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ideología
Carl Schmitt
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ideología
Actualidad de
Carl Schmitt
por Antonio García Vila
P
oco sistemático, embaucador, arribista, moralmente impresentable y católico ultraconservador, Carl
Schmitt sigue gozando de un alto prestigio intelectual, y sus libros –y los ensayos sobre su obra– se reeditan frecuentemente. De modo que la pregunta que hay que hacerse es: ¿a qué se debe el éxito actual de
Carl Schmitt?
Eloy García, en el Prefacio a Carl Schmitt en la república de
Weimar (Tecnos, 2012), de Ellen Kennedy, afirmaba que los
asuntos que planteó el pensador alemán y los temas que puso
en escena ya están superados, a pesar de su interés intrínseco
o histórico. Parece una aseveración un tanto apresurada en
vista del aluvión de publicaciones de y sobre el jurista alemán
que están proliferando en los últimos años. Más bien resulta lo
contrario. Así, en el estudio preliminar de José María Baño
León a Ensayos sobre la dictadura: 1916-1932 (Tecnos, 2013), el
comentarista, al tratar sobre esta recobrada actualidad del
pensamiento de Carl Schmitt, formula una pregunta ineludible
y que es preciso responder: “¿Por qué la reedición constante
del pensamiento de Schmitt?”. Es lógico que en la España franquista del año 62 se le rindiese un homenaje; menos lógico es
que en la propia Alemania se recuperen desde hace mucho sus
obras, y, más sorprendente aún, que autores como Benjamin o
Agamben hayan sido tan determinantemente influidos por él,
aunque quizá sea cuestionable la interpretación de Baños de la
obra benjaminiana en clave exclusivamente schmittiana. Es
verdad que Benjamin había publicado en 1921, en el nº 3 de
Archivos de Ciencias Sociales y Política Social, “Crítica del
poder”, que seguramente Schmitt leyó, aunque nunca lo mencionara, y que ponía sobre el tapete el tema de la violencia, la
autoridad y la fuerza; también es cierto que, como afirma su
biógrafo Bruno Tackels, “resulta imposible pensar en el Origen
del drama barroco alemán sin relacionarlo con el recientísimo
libro de Carl Schmitt, publicado en 1922, Teología política.
Cuatro lecciones sobre la doctrina de la soberanía. Pero hay algo
importante que los separa. A Walter Benjamin le fascinó el comunismo y viajó a Moscú para ver con sus propios ojos lo que
allí pasaba. Schmitt consideraba el parlamentarismo una pantomima que con sus pactos y discusiones hurtaba la verdadera
Política; le atraía el poder y en el comunismo veía, sin más, al
enemigo. Y no se puede olvidar que el primero murió, puede
decirse, a manos del segundo. Es un matiz nada desdeñable.
Sea como sea lo cierto es que desde hace poco más de una
década en España, y no solo aquí, no paran de editarse o reeditarse los textos del jurista nazi, siendo, de hecho, Ensayos sobre
la dictadura: 1916-1932, la edición más completa de sus trabajos sobre el tema del título y el “estado de excepción” aparecida
en ninguna lengua, incluida la alemana. Aunque quizás no
debiera sorprendernos tanto el éxito de un escritor poco sistemático, embaucador, arribista, moralmente impresentable y
católico ultraconservador si tenemos en cuenta los tiempos
que corren. Manuel Aragón, catedrático de Derecho Constitucional, en su Estudio preliminar a la edición (también de Tecnos) de Sobre el parlamentarismo, decía de él que, sobre todo,
fue un “implacable sofista”. Revestido de una especie de aura
autoproclamada de cientifismo, el teórico nacionalsocialista
hizo pasar mucha morralla ideológica reaccionaria por rigor
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analítico, mucha teología por filosofía, y mucha retórica por
ciencia. Sin embargo alcanzó a plantear algunas cuestiones
fundamentales para el Derecho y la política contemporáneas y
su obra puede ser considerada como la del “más controvertido
de los grandes autores de la teoría del Estado de este siglo (el
XX)”, como precisaba el mencionado Aragón. Y es que si es verdad que Schmitt nunca realizó algo así como una teoría general del derecho, lo que sí hizo constantemente fueron reflexiones en torno al poder, un tema postmoderno por excelencia,
junto a la desaparición del sujeto y los grandes relatos; es más:
Carl Schmitt dedicó todos sus esfuerzos intelectuales a reducir
el derecho, en vez de ir a su favor, y para justificar el poder, al
que se acogió con una inmediatez y un servilismo dignos de
mejor causa.
* * *
Nacido en Plattenberg, en la región alemana del Sarre, en
1888, fue hijo de una familia católica, con lo que ello implicaba
en unos años en que bajo la monarquía de los Hohenzollern y
bajo el mandato de Bismarck, entre 1871 y 1887, se habían proclamado diversas leyes y medidas contra la minoría católica en
lo que se denominó la Kulturkampf. Abandonando sus primeras inclinaciones hacia la filología se decantó finalmente por
los estudios de Derecho gracias a que un pariente corrió con
los gastos universitarios, cursando la carrera en las universidades de Berlín, Múnich y Estrasburgo entre 1907 y 1910.
Brillante alumno, se doctoró muy joven y pasó a redactar su
tesis de habilitación al tiempo que trabajaba como pasante de
un abogado y político católico, Hugo am Zehnhoff. Pero lo que
Lo que realmente decidió su rumbo fueron la
proclamación de la República Soviética Bávara
en Múnich.
realmente decidió su rumbo fueron la proclamación –tras dos
meses de caos después del asesinato de Eisner, fundador de la
República Popular Bávara, el 6 de abril–, de la República
Soviética Bávara en Múnich, donde se encontraba Schmitt, por
Ernst Toller: desarma a la burguesía, establece tribuales revolucionarios y crea el Ejército Rojo de Baviera. Luego llegaría la
represión. El hecho le produciría a Schmitt un visceral odio a
los bolcheviques y el comunismo. Y, al igual que a toda su generación, y a todo el pueblo, la Primera Guerra Mundial y la apabullante derrota. Si al comienzo no vio con buenos ojos el
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ascenso del partido nazi, luego le faltó tiempo para adherirse a
él, una vez llegado al gobierno, cuando Hitler es designado
canciller el 30 de enero de 1933 por el presidente Hindenburg,
a instancias de Von Papen, el ex canciller. Fue cómplice directo
de su barbarie colaborando de forma activa y conquistando
posiciones dentro de su jerarquía hasta su relativa caída en
desgracia en el 36, lo que no le impidió, estaba bien protegido,
continuar a sus anchas. Todo ello le supuso sentarse en el banquillo en Núremberg, aunque saliera absuelto, y su desnazificación implicó el retiro a su tierra natal y su alejamiento de la
universidad y el mundo académico. Como Heidegger, nunca
“rectificó” y su prestigio, sin embargo, fue paulatinamente aumentando, fuera y dentro de Alemania. Murió en 1985, aparentemente derrotado, pero la venganza es un plato, ya saben, que
se sirve frío. Y ahora, treinta años más tarde, volvemos a él. Su
figura no puede desligarse, sin embargo, de su época.
* * *
La República de Weimar (1918-1933) constituyó un breve
pero intensísimo periodo histórico –una especie de laboratorio– decisivo para el futuro no solo de Alemania, sino de Europa, y, por dramática extensión, de todo el mundo. En ella vieron la luz algunos de los fenómenos culturales más brillantes
de un siglo balbuceante, de unos años de vértigo, en los que el
arte y la cultura sufrirían una transformación cualitativa de la
que aún no nos hemos repuesto. Peter Gay en un libro ya clásico, La cultura de Weimar. Una de las épocas más espléndidas de
la cultura europea del siglo XX (Paidós, 2011) se aproximó a ese
momento para intentar poner de manifiesto, a partir de las
producciones culturales más sobresalientes de la época –pintura, novela, teatro, poesía, sociología, periodismo o cine– la
imbricación indisoluble entre lo que la vieja ortodoxia marxista denominara infraestructura y superestructura, esto es: iluminar el complejo proceso social que permite entender no sólo
la aparición de figuras descollantes, lo que tradicionalmente
llamamos genios, inevitablemente arraigados en su sociedad y
época, sino apreciar, de una forma global, la interdependencia
de fenómenos que la historiografía ha tendido a investigar
como elementos aislados y esencialmente autónomos dentro
de una totalidad que, sin embargo, sólo adquiere su justo sentido bajo una perspectiva más amplia. Su ensayo sobre
Weimar, articulado en capítulos con regusto psicoanalítico,
apoyándose en la lectura atenta de las obras contemporáneas,
la consulta de sociólogos tan brillantes como Krakauer, la interpretación de filósofos aciagos como Heidegger, y el seguimiento de diarios, memorias, periódicos o revistas, aunque
curiosamente no cite a Schmitt, consigue aportarnos una idea
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Fotografía escolar (1904). La persona del recuadro es Schmitt.
precisa de la turbulenta situación sociopolítica y económica de
una Alemania derrotada que afilaba sus garras. Aún así, los
años que transcurren entre 1919 y 1933 fueron años de una
exuberancia cultural solo comparable con la del París de la
belle époque, años en los que la modernidad tomaba conciencia de sí misma de forma crítica y reflexionaba sobre su propia
existencia, como Carl Schmitt hacía con el derecho, retorciéndolo hasta hacerlo irreconocible. La Guerra había sido saludada por muchos como una necesaria catarsis que despertaría a
la amodorrada sociedad germana. Algunos tuvieron que dar
marcha atrás, como Thomas Mann, que la recibió expectante,
que se declaraba apolítico en unos escritos reaccionarios y desconfiaba no sólo de su exaltado hermano Heinrich y de la
nueva república, sino que en 1919, en sus Consideraciones de
un apolítico (Capitán Swing, 2010), afirmaba: “Reconozco estar
profundamente convencido de que el pueblo alemán jamás
podrá amar la democracia por la sencilla razón de que no pue de amar la propia política, y que el muy desacreditado ‘Estado
autoritario’ es y sigue siendo la forma de gobierno apropiada al
pueblo alemán, la que le corresponde y la que, en el fondo,
desea. Para expresar esta convicción se necesita actualmente
cierta dosis de valor. Sin embargo con ella no solo no se expresa ninguna subestimación del pueblo alemán, en el sentido
intelectual o moral –pienso lo contrario–, sino que con ella
quedan totalmente indiscutidos, en sus derechos y perspectivas, su voluntad de poder y grandeza universal (que es menos
una voluntad que un destino y
una necesidad universal)”. Más
tarde se reconvertiría hasta ser
considerado el modelo del liberal europeo y culto, pero ahí
quedaba patente ese conglomerado ideológico que incluía
términos como pueblo, sangre,
destino, decisión, riesgo, etc.,
con los que Heidegger o Schmitt
harían malabares. La Guerra
que puso a la luz todas las contradicciones y las tensiones que
gravitaban en Europa, sin embargo, no había pasado en vano. La derrota alemana –1,8 millones de muertos y más de 4
millones de heridos–, agravada
por las cláusulas disparatadas
del Tratado de Versalles que imponían unas reparaciones económicas astronómicas y poco
realistas y una humillación moral a todo un pueblo, supuso
para sus ciudadanos, para sus artistas, para su burocracia, su
ejército y sus elites un terrible golpe que contribuiría a desarrollar un cáncer que pudriría Europa. El proletariado se organizaba, rugía reclamando sus derechos y aterrorizaba a una
burguesía que veía llegar de oriente la amenaza del bolchevismo. Las masas y el comunismo, esas bestias negras del conservadurismo y el liberalismo, habían dejado de ser un fantasma
Ya no había Estado de Derecho: había un líder
carismático que tomaba, por “aclamación
democrática”, las grandes decisiones.
que recorría Europa y ahora se encarnaban con banderas rojas
alzándose contra sus opresores, y sus futuros mártires eran asesinados como perros por los traidores. La derecha no perdía
tiempo: reaccionaba sin piedad, se organizaban escuadrones
amparados por el gobierno e imponían su ley. Tras el desencadenamiento de la revolución espartaquista, posteriormente
aplastada a sangre y fuego por el impertérrito Noske y los mercenarios del Freikorps, el gobierno provisional del consejo de
los comisarios del pueblo, presidido por el socialdemócrata
Ebert, convocaba elecciones a una Asamblea nacional consti-
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tuyente el 19 de enero de 1919, encargada de articular las instituciones de la república proclamada por el también socialdemócrata Philipp Scheidemann el 9 de noviembre del año anterior. Todo ello muy razonable, tal como lo interpreta Horst
Möller en su tendencioso y excelentemente documentado
libro La República de Weimar (Antonio Machado Libros, 2012).
La Asamblea, reunida en Weimar el 6 de febrero, elegía a Ebert
presidente del Reich y preparaba entre el 24 de febrero y el 31
de julio la constitución que sería ratificada el 11 de agosto. Su
composición daba cuenta de la fractura política del país. El
Partido Socialdemócrata obtuvo 11,5 millones de papeletas, lo
que significaba 163 escaños de los cuatrocientos veintiuno en
juego. El más desfavorecido fue el Partido Popular, creado por
Gustav Stresemann, futuro canciller, y acaudalados derechistas, que cosechó 21 escaños por 1,5 millones de votos. En la
Asamblea no solo se votó la constitución, también se aceptó, el
22 de junio, el ominoso tratado de Versalles, una asunción que
no tardaría en pagar muy cara, aunque no fuera esta la única
causa de su derrota. La constitución aprobada, en la que mucho tuvo que decir Otto Preuss, uno de los fundadores del
Partido Demócrata, y a la que no dejaría de dar vueltas, como
un lobo tras su presa, Schmitt entre otros, tuvo que lidiar con
los peliagudos problemas territoriales, con la cuestión social y
con el modelo de Estado. El resultado fue una república federal, el Reich, compuesta por diecisiete Länder que, si bien reservaban al Reich importantes competencias, conservaban sus
Schmitt se afiliaba al partido nazi y era nombrado
por Göring miembro del Consejo de Estado
prusiano.
asambleas y sus gobiernos se veían representados en el
Reichsrat de forma proporcional a su población. Si el Reichstag
ostentaba el poder legislativo, al Reichsrat le competía poder
diferir la aplicación de las leyes. El ejecutivo recaía en el presidente de la república, quien designaba al canciller, responsable de su actuación ante el Reichstag. Al jefe del Estado se le
reservaban, sin embargo, capacidades que no dejarían de ser
polémicas y en las que juristas como Carl Schmitt incidirían
con aciagas consecuencias: estaba escribiendo el manual de
cómo acabar con una democracia. Podía disolver el parlamento si así lo decidía, y convocar un referéndum; además le
respaldaba el ejército para meter en cintura a algún posible
Land díscolo, y, según el controvertido artículo 48, estaba
facultado para suspender los derechos fundamentales si “la
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Göring
seguridad y el orden público se vieran gravemente alterados o
amenazados”. Más adelante el dichoso artículo sería todo lo
que quedara de la impotente constitución. Para compensar
esa discrecionalidad se estipularon algunas medidas “democráticas” de control, reforzadas por los Grundrechte, los derechos fundamentales, que reconocían demandas sociales básicas. La república de Weimar ansiaba convertirse en un régimen parlamentario, democrático y social, es decir, un Estado
de Derecho, aunque pronto evolucionó hacia un modelo presidencialista protagonizado por una incontrolable inestabilidad política (diecinueve gobiernos se sucedieron en el poder)
que, acosado por los nacionalistas y las devastadoras crisis
económicas, finalmente, a golpe de decreto y de disoluciones
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del Reichstag (en 1928, 1930, 1932 y 1933), acabó en manos de
quien menos debía: Hitler.
* * *
Ya no había, por tanto, Estado de Derecho: había un líder
carismático que tomaba, por “aclamación democrática”, las
grandes decisiones. Hacía, de verdad, Política. La excepción iba
a ser la norma y Carl Schmitt se había encargado de darle a
todo ello legitimidad jurídica y teórica: filosófica. “El Führer
protege el derecho”, escribe el 1 de agosto de 1934 en el
Deutsche Juriste Zeitung, justificando los asesinatos del jefe de
las SA, Röhm, y de otros miembros de la organización así como
de Schleicher, el antiguo canciller, en “La noche de los cuchillos
largos”. La explicación jurídica venía dada por una ley posterior
a los hechos, aprobada por el propio gobierno, cuyo único artículo rezaba así: “Las medidas ejecutadas el 30 de junio y el 1 y
2 de julio para la represión de los atentados de alta traición son
conformes a derecho en defensa del Estado”. Tiene sentido,
pues, como ya había escrito Schmitt el 13 de julio: “El Führer
protege el derecho frente al peor abuso, cuando en el instante
del peligro gracias a su liderazgo crea como juez supremo directamente derecho”. Y añade: “En verdad la acción del Führer
fue pura acción judicial. Ella no está sujeta a la justicia, sino
que fue por sí misma justicia suprema”. Con dos cojones.
“Soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Así
abría su Teología política. Y ahí cabía todo. Lo demás es espeluznante historia, pero una historia nada sencilla que llega con
muy buena salud, como se puede ver, hasta hoy. No es extraño
que Eric D. Weitz subtitulara su imprescindible libro sobre la
Alemania de la época “Presagio y tragedia”. Así fue. Schmitt
participó en los debates que cuestionaron la constitución
republicana de Weimar, publicada en español por Tecnos en
2010, editada por Walter Jellinek, Ottmar Buhler y Constantino
Bornati, y formó parte de ese grupo de juristas ocupados en
moldear un derecho que, con el cambio de siglo y todas las vicisitudes que lo acompañaron, se replanteaba su esencia, su
función y su sentido. Solo que Schmitt lo hacía en términos
heideggerianos, como Heidegger parecía filosofar en términos
schmittianos. Y confluían en sus filias y sus fobias.
El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres
corolarios (Alianza, 2014) –acompañado por la esclarecedora
introducción de Rafael Agapito– es una excelente forma de
aproximarse a la obra del de Plettenberg, pues en él no hay tecnicismos ni sutilezas conceptuales ni trabajo historiográfico,
sino que es un libro de divulgación publicado en 1932, que se
reeditaría en el 63 con un nuevo prólogo en el que el autor reafirmaba la exactitud de sus hoy ya populares tesis: la fundamentación de la política en la distinción sumaria amigo/ene-
migo. El autor, como tantas otras veces, asegura ser ajeno a
cualquier partidismo, como apolítico era Thomas Mann, elaborando un trabajo de “carácter estrictamente didáctico” cuyo
único objetivo es “encuadrar teóricamente un problema
inabarcable”. El propio Schmitt lo introduce así: “Se trata, en
otras palabras, de establecer un marco para determinadas cuestiones de la ciencia jurídica con el fin de poner orden en una
temática confusa y hallar así una tópica de sus conceptos. Es un
trabajo que no puede comenzar con determinaciones intemporales de la esencia de lo político, sino que tiene que empezar por
fijar criterios que le permitan no perder de vista la materia ni la
situación. De lo que se trata fundamentalmente es de la relación y correlación de los conceptos de lo estatal y de lo político
por una parte, y de los de guerra y enemigo por la otra, para de
este modo obtener la información que unos y otros puedan
aportar a este dominio conceptual”. Poner orden y establecer
criterios, aunque poco importe que los criterios establecidos
sean poco menos que arbitrarios y nunca justificados teóricamente. El resultado práctico fue que Schmitt se afiliaba el 1 de
mayo de 1933 al partido nazi y era nombrado por Göring miembro del Consejo de Estado prusiano. Las afinidades heideggerianas son evidentes y la jerga empleada es prácticamente la
misma. Los argumentos no son en realidad nuevos, sino que
continúan un proyecto que su autor había estado fraguando en
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EL VIEJO TOPO
Ensayo
José Luis Monereo Pérez
Los fundamentos de la
democracia
La Teoría Político Jurídica de
Hans Kelsen
Hans Kelsen no es sólo uno de los grandes juristas del siglo veinte,
sino también uno de los más importantes iuspublicistas de ese
convulso siglo. Su influencia ha sido extraordinaria en todo el
siglo, y en el nuevo siglo XXI continúa desplegando esa influencia y
concitando un gran interés en la teoría política y jurídica. El
pensamiento de Kelsen ha sido contemplado de ordinario desde
una perspectiva excesivamente unilateral como teórico del
Derecho, pero se olvida fácilmente que nunca dejó de interesarse
por los problemas de la teoría política.
José Luis Monereo Pérez
Modernidad y capitalismo
Max Weber y los dilemas de la
Teoría Política y Jurídica
La modernidad y el capitalismo, por más que estén
inevitablemente relacionados, son dos procesos históricos
diferenciados. Basta reparar que en la tradición de la modernidad
coexisten proyectos e ideologías divergentes, desde los mismos
orígenes, señaladamente, liberalismo y socialismo, ambos
conjugados en plural. De ahí el carácter internamente
contradictorio y ambivalente del proyecto de la modernidad.
Bajo la influencia de Marx, Weber había tomado en consideración
los factores económicos, pero tenía una especial preocupación
por indagar sobre cómo las ideas se convierten
en fuerzas efectivas en la historia.
Montesinos
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ideología
el marco del pensamiento conservador/reaccionario de la
Alemania de los años precedentes. El modelo político de
Schmitt es, en realidad, la Iglesia católica, como había dejado de
manifiesto casi diez años antes, en 1923, en Catolicismo romano y forma política (Tecnos, 2011), y en 1922 en su Teología política (Trotta, 2009), hasta el punto de que, en 1969, al final de su
carrera teórica, sigue abundando sobre el tema en Teología política II. La leyenda de la liquidación de toda teología política, en
su intento de transferir la forma política y jurídica de la Iglesia
al Estado. Pero tras el Vaticano II comprobaba que ya ni sus más
sólidos fundamentos permanecían firmes. Como señala con
precisa metáfora José Luis Villacañas en el magnífico estudio de
la obra que acompaña la edición de Trotta, “en el instante de
morir teóricamente, Schmitt analiza la flecha que lo había
matado”, y esa flecha tiene un recorrido que pasa por Barion,
Erik Peterson, Weber, San Agustín y Blumenberg. Por fin Carl
Schmitt parecía quedarse solo. Pero eso era a finales de los años
’60. Entre 1916 y 1932 escribió un buen puñado de textos sobre
la dictadura que ha recogido e interpretado con lucidez José Mª.
se habían formado en el excelente sistema educativo alemán del
que disfrutaban las clases dirigentes. La idea de que la política de
esa derecha, en términos generales, y del nazismo en particular,
fue la cristalización de las disquisiciones de una elite materialista que velaba por sus propios intereses, apoyada por un grupo de
desalmados y canallas, es una de las principales mistificaciones
que han conseguido imponerse durante décadas. Si bien es cierto que, en muchos casos, los conservadores revolucionarios alemanes eran pensadores y escritores serios, no por eso dejaban
de ser rabiosamente antidemocráticos y, en muchos, aunque no
en todos los casos, antisemitas”. Carl Schmitt era ambas cosas,
como demuestran los textos que ahora comentamos, su alabanza de las Leyes de Núremberg o su artículo “La ciencia jurídica
alemana en lucha contra el espíritu judío”, en el que propone,
como lo denomina Ramón Campderrich Bravo en su estudio
preliminar de Catolicismo romano y forma política, una “guetificación” de los libros escritos por judíos. Lo que nos conduce al
“La acción del Führer fue pura acción judicial. Ella
no está sujeta a la justicia, sino que fue por sí misma
justicia suprema”.
Baño León en Ensayos sobre la dictadura. En ellos vemos articularse el pensamiento de Schmitt en torno a un tema central de
la política del siglo XX y asistimos a los desafueros de su autor y,
también, igual que en el resto de sus obras, a la inquietante
perspicacia del pensador alemán para detectar las grietas de la
democracia parlamentaria, de la tradición liberal y de la modernidad. Unas grietas que se transformaron en auténticos acantilados por los que se despeñó la historia empujada por una
camada de intelectuales antiilustrados y racistas. Como acertadamente escribía Weitz en el ya mencionado La Alemania de
Weimar (Turner, 2009): “Los ‘conservadores revolucionarios’,
como se los llamaba en la década de 1920, desempeñaron un
papel fundamental en el desarrollo de los esquemas ideológicos
de la derecha. Como el oxímoron que encierra ese apelativo,
respetaban algunos de los dogmas conservadores a la vieja
usanza, como el respeto al orden jerárquico y la querencia por
un gran líder, pero no por eso dejaban de lado los métodos
modernos que ponían en sus manos la tecnología, la propaganda y la fuerza de las movilizaciones populares. Muchas de sus
figuras más eminentes –Edgar Jung, Martin Spahn, Carl Schmitt,
Oswald Spengler, Ernst Jünger– eran intelectuales brillantes que
interrogante inicial: ¿a qué se debe el éxito actual de Carl
Schmitt? La crisis clamorosa del modelo democrático liberal, la
relación entre violencia y poder, el debate sobre el poder constituyente, la supuesta deslegitimación de todo “gran relato”, ayudan, sin duda, a la recuperación de ese habilísimo sofista que fue
Carl Schmitt en su “destrucción del derecho, mediante la entronización exclusiva del orden”, como escribe Baño León. Lo que
nos obliga a estar muy atentos, para aprender sus lecciones, desmontar sus argumentos y revertir sus efectos. Villacañas lo resumía con su habitual habilidad al final de un espléndido ensayo
titulado “Crítica de la teología política”, uno de los dos con que
contribuía a Los filósofos y la política (Fondo de Cultura Económica, 1999), los mejores del libro: “Una teoría de la modernidad, si quiere ser al mismo tiempo una crítica de la teología política, tiene que ofrecer las bases para pensar de una forma radical
una política democrática”. Y para ello hay que enfrentarse, entre
otros, a Carl Schmitt. Aunque, algunas veces, nos sorprenda,
como titulara un viejo nº de la revista Archipiélago, “la inquietante lucidez del pensamiento reaccionario” ■
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