1 Donde está hoy la izquierda Luis Alberto Romero La Nación 11 de

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Donde está hoy la izquierda
Luis Alberto Romero
La Nación 11 de agosto de 2011
Hace poco me referí a un intelectual como un “hombre de izquierda”, y un joven
colega me preguntó si se trataba de la “izquierda kirchnerista” o “de la otra”. Pensé
contestar que “izquierda kirchnerista” era un oxymoron, una contradicción en los
términos, pero me contuve: al fin, cada uno tiene el derecho de acomodar las
clasificaciones corrientes. El problema está en la clasificación misma. “Izquierda” y
“derecha” divide el complejo mundo de la política en dos opciones únicas y
excluyentes, inmutables, aunque sus contenidos cambien, y asociadas con un sentido
y un final atribuidos a la historia. Progresistas y conservadores conforman un esquema
y una teleología. Adecuados para creencias o convicciones. Problemáticos para
compartir su sentido. Inútiles para comprender lo que pasó y lo que pasa.
Su origen es casual. Designó simplemente el lugar donde se sentaban dos grupos de
la Asamblea de la Revolución Francesa: los radicales a la izquierda y los moderados a
la derecha. El esquema se impuso y constituye desde entonces el punto de apoyo de
cualquier relato político. Se reconocen infinidad de subespecies, y hasta un híbrido
“centro”, pero siempre remiten a la distinción binaria principal. Antes de la Primera
Guerra Mundial sirvió para diferenciar a liberales de conservadores, y en general, las
cuestiones en debate podían ser alineadas en esos términos. Quienes miraban las
cosas en particular señalaron frecuentemente la inadecuación del esquema, aunque
prefirieron culpar a la gente, que no se comportaba como debía hacerlo. En 1890, los
liberales de Viena, convencidos de ser la izquierda progresista y sensata, lamentaban
ser atacados por un movimiento popular, radical, nacionalista, antijudío y dirigido por
un aristócrata. Izquierda y derecha mezcladas; un completo contrasentido. Por
entonces el politólogo Mijail Ostrogorski lamentó similares contrasentidos de los
políticos ingleses: los liberales eran imperialistas, los conservadores populistas, y los
laboristas, partidarios del comercio libre.
El comunismo soviético y el fascismo revitalizaron la idea de una confrontación
esencial entre izquierdas y derechas, ignorando los múltiples puntos de contacto
entre ambos. Con el fin de la Segunda Guerra, los Estados de bienestar, los
movimientos anti coloniales y la guerra fría hicieron mucho más complejo el escenario
y las opciones, pero no declinó la voluntad de agruparlas en ese lecho de Procusto.
Los cambios de finales del siglo XX están demasiado cercanos para que necesitemos
recordar, por ejemplo, el desconcierto que producen en la izquierda las figuras de
Tony Blair o Felipe González.
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En la política argentina, con sus dos grandes movimientos nacionales y populares,
identificar a derechas e izquierdas nunca fue fácil. El peronismo fascinó a muchos
izquierdistas, pero no al punto de considerarlo de izquierda. En los sesenta y setenta
se instaló otro eje, que cruzaba ambos campos: el método de la violencia asesina. En
1983 se estableció un nuevo escenario, firmemente basado en la democracia y los
derechos humanos, que mantuvo acotadas las tendencias o divergencias. Dentro de
ese acuerdo, las posturas progresistas, que se denominaron de centro izquierda, se
caracterizaron por asociar la democracia con la equidad social, garantizada por un
capitalismo serio y un estado robusto.
Esta propuesta progresista chocó pronto con la realidad de un país profundamente
transformado, que emergió en 1989. Una sociedad polarizada, un vasto mundo de la
pobreza, un estado desarticulado, agobiado por la deuda externa y exprimido por los
grupos de interés que lo colonizaban. En los años noventa esta realidad se impuso y
redefinió la división entre derechas e izquierdas. La “derecha neoliberal” básicamente peronista- impulsó políticas de reforma y achique del Estado que en lo
inmediato consolidaron el mundo de la pobreza. Las impuso un poder presidencial
acrecido, que descartó los controles institucionales y reforzó el prebendarismo y la
corrupción. Otros cambios, como una parcial racionalización del Estado o una mejora
en la eficiencia del agro o las industrias exportadoras, no fueron percibidos o
valorados. Por entonces el progresismo de izquierda encontró un cómodo espacio de
coincidencia, que incluyó a los afectados por la gran transformación y a sus críticos
políticos; entre ellos, unos cuantos peronistas. Las diferencias eran secundarias.
Cualquiera sabía donde estaba la izquierda.
En este siglo, con el kirchnerismo, ya no están claras. La prosperidad económica -un
don imprevisto- ha cambiado mucho las cosas. El Estado salió de sus aprietos y el
gobierno pudo estabilizar la economía y disponer de amplios recursos para consolidar
su poder, y apaciguar el mundo de la pobreza, que sin embargo permaneció
irreductible. Nada muy distinto de los noventa. Tampoco cambiaron mucho los
gobernantes. La diferencia está sobre todo en su discurso. Kirchner atacó el
“neoliberalismo”, proclamó un populismo de izquierda que emparentaba con el de
1973, construyó con palabras una derecha que alternativamente centró en la
oligarquía, los monopolios, los grandes medios o los destituyentes, y negó la
posibilidad de posturas intermedias. Políticas muy tradicionales fueron envueltas en
los tópicos del nacionalismo populista, sensible para parte de la tradición de izquierda.
Los subsidios al consumo fueron presentados como crecimiento del mercado
nacional; los subsidios a la pobreza como inclusión; la prosecución de los juicios a los
represores como política de derechos humanos. La proclamada recuperación del
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Estado consistió en la injerencia discrecional del gobierno, y la promoción de nuevos
prebendados a través de la re estatización de empresas privatizadas en los noventa.
Esta combinación produjo desconcierto: ¿la izquierda es hoy el kirchnerismo?
Quienes conformaban en los noventa el progresismo de centro izquierda están hoy
divididos, y confrontan duramente, reclamando cada uno la bandera de la izquierda.
Quizá convenga dejar de lado esta distinción, casi metafísica, y ordenar las cuestiones
que enfrentan a ambos sectores. No son exclusivas de la izquierda, pues las
alternativas dividen a casi toda la ciudadanía. En mi opinión, el principal punto de
clivaje separa a quienes toman como referencia la propuesta política de 1983 y
quienes se identifican con la profunda revisión de esa propuesta en 1989. Para los
primeros, la democracia está asociada con las instituciones, el equilibrio de poderes y
el pluralismo. Para los segundos, la lección de 1989, ratificada en 2001, legitima la
concentración presidencial del poder y la subordinación de las formas institucionales a
las políticas de emergencia que solucionen los problemas del pueblo. Respecto de los
derechos humanos, los primeros encadenan los juicios a los represores con la
consolidación del estado de derecho. Los segundos unen dicho castigo con la
reivindicación de la militancia de los setenta, su gesta, sus proyectos y también sus
métodos. No es fácil decir donde está la derecha y la izquierda.
El otro gran clivaje se refiere al Estado. Hoy su necesidad e importancia no es
discutida. Pero unos la entienden en términos de políticas de Estado, apuntaladas por
un Estado institucional, eficiente, regulador y regulado, que establezca reglas y las
sostenga. Los otros subordinan el Estado a un gobierno cuya plebiscitada legitimidad
lo autoriza a ajustar las normas a las necesidades de la coyuntura. “Las normas están
hechas para ser violadas”, dicen sus intelectuales; “salvo la ley de la gravedad, todo
se arregla”, se repite en sede popular. Nada muy distinto de los noventa.
Hay muchas otras cosas en debate, cada una con sus especificidades y alineamientos
cambiantes: la pobreza, la educación, la seguridad, la libertad de expresión y tantas
otras. De un modo u otro remiten a estas dos maneras de entender la política y el
progreso. Volvamos a la clasificación. Aunque tengo una opinión acerca de cuál de
estas alternativas puede reclamar legítimamente pertenecer a la tradición de
izquierda, no creo que sea una discusión relevante. Parece mucho más productivo
discutir sobre cuestiones y no sobre banderas: que tipo de gobierno queremos, que
tipo de estado, que tipo de capitalismo, que tipo de políticas sociales. Sean de
izquierda o no.
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