Publicado en: http://www.revistamilmesetas.com/anarquia-ycaos Anarquía, y caos Escrito por Carlos Eduardo Maldonadoen 29 septiembre 2013 0:01 am / sin opiniones Categorías: Ensayo, Filosofia, Recomendamos, SLIDE “Saturno devorando a un hijo” (c. 1819), Francisco de Goya CARLOS EDUARDO MALDONADO | Cuenta Hesíodo que en el comienzo fue el khaos (caos), y que “caos” significa “el de la boca abierta”. (Sólo en la época moderna “caos” proviene de “gas” y tiene la acepción conocida de “desorden”). El de la boca abierta es la admiración misma, el asombro. Que después la Grecia clásica nombrará como thaumaxein. La boca abierta es el arrobamiento propio de los niños, la fascinación por lo que acontece. Y sí: el momento anterior a nombrar las cosas. Y nombrar las cosas es un acto poético, un acto religioso incluso, en el más prístino de los sentidos; religioso o, mejor aún, místico. También en el comienzo de esta civilización fue, en el plano de la fundamentación de las cosas, la ausencia de principio(s). Que se denomina, en propiedad como an-arché. Por ello mismo la búsqueda de un/el/algún fundamento. Como resultado de lo cual, en el período arcaico, los griegos arriban entonces a esa forma de vida que consiste en tener el fundamento en sí mismo, en tener pivote, diríamos hoy en día, en la ausencia de ataduras y la autodeterminación: el autos-arché; la autarquía. Aquello que en latín se expresa como eo ipso, en su acepción más genérica. La autarquía, que la humanidad posterior jamás volverá a conocer o a tematizar, porque lo que se heredará será algo más fofo y tonto, la autonomía, que consiste en darse el nomos a sí mismo. La ley o la determinación normativa “el deber ser” por y para sí mismo. Con lo cual el problema entero se hace bobo. Es toda la historia de la autonomía, la libertad y esas discusiones sonsas sobre libertad y heteronomía, en fin, derechos y deberes. Pensamiento débil, pensamiento para dummies. No en vano ese helenista eximio —como pocos— que era Nietzsche se enamorará y nos enseñará a enamorarnos de la autarquía. (¡Sí, a enamorarse también se aprende!) La condición para el autos-arché es la an-arché. Ésta es la indeterminación de la cual emerge la determinación nodeterminada. La total libertad, la liberación, la iluminación misma, si se quiere. Porque ése es también efectivamente el caso; incluso. En otros términos, la an-arché es la condición para el pensamiento y forma de vida libertarios. Hasta que Occidente, esa civilización temerosa aprende a temerle a la libertad. Occidente, si, aunque lo diga con delimitación metodológica, hemos de creerle a Jean Delumeau. Los occidentales, que le temen a todo: a la soledad, al sufrimiento, a la enfermedad, al dolor, a la muerte; incluso le temen al temor mismo. En contraste con numerosísimas otras culturas y civilizaciones, libres todas ellas de miedo. La teta asustada, para decirlo con aquella película (2009) peruana de Claudia Llosa: el miedo que se aprende desde la teta de la madre. Y el pánico —irracional, desde luego— al anarquismo. O a la anarquía. Los pueblos y las sociedades han aprendido a querer malas leyes, malos gobernantes, malos políticos por temor mayor a la anarquía. Anomia lo llamaba ese sociólogo perfeccionador del positivismo que es Durkheim. Exactamente en este punto, vale recordar ese corto texto fundamental que es Discurso de la servidumbre voluntaria (1576), de Étienne de la Boétie. Servidumbre voluntaria, para los muchos, para lo cual la re-lectura de De la Boétie indica el buen remedio. O más sucintamente: miedos para unos, servidumbre voluntaria para otros. Dos caras de una sola y misma moneda. El anarquismo no existe. Creer que existe el anarquismo es malcomprenderlo. Un flaco favor se le hace al entendimiento. Y al espíritu. La riqueza y la provocación del anarquismo están en su pluralidad. Kropotkin, quien deja en claro que el anarquismo es una posición de nobleza: ¡de espíritu!, jamás de clase. Bakunin, ese radical inveterado, lleno de los mejores sentimientos solidarios. Los menos conocidos Bookchin, Liguri, Stowasser, y el reconocimiento de las experiencias autogestionarias. Y siempre el llamado a la utopía. Anarquía. Pensamiento libertario. Sin olvidar a esos románticos ingenuos que fueron los luditas. Sir Herbert Read y sus contribuciones, como ninguno, sobre arte y anarquía, estética y anarquía. (Siempre habrá que recordar su Educación por el arte). Rosa Luxemburgo y su fe en el valor de la espontaneidad revolucionaria, tan mal comprendida por las izquierdas institucionales e institucionalizadas. Y el filósofo de la anarquía, Max Stirner, quien sienta las bases para la distinción entre individuo y egoísmo en ese libro nunca leído que es El único y su propiedad. Tantos y tan desconocidos. O esa voz singular en nuestra América: Manuel González Prada. Sin pasar por alto, claro, esas experiencias en Argentina y México, principalmente. Y el movimiento makhnovista, que, mutatis mutandi coincide por otros caminos con los postulados del Ejército Zapatista y el subcomandante Marcos; que representan el respeto a las bases populares y a las culturas locales. El anarquismo con sentido de humor que es el de Paul Lafargue (sí, el yerno de Marx). En fin, tantos y tantas, triunfantes o fallidos. Pero cuyo baluarte común es ese: la fe en las capacidades de cada quien. La confianza en cada quien, como la confianza en el pueblo y en la sociedad. Y en sus organizaciones: en plural. Existen, por el contrario, múltiples anarquismos. Contrariamente, justamente, al marxismo, al liberalismo, o al conservadurismo, y otras faunas semejantes. Que no solamente son doctrina y/o la asumen, sino que además tienen un cuerpo, una ritualidad, un lenguaje uniforme y unificado, justamente eso: una institucionalidad. Basta, en verdad, con echar una mirada al pensamiento anarquista. Género y número, como se habla en gramática, por ejemplo. Los griegos, con Hesíodo, enseñaron que en el comienzo fue el khaos, es decir, “el de la boca abierta”. A partir de lo cual, supuesto el asombro, llegó posteriormente el orden. Hasta descender a ese abismo insondable —en toda la expresión de la palabra—, que fueron Platón y Aristóteles. Con lo cual el orden —único, por definición— adquirió estatus; justamente statu quo. Es ínsito al anarquismo la diversidad, la pluralidad. Y contrario a la unicidad y uniformidad, la normalización y la estandarización de cualquier tipo. O su complemento: a las posturas binarias o dualistas, y que son, por derivación, maniqueas. La marca de familia del anarquismo es la pluralidad, la diversidad, exactamente, por lo demás, en la línea de los trabajos sobre los sistemas, fenómenos y comportamientos complejos. Que cuando son propiamente tales, se conocen como fenómenos, sistemas y comportamientos de complejidad creciente. O por vía de contraste: irreductibles; esto es, no simplificables; en ningún sentido. No hay un único anarquismo, y esta es su inmensa riqueza. Cuando pensamos, por ejemplo, en anarquismo y arte, entonces la más inmediata es la relación entre anarquismo y surrealismo, y el movimiento dada, y ese gran obispo que es André Breton. Pero más allá de cualquier referencia a las artes y la cultura el sólido hilo común a las anarquías es la defensa, la promoción y la propuesta por la utopía, o utopías. O más acá de Breton, ese representante excelso de independencia autárquica que es, sin lugar a dudas, Fernando Vallejo, y su estética: la del anarquismo. Llamar a las cosas por su nombre. Y por eso mismo molesto para la moral de gregarios y los poderes constituidos. Anarquía es simple y llanamente la capacidad de soñar. Y hay que tener una vida interior verdaderamente rica para soñar. (Y soñar es cualquier cosa menos tener pesadillas, que son el resultado de que la realidad ataca por la retaguardia). Frente a esa riqueza que es imaginar utopías, se erige la necesidad de afiliación, de compromisos, de lazos. La sospecha sobre la libertad y la autonomía, la capacidad de tener criterios propios. El afán de todos los bandos por identificar (¡erróneamente!) individualismo con egoísmo. El pánico que produce ver a alguien libre. Y peor aún, a varios, a muchos, libres. Una cosa es evidente: el sistema, el establecimiento, las instituciones, los mecanismos sociales (subrayando el primer término: “mecanismos”), le temen a la persona libre. Independiente. Y sí, el anarquismo individualista. Que es, a todas luces, una posición ética. Moral e intelectualmente comprometida con lo mejor del mundo. Frente al miedo que produce alguien independiente, vale siempre recordar a Étienne de la Boétie. La gente se ata, peor que Ulises con las sirenas, voluntariamente. Spinoza, que de determinismo bastante sabía, recuerda cómo en el movimiento hacia la libertad (quinto libro de su Ética), partiendo de la esclavitud (cuarto libro), siempre existe natural, espontáneamente, la tendencia a volver atrás. A preferir la esclavitud. “Todo tiempo pasado siempre fue mejor”, pues “algo se tenía” entonces. Eso es lo que hace de la chusma justamente eso: chusma: su afán por atarse. Para no mencionar esa forma excelsa de racionalidad que en el contexto de la teoría de juegos se traduce como “racionalidad limitada” (cuya expresión original en inglés es: “bounded rationality”: racionalidad atada) y que es preferible para el estado normal de la economía y para las posturas medio-deavanzada en la materia. Lo de la chusma no es cuestión de clase: es una condición mental y espiritual. La sospecha de quien es independiente: en materia de religión, de política, de credos públicos-confesionales. Lo habitual es que la gente tenga esta o aquella afiliación política, éste o aquel credo, etc. Pues eso permite etiquetar, prever, anticipar, clasificar y por tanto, controlar. Es lo que hace la NSA con las redes y los sistemas de información: desarrollar patrones de comportamiento para anticipar acciones y controlar estilos, formas, estándares de vida. La inteligencia consiste en hacerse imprevisible ante esos esfuerzos —¡todos los esfuerzos!— de etiquetaje y clasificación. Pues la forma primera más eficaz de normalizar a la vida y al pensamiento es con los sistemas de clasificación. Que los hay de todos tipos. ¿Imprevisibilidad? Emerge la importancia de la espontaneidad revolucionaria, aquella que amaba Luxemburgo. Y que en el lenguaje de las ciencias de la complejidad se llama “emergencia”; “emergencia” y “autoorganización”. Mecanismos de autogestión. Y aprovechamiento de la oportunidad. Rosa Luxemburgo, la adalid de la espontaneidad revolucionaria. Y ese grito incómodo para el capitalismo y casi más para los marxistas ortodoxos, que es el llamado al derecho a la pereza de Lafargue. El socialismo, que es teylorismo y fordismo invertidos. El capitalismo es la esclavitud del hombre por el hombre; y el socialismo; lo contrario. Lo que el sistema no perdona desde ningún punto de vista es la libertad, la autonomía. Las castiga implacablemente. Se llena la boca hablando de ellas, y despliega toda clase de ingenierías sociales en torno a ellas. Pero les tiene pánico. Ingenierías sociales como la educación y la religión, la política y el derecho, la comunicación social y los sistemas de creencia. Pero tiembla cuando ve a alguien verdadera, auténticamente independiente. Que los hay. Y son muchos. Más de los que la apariencia deja ver. Contra el derecho, las normas y las instituciones hay que recordar siempre la importancia de los nexos débiles (como se dice en complejidad): la amistad y el amor, la solidaridad y la lealtad, la fidelidad y la gratuidad del vecindazgo. Pues el anarquismo es ante todo una posición ética; a eso exactamente apuntaba un texto clásico de Kropotkin. Peor aún: el anarquismo es una actitud de nobleza, pero no en el sentido económico o de clase: ¡noblesse d’ esprit!; y cuya mejor traducción al español actual es bonhomía. ¡Sin que nos crean pendejos o idiotas, claro! Eso es anarquía: conciencia vigilante, actitud crítica, y criterio: mucho criterio propio. Sabiendo incluso que el error es fuente de aprendizaje, y adaptación. Pues el anarquismo es ante todo el compromiso con la vida. (Lo cual no es cierto al revés: que todo compromiso por la vida es de tipo anarquista). No existen las instituciones, las organizaciones, las iglesias, los partidos, las corporaciones o los movimientos. Hay y existen siempre, en cada caso, individuos. Y cada individuo es la organización de que se trate. Y si en alguna organización hay alguien sucio eso se corresponde fractalmente —sí: fractalmente— con la organización misma. Los individuos cochinos y miserables son la organización misma. Y al revés: aquellos verdaderamente humanos en el más excelso de los sentidos (y sobre lo cual no hay que hacer discursos) son la organización misma. Goya ha pintado una representación de lo que son las instituciones. Saturno devorando a un hijo (c. 1819). Originariamente la historia remite a Chronos (El tiempo) que devora a sus hijos (para así él poder vivir), en la mitología griega, y que los romanos leen como Saturno devorando a un hijo. Goya, ese espíritu libre y crítico de cualquier Realpolitik. Goya, quien, podemos verlo así, crítica a las instituciones de todo tipo que devoran a sus hijos, a sus componentes, a sus creadores mismos. Nada hay tan inhumano como las estructuras, cualesquiera que sean sus nombres y apariencias. A algo semejante se refería Kropotkin: ningún sistema que restrinja a los seres humanos a los poderes, límites y condiciones impuestas por las instituciones puede encontrar una explicación a las leyes morales de la humanidad. Cabe re-leer su La moral anarquista desde el punto de vista de su realización práctica (1890), y de 1891: La moral anarquista. Para señalar, simple y directamente, que, así las cosas, la verdadera moral es la del anarquismo. O el infaltable: El apoyo mutuo (1902). Digámoslo de manera franca: la ética en sí misma no es un fin, sino un medio. El anarquismo no solamente quiere cambiar al estado y las estructuras, la economía y el poder, los ejércitos y las instituciones. Pues como se vio en esa experiencia de 1789 a la fecha; o en otro plano, de 1917 a la fecha, nada de ello es suficiente. ¡Se trata de cambiar a la vida misma! Por encima de cualquier institución de la índole que se trate, es la vida la que importa. Y en primer lugar la vida de cada quien, la vida de a cada uno. Pues en la vastedad y la economía del universo es el individuo el que marca la diferencia. El amor hacia alguien determinado. La muerte de alguien específico. El nacimiento de alguien en particular. Y así sucesivamente. Por ello mismo existe el arte —el gran arte— en la naturaleza. La cultura es el valor del individuo en comunidad. No el individuo como comunidad. Pensar el anarquismo, y vivirlo, consiste en creer en la importancia de las emergencias. Creer en la autoorganización. Incluso, sí: en la gratuidad de las acciones hacia los demás. La confianza. Sin hacer de la confianza una estrategia; pues la mata. Y construir el mundo de abajo hacia arriba. Y nuevamente de arriba hacia abajo contando con que la unidad básica son unos pocos elementos y sus relaciones. Que es lo que está en el ABC del estudio de los sistemas complejos. La obligación moral de cualquier organización consiste en tener gente ética y humanamente valiosa. El resto: son peones. En el peor de los casos, peones de las estructuras mismas. El estructuralismo, que es la fase superior de la administración científica y cuyo producto final son las instituciones de toda índole. El institucionalismo y el neo-institucionalismo, en toda la línea de la palabra. Engendros del maligno. Administradores: parásitos sociales: no trabajan ni hacen nada: sólo mandan y controlan. Y toda la ralea de sus similares: la burocracia en general. Militar y civil, educativa y política. Y los abogados también. Los cargos intermedios en toda la gama de la palabra: todos ellos, los verdaderos enemigos. An-arché: ausencia de fundamentos para poder tener el fundamento en sí mismo o ser su propio fundamento: autos-arché. Que es lo que alguien como Jesús de Nazaret quería y que no fue cristiano ni católico. Por lo que aboga Siddharta Gautama, que no era budista. Y tantos otros ejemplos en la misma línea. “No me sigas a mí: aprende de mí, y sigue tu propia línea”. Con lo cual el mundo podrá ser salvado; ulteriormente. El individuo no es el egoísta. Antes bien, es, a la luz de Max Stirner, el único. Y el mundo se teje, verdaderamente de multiplicidad de unicidades. Cuando lo son propiamente. Pues en la inmensa mayoría de los casos, la gente son pertenencias; afiliaciones; sentidos de pertenencia, y demás. Todo lo cual es la total ausencia de libertad, autonomía e independencia. La gente se afilia como estrategias de supervivencia. Para sostenerse y aguantar. Eso: aguantar. Punto. Pues la historia de la humanidad es, a gran escala, la historia de la supervivencia. No hemos arribado aún al estadio de la vida o la existencia. En términos de la teoría de la evolución: es físico darwinismo; incluso darwinismo social. Sin haber siquiera llegado al neo-darwinismo. Y más allá, o más acá, mejor. Y al final: recordar siempre ese cuento de “niños”: nadie se atreve a decir lo evidente: que el rey va desnudo. Sólo ese niño —candor e inocencia, juego y futuro— se atreve a decirlo, y lo dice. Y entonces todos comienzan a ver desnudo al rey. El niño, el primer anarquista, desde el punto de vista del desarrollo. Sólo los niños son libres, se lee desde la adultez. Volver a ser niños. Como Nietzsche mismo, en la tercera de sus transformaciones: del león en niño (y antes del camello en león; en su Así hablaba Zaratustra): y afirmar más: ¡más vida! ¡Más voluntad de vivir! Contra los nihilismos. ¿Y el caos? El caos es todo lo contrario a desorden (anomia), (a pesar de un muy desafortunado libro de Balandier). Orden a través de fluctuaciones. Las fluctuaciones como generadoras de orden: orden de complejidad creciente. El caos —el filo del caos, en rigor— , es la fuente misma de la creatividad; creatividad e iniciativa; riesgo y apuesta; desafío y cambio. El caos como generador de nuevas realidades a partir no del pasado, sino del presente —sensibilidad a las condiciones iniciales—, de suerte que se crean futuros no previsibles: bifurcaciones. En fin, el filo del caos, esa experiencia —espacio de fase— a partir del cual suceden todas las cosas maravillosas del mundo y de la vida: justamente, lejos del equilibrio.