cauces de la obra literaria - Biblioteca Nacional de España

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CAUCES DE LA OBRA LITERARIA
AURORA EGIDO
A la memoria de Maxime Chevalier
La voz de las letras discurre por cauces muy diversos que la enriquecen
y transforman, incluso haciéndola desaparecer, siquiera temporalmente. Desde que brota de las manos del autor o autores hasta que alcanza
un destino más o menos incierto, sus aguas se mezclan con otras, acarreando materiales que cristalizan de manera poliédrica, dando lugar a
formas nuevas, que a su vez enriquecerán el río siempre cambiante y a la
vez eterno de la literatura.
METAMORFOSIS DEL TEATRO
En el Siglo de Oro, el nombre de autor se destinaba generalmente al director de la compañía que representaba las comedias en el corral o en
el coliseo. Desde que la obra fuera escrita por un Lope o un Calderón
hasta que se pusiera en escena, ésta sufría constantes cambios debidos
a la mano de dicho autor o a la de los actores, que la transformaban a
tenor de sus gustos o circunstancias, dependiendo del lugar o la ocasión. El teatro vive en variantes, de ahí que todos los testimonios, tanto
manuscritos como impresos, tengan interés, independientemente de su
calidad o de su fidelidad, pues cada uno de ellos da fe de un momento
dado. El dramaturgo podía incluso perder el original y basarse luego en
un impreso que había salido fuera de su control, o hacer una versión
distinta respecto a la primera. Aparte habría que considerar los casos
en los que intervenían dos o más escritores o aquellos en los que una
obra se rehacía por otro; labor de taracea o de orfebrería, patente en algunas comedias de Calderón. En ocasiones un mismo asunto, como el
de El caballero de Olmedo, vertido a lo divino y a lo humano, y hasta transformado en baile, pasaba, de ser una conocida copla, a convertirse en la
historia trágica de una muerte anunciada que además se fundía con la
leyenda. Los dramaturgos no escribían, en principio, sus comedias para
imprimirlas, sino para los escenarios, aunque aspirasen a la fama no
sólo con el aplauso del público, sino a través de la imprenta, como le
ocurrió a Cervantes cuando editó sus Ocho comedias y ocho entremeses, elevando estas últimas piezas, aparentemente menores, a la dignidad de
aquéllas.
Lope de Vega, con La dama boba, llevó a sus máximas consecuencias el
tópico clásico del amor maestro, que vuelve inteligente al más necio, a
través del personaje de Finea, una dama en la que encarnó la capacidad
proteica de la mujer para transformar la realidad con discreto disimulo
y hacerse dueña de su propio destino. La obra es también un retrato de
la educación femenina en la época, y no deja de ser curioso que el ma-
nuscrito de la obra que se guarda en la Biblioteca Nacional (Vitr/7/5)
fuese un regalo para una de las actrices que la representaron, Jerónima de Burgos. Ésta, sin embargo, no hizo el papel de boba, sino el de
su hermana, la sabia Nise, como se ve en ese precioso autógrafo en el
que se indican, al lado de los dramatis personae, los nombres de los actores que los encarnaron en el tablado, incluido Pedro de Valdés, marido de Jerónima. La escritura de Lope sobre el blanco de la página se
convertía así en otro capítulo suyo de esa «universidad de amor» en la
que Finea aprendió hasta latín mientras deletreaba, escribía o bailaba
según los manuales de la época. Pues, para entender esta comedia, es
tan útil conocer las teorías de Pico della Mirandola o León Hebreo sobre los efectos transformacionales del amor, como el arte de aprender
a leer y escribir en las Instituciones de Luis Vives, sin olvidar las reglas
recogidas más tarde por Juan Esquivel en sus Discursos sobre el arte del
danzado (Sevilla, 1642).
El manuscrito de La dama boba fue firmado por Lope el 28 de abril de
1613, aunque la obra no se representó hasta octubre, tras obtener, como
el texto confirma, la censura y la licencia para su escenificación. El hecho de ser autógrafo le confiere un valor añadido al del curioso destino
para el que lo escribiera Lope, pues hay que tener en cuenta que de la
mayor parte de sus comedias faltan testimonios manuscritos y muchos
de los impresos salieron sin la revisión de su autor. Como tantas otras
comedias, se imprimió años después de triunfar en los corrales, yendo a
engrosar la Novena de las veintidós Partes de comedias de Lope de Vega que
fueron sucediéndose hasta su muerte en 1635. Sometidas a veces al albur de los memorillas, que las trasladaban directamente de la audición a
la imprenta, o a los avatares de ésta, las comedias sufrían todo tipo de
alteraciones en el proceso de transmisión e impresión (pensemos en
El burlador de Sevilla, atribuido a Calderón en una de sus emisiones y con
el título de Tan largo me fiais), ya fuese cuando se publicaban en sueltas,
que a veces corrían anónimas, a nombre de otro autor o de forma conjunta en las Partes que las agavillaban. Éstas formaban un corpus pretendidamente acabado, pero que estaba sometido a los azares de la economía y a la manipulación de editores, impresores, libreros e incluso escenógrafos que introducían constantes cambios en ellas.
El caso de La dama refleja además los diferentes prismas de un Lope
que, ante el éxito arrollador del cultísimo Góngora, deseaba triunfar en
el teatro como poeta filósofo (incluso llegando a que los actores comentaran en el escenario el hermético soneto «La calidad elemental resiste»), pero también las aristas de sus constantes problemas con los
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Lope de Vega, La dama boba [p. 5] (cat. 1).
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Molière, L’école des femmes, 1765, [pp. 180-181]. Madrid, Biblioteca Nacional, T/3709.
impresores desde 1603, cuando publica la Primera parte de sus comedias1. Pasados los años, Lope dio a la imprenta su Dama, a partir de una
copia que presenta numerosas variantes respecto al autógrafo2. Pero,
más allá de las cuestiones de crítica textual, la obra ofrece un curioso capítulo de la historia de la transmisión manuscrita e impresa del teatro
del Siglo de Oro y de su proyección en los siglos siguientes, con esas dos
sueltas conservadas en la Biblioteca Nacional (T/3901 y T/15003/20),
que parece se imprimieron en el siglo XVIII y en una de las cuales el título original se cambia por el de La boba discreta, haciendo justicia poética
al sentido de la misma3. Pero esos y otros testimonios son no sólo vestigios de su transmisión, sino del juego entre el poeta, el autor, los actores
y los impresores, que hacen ver hasta qué punto el teatro es proteico y
cambiante como un ser vivo. A su vez, esa obra se enlaza con otras del
propio Lope, como El bobo del colegio, o discurre en paralelo con Marta la
piadosa de Tirso de Molina, proyectándose en L’école des femmes de Molière (estrenada en el Théâtre du Palais Royale, 1662) o en Los empeños de una
casa de sor Juana Inés de la Cruz; teselas, todas ellas, de un gran mosaico
que se proyecta hacia el futuro cada vez que una compañía recrea o
transforma el mencionado tópico de la «universidad de amor» en lección
teatral ante los espectadores; cosa que se repetiría siglos después con la
adaptación de Federico García Lorca para La Barraca o con la peculiar
versión cinematográfica que dirigió Manuel Iborra en 2006.
La caligrafía de Lope sobre la página ofrece además diversas acotaciones cara a su puesta en escena, incluyendo las relativas al canto y a la dan-
4
za, que se transformarían en las ediciones posteriores. A la altura de
1613, el teatro entraba, sobre todo, por el oído, a través de una movida y
compleja acción dramática que había perdido también el respeto a las
unidades pseudoaristotélicas de lugar y tiempo. Al cabo de los años, la
escena fue transformándose con la llegada de Fontana, Lotti, Baccio del
Bianco, Rospigliosi y otros escenógrafos y músicos italianos que impulsarían no sólo la creación de nuevos coliseos, como el del Buen Retiro,
sino la fábrica de unas comedias llenas de apariencias que se distanciarían cada vez más de los corrales, configurando además nuevos géneros,
como la zarzuela o la ópera.
Los vestigios conservados de la escenografía española son bastantes escasos, como ocurre con la media docena de testimonios pictóricos sobre
telones que se han preservado. De ahí la importancia del manuscrito de la
Biblioteca Nacional (Mss/14614), que refleja los dibujos de los bastidores
y del telón de boca de la representación valenciana en 1690 de La fiera, el
rayo y la piedra, de Calderón, sólo comparable a la riquísima muestra de la
puesta en escena de Andrómeda y Perseo (Madrid, 1653), del mismo Calderón, cuyo manuscrito se conserva actualmente en la biblioteca de la Universidad de Harvard, con los dibujos de Baccio del Bianco. El ejemplo de
La fiera es además una muestra de la rica actividad teatral de Valencia en la
casa de comedias de la Olivera, donde también se representó, y en otras de
las llamadas «particulares». La letra, la música y la escenografía de los
decoradores valencianos Gomar y Bayuca reflejan el aprovechamiento
de una obra que se había estrenado en Madrid, en 1652, con ocasión del
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Pedro Calderón de la Barca, La fiera, el rayo y la piedra [h. 66r.] (cat. 9).
1 Maria Grazia Profeti, «Editar el teatro del fénix de los in-
genios», Anuario Lope de Vega, I, Lérida, Universidad Autónoma de Barcelona, 1996, cree que Lope se basó, a la
hora de imprimirla, en un manuscrito copiado del original, lo que encarece el valor de esta Parte novena. Y véase
Víctor Dixon, «Tres textos tempranos de La dama boba»,
ib., III, 1997, así como la próxima edición (en prensa) de la
obra en Pro-Lope (Lérida, Universidad Autónoma de Barcelona), con nuevos criterios editoriales.
2 La dama boba apareció en las Doze comedias de Lope de Vega
sacadas de sus originales por el mismo… Novena parte, Madrid,
Viuda de Alonso Martín de Balboa, 1617, ff. 256-257v.,
(R/13860), entre La varona castellana y Los melindres de Velisa. En el f. 257v., el título ofrece una variante de imprenta, lexicalizada: La niña boba.
3
La boba discreta (T/3901) es una suelta nacida de la Parte
correspondiente, como se ve por la paginación (pp. 371406), y de una imprenta madrileña localizada en la Lonja
de las Comedias, a la Puerta del Sol. En cuanto a la otra
suelta (T/ 15003/20), sin datos sobre su impresión, muestra también ser pieza desgajada de la Parte correspondiente.
4
En nuestro estudio El gran teatro de Calderón: personajes,
temas, escenografía, Kassel, Reichenberger, 1995, y en la
edición de Pedro Calderón de la Barca, La fiera, el rayo y la
piedra, Madrid, Cátedra, 1989.
cumpleaños de la reina Mariana de Austria, adaptada años después a la conmemoración de la boda
de Carlos II y Mariana de Baviera, lo que obligó a transformarla en todos los sentidos.
El telón (véase cat. 9, pág. 25), enmarcado por un frontis con ángeles tenantes que sostienen una
orla, funciona como tarjeta de felicitación al rey, y lleva arriba una cinta flotante en la que se leen
unos versos del humanista valenciano, Jaime Falcón, que dan la clave de la obra en la que Calderón
se inspiró a la hora de encarnar el amor como fiera, rayo y piedra, tomando la idea de la Agudeza y arte
de ingenio de Baltasar Gracián4. De este modo, el conjunto del marco y del telón bajado propiamente
dicho (en el que además se ve el instante en el que dos personajes alegóricos, que representan a Alemania y España sobre un águila y un león, recitaron la loa delante del mismo) actúa como emblema
de la comedia. Pues en efecto, aparte del título y del epígrafe que lo encabezan, aparecen dibujados
junto a Venus, en dicho telón: la fiera de Irífile, el rayo de Cupido y la piedra encarnada en Anajarte.
La suscriptio, comentario o glosa típica de los emblemas, vendría a ser de este modo la comedia entera, que explicaría lo que el telón dibujaba ya en cifra al principio de la representación, contándolo y
cantándolo por extenso, una vez levantado éste, incluida la presencia en él de la cueva de las Parcas
hilanderas, de evidentes resonancias velazqueñas (cat. 9). La fiera se acercó así, como tantas comedias
mitológicas del Siglo de Oro, a una idea prewagnerariana, que entendió el teatro como espectáculo
total en el que se unían todas las artes: poesía, música, danza, pintura y arquitectura efímera.
LIBRO DE LIBROS
El precioso ejemplar (R/2936) que perteneció a la condesa del Campo de Alange, con Los quatro libros
de Amadis de Gaula nuevamente impressos e historiados en Sevilla (1531), ofrece en su portada la figura de
un caballero armado junto a un escudero, que delimitaba gráficamente para los lectores uno de los
territorios librescos más ampliamente frecuentados a lo largo de los siglos XV y XVI por los lectores
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europeos y por aquellos otros que gustaban de oír las aventuras caballerescas5. Esas que, por ejemplo, anuncia el epígrafe del capítulo XI del libro I: «Como el gigante llevo a armar caballero a Galazor por la mano del rey Lisuarte el cual le armo cavallero muy honradamente Amadis»6. Se trataba
de un lenguaje que cualquier lector connivente podría identificar años después con el preciso momento en el que don Quijote es armado caballero, en una venta y por un ventero, a través de un ceremonial invertido. En él todos los elementos de la vieja usanza se ponían en la picota de la risa, tal
y como la misma historia había hecho y haría después, ridiculizando, en saraos cortesanos, conventos y vejámenes estudiantiles de España y América, los códigos de la caballería andante, convertida
en sujeto de burlas. La dimensión humana del personaje cervantino supo, sin embargo, sobrevivir a
su destino risible y erigirse en el fundamento de la novela moderna y en el libro mayor de la literatura española, alejándose del aparente revés que pudo infringir al género de las novelas de caballerías,
ya de suyo ridiculizado con anterioridad a la aparición en dos Partes del Quijote en 1605 y 1615. La
Biblioteca Nacional es uno de los grandes lugares cervantinos donde no sólo se puede leer dicha
obra en multitud de ediciones, adaptaciones y traducciones a todas las lenguas, conformando así un
auténtico mapamundi en sus portadas que nos habla de su originalidad, sino a través de un historial
crítico desbordante que alcanza también a multitud de recreaciones en todos los géneros y estilos7.
Al lado, el historial gráfico y pictórico de los personajes y escenas del Quijote y hasta su conversión
teatral en disfraz de fiestas callejeras, estudiantiles y cortesanas, lo convertirían en un capítulo riquísimo que llegó hasta las pantallas cinematográficas en el siglo XXI.
El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha compuesto por Miguel de Cervantes, publicado por Juan de
la Cuesta, a costa de Francisco de Robles, en Madrid, 1605 (Cerv/118), salió, sin embargo, exento de
figuras, sin más alharacas que la de la discreta composición de su portada, con el escudo de su impresor y en papel de mala calidad proveniente del monasterio del Paular. Multitud de erratas, errores y omisiones de la princeps se repitieron en las dos ediciones de la Primera Parte ese mismo año, aunque luego la imprenta mejorase las deficiencias de las tres primeras en su edición de 1608. El nombre de Juan de la Cuesta, editor no demasiado cuidadoso en su oficio, quedó así unido para siempre
a la obra cervantina, pues además imprimió las Novelas ejemplares y Los trabajos de Persiles y Sigismunda,
siendo el verdadero protagonista de una portada en la que el nombre de Miguel de Cervantes aparecía en letras menores, pues es el título el que se destaca al principio, como era muy frecuente en la
época, en tamaño mayor. También se editaría en esa misma imprenta, en 1615, la Segunda Parte del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha (Cerv/119), con título diferente al de la Primera, aunque, en
esta ocasión el nombre del autor apenas sobresale en la página, protagonizada por dicho título y por
el escudo del impresor.
Las ilustraciones de esta obra forman un historial riquísimo que cada día se va enriqueciendo con
nuevos testimonios. Pensemos en la que auspició la Real Academia Española en 1780, impresa
por Ibarra, tras siete años de trabajo en los que no sólo se cuidó la impresión de la letra, sino las
ilustraciones inspiradas en las pinturas de la época de la novela, uniendo la erudición de sus anotaciones con la belleza de su formato. La Biblioteca Nacional guarda numerosas estelas de tal proceso gráfico, a partir de la Vida y hechos del ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha Parte Primera, Madrid, Andrés García de la Iglesia, 1674 (Cerv/2278), con varias ilustraciones, entre las que destaca
la que presenta un medallón con el rostro de Dulcinea sobre las figuras de don Quijote y Sancho,
flanqueados por Amadís y Rolando. Se configuraba así una página de historia literaria en la que
6
Los q[u]atro libros de Amadis de Gaula nuevamente impressos
… [fol. XXv.](cat. 5).
5 Para el género, Daniel Eisenberg y María del Carmen Ma-
rín, Bibliografía de los libros de caballerías castellanos, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2000.
6 La portada del ejemplar citado (R 2936) reproduce la
idea del caballero con penacho y armadura, acompañado
de un escudero a pie con su lanza, como tantas veces aparecerían posteriormente don Quijote junto a Sancho en
multitud de estampas y grabados. Véase Manuel Lucía
Mejías, Leer el Quijote en imágenes: hacia una teoría de los modelos iconográficos, Madrid, Calambur, 2006.
7 Véase el Catálogo de la colección cervantina de la Biblioteca Na-
cional. Ediciones del Quijote en castellano, coord. por Pilar
Egoscozábal, Madrid, Biblioteca Nacional, 2006, donde se
recoge un total de 1.177 ejemplares de esa obra, aunque el
conjunto sea mucho más amplio, como confirman los catálogos cervantinos de las exposiciones de 1905, 19471948 y 2005, entre otras muchas fuentes bibliográficas.
Los primeros ejemplares se imprimieron en Valladolid, a
finales de septiembre de 1604.
8
Maxime Chevalier, «El público de las novelas de caballerías», Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, Turner, 1976, p. 72. Como dijo Sylvia Roubaud, «el
Quijote es, ante todo, un libro de y sobre los libros. En él,
los de caballerías han servido, junto con otros muchos, de
material de construcción para que Cervantes levantara un
edificio nuevo inventando arquitecturas narrativas que la
novelística anterior no había descubierto», Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, edición de F. Rico y J. Forradellas, Barcelona, Crítica, 1998, I, p. LXXXIII.
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dos de los modelos caballerescos del hidalgo manchego aparecían a la
vista de los lectores, que más adelante los verían aparecer de nuevo en el
episodio de Sierra Morena como paradigma de sus aventuras, incluida la
amorosa. Don Quijote se erigió además en prototipo del lector impenitente que se alimenta de los libros, y que, como más tarde Madame Bovary o Ana Ozores en La Regenta, tratará de llevar peligrosamente sus
lecturas al terreno de la realidad, pues nos dice Cervantes que se pasaba
«la noche de claro en claro y los días de turbio en turbio», leyendo libros
de caballerías.
Cuando en la Primera Parte el ingenioso caballero aluda a que Gandalín era el escudero de Amadís de Gaula y que consiguió ser conde de la
Ínsula Firme, Sancho Panza no sabrá muy bien de qué le estaba hablando su señor, más preocupado por «cuánto ganaba un escudero de un
caballero andante en aquellos tiempos» (I, XXI). Muchos lectores, sin
embargo, lo entenderían como anuncio de lo que estaba por llegar
cuando en el episodio de Sierra Morena don Quijote dude entre imitar
a Amadís o a Roldán, y se decante por el primero, «el norte, el lucero»
de todos los caballeros, a la hora de hacer penitencia. Cervantes, al hacer que su protagonista remede los visajes y acciones de caballeros tan
bien conocidos, mostró hasta qué punto la literatura venía de la literatura, aunque el seguimiento de los modelos no supusiese imitación servil alguna, sino sutil cañamazo en el que tejer una nueva invención en
cuya aventura participaban también sus lectores.
El solo nombre de la penitencia de Amadís acrisolaba un mundo añejo en el que Tristán de Leonís, el Caballero del Febo o Lisuarte de Grecia vivían en la memoria colectiva junto al furioso Orlando con el que
don Quijote mezcló el arquetipo de su melancólica aventura penitencial en Sierra Morena. Con esta obra, Cervantes enseñó además a leer de
otra manera, no sólo un género caballeresco que había sido atacado
por los erasmistas, sino cualquier libro de ficción que mezclara indiscriminadamente lo fantástico con lo verdadero. Pero esa sutil intención, que levantó los cimientos de la novela moderna, no fue desde luego la única manera de leer el Quijote, cuyos protagonistas, más allá del
dominio del autor, se convirtieron también en patrimonio del público
lector e incluso de aquellos que nunca lo hubiesen leído. Y de la misma
manera que don Simón de Silveira juraba sobre el misal que todo lo que
contenía el Amadís era verdad, y que Palmerín de Oliva y familia alimentaron la imaginativa de los círculos cortesanos y populares, como
si estuvieran vivos, don Quijote triunfaría más allá de las páginas de los
libros, desfilando como uno más en los carros estudiantiles o subiéndose a las tablas para deleite del público, transformado en un personaje cercano y familiar8.
Antonio Carnicero / José Joaquín Fabregat. Hallazgo de una maleta en Sierra Morena. En: Miguel de Cervantes, Vida y hechos del ingenioso cavallero … Madrid, Ibarra, 1780. Madrid, Biblioteca Nacional, Cerv/6.
Pero si, según decía el mismo Cervantes, los tiempos mudan las cosas, el anchísimo mundo real, ficticio e imitado de la caballería andante palideció con el siglo en el que se publicó el Quijote, siendo éste el que
pasaría a convertirse para los siglos venideros en la flor de la caballería.
Tal vez porque, del mismo modo que en el siglo XVI la lectura del Amadís y de los libros de su larga estirpe alimentaron la nostalgia de un
mundo desaparecido, don Quijote ha ido ofreciendo a los lectores de
diferentes lenguas y tiempos la imagen de un ideal imposible que ellos
desearían ver resucitado.
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Antonio Muñoz Degrain, Don Quijote leyendo, 1918. Madrid, Biblioteca Nacional, Inventario/372.
Los libros de El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha y la Segunda Parte del ingenioso cavallero don
Quixote de la Mancha, en un arco de poco más de diez años, no sólo cambiaron la historia de la literatura, sino la de la lengua castellana o española en todo un amplio espectro hispánico, que con
el tiempo pasaría a convertirse en la lengua de Cervantes, además de servir de santo y seña al hispanismo extendido hoy por los cinco continentes. Libro de libros, una vez ya unidas y fundidas
tipográficamente sus dos partes, el Quijote se integraría también en la historia de la imprenta, así
como en la de las bibliotecas, la bibliografía y la crítica textual, aparte su vertiente iconográfica y
artística. Su presencia en la Biblioteca Nacional no sólo es compartida con la saga de los Amadises y demás familia, o con la tradición clásica y humanística de la que deriva, sino con las voces
populares salidas de «los papeles rotos de las calles» que conformaron su fábrica. Aparte habría
que contar con la casi interminable saga de sus descendientes en el campo de la novela universal
hasta el día de hoy (pensemos, por caso, en J. M. Coetzee), incluidos los apócrifos y los hijos que
han tratado de ocultar su paternidad. En esas transformaciones, el libro de Don Quijote pervive
imitado y traducido a las más diversas lenguas en los distintos géneros, incluida su plasmación en
imágenes que trataron de emular los trazos de la péñola mal tajada con la que Cide Hamete trazó
las hazañas de tan insigne caballero; tal vez el personaje literario más emulado, dibujado, estudiado, parodiado y ensalzado de la literatura universal. Como dice Anthony Close, «por su deslumbrante poder de asimilación y de síntesis, el Quijote puede equipararse con la obra de Shakespeare»9. En ese milagro tal vez consista precisamente la capacidad de crear personajes universales que
se conviertan en clásicos. Y aún añadiríamos más, en clásicos de las bibliotecas, transformando en
un viaje interminable no sólo ese ir y venir de unos libros a otros que conforma la historia de la literatura, sino el trasiego y aventura que comporta el viaje de la biblioteca ficticia a la biblioteca
real y viceversa. En el Quijote se demuestra además el imposible intento de mutilar la cultura o hacer que los libros desaparezcan totalmente, al igual que trataron de hacer la tía y la sobrina quemando la del caballero manchego, aunque la realidad nos haga comprobar tristemente, en nuestros días, que los libros también yacen bajo los escombros10.
8
9
«Cervantes: pensamiento, personalidad, cultura», Miguel de Cervantes, opus cit., I, p. LXXIII.
10
Bastaría leer el diario de Saad Eskander, director de la
Biblioteca Nacional de Irak en Bagdad (www.bl.uk/iraqdiary.html), donde se perdieron el 60% de los archivos y
el 95% de los libros raros, El País, 2-3-2007, p. 2.
11 Elena María de Santiago, «Cuadros cervantinos de Muñoz Degrain en la Biblioteca Nacional», RBABM 75,
1968-1972, pp. 583-590, y Carlos G. Navarro, «La serie
cervantina de Muñoz Degrain en la Biblioteca Nacional»,
Una visión ensoñada del «Quijote». La serie cervantina de Muñoz
Degrain en la Biblioteca Nacional, ed. de Alfonso Pérez Sánchez, Sevilla, Fundación Focus-Albegoa, 2003. Conforman un conjunto de veinte piezas restauradas en 2003 y
que ejemplifican la regeneración de España encarnada
por don Quijote que impulsara la generación del 98.
12
Sobre el tema, véanse los diversos estudios dirigidos
por Hipólito Escolar, Historia del libro español. De los incunables al siglo XVIII, Madrid, Pirámide, 1994.
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La Biblioteca Nacional de España es en sí misma toda una biblioteca cervantina en la que sus lectores e investigadores trabajan en la Sala Cervantes, donde además se exhiben los cuadros regalados en 1919 por el prolífico pintor valenciano Muñoz Degrain, que trazó con fantasía de colores
y libertad simbólica los escenarios cervantinos, siguiendo pautas audaces que van desde El Greco
hasta las famosísimas ilustraciones de Doré (1863)11. En dicho lugar se ofrece así un juego de espejos, pues el lector de esa sala de raros puede verse reflejado en la propia figura de don Quijote
leyendo uno de los muchos libros que contenía su famosa biblioteca.
TRIUNFOS DEL PINCEL Y DE LA PLUMA
La rica alianza entre poesía y pintura, que homologara desde la Antigüedad la pluma con el pincel y el cincel, ofrece un amplio arco, a través de los manuscritos miniados, mucho antes de cuanto supuso la invención de la imprenta a la hora de multiplicar letras y estampas en amplias tiradas, según se ve ya en incunables bien conocidos en España como la ilustrada Hypnerotomachia Poliphili (1498) de Francesco Colonna. En ese sentido, la Biblioteca Nacional de España ofrece un
amplio espectro de la historia de los manuscritos, tanto españoles como extranjeros, que, en algunos casos, alcanza cotas de valor incalculable no sólo por la proyección ulterior de la obra en
sí, sino por las miniaturas y encuadernaciones que los acompañan12.
El manuscrito iluminado del siglo XV de I Trionfi de Petrarca (Vitr/22/4) es un precioso libro menino, como Baltasar Gracián llamaba a los que se podían llevar en el bolsillo o en la manga. En su
breve formato, con letra humanística redonda, se reduce a escala microscópica una de las obras
más influyentes en la literatura posterior, pues se proyectó en innumerables triunfos, tanto literarios como festivos. Pensemos además en el éxito de sus traducciones, como la Translación de los seys
Triumphos (Valladolid, Juan de Villaquirán, 1541) de Francesco Petrarca, con grabados alegóricos
del Amor, la Castidad, la Muerte, la Fama, el Tiempo y la Divinidad, que tantas huellas dejaron en
la poesía y la narrativa del Renacimiento, además de en el arte efímero, incluido el Carro de las donas (Valladolid, Juan de Villaquirán, 1542), con un triunfo de la muerte que llora a las mujeres. Pero
lo que aquí nos interesa destacar es la presencia del autor, enmarcado por una colorida y preciosa greca con alegorías, rodeado de libros y leyendo, pues esa estampa de Petrarca en estilo florentino, obra de su iluminador Ricardo di Nanni, lo encumbraba como poeta. Ideal pictórico, repetido después en tantas portadas de libros en las que la figura del autor aparecería en ellos muchas
veces con la pluma en la mano, según le gustaba a Lope de Vega, el mayor exponente del arte de
anunciarse e inmortalizarse en sus propias obras.
Los Trionfi (f. 2r.) llevan además la vida de Petrarca que trazara Leonardo Bruni, anunciada bajo
premisas ingeniosas que serían moneda corriente en el Renacimiento y en el Barroco: «Francesco
Petrarcha huomo di grande ingegno et non di minor virtu Nacque in Arezzo […] nel mille trecento quattro […]». Vida y obra se mostraban así en indisoluble alianza con la poética cancioneril de
un autor glorificado en esos dos folios liminares, ricamente miniados en oro y colores, como si la
calidad pictórica tratara de reflejar y parangonarse con la que la obra desprendía. El folio 12 mostrará además un comienzo en el que el principio de la obra («Incipiunt Triumphi Francisci Petrarca P. T. […]») lleva el retrato del autor en la mayúscula inicial, nuevamente en actitud de leer y laureado, incidiendo una vez más en los perfiles de la fama adquirida por el relieve de sus obras. Al
Francesco Petrarca, Obra poética [h. 11r.] (cat. 11).
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Giovanni Boccaccio, Cayda de prínçipes [h. 6]. Madrid, Biblioteca Nacional, Mss/7799.
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lado, la secuencia de los distintos triunfos se abre con la alegoría del Amor sobre un carro conducido por dos jóvenes desnudos a caballo y rodeado de altos personajes. Mientras, en lo alto, un
Cupido vendado arroja flechas de fuego, como paradigma del abanico afectivo que recrean a su
vez distintas escenas amorosas alrededor de la página en sus miniaturas, algunas con fuerte carga erótica, y que presentan, bajo los efectos aumentativos de la lupa, una compleja perfección reducida a tamaño casi inverosímil.
Así comienza el desfile triunfal de unos versos dibujados en este precioso códice proveniente
de la catedral de Toledo: «Per la dolce memoria di quel giorno / Che su principio ad si lunghi martiri […]», discurriendo por los trazos de una escritura diáfana que se apartaba de las dificultades
góticas, abriendo paso a las grafías de la Edad Moderna. El manuscrito avanza además en ordenadas secuencias ascensionales por la Castidad, la Muerte, la Fama y el Tiempo hasta culminar
«in cielo» (f. 79r.), con el triunfo de Dios en la Eternidad, rodeado de ángeles y de los cuatro apóstoles, cerrándose así cual microcosmos terrestre y celeste, pero también, al igual que ocurre en
los primeros folios, como indicio de una obra no acabada que dejó medallones en blanco a la espera de ser dibujados, para dar así señas de la finitud del arte y del silencio de la página.
El contrapunto de esa filografía y teología triunfales lo da otro manuscrito de gran formato
del mismo Petrarca (Vitr/ 22/1), que además presenta signos de su uso y pertenencia a la familia Figueroa Fonseca, así como del gusto del siglo XVI por el libro italiano, adquirido, como en
este caso, por viajeros españoles a la patria del Humanismo renacentista13. El formato del mismo agrandaba la figura del poeta, cuya obra se ensalza en las páginas inaugurales en letras doradas sobre fondo azul: «Incominciano li sonetti et canzone de lo elegantisimo poeta Mes. Francesco Petrarca […]». La letra inicial del primer verso: «Voi che ascoltate in rime sparse il suono»,
tantas veces imitado en la poesía del siglo XVI, se alza en él como signo victorioso y dorado que
destaca en su interior la figura de un Petrarca laureado y canonizado para la posteridad como
un nuevo Virgilio o un nuevo Horacio. Otros indicativos del folio anterior redundan en esa visión del autor y de su obra ya consagrados, al destacar que: «In questo ornatissimo libro se contengano li sonetti, canzone et triunphi del prestantissimo poeta messer Francesco Petrarca».
El sintagma se convierte así en paradigma del autor, en armonía con una obra que termina por
configurarse en sí misma, a través de la letra y de sus miniaturas, como verdadero triunfo del propio Petrarca. El manuscrito, rubricado por su artífice, el calígrafo de la corte de Urbino «M. Matthaei Domini Herculani de Vulterris» (f. 187), ofrece la riqueza de los sonetos, ricamente adornados con motivos florales y animales al comienzo, junto al ornato de sus mayúsculas iniciales, lo
mismo que de las canciones. Respecto a los triunfos, empezando por el del Amor («Nel tempo che
rinuova i miei suspiri»), se suceden en caligrafía recta y correcta, mostrando una unidad de fondo
y forma que se consagra nuevamente en la inicial del «Vergine bella che di sol vestita» (f. 147), con
mayor ornamentación que el resto, en claro homenaje al elevado sujeto del poema14. La tradición
hispana ayudó a la consagración petrarquista en los márgenes de un canon que enalteció también
otras figuras, como la de Boccaccio, en su Cayda de prínçipes (Mss/7799 de la Biblioteca Nacional),
traducida por el canciller López de Ayala, y en la que el autor aparece también retratado ante su libro con la pluma en la mano. Actitud que se fue consagrando aún más con la invención de la imprenta y que se observa actualmente en tantos y tantos autores retratados y biografiados en las solapas de sus libros. Los hijos de Petrarca fueron legión, incluso aquellos que se distanciaron del
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Diego López, Declaracion magistral sobre las [sic] emblemas
de Andres Alciato [h. 68] (cat. 13).
13
En él figuran sus propietarios Gonzalo Ruiz de Figueroa, que lo compró en Venecia, 1503, y don Lorenzo de
Figueroa y Fonseca, con fecha de 1570, pasando un año
después a manos de don Sancho de Fonseca. El escudo de
los Figueroa, Mendoza y Enríquez, aparece en f. 10v. La
calidad de la encuadernación, en piel sobredorada y repujada, se equipara así a la de la obra misma con la de las
miniaturas que la adornan y la de su exacta y clara caligrafía.
14
El manuscrito, destinado al primer duque de Urbino,
Federico III de Montefeltro, lleva, además, en f. 190v., un
poema en latín con letra diferente: «Ilustri legato hispano
bartholomeus chalepinus congratulatur de Vitoria hispaniorum contra gallos», que ya aparecía en la hoja de
guarda.
15
Existe una edición facsímil de la edición de Amberes,
1612, de los Quinti Horatii Flacci Emblemata, Madrid, Castalia, 1996, por José Lara y Paloma Fraconi.
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modelo para correr por cuenta propia. Con él se explica una buena parte de la poesía española y
europea de los siglos XVI y XVII, sirviendo de modelo en innumerables justas poéticas del Barroco,
cuyos carteles convocaban a imitarlo en sus sonetos y canciones.
Pero ese doble juego entre palabra e imagen, que tanto desarrolló la Edad Media y el primer Humanismo, alcanzaría sus mayores cotas gracias al nuevo género nacido del Emblematum liber
(Augsburg, H. Steyner, 1531) de Andrea Alciato, cuyas tres partes (inscriptio, pictura y suscriptio) apelaban a un tiempo a la poesía como pintura que habla y a ésta como poesía muda. Las figuras de
los emblemas sirvieron además de modelo a infinidad de pinturas, esculturas e imágenes arquitectónicas, como ocurrió en España a partir de su plasmación artística en 1552 en el zaragozano
Patio de la Casa Zaporta, con claras huellas de Alciato. Sin ellas no se explican, por ejemplo, muchos capítulos del Guzmán de Alfarache, así como numerosas comedias y autos de Calderón de la
Barca, llegando su huella a la poesía de Quevedo o a la de Antonio Machado. Por lo mismo, su presencia en el arte efímero, en la pintura de un Velázquez, cuya biblioteca contenía numerosos libros de emblemas, o en la de Goya, hacen aún más atractiva una lectura que enriquece la de cuadros como Las hilanderas y Los borrachos o los caprichos del pintor aragonés, buen conocedor de
Borja y Covarrubias, por no hablar de su huella en el Guernica de Picasso.
La amplitud del género en España, sobre todo a partir de la traducción al castellano de la obra de
Alciato por Daza Pinciano (Lyon, 1549), es amplísima, y muchas las entradas que ocupa en la Biblioteca Nacional. De particular interés es la Declaración magistral de los emblemas de Alciato (Nájera, Juan de
Mongastón, 1615) de Diego López (R/2597), por lo que supone de lectura y exégesis moral de los
mismos. La obra, dedicada a don Diego Hurtado de Mendoza, presenta unas toscas estampas copiadas de la edición de Lyon, 1549, siendo, en ese sentido, de peor calidad que la que ofrecen otros libros de emblemas, como los de Orozco y Covarrubias, pero sus interpretaciones morales, simbólicas y hasta anagógicas son muy útiles para la historia del arte, de la literatura y del pensamiento.
El emblema 18: «Prudentes», con las dos caras de un Jano bifronte, que entiende sagazmente las
cosas pasadas y las que están por venir, serviría, sin duda, a muchos escritos prudenciales que,
como los de Gracián, desarrollaron el juego de los tiempos (pasado, presente y futuro), según ya
mostraba un conocido cuadro de Tiziano sobre el tema. Su trasfondo político es evidente en el
texto de Diego López, donde Jano da a entender esa virtud prudencial «que deven tener los Reyes,
los quales por las cosas passadas deven proveer las venideras». Que Jano aparezca también como
la figura del rey sagaz, con mil ojos, hace más atrayente un símbolo que se convirtió en tópico y
hasta se ridiculizó en las tarascas madrileñas, donde daifas y celestinas pregoyescas con dos caras
sirvieron de solaz en las procesiones del Corpus. El ámbito de la emblemática, más allá del idioma, ofrecía incluso a los iletrados un lenguaje simbólico bien conocido, que además tenía su complemento oral en la técnica utilizada en los sermones.
Otro curioso ejemplo, en el que la palabra y la imagen conviven juntas, es el de Quinti Horatii
Flacci Emblemata Studio Othonis Vaenii, Antuerpiae MDCXII (R/585), donde se presentan, junto al original latino, las traducciones hechas al español, alemán, italiano y francés. La proyección editorial
de esos textos, publicados por el pintor flamenco, maestro de Rubens, Otto van Veen, que tanto
éxito alcanzara con sus Amorum emblemata (Amberes, H. Verdussen, 1608), sería sin duda enorme.
En ellos, los versos se enriquecían, además, con la pictura, a página completa, en el lado derecho, y
con las glosas marginales y comentarios que los ilustraban15. Vale la pena destacar el cuerpo mayor
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de los textos traducidos al español, así como el conjunto de una obra que, en la letra y en las imágenes, consagraba un Horacio pintado, comentado, traducido, glosado y moralizado de plena actualidad.
El emblema «Pinta el pintor» (véase cat. 12, pág. 28), aunque pudiera atraernos por sus resonancias velazqueñas o por sus semejanzas con perspectivas bien conocidas como las de Veer Meer, lo
cierto es que representa hasta qué punto el trabajo del poeta, el del pintor, el del médico y hasta el
del herrero son artes y oficios independientes, que exigen destreza particular. Un «zapatero a tus
zapatos» vulgarizaría la letra que dice:
Pinte el pintor, el docto doctor cure
Y el poeta procure hazer sus versos;
Y a los demás diversos ejercicios,
Artes, ciencias y oficios, el maestro
Acuda, como diestro…
Palabras que no dejan de tener su gracia en un libro que, como todos los del género, mostraba
hasta qué punto la equivalencia entre poesía e imagen no dejaba de ser –incluido el mismo ut pictura poesis horaciano– un intento falaz que denunciaría más tarde Lessing en su Laocoonte.
Pese a la enorme ventaja que la imprenta suponía en la difusión de la obra, los libros manuscritos convivieron durante mucho tiempo junto a los impresos, influyéndose mutuamente en su contenido y materialidad. El caso de Góngora es uno de los más significativos, pues hubo todo un taller de amanuenses dedicado a copiar sus versos para su divulgación posterior, aparte de cuantos
lo dieron a conocer a través de sus cartas y cartapacios, tanto en España y Portugal como en Hispanoamérica, sin contar la difusión oral de sus romances y letrillas, muchas veces con acompañamiento de la música16. El códice con las Obras de D. Luis de Góngora reconocidas y comunicadas… por D.
Antonio Chacón Ponce de León Señor de Polvoranca (Res/45-Res/46), las consagra a través de un monumento caligráfico que parece competir con la perfección de la imprenta, pero restringiendo, en este
caso, su difusión, a un destinatario único, el conde duque don Gaspar de Guzmán, cuyos títulos figuran en el medallón. Éste podía así leer los sonetos, octavas, tercetos, canciones, madrigales, silvas, décimas, quintillas y redondillas del poeta cordobés, amén de su teatro, en la clarísima letra grifa y redonda del manuscrito, obra tal vez de la escuela caligráfica de Pedro Díaz Morante. Dicho
manuscrito, preparado por Antonio Chacón, amigo de Góngora, es, en cierto sentido, un ejemplo
capital de la escritura áurea, que tuvo en España uno de sus máximos exponentes a partir de Juan
de Icíar, a la zaga de los primeros calígrafos humanistas italianos como Tagliente17.
La distribución de las poesías, fechadas, enmarcadas y ornamentadas con preciosa y clara letra que añade anotaciones marginales, ofrece una clara primacía de los endecasílabos, seguida
por los octosílabos. El cuidado en la datación de los poemas, así como las referencias al contenido, hacen de este manuscrito, entre otros muchos relieves de precisión y rigor, un libro valiosísimo de la historia de la poesía.
La obra de Góngora, que tantas pasiones e imitaciones desatara en el Siglo de Oro, aunque tuvo
una gran difusión en su época, sufrió un serio revés con el advenimiento de las Luces, sobre todo
por el estilo de sus poemas mayores, que pesó negativamente como una losa hasta su renacimiento en el siglo XX, gracias sobre todo al simbolismo francés y al impulso que experimentó con la
12
16 Antonio Rodríguez Moñino, Construcción crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVII, Madrid, Castalia, 1968, ya dijo que era el único poeta español cuyas obras manuscritas se explotaron mercantilmente por los libreros. Véase también Manuel Sánchez
Mariana, «Los manuscritos poéticos del Siglo de Oro»,
Edad de Oro, 1987, pp. 205-207.
17
Hay edición facsímil en Málaga, Gráficas Urnia-RAE,
1991, con prólogos de Pedro Gimferrer, M. Sánchez Mariana y Antonio Carreira en cada uno de los tres volúmenes.
18
Juan Manuel Bonet, «Cómplices en el libro», La pasión
por el libro. Una aventura editorial, Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía-Galaxia Gutenberg, 2002, pp. 13-22.
19 Véase el catálogo de la exposición editado por Juan Ca-
rrete Parrondo, Picasso y los libros, Madrid, Bancaja, 2005.
El pintor malagueño ilustró numerosas obras, que van
desde los clásicos grecolatinos hasta sus coetáneos, con
todo tipo de técnicas de grabado (calcografícos, litrográficos, al linóleo, incluyendo otros como el fotograbado y
el offset). Entre ellos, cabe recordar Claire de terre, de André Breton, y el grotesco Sueño y mentira de Franco (1937),
tan conectado con el Guernica.
20
Esta enigmática fotógrafa impulsaría con Paul Éluard
la conciencia política de Picasso en relación con la guerra
civil española. Éste la retrató también en 1936 como un
gato con manos de mujer, firmado al pie del poema
«Grand Air» del propio Éluard. Véase François Gilot y
Carlton Lake, Vida con Picasso, Barcelona, Bruguera, 1965,
pp. 81-82.
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generación del 27 y posteriormente con los llamados novísimos. Por
ello, no es casual que Picasso se interesase en la producción de un poeta que había sido leído por los miembros de la generación del 98 y revalorizado por el surrealista Pierre Reverdy, pasando más tarde a ser
motivo de un homenaje, en la revista Litoral, en el que participó el pintor malagueño, para celebrar el centenario de su muerte. La pasión por
el libro ilustrado en el pasado siglo ofrece ejemplos que van de un Poe,
traducido por Mallarmé e ilustrado por Monet, a un Apollinaire pintado por Giorgio de Chirico, pasando por un Balzac dibujado por Picasso
o un Hemingway por Salvador Dalí, que también lo haría con su conocida ilustración del Quijote. Los ejemplos podrían multiplicarse
hasta autores tan complejos como Baltasar Gracián, cuyo alegoría de
El Criticón recreó Antonio Saura en negro sobre blanco (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2001)18.
El diálogo entre Picasso y los libros fue unido al desarrollo que experimentó en París el arte del grabado, lo que le permitió además intervenir directamente en el proceso de impresión llevado a cabo en
los talleres, donde artista, impresor y editor trabajaban al alimón19.
De esa correspondencia mutua, surgieron ilustraciones de autores como
Antonin Artaud, Jean Cocteau o Paul Éluard, y en particular el libro de
Luis de Góngora, Vingt poëmes, Paris, R. Lacourière, 1948 (ER/5880), con
una tirada de doscientos treinta y cinco ejemplares con cuarenta y una
estampas, grabadas al aguafuerte y aguatinta al azúcar, en las que el artista malagueño dibujó y escribió directamente sobre cobre, uno a uno,
con pincel y pluma, adornándolos todos, excepto el séptimo, dedicado
a El Greco.
Picasso se inspiró en la edición anterior, basada en los XX Sonnets de
Góngora, traducidos al francés por Z. Milner, que pasaron a integrar
el libro ilustrado por Ismael G. de la Serna: Góngora, XX Sonnets, Paris, Cahiers d’Art, 1928. El ejemplar de dicha edición, con grabados y
añadidos posteriores del pintor malagueño, conservado en la Biblioteca Nacional (ER/5881), está dedicado a Dora Maar, a la que también
regalaría el libro En marge du Buffon (París, Jonquières, 1957), dibujándola «tan bufona» como mujer pájaro, jugando así con el apellido del naturalista y el calificativo catalán20. El influjo de esta mujer, criada en
Argentina, sobre la vida de Picasso es bien conocido y va unido a su
mencionada amistad con Paul Éluard, que se la presentó en el café parisino Les Deux Magots en 1936. Se trata, en este caso, de las pruebas
para la imprenta que el propio Picasso hizo sobre la citada edición de
Góngora hecha por Milner y en la que él tachó a mano el nombre impreso de Ismael G. de la Serna para que fuera sustituido por el suyo.
El ejemplar de la Biblioteca Nacional, con indicaciones a lápiz de los
Antonio Saura, Cabeza noble, 1996. Técnica mixta sobre papel, 30,6 x 20,1 cm. Ilustración
para El Criticón de Baltasar Gracián. Archives Antonio Saura, Ginebra.
impresores en el reverso, muestra el proceso de una obra en la que Picasso escribió los títulos de los sonetos a mano, junto a varios dibujos sueltos del autor, que luego formarían parte del libro definitivo.
Entre ellos, destacan en particular los dos que resaltan el cráneo privilegiado de don Luis de Góngora, y que nada tienen que ver con el vetusto poeta del ya referido manuscrito Chacón (pintado tal vez por
Francisco Pacheco), que el malagueño no conocía, sino con el ingenioso y soberbio atribuido a Velázquez.
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Picasso recogía así los frutos de la generación del 27, a la que él perteneció en su calidad de
pintor, levantando ese monumento a unos sonetos que él copió e ilustró de su mano. Con su
pintura y su caligrafía, ensalzaba, y a la vez desafiaba, al poeta cordobés, de la misma manera
que éste hiciera, a su modo, con la pintura del Greco o escribiendo una elegía ante el sepulcro
de Garcilaso en Toledo. El nombre de Picasso había estado ya unido, como decimos, al homenaje a Góngora de la revista Litoral, 5, 6 y 7, en octubre de 1927, que se abría precisamente con
la «Soledad Tercera» de Rafael Alberti y llevaba otros poemas de Altolaguirre y Gerardo Diego,
entre otros, y donde las rupturas del lenguaje discurrían a la par que la geometría dislocada de
los dibujos de Juan Gris, Dalí, Miró, Moreno Villa y Benjamín Palencia.
El nombre de Picasso y el de Góngora aparecieron así unidos a una efemérides que rescató a
nueva luz la poesía del Barroco y la alianza entre poesía y pintura por ella representada, a partir
de los presupuestos artísticos de Wölfflin. Las nuevas formas y colores de Picasso se habían anticipado, ya a principios de siglo, con el cubismo, a un lenguaje que trataría de captarlos posteriormente a través del lenguaje. La influencia del pintor malagueño en las letras del siglo XX es abrumadora y se capta tanto en la «mónada 1057» de Oficio de tinieblas 5 de Camilo José Cela, como en
la poesía superrealista de Juan Eduardo Cirlot, sin olvidar a Ángel Crespo, Miguel Labordeta o
Pere Gimferrer, quien recogería en Arde el mar (1966) la doble huella de Picasso y Góngora.
La unión de poesía y pintura ha representado durante siglos la batalla por la primacía de una u
otra por encima del tiempo y del olvido, tendiendo a que sean las palabras las que sobrevivan a los
lienzos. El poema del manuscrito Chacón, al pie del retrato de Góngora, actúa precisamente como
prosopopeya en la que el poeta reivindica, ante el pasajero que lo contemple, que sean las palabras
las que lo hagan perdurable:
De amiga idea, de valiente mano
Molestado el metal, vivio en mi vulto
Emulo tibio: i el intento vano
Si vida se usurpò, me rindio culto.
Bien assi, o Huesped doctamente humano
Copias perdona de mi genio culto,
Quando aun la Fama del pinzel presuma:
Que no ai de mi mas copia que mi pluma.21
14
21
Como dice Giulia Poggi, en su edición bilingüe de
Luis de Góngora (I sonetti, Roma, Salerno Editrice, 1997,
pp. 114-115), el poeta establece una contraposición muy
barroca entre la vista y el oído en este soneto de 1620: «A
un pintor flamenco, haciendo el retrato de donde se copió el que va al principio de este libro».
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