el militar
malagueño orquestó –apenas se rompieron las hostilidades entre Inglaterra
y España, esta última ayudando a los colonos rebeldes- una exitosa
campaña contra las tropas inglesas, lo que en pocos meses supuso el
dominio de ambas orillas del río Mississipí y también la toma de las plazas
fuertes británicas en la Florida occidental. Estas victorias de las tropas
españolas al mando de Gálvez -coronada en 1781 por la toma de
Pensácola-, permitieron bloquear el acceso de la flota inglesa al golfo de
México y al estratégico canal de las Bahamas. Lo que a su vez permitiría al
“Ejercito Continental” de George Washington resistir a las tropas inglesas
en los estados del norte y eventualmente ganar la decisiva victoria de
Yorktown, batalla en la que no intervinieron tropas españolas pero si una
importante ayuda financiera que entregó el comisario real Francisco de
Saavedra, íntimo amigo y compañero de Gálvez, al almirante francés De
Grasse.
Tras muchos años -más bien habría que decir siglos- de falta de
conocimiento y reconocimiento de la contribución decisiva de Bernardo de
Gálvez a la guerra de independencia de los Estados Unidos, tan sólo a
finales del 2014 el Congreso y Senado de ese país nombraron al militar
malagueño “ciudadano de honor” de los EEUU, condición que se ha
otorgado a poquísimas personalidades extranjeras, entre las que se cuentan
Winston Churchill o Teresa de Calcuta. Con ello, aunque fuera de forma
tardía, el gran país norteamericano ha rendido un merecidísimo homenaje a
la memoria de quien contribuyó de forma decisiva a la independencia de su
país. Y no sólo en el campo de batalla, sino permitiendo que el puerto de
Nueva Orleans, donde estaba la sede del gobierno de la Luisiana, se
convirtiese en la principal base logística para el envío de armamento,
pertrechos militares, uniformes, mantas y medicinas que, ascendiendo el
Mississipí, llegaron a manos del ejército rebelde que a duras penas podía
aguantar la presión del ejército realista británico. Esos suministros
permitieron a quienes luchaban por la independencia en el alto Mississipí y
en la cuenca del Illinois conservar los fuertes que en puntos estratégicos,
como Vincennes y Kalaskia, habían arrebatado a los ingleses.
Sin embargo, quien se moleste en estudiar las distintas actitudes que
habían adoptado con respecto a la guerra de Inglaterra con sus colonias los
gobiernos de Francia y España, cuyos monarcas eran a la sazón Luis XVI y
Carlos III, verá que el mérito principal de Bernardo de Gálvez fue el
conseguir romper, (con sus acciones en muchos casos improvisadas, a
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veces temerarias, pero siempre finalmente victoriosas), la ambivalencia que
lastraba fuertemente la política de la corte española con respecto al
conflicto entre la metrópoli inglesa y sus colonias. Precisamente la actitud
del monarca español, que durante toda la duración del conflicto se negó a
recibir a los representantes del congreso –lo que tendría un costo muy
elevado en las futuras relaciones con el nuevo país-, estaba motivado por la
repugnancia de reconocer a unos vasallos que se habían rebelado contra su
soberano legítimo. En esta resistencia a reconocer la independencia del
nuevo país –aún cuando desde el principio del conflicto tanto Francia como
España estaban apoyando a los rebeldes con armas y suministros pero de
forma secreta-, influía sin duda alguna el justificado temor de que una
ayuda abierta por parte de España a los colonos rebeldes pudiese constituir
un malísimo precedente para los dominios españoles en la América
meridional. Como de hecho iba a suceder algunos años más tarde.
Pero, como desde el principio había vaticinado el testarudo pero
clarividente embajador español en París, conde de Aranda: el estado que
había nacido pigmeo se convertiría en un gigante que pronto olvidaría la
ayuda que había recibido de sus principales aliados en la contienda, Francia
y España. Es evidente que parte de las reservas de Carlos III y sus ministros
en ayudar abiertamente a los líderes de la independencia –como hizo casi
desde el primer momento el gobierno de Luis XVI-, se debía al temor de
que Inglaterra tomase represalias en nuestros vastos dominios en ese
continente. No sobra aquí decir en que mientras que en la anterior guerra
entre los mismos rivales por la supremacía en Europa y Norteamérica
Francia había perdido frente Inglaterra todos sus dominios en la América
septentrional, incluyendo Canadá, España, aunque había sido también
derrotada por Inglaterra, conservaba la mayor parte de sus territorios en
ambas Américas. Quizás ello pueda explicar en parte que la ayuda francesa
a los rebeldes fuera más visible y que, en consecuencia, haya sido mas
conocida y mejor valorada en los Estados Unidos, que siempre han tenido
al marqués de Lafayette como un héroe norteamericano.
Pero esas circunstancias no pueden justificar la torpeza y la falta de
visión de futuro que motivarían que el propio rey Carlos III y sus ministros
ningunearan y humillaran a los representantes del congreso que pronto se
convertirían en líderes de una poderosa nación. Como ocurrió cuando el
comisionado Arthur Lee que había bajado desde París y cruzado media
España con el propósito de ser recibido en Madrid fue detenido en Burgos
por las autoridades españolas, por temor a que su presencia provocase una
protesta del embajador británico; y cómo ocurrió, de forma incluso más
incomprensible –porque España ya había declarado la guerra a Inglaterra-,
con el representante del congreso John Jay, que en más de tres años y
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medio de estancia en Madrid nunca fue recibido por Carlos III y que
cuando, sacudiendo el polvo de sus sandalias, salió hacia París, fue
nombrado jefe negociador del tratado en el que España difícilmente pudo
defender sus intereses; y, de regreso a su país, Jay fue designado Secretario
de Estado, con plena capacidad para obstaculizar las pretensiones
fronterizas de España y la navegación exclusiva del río Mississipí.
Para los alumnos de la escuela y futuros diplomáticos quizás le
servirá de algo esta lección, que puede aprenderse en este acontecimiento
histórico, por un lado que la política de ambigüedad acaba por dar malos
resultados en y que no resulta una buena idea herir los sentimientos de
personas que podrían convertirse en peligrosos rivales.
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