Poderosos - Casa Nacional del Bicentenario

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TEMAS DE HISTORIA ECONÓMICA, POLÍTICA, SOCIAL Y
CULTURAL DE LA ARGENTINA
Este trabajo fue realizado en el marco del Instituto de Estudios Históricos, Económicos,
Sociales e Internacionales (IDEHESI), Unidad Ejecutora del Conicet y del Instituto de
Investigación de Historia Económica y Social de la Facultad de Ciencias Económicas de
la Universidad de Buenos Aires.
Coordinador:
Mario Rapoport1
Colaboradores:
Ricardo Vicente2
Noemí Brenta3
Eduardo Madrid4
Pablo López5
Coaboración en adaptación de textos para la exposición, y elaboración de textos
adicionales:
Alfredo Zaiat
Julio Férnandez Baraibar
ÍNDICE
Introducción: Los modelos económicos en la historia del país
1. Del Virreinato a 1880
- El Virreinato y la reorientación hacia el Atlántico
- Las instituciones virreinales
- Los gobiernos patrios y la hegemonía de los hacendados
- El librecambio y el predominio de los comerciantes británicos
- El Tratado de Libre Comercio con Gran Bretaña de 1825
- Las guerras de la Independencia.
- Las guerras civiles
- La generación de la organización nacional y sus políticas
- La generación del 80 y la constitución del Estado
2. La propiedad de la tierra
- El latifundio en la pampa húmeda
- Campañas del desierto
- La Ley de Enfiteusis
1
Licenciado en Economía Política de la UBA y doctor en Historia de la Universidad de París.
Investigador superior del Conicet y profesor titular consulto de la UBA.
2
Licenciado en Sociología de la UBA y ex docente de la UBA.
3
Doctora en Economía de la UBA y profesora adjunta de la UBA.
4
Magíster en Historia Económica y de las Políticas Económicas de la UBA y profesor adjunto de la UBA.
5
Magíster en Historia Económica y de las Políticas Económicas de la UBA y profesor adjunto de la UBA.
1
-
La renta de la tierra
Formas de tenencia de la tierra
La comparación con los farmers canadienses y norteamericanos.
Grandes fortunas de estancieros: la familia Martínez de Hoz
Grandes fortunas de estancieros: los Braun Menéndez Behety
3. Dos siglos de evolución de la deuda externa argentina
- Un ejemplo histórico: el empréstito Baring
- La evolución de la deuda externa (1824-1943)
- La evolución de la deuda externa (1943-1972)
- La expansión del endeudamiento externo en las últimas décadas (1973-2010)
4. Etapas, ciclos económicos y crisis financieras
- Etapas y modelos económicos
- La etapa agroexportadora
- El proceso de industrialización
- El modelo rentístico-financiero
- Ciclos, crisis económicas y endeudamiento externo
5. El mito del granero del mundo
- Sueños de grandeza
- La tierra del estanciero
6. Las crisis del período agroexportador
- La crisis de 1873
- La crisis de 1885
- La crisis de 1890
- La crisis de 1913
- La crisis de 1930
7. Las grandes crisis contemporáneas
- La crisis de 1981
- La crisis de 1989
- La crisis de 2001-2002
- La crisis de 2007-2009
8. La inmigración
- Un país europeo en América Latina
- Los ensayos colonizadores
- La inmigración masiva
- Las migraciones internas
- La inmigración de posguerra
- La inmigración de los países limítrofes
9. Los estudios económicos en la Argentina y los economistas del siglo XIX
- Los estudios económicos en la Argentina: una mirada histórica
− Los economistas del siglo XIX
2
10. Dos visiones del país
- Proteccionismo-libre cambio
- La representación de los hacendados
- El plan de operaciones
- Polémica Ferré-Roxas Patrón
- La Ley de Aduanas de Rosas
- Polémica por la Ley de Aduanas 1875-76
- De Alberdi a Roca y Juárez Celman: el liberalismo
- Los años 30 y el Pacto Roca-Runciman
- Consejo de Posguerra - Informe Armour
- La eterna opción industria-agro
11. Civilización y barbarie
- Cosmovisiones enfrentadas
- La oligarquía
- Lujos y privilegios
- Pobreza e indigencia
- Racismo y cambio de la base poblacional
- Las clases medias
- Los “cabecitas negras”
- El populismo: una “anomalía” periférica
12. Proceso de industrialización
- La industria en el modelo agroexportador
- La comparación con Canadá
- La sustitución fácil de importaciones
- Estrangulamientos externos, crisis de balanza de pagos
- La sustitución compleja de importaciones
- La comparación con Brasil
- La reindustrialización
- La desindustrialización
13. Desarrollo agropecuario
- La agricultura y la ganadería colonial
- Los saladeros
- El ciclo lanar
- La evolución de las economías del interior
- Los frigoríficos
- La guerra de las carnes
- El debate sobre las carnes
- La expansión agroexportadora
- El caso de La Forestal
- La conformación de la pampa húmeda
- La crisis del modelo agroexportador
- Las juntas reguladoras y el IAPI
- La comparación con otros países
- Las transformaciones del campo: tecnificación y contratistas
- La sojización
- Las economías regionales: la situación presente
3
14. Elites y comportamientos sociales
- La cultura de elite
- La cultura de la imitación
- Estilos artísticos y arquitectónicos
- Lo mejor es lo de afuera: el gobierno off shore
15. Pensamiento económico y economistas en la Argentina en el siglo XX
- El pensamiento económico en el siglo XX
- Ministros, funcionarios e instituciones influyentes en la economía argentina
16. Capital-interior (provincias)
- El impacto del orden virreinal
- Unitarios vs. federales
- La “organización nacional”
- El esquema de coparticipación
17. Los pueblos originarios
- Antes de la Colonia
- En la época virreinal
- Luego de la independencia
- En la actualidad
18. Recursos naturales
- Tierra
- Petróleo y gas
- Minería
- Pesca
- Recursos forestales
- Agua
- Turismo
19. La integración del territorio nacional
-El ferrocarril
- La pugna por el gran puerto
- El país abanico
- La red vial
- El correo
- Aerolíneas Argentinas
20. El movimiento obrero
- El siglo XIX
- Los comienzos del siglo XX
- La Ley de Residencia
- Las divisiones en el movimiento obrero
- El sindicalismo en los años treinta
- El sindicalismo peronista
- La resistencia sindical
- Sindicalismo, militares y democracia
- El sindicalismo de izquierda
- Los efectos de la represión y la desindustrialización
4
- La burocracia sindical
- Los nuevos movimientos sindicales
21. Empresas, empresarios y corporaciones empresarias
- La Sociedad Rural Argentina
- La Unión Industrial Argentina
- La Bolsa de Comercio
- La Federación Agraria Argentina
- La Confederación General Económica
- La extranjerización de la economía y las empresas trasnacinonales
- ¿Existe una burguesía nacional?
22. De los conflictos a la integración latinoamericana
- La guerra argentino-brasileña
- La guerra de la Triple-Alianza
- El ABC
- ALALC-ALADI
- Las relaciones con Brasil
- Las relaciones con otros países vecinos
- Los proyectos de integración
- El Mercosur
- La Unasur
23. Transporte y comunicaciones
- Tranvías
- Subtes
- Colectivos
- Industria automotriz
- Telecomunicaciones
24. Empresas públicas y privadas
- Las empresas de servicios públicos
- Las empresas estatales del complejo industrial-militar
- Las nacionalizaciones
- Las privatizaciones
- Las empresas privadas. El capital extranjero y la concentración
- Los conglomerados
- Los medios de comunicación y los grupos empresarios
- Las concentraciones monopólicas: un ejemplo
25. La inflación
- La inflación y sus causas
- La inflación durante la etapa agroexportadora
- La inflación en la segunda posguerra. Los planes de ajuste
- La etapa de alta inflación y las dos hiperinflaciones
- La convertibilidad y su crisis: el cambio de modelo
- Keynes y la inflación
- Los efectos monopólicos sobre la inflación A través de un cuadro
- La evolución de la inflación en la historia argentina A través de dos gráficos
5
26. El sistema monetario y bancario
- El siglo XIX
- El siglo XX
- El siglo XXI
- Las relaciones con el FMI
27. El rol del Estado
- Acerca del rol del Estado y el nacimiento del intervencionismo estatal
- La necesidad de nacionalización a mediano y largo plazo
- La cuestión tributaria y fiscal
- El Estado de Bienestar: una comparación con Australia
- Regulación vs. desregulación
- La privatización del sistema previsional
- La demonización del Estado
- El fin de las AFJP
- Ciencia y tecnología
- Universidades y enseñanza pública
28. La cuestión social
- Siglo XIX
- Informe Bialet-Massé
- Semana Trágica
- La Patagonia Rebelde
- El 17 de Octubre
- El Cordobazo
- La represión procesista
- La fragmentación social y espacial
- 2001: los piqueteros
- 2001: la rebelión de los ahorristas o la épica del medio pelo porteño
- Los movimientos sociales
- Las condiciones sociales de vida y la distribución del ingreso
29. Relaciones económicas y políticas internacionales
- Las relaciones pos-independencia
- Las cuestiones fronterizas
- Comercio exterior y movimiento de capitales en el siglo XIX
- La relación anglo-argentina
- Las doctrinas Calvo y Drago
- La Primera Guerra Mundial
- Las relaciones triangulares
- La Segunda Guerra Mundial
- La posguerra
- El fin de las relaciones privilegiadas con Gran Bretaña
- Las relaciones con la URSS
- Las relaciones con Latinoamérica
- La tercera posición
- Las relaciones con Estados Unidos
- La seguridad continental
- Las relaciones con Europa
- Las relaciones con el Tercer Mundo
6
- La cuestión de las Malvinas
- La ubicación de Argentina en el mundo y la globalización
- Los efectos de la crisis mundial
30. La cultura popular
- El Martín Fierro y los criollos
- Los inmigrantes y la diversidad cultural
- El tango: nacimiento y difusión
- El tango testimonial
- El cine testimonial
- Lo popular y lo social en la plástica
- El teatro popular
- El teatro en tiempos de cólera
- Vanguardias literarias y literatura testimonial
- El rock nacional
Apéndice
- Visiones diferentes del país
- Otras citas
7
Introducción
En la Argentina existieron distintas etapas en su desarrollo económico, político,
social y cultural, y diversos temas cruciales que atraviesan su historia. Los textos que se
exponen a continuación no tienen el objeto de ser exhaustivos; constituyen más bien una
síntesis, en algunos casos más amplia que en otros. Para el análisis de la historia
económica argentina existe una amplia bibliografía que adjuntamos al final, a la que los
visitantes de la exposición pueden recurrir. Aquí se pretende trazar un panorama general
sobre algunos de esos temas, a modo de introducción a los mismos y a la problemática
planteada en la exposición, que recorre doscientos años de avances y retrocesos en la
economía del país. Para facilitar su comprensión comenzaremos exponiendo los rasgos
principales de los modelos de desarrollo que caracterizaron el devenir de esa economía.
Empecemos por analizar algunas de las características del modelo
agroexportador que existió primordialmente entre 1880 y 1930. Resulta innegable la
importancia que tuvo para el crecimiento durante este período la exportación de
alimentos y materias primas. Pero la riqueza agropecuaria estaba basada en una
estructura de propiedad de la tierra en pocas manos y con altas ganancias, al tiempo que
se requería un fuerte endeudamiento para obtener los capitales y las manufacturas
necesarias en el exterior. La dependencia en este sentido de las metrópolis de aquel
entonces dio lugar a profundas crisis financieras. A su vez, el crecimiento de la
economía no produjo una mayor igualdad de ingresos y las condiciones de vida de la
población dependieron de lo que se conoce como efecto “derrame” y no de políticas
sociales.
En el período de industrialización por sustitución de importaciones entre 1930 y
1975, a diferencia del esquema anterior, el núcleo dinámico del desarrollo lo constituyó,
aun con falencias e inestabilidad política y económica, la industria orientada al mercado
interno, y hubo una mayor intervención del Estado en la economía. En lo que respecta a
las condiciones de vida, el crecimiento económico fue acompañado por un desarrollo
social mucho más incluyente, especialmente durante el primer peronismo, con una alta
participación de los asalariados en el ingreso nacional y escasos niveles de
desocupación.
A partir de 1976 prevaleció un modelo rentístico-financiero y nuevamente
agroexportador. Los capitales internacionales ingresaron a nuestra economía en busca
de ganancias rápidas aprovechando políticas de apertura irrestricta. En los años noventa
se agregó también la compra de activos estatales a precios irrisorios. Bajo este esquema,
el funcionamiento de la economía argentina quedó fuertemente atado al endeudamiento
externo y al mantenimiento de un tipo de cambio fijo y convertible. Pero las
condiciones de vida de la mayor parte de la población se vieron drásticamente
deterioradas –desempleo, pobreza, marginación social– y se desembocó en la peor crisis
económico-social de la historia argentina en 2001-2002.
Desde 2003 se asistió a un modelo de crecimiento diferente, basado en el ahorro
nacional, mientras que el desarrollo del sector industrial permitió una nueva expansión
del mercado interno. Esto fue un factor principal de las altas tasas de crecimiento del
PIB junto con la situación favorable en el sector externo por la mejora en los términos
del intercambio. El Estado volvió a recuperar un rol destacado y se produjeron fuertes
superávits fiscales primarios. La política de desendeudamiento, con el canje de la deuda
y el pago al FMI, constituye otra característica clave que permitió atravesar sin muchos
problemas la actual crisis económica y financiera mundial. Las inversiones públicas y
privadas y la reindustrialización produjeron una fuerte disminución del desempleo; las
8
medidas sociales –aumento de salarios y jubilaciones, Asignación Universal por Hijo y
otras– mejoraron las condiciones de vida y la distribución del ingreso, y se realizó una
necesaria política de reivindicación de los derechos humanos. Se abre paso un nuevo
camino en la economía argentina, aunque aún quedan tareas pendientes por realizar,
especialmente encarar políticas de largo plazo que afiancen y profundicen el actual
proceso de desarrollo.
9
1. Del Virreinato a 1880
El Virreinato y la reorientación hacia el Atlántico
En la segunda mitad del siglo XVIII, los Borbones de España emprendieron una
reorganización política, económica y administrativa que transformó la región del Río de
la Plata. De las reformas borbónicas, particularmente dos decisiones de Carlos III
transformaron Buenos Aires:
1) La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776.
2) El Reglamento y Aranceles Reales para Comercio Libre de 1778, que abrió el
comercio recíproco y libre entre 19 puertos americanos (entre ellos el de Buenos Aires)
y 14 españoles, suprimió el monopolio de Cádiz y el sistema de flotas y galeones. Este
Reglamento fue precedido por un “auto inmortal” del primer virrey, Pedro de Cevallos,
que declaraba libre el comercio del Río de la Plata con la península y las demás
colonias, abriendo sus puertos a las naves mercantes españolas y permitiendo la franca
introducción de mercaderías ultramarinas a Chile y el Perú.
El del Río de la Plata fue el último virreinato creado por la corona española y
trató de resolver dos problemas: por un lado, las fallas en las funciones gubernamentales
del Perú para atender las necesidades internas de las colonias, consolidando el
monopolio hispano sobre el comercio colonial y procurando incrementar los recursos
fiscales de la corona; por otro, razones estratégicas y económicas (conflictos con
Portugal, particularmente alrededor de Colonia del Sacramento, y enfrentar la
hegemonía británica).
Buenos Aires fue designada capital del nuevo virreinato, que así desplazó a Lima
en el control de las regiones interiores del país. La nueva capital consolidó su fuerza
económica merced a su condición de ciudad portuaria, sede de un comercio muy activo
y centro político del Virreinato. Merced a una decisión de la corona y no como resultado
de su propio desarrollo, Buenos Aires se convirtió en centro mercantil del cono sur,
centro de poder administrativo y único puerto habilitado para comerciar con la
metrópoli y para la exportación del metálico del Alto Perú, lo que aumentó
sustancialmente los volúmenes del intercambio.
Como consecuencia de las reformas borbónicas, el Río de la Plata inició su
integración al mercado mundial y, de esta manera, España preparó sus dominios para
que Gran Bretaña, la metrópoli que iniciaba la Revolución Industrial, los aprovechara
ulteriormente. Asimismo, se sentaron las bases para que, con el tiempo, se desarrollara
la hegemonía de Buenos Aires y se impusiera sobre el resto de las provincias que
conformarían la futura República Argentina.
Las provincias del interior –orientadas hasta entonces hacia el Norte, hacia el
Pacífico– pasaron a hacerlo hacia el Atlántico y a transformarse en una zona de tránsito
entre Buenos Aires y el Potosí. Una élite comercial controlaba algunos de los pueblos
del interior que a la vera de ese camino constituían núcleos de enlace. Algunos, como
Salta, con más éxito debido al control de las actividades comerciales de la región y las
derivadas del intercambio entre el Alto Perú y el Litoral, como la provisión de mulas y
ganado vacuno. En Tucumán, la actividad giraba alrededor de artesanos y comerciantes,
proveedores de carretas, artículos de madera, cuero, ganado y productos agrícolas. Por
su parte, en Córdoba, centro geográfico de las dos grandes regiones, sobrevivieron la
tejeduría doméstica en el Norte y el Oeste mientras que en el Sur comenzó a
desarrollarse la ganadería extensiva. Santiago del Estero no abandonó la situación de
pobreza, con pocos recursos naturales, asediada por los indígenas y obligando a sus
hombres a convertirse en los primeros migrantes internos.
Por su lado, los centros ubicados en las márgenes del camino a Potosí se vieron
10
afectados por el Reglamento de Libre Comercio de 1778. Por ejemplo, Catamarca y San
Juan no pudieron competir con los precios de los productos importados como frutas
secas, vinos y aguardiente. En cambio, Mendoza se defendió mejor por su ubicación
geográfica en la ruta Buenos Aires-Chile, por donde enviaba ganado en pie. En líneas
generales, la prosperidad de las provincias del interior, no afectadas por el comercio
libre, pasó a depender del Litoral, con el que estaban unidas físicamente por una
estrecha franja de tierra expuesta a las incursiones de los indígenas.
Las instituciones virreinales
En el plano político, los Borbones introdujeron el sistema de intendencias en los
distintos virreinatos. Con esta medida, básicamente destinada a administrar más
rigurosamente y eficientemente las colonias, buscaron centralizar y mejorar las
estructuras de gobierno; crear una maquinaria económica y financiera más eficiente;
defender el Imperio de las demás potencias y restaurar la integridad y el respeto hacia la
ley en todos los niveles de la administración. Fueron creadas ocho intendencias y dentro
de las mismas, en las regiones limítrofes con las colonias portuguesas, se crearon cuatro
gobernaciones militares subordinadas al virrey. Los intendentes, nombrados por el rey
pero subordinados al virrey, desempeñaban funciones de justicia, hacienda, policía y
guerra. Durante el régimen de intendencias ganaron influencia los cabildos, que
reclamaron mayor participación en los gobiernos locales y asumieron responsabilidades
municipales.
En 1778 se creó la Real Aduana de Buenos Aires, a través de la cual se canalizó
el creciente comercio de cueros y el metálico proveniente de Potosí, fuente de la plata
en proceso de agotamiento. Los ingresos aduaneros se destinaron fundamentalmente a
las finanzas del Virreinato.
En 1794 se creó el Consulado de Buenos Aires para la protección y fomento del
comercio, la agricultura y la industria. Integrado por comerciantes y hacendados, fue el
ámbito donde se enfrentaron los partidarios del monopolio español y los de la libertad
de comercio. Uno de sus secretarios, Manuel Belgrano, comenzó a destacarse
difundiendo las ideas liberales de los fisiócratas y, en menor medida, las de Adam
Smith. Preocupado por el rol subordinado de la agricultura dentro una economía
bonaerense rudimentaria basada en el latifundio ganadero, en junio de 1810 señaló que
la situación de los agricultores se debía a “la falta de propiedades de los terrenos que
ocupan los labradores; éste es el gran mal de donde provienen todas sus infelicidades y
miserias, y de que sea la clase más desdichada de estas Provincias, debiendo ser la
primera y más principal que formase la riqueza real del Estado…”.
Los gobiernos patrios y la hegemonía de los hacendados
El poder y enriquecimiento que adquirió la élite comercial y ganadera porteña
terminó adecuando el país al proyecto político y económico gestado desde el puerto y su
hinterland. Se formó un grupo de comerciantes muy rico, cuyas actividades se
extendieron por todo el ámbito virreinal y afianzaron su predominio en la sociedad
colonial porteña. Junto a los hacendados o estancieros conformaron la cúpula de la
sociedad virreinal.
Producido el movimiento de mayo de 1810, una vez desmantelado el monopolio
comercial español, la Primera Junta patria se apresuró a liberalizar el comercio. Según
el historiador canadiense H. S. Ferns, “Las inmediatas consecuencias económicas del
acto político del 25 de mayo fueron [que]… dentro de los tres días, la prohibición de
comerciar con los extranjeros fue anulada, dentro de la quincena, el impuesto a la
11
exportación de cueros y sebo fue reducido del 50 al 7,5%, y dentro de las seis semanas
la prohibición de la exportación de metálico fue dejada sin efecto”.
Al igual que durante la administración virreinal, la principal fuente de recursos
del nuevo gobierno eran los impuestos aduaneros. Sin embargo, esos recursos
resultaban insuficientes para las necesidades de la guerra revolucionaria contra el poder
español. En consecuencia, el Estado buscó superar las penurias financieras por la vía de
las contribuciones extraordinarias en dinero, en especies y de esclavos. Esta política
afectó las estructuras económicas existentes debido a que dichas contribuciones
afectaron particularmente al comercio urbano y no fueron soportadas en forma pareja
por todos los sectores. En consecuencia, la política fiscal del gobierno revolucionario
aceleró la crisis de las estructuras mercantiles tradicionales.
Por el contrario, los hacendados, beneficiados por la franca apertura de los
mercados externos para sus productos, y las fuerzas socioeconómicas ligadas a ellos,
consolidaron su poder hegemónico.
El librecambio y el predominio de los comerciantes británicos
El impulso otorgado al librecambismo por el gobierno patrio terminó liquidando
la estructura comercial tradicional. En cambio, las medidas tomadas en ese sentido
fortalecieron al nuevo centro económico británico que, a través de sus representantes,
pasó a dominar el mercado interno con sus capitales, sus métodos de comercialización
más flexibles y su rápida adaptación a las cambiantes situaciones que afrontaba la
región. La competencia británica perjudicó a los comerciantes porteños y peninsulares y
las sangrías impuestas por el Estado no hicieron más que agravar su situación.
La gravitación de los comerciantes británicos excedía el terreno económico.
Según el mencionado Ferns, refiriéndose a la creación en 1811 de la Cámara de
Comercio Británica, “poca duda debe caber de que durante esta etapa de formación la
capacidad de los ingleses, no sólo para cooperar y resolver los detalles diarios de sus
negocios, sino para encarar los más amplios y complejos problemas políticos. Fue una
fuente de inmenso poder. Verdaderamente, la habilidad para hacer conocer sus
necesidades a los líderes políticos era indispensable para su supervivencia. Los intereses
del Río de la Plata en Londres y los intereses mercantiles ingleses en Buenos Aires
pronto llegaron a ser una fuerza política en las dos capitales, trabajando firmemente para
establecer relaciones legales y diplomáticas entre el gobierno británico y las autoridades
revolucionarios”.
La Asamblea del Año XIII
La Asamblea General Constituyente del año 1813 restableció la obligación
impuesta a los comerciantes extranjeros de consignar sus géneros por medio de
comerciantes locales. La reacción de aquellos fue internar sus productos por medio de
testaferros desconocidos. Ello obligó a retroceder y dejar el comercio en manos de los
extranjeros, eliminando las limitaciones establecidas en el Reglamento de 1809.
En otro orden de cosas, la Asamblea anuló el juramento de fidelidad a Fernando
VII, aprobó la bandera creada por Belgrano un año antes en lugar del estandarte real
como así también el escudo y el himno nacionales, desligó a las órdenes religiosas de su
obediencia a autoridades que estuvieran fuera del territorio de las Provincias Unidas del
Río de la Plata y sustituyó las armas del rey por las propias. Finalmente, eliminó toda
forma de servicio personal de los indios, liberó a los futuros hijos de esclavas y declaró
la libertad de todo esclavo ingresado al país, eliminó los títulos de nobleza, prohibió la
exhibición de blasones, eliminó los tormentos y suprimió los mayorazgos sobre las
propiedades. A pesar de estos avances significativos, no se declaró la independencia, en
12
lo que se interpretó como una deferencia hacia el gobierno inglés, ligado a España por
un tratado destinado a preservar la figura de Fernando VII.
Por su parte, José G. de Artigas –jefe de la Banda Oriental–, dispuesto a
participar de la Asamblea, instruyó a sus diputados para que, entre otras demandas,
reclamaran “la independencia absoluta de estas colonias”, se admitiera el sistema de
confederación y se fijara fuera de Buenos Aires la residencia del Gobierno de las
Provincias Unidas. Tras el rechazo de los poderes de los diputados orientales se abrieron
las hostilidades entre las autoridades de Buenos Aires y el Jefe de la Banda Oriental.
El Tratado de Libre Comercio con Gran Bretaña de 1825
George Canning, primer ministro del gobierno británico, estaba dispuesto a
proteger los intereses comerciales de su país y para ello procuró que los súbditos de la
Corona recibieran de las Provincias Unidas del Río de la Plata el mismo trato que
otorgaba a todos los extranjeros. Tal objetivo se alcanzó mediante la firma del Tratado
de Amistad, Comercio y Navegación entre Gran Bretaña y aquellas provincias,
concertado por el ministro Manuel J. García el 2 de febrero de 1825. En el artículo II del
Tratado se establecía que “los habitantes de los dos países gozarán respectivamente de
la franquicia de llegar segura y libremente con sus buques y cargas a todos aquellos
parajes, puertos y ríos en los dichos territorios, adonde sea o pueda ser permitido a otros
extranjeros llegar, entrar en los mismos y permanecer y residir en cualquiera parte de
dichos territorios respectivamente; también alquilar y ocupar casas y almacenes para los
fines de su tráfico y generalmente los comerciantes y traficantes de cada Nación
respectivamente disfrutarán de la más completa protección y seguridad para su
comercio, siempre sujetos a las leyes y estatutos de los dos países respectivamente”.
El Tratado, que de hecho era una concertación con la ciudad-puerto, establecía
una reciprocidad que por entonces sólo podía ser aprovechada por los ingleses y cuando
el comercio con los Estados Unidos tendía a equipararse con el mantenido con los
británicos. Esta mutualidad estaba presente en los quince artículos del Tratado y en los
referidos al comercio se especificaba: “No se impondrán ningunos otros ni mayores
derechos a la importación en los territorios de Su Majestad Británica de cualesquiera de
los artículos de producción, cultivo o fabricación de las Provincias Unidas del Río de la
Plata; y no se impondrán ningunos otros ni mayores derechos a la importación en las
dichas Provincias Unidas de cualesquiera de los artículos de producción, cultivo o
fabricación de los dominios de Su Majestad Británica, que los que se paguen o en
adelante se pagaren por los mismos artículos, siendo de producción, cultivo o
fabricación de cualquier otro país extranjero. No se impondrá mayor ni alguna otra clase
de derechos… en cualesquiera de los puertos de las dichas Provincias Unidas a los
buques británicos de más de ciento veinte toneladas… ni en los puertos de cualesquiera
de los territorios de Su Majestad Británica a los buques de las Provincias Unidas”.
Comentarios con respecto al Tratado del cónsul norteamericano J. M. Forbes
“Su ostensible reciprocidad es una burla cruel de la absoluta falta de recursos de
estas provincias y un golpe de muerte a sus futuras esperanzas de cualquier tonelaje
marítimo. Gran Bretaña empieza por estipular que sus dos millones y medio de tonelaje,
ya en plena existencia, gozarán de todos los privilegios en materia de importación,
exportación o cualquier otra actividad comercial que disfruten los barcos de
construcción nacional y a renglón seguido ‘acuerda’ que los barcos de estas provincias
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(que no tienen ninguno) serán admitidos en iguales condiciones en los puertos
británicos, y que sólo se considerarán barcos de estas provincias a aquellos que se hayan
construido en el país y cuyo propietario, capitán y tres cuartas partes de la tripulación
sean ciudadanos de estas provincias”. Y añadía: “¿Cómo podrá esta pobre gente del Río
de la Plata encontrar un motivo para construir barcos a un costo que sería el triple o el
cuádruple de su precio en Europa para entrar en estéril competencia con tan gigantesco
rival?”.
Las guerras de la Independencia
La instalación del gobierno patrio en 1810 fue comunicada al resto de la
jurisdicción del Virreinato mediante expediciones militares. La nueva situación afectaba
a los funcionarios del viejo régimen que no estaban dispuestos a ceder posiciones, por lo
que se transformaron en enemigos del nuevo gobierno. En Córdoba, la represión de los
contrarrevolucionarios fue sangrienta y los cabecillas, entre ellos Santiago de Liniers,
fueron fusilados. De igual manera, el Ejército Expedicionario al Alto Perú ejecutó en
Potosí a otros jefes contrarrevolucionarios sin resolver a su favor el control de la región.
Sin embargo, en lo inmediato, la situación más comprometida se presentó en
Montevideo, donde estaba instalada una guarnición naval realista y se decidió la ruptura
con la capital virreinal. El desconocimiento de la Junta fue acompañado por el bloqueo
naval a Buenos Aires –desconocido por los británicos– y por el control sobre los ríos
Paraná y Uruguay. De esta manera, los montevideanos perturbaban el avance
revolucionario en el Litoral. Por su parte, el Paraguay no estuvo dispuesto a
subordinarse al nuevo poder.
La diversidad de frentes que se oponían al avance de los revolucionarios de
Mayo impuso la guerra y la necesidad de transformar el aparato administrativo heredado
en un medio apto para llevar a cabo el esfuerzo bélico. Las milicias que habían servido
para defender a Buenos Aires ahora debían adecuarse a un nuevo cometido: la guerra de
la Independencia. Uno de los pasos decisivos en ese sentido fue la conformación de la
caballería a cargo de José de San Martín.
Durante la primera década revolucionaria la pobreza reemplazó a la antigua
prosperidad virreinal, lo que afectó tanto a la ciudad como a la campaña, al gobierno y a
los ciudadanos, al comercio local y a las estructuras productivas. Uno de los problemas
de los gobiernos revolucionarios fue hacer frente al creciente costo de una guerra que
sería prolongada. Si, por un lado, había un abastecimiento de origen local, por otro se
debía importar una parte de los insumos bélicos, para lo cual se necesitan recursos, por
entonces escasos tanto por la pérdida de la plata proveniente del Alto Perú como por la
extracción de metálico generada por el comercio británico. Ello determinó, sin
solucionar el problema, el origen de una fundición de piezas de artillería en Buenos
Aires y la fabricación de pólvora en Córdoba.
Hacia 1815, el territorio del Alto Perú resultaba inconquistable para el ejército
revolucionario. En cambio, la caída de Montevideo en 1814 constituyó un triunfo
significativo en un área sensible para la revolución, aunque luego dio lugar a la amenaza
artiguista. Por su parte, el Paraguay –frustrada la expedición militar de Belgrano–, en
1811, llevará a cabo su propia revolución y dejará de ser una preocupación para los
gobiernos porteños.
En 1814, el general José de San Martín advirtió la inutilidad de vencer la
resistencia realista en el Perú y, excediendo las posibilidades del gobierno rioplatense,
se planteó el cruce de los Andes para conjugar los esfuerzos de rioplatenses y chilenos y
atacar el reducto del poder español en Lima. Su nombramiento como intendente de
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Cuyo le permitió desplegar su estrategia ofensiva y superar la reticencia en materia de
apoyos por parte de la conducción revolucionaria porteña.
A tal fin, San Martín recurrió a la explotación de los recursos económicos
locales. En Mendoza se fabricaron pólvora y piezas de artillería; los uniformes se
confeccionaron en forma doméstica en San Luis y Mendoza. Ganado, caballos y dinero
también se obtuvieron de la región. Para compensar las consecuencias de estos
esfuerzos demandados a la economía local, San Martín procuró robustecer los contactos
comerciales entre Cuyo y Buenos Aires para reemplazar la pérdida temporaria del
mercado chileno.
El cruce de la cordillera en 1817 fue una compleja operación militar que puso de
relieve el talento militar de San Martín y las bondades de su estrategia. Una vez que
liberó a Chile del poder realista, el país trasandino se convirtió en una base para la
nueva etapa, que culminaría con la emancipación del Perú. En el transcurso de esta
campaña, el Libertador desobedeció en 1819 la orden del Directorio Supremo en
Buenos Aires para utilizar las tropas en la represión de las montoneras del Litoral,
señalando que los jefes y oficiales del Ejército de los Andes se negaban a intervenir en
una guerra entre argentinos, ya que su misión era luchar por la independencia de
América. Y prometió que su espada “jamás se sacaría de la vaina por opiniones
políticas, como éstas no sean en contra de los españoles y a favor de la independencia”.
Las guerras civiles
La conducción revolucionaria porteña identificaba la difusión de sus objetivos
con la propia hegemonía sobre el resto del territorio. Para llevar adelante su estrategia,
quiso aprovechar las relaciones jerárquicas establecidas durante el orden virreinal entre
las autoridades residentes en la capital y las que se le subordinaban. En este aspecto,
ante las otras jurisdicciones Buenos Aires aparecía como heredera de las prácticas del
orden abatido.
Ya en 1810 el federalismo litoraleño se va a oponer a la hegemonía porteña
tratando de sustraer su área productiva al predominio comercial bonaerense.
Posteriormente, bajo la conducción de Artigas y esgrimiendo un planteo igualitarista, va
a emerger como una alternativa a la revolución de Buenos Aires. En 1815, el jefe de la
Banda Oriental, convertido en Protector de los Pueblos Libres, se afianzó en el Litoral,
en Córdoba y colocó bajo su influencia los caminos que contactaban a Buenos Aires con
el Interior, lo que desencadenó la acción militar. El poder porteño se lanzó sobre la
región para combatir la disidencia del artiguismo. La intervención no omitió actos
brutales y de depredación contra bienes y personas que terminaron devastando la región.
La hostilidad hacia los porteños se exacerbó y el Congreso reunido en Tucumán
en 1816 no contó con la presencia de los representantes de la Banda Oriental, Entre
Ríos, Corrientes y Santa Fe, distritos bajo el control de Artigas, no obstante haber
adelantado su adhesión a la declaración de la Independencia.
En 1817, la connivencia secreta entre el Directorio porteño y el gobierno
portugués permitió la invasión portuguesa de la Banda Oriental y comenzó a sellarse la
suerte de Artigas. Tras cuatro años de presión, los invasores lograron aplastar la rebelión
oriental y Artigas debió limitarse a tratar de salvaguardar lo que quedaba de los Pueblos
Libres, al oeste del Uruguay. Mientras el Directorio intentaba infructuosamente aplastar
a Santa Fe y a Entre Ríos, Artigas rechazaba toda tregua con las fuerzas porteñas.
En 1820, las milicias del Litoral, encabezadas por dos gobernadores aliados de
Artigas, el entrerriano Francisco Ramírez y el santafesino Estanislao López, avanzaron
sobre Buenos Aires y derrotaron a las fuerzas del Directorio en la batalla de Cepeda.
Como consecuencia, se desmoronó el poder central identificado con los intereses
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porteños y Buenos Aires se convirtió en una provincia más, cuyo gobernador, Manuel
de Sarratea, firmó el Tratado del Pilar con los gobernadores triunfantes. A pesar de que
el acuerdo consagraba los principios del federalismo, fue desaprobado por Artigas, ya
que no comprendía a las restantes provincias y no cuestionaba claramente la ocupación
portuguesa de la Banda Oriental. Poco después, los aliados de Artigas se volvieron
contra el caudillo oriental y lo derrotaron. De esta forma, la epopeya artiguista –opuesta
y alternativa a la hegemonía porteña– quedó sepultada.
A continuación, disminuida la influencia de Buenos Aires, se desintegró la
unidad del Litoral y comenzó la lucha por la hegemonía entre los caudillos regionales.
Los estados provinciales asumieron su soberanía e independencia y aunque aspiraban a
integrarse en una entidad superior, tropezaban con obstáculos no fácilmente superables.
No tardó en afianzarse el poder económico de Buenos Aires y sus planes para
organizar el país con una tendencia centralista. Su aspiración hegemónica descansaba en
tres pilares que provocaban el escozor de las restantes provincias: el cierre de los ríos
interiores a la navegación de ultramar, su condición de puerto único y el monopolio de
las rentas aduaneras. La falta de acuerdo alrededor de estos temas demoraría o haría
fracasar varios intentos de organizar constitucionalmente el país y atizaría las guerras
internas.
En la década de 1830, el gobernador bonaerense, Juan Manuel de Rosas,
apareció como la figura capaz de pacificar el país desarrollando una política de
acercamiento personal con los caudillos regionales. Por un lado, procuraba colocar bajo
su influencia al interior y, por el otro, enfrentar a la Liga del Interior que, encabezada
por el Gral. José María Paz, congregaba a varias provincias con el propósito de combatir
a las provincias del Litoral y Buenos Aires, vinculadas en el Pacto Federal de 1831.
Pero Paz cayó prisionero durante una escaramuza y Lamadrid, su sucesor, fue vencido
por Facundo Quiroga. A partir de entonces y hasta 1834, todas las provincias adhirieron
al Pacto Federal y parecían dadas las condiciones para acordar una constitución y
unificar el país.
Rosas, al frente del federalismo porteño, logró imponer en las provincias jefes
adictos o débiles como para resistir sus directivas. Ello no impidió el enfrentamiento
entre jefes federales, sobre todo en Córdoba, en el norte del país y en la propia Buenos
Aires. A fines de la década de 1830, el gobernador correntino Genaro Berón de Astrada
declaró la guerra a Rosas y al gobernador entrerriano Pascual Echagüe; en la raíz de este
conflicto estaba el cuestionamiento litoraleño a la hegemonía económica porteña. Pero
las fuerzas comandadas por el entrerriano derrotaron y dieron muerte a Berón de
Astrada, quien fue sucedido en el gobierno por un jefe federal.
El Litoral fue escenario de una nueva invasión desde la Banda Oriental para
derrocar a Rosas, protagonizada por el Gral. Juan Lavalle, apoyado por Francia. Fue en
1839, pero Lavalle no logró la adhesión de los entrerrianos y, en cambio, obtuvo el
apoyo del gobernador correntino Ferré. La incursión no prosperó y el jefe militar inició
una larga retirada hacia el Norte.
La nueva embestida contra Rosas, en 1840, corrió por cuenta de la Coalición del
Norte, organizada por el gobernador tucumano Marco Avellaneda y con la adhesión de
Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy. El Gral. Gregorio Aráoz de Lamadrid, su jefe
militar, combinó esfuerzos con Lavalle, pero fue derrotado en 1841.
Recién después de 1842, cuando una nueva rebelión del Litoral fue conjurada
por el gobernador porteño, el orden interno pareció afianzarse bajo la hegemonía de
Rosas. Un levantamiento de los correntinos, encabezado por el Gral. José María Paz,
quedó circunscripto a la provincia y fue neutralizado por el gobernador de Entre Ríos,
Justo J. de Urquiza, en 1847. Fue precisamente este gobernador quien, interpretando las
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inquietudes litoraleñas y procurando acabar con el bloqueo económico porteño al
potencial de la región, concibió una alianza contra Rosas acordada con Brasil, Uruguay
y Paraguay. El 3 de febrero de 1852, en la batalla de Caseros, Urquiza, al frente de las
fuerzas de dicha alianza, puso fin a la confederación rosista.
La generación de la Organización Nacional y sus políticas
Abierta la posibilidad de la organización constitucional del país, nuevos
desacuerdos determinaron que el Estado de Buenos Aires se marginara de la
Confederación Argentina, integrada por las trece restantes provincias, con capital en
Paraná y presidida por Urquiza. Siguió una década atravesada por dramáticos conflictos
y frustrados contactos pacíficos entre ambos estados hasta que desde 1857 se produjo un
endurecimiento de ambas partes que condujo a un franco enfrentamiento armado.
El gobierno nacional trató de superar su agobio financiero mediante la ley de
derechos diferenciales, que disminuía los aranceles con el propósito de desviar el
comercio internacional que se dirigía al puerto de Buenos Aires hacia el de Rosario. La
medida no dio los resultados esperados y el contrabando desde Buenos Aires siguió
introduciéndose a través de las fronteras internas. La medida fue suspendida en 1859 y
puso en evidencia la imposibilidad de unificar el país prescindiendo de Buenos Aires,
mientras se sucedían las declaraciones oficiales agresivas entre ambos estados.
En octubre de 1859, las tropas porteñas chocaron con las de la Confederación en
la batalla de Cepeda. Las fuerzas confederadas al mando de Urquiza derrotaron a las de
Mitre, quien debió replegarse hacia la ciudad. El entrerriano ocupó la mayoría de la
provincia disidente y se avino a firmar un armisticio por el que obligaba a Buenos Aires
a reconocerse parte de la Confederación, integrarse a la misma y aceptar y jurar la
Constitución Nacional.
Entre tanto, las fuerzas afines a los liberales porteños consolidaban sus
posiciones en diversas provincias de la Confederación y en 1860, a través de una
revolución, derrocaron al gobernador de San Juan, lo asesinaron al igual que a sus
parientes más cercanos y a sus partidarios. A su vez, por iniciativa del presidente
Santiago Derqui, el nuevo gobernador liberal impuesto por los revolucionarios fue
depuesto y asesinado por las fuerzas nacionales. Estos episodios clausuraron toda
posibilidad de entendimiento entre Buenos Aires y la Confederación Argentina.
Finalmente, los ejércitos de ambas partes se enfrentaron en la batalla de Pavón
en septiembre de 1861. Cuando el triunfo de las tropas de Urquiza parecía inexorable, el
jefe entrerriano decidió la retirada hacia su provincia. Buenos Aires quedó triunfante,
con lo que se desplomó el gobierno de la Confederación y se alcanzó la unificación del
país bajo el poder porteño.
Consagrado presidente en 1862, Mitre se dispuso a aplastar las disidencias en el
Interior mediante la sangrienta represión de los sublevados. Así fueron derrotadas las
fuerzas del riojano Peñaloza y las sublevaciones en otras provincias entre 1866 y 1868.
La guerra de la Triple Alianza fue repudiada por grandes sectores de la población
del Interior y generó nuevas rebeliones a partir de la sublevación de un contingente de
reclutas mendocinos que se negó a ir al frente y engrosó las filas de los revolucionarios
contra el gobierno nacional. El movimiento se propagó como un reguero de pólvora y
pronto entró en escena el caudillo riojano Felipe Varela, antiguo lugarteniente de
Peñaloza, encabezando las fuerzas populares. Después de numerosos combates con las
fuerzas nacionales, Varela se exilió en 1870 y se cerró el último capítulo de la lucha
armada del Interior contra el liberalismo.
Por su parte, el Litoral fue escenario de la rebelión jordanista, desarrollada en
Entre Ríos a partir de 1870. El estallido tuvo lugar cuando –resentido por las
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claudicaciones del jefe federal frente al liberalismo porteño– el Gral. Ricardo López
Jordán envió una partida que asesinó a Urquiza. El presidente Sarmiento destacó a las
tropas nacionales para combatir a quien consideró reo de rebelión, estallando una guerra
que, a través de tres intentos revolucionarios, perduró hasta 1876, cuando López Jordán
fue capturado y quedó sepultado el último levantamiento federal.
La generación del 80 y la constitución del Estado
En el período que empieza en 1880 se sentaron las bases de lo que sería la
Argentina agroexportadora. En esa época se cerró un período de manera violenta,
resolviéndose las contradicciones entre las élites provinciales con la victoria del ejército
federal sobre el último de los ejércitos provinciales (el de la provincia bonaerense),
lográndose la capitalización de Buenos Aires, asegurando el monopolio estatal de la
violencia y terminando con los problemas que suponía la presencia inquietante de los
indígenas mediante la “conquista del desierto” en el Sur y otras expediciones similares
en el Noroeste. Se constituyó así el llamado “régimen oligárquico”. Éste, al mismo
tiempo que establecía instituciones características del poder estatal (en el orden militar,
administrativo, judicial, económico, monetario, educacional y de las fronteras externas),
se caracterizó por la existencia de un sistema electoral fraudulento, intervenciones
provinciales y aplicación del estado de sitio.
La clase dirigente estaba, a su vez, compuesta y sostenida por la llamada
“generación del 80”. Este grupo, conformado en su mayoría por políticos e
intelectuales, compartía algunos lineamientos ideológicos comunes: liberales en lo
económico, conservadores en lo político, positivistas, laicistas, afrancesados
culturalmente y pro británicos (o pro europeos) en sus intereses, hispanófobos y
seguidores del darwinismo social (justificación pseudo-científica del racismo de la
época).
Sin embargo, no se puede hablar de la generación del 80 como algo homogéneo
y con un programa común: hubo distintas fracciones y sectores sociales y diferentes
programas en pugna. En realidad, el control del Estado lo logró un sector de
terratenientes ganaderos bonaerenses y del interior, cuya máxima figura fue Roca, que
hegemonizando y/o subordinando a otros grupos de interés y aliándose a grandes
comerciantes, en particular del puerto de Buenos Aries, impuso a todo el territorio
nacional su proyecto político y económico. Este proyecto suponía que el país tenía
recursos naturales suficientes pero carecía de capitales y de mano de obra como para
poder explotarlos adecuadamente, de modo que había que adaptarlo a las posibilidades
y requerimientos del mercado, la inmigración y los capitales europeos, convirtiendo
particularmente a la élite dominante en socia de éstos últimos. No se escatimaba el uso
del poder del Estado para extender la gran propiedad agropecuaria y garantizar créditos
y privilegios en beneficio de esa élite y de los “inversionistas” extranjeros que
“contribuían” a su consolidación.
Recién en 1880 se puso fin a setenta años de guerras civiles y se logró la
capitalización de la ciudad de Buenos Aires. Pero el fortalecimiento político interno de
la oligarquía, que expresaba una alianza entre los círculos dominantes en Buenos Aires
y los del interior del país bajo la hegemonía de aquellos, tendría como contrapartida su
relativa subordinación a la dominación del capital europeo y del británico en particular.
La presidencia de Roca permitió la consolidación de un “modelo” que perduraría hasta
la crisis de la década de 1930.
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2. La propiedad de la tierra
El latifundio en la pampa húmeda
La conformación de la propiedad latifundista encuentra sus raíces en el proceso
de la conquista de América llevado a cabo por España en el siglo XVI. Correspondía a
los monarcas hispanos la expropiación, reparto y adjudicación de las tierras americanas
y su pasaje al dominio privado en forma de solares, chacras o estancias, que podía
concretarse a través de una gracia o merced real. De esta manera se retribuía por los
servicios prestados a la Corona a los conquistadores, a los primeros pobladores y a sus
descendientes, previa certificación de la pureza de sangre y el pago de los consiguientes
gastos impositivos y administrativos. En el Río de la Plata, con motivo de la segunda
fundación de Buenos Aires en 1580, el reparto de tierras efectuado por Juan de Garay,
en uso de los poderes reales, sentó el origen de la propiedad territorial en la región.
Posteriormente, la Real Cédula de 1754, dictada con el propósito de mejorar las
rentas de la Corona, estableció criterios para la venta de tierras fiscales que
permanecerían a lo largo de los años: no establecía límites a la cantidad de tierra que
podía concentrarse en manos de un particular y los costos legales para su adquisición
sólo eran accesibles a una minoría que, con disponibilidad financiera y con tiempo e
influencias, estaba en condiciones de participar de una subasta pública o una
composición. Como consecuencia, el traspaso al dominio privado de tierras realengas
benefició a los españoles de mayor jerarquía social.
La política de tierras públicas delineada durante el período colonial
permanecería aun después del proceso emancipador iniciado en 1810. En varias etapas
se fue consolidando el poder de los terratenientes latifundistas, dedicados
fundamentalmente a la ganadería, marginando de la posibilidad de acceder a la
propiedad de la tierra a la gran mayoría de la población. La ley de enfiteusis impulsada
por Rivadavia, las ventas y donaciones de tierras efectuadas por Rosas, la acentuación
de esta política después de Caseros y el reparto de las tierras tras la “conquista del
desierto” llevada a cabo por Roca fueron hitos del proceso de concentración de la tierra
en pocas manos.
En el caso del gobierno bonaerense, las necesidades de recursos y las presiones
de sectores interesados determinaron que las tierras fiscales fueran enajenadas a favor
de grandes propietarios –terratenientes, ganaderos o especuladores– a precio vil y sin
límites a la cantidad de tierra que podía adquirirse.
Campañas del desierto
Finalizada la primera década revolucionaria, a partir de 1820 tuvo lugar una
transformación abrupta de la campaña bonaerense. Desplazando al Litoral devastado,
Buenos Aires se convirtió en proveedora de cueros del mercado de ultramar. Los
sectores dominantes locales, propietarios rurales y grandes comerciantes y extranjeros
de Buenos Aires aprovecharon la oportunidad para volcar sus capitales en explotaciones
de ganado vacuno y en 1820 impusieron como gobernador de la provincia al brigadier
general y también hacendado Martín Rodríguez.
Dado el carácter extensivo de la expansión ganadera, el vuelco hacia la campaña
bonaerense impuso el avance sobre la tierra de los indígenas. En 1822, una expedición
encabezada por Rodríguez sobrepasó la hasta entonces inamovible línea del río Salado
para llegar a las sierras pampeanas, con lo que el territorio de la provincia se duplicó.
Posteriormente, en 1827, Juan Manuel de Rosas organizó un sistema de fuertes que
aseguró la nueva frontera.
Durante el denominado período de la Organización Nacional, iniciado en 1853,
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la frontera experimentó un retroceso frente a la resistencia de los pueblos originarios a
los intentos de expulsión emprendidos por las autoridades nacionales y provinciales. En
1878, la nueva “conquista del desierto” encabezada por el ministro de Guerra y Marina,
Julio Argentino Roca, cumplimentó las aspiraciones de los terratenientes a favor de la
incorporación de nuevas tierras a la explotación ganadera. Una avanzada militar sin
precedentes anexó 30 millones de hectáreas al territorio nacional.
Sin embargo, las nuevas tierras fueron apropiadas por los terratenientes que
financiaron la campaña de Roca, de manera tal que se acentuó el patrón latifundista del
área pampeana. Mientras tanto, la Ley de Inmigración y Colonización, impulsada en
1876 por el presidente Nicolás Avellaneda y destinada a facilitar la adquisición de
tierras por los inmigrantes, tuvo escasa aplicación.
La Ley de Enfiteusis
Las tierras ganadas por la expedición de Martín Rodríguez pasaron a ser
propiedad fiscal y el Estado de Buenos Aires –impedido de venderlas por constituir una
garantía del empréstito de la Baring Brothers–, con el fin de allegar recursos al erario,
comenzó a ofrecerlas bajo el sistema de enfiteusis. La ley respectiva estableció un canon
del 8% de su precio para las tierras destinadas al pastoreo y de un 4% para las de pan
llevar. Se fijó la superficie mínima a la que se podía acceder: media legua cuadrada para
la agricultura y tres cuartos para el pastoreo, pero no se estableció el máximo, que
entonces quedó sujeto al arbitrio de los demandantes de tierras. Además, se estableció
que el canon sería fijado por un jurado integrado por terratenientes, lo que se tradujo en
la fijación de un canon irrisorio. Estas condiciones constituyeron un atractivo que fue
aprovechado por los viejos terratenientes, por dirigentes políticos y jefes militares y los
ricos comerciantes urbanos para convertirse en enfiteutas. Sobre esta base se fue
consolidando el régimen latifundista de la tierra y la clase terrateniente, cuyo
ascendiente en el quehacer provincial será permanente.
La renta de la tierra
El patrón de propiedad de la tierra pampeana se caracteriza por la gran
explotación y la obtención de una parte sustancial de la renta internacional bajo la forma
de renta del suelo. Renta sustancialmente percibida por la clase dominante mientras el
país funcionó como un apéndice agrario de la división internacional del trabajo
impuesta por Gran Bretaña y los centros manufactureros mundiales. Además de una
renta diferencial, producto de las ventajas comparativas del agro pampeano con respecto
al rendimiento de las tierras de otras partes del mundo, se trataba también de una renta
internacional resultante de los precios establecidos en el centro y de las condiciones
locales cuasi monopólicas de acceso a la propiedad de la tierra.
La renta originada por el monopolio de dicha propiedad por parte de los
terratenientes cristalizó en una matriz rentística. Ello explica el escaso interés de los
propietarios de la tierra en la inversión productiva y la colocación de sus excedentes en
actividades especulativas o en su derivación hacia el consumo ostentoso.
Formas de tenencia de la tierra
Tras la campaña del desierto se concretó el reparto de la tierra en forma de
latifundio, quedando vedado el acceso a la propiedad tanto a los pequeños agricultores
criollos como a la creciente corriente inmigratoria europea. El desarrollo agrícola fue el
resultado del aprovechamiento por parte de los hacendados ganaderos de la demanda de
carne refrigerada por parte de los frigoríficos. En consecuencia, los terratenientes
bonaerenses, muchos de ellos ausentistas, procedieron a dividir sus tierras en lotes y
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ofrecerlas en arrendamiento o aparcería a chacareros, generalmente inmigrantes con
medios propios, por un lapso de tres años. Los arrendatarios sembraban lino o trigo en
los primeros dos años, debiendo el último año dejar el campo alfalfado para que el
propietario engordara el ganado destinado al frigorífico. Una vez completado este ciclo,
el chacarero debía recomenzar el proceso en otras tierras de la estancia o con otro
propietario.
Los arrendamientos dejaban a los pequeños y medianos agricultores indefensos
ante las alternativas climáticas y del mercado. La mayoría de los contratos eran de
palabra, por lo que los arrendatarios se hallaban sujetos a las exigencias y
arbitrariedades del propietario. Muchos de los contratos prohibían a los arrendatarios
dedicar el predio a la explotación de productos de granja, ya sea para el consumo
doméstico o para el mercado local. Una de las consecuencias de este sistema fue la
inestabilidad en la ocupación de la unidad agrícola, la escasa disposición del agricultor a
efectuar mejoras en los campos, las dificultades para el asentamiento de los chacareros
en la tierra y los obstáculos en la conformación de un fuerte sector medio rural.
La comparación con los farmers canadienses y estadounidenses
El tratamiento que el gobierno canadiense proporcionó a los agricultores difiere
sustancialmente al desplegado por el gobierno argentino respecto de los chacareros.
Mediante la Homestead Act de 1872, el Canadá otorgó gratuitamente tierras a los
inmigrantes en casi dos provincias enteras, Saskatchewan y Alberta, lo que contribuyó
al crecimiento agrícola en las praderas.
Asimismo, el sistema financiero en las praderas canadienses contrastaba con el
que atendía a los chacareros pampeanos. Los farmers disponían de garantías que
inducían una abundante oferta de capital. Bancos, compañías de seguros y diversos
agentes competían para otorgarles préstamos hipotecarios y créditos para el
equipamiento. En cambio, los chacareros arrendatarios carecían de medios para brindar
garantías y dado el riesgo implícito en los retornos de un préstamo, no encontraron
bancos dispuestos a financiarlos. Sólo los terratenientes estaban en condiciones de
aportar las garantías para la obtención de créditos a largo plazo.
La comparación con la política de tierras públicas desplegada por el gobierno de
los EE.UU. también muestra sensibles diferencias con el caso argentino. En cierta
medida, la expansión de la frontera hacia el Oeste en el país del Norte es equiparable a
las campañas del desierto en la Argentina: ambas constituyen respuestas al crecimiento
de la demanda de productos alimenticios por parte de los países europeos, a la que, para
el caso de los EE.UU., se agrega la demanda de la propia población del este industrial.
En Norteamérica, la tierra fue incorporada al patrimonio federal y el gobierno se
desprendió de la misma de manera ordenada, obteniendo considerables recursos pero
alentando la creación de explotaciones familiares en lugar de facilitar los latifundios. De
esta manera se afianzó la vieja idea nacional de configurar una democracia de pequeños
propietarios, arraigados a la tierra. Con tal fin se sancionó en 1862 la Homestead Act,
que permitía a los farmers adquirir extensiones no superiores a las 65 hectáreas por un
precio simbólico, con el compromiso de cultivarlas y habitarlas por cinco años. Esta
disposición, a diferencia de lo sucedido en la Argentina, se alineaba con una serie de
leyes dictadas en el siglo XIX, la primera de las cuales disponía la venta de superficies
mínimas que fueron disminuyendo de 259 hectáreas en 1796 a 16 hectáreas en 1832. El
resultado de esta política de tierras en el Oeste fue su contribución a la industrialización
de los EE.UU., ya que proveyeron al Este de materias primas a cambio de manufacturas
y servicios.
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Grandes fortunas de estancieros: la familia Martínez de Hoz
Si hay un núcleo familiar que muestra a través de su historia cómo se enlaza el
poder económico con el del Estado a partir de la propiedad de la tierra, es el de los
Martínez de Hoz. Enriquecida desde la época de la colonia, transformada en una familia
de grandes terratenientes, algunos de sus miembros estuvieron vinculados al comercio
de esclavos, al exterminio de la población indígena nativa y al terrorismo de Estado de
la última dictadura militar.
El primero de los Martínez de Hoz conocido en nuestra historia es un
comerciante español acusado de tráfico de esclavos que llegó a estas tierras a fines del
siglo XVIII. Su nombre era José Martínez de Hoz y se dedicó al comercio de
exportación de sebo y cueros, diversificándose hacia las actividades rurales.
Tuvo participación en la vida pública de la ciudad al desempeñarse como regidor
y alcalde del primer voto del Cabildo y síndico del Consulado. Durante las invasiones
inglesas participó en la defensa de Buenos Aires proporcionando bienes y servicios y en
el Cabildo Abierto del 22 mayo de 1810 manifestó su lealtad a España apoyando al
virrey Cisneros.
Como no tuvo descendencia, adoptó a uno de sus sobrinos, Narciso de Alonso
Martínez, hijo de su hermana, Doña María Antonia Martínez de Hoz, quien se hizo
cargo de los negocios de José luego de su fallecimiento. Cabe destacar que este sobrino
adoptará el apellido de su tío en agradecimiento a la ayuda recibida.
Narciso dedicó su vida a las actividades comerciales, bancarias y agropecuarias
en sus campos “San Martín”, en Cañuelas, y “El Araza”, en Castelli, y acrecentó la
riqueza familiar adquiriendo grandes extensiones de tierras y deviniendo accionista del
Banco Nacional. Uno de sus once hijos, José Toribio Martínez de Hoz, se convirtió en
fundador y primer presidente de la Sociedad Rural Argentina (SRA) en 1866. Además,
llegó a ser senador nacional, presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires y
titular de la Comisión de Reconstrucción de la Aduana. Estuvo también entre los
fundadores del Club del Progreso y del Jockey Club.
José Toribio heredó de su padre las 20.000 hectáreas que conformaban la
Estancia de Chapadmalal y luego de su muerte en 1871, su mujer, Doña Josefa
Fernández de Martínez de Hoz, adquirió otras 4.000 hectáreas, dando forma definitiva a
la hacienda en un sitio inmejorable de la pampa húmeda.
La familia Martínez de Hoz resultó asimismo una de las “beneficiarias” de la
Conquista del Desierto organizada por el general Julio A. Roca en 1879, ya que recibió,
luego de la campaña, 2.500.000 hectáreas de terrenos en la Patagonia.
Los hijos de José Toribio crecieron en Londres y regresaron a Buenos Aires para
dedicarse a las actividades agropecuarias y negocios heredados de su padre casi veinte
años después. Uno de ellos, Miguel Alfredo Martínez de Hoz (1867-1935), se dedicó
especialmente al refinamiento de ganado. Trascendió por su interés por los caballos –su
estancia de Chapadmalal se convirtió en un centro de cría y adiestramiento de caballos
de silla, coche, tiro pesado y polo– y por el imponente castillo que hizo construir en
1906. Fue también presidente del Jockey Club en tres oportunidades y director del
Banco de la Nación Argentina.
Otro miembro del clan, Federico Lorenzo Martínez de Hoz (1865-1935),
administró e incrementó el patrimonio familiar. Presidió la SRA entre 1928-1931 y fue
dirigente del Partido Conservador y de la organización paramilitar Liga Patriótica
Argentina. Resultó elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1932, pero
no llegó al final de su mandato porque debió dejar el cargo en marzo de 1935, luego de
un juicio político.
Siguiendo la saga hasta nuestros días, el hijo mayor de Miguel Alfredo, José
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Alfredo Martínez de Hoz (1895-1976), se destacó en el negocio de las carnes, llegando
a ser también presidente de la SRA entre 1946 y 1950, así como de la Asociación de
Criadores Argentinos de Shorthorn. En este caso, el menor y más célebre de sus
vástagos llevará su mismo nombre, José Alfredo, por lo que se lo conocerá como Joe.
Nacido en 1925, abogado y profesor universitario, se convirtió en ministro de Economía
de la provincia de Salta durante la Revolución Libertadora. En el gobierno de José
María Guido, entre 1962 y 1963, fue nombrado secretario de Agricultura y Ganadería y
ministro de Economía, cargo este último que renovaría con el golpe de Estado que dio
lugar al denominado Proceso de Reorganización Nacional, la peor dictadura militar que
tuvo el país desde 1976 hasta el retorno a la democracia a fines de 1983. Martínez de
Hoz fue incriminado penalmente por sus acciones (ver más adelante su biografía).
Grandes fortunas de estancieros: los Braun Menéndez Behety
Tres grandes terratenientes de la Patagonia, José Nogueira, Mauricio Braun y
José Menéndez, constituyen ejemplos de cómo se construyeron grandes fortunas en el
período de gestación y auge del modelo agroexportador.
José Nogueira llega a Punta Arenas, Chile, en 1866, siendo un joven marino. En
esa época, la ciudad era simplemente una aldea dedicada a la comercialización de
cueros y plumas de avestruz obtenidos por los tehuelches, con los tripulantes de naves
que recalaban allí.
Una de las actividades en las que se desempeñará Nogueira, en asociación con
Luis Piedrabuena, será la caza de lobos marinos, con la finalidad de vender sus pieles a
los mercados europeos, adquiriendo ya en 1871 su propio pailebote para la caza.
La aldea crece a la par por la aparición de oro en las arenas del río de las Minas
y por el establecimiento de una línea marítima inglesa que unía el puerto de Valparaíso
con Liverpool, atravesando el Estrecho de Magallanes, y que necesitaba abastecerse de
combustible en Puerto Arenas. Asimismo, la aparición de la ganadería ovina inició una
nueva época en la región y Nogueira, hábilmente, diversifica sus negocios: ve la
necesidad de ofrecer un servicio de transporte marítimo regional para el traslado de
lanares desde las Islas Malvinas, así como transportar los materiales para las
construcciones y provisiones para los establecimientos ganaderos y también la lana
producida, aprovechando su incipiente flota y su conocimiento de los mares.
A través de la compra sucesiva de buques, se convierte en el propietario de la
flota más importante de la región. Para 1877 ya comerciaba productos en forma directa
con Londres y enviaba los cueros de los lobos a través de una compañía de la que
actuaba como apoderado.
Su actividad ganadera comienza en 1878, cuando recibe una primera concesión
de tierras. Allí llega a tener cinco mil ovejas, cuatrocientos vacunos y una tropilla de
equinos. Fue el primero en alambrar su campo en Magallanes.
A partir de la aparición de oro en 1880, Nogueira se convierte en financista de
los buscadores y, ante la dificultad de éstos para pagar, termina obteniendo el traspaso
de los derechos de pertenencia de los morosos, haciéndose propietario de cinco
auríferas.
Además, en 1882 lo encontramos asociado al frente de una carnicería en Punta
Arenas con Elías Braun, padre de otro de nuestros personajes: Mauricio Braun.
La familia Braun había llegado a Punta Arenas en 1874, exiliada de la Rusia
zarista, y la actividad principal del padre, Elías, era el comercio, aunque pronto se
complementará con un pequeño hotel y un establecimiento ganadero. En ese momento,
Mauricio tenía ocho años.
En 1884, Nogueira obtiene en un remate en calidad de arriendo por parte del
23
gobierno chileno 570.325 hectáreas. En esa misma subasta, Mauricio Braun, con 18
años, obtiene un lote vecino de iguales dimensiones. Se supone que este último actuaba
en realidad como testaferro del primero.
Las vinculaciones de José Nogueira con el gobernador de Magallanes, cercano al
presidente Balmaceda, harán prosperar nuevas gestiones: el mecanismo para las
actividades ganaderas era lograr una concesión de tierras por un plazo determinado y
armar luego una sociedad ganadera que emitía acciones para su financiamiento, sobre la
base de los bienes que se recibieron del Estado.
Así es que para 1889 Nogueira obtiene en arrendamiento 180.000 hectáreas en
Tierra del Fuego, que luego cede a una sociedad, y dos meses después se le otorgan
otras 170.000 también en Tierra del Fuego, pero a nombre de su testaferro, Mauricio
Braun. Las sociedades incorporan inversores extranjeros, especialmente británicos. En
1890 recibe otras 1.009.000 hectáreas, ampliando la actividad de la que dio en llamarse
“Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego”.
Mauricio Braun había comenzado como empleado de un almacén de nuestro
tercer personaje: José Menéndez. Luego será colaborador de Nogueira y forjará con él
una fuerte relación económica.
Una vez viudo, José Nogueira se casa con Sara Braun, hija de Elías y hermana
de Mauricio, en 1887. Ex colaborador y ahora su cuñado, este último orientará sus
negocios al desarrollo de las actividades agropecuarias de la región, demandando tierras
de las que el gobierno argentino estaba otorgando en Santa Cruz.
Cuando muere Nogueira, será él quien se encargue de la constitución de la
sociedad ganadera que explota la concesión obtenida en Tierra del Fuego, además de los
bienes heredados por Sara, su hermana, esposa del difunto.
Mauricio logrará en 1894 la adjudicación de una concesión del Estado argentino
en la bahía de San Sebastián, con lo que amplía la Sociedad Explotadora de Tierra del
Fuego, porque la suma a los campos limítrofes en la parte chilena de la isla y a los de su
hermana.
Se hará dueño también de la parte perteneciente a Nogueira de la sociedad
naviera y comercial “Nogueira y Blanchard”, que pasará a tener su nombre, abriendo
una sucursal en Río Gallegos y luego otra en Santa Cruz y San Julián y consolidando su
actividad comercial.
En 1895 se casa con una joven de 15 años llamada Josefina Menéndez Behety,
hija nada menos que del tercero de nuestros personajes: José Menéndez.
José Menéndez había partido en 1860 desde las tierras asturianas hacia La
Habana con 14 años. Llega a Buenos Aires en 1866 y se desempeña como tenedor de
libros en el comercio de artículos navales de la firma Etchart y Compañía. En marzo de
1873 se casa con María Behety y un mes después parte hacia Santa Cruz por encargo de
la firma Etchart, para cobrar las deudas de Luis Piedrabuena. Con todos sus ahorros,
compra la deuda de Piedrabuena y centra sus negocios en la actividad mercantil.
A partir de 1878 consigue campos en San Gregorio para dedicarse a la
ganadería, pero fundamentalmente se convierte en exportador de pieles, a través de la
venta de cuero de lobo marino.
En 1879 ya había incorporado a sus negocios el comercio de plumas de avestruz
y cueros de guanaco que compra a los tehuelches.
En 1894 lo encontramos haciendo directamente sus tratativas en Buenos Aires,
de las que obtendrá una concesión de 60.000 hectáreas en Tierra del Fuego. Adquiere
propiedades en Santa Cruz y se convierte en cónsul español en Punta Arenas, mientras
crece su flota de cabotaje.
Su empresa de transporte naviero regional abrirá en 1902 sucursales en Puerto Santa
24
Cruz y en 1907, en el centro de la actividad petrolera de Comodoro Rivadavia.
Una vez finalizada la etapa del poblamiento ovino de sus tierras de San Gregorio
se hacía necesario disponer de un sistema de comercialización del ganado excedente,
pero los costos del traslado del ganado en pie a Gran Bretaña eran muy altos. Entonces,
instala en 1906 una grasería en Río Grande.
En 1905 compra una mina de carbón en Magallanes con el objeto de proveer a
los vapores que utilizaban el estrecho y para consumo domiciliario en Punta Arenas.
Fallecida su esposa, los hijos fundan la Sociedad Anónima Ganadera y
Comercial “Menéndez Behety”, firma que reunía las actividades ganaderas, comerciales
y navieras.
Para ese año, Mauricio Braun había continuado acrecentando sus haberes y lo
encontramos como socio fundador del Banco de Punta Arenas y dedicándose a la
minería a través de la Compañía Cutter Cove para la explotación del cobre en la
península de Brunswick. Contradictoriamente con su origen y su historia, es nombrado
cónsul del zar de Rusia en Magallanes.
En 1908 se constituyó una nueva empresa que unía las propiedades de
Menéndez y Braun, integrando las actividades comerciales y navieras que tenían en la
Patagonia. A pesar de llamarse Sociedad Anónima de Importación y Exportación de la
Patagonia Menéndez, Braun y Blanchard Cía. Ltda., se conocerá y se la sigue llamando
hasta la actualidad “La Anónima”. La expansión con posterioridad a la fusión continuó
siendo abrumadora. Las exportaciones de los establecimientos ganaderos continuaron en
forma independiente, mientras que a las tradicionales actividades de la sociedad se
sumarían también las financieras.
La historia de estos tres personajes se encuentra inserta en la historia de una
economía regional que entrelaza el comercio, el transporte marítimo y la ganadería. El
monopolio de estas actividades les permitirá controlar la producción y el comercio de
las ovejas y la lana –en asociación con capitales ingleses–, a la que se sumaría luego la
carne vacuna, para cuyo congelado se asociarían con capitales norteamericanos.
Sobre esta base, y con la explotación de aparceros y peones, construirán sus
fortunas. Para lograrlo, requirieron de dos elementos fundamentales: la relación con los
capitales extranjeros, ingleses, alemanes y luego norteamericanos, y las vinculaciones
políticas con la élite en el poder.
En el camino de la acumulación, los Menéndez Behety y los Braun no vacilaron
en organizar la “gran caza” de onas y tehuelches, a una libra esterlina por cabeza, con el
pretexto de que les robaban las ovejas, y hacia 1921 serán responsables de la represión
sangrienta contra los obreros de la Patagonia.
Apéndice estadístico
Cuadro 1
PRINCIPALES BENEFICIARIOS DE LAS DONACIONES DE TIERRAS EFECTUADAS POR LA CAJA
DEL CRÉDITO PÚBLICO DE 1881 A 1884 EN BUENOS AIRES, LA PAMPA Y CÓRDOBA
Nombre
Superficie
Nombre
Superficie
Nombre
Superficie
(en has.)
(en has.)
(en has.)
Martínez
325.000 Moreno
75.000
Rufino
50.000
Drysdale
320.000 Guerrero
70.000
Levalle
50.000
Unzué
270.000 Passo
70.000
Bemberg
50.000
South American Land Co.
240.000 Ricketts
70.000
Martín y Omar
50.000
Sánchez y Roca
220.000 Shaw
70.000
Molina
50.000
Castex
170.000 Belaústegui
70.000
Pereda
50.000
Duggan
140.000 Mezquita
70.000
Chas
50.000
Leloir
140.000 Gómez
70.000
Laboulage
50.000
Luro
140.000 Fernández
70.000
García
47.500
Poviña
120.000 Mattaldi
60.000
Viejobueno
45.000
Cambaceres
120.000 Cañas
60.000
Berraondo
40.000
25
T. de Alvear
Pourtalé
Fontán
Serantes
Quintana
Piñeiro
Brown
Anchorena
López
Bares
Tornquist
Alston
Ugarte
Sáenz Valiente
105.000
105.000
102.500
102.500
102.500
102.500
95.000
92.000
90.000
90.000
90.000
85.000
80.000
80.000
Lamarque
Arzac
Arg. Pastoral Ass.
Bustamante
Paats
Escalante
Armengaud
Cernadas
Parera
Davidson
Bianchi
Soler
Corbett
V. de la Plaza
60.000
60.000
60.000
57.500
57.500
55.000
52.500
50.000
50.000
50.000
50.000
50.000
50.000
50.000
Casbas
Drabble
Devoto
Gómez del Castaño
Villafañe
Herrera y Balcarce
Costa Argibel
Cobo
Hutchinson
Miller
Young
Ham
Godoy
Muñiz
FUENTE: Gaignard, R. (1989).
Cuadro 2
CONCENTRACIÓN DE LA PROPIEDAD TERRITORIAL 1914 (%)
Tamaño
en hectáreas
Explotaciones
TOTAL REPÚBLICA
72,5
18,5
4,0
5,0
BUENOS AIRES
Menos de 625
71,5
626 a 2.500
20,8
2.501 a 5.000
4,7
5.001 o más
3,0
SANTA FE
Menos de 625
82,8
626 a 2.500
10,6
2.501 a 5.000
3,3
5.001 o más
3,3
Elaboración propia.
FUENTE: Censo Nacional de 1914.
menos de 625
626 a 2.500
2.501 a 5.000
5.001 o más
26
Extensión
en hectáreas
8,8
22,2
14,4
55,0
16,5
27,5
17,0
39,0
15,3
16,0
13,4
53,3
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
40.000
3. Dos siglos de evolución de la deuda externa argentina
Los tenedores de bonos argentinos deben, a la verdad, reposar tranquilos. La República
puede estar dividida hondamente en partidos internos; pero no tiene sino un honor y un
crédito, como sólo tiene un nombre y una bandera ante los pueblos extraños. Hay dos
millones de argentinos que economizarían hasta sobre su hambre y sobre su sed, para
responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los
mercados extranjeros.
Nicolás Avellaneda (Presidente de la Nación, 1877)
Al FMI no le interesa especialmente escuchar las ideas de sus “países clientes” sobre asuntos
tales como estrategias de desarrollo o austeridad fiscal… El enfoque del FMI hacia los
países en desarrollo es similar al de un mandatario colonial.
Joseph Stiglitz
Premio Nobel de Economía
Un ejemplo histórico: el empréstito Baring
La historia de la deuda externa argentina tiene su primer capítulo en el
empréstito otorgado por la Baring Brothers en 1824, cuyas condiciones anticiparon los
rasgos ominosos de posteriores préstamos (sobretasas, corrupción, cláusulas
condicionantes de la política interna, desvío de fondos, aplicación irregular de los
recursos obtenidos).
El asunto tuvo su origen en una decisión de la Junta de Representantes de la
provincia de Buenos Aires que invocó, sin tener facultades para hacerlo, la
representación de la nación toda. En 1822, dicho cuerpo facultó al gobierno provincial
encabezado por Martín Rodríguez a negociar un préstamo cuyo producto sería destinado
a la construcción de un puerto, al establecimiento de pueblos en la nueva frontera y de
tres ciudades sobre la costa, y a proveer de agua corriente a la ciudad.
Dos años después se concretó el préstamo con la Baring por un millón de libras
esterlinas, garantizando el pago con los bienes, rentas y tierras del Estado de Buenos
Aires. La casa británica tomó el empréstito al 70% de su valor nominal y dedujo por
anticipado 120.000 libras en concepto de intereses de dos años y 10.000 libras en
concepto de amortización por el mismo lapso. En definitiva, el gobierno de Buenos
Aires recibió 570.000 libras, apenas un poco más de la mitad de la deuda contraída. Por
otra parte, en lugar de remitir el oro correspondiente, la Baring envió la mayor parte del
importe en letras de cambio contra comerciantes británicos radicados en Buenos Aires
para que éstos, a su vez, abonaran las sumas indicadas al gobierno provincial.
Los fondos no fueron aplicados a las obras programadas: para algunos
estudiosos fueron destinados a la guerra con el Imperio del Brasil, mientras que para
otros fueron empleados en otorgar créditos, sin la suficiente garantía, a terratenientes,
comerciantes y financistas que a su vez los emplearon en negocios y actividades
especulativas.
Los intereses se abonaron hasta 1828, cuando se interrumpieron los pagos.
Durante el gobierno de Rosas se concretaron reducidos pagos parciales, que se
suspendieron con su derrocamiento. En 1857, cuando la deuda ascendía a 2.500.000
libras, el gobierno provincial concretó el arreglo definitivo para el pago de la deuda,
reconociendo intereses atrasados por l.641.000 libras. Recién a principios del siglo XX
se canceló definitivamente el empréstito.
27
1. LA EVOLUCIÓN DE LA DEUDA EXTERNA, 1824-1943
Año
Presidente
1824
Rivadavia
Monto deuda externa
(en libras esterlinas)
1.000.000
1862
Mitre
2.434.740
1868
Mitre
4.777.660
1874
Sarmiento
Avellaneda
14.479.408
1886
Roca
38.000.000
1890
Juárez Celman
71.000.000
1892
Pellegrini
74.800.000
1900
Roca
77.754.333
1916
Yrigoyen
121.240.000
Observaciones
Se trata del primer hito del endeudamiento argentino, un empréstito que el Gobierno
de la Provincia de Buenos Aires contrae con la casa inglesa Baring Brothers. Solo
queda disponible para utilizarse poco más de la mitad de esa suma (el resto que no
llega son amortizaciones e intereses adelantados, comisiones, etc.); no arriba en oro
o libras sino en letras de cambio para comerciantes ingleses radicados en Buenos
Aires y no es aplicada para los fines previstos (inversiones de infraestructura,
puertos, construcción de pueblos y otras). Según el cálculo de Pedro Agote, cuando
la Argentina terminó de cancelar el crédito, varias décadas después, había pagado
casi 44 libras por cada libra recibida. Cada habitante debía aproximadamente 13
libras.
Con Mitre se produce la primera corriente importante de inversiones extranjeras
hacia la Argentina, que duró hasta la crisis de 1873-1975. La mayor parte de esos
capitales eran empréstitos gubernamentales. La deuda por habitante era de 1,6 libras.
En este período, los préstamos tuvieron distintos destinos, aunque inicialmente
apuntaban a cubrir necesidades presupuestarias, en especial los gastos militares
producidos por la guerra con el Paraguay. Sin embargo, luego comenzaron a
aplicarse también a obras de infraestructura y a la construcción de vías férreas. En
ese año, cada habitante debía aproximadamente 3 libras.
La crisis de 1873-1875 pone fin al régimen de conversión que se había instaurado en
1867. Los empréstitos recibidos en ese período para financiar la guerra con el
Paraguay y la construcción de ferrocarriles y otras obras de infraestructura,
superaron hasta la crisis los compromisos con el exterior produciendo una
considerable importación de oro. La detención del flujo de capitales extranjeros
desde 1873 originó un movimiento inverso y redujo las reservas en forma tan
abrupta que el gobierno se vio obligado a decretar la inconvertibilidad. La deuda
por habitante era de cerca de 7 libras.
A principios de la década del 80 se produjo una nueva corriente de capitales,
compuesta por inversiones directas pero también por préstamos en una magnitud
nada despreciable. Además de la realización de obras de infraestructura, era preciso
fortalecer la posición financiera del país. Así, por ejemplo, muchos créditos estaban
destinados a bancos provinciales, que obtuvieron el capital necesario para su
creación de esos préstamos externos. En 1886, cada habitante de la República
Argentina debía más de 13 libras.
El cóctel de endeudamiento, especulación desenfrenada, negocios turbios y
exageración en la expectativa de expansión agroexportadora, en un momento en el
que las exportaciones no habían despegado lo suficiente, transformó la euforia en
una crisis. La Ley de Bancos Garantidos permitió maniobras que poco tenían que ver
con la producción y el comercio, pues los bancos debían endeudarse en el exterior
para poder emitir. Como a lo largo de toda la historia, se fueron sucediendo una
corrida bancaria y cambiaria, el ahogo financiero del gobierno, la quiebra de
entidades bancarias, un proceso inflacionario, ajustes fiscales, deterioro del poder de
compra de los asalariados y, finalmente, cesación de pagos. La crisis del 90 también
se conjugó con una revolución e intrigas palaciegas que terminaron con el mandato
del hasta entonces presidente Juárez Celman. La Banca Baring estuvo a punto de
pagar el precio de sus malos negocios con la propia quiebra, de la que fue rescatada
por los británicos y por el gobierno argentino. En 1890, cada habitante debía al
exterior 21 libras.
Luego de la crisis del 90 las negociaciones con la banca acreedora desembocaron en
un acuerdo firmado en 1891. Por este acuerdo la Argentina quedaba dispensada de
remitir fondos a Europa por tres años y se le concedía un préstamo de consolidación
garantizado por sus rentas aduaneras. Además, por igual cantidad de años, las
autoridades locales no podían solicitar nuevos préstamos en el exterior. Entre 1890 y
1892, la deuda se incrementa debido al préstamo de moratoria (15 millones de
libras), descontadas las cancelaciones y amortizaciones. En 1893 llegó el “acuerdo
Romero”, por el cual se aplazaban los plazos para el pago de la deuda, cuyos
servicios completos volvieron a abonarse normalmente a partir de 1897. En 1892, la
deuda per cápita era de más 20 libras.
En el primer quinquenio del siglo XX se intensifican las corrientes de capitales
extranjeros, más concentradas en inversiones directas, lo que redujo la participación
de la deuda externa sobre el total de capitales ingresados. Sin embargo, en términos
absolutos esta siguió aumentando. La deuda por habitante era de 17 libras.
En el primer cuarto del siglo XX, el endeudamiento externo siguió creciendo. Luego
de la moratoria posterior a la crisis del 90, los intereses pagados aumentaron sin
28
1928
De Alvear
Yrigoyen
143.000.000
1931
Uriburu
147.800.000
1935
Justo
148.000.000
1938
Justo
106.100.000
1943
Castillo
80.626.000
solución de continuidad y en el trienio anterior al estallido de la Primera Guerra
Mundial triplicaron el valor alcanzado antes de la crisis. En esa primera parte del
siglo XX, solo de manera circunstancial el saldo comercial superó a los intereses de
la deuda, lo cual implicaba una necesidad estructural de captar fondos externos para
cubrir los baches. En 1916, cada habitante debía cerca de 15 libras.
La década de 1920 fue un período de extrema volatilidad. Aprovechando el auge de
la bolsa de Nueva York, hacia 1928 hubo una gran fuga de capitales que hizo
fracasar la vuelta a la convertibilidad establecida un año antes. El desenlace de esta
situación fue la formidable crisis de 1929. Coincidieron entonces una drástica caída
en los términos de intercambio y una reducción de las exportaciones, mientras las
principales potencias tendían a repatriar sus capitales. La deuda per cápita era de
aproximadamente 13 libras.
A contrapelo de lo que ocurría en la mayor parte de los países endeudados, la
Argentina continuó con el servicio de su deuda, introduciendo diversas medidas para
ajustar sus saldos comerciales y controlar el mercado de divisas. Cada habitante
debía 12 libras.
En un período de fuertes restricciones en los mercados internacionales, la deuda
externa se mantiene estable. A partir de 1935, con la creación del Banco Central y la
orientación que le dio Raúl Prebisch a la política monetaria se empezaron a practicar
medidas contracíclicas. La deuda per cápita era de poco más de 11 libras
El pago de amortizaciones, en un contexto de restricciones a los movimientos de
capitales, generó una reducción de la deuda. La deuda por habitante se redujo a
menos de 7 libras.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial, las condiciones internacionales le
permitieron a la Argentina alcanzar superávit comerciales que posibilitaron reducir
el endeudamiento. En 1943, cada habitante debía aproximadamente 5 libras.
Fuentes: Galasso, Norberto, De la Banca Baring al FMI, Colihue Encrucijadas, Buenos Aires 2003.
Rapoport, Mario, El viraje del siglo XXI. Deudas y desafíos en la Argentina, América Latina y el mundo,
Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2006.
2. LA EVOLUCIÓN DE LA DEUDA EXTERNA, 1943-1972
Año
Presidente
1943
1945
Castillo
Farrell
Monto deuda
(en millones
Pública
325,0
264,5
1948
Perón
0
1955
Perón
57,0
1958
Aramburu
1.051
1962
Frondizi
1.868
Guido
2.169
externa
de dólares)
Total
2.854
Observaciones
En este período, las exportaciones mantienen altos niveles, mientras que las
importaciones se encontraban debilitadas por el contexto internacional. Esto
permitió acumular reservas y realizar rescates de deuda. En estos dos años, la
deuda media por habitante fue de 20 dólares.
Entre 1946 y 1948 se concretan pagos al exterior por 264,5 millones de dólares,
es decir, el total de la deuda externa. Hacia finales de la década, sin embargo, se
suman diversos problemas en la economía argentina. Los problemas de la
balanza comercial llevan a que en 1950 se contraigan nuevas deudas con el
Eximbank. Los saldos favorables de 1953 y 1955 permiten reducir esa deuda,
que en 1955 asciende a 57 millones de dólares. La deuda per cápita en 1948
era 0 y en 1955, unos 3 dólares.
Con la caída del peronismo se afianzó un proceso de liberalización financiera
con el ingreso del país a diversos organismos internacionales como el FMI y el
BIRF. Poco después se firmaron los acuerdos con el llamado “Club de París”,
que trataban de consolidar a 10 años las deudas oficiales y comerciales
argentinas de corto y mediano plazo como parte de la nueva orientación de la
política exterior que adhería a los principios del multilateralismo. La nueva
orientación se consolidó en 1957 con la firma de un acuerdo stand by con el
FMI. A partir de este momento, el crecimiento de la deuda externa comenzará a
independizarse de los saldos comerciales y apuntará a financiar otro tipo de
actividades, como los programas de desarrollo, o cubrir los desequilibrios en las
cuentas públicas. 52 dólares debía cada habitante en 1958.
Bajo la presidencia de Frondizi la deuda externa crece en más de un 80% a
partir de empréstitos con el FMI, el Eximbank y bancos privados, además de
créditos con el “Club de París”, por más de 800 millones de dólares. Cada
habitante debe algo más de 80 dólares.
Durante la presidencia de Guido, con el grupo militar “colorado’ manejando el
29
1963
Guido/Illia
2.327
2.830
1964
1965
Illia
Illia
2.043
1.956
2.916
2.650
1966
1967
1968
1969
1970
Illia/Onganía
Onganía
Onganía
Onganía
Onganía/Leving
ston
Levingston/Lan
usse
Lanusse
1.959
1.999
1.754
1.996
2.143
2.663
2.644
2.805
3.230
2.875
2.527
5.092
3.046
4.986
1971
1972
gobierno, el país pasa por una severa recesión entre los últimos meses de de
1962 y parte de 1963. Pinedo, Alsogaray y Martínez de Hoz pasan por el puesto
de Ministro de Economía. En esos años la deuda externa continúa creciendo a
partir de nuevos préstamos contraídos, entre ellos uno por 100 millones de
dólares con el FMI. En 1963, la deuda per cápita total se eleva a 130 dólares.
Con el gobierno de Illia se logra un importante crecimiento de las exportaciones
agropecuarias, con mejoras en los términos de intercambio y condiciones
climáticas muy favorables. Este sendero favorable permitió la amortización de
parte de la deuda sin la contratación de nuevos préstamos. La deuda externa
total disminuye a 132 dólares por habitante.
Durante el gobierno militar de Onganía, el crecimiento de la deuda fue
llamativamente intenso, especialmente mientras Adalbert Krieger Vasena se
desempeñó como Ministro de Economía. Entre otras medidas, impuso una
política de tipo de cambio fijo, redujo aranceles y avanzó en la liberalización de
los flujos de capitales, en lo que sería el anticipo de las políticas neoliberales
posteriores. Una burbuja especulativa provocó un importante aumento de la
deuda externa en pocos meses. Cada habitante debía en 1970 U$S 125.
Aun así, el crecimiento de la deuda no resultó de gran magnitud a lo largo de
este período, a pesar de la necesidad de recursos externos por parte del país. La
demanda insatisfecha de divisas se expresaba periódicamente en crisis de
balance de pagos. El contexto financiero internacional mostraba una escasa
liquidez, por lo que parece haber sido la oferta la que determinó la dinámica de
la deuda en este período. La deuda per cápita total en 1972 es de 202 dólares.
Fuentes: Galasso, Norberto, De la Banca Baring al FMI, Colihue Encrucijadas, Buenos Aires 2003.
Rapoport, Mario, El viraje del siglo XXI. Deudas y desafíos en la Argentina, América Latina y el mundo,
Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 2006.
La expansión del endeudamiento externo durante los últimos 30 años
A principios de la década de 1970, la crisis del dólar y, posteriormente, la crisis
del petróleo, generaron en los países centrales una amplia disponibilidad de capitales
(eurodólares y petrodólares) que comenzaron a reciclarse mediante su colocación en los
países periféricos. Esta circunstancia permitió que la dictadura del Proceso de
Reorganización Nacional (1976-1983) contara con el financiamiento necesario para
imponer su política económica precursora del neoliberalismo en el mundo. Este objetivo
recibió el respaldo de los organismos financieros internacionales, dispuestos a estimular
la inserción de los países en desarrollo en los nuevos circuitos financieros.
Una contribución decisiva para consolidar esta estrategia fue la reforma
financiera de 1977. Diseñada por el ministro de Economía del Proceso, José Alfredo
Martínez de Hoz (h), la reforma instaló en una posición hegemónica al sector
financiero, que quedó a cargo de la absorción y asignación de recursos en la economía,
liberalizó las tasas de interés y anudó los vínculos entre el mercado financiero local y el
internacional.
La especulación financiera se convirtió en un comportamiento predominante en
la economía argentina. Una de las operatorias que aportó al endeudamiento externo
consistía en contraer deudas en dólares en el exterior y transformarlos en pesos
sobrevaluados para aprovechar las altas tasas de interés locales y ante la inminencia de
una devaluación convertirlos en dólares para fugarlos al exterior.
A principios de los ochenta, los crecientes déficits fiscales de los EE.UU.
determinaron que el Banco de la Reserva Federal incrementara fuertemente las tasas de
interés con el propósito de atraer capitales localizados en el exterior. El crédito
internacional se volvió caro y escaso, lo que dificultó la obtención de fondos frescos por
parte de países que, como la Argentina, debían afrontar el pago de intereses de una
deuda sumamente acrecida en los últimos años.
Como consecuencia, en 1981 estalló una crisis que obligó a una fuerte
30
devaluación de la moneda, la aceleración del proceso inflacionario y dio lugar a la
emergencia del problema de la deuda externa como condicionante de las políticas
económicas del propio gobierno dictatorial y de los gobiernos democráticos que lo
sucedieron.
El peso de la deuda externa y el fracaso de las políticas económicas
implementadas por el gobierno de Raúl Alfonsín derivaron en un proceso
hiperinflacionario que abrió el camino para las políticas neoliberales desplegadas por el
gobierno de Carlos S. Menem. Desde entonces, el crecimiento económico pasó a
depender del endeudamiento externo, cuyo monto en 1999 superaba en algo más del
50% el PBI.
Pese a la privatización de las empresas públicas, la deuda externa siguió
incrementándose en tanto se acentuó la fuga de capitales. El remate de este proceso
culminó, durante el gobierno de Fernando de la Rúa, con un megacanje de títulos
públicos cuyo resultado más notorio fue un aumento hacia el futuro de los pagos
programados para atender los compromisos internacionales. En este escenario estalló la
crisis de 2001, que llevó, entre otras consecuencias, al abandono de la convertibilidad,
la devaluación monetaria y el cese del pago de la deuda con los acreedores privados
externos.
Entre 2003 y 2005, el gobierno de Néstor Kirchner dio pasos sustantivos para
salir de la situación de default y reducir el monto del endeudamiento. Para ello se
efectuó un canje de la deuda aceptado por más del 70% de los acreedores. Asimismo, se
pagaron 10.000 millones de dólares correspondientes al total de la deuda mantenida con
el FMI. No obstante, si bien se prolongaron los plazos de pago y se redujeron los
intereses, el monto de la deuda externa argentina sigue siendo considerable.
3. EVOLUCIÓN DE LA DEUDA EXTERNA, 1973-2010
Año
Presidente de la Nación
1973
1974
1975
1976
1977
1978
1979
1980
1981
1982
1983
1984
1985
1986
1987
1988
Cámpora/Perón
1989
1990
1991
199+2
1993
1994
1995
1996
Martínez de Perón
Partido de gobierno
JUSTICIALISTA
Videla
MILITAR
Viola
Galtieri
Bignone
Alfonsín
UNIÓN
CÍVICA
RADICAL
Menem
JUSTICIALISTA
Monto deuda
% de aumento de la
externa
deuda en relación con
Observaciones
(millones
el período anterior
dólares)
4.890
A fines de 1975, cada habitante de la Argentina debía al exterior
5.000
+ 62%
U$S 320.
7.800
9.700
El mundo vive en la era de los eurodólares y los petrodólares. Los
bancos internacionales ofrecen créditos fáciles a tasas bajas.
11.700
Comienza el gran endeudamiento del Estado argentino. Pero hacia
13.600
1980 se produce un viraje en la economía mundial. El crédito se
19.000
+
364%
vuelve escaso y caro. En este período, el gobierno de Reagan
27.200
incrementa las tasas de interés en EEUU, lo que termina de
35.700
producir la crisis mexicana de 1982 y otras crisis de endeudamiento
43.600
externo en varios países latinoamericanos. A fin de 1983, cada
45.100
habitante debía al exterior U$S 1.500.
46.200
La democracia se reestablece en medio de un panorama
49.300
internacional muy duro para los países latinoamericanos, que
52.500
experimentan la llamada “década perdida”. El gobierno argentino
+ 44%
58.500
se limita a gerenciar la crisis de endeudamiento sin mucho éxito. Se
produce una crisis hiperinflacionaria en 1989-90. En 1989, la deuda
58.700
por habitante es de 2.056 dólares.
65.300
+ 123%
Consenso de Washington y aceptación por parte del gobierno
argentino de sus postulados y de las políticas propiciadas por los
62.200
organismos financieros internacionales. En 1992, el ministro
61.337
Cavallo renegocia la deuda externa sobre la base del Plan Brady.
62.972
Sin embargo, el endeudamiento sigue aumentando en forma
72.425
galopante, pese a los ingresos obtenidos por las privatizaciones de
85.909
empresas del Estado. La deuda per cápita en 1990 es de 4.092
99.146
dólares.
110.614
31
Año
Presidente de la Nación
Partido de gobierno
De la Rúa
ALIANZA
1997
1998
1999
2000-2001
Monto deuda
% de aumento de la
externa
deuda en relación con
(millones
el período anterior
dólares)
125.051
141.929
145.289
146.575
156.748
2002
Rodríguez Saá
Duhalde
JUSTICIALISTA
2004
Néstor Kirchner
2005
115.896
2008
Cristina Fernández
JUSTICIALISTA
138.064
+ 9%
Observaciones
Políticas de ajuste por consejo del FMI. A fines de 2000, cada
habitante debe al exterior U$S 3.800.
En 2002 la deuda per cápita es de 4.277 dólares. En su pico
máximo antes del canje, es de 4561 dólares.
Default con los acreedores privados, no con los organismos
internacionales, a partir de 2002. En enero de 2005 se lanzó la
reestructuración de la deuda pública. La adhesión del canje fue del
76,15% y se logró una quita nominal del 43%. Del monto total de la
deuda elegible (USD 81.836 millones) se logró canjear USD
62.318 millones. De esta forma el total de deuda reestructurada fue
USD 35.261 millones.
A fines de 2005 se pagó el total de la deuda con el FMI, que
sumaba 9.530 millones de dólares.
La deuda con la quita y el pago al Fondo, no incluyendo los que
quedaron fuera del canje, es de 3.050 dólares per cápita.
En este período, la Argentina no recurre al
financiamiento externo, salvo por la venta de bonos
al gobierno venezolano. El monto de la deuda oficial
no incluye los 26.500 millones de dólares de los
tenedores de bonos que no aceptaron el canje. Según
la revista británica The Economist, sobre una deuda
pública de 127.657 millones de dólares la deuda per
cápita es de 3.174 dólares.
Fuentes: Ministerio de Economía de la Nación. Rapoport, Mario, Historia económica, política y social de
la Argentina, 1880-2003, Ed. Emecé, Buenos Aires, 2009.
4. Etapas, ciclos económicos y crisis financieras
32
Etapas y modelos económicos
La Argentina ha tenido en su historia económica tres etapas bien definidas desde
la constitución del Estado Nacional en 1880: la agroexportadora (aunque en el plano
económico sus inicios son anteriores a esa fecha), la de industrialización por sustitución
de importaciones y la rentístico-financiera. Si llamamos modelo a un esquema
simplificado que pretende reflejar una realidad compleja en sus principales rasgos, nos
estamos refiriendo a tres etapas que representan los elementos sobresalientes de
distintos modelos de país, aunque en cada uno de ellos subsistieran trazos de los otros.
La etapa agroexportadora
La Argentina agroexportadora, que duró hasta la década de 1930, estaba basada
en una peculiar dotación de factores propios y ajenos: grandes recursos agrícolas,
capitales externos y amplias masas de población inmigrante. Su sustento era una
estructura socioeconómica en donde la tierra, el bien abundante, se encontraba
altamente concentrado y en donde el endeudamiento externo, si bien ayudó a montar el
aparato agroexportador, fluía generalmente sin control y con fines especulativos. Desde
el punto de vista de la inserción en el mundo, la Argentina se había transformado en un
gran exportador de productos agrícolas e importador de manufacturas y bienes de
capital, favorecida por una división internacional del trabajo cuyo eje principal era Gran
Bretaña, la gran potencia hegemónica de la época. El país creció pero con una fuerte
dependencia externa, varias crisis financieras y una inequitativa distribución de los
ingresos.
El proceso de industrialización
La etapa que tuvo como rasgo principal de la actividad económica la
industrialización sustitutiva de importaciones puede subdividirse en tres períodos
diferenciados: la industrialización “espontánea” (1930-1945), el proyecto
industrializador peronista (1946-1955) y la industrialización “desarrollista” o “liberaldesarrollista” según los gobiernos (1955-1976). El proceso de sustitución de
importaciones, que proyectó al sector industrial por sobre el agropecuario y abrió una
nueva etapa en la historia económica argentina, fue en sus inicios producto de la
necesidad y no de la voluntad política. Era preciso hacer frente a la crisis económica
mundial que afectaba al país en los años treinta, y en especial a su comercio exterior y a
la demanda extranjera basada en bienes primarios, produciendo manufacturas que no
podían importarse y desarrollando el mercado interno. Este proceso dio lugar al período
de mayor crecimiento e inclusión social en la historia económica argentina y, en ciertos
momentos, con una menor dependencia externa.
El modelo rentístico-financiero
Una de las tareas principales que realizó la dictadura militar luego de tomar el
poder en marzo de 1976 –junto al terrorismo de Estado, que causó 30 mil desaparecidos,
y a la interdicción de los partidos políticos– fue la de producir drásticos cambios en la
política económica argentina. Se promovió la desregulación financiera y la apertura
indiscriminada de la economía, se impulsó un proceso de desindustrialización y
reprimarización en los sectores productivos, se propició una fuerte caída de los salarios
reales de los trabajadores (salarios/precios) mientras se destruían las organizaciones
sindicales, y se estableció un sistema de pre-convertibilidad que se llamó “tablita
cambiaria” y dio origen a actividades especulativas. En particular, a principios de 1977
se implementó una reforma que ubicaría al sector financiero en una posición
hegemónica en términos de absorción y asignación de recursos mediante su
33
liberalización y el alza de las tasas de interés. El endeudamiento externo pasó a ser el
principal obstáculo de la economía argentina.
En los años noventa, ya en democracia, los gobiernos de Menem reafirmaron
aquel rumbo económico con la privatización de empresas estatales, la aplicación de un
tipo de cambio fijo y el seguimiento de las reglas de liberalización de la economía de
acuerdo con los consejos de los organismos financieros internacionales y del llamado
“Consenso de Washington”.
Ciclos, crisis económicas y endeudamiento externo
En la Argentina, los ciclos económicos han estado profundamente relacionados
con las estructuras productivas, comerciales y financieras predominantes en el mediano
y largo plazo, siendo determinantes en cada etapa histórica los vínculos de la economía
con el exterior y, en especial, el endeudamiento externo.
Un ciclo económico consta de cuatro fases sucesivas: prosperidad, recesión,
depresión y recuperación. El término crisis puede tener dos significados distintos. Según
uno de ellos se la define como el punto de inflexión de un ciclo, el momento en que de
la prosperidad se pasa a la recesión. Según otro, más asociado al sentido común, se la
considera como una perturbación dramática de la vida económica de una sociedad.
En la historia económica argentina es posible clasificar las crisis de dos maneras:
1. Teniendo en cuenta su origen. Por ejemplo, diferenciando las que son una
consecuencia de shocks externos (como las crisis mundiales de 1873, de 1929 o la
actual) de las que se corresponden a la dinámica propia de la evolución económica
interna.
2. Atendiendo a su impacto sobre la economía. Algunas crisis se manifiestan en
forma recurrente, asociadas a las características de cada modelo de crecimiento, y otras
constituyen un punto de inflexión debido al agotamiento de alguno de esos modelos.
Esta última distinción resulta muy importante, pues mientras las crisis del primer tipo
muestran un comportamiento repetitivo en su esencia, las del segundo tipo inducen a
una transformación estructural de la economía, la política y la sociedad.
Las crisis de origen externo o interno pueden tener, a su vez, impactos de distinta
magnitud. La crisis de 1929-30 tuvo un origen externo y significó, al mismo tiempo, el
fin de un modelo de crecimiento y el principio de otro. El shock vino de afuera, pero la
economía requería ya de un cambio.
Durante la época del esquema agroexportador, entre el último cuarto del siglo
XIX y los años de 1930, los ciclos se caracterizaban por el fuerte ingreso de capitales
(tanto por la vía de inversiones directas como por medio de un endeudamiento
creciente) y por el montaje y desarrollo de una estructura agropecuaria sustentada en las
exportaciones, con un mercado mundial que necesitaba los productos argentinos. A la
vez, el país debía proveerse de bienes industriales por medio de sus importaciones, pero
también contar con un superávit comercial suficiente para cancelar el servicio de su
deuda, lo cual no siempre resultaba posible.
En cambio, durante el modelo de industrialización por sustitución de
importaciones el endeudamiento externo era pequeño y la inversión extranjera se
radicaba mayormente en el sector industrial, orientado sobre todo al mercado interno,
Pero el sector industrial no alcanzaba a cubrir con sus escasos productos exportables la
demanda de importaciones que generaba, por lo cual dependía de las exportaciones
agropecuarias para mantener la balanza comercial en relativo equilibrio. Nuevamente,
aparecían allí fuentes de turbulencia periódicas.
En cuanto al modelo rentístico-financiero, que predominó desde la dictadura
militar de 1976, el endeudamiento externo volvió a constituir la principal explicación de
34
los ciclos, aunque esta vez predominó el sector financiero y ni la producción interna ni
las exportaciones jugaron un rol clave. Este proceso culminó con la crisis de 2001-2002.
A partir de 2003 la situación es distinta a la de los períodos descriptos, aunque
tiene algunas características similares a cada uno de ellos. En primer lugar, el
crecimiento de los últimos años estuvo basado en el ahorro interno de la economía, es
decir, se creció sin necesidad de endeudamiento externo. Este es un punto fundamental
que marca una ruptura con el modelo rentístico-financiero, así como también una
diferencia sustancial con el esquema agroexportador. En segundo término, el sector
industrial, basado en el mercado interno, volvió a ser un elemento principal de las altas
tasas de crecimiento del PIB, acompañado por una situación favorable en el frente
externo, que siguió siendo predominantemente primario-exportador con un componente
agro-industrial.
Las balanzas comerciales favorables permitieron acumular reservas y las
retenciones y la mejora en la recaudación interna generaron superávits fiscales, lo que
diferenció netamente este proceso de los anteriores y dejó un margen apreciable para
hacer frente a turbulencias y evitar una sensible desaceleración del crecimiento e incluso
una brusca caída del PIB.
Sin embargo, la alta dependencia de las divisas obtenidas por los productos
primarios y los niveles de compromisos creados por el endeudamiento externo previo
constituyen factores de riesgo ante la actual crisis mundial. Al mismo tiempo, persisten
elevados niveles de pobreza y la distribución de los ingresos sigue siendo marcadamente
asimétrica, en tanto algunos poderosos grupos y sectores económicos productivos se han
visto favorecidos con la devaluación, el aumento de los precios de las exportaciones y la
reactivación del mercado interno.
5. El mito del granero del mundo
35
Sueños de grandeza
Toda leyenda amalgama realidad y fantasía en proporciones diversas y se
transmite de generación en generación encubriendo, en muchos casos, los datos
objetivos que proporciona el contexto socioeconómico.
El modelo agroexportador, particularmente en el curso de la década que precedió
a la Primera Guerra Mundial, tuvo una apreciable performance en materia de comercio
exterior, movimiento de capitales y de altas tasas de crecimiento, lo que alentó a la clase
dirigente a imaginar un brillante “destino manifiesto” para la República Argentina.
En este marco ilusorio se configuró la leyenda que atribuía al país del Plata la
condición de “granero del mundo” o “granero del orbe”, según la generosa licencia
poética de Rubén Darío. Sin embargo, esta afirmación –convertida en zoncera en el
decir de don Arturo Jauretche– estaba lejos de ser avalada por los hechos, ya que, por
ejemplo, hacia 1907 la Argentina era el tercer exportador agropecuario, detrás de los
Estados Unidos y de Rusia.
Por otra parte, la dirigencia confiaba en el desarrollo basado en la supuesta
inagotabilidad de las riquezas naturales, en la perenne continuidad del endeudamiento
externo y en la inamovible disposición del mundo a adquirir y abonar los bienes
producidos en las fértiles tierras de la pampa húmeda. A ello se añadía la creencia de
que el destino del país se encontraba en las propias manos, haciendo caso omiso a la
condición asimétrica y periférica de la inserción internacional de la nación y al hecho de
que las decisiones globales se adoptaban en otros lares.
La realidad no tardó en mostrar que la Argentina dependía de las grandes
potencias industriales, en particular las europeas, y contaba con una base productiva
precaria que distaba de brindar a su población en crecimiento un bienestar como el que
empezaban a alcanzar los habitantes de Australia, Canadá, Estados Unidos y los países
del norte europeo.
Cuando el mundo se transformó tras la crisis de 1929 y quedó en claro la falta de
autonomía a la hora de tomar decisiones, la clase dirigente debió abrazar medidas otrora
revulsivas para sus convicciones, pero ineludibles a la hora de capear una tempestad
gestada en otras latitudes. El rumbo industrializador adoptado en la Argentina, sobre las
endebles bases heredadas del modelo agroexportador, no fue una respuesta equivocada a
las nuevas condiciones del mundo sino la adaptación al panorama impuesto por una
realidad que escapaba al control de la élite local.
PRINCIPALES EXPORTADORES DE GRANOS
36
(en toneladas)
FUENTE: Vázquez-Presedo, Vicente, El caso Argentino, 1875. Buenos Aires, 1979.
La tierra del estanciero
La poderosa oligarquía que gobernaba el país tenía al menos tres principales
características. Primero, una cultura fuertemente rentística, pues sus principales ingresos
provenían de las extraordinarias ganancias que les brindaba la renta de la tierra.
Segundo, una conducta antidemocrática que permitía a “todos los hombres de mundo
habitar el suelo argentino”, pero marginaba políticamente a los inmigrantes, que
llegaban para trabajar pero no para ser ciudadanos. Era la llamada “república
restringida” de la que nos habla Natalio Botana, propiedad de “gobiernos electores”
perpetuados en el poder mediante el poco elegante mecanismo del fraude electoral y la
interdicción de sus opositores. Tercero, una visión del mundo que consideraba, en 1933,
en palabras del vicepresidente Julio A. Roca (h), que la Argentina “desde un punto de
vista económico debía considerarse una parte integrante del imperio británico”. Por algo
se llegó a pensar el país como una especie de “colonia informal” del Reino Unido, el
principal comprador de sus productos.
37
Esa oligarquía adoptaba, por lo general, pautas de consumo extravagantes y no
necesitaba o no le interesaba invertir en capitales de riesgo. De esa manera, para crear la
infraestructura que el aparato agroexportador requería (transportes, puertos,
urbanización, bienes de capital) los aportes vinieron casi en su totalidad del exterior.
Como narra Ferns, al describir la conducta de ese sector, “en los centros de placer
europeos la palabra argentino se convirtió en sinónimo de riqueza y lujo”. En cambio,
para el más crítico Carlos Ibarguren, “el fomento y el desarrollo desenfrenado de los
negocios y de la especulación engendraron una irresistible ola de agio en todos los
terrenos. Ello trajo como consecuencia la corrupción, el despilfarro, el afán del oro, la
riqueza fácil”. Valores que se transmitieron, de una u otra forma, al resto de la sociedad
y, sobre todo, a los sectores medios.
Félix J. Weil, miembro de una familia dueña de una de las principales compañías
exportadoras de granos a comienzos del siglo XX, le daba por nombre “La tierra del
estanciero” a uno de los capítulos de un libro esencial para conocer la Argentina de las
vísperas del peronismo (el libro se titula Argentine Riddle [El enigma argentino], y fue
publicado en EE.UU. en 1944). En ese libro, Weil trata un tema que todavía interesa.
Esa oligarquía se oponía no sólo a explotar plenamente sus tierras, lo que muchos en la
época denunciaban como “latifundio”, sino también, y sobre todo, a pagar sus
impuestos.
Yrigoyen no pudo imponer en sus gobiernos un impuesto sobre los réditos (tuvo
tres intentos fallidos en 1919, 1922 y 1924), que el Senado, con mayoría conservadora,
le negaba, y hubo que esperar hasta 1932, después del estallido de la crisis de los años
treinta, para su aprobación legislativa. Debe resaltarse que en esta etapa, ante la abrupta
caída del comercio internacional, era la propia subsistencia del Estado nacional la que
dependía de la modificación de la estructura tributaria. Además, pesaba el riesgo de la
moratoria en el pago de la deuda externa. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo.
“Cuando los bienes han sido acumulados la gente pobre puede beneficiarse en el
máximo grado de los esfuerzos de los más afortunados y los más eficientes” (teoría del
derrame) era el argumento utilizado por diversas instituciones empresarias, entre ellas
las rurales, para oponerse al nuevo impuesto a los réditos, tesis parecida a la del llamado
“efecto derrame”, prevaleciente como dogma cincuenta años más tarde.
Weil denuncia en los años cuarenta una de las formas más frecuentes para evadir
esos y otros impuestos: la creación de sociedades anónimas. Además de constituir una
manera sencilla para evitar pagar el impuesto a la herencia, que muchos años más tarde
anularía José Alfredo Martínez de Hoz, ministro de Economía de la última dictadura
militar, también servía para otros fines. Así, en lugar de tener acciones en una sociedad
que era propietaria de cinco estancias, un individuo tenía acciones en cinco sociedades,
cada una de la cuales poseía una estancia que no sobrepasaba el área mínima imponible
de tierras estipuladas por la ley para cierto tipo de impuestos. De esa forma, a diez años
de vigencia del impuesto a los réditos, Carlos Alberto Acevedo –ministro de Hacienda
en los gobiernos conservadores de la Concordancia– proponía otra reforma impositiva.
Con el fin de evitar la inflación, esa reforma no podía ser sustituida “por gravámenes
indirectos que incidirían sobre los consumidores, ya bastante recargados con el aumento
del costo de la vida”. Por lo cual “los impuestos a las grandes ganancias, a las grandes
rentas y a las grandes fortunas son el remedio económico que el país necesita en estos
momentos”. Pero tuvo poco eco y su iniciativa no fue aprobada.
El conflicto sobre las retenciones de los productos agrícolas de exportación
vuelve a colocar en el tapete la cuestión de la reforma del sistema tributario. En el curso
de la historia argentina, la concentración de la propiedad rural no sólo significó un
obstáculo a la materialización de potenciales encadenamientos productivos hacia la
38
industria, sino que frenó, a través del poder político de la élite propietaria, todo intento
de gravar las ganancias extraordinarias de ese sector, ni con un impuesto a la renta de la
tierra ni a través de un arancel sustancial a las exportaciones.
Ya en su memoria de 1964, la Sociedad Rural Argentina califica como injusto e
inconveniente que el campo sea gravado porque constituye la “fuente básica de la
riqueza, sobre la que se estructura la vida económica de la nación”.
39
6. Las crisis del período agroexportador
La crisis de 1873
La primera crisis general del capitalismo que golpeó a Europa en 1873 tuvo
severas consecuencias económicas para la Argentina, cuando la presidencia de la
Nación era ejercida por Nicolás Avellaneda y el país no había accedido a su plena
institucionalización. Los préstamos del exterior se interrumpieron y el país se vio en
figurillas para pagar los saldos deficitarios de la balanza comercial debido al gran
incremento de las importaciones y los cuantiosos servicios de la deuda externa, que
venía creciendo desde la década anterior. Para hacer frente a estas obligaciones, las
reservas metálicas acumuladas en años anteriores comenzaron a exportarse.
Asimismo, se produjo la caída de diversos valores como la propiedad raíz, que
se depreció a la mitad. Las mercaderías se vendieron a precios irrisorios mientras se
multiplicaron las quiebras comerciales ante las dificultades para vender los productos.
La salida del oro provocó la escasez de capitales y el aumento de las tasas de descuento.
Por último, para salvar las magras reservas metálicas, en mayo de 1876 se suspendió la
conversión a oro de los billetes del Banco de la Provincia. De inmediato, el peso fuerte
experimentó una abrupta devaluación.
El comercio exterior experimentó una merma entre 1873 y 1874, lo que dificultó
el financiamiento del Estado debido a su dependencia de las rentas aduaneras. A su vez,
la caída del precio internacional de la lana, principal producto del comercio
internacional argentino, determinó el declive de las exportaciones.
Entre las consecuencias sociales de la crisis se destacaron el aumento de la
desocupación, la detención del flujo inmigratorio y el regreso a sus países de origen de
muchos inmigrantes. Además, los ingresos de los asalariados se deterioraron como
resultado de la devaluación.
Frente a la crisis, el gobierno de Avellaneda tomó severas medidas de austeridad
fiscal. Redujo los gastos para equilibrarlos con las rentas, bajó los sueldos de los
empleados de la administración pública, redujo el plantel y decidió no recurrir al
crédito. En 1876, para aumentar los recursos fiscales, se sancionó la Ley de Aduanas,
incrementando el nivel arancelario. Frente a los acreedores externos, se comprometió a
cumplir con los pagos de la deuda ahorrando “sobre el hambre y la sed de los
argentinos”.
La crisis de 1885
La primera presidencia del Gral. Julio A. Roca culminó con una severa crisis que
obligó, en enero de 1885, a poner fin al ensayo de convertibilidad (entrando en el
llamado patrón-oro, es decir, estableciendo una relación fija oro-pesos) iniciado a fines
de 1883. La medida fue precedida por un fuerte endeudamiento externo, que se tradujo
en un acrecido pago de servicios, en el desequilibrio en el balance de pagos y en el
fracaso gubernamental en colocar dos empréstitos para obras portuarias y sanitarias.
En agosto de 1884, tanto el Banco Nacional como el Banco de la Provincia de
Buenos Aires restringieron los giros a Europa para preservar el metálico que los
respaldaban. Tanto el aumento de las importaciones como la operatoria de los
especuladores, que acrecentaron sus fondos metálicos ante la posibilidad de la
inconvertibilidad, impusieron un fuerte drenaje de oro al Banco Nacional.
En octubre de 1885, la situación fue conjurada mediante un cuantioso empréstito
externo logrado por Carlos Pellegrini en negociaciones con banqueros europeos. Para
concretar la operación, la colocación se hizo al 75% y fueron afectadas las rentas
aduaneras, en un negocio que muchos consideraron ruinoso.
40
La crisis de 1890
En la casa de la bolsa todo es permitido, como en la guerra.
Lucio V. López (nieto del autor del Himno Nacional)
Esta crisis, una de las más importantes que tuvo el país en su historia, constituyó
otra muestra de la subordinación de los ciclos económicos de las economías periféricas
a los de los países centrales a través de la denominada “coyuntura inversa”, es decir, la
relación inversa entre las fases coyunturales de la industrializada Inglaterra y las
naciones periféricas vinculadas a ella. Cuando Gran Bretaña ingresaba en una fase
recesiva, los flujos de capitales se desplazaban hacia el exterior en busca de nuevas
formas de valorización, estimulando una fase ascendente en la periferia. Por el
contrario, cuando los británicos ingresaban en un ciclo ascendente aceleraban la propia
acumulación aumentando la tasa de interés para atraer los capitales localizados en el
exterior y provocando una crisis externa en los países periféricos.
Una parte del endeudamiento externo argentino durante la década de 1890 tuvo
un destino productivo, ya que derivó hacia el montaje de la infraestructura y de los
transportes requeridos por el modelo agroexportador. Por entonces, al presidente Miguel
A. Juárez Celman le interesaba más la continuidad del flujo de inversiones extranjeras
que la estabilidad monetaria o cambiaria. En consecuencia, la expansión monetaria
recibió un fuerte impulso al sancionarse en 1887 la Ley de Bancos Garantidos. Esta
medida autorizaba a sociedades y bancos de provincia a fundar bancos de emisión
comprando oro con fondos públicos al gobierno nacional como garantía de las
emisiones. El sistema abrió el camino a un fuerte endeudamiento externo, puesto que
los bancos, al no disponer de metálico, para conseguirlo comenzaron a vender bonos
propios en el exterior.
Cuantiosas emisiones y la expansión del crédito bancario estimularon un
consumo desmesurado, gastos improductivos y la actividad especulativa en la Bolsa de
Comercio. El descontrol monetario y financiero se originaba en el mencionado
endeudamiento externo público y privado, la atención de cuyos servicios y amortización
demandaban una importante salida de reservas. A ello había que agregar la sangría
representada por el déficit permanente de la balanza comercial a lo largo de la década.
La crisis estalló al interrumpirse el flujo de préstamos externos ante la
desconfianza que despertaba la situación del país. El primer síntoma fue la dificultad
que encontró la banca inglesa Baring Brothers para colocar en Londres los títulos
argentinos mientras intimaba al gobierno a hacer frente sus vencimientos. Una parte de
la responsabilidad en la cuestión le correspondía a la propia Baring, que había hecho
entrar en bancarrota a la Compañía de Aguas Corrientes, cuya concesión le pertenecía.
Entre tanto, una revolución política y militar, que iba a dar nacimiento más tarde
a la Unión Cívica Radical, pese a ser derrotada obligaba a renunciar a Juárez Celman,
reemplazado por el vicepresidente Carlos Pellegrini. Mientras tanto, bancos importantes
se declararon en bancarrota, los valores de los bonos gubernamentales, los títulos y las
acciones de numerosas entidades financieras y empresas declinaron espectacularmente y
la prima del oro ascendió a niveles inusitados (o, dicho de otra forma, el valor del peso
se devaluó rápidamente).
Con la asunción Pellegrini, una emisión de 60 millones destinada a los bancos
oficiales fue dedicada a la compra de metálico en el mercado para coadyuvar al
salvataje de la Baring, casi en estado de quiebra, lo que provocó una nueva alza de la
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prima del oro.
La solución definitiva del problema del endeudamiento argentino requirió como
paso previo afrontar la cuestión de la Baring. En Europa, un comité presidido por Lord
Rothschild formó un fondo de garantía para salvar a la compañía y preservar el prestigio
del sistema financiero británico. Mientras tanto, el gobierno argentino, a fines de 1890,
comisionó a Victorino de la Plaza, que concretó con la banca Morgan un empréstito para
cubrir la deuda externa durante tres años, sin que arribara al país metálico alguno.
Lo insatisfactorio del arreglo obligó a Juan José Romero, ministro de Hacienda
del presidente Luis Sáenz Peña y sucesor de De la Plaza, a encarar un nuevo acuerdo de
la deuda, alegando la imposibilidad de cumplir con los pagos pautados anteriormente.
En esta oportunidad, el acuerdo comprendió la totalidad de las deudas externas con una
reducción de los intereses y la postergación de los pagos de intereses y amortizaciones
por varios años. Tras el llamado “acuerdo Romero”, el país alcanzó una relativa calma
financiera.
Las cédulas hipotecarias en la Argentina del siglo XIX y la actual crisis mundial: una
semejanza
El mecanismo de las cédulas hipotecarias en la Argentina del siglo XIX era muy
parecido –salvando las distancias de época y de técnicas financieras así como el tipo de
deudores– a la operatoria de los créditos hipotecarios (subprime) que originó la actual
crisis mundial. En aquella época, los bancos otorgaban créditos hipotecarios a
estancieros o allegados al gobierno para seguir manteniendo o comprar terrenos,
sobrevaluando sus valores con el fin de justificar préstamos mayores. Como los
deudores tenían tasas de interés y cuotas fijas en pesos que, por lo general, no pagaban a
tiempo, se veían beneficiados por la inflación. Sobre esos créditos se emitían, a su vez,
cédulas que funcionaban como bonos al portador con garantía del Estado y cotizaban en
Londres. Constituyeron uno de los instrumentos de especulación más importantes de la
época, aunque sus tasas de interés estaban fijadas también en pesos, de modo que
cualquier devaluación afectaba a sus tenedores, en gran parte extranjeros. Además, el
Banco garantizaba el pago al portador del bono sin importar que el deudor cumpliera su
obligación con él. El resultado fueron los morosos incobrables. Eran, pues, hipotecas
dudosas, como en el caso de las subprime, que luego circulaban en forma de títulos en
los mercados financieros. Ya en la Argentina del siglo XIX se hacía este tipo de
negocios.
Es decir que, al igual que en otras crisis, el Estado sólo era uno de los
responsables y ni siquiera el principal. O, en todo caso, se convertía en pagador en
última instancia de aprovechados núcleos de interés locales y especuladores, quienes
finalmente le transferían sus pérdidas. Una historia conocida.
La crisis de 1913
A partir de 1904-1905, el ingreso de oro por superávits comerciales y por el flujo
de capital externo contribuyó a una mayor emisión, con la consiguiente expansión de los
negocios y de las actividades especulativas. Este período de prosperidad, el más
prolongado del modelo agroexportador, finalizó en 1913. A partir de entonces, las
entradas de capital disminuyeron abruptamente y el pago del servicio de la deuda se vio
dificultado, por lo que en mayo de ese año se inició un ciclo recesivo caracterizado por
el incremento del monto de las quiebras, que duplicó el de 1912 y triplicó el de 1911.
Por su parte, las exportaciones y los magros ingresos de capital resultaron
insuficientes para hacer frente a las importaciones y a los rubros invisibles,
invirtiéndose el signo del sector externo. La detención del flujo de capitales externos y
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la fuga de los que habían llegado a corto plazo obligó al gobierno de Victorino de la
Plaza, en 1914 –aun antes de agotarse las reservas–, a suspender la convertibilidad
vigente desde 1899. Los saldos positivos del comercio internacional durante la Primera
Guerra Mundial parecieron restaurar un período de bonanza que hizo olvidar la crisis.
La crisis de 1930
En los últimos meses de 1928, durante la segunda presidencia de Hipólito
Yrigoyen, la situación económica comenzó a deteriorarse. Los precios de los productos
exportables empezaron a descender con velocidad, mientras que los de los importados
no variaron en la misma medida. Por otra parte, los capitales externos, en especial los de
corto plazo, comenzaron a emigrar rápidamente por el alza de las tasas de interés en los
Estados Unidos, lo que iba a constituir el prolegómeno de la crisis que se avecinaba.
A medida que transcurría 1929, la balanza de pagos fue reflejando el deterioro de
la situación económica y la Argentina fue el país que perdió más oro en el año. Desde
setiembre de 1928, los bancos extranjeros desempeñaron un rol principal en el envío de
metálico de la Caja de Conversión hacia el exterior superando no sólo a los bancos
nacionales sino al propio Banco de la Nación. La Caja, por su parte, no pudo frenar el
drenaje de divisas provocado por la huida de capitales, acentuada por el
desencadenamiento de la crisis mundial de octubre de ese año, lo que llevó a la
suspensión de la conversión el 16 de diciembre reiniciada en agosto de 1927.
Dada la dependencia de la economía argentina de los flujos comerciales y de
capitales, el primer impacto de la crisis se produjo en el sector externo. La balanza
comercial de 1930 fue netamente deficitaria. Entre 1929 y 1930 las exportaciones
disminuyeron un 36%, mientras que las importaciones se contrajeron mucho menos.
El valor de los productos agropecuarios bajó drásticamente, lo que agravó la
situación. A fines de 1931, el valor de los cereales y del lino había descendido, en
promedio, a cerca de la mitad del que tenían antes de la crisis. Las carnes no sufrieron
tanto, al igual que los productos forestales, pero las lanas experimentaron un gran
descenso en sus cotizaciones, a lo que se sumaba el fuerte proteccionismo agrario en
Europa, que fue agudizándose con la depresión y resultó muy perjudicial para la
Argentina. Se produjo también una caída en los términos de intercambio por la mayor
declinación de los precios agropecuarios con respecto a los industriales.
En un principio, para hacer frente a la crisis, se pusieron en práctica políticas
ortodoxas que, de acuerdo con la concepción dominante de la época, buscaban
equilibrar el presupuesto como base para estimular a los mercados a encontrar un nuevo
punto de equilibrio. Conforme a esa orientación, se redujeron los salarios de los
empleados públicos y se practicaron múltiples restricciones presupuestarias. Pero al
mismo tiempo comenzaron a tomarse medidas económicas en las que el Estado tenía un
papel cada vez más importante.
Durante el gobierno de facto del Gral. José F. Uriburu, la primera medida
importante, que se tomó en octubre de 1931 a fin de atenuar el desequilibrio del
comercio exterior y la fuga de divisas, fue la implantación del control de cambios. El
mecanismo elegido consistió en la creación de una Comisión de Control de Cambios,
que tenía por objetivo fijar periódicamente el valor de las divisas y asegurar el pago de
las obligaciones financieras externas.
El incremento del 10% que se fijó en los aranceles aduaneros contribuyó a acentuar
el efecto proteccionista que de hecho tenían las disposiciones cambiarias. Pero los
efectos de ambas medidas resultaron amortiguados por la firma del Pacto RocaRunciman, que establecía una política discriminatoria en favor de las empresas y
exportadores ingleses. Con todo, tuviera o no esa finalidad, el fuerte proceso de
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industrialización por sustitución de importaciones que vivió el país en aquellos años se
debió en gran parte a la política adoptada por los gobiernos conservadores de entonces
en el sector externo.
El tango y la crisis de los años ‘30
La música popular suele reflejar los avatares sociales con una singular precisión.
Nada mejor que ella para entender el sentir de la población, incluso en aquellos
momentos en los que la banalidad de la música revela una sociedad banal. En el caso de
la crisis de los años 30, el tango logró dar un salto cualitativo de singular magnitud,
pasando de reflejar pesadumbres individuales a radiografiar sin piedad –aunque con una
lírica y una musicalidad excepcionales– una sociedad derrumbada y sin destino.
Probablemente quien más contribuyó a tal giro haya sido Enrique Santos
Discépolo (1901-1951), arquetipo de una época, resistido en sus comienzos, aclamado
luego y convertido finalmente en figura controversial por su adscripción al peronismo
en los últimos años de su vida. De su mordaz pluma salió “Cambalache”, el símbolo de
una Argentina en crisis permanente. Escrito en 1934 para la película El alma del
bandoneón, “Cambalache” reflejaba el clima de corrupción, de inversión de valores y la
sinrazón de un mundo en el que todo daba lo mismo. Pretendiendo reflejar un momento
especial de la vida del país, se convirtió pronto en el canto a buena parte de nuestra
historia, devenir que lo mantuvo vivo desde entonces a través de varias generaciones.
Pero la obra de Discépolo no se resume en “Cambalache”. A veces con menos cinismo,
pero no con menos dramatismo, buena parte de su obra está inspirada por el clima de la
época y las miserias humanas y sociales, desplegadas en otros clásicos como “Yira...
yira...” o “Qué sapa señor” (Y en medio del caos que horroriza y espanta/ la paz está en
yanta y el peso ha bajao.../ Hoy todo Dios se queja,/ y es que el hombre anda sin
cueva...).
El genio de Discépolo, sin embargo, no logró opacar a otros poetas del tango que
también contribuyeron a “leer” la época de crisis. Enrique Cadícamo, por ejemplo,
realizó aportes notables no exentos de un humor cínico como el que se destila en “Al
mundo le falta un tornillo” (1932), donde en pocas líneas se resumen los varios
conflictos simultáneos que aquejan al Buenos Aires de entonces (El ladrón es hoy
decente/ a la fuerza se ha hecho gente/ ya no encuentra a quién robar/ Y el honrao se ha
vuelto chorro/ porque en su fiebre de ahorro/él se “afana” por guardar). Nuevamente, su
lírica trascendente lo leva a convertirse en clásico “multiépoca”, preferido de los
grandes cantores desde Carlos Gardel –cuya versión preferimos– a Julio Sosa.
Mucho más dramática es la forma en que Celedonio Flores intenta retratar el
callejón sin salida individual de la crisis en tangos como “Pan” (1932), verdadera
denuncia contra un régimen que, a fuerza de miseria, impulsa al delito y luego condena
sin misericordia (Quisiera que alguna pudiera escucharlo/ en esa elocuencia que las
penas dan,/ y ver si es humano querer condenarlo/ por haber robado un cacho de pan).
También la injusticia social, la rebeldía y las luchas de clases se exponen, a
veces de manera elíptica y otras más explícitamente, como en la letra de Mario
Battistella “Al pie de la Santa Cruz” (1933), donde se canta “Declaran la huelga,/ hay
hambre en las casas./ Es mucho el trabajo/ y poco el jornal/ y en ese entrevero/ de lucha
sangrienta/ se venga de un hombre/ la ley patronal”.
Pero incluso en época de fraude político, disgregación social, individualismo
creciente y desmotivación generalizada es, nuevamente, un acontecimiento vinculado al
tango el que sacudió el escenario y convocó una congregación multitudinaria como rara
vez pudo encontrarse por esos años. La repatriación de los restos de Carlos Gardel se
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convirtió en un hecho social y político que devolvió transitoriamente las masas a las
calles y presagiaba futuras convocatorias mucho más cargadas de reclamaciones
concretas pero igualmente apasionadas.
Fuente: Andrés Musacchio, en M. Rapoport y A. Zaiat, Historia de la economía
argentina del siglo XX, Página/12, Buenos Aires, 2008.
7. Las grandes crisis contemporáneas
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La crisis de 1981
En Argentina, el neoliberalismo se implementó desde 1976, basado en el plan
que desde un tiempo antes venía elaborando el futuro ministro de Economía Martínez
de Hoz junto a un grupo de economistas monetaristas, los “Chicago Boys”, así
denominados por su formación en la universidad homónima u en otros centros de
orientación similar. La junta militar que asumió todos los poderes públicos a partir del
golpe de Estado del 24 de marzo conformó un nuevo modelo económico caracterizado
por la acumulación rentística y financiera, la vuelta a una inserción internacional basada
primordialmente en la exportación de materias primas agropecuarias, la
desindustrialización, el endeudamiento externo y el disciplinamiento social con una
drástica redistribución regresiva de los ingresos.
La dictadura militar se propuso restablecer la hegemonía del mercado en la
asignación de recursos y abrir súbitamente la competencia de los productos nacionales
con los extranjeros, aunque ello dañara seriamente a la industria local. En una primera
etapa, de 1976 a 1978, se implementó un plan de ajuste ortodoxo, con devaluación,
liberación de precios, congelamiento de salarios, facilidades para las importaciones,
cese de la promoción de exportaciones industriales y desregulación financiera. El
terrorismo de Estado impidió toda resistencia social a la transformación regresiva de la
economía. Las élites agropecuarias, los grandes grupos económicos y financieros
locales y los intermediarios de las finanzas y el comercio internacionales fueron los
beneficiarios inmediatos y de largo plazo de estas políticas.
En esta cuestión, fue de vital importancia la reforma financiera de 1977, que
ubicó al sector financiero en una posición hegemónica en términos de absorción y
asignación de recursos. El nuevo Régimen de Entidades Financieras inició un rumbo
cuyo norte apuntaba a la liberalización del mercado interno y a una mayor vinculación
con los mercados internacionales. Esta reforma se desplegó en dos frentes
complementarios: por una parte liberalizaba de la manera más radical los flujos de
capitales con el exterior, mientras que, por otro lado, flexibilizaba a ultranza la
operatoria de las entidades privadas –nacionales y extranjeras– en el mercado doméstico
y al mismo tiempo establecía una garantía irrestricta sobre los depósitos. Esto inducía al
público a colocar sus ahorros en las entidades que ofrecieran mayores tasas de interés
independientemente de su grado de solvencia y liquidez. La cantidad de bancos creció
exageradamente: pasó de 110 entidades en junio de 1977 a 219 a fines de 1979, y se
autorizó la apertura de 1.197 sucursales financieras, mientras el PBI per cápita estaba
virtualmente estancado.
Otra etapa comenzó en diciembre de 1978 con la aplicación de la “tablita
cambiaria”, que consistía en devaluaciones programadas inferiores a la inflación. Estas
apreciaron el peso, agravaron el cierre de las industrias nacionales, imposibilitadas de
competir con los productos importados, e impulsaron una gran salida de divisas, a causa
de los déficits comerciales y de servicios, como los intereses pagados al capital
extranjero y el turismo al exterior. Estos déficits se cubrieron con ingresos de capitales,
la mayoría en concepto de préstamos al sector público y, en menor medida, a las
empresas privadas.
El diagnóstico inicial que hicieron las autoridades económicas al asumir el poder
señalaba la inflación como problema principal. Para fundamentar sus políticas de
estabilización recurrieron al “enfoque monetario del balance de pagos”, en el que la
inflación se atribuye a la oferta excesiva de dinero en una economía cerrada a las
importaciones. En el caso de una economía abierta, el exceso de demanda provocado
por la expansión monetaria puede derivarse al comercio de importación, aflojando la
rigidez de la oferta de bienes sin provocar un proceso inflacionario. En una economía
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con tipo de cambio fijo y perfecta flexibilidad de precios, el exceso de dinero estimula
la importación, lo que obliga a la gente a desprenderse de moneda local para comprar
divisas, de manera que la oferta monetaria se contrae y vuelve al nivel de equilibrio. La
situación descripta implica también que transitoriamente el gasto supere el ingreso, pero
en esas condiciones, el aumento de la tasa de interés atrae recursos del exterior para
financiar ese exceso.
Este esquema, que debía conducir en el mediano plazo a niveles de inflación y
tasas de interés convergentes con las de EE.UU., tuvo en la práctica consecuencias
desastrosas, porque generó un profundo retraso cambiario que desalentó la producción,
alimentó el déficit comercial y estimuló la entrada masiva de capitales especulativos. El
resultado fue un endeudamiento en moneda extranjera que condicionó las políticas
económicas durante las décadas posteriores.
La perdurabilidad de la política económica de José A. Martínez de Hoz, primer
ministro de Economía del Proceso de Reorganización Nacional, se debió al fuerte apoyo
recibido desde el plano político-castrense y de los principales grupos económicos, así
como a un contexto internacional favorable.
Esa suerte de consenso comenzó a desmoronarse en 1980, cuando diversos
acontecimientos trocaron el contexto favorable en otro crecientemente adverso. En
primer lugar, la cuestión de la sucesión presidencial abría las primeras grietas en la
conducción militar y permitía el surgimiento de tímidos cuestionamientos hacia la
política seguida hasta entonces, en el marco de una creciente lucha interna por el poder.
Pero lo que más afectó al programa fue el súbito viraje del contexto internacional por
los nuevos lineamientos económicos impulsados por los EE.UU., que provocaron una
fuerte alza en las tasas de interés, alterando radicalmente los mercados financieros
mundiales; el crédito internacional se tornó, entonces, caro y escaso. La importancia de
los flujos financieros para la Argentina era fundamental, debido al incipiente déficit
comercial y al saldo negativo de la cuenta corriente, sobre la que comenzaron a pesar
cada vez más los pagos de intereses de la deuda contraída en los últimos años,
multiplicados ahora por el alza de las tasas de interés internacionales y las dificultades
para conseguir fondos frescos.
Simultáneamente, las fuentes genuinas de divisas del país comenzaron a
deteriorarse, ya que luego de varios años consecutivos favorables, los términos del
intercambio volvieron a ser desfavorables. El nuevo contexto puso al país en una
situación delicada, aproximándolo progresivamente a la cesación de pagos. La
hipotética situación de estrangulamiento financiero provocó una “crisis de confianza”
que se agudizó con las dificultades de algunos grupos económicos y la disminución de
la garantía oficial para los depósitos en diciembre de 1979.
El detonante para que la compleja situación se transformara en una verdadera
crisis se produjo en marzo de 1980, cuando el mayor banco local privado, el Banco de
Intercambio Regional (BIR), cerró en forma repentina sus puertas, seguido
inmediatamente por otros tres grandes bancos y algunos más de tamaño pequeño. Su
liquidación afectó a más de 350.000 pequeños y medianos ahorristas, cuyos depósitos
ascendían al 12,7% del total del sistema bancario y al 21% considerando sólo a la banca
privada. Ese acontecimiento dio lugar a una fuerte fuga de depósitos, convertidos en
dólares ante el riesgo de devaluación. El gobierno intentó restablecer la tranquilidad
reinstaurando la garantía plena de los depósitos, medida que desnudaba la debilidad del
sistema financiero y no contribuía demasiado a devolver la confianza. Las reservas de
divisas del gobierno descendieron en 1980 en casi 2.800 millones de dólares, a pesar de
que el endeudamiento público creció en casi 4.500 millones.
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Entre otras cosas, el panorama abierto por la crisis bancaria volvió a acentuar
una característica endémica de la economía argentina: la fuga de capitales. Si bien las
estimaciones del monto de capitales fugados del país es notoriamente divergente, todas
las series dan cuenta de un agravamiento del fenómeno a partir de 1980, que arroja un
resultado sorprendente: entre 1980 y 1982, el monto de la fuga osciló entre los 16.000 y
los 22.000 millones de dólares, dependiendo de la estimación. La cifra equiparaba o
superaba la variación del stock de deuda externa a lo largo del trienio, que ascendió a
16.481 millones de dólares y superaba el stock de deuda privada, que en 1982 ascendía
a 14.836 millones de dólares).
En febrero de 1981, la pauta cambiaria se modificó súbitamente con una
devaluación del 10% y un esquema de devaluaciones posteriores del 3% mensual hasta
agosto, justificadas por un pedido de las autoridades que reemplazarían al dictador Jorge
R. Videla. El paso desnudaba la intención del equipo entrante, pero era simultáneamente
insuficiente para compensar el retraso cambiario y los graves desequilibrios. Por lo
tanto, el mercado reaccionó acentuando su fuga hacia el dólar, disminuyendo
drásticamente el nivel de depósitos y las reservas oficiales, mientras la tasa de interés
llegaba a niveles exorbitantes. Dado el régimen de garantía de depósitos, el gobierno
tuvo que asistir a los bancos que sufrían la corrida de depósitos, lo cual estimuló la
emisión de moneda por un monto de 11,8 billones de pesos, cifra equivalente a la
emisión por todos los demás conceptos en 1980. Con esa actitud se avivaba aún más la
inflación, cuyo combate había sido el objetivo central declarado del gobierno desde su
asunción.
En ese complejo contexto se produjo el traspaso del mando presidencial de
Videla al Gral. Roberto Viola, quien nombró ministro de Economía a Lorenzo Sigaut en
marzo de 1981. Días después, luego de que el Ministro afirmara que “el que apuesta al
dólar pierde”, se devaluó la moneda en un 28%, eliminando la “tablita” cambiaria e
implantando un sistema de tipo de cambio fijo a ser establecido día a día por el BCRA.
También se redujeron ligeramente los aranceles (los cuales volvieron a ser elevados en
forma leve en mayo) y se establecieron retenciones temporarias para las exportaciones
agropecuarias. Ya en junio volvió a devaluarse el peso en un 30%, estableciéndose una
pauta futura de devaluación del 6% mensual, que en setiembre se trocó por la apertura
de un mercado de cambios financiero libre y otro comercial con una paridad establecida
diariamente por el BCRA.
Las medidas se complementaron con una presión sobre el sector monetario por
medio de altas tasas de interés, que en el primer semestre se elevaron por encima del
300% para descender de inmediato a algo menos del 200%, nivel que, de todas formas,
resultaba incompatible con cualquier intento de expandir la producción, teniendo en
cuenta que la inflación de ese año fue del 100%.
Especial mención merece el papel del Estado en la ayuda a las grandes empresas
privadas endeudadas en los años previos, muchas de las cuales se veían agobiadas por
los pasivos. En junio se estableció un sistema de seguros de cambio que cubría el repago
de créditos obtenidos en el exterior por el sector privado, siempre que se extendiera el
plazo de su vencimiento por más de un año y medio. El sistema consistía en el
mantenimiento del tipo de cambio vigente en ese momento por parte del BCRA, con
una prima de garantía, fijada para el primer semestre en el 40% del tipo de cambio
fijado por dicho banco y, posteriormente, establecida sobre la base de la evolución de
los precios mayoristas deducida la inflación internacional. Se asistía así a un proceso de
estatización de la deuda externa privada, sin contraprestación alguna por parte de este
último sector.
Además de la crisis, el balance de la dictadura militar en el plano económico fue
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desastroso: un endeudamiento, en gran parte ilegítimo, que llevó la deuda externa de 9
mil millones de dólares en 1976 a 45 mil millones en 1983; una tasa de inflación de tres
dígitos (333%) en 1983 y un PIB que cayó de tal manera en 1981 (-5,4%) y 1982 (3,2%), compensando algunos años anteriores de crecimiento, que hizo que la economía
del país se mantuviese prácticamente estancada en todo el período dictatorial.
La crisis de 1989
A fines de 1988, a pocos meses de lanzar el Plan Primavera, el gobierno de
Alfonsín soportaba desequilibrios en las principales variables económicas. En el ámbito
externo, el ahogo generado por el pago de la deuda externa y el desfavorable ciclo de
los precios internacionales significó una preocupante reducción de las reservas en poder
del Banco Central. En el plano fiscal, la inflación, el atraso tarifario, la reducción en el
nivel de actividad y los rumores de una posible moratoria tributaria comenzaron a
erosionar los ingresos del Tesoro Nacional. El Banco Central recurrió, en forma
creciente, a la emisión monetaria y de títulos, con tasas de interés cada vez más altas,
como mecanismo de propagación. Dichas tasas contribuyeron a una reducción del nivel
de actividad económica, lo que agravó la situación fiscal. De esta manera se fueron
financiando a muy corto plazo los desequilibrios en el mercado de divisas, acrecentando
el problema de la deuda e incorporando un fuerte componente especulativo a la
economía.
El desasosiego económico se veía, a su vez, agravado por la conflictividad de la
situación política. La probable derrota electoral del radicalismo en las elecciones
presidenciales, la inestabilidad generada por los levantamientos militares, tensas
negociaciones con la oposición en torno de los proyectos de ley impulsados por el
oficialismo y los enfrentamientos con los gobernadores provinciales por la
coparticipación de impuestos fueron algunos de los múltiples flancos de batalla que
debió atender la administración radical. Todo esto se tradujo en una notable disminución
de sus márgenes de acción política. En dicho contexto, Alfonsín decidió adelantar para
mayo la elección presidencial de 1989, con el objetivo de que la crisis económica no
afectara las posibilidades de triunfo del candidato radical Eduardo Angeloz.
El contexto de alta inestabilidad condujo a que en noviembre de 1988 se
registrara una primera corrida contra el austral, que la autoridad monetaria logró
controlar gracias a la venta de dólares en el mercado libre. A los problemas con sectores
militares se sumaban las primeras críticas de la UIA y la fuerte oposición que las
entidades del sector agropecuario sostenían contra el programa económico.
En enero de 1989 el Banco Mundial decidió suspender el desembolso de fondos
comprometidos, oficializando así el retiro de su apoyo al gobierno radical. En esas
condiciones se acrecentó la debilidad de la administración alfonsinista y las expectativas
de devaluación comenzaron a incrementarse entre los principales operadores
económicos. Una nueva corrida especulativa contra el austral se registró a mediados de
mes y poco a poco el gobierno comenzó a perder los escasos apoyos con los que hasta
ese entonces contaba. En los últimos días de ese mismo mes se sumó un nuevo ataque
especulativo contra la moneda nacional. El Banco Central respondió, al igual que en los
casos anteriores, ofreciendo reservas y títulos con alto rendimiento. El 6 de febrero el
BCRA suspendió la venta de divisas debido a la insuficiencia de reservas.
Los factores que desencadenaron la corrida cambiaria poniendo fin al Plan
Primavera e inaugurando los movimientos especulativos que desembocarían en la
hiperinflación fueron variados. Se destacaron el rol jugado por el clima de alta
incertidumbre política que afrontaba el gobierno ante la falta de apoyos internos y
externos, al público conocimiento que por entonces existía sobre la escasa capacidad de
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respuesta del BCRA, las fuertes expectativas de devaluación entre los operadores
económicos debido a la apreciación del austral y la evidente incapacidad del Plan
Primavera para estabilizar las principales variables macroeconómicas.
Los poseedores de divisas, por su parte, comenzaron a retener los dólares
generados por el comercio exterior. Ese comportamiento agudizó la estampida de la
cotización del dólar. En marzo se produjo un masivo retiro de depósitos bancarios que
agravó aún más la situación del mercado cambiario. En ese mes, la inflación comenzó a
elevarse casi duplicando los registros de febrero, situación que condujo al candidato
presidencial del oficialismo a pedir la renuncia del equipo económico. El 31 de marzo
renunció el equipo económico y asumió el hasta entonces presidente de la Cámara de
Diputados, Juan Carlos Pugliese. Su estrategia consistió en un progresivo vuelco de las
divisas provenientes de las exportaciones al mercado libre con el fin de incrementar la
oferta y dar respuesta gradual a los reclamos de unificación. Sin embargo, la creciente
liquidación de divisas en el mercado libre estrechó el vínculo entre la dinámica del dólar
y los precios internos.
El comienzo del proceso hiperinflacionario se ubica en abril, momento en que la
dinámica de formación de precios se dolariza y los salarios comienzan a negociarse ya
no sobre la base de la inflación pasada, sino sobre las expectativas de precios corrientes.
Desencadenado ese proceso, la estrategia de las empresas consistió en recurrir a subas
de precios, así como a una importante reducción de la oferta con el fin de conservar su
stock, o sea, su capital de trabajo. Por su parte, los trabajadores presionaron por pagos
de salarios quincenales, y en algunos casos hasta semanales, para evitar que la inflación
licuara sus ingresos.
El 3 de mayo se unificó y liberalizó el mercado cambiario, lo que dio lugar a
importantes subas del dólar y de los precios, mientras los operadores privados
comenzaron una monumental fuga de capitales que agravó aún más la crisis. A partir de
ese momento, la situación social comenzó a tensarse.
El 14 de mayo se realizaron las elecciones presidenciales en las que se impuso la
fórmula justicialista encabezada por Carlos Menem y Eduardo Duhalde. Días antes se
registró una primera movilización en protesta por la suba de precios. El clima social fue
creciendo en intensidad, hasta desembocar en una serie de manifestaciones populares
que incluyeron saqueos y ataques a comercios en los principales centros urbanos.
En consonancia con la crítica situación de la economía y la caída del salario, la
destrucción de puestos de trabajo se tornó cada vez más grave. Frente al caos social, el
29 de mayo Alfonsín decretó el estado de sitio, medida que sería ratificada días después
por el Congreso y que regiría por más de dos meses. Como consecuencia de la represión
policial para detener los saqueos, catorce personas perdieron la vida y centenares
resultaron heridas.
Ante el evidente fracaso de la liberalización cambiaria, y luego de intentar un
aumento de las retenciones, rechazada por los representantes agropecuarios, Pugliese
abandonó la cartera de Economía y fue reemplazado por el joven diputado radical Jesús
Rodríguez, quien dispuso una fuerte devaluación, un estricto control de cambios y la
suba de las resistidas retenciones a las exportaciones. Tras la devaluación de la primera
semana de junio, la dinámica del dólar comenzó a estabilizarse en simultáneo con el
establecimiento de un estricto control sobre los retiros de depósitos bancarios. A fines
de junio, en medio del descontrol de precios y ante la imposibilidad de acordar un
programa de transición que garantizara la gobernabilidad, Alfonsín decidió abandonar
anticipadamente su cargo. La inflación arrojó en julio la cifra más alta como respuesta a
la suba de las tarifas públicas establecida por el nuevo equipo económico.
A lo largo de los casi cuatro meses que duró la hiperinflación, la variación del
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tipo de cambio y el aumento de precios se retroalimentaron, deteriorando seriamente los
salarios. Para el conjunto del año 1989, la tasa de inflación llegó al 3.079% mientras que
el PIB caía un 4,4%. La experiencia hiperinflacionaria no solo coronó una década
signada por el estancamiento cuyas principales víctimas fueron los sectores populares,
sino que tiñó de frustración los resultados que en lo económico arrojara el primer
gobierno tras el fin de la dictadura militar. La crisis hiperinflacionaria fue a la vez
continuidad y ruptura respecto del pasado. Continuidad en cuanto evidenció, una vez
más, la raíz externa del conflicto por la dependencia de la economía respecto de la
disponibilidad de divisas. Y ruptura en la medida en que dicha dependencia no se
vinculaba ya a los procesos de crecimiento desequilibrado que dieron lugar a los ciclos
de stop and go, sino más bien a las nefastas consecuencias que el proceso de
endeudamiento generó sobre la economía.
La crisis de 2001
Bajo la presidencia de Carlos Menem y siendo ministro de Economía Domingo
Cavallo, se implementó por ley, en abril de 1991, el llamado régimen de convertibilidad,
que venía acompañado de reformas estructurales enraizadas en la ortodoxia neoliberal
del Consenso de Washington y del FMI. Su objetivo aparente era evitar nuevas
hiperinflaciones, como las de 1989 y 1990, con la consiguiente depreciación del peso,
en el marco de una situación de fuertes compromisos externos que venían del ciclo de
endeudamiento inaugurado por la última dictadura militar.
Ahora, el Banco Central debía realizar todas las operaciones de cambio que le
fueran solicitadas a la paridad fija de 1 peso por dólar (a partir del 1º de enero de 1992
se estableció el peso como moneda de curso legal, equivalente a 10.000 australes). El
esquema se completaba con la apertura comercial y la liberalización de los flujos de
capital. El tipo de cambio se convertía así en el ancla del sistema de precios. La creación
y la absorción de dinero quedaron limitadas al ingreso o egreso de divisas, lo que
transformó la oferta monetaria en una variable exógena, fuera del control de la política
económica. Así, el déficit público debía financiarse forzosamente en los mercados de
capitales, y ya no en el Banco Central.
La decisión de privatizar empresas públicas para cancelar parte de la deuda
externa hizo que muchas de ellas se malvendieran y dieran lugar a actos de corrupción,
restando activos valiosos a la economía nacional y sin aliviar el problema del
endeudamiento. Además, la reestructuración de las empresas privatizadas generó un
creciente desempleo. Se transfirieron también ingresos del sector público al privado con
la privatización de los aportes de la seguridad social a través de las AFJP, acrecentando
el déficit fiscal. Para compensar esta situación, el sector público nacional debió hacer un
ajuste mayor y disminuir todos los rubros de gastos, excepto el pago de intereses de la
deuda.
La conjunción de la apertura comercial, la liberalización del movimiento de
capitales, la desregulación de la economía nacional y un tipo de cambio fijo y
crecientemente sobrevaluado en la década del 90 provocaron importantes
transformaciones en la estructura productiva argentina. Así, la profundización del
proceso de desindustrialización (la participación de la industria en el PIB cayó del 27%
en 1990 al 15% en 2002), la acentuación del predominio del capital financiero y la
creciente extranjerización de la producción interna se tradujeron en una mayor
dependencia de los flujos externos. Pero la inversión extranjera directa se destinó en
gran parte a la adquisición de firmas locales ya existentes, y el endeudamiento con el
exterior sirvió para financiar los abultados déficits de la cuenta corriente, motorizados
por el sesgo importador, el pago de dividendos e intereses vinculados a esos mismos
51
flujos y la fuga de capitales. De modo que ese financiamiento cumplió el papel de
proveer las divisas necesarias para sostener la convertibilidad y el esquema de precios
relativos que se derivaba de ella, y no el capital productivo.
Por otra parte, el efecto de los shocks externos fue decisivo para desnudar la
fragilidad del sistema. El impacto de la crisis mexicana de 1995 pudo ser superado a
costa de una caída del PIB, aunque a partir de 1997 el estallido de nuevas crisis
financieras en los países emergentes afectó la economía argentina con consecuencias
más graves. Por eso, cuando esta situación revirtió el influjo de fondos, a partir de 1998,
la recesión se tornó inevitable, iniciando el camino que llevaría a la crisis de 2001. En
1999, la economía local sufrió, además, otra serie de shocks que repercutieron en su
frente externo. La devaluación del real (en enero) y la apreciación del dólar (y del peso)
frente al resto de las principales monedas mundiales agravaron el retraso cambiario y el
déficit en el comercio exterior. Paradójicamente, ese mismo año, en la asamblea del
FMI, la Argentina fue elogiada por las autoridades del organismo como un ejemplo a
seguir por su comportamiento económico, que aplicaba fielmente las recomendaciones
del Fondo.
Sin embargo, la realidad mostraba la otra cara del modelo. Después de casi una
década de políticas neoliberales, la demanda agregada estaba deprimida, la
sobrevaluación cambiaria inhibía el crecimiento de las exportaciones y de la producción
doméstica y el desempleo elevado limitaba el consumo, mientras que la crisis del
endeudamiento amenazaba el régimen de convertibilidad y subordinaba a la política
económica. El desequilibrio externo emergía como una característica estructural que
acompañaba el modelo desde sus inicios. El incremento sostenido del nivel de reservas
era fundamental para el crecimiento de la economía, pues de él dependía el
comportamiento de la oferta monetaria y del crédito. Pero el paulatino drenaje de las
mismas en el marco del régimen de convertibilidad contraía la base monetaria. En
consecuencia, evitar una agudización de la iliquidez dependía de que el gobierno
proporcionara más divisas endeudándose. Esa lógica se reproducía y agravaba porque
los ingresos externos gestionados por el Estado, incluyendo los del FMI, daban lugar a
maniobras especulativas o eran rápidamente fugados por el sector privado, que reducía
sus pasivos y aumentaba sus activos en el exterior a costa del incremento de la deuda
externa pública.
Día a día se confirmaba la inviabilidad del régimen de convertibilidad sostenido
por el nuevo presidente De la Rúa. Una profundización del ajuste se tornó la única
alternativa para tratar de mantener el control de la economía a través de medidas como
un aumento de impuestos a los sectores medios, la rebaja de salarios y jubilaciones o la
ley de flexibilización laboral, pero esto redujo la demanda interna y agravó la situación.
La destrucción del aparato productivo y su correlato en el aumento de la desocupación y
la pobreza implicaban un deterioro del nivel de vida a niveles antes nunca vistos. En
octubre de 2001 la desocupación estaba cerca del 20%, la pobreza impactaba sobre el
36% de la población y la indigencia llegaba al 12%.
Cavallo, que había retornado al ministerio de Economía, proclamó el déficit
cero, que contrajo aún más el nivel de actividad económica y los ingresos fiscales, y
realizó un ruinoso megacanje de títulos soberanos incrementando los niveles de
endeudamiento. A su vez, al deterioro progresivo de las finanzas del sector público
nacional se agregó otra problemática: las disputas con las provincias, que encontraron
crecientes dificultades para financiarse mientras que el gobierno central les reclamaba
compromisos con el fin de eliminar sus déficits. El conflicto se alivió parcialmente a
través de la emisión de cuasi-monedas, que permitieron incrementar la liquidez pese a la
escasez de dólares, base de emisión de dinero primario. Esta situación era contraria a los
52
intentos de dolarización propuestos por sectores del establishment argentino y
norteamericano, pero la existencia de esas cuasi-monedas implicaba el deceso de hecho
del régimen de convertibilidad.
Por otro lado, ya había comenzado un fuerte drenaje de depósitos bancarios
simultáneo al agravamiento de la recesión y a las crecientes expectativas de
devaluación. Los depósitos eran convertidos en dólares y atesorados o fugados al
exterior, provocando una mayor caída de las reservas del BCRA, que aseguraba su
provisión conforme al régimen de convertibilidad. Este drenaje puso al sistema al borde
del colapso y obligó al gobierno a sancionar, primero, una “ley de intangibilidad de los
depósitos”, y a instaurar poco después el “corralito”. El 1º de diciembre el gobierno
impuso restricciones semanales ($250) al retiro de fondos de los bancos y un tope
(1.000 dólares) a las transferencias al exterior, y ofreció al mismo tiempo la opción de
dolarizar los depósitos en pesos. Era el reconocimiento de que la riqueza financiera
creada por la especulación no tenía contrapartida real en bienes y servicios.
La crisis económica, la más dramática de la historia argentina, fue acompañada
por una crisis política y un estallido social de enorme envergadura el 19 y 20 de
diciembre de 2001, que obligó a la renuncia del presidente Fernando de la Rúa. A este
episodio le siguió la declaración del default de la deuda externa y, finalmente, en enero
de 2002, la devaluación del peso y el retorno a un tipo de cambio flexible. Pero la crisis
era mucho más profunda que el mero quiebre del régimen monetario y dejaba secuelas
de más largo plazo: el deterioro del capital físico y la desindustrialización; altos niveles
de pobreza y desempleo; un endeudamiento externo asfixiante, que de 65 mil millones
de dólares en 1983 pasó veinte años más tarde a 173 mil millones; un PIB que cayó
fuertemente desde 1999 y especialmente en 2001-2002; y el derrumbe del sistema
político.
Cuadro 1
Argentina. Indicadores económicos 1991-2002
Año
PBI
Var.
%
199
1
199
2
199
3
199
4
199
5
199
6
199
7
199
8
Inflación Balanza Deuda Variación
minorista comercial externa
De
Capitales
argentinos
en el
Reservas
exterior
Miles de millones de dólares
%
Resultad Desemple
o
o
fiscal
% de la
PEA
Abril
Deuda
externa
/PBI
%
10,6
84
3,7
61,3
2,7
60,4
3,7
5,3
33,1
9,6
17,5
-2,6
62,7
3,8
53,6
4,9
6,7
27,7
5,7
7,4
-2,4
72,2
4,3
62,9
2,7
9,6
30,5
5,8
3,9
-4,1
85,7
0,7
75
-0,3
13,1
33,3
-2,8
1,6
2,4
98,5
-0,1
79
-1,4
14,7
38,2
5,5
0,1
1,8 109,8
3,9
84
5,6
18,8
40,3
8,1
0,3
-2,1 124,4
3,3
96,2
-4,3
14,3
42,5
3,9
0,7
-3,1 138,8
3,2
99,2
-4
13,3
46,6
53
199
9 -3,4
200
0 -0,8
200
1 -4,4
200
2 -10,9
-1,8
-2,2 145,3
0,9
91,2
-8,5
14,4
51,2
-0,9
1,1 146,6
-0,5
94,2
-7,8
14,7
53,1
-1,1
6,2 168,5
-9,9
107,1
-7
19,0
51,6
25,9
16,7 173,2
-7,9
117,7
-0,8
18,8
143
Fuente: Mario Rapoport y Noemí Brenta, Las grandes crisis del capitalismo contemporáneo. Siglos XX y XXI, Le
Monde Diplomatique, 2010.
La crisis de 2007-2009
Desde comienzos del siglo XXI, después de sufrir en carne propia las crisis de
los modelos neoliberales, los países latinoamericanos mostraron una franca
recuperación política y económica y un dinamismo sorprendente, con acelerados
procesos de integración nacional y regional. Teniendo pendientes todavía graves
problemas de pobreza y distribución de los ingresos, disponen, sin embargo, de
márgenes de autonomía impensables hasta hace pocos años. La restauración “liberalconservadora” está por el momento retrocediendo en esta parte del mundo, mientras
comienza a prevalecer una visión que recupera el rol de los Estados nacionales por
sobre los mercados autorregulados. Sin embargo, ante la crisis que comenzó en Estados
Unidos en 2007, estos países se vieron afectados por la caída generalizada de las
exportaciones. Se trata de una crisis exógena para los países de la región, cuyo epicentro
es Estados Unidos y las economías desarrolladas.
En cuanto al impacto sobre la Argentina, la tasa de crecimiento, el nivel de
reservas, el superávit fiscal, la reindustrialización, la exportación de alimentos
indispensables para una humanidad que carece en gran medida de ellas, la
diversificación de sus relaciones internacionales, son ventajas. Analizada en términos
comparativos con otros países latinoamericanos, la economía de nuestro país se vio
beneficiada por su menor dependencia del financiamiento externo, no ha registrado
todavía tendencias agudas al desempleo, cuenta con los recursos necesarios para atender
los pagos por la deuda pública y su sector bancario parece hasta el presente preservado
de las perturbaciones en las finanzas mundiales. Además, tiene una base de expansión
de la que antes carecía a través del mercado interno.
El aumento de los precios de productos primarios junto a la existencia de un tipo
de cambio competitivo y la recuperación del mercado interno habían permitido
incrementar sustancialmente en los últimos años los recursos tributarios, que sirven no
sólo como recaudo anticíclico y del pago de la deuda sino también para aumentar gastos
sociales y de infraestructura, otorgar subsidios a servicios públicos o estimular activida
des productivas. Sin embargo, el conflicto agropecuario desencadenado a
principios de 2008 generó diferentes trastornos en la economía e impidió la
profundización en la política de retenciones, poniéndole un límite a esa estrategia.
No obstante, desde mediados de 2008 la turbulencia internacional se agravó,
acercándose cada vez más a nuestras orillas. Los resultados de las cuentas nacionales
registrados durante el último trimestre de 2008 y el 2009 permiten constatar una
sensible desaceleración en los indicadores macroeconómicos.
La crisis internacional afectó la balanza de pagos de la economía por cuatro vías
principales, todas ellas vinculadas al sector externo: el debilitamiento de la demanda de
exportaciones, especialmente de manufacturas; los menores precios de los productos
exportables (que habían subido notablemente en el período anterior); la caída del
turismo extranjero; y la disminución de la inversión extranjera directa. Si bien la cuenta
54
corriente siguió siendo positiva por la fuerte disminución de las importaciones, su saldo
favorable se redujo. Por su parte, las cuentas fiscales también se vieron afectadas. La
caída de la actividad económica redujo la recaudación de impuestos y de contribuciones
a la seguridad social, fuentes principales de las finanzas públicas. Sin embargo, así
como disminuyó el nivel de actividad, la debilidad de la demanda externa y doméstica
relajó la
s presiones inflacionarias presentes en el país entre 2005 y 2008, alimentadas en
buena medida por la explosión de los precios internacionales de los alimentos, la
energía y otras materias primas, y vinculadas con el auge de la especulación en esos
mercados.
En síntesis, los efectos de la crisis mundial de 2007-2009 sobre la Argentina,
aunque acotados por las razones expuestas, impactaron sobre todo en el sector externo y
a partir de él, sobre las actividades económicas internas frenando el proceso de
crecimiento de los últimos años. Como señala Aldo Ferrer, “nuestro problema
fundamental no es sólo enfrentar con éxito la crisis mundial, sino resolver la emergencia
sin perder el rumbo de la transformación productiva del país”. Por un lado, es preciso
asegurar el comando propio de la conducción económica y la defensa de los intereses
nacionales. Por otro, la economía de un país se fortalece a través de su mercado interno,
de su propia capacidad productiva. Esas son las bases principales para poder proyectarse
hacia el exterior y no sufrir las consecuencias de una presencia irresponsable en los
mercados mundiales, como le ocurrió a la Argentina de los años noventa y principios de
siglo, que cedió ante los consejos de los organismos internacionales y abrió sus
compuertas ampliamente sin tener resguardado su frente interno originando la brutal
crisis de 2001.
La necesidad de incorporar al proceso de producción y consumo a vastos
sectores de la población todavía excluidos torna indispensable la puesta en marcha de
mecanismos que contribuyan a sostener la reindustrialización del país. Para ello, el
Estado debe fortalecerse como un actor económico relevante a través de políticas de
inversión pública y de articulación con el sector privado. El desprendimiento del Estado
de las decisiones de inversión y, con ello, de las características que adoptaba la
estructura productiva, condujo, anteriormente, a reducir la política económica al sólo
propósito de resolver las urgencias de la coyuntura.
Frente a la crisis, la Argentina tiene históricamente la ventaja de un comercio
altamente diversificado, mientras que sus relaciones con la potencia del Norte, principal
núcleo y fuente de propagación de la misma han sido siempre menores que la de otras
naciones del continente. Así lo reconoció la vicepresidenta del Banco Mundial, Pamela
Cox, al señalar promediando 2009 que nuestro país tiene mejores posibilidades de salir
airoso de esta coyuntura crítica que muchos de sus vecinos.
Más allá de los pronósticos, quizás es preciso recordar que la depresión de los
años treinta marcó para la mayoría de las naciones latinoamericanas el inicio de un
proceso de industrialización y de expansión de sus mercados internos que produjo un
cambio en la orientación de sus economías, compensando las restricciones externas. Y
en algunos casos éstas pudieron salir del modelo primario exportador, como ocurrió en
la Argentina, el Brasil y México. En este sentido, debemos recordar las palabras de
Keynes frente a las repercusiones de la crisis de los años treinta en Gran Bretaña: “(…)
todas las veces que se compran mercancías se contribuye a multiplicar los empleos
ofrecidos a los trabajadores, con la reserva de que las mercancías compradas deben ser
británicas y fabricadas aquí si se quiere una mejora de la situación del empleo en el
país”.
55
8. La inmigración
Un país europeo en América Latina
56
Una frecuentada sentencia afirma que los argentinos descienden de los barcos,
aludiendo a su condición de descendientes de los europeos. El mentado “crisol de razas”
a que dio lugar la inmigración masiva del último tercio del siglo XIX hasta fines de la
década de 1920 sería una amalgama que, básicamente, sólo involucró a italianos,
españoles y demás inmigrantes provenientes de otros países de Europa, excluyendo a
“indios” y “negros”. De ahí emergió el mito de que los argentinos, a diferencia de los
habitantes de los restantes países de América Latina, son blancos y europeos.
Pero esta versión resulta de escamotear la presencia de argentinos que, lejos de
descender de los barcos, provienen de los pueblos originarios. Un reciente estudio
realizado por el Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Universidad de Buenos
Aires ha comprobado que el 56% de los argentinos tiene antepasados indígenas, lo que
ratifica que el estudio del pasado argentino no puede soslayar la presencia de los
pueblos originarios. El análisis de casos en once provincias puso al descubierto que el
componente europeo en el ADN argentino es mucho menor de lo que se pensaba,
incluso entre los estudiosos. El 44% de la actual población desciende de ancestros
europeos, pero el resto –es decir, la mayoría– tiene un ascendiente parcial o totalmente
indígena.
Los ensayos colonizadores
Dirigidos los inmigrantes hacia el interior por la clase gobernante caracterizada por su especulación
en tierra pública –y después también en la privada. La verdadera colonización –aquella que entregaba
gratuitamente la tierra en propiedad dividida en parcelas– fue cortada por intereses ya arraigados en
el campo, y en su lugar el régimen del arrendamiento o de la aparcería vino a suplantarla, llamándose
colonias a terrenos de propiedad privada entregados al trabajo de campesinos en situación de
dependencia, arrendatarios o aparceros.
Gastón Gori, libro Inmigración y colonización en la Argentina, Eudeba, 1964).
Uno de los resultados del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación
celebrado a principios de 1825 entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y su
Majestad Británica fue el fomento de la inmigración. Los proyectos más ambiciosos en
ese aspecto fueron los de los hermanos John y William Parish Robertson y el de John
Thomas Barber Beaumont. En 1825, los dos primeros instalaron una colonia agrícola
con 250 escoceses en Monte Grande, para lo que compraron 6.500 hectáreas en los
actuales partidos de Lomas de Zamora y Esteban Echeverría, en la provincia de Buenos
Aires. En la colonia prosperaron las actividades ganaderas, el cultivo de frutales y
cereales, desempeñadas no sólo por los escoceses sino también por un importante
número de nativos. Según Sergio Bagú: “… en poco más de un año, la sequía, la crisis
financiera producida por la guerra con el Brasil, la indiada y las guerras civiles entre
unitarios y federales arrasaron con esta laboriosa comunidad y se llevaron la fortuna de
los Robertson, que terminaron en la quiebra”.
Por su parte, los barcos fletados por Barber Beaumont transportaron inmigrantes
para instalar una colonia agrícola en San Pedro, al norte de la provincia de Buenos
Aires, y contingentes para poblar Entre Ríos traídos por la River Plate Agricultural
Association. Ambos emprendimientos constituyeron rotundos fracasos.
Luego del derrocamiento de Juan Manuel de Rosas, el gobierno de la
Confederación encabezado por Justo J. de Urquiza garantizó el emplazamiento de
empresas colonizadoras en las provincias de Santa Fe y Corrientes para defender la
frontera de la presión indígena y promover la agricultura. Mediante un contrato firmado
con el gobierno correntino en 1853, el médico Augusto Brougnes trajo 160 agricultores
57
del sur de Francia que conformaron la colonia San Juan del Puerto de Santa Ana, al
norte de la ciudad de Corrientes. Este emprendimiento tuvo corta vida debido a que la
tierra no era apta para ciertos cultivos y, finalmente, en 1858, los colonos se dispersaron.
En cambio, en julio de 1857, con mayor éxito, los propios campos de Urquiza en Entre
Ríos albergaron la colonia San José, integrada por suizos y franceses. Por su parte, en
enero de 1856, como consecuencia de un contrato firmado entre el gobierno de Santa Fe
y Aaron Castellanos, arribaron 200 familias –en su mayoría de origen suizo– y poblaron
la colonia Esperanza en las cercanías de la ciudad de Santa Fe. De esta manera, la
provincia inició su camino hacia su conversión en una región pionera del desarrollo
agrícola.
Por entonces, en la provincia de Buenos Aires los únicos ensayos a favor de la
inmigración y la colonización agrícola se concretaron en Baradero y Chivilcoy. La
primera fue fundada en 1856 por 10 familias de colonos suizos, en tanto que Chivilcoy
lo fue a raíz de una ley impulsada por Sarmiento como senador en 1857. Estos magros
resultados ponían en evidencia la escasa vocación de los gobiernos de la provincia, en
general en manos de la clase terrateniente, para promover la colonización y, por el
contrario, su más frecuente disposición a malvender las tierras fiscales o a facilitar la
especulación fundiaria.
En un esfuerzo más tardío, la Asociación de Colonización Judía, financiada por
el Barón de Hirsch, llegó a la Argentina en la década de 1890, donde compró grandes
extensiones de tierra para ser asignadas a colonos judíos, cerca de 2.700 en 1893. Se
llegaron a crear colonias en Entre Ríos y Santa Fe pero no tuvieron la continuidad
esperada.
La inmigración masiva
La necesidad de poblar el país conforme a la máxima alberdiana “gobernar es
poblar” resultaba perentoria frente a los resultados del Primer Censo Nacional de 1869:
1.737.036 habitantes, con una densidad de 0,62 habitantes por km2.
La voluntad de atraer inmigrantes se remonta a la Primera Junta de gobierno en
1810 y fue consagrada en la Ley de Inmigración y Colonización promovida por Nicolás
Avellaneda en 1876. Esta ley procuraba vincular la inmigración con la colonización de
tierras inexploradas, para lo cual establecía una oficina estatal y una serie de medidas de
estímulo a la radicación de inmigrantes.
No obstante, los masivos flujos inmigratorios del último tercio del siglo XIX y
principios del siglo XX respondieron a la combinación de dos factores: en el orden
internacional, a la depresión que afectó a los países europeos, especialmente Italia y
España, que obligó a la migración de miles de personas; en el orden interno, la
eliminación del “problema del indio” tras la Campaña del desierto, el fin de las guerras
civiles y la consolidación del Estado nacional contribuyeron a afianzar el orden político
y económico del país.
En consecuencia, y contrariando las pretensiones de la clase dirigente, arribaron
al país inmigrantes provenientes de las empobrecidas regiones del sur europeo en lugar
de los países anglosajones o nórdicos. Según el Departamento de Inmigración, entre
1857 y 1930 ingresaron al país casi 6.300.000 inmigrantes y salieron cerca de
2.900.000, lo que arrojó un saldo de casi 3.400.000 extranjeros que decidieron
permanecer en el país. El período en que se registró mayor afluencia inmigratoria fue el
comprendido entre 1901 y 1910, cuando ingresaron 1.764.103 extranjeros, de los cuales
796.190 eran italianos y 652.658 eran españoles.
El impacto inmigratorio fue tal que en tres quinquenios, 1885-1890, 1905-1910
y 1910-1915, la tasa de inmigración neta superó la del crecimiento vegetativo y en el
58
primero de los quinquenios la duplicó. Entre 1885 y 1889 la inmigración representó en
promedio el 76% del crecimiento anual de la población total del país y entre 1904 y
1910 alcanzó al 58%.
Asimismo, la incorporación de los inmigrantes a la estructura productiva
contribuyó al crecimiento de la urbanización, sobre todo en el Litoral. En 1869 la
población rural sumaba 1.250.000 habitantes, mientras que la urbana alcanzaba a
500.000. En 1914, la primera contaba con 3.700.000 y la segunda con 4.200.000
habitantes. Siendo la Argentina de principios de siglo un país agropecuario, su
población era principalmente urbana, lo que mostraba el crecimiento de las actividades
secundarias y de servicios complementarias del modelo agroexportador y la escasa
contribución de la producción agropecuaria a la generación de empleo.
Del estudio de los flujos migratorios en relación con los ciclos del modelo
agroexportador surge que las fases de expansión de la economía coincidían con los
períodos de fuerte afluencia de inmigrantes en tanto que las crisis cíclicas, las
depresiones y la guerra mundial interrumpieron dicha afluencia e incluso dejaron saldos
migratorios negativos.
A partir de 1930, la caída de los saldos inmigratorios fue abrupta. Por otra parte,
la proporción de la población extranjera en total de la población del país comenzó a
descender.
El Hotel de Inmigrantes
El proyecto de edificar un alojamiento para los inmigrantes data de la llegada
misma de la inmigración, pero la urgencia para llevarlo a cabo se hizo evidente en 1873,
cuando el cólera asoló Buenos Aires.
Una vez declarada la epidemia, el encargado de inmigración, Guillermo
Wilcken, debía ocuparse de conseguir un lugar donde situar a los inmigrantes que
llegaban en cantidad. Wilcken señaló al ministro del Interior, Uladislao Frías, la
necesidad de construir un complejo que contara con desembarcadero, hospital,
dormitorios, oficina de trabajo y algún sistema mediante el cual los inmigrantes pasaran
del hotel al vagón del ferrocarril que los llevaría a su destino final en la Argentina. Este
edificio debería ordenar y regular la inmigración desde el momento mismo del
desembarco.
El objetivo no sólo era la asistencia social al inmigrante, la construcción del
hotel era más bien un asunto político, ya que se llevaría adelante la planificación, el
análisis estadístico, la ejecución de las políticas migratorias y un método de propaganda
para atraer la inmigración europea.
El edificio que él había pensado debía ser conceptualmente construido y debía
ser capaz de llamar la atención en Europa, ya que sería un reflejo de lo que la nación
podía ofrecer a los que quisieran emigrar. Debería ser colosal, en palabras de Wilcken:
"más grandioso, si cabe, que el del Banco Provincial, construido con los adelantos del
arte, dotando a sus oficinas de todo lo que contribuya a desarrollar el elevado y político
pensamiento que entraña el axioma constitucional “poblar es gobernar”. Wilcken
invertía así la máxima alberdiana (Memoria al Ministerio del Interior, 1973).
Sin embargo, durante más de dos décadas, mientras se resolvía el tema de la
construcción del hotel, el antiguo panorama de Retiro, un edificio de forma octogonal,
recubierto de madera, de aspecto macabro, sirvió provisoriamente como asilo de
inmigrantes. No faltaron las críticas de prensa que señalaban la necesidad de “buscar un
local más apropiado para recibir dignamente a esos millares de obreros y agricultores
que acuden a nuestro suelo, atraídos por el trabajo remunerador que aquí encuentran”
(La Nación, 6 de noviembre de 1904).
59
Finalmente, en 1906 comienzan las obras para construir el hotel, por lo que el
edificio pensado por Wilcken fue llevado a cabo durante la gestión de otro director de
inmigración, Juan A. Alsina. Como era de esperarse, el hotel se levantó a orillas del río,
en un sitio bastante aislado de la ciudad.
Con una superficie de 27.000 m2, se trataba de una serie de pabellones
dispuestos alrededor de una plaza central. A lo largo de la costa se encontraba el
desembarcadero. Sobre el frente estaba la dirección y las oficinas de trabajo, a
continuación el hospital y los lavaderos y, cerrando el perímetro, el edificio de los
dormitorios y el comedor. Con el tiempo recibió el nombre de Hotel de Inmigrantes,
que se conservaría hasta la actualidad.
Las obras fueron ejecutadas de acuerdo con la urgencia operativa, por lo que el
desembarcadero, que era el lugar donde se llevaba el registro y control de la llegada de
los inmigrantes, fue lo primero en construirse. Éste fue inaugurado en 1907 y para fines
de 1910 las obras del Hotel de Inmigrantes estaban avanzadas, restando construir los
pabellones de dormitorios y comedor.
Con el triunfo electoral de Roque Sáenz Peña, Alsina debió alejarse del cargo y
fue el nuevo director de inmigración, José Guerrico, quien luego de modificar el
proyecto, juntando en un solo edificio los dormitorios y el comedor, inauguró
oficialmente el Hotel de Inmigrantes.
Los servicios brindados por el hotel eran los siguientes: el alojamiento gratuito
por cinco días (que eventualmente podía extenderse hasta que el inmigrante encontrara
trabajo); la atención médica en el hospital a los que así la requerían; la oficina de trabajo
se ocupaba de conseguirles empleo y de trasladarlos al interior, cursos y conferencias
nocturnas acerca de las bondades del país; aprendizaje de maquinaria agrícola y de uso
doméstico para las mujeres; y una oficina de intérpretes.
Siguiendo las recomendaciones de Wilcken, el hotel contaba con su propia
agencia de prensa, que sería la encargada de realizar propaganda y promocionar sus
actividades, para atraer a la inmigración europea.
El Hotel de Inmigrantes resume la memoria palpable de un siglo de historia
argentina. Sus muros guardan el testimonio del sueño de grandeza que dio impulso a su
construcción y del devenir de los hechos que signaron nuestra historia contemporánea.
Las migraciones internas
Estas migraciones son de larga data en la historia del país; en un principio
afectaron a la zona del noroeste en tanto la región fue perdiendo dinamismo económico
a favor del Litoral, siendo Santiago del Estero una de las provincias más damnificadas
por el éxodo poblacional. Posteriormente, entre los censos de 1869 y 1914 se pudo
comprobar la existencia de corrientes migratorias entre provincias contiguas,
generalmente vinculadas a razones estacionales motivadas por cultivos o labores
agrícolas.
Sin embargo, el hecho más significativo por sus consecuencias socioeconómicas
y políticas fueron las migraciones hacia el área metropolitana de Buenos Aires
(AMBA). En 1869 se registraba en dicha área un 3% de migrantes; en 1895 el
porcentaje se elevó al 8% y en 1914 alcanzó el 11% del total de la población respectiva.
Pero fue a partir de 1930, como consecuencia de la crisis que afectó al sector
agropecuario, que se intensificó la expansión poblacional del AMBA debido a la
gravitación de los migrantes internos. Principalmente entre 1935-1945, dichos
migrantes constituyeron más de la mitad del crecimiento demográfico total: en el censo
de 1947 representaban casi el 18% de la población total del área.
60
En números absolutos se ha estimado que entre 1936-1947, alrededor de 70.000
migrantes internos se incorporaron anualmente a dicho conglomerado urbano. Hacia
1947, el 55% de dichos migrantes provenía de las provincias pampeanas y de Mendoza.
Desde entonces, los migrantes internos se convirtieron en protagonistas de la
concentración urbana en todo el país. Provenientes de las áreas rurales pampeanas y, en
menor medida, del Noroeste y del Noreste, contribuyeron a aquellas concentraciones
para luego desplazarse –en algo así como un 68%– hacia el AMBA en busca de
insertarse en las actividades urbanas en general y en la industria en particular.
Entre 1960 y 1970 los flujos migratorios internos se intensificaron y se volvieron
más significativos los provenientes del Noroeste y Noreste. El destino siguió siendo,
principalmente, el Gran Buenos Aires, hasta que a mediados de los años setenta la
región comenzó a perder atractivo.
La inmigración de la segunda posguerra
En 1946, el primer gobierno peronista reabrió el cauce para el ingreso de
inmigrantes europeos luego del descenso experimentado por la tasa de crecimiento
migratorio a partir de 1930. Entre 1947 y 1952 ingresaron aproximadamente 476.000
europeos, fundamentalmente italianos y, en menor medida, españoles. En esta
oportunidad, la inmigración no tuvo el impacto característico del período de
inmigración masiva, dado el caudal de la población nativa sobre la que se asentó.
La inmigración de los países limítrofes
En la década de 1960 adquirió mayor visibilidad la presencia de migrantes de
países limítrofes. Sin embargo, en el Primer Censo Nacional en 1869, esa presencia
estaba registrada alcanzando un porcentaje del 2,4%.
Cuadro 1
Año
% nacidos en países
limítrofes
1869
2,4
1893
2,9
1914
2,6
1947
2
1960
2,3
1970
2,3
1980
2,7
1991
2,6
2001
2,8
Fuente: Instituto Nacional de Estadística y Censos.
A diferencia de los inmigrantes europeos, el Estado argentino no estimuló esta
inmigración que, por otra parte, mantuvo una presencia que osciló entre el 2 y 3% de la
población total en todos los censos de población realizados.
Estos censos, asimismo, muestran los cambios en materia de origen de los
inmmigrantes de países limítrofes. En los tres primeros censos se destacaba la presencia
predominante de uruguayos, que en 1914 sumaban el 43% del total de migrantes de
países vecinos. En cambio, el censo de 1947 mostraba la presencia mayoritaria y aun
vigente de migrantes paraguayos y un crecimiento de los provenientes de Bolivia. Los
migrantes chilenos, que sumaban el 26% en 1869, comenzaron a decrecer hasta 1947 y
luego repuntaron hasta ubicarse en 1980 detrás de los paraguayos.
61
Tradicionalmente, los inmigrantes limítrofes desempeñaron tareas para las cuales
no había disponibilidad de mano de obra no calificada local. Así cubrieron la demanda
estacional de trabajo agrícola en las cercanías de las zonas fronterizas: los chilenos en la
esquila y en la recolección de frutas en la Patagonia; los bolivianos con el tabaco rubio
en Salta y Jujuy y la horticultura en Mendoza; y los paraguayos con las cosechas de
algodón y yerba mate en Formosa, Chaco, Corrientes y Misiones.
Pasados los años sesenta, estos migrantes se van orientando hacia las
oportunidades laborales ofrecidas por Buenos Aires, en ocupaciones urbanas no
calificadas ni estables. Ello se debió a las crisis de las economías agrícolas, la
reestructuración de los mercados de trabajo regionales debido al avance de la
agroindustria, la incorporación de tecnologías ahorradoras de mano de obra, la
sustitución de cultivos y las frecuentes crisis de sobreproducción. En la actualidad, la
mayoría de los más recientes migrantes limítrofes destaca su presencia en la
construcción y en el servicio doméstico desempeñando un rol complementario y no
competitivo de la mano de obra local.
9. Los estudios económicos en la Argentina y los economistas
argentinos del siglo XIX
Los estudios económicos en la Argentina: una mirada histórica
62
El inicio del estudio de Economía en la Argentina puede ubicarse muy atrás en el
tiempo: en 1823 Rivadavia fundó la cátedra de Economía Política en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Sin embargo, por muchos años esta sería la
única formación universitaria posible en la Argentina en materia de economía. Pese a
ello, diversos intelectuales y hombres de la política realizaron importantes aportes a los
estudios sobre la economía de nuestro país. En el siglo XIX, figuras como Manuel
Belgrano, Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi y Vicente Fidel López fueron
agudos analistas de las cuestiones económicas argentinas. También se ocuparon
primordialmente del tema, no sólo dentro de sus funciones de Estado, José María Rosa,
José A. Terry o Eleodoro Lobos, quienes estuvieron al frente del Ministerio de Hacienda
entre finales de siglo y los primeros años del XX. Un caso particular es el de Juan
Álvarez, que explicó la primacía del factor económico desde los orígenes mismos de la
República en su Estudio sobre las guerras civiles argentinas de 1914.
En las décadas siguientes sobresalieron figuras como Luis Roque Gondra, Hugo
Broggi y, sin lugar a dudas, Alejandro Bunge, que introdujo los estudios cuantitativos
para medir la actividad económica en la Argentina. Sus escritos fueron publicados en la
Revista Económica Argentina, que fundó en 1918, donde a contrapelo con las ideas
dominantes sostuvo tesis que señalaban el fin del modelo agroexportador y la necesidad
de que el país iniciara un sendero de industrialización. En la década del 20 comenzó a
emerger, también, la figura de Raúl Prebisch, cuyos trabajos, tanto teóricos como desde
la función pública, serían luego fundamentales en el avance de una ciencia económica
para las economías latinoamericanas.
Las décadas del 30 y del 40 vieron la aparición de una nueva camada de
economistas (aunque provenían profesionalmente del derecho o de la carrera de
contador público). En los treinta jugaron un rol importante en las políticas
intervencionistas de la época y en la creación de instituciones económicas clave, como
el Banco Central. En los cuarenta, bajo el peronismo, con una participación activa en la
función pública, se destacaron, entre otros, Alfredo Gómez Morales, Ramón Cereijo y
Antonio Cafiero, que siguieron teniendo vigencia en años posteriores. También, desde el
punto de vista de su aporte teórico, hay que mencionar a José Barral Souto, precursor de
la programación lineal.
Entre tanto, Adolfo Dorfman, un estudioso de la economía de la industria, Horacio
Giberti en economía agraria y Ricardo M. Ortiz en historia económica comenzaban a
realizar valiosos aportes. Todos ellos eran ingenieros de distintas especialidades.
También, desde el punto de vista marxista, Rodolfo Puiggrós, Luis V. Sommi y otros
hicieron trabajos en la materia.
Sin desconocerse estos antecedentes (y muchos otros no mencionados), la década
1955-65 puede calificarse como edad de oro de los economistas. En este lapso, el
Estado fundó sus actos en el conocimiento experto de funcionarios provenientes de
diversas universidades nacionales, se alentó la formación de jóvenes economistas,
nacieron asociaciones, se crearon carreras y se apoyaron becas de posgrado en el
exterior.
En 1958 se iniciaron estudios de economía propiamente dichos, no en el marco de
otras disciplinas como hasta entonces (derecho, contador público), en dos universidades
nacionales. La Universidad Nacional del Sur fue la primera en ofrecer la Licenciatura en
Economía, a la que le siguió la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de
Buenos Aires, donde la carrera de Licenciado en Economía Política comenzó a
funcionar en 1959 en el marco de una reforma profunda del plan de estudios. En esta
última, Julio H. G. Olivera y una camada de prestigiosos profesores fueron
fundamentales en la formación de jóvenes economistas: Héctor Diéguez, Miguel
63
Sidrausky, Oscar Braun, Héctor Valle, Miguel Teubal, Arturo Meyer, Jorge Katz,
Manuel Fernández López y muchos otros. En 1961, el Consejo Directivo de la Facultad
designó a Olivera director interino del recién creado Instituto de Investigaciones
Económicas y Sociales, pilar de esos estudios.
Unos años antes, en 1958, el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en el que
Aldo Ferrer se desempeñaba como ministro de Economía y Hacienda, creó la Junta de
Planificación Económica, institución en la que participaron destacados economistas y
donde se fundó la revista Desarrollo Económico, centrada en temas económicos y
sociales.
Por esa época se asistió a la creación de diversos centros de investigación
económica en otras instituciones académicas. Por ejemplo, en 1960 comenzó a
funcionar el Centro de Investigaciones Económicas del Instituto Di Tella, dirigido por
Federico Herschel, en el que participaron como investigadores Felipe Tami, Javier
Villanueva y Eduardo A. Zalduendo.
Con el gobierno de Frondizi, la estrategia “desarrollista” se orientó a la
planificación estatal y la integración nacional en el marco de una mejor aplicación de
los recursos y de la incorporación de capitales extranjeros a los medios de producción.
En este contexto se crearon instituciones estatales como el Consejo Federal de
Inversiones (CFI) –con origen en Santa Fe en 1959–, para promover el desarrollo
económico del interior. En 1961 se creó el Consejo Nacional de Desarrollo (Conade),
que fijó objetivos y programas sectoriales y regionales, y jugó un papel importante en la
década del 60, que contaba en sus filas con una masa crítica de profesionales de la
economía.
El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) acogió
asimismo en su seno a numerosos economistas dedicados a la investigación y la
docencia en distintas universidades, sobre todo a partir de la vuelta a la democracia en
1983.
En 1985 se debe señalar la creación en la Facultad de Ciencias Económicas de la
UBA, del Instituto de Investigaciones de Historia Económica y Social bajo la dirección
de Mario Rapoport, el primero de ese tipo establecido en la Argentina, renovando una
tradición en estos estudios que venía de Juan Álvarez, Raúl Scalabrini Ortiz, Adolfo
Dorfman, Ricardo M. Ortiz, Leopoldo Portnoy, Aldo Ferrer, Guido Di Tella, Roberto
Cortés Conde, Jorge Schvarzer y Juan Sourrouille. Y también esa misma casa de
estudios vio el surgimiento del Grupo Fénix, que reúne a una treintena de destacados
economistas y realizó valiosas contribuciones, en el marco de un enfoque heterodoxo de
las políticas económicas, que contienen un diagnóstico crítico del modelo neoliberal
impuesto en los años noventa y aportes diversos para lograr una salida a la crisis de
2001-2002.
Hay que destacar también la existencia de la Academia Nacional de Ciencias
Económicas, la Asociación Argentina de Economía Política, la Asociación Argentina de
Historia Económica y, en los últimos años, de asociaciones de economistas heterodoxos
que a través de sus miembros, jornadas y publicaciones han desarrollado estudios
económicos e intercambio científico entre los economistas, así como el hecho de que se
han puesto en funcionamiento licenciaturas y carreras de posgrado en economía en
numerosas universidades nacionales y privadas de todo el país.
Los economistas del siglo XIX
Manuel Belgrano (1770-1820)
Nació en Buenos Aires. A los 16 años se fue a estudiar a España y en 1789
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obtuvo el bachillerato en Leyes. La Revolución Francesa produjo una profunda
influencia en sus ideas. Allí se le despertó un gran interés por la economía, leer a los
fisiócratas y a Adam Smith. A principios de 1793 concluyó su carrera de abogado,
mientras trabajaba en las cortes de Madrid y traducía a Quesnay, referente de los
fisiócratas, una de las primeras escuelas de economía política. Por sus conocimientos
económicos y la puesta en práctica de ellos como funcionario es considerado el primer
economista argentino.
En 1794 fue designado secretario del Consulado en Buenos Aires. Allí desplegó
sus mayores aportes en el área económica, que se reflejan en sus memorias, que escribió
entre 1794 y 1809. Participó en la reconquista y defensa de Buenos Aires frente a las
invasiones inglesas, así como tuvo una presencia destacada en la Revolución de Mayo y
el primer gobierno patrio. Desde 1810 hasta su partida al mando del Ejército del Norte
difundió sus ideas económicas en el Correo de Comercio. Creador de la bandera
argentina, fue un auténtico patriota que, como otros de su estirpe, murió en medio de la
indiferencia de sus compatriotas mientras las luchas por la Independencia eran
reemplazadas por las guerras civiles internas. Sus ideas se cuentan entre las más
progresistas de la época en los medios revolucionarios.
Sobre el problema de la tierra, Belgrano sostenía en junio de 1810 que la
situación de los agricultores se debía a “la falta de propiedades de los terrenos que
ocupan los labradores”. Éste era el “gran mal” de donde provenían todas sus
“infelicidades y miserias, y de que sea la clase más desdichada de estas Provincias,
debiendo ser la primera y más principal que formase la riqueza real del Estado”.
Tributario del pensamiento fisiocrático, Belgrano consideraba la agricultura
como “el verdadero destino del hombre”. Juicio comprensible en un marco en el que, a
diferencia de los Estados Unidos de entonces, privilegiaba una primitiva economía
pastoril y en el que los hacendados se consolidaban en el poder real del ámbito
bonaerense. Sin embargo, lejos estaba de proponer un desarrollo inarmónico de la
economía. Por el contrario, sustentaba la idea de una interdependencia con otras
actividades económicas, subrayando la necesidad de “fomentar la agricultura, animar la
industria y proteger el comercio”, ya que “son las tres fuentes universales de las
riquezas”.
Consideraba también que “ni la agricultura ni el comercio serían casi en ningún
caso suficientes para establecer la felicidad de un pueblo si no entrase en su socorro la
oficiosa industria”. Más aún, ninguna de aquellas actividades podía establecerse
sólidamente si la industria “no entra a dar valor a las rudas producciones de una y
materia y pábulo a la perenne rotación del otro”. En setiembre de 1810 fue todavía más
contundente, al recalcar la unión de la agricultura y la industria porque “si la una pesa
más que la otra ella viene a destruirse a sí misma. Los frutos de la tierra sin la industria
no tendrán valor; si la agricultura se descuida, los conductos del comercio quedarán
atajados”. Ya en un principio, desde su condición de funcionario de la colonia
recomendaba el procesamiento local de las materias primas. “No debemos abandonar –
afirmaba con énfasis– artes y fábricas que se hallan establecidas en los países que están
bajo nuestro conocimiento. Antes bien, es forzoso dispensarles toda protección posible,
y que igualmente se las auxilie en todo y se las proporcione cuantos adelantamientos
puedan tener, para animarlas y ponerlas en estado más floreciente”.
Al respecto, demandaba al gobierno estímulos para la manufactura del hilado de
lana y algodón, aconsejaba los cultivos industriales del lino y cáñamo y reclamaba el
fomento a la industria del cuero. Asimismo, recogiendo las enseñanzas de los ingleses,
destacaba que “el modo más ventajoso de exportar las producciones superfluas de la
tierra es ponerlas antes en obra o manufacturarlas”, es decir agregar valor a las materias
65
primas excedentes destinadas a su venta en el exterior.
Lúcido observador de las transformaciones del mundo, alertaba sobre la
necesidad de no limitarse a la condición de lo que hoy conocemos como país primario
exportador. Decía que “todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas
no salgan de sus estados a manufacturarse y todo su empeño es conseguir no sólo darles
nueva forma sino extraer del extranjero para ejecutar las mismas y después venderlas”.
Atendiendo a los principios que inspiraban el comercio exterior inglés, en setiembre de
1810 recomendaba una prudente protección: “La importación de mercancías que
impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas y
de su cultivo lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación”.
Mariano Fragueiro (1795-1872)
Nació en Córdoba y estudió en el colegio Monserrat y en la Universidad Mayor
(1808-13), donde se recibió de abogado. Ejerció el comercio en Córdoba (1813-18) y
desde 1818, en Buenos Aires. En 1825 fue director del Banco de Buenos Aires y en
1831 gobernador de Córdoba. En 1834-48 actuó en Chile en minería y comercio, y de
su experiencia en estos temas nacieron sus dos obras Organización del crédito (1850) y
Cuestiones argentinas (1852). Caído Rosas, regresó al país y Urquiza lo designó
Ministro de Hacienda de la Confederación Argentina (setiembre 1853-octubre 1854).
Fue también presidente de la Convención Reformadora de la Constitución Nacional
(1860).
Admirador de Saint-Simon y del socialismo utópico, creía que si bien el capital
particular era capaz de generar fortunas, el capital estatal era aún mejor y su progreso no
tendría límites: “La operación de dar y tomar dinero a interés –decía en una de sus
obras– es inherente al crédito público. La Ley no debe autorizarla entre particulares (…)
La suspicacia y desconfianza acerca del crédito público nunca ha salido de las masas ni
de los que tienen corto capital; viene siempre de los grandes capitalistas, que hacen
misterio, para que no se les escape una de las operaciones de más lucro y de más
importancia social: la de prestar al gobierno (…) Son los gobiernos los que deben dar
crédito en lugar recibirlo”. De esa reforma del crédito derivaría la reforma social que el
país esperaba.
Fue el primer pensador argentino que tuvo en cuenta la diferencia entre lo que
hoy llamaríamos macro y microeconomía. Sostenía que al Estado no le convenía vender
rápidamente todos sus bienes, sino hacerlos producir, ganar dinero y aumentar su valor.
Sólo después podría desprenderse de ellos, a cambio de altos precios. Apoyaba la
intervención estatal en la economía, especialmente en la regulación y control del
crédito.
Juan Bautista Alberdi (1810-1884)
Fue el principal mentor ideológico del liberalismo argentino y sus Bases
sirvieron de fundamento al sistema constitucional argentino y a los principios
económicos sobre los cuales éste se asienta. Nacido en Tucumán el mismo año de la
Revolución de Mayo, de padre español y madre criolla, vivió desde muy joven en
Buenos Aires y estudió en el Colegio de Ciencias Morales. Pero luego cursó la carrera
de Derecho en Córdoba y Montevideo, obteniendo el título de doctor en Jurisprudencia
en Chile. Vinculado al llamado Salón Literario y a la generación del 37, liderada por
Marcos Sastre y Esteban Echeverría, publicó ese año el Fragmento preliminar al
estudio del Derecho, en el que pretendía hacer un diagnóstico de la situación nacional y
sus posibles soluciones.
Enemigo de Rosas, se exilió en Montevideo, donde conspiró en su contra.
66
Radicado más tarde en Valparaíso, ejerció con éxito su profesión de abogado y se
vinculó con Sarmiento, con quien tendría también duras polémicas. Enterado de la
derrota de Rosas en Caseros, escribió las Bases y puntos de partida para la
organización política de la República Argentina, que serviría de fundamento a la
Constitución Argentina.
Entre sus afirmaciones más controvertidas, algunas se refieren a la inmigración:
“Aunque pasen cien años –escribió–, los rotos, los cholos o los gauchos no se
convertirán en obreros ingleses [...] En vez de dejar esas tierras a los indios salvajes que
hoy las poseen, ¿por qué no poblarlas de alemanes, ingleses y suizos? […] Tenemos
suelo hace tres siglos, y sólo tenemos patria desde 1810. La patria es la libertad, es el
orden, la riqueza, la civilización organizados en el suelo nativo, bajo su enseña y en su
nombre. Todos estos elementos nos han sido traídos de Europa, desde las ideas hasta la
población europea”. Es cierto también que se opuso a la guerra de la Triple Alianza
contra el Paraguay y publicó en 1872, luego de la derrota paraguaya, El crimen de la
guerra, libro donde critica el exterminio del pueblo paraguayo en su mayor parte
indígena o mestizo.
Por razones políticas o de su profesión vivió gran parte de su vida fuera del país.
Sus principales obras económicas fueron Sistema económico y rentístico de la
Confederación Argentina y De la integridad argentina bajo todos los gobiernos,
ensayos ambos en donde defendía las teorías liberales de Adam Smith y David Ricardo.
Decía en la primera de ellas: “Más que la libertad política, de la que es incapaz un ex
colono español, (se) ha procurado la libertad económica, accesible al extranjero y medio
natural de dar educación a las otras libertades”. Y agregaba: “La América del Sud
depende industrialmente de la Europa, en provecho, no en perjuicio de la libertad.
Cuando yo digo que Sudamérica depende […] de Europa, no lo señalo como una
calamidad que la política económica debe tratar de remediar por leyes protectoras de las
industrias nacientes. Al contrario, esa falta que debe al error del sistema colonial
español, se torna hoy en provecho de su civilización porque la liga más estrechamente
con la Europa industrial, es decir, con Inglaterra, Francia, Alemania, etc., que es lo más
civilizado del mundo. Teniendo a la Europa más civilizada por su fabricante universal y
favorito, teniendo en ella el taller que la provee de muebles, vestidos, objetos de artes
liberales, máquinas de locomoción y de agricultura, ¿qué le importa (al país) carecer de
esas industrias, si tiene productos de riqueza natural para comprar a la Europa los
productos de su industria?”.
Alberdi criticaba explícitamente el sistema económico en el que se basaban los
modelos más importantes de democracia política: el de la Revolución Francesa y el de
los Estados Unidos. Con respecto a la primera, que, según él, “sirvió a todas las
libertades, pero desconoció y persiguió la libertad de comercio haciendo de las aduanas
un arma de guerra”.
La potencia del Norte no era tampoco un buen ejemplo para la Argentina, ni en
política exterior ni en materia económica, pues a ese país le convenía “una política
destinada a proteger su industria y su marina contra la concurrencia extranjera”,
mientras que aquí “no tenemos fábricas ni marinas”. Aunque olvidaba decir que allí
tampoco las tenían en los primeros tiempos como nación independiente.
Por esas razones había que facilitar la acción en el nuevo continente de la
Europa anglosajona y francesa que tomaba el lugar de la española. Porque “los
americanos de hoy –decía– somos europeos que hemos cambiado de maestro”.
Afirmaba: “La inmigración, el ferrocarril, la libre navegación interior, la libertad
comercial y el capital extranjero” serían “los pilares básicos por el cual se canalizaría la
acción civilizadora europea”. Como defensor de un sistema federal, en cambio, Alberdi
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se opuso a las formas del liberalismo económico porteño, que concentraba las
actividades productivas en la ciudad de Buenos Aires y la región de la pampa húmeda.
Vicente Fidel López (1815-1903)
Nació en Buenos Aires. Se educó en el Colegio de Ciencias Morales, donde su
padre, Vicente López y Planes (autor del himno nacional), era docente. En los años
treinta estudió derecho en la Universidad de Buenos Aires y se interesó por su cuenta en
la economía, especialmente en los textos del economista inglés John Stuart Mill. En
1837 se recibió de doctor en leyes y ese mismo año participó en la fundación de la
Asociación de Mayo. En 1841 se exilió en Chile. Después de Caseros regresó a la
Argentina. Fue ministro de Instrucción Pública en la gobernación de su padre (1852).
En la Sala de Representantes de Buenos Aires defendió el Acuerdo de San Nicolás del
año 1852. En 1873 resultó electo diputado de la Nación y fue protagonista de la famosa
polémica sobre la Ley de Aduanas, donde defendió el proteccionismo. En 1874 sucedió
a José María Gutiérrez en el rectorado de la UBA. Como profesor de Economía, de
1874 a 1876, fue un mentor de las ideas proteccionistas.
En 1890, en plena crisis económica, ocupó el cargo de ministro de Hacienda en
el gobierno de Pellegrini. Redactó entonces leyes importantes, como las de creación de
la Caja de Conversión, la Administración de Impuestos Internos y el Banco de la Nación
Argentina. Gran historiador, su obra capital es la Historia de la República Argentina, de
más aportación personal que documental, frente a la orientación de Mitre, con quien
polemizó a propósito de la Historia de Belgrano.
Según Vicente Fidel López, el comercio internacional convierte a los países
primarios en partes adherentes de los países manufactureros: “Ricos o más bien
abundantes de ciertas materias primas que son casi espontáneas de nuestro suelo –
decía– no hemos hecho hasta ahora otra cosa con ellas que recogerlas y ofrecerlas al
extranjero fabricante en su estado primitivo convirtiendo nuestro suelo en una parte
adherente a la fábrica ajena”. Sobre el ingreso de capitales externos señalaba: “Se cree
que el capital se trae de afuera cuando se necesita, error, completo error. Un capital no
va a un país sino cuando está representado y garantido, es decir, cuando esta producido
el valor que lo debe amortizar. Así es que a ningún país entra más capital que el que está
representado”. Y continuaba: “No hace mucho tiempo estábamos, por decirlo así,
nadando en oro […] pero nosotros teníamos que pagar interés y amortización de ese
oro. Además, como era barato el interés, se empezó a gastar ese dinero en lujo, se gastó
en consumo de todo género sin que se hablase ni se pensase en la protección del trabajo
para producir nuestros valores industriales. Y ¿qué ha resultado? Que ha desaparecido
por completo esa riqueza y el fruto de todo lo que habíamos producido”.
José Antonio Terry (1846-1910)
Nació en Bagé, Brasil, hijo de exiliados políticos argentinos. Estudió abogacía
en la UBA y luego Economía Política. Fue diputado en la Legislatura Bonaerense
(1871), diputado nacional (1878) y senador bonaerense (1880). Pero sobre todo, llegó a
ser ministro de Hacienda de tres presidentes: Luis Sáenz Peña (1883-5), Julio A. Roca
(1904) y Manuel Quintana (1904-6). Profesor de Finanzas Públicas en la UBA, en 1898
obtuvo el cargo de titular de esa cátedra en la Facultad de Derecho. Terry era senador
cuando ocurrieron las transformaciones económicas de la década del 80 –rápida
expansión, inversiones extranjeras, descontrol monetario, intensa especulación bursátil–
y desde ese cargo fue un espectador privilegiado de la debacle que comenzó en 1885 y
culminó en 1890. Escribió sobre la misma su obra principal: La crisis 1885-1892
(1893).
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Tomó del economista Juglar la noción de los ciclos económicos que llevan su
nombre (ciclos Juglar) e identificaba tres períodos: de expansión, de estallido, o más
propiamente de crisis, y de liquidación: “En la expansión, los gobiernos y particulares
realizan nuevas operaciones de crédito, y el dinero que ingresa al país por razón de
empréstitos es nuevo elemento de actividad y de especulación. Los bancos facilitan sus
descuentos por razón del aumento en sus depósitos, el dinero se abarata, crece el valor
de las cosas, se produce siempre más, pero en cambio también aumenta el consumo […]
el exceso de la importación sobre la exportación y el servicio de los capitales
extranjeros obliga a la extracción de numerario y [termina] por producirse escasez o
pobreza en el medio ambiente de la circulación”.
Sobre la crisis de 1890, la cual fue uno de los primeros en estudiarla
académicamente, dijo en particular: “En proporción al derroche bancario, el lujo y los
gastos improductivos se habían multiplicado. Todavía se descontaba el porvenir por
millones […] se había perdido la noción del dinero”.
Silvio Gesell (1861-1930)
Cabalgando en su caso entre los siglos XIX y XX, Silvio Gesell nació en St.
Vith, entre Bélgica, Luxemburgo y Prusia. Vino a Buenos Aires en 1887 y se dedicó al
comercio de importación. Estableció la conocida Casa Gesell, en tanto que su hijo
Carlos fundaría el también famoso balneario bonaerense Villa Gesell. Autodidacta,
publicó en 1891 La reforma monetaria como puente hacia el Estado social, libro en el
que realizó una dura crítica al patrón oro. En 1898 dio a conocer otra obra: La cuestión
monetaria argentina. Su trabajo más importante fue Orden económico natural, por libre
tierra y libre moneda, de 1916, reconocido por John Maynard Keynes como una de sus
influencias. Gesell sostuvo que la Ley de Conversión de 1899 se inspiró en su escrito de
1898.
“Si observamos los detalles de cualquier crisis económica y remontamos a la
causa que la produce –decía–, encontraremos sin dificultad que todas convergen hacia
una sola causa común: la baja general de precios, o sea, la valorización del dinero; y si
al revés perseguimos los efectos de una valorización del dinero en todos sus detalles
encontraremos la congruencia más completa con el significado que damos a la palabra
crisis. De modo que todos los fenómenos que se observan durante una crisis resultan ser
consecuencias necesarias de la baja general de los precios”.
Elaboró una propuesta original para terminar con los rentistas del dinero y de la
tierra, de manera que todo el producto social fuera fondo de salarios. Según Gesell, el
Estado debería quedarse con las tierras, las cuales serían entregadas en arrendamiento a
cualquier persona que quiera trabajarlas para que reciba el producto íntegro de su
trabajo: “Siga la caja de conversión quemando los billetes y no pasará mucho tiempo,
que su chimenea será la única de todos las fábricas argentinas que mandará humo al
cielo”. En 1919 ocupó el cargo de ministro de Finanzas del gobierno revolucionario de
los Consejos de Baviera, en Alemania.
10. Dos visiones del país
69
Proteccionismo vs. libre cambio
La organización socioeconómica del país requirió la previa definición de algunos
de los criterios que habrían de presidirla. Al respecto, un debate clave que se desplegó a
lo largo de varios capítulos fue el que enfrentó a los partidarios del proteccionismo con
los del librecambismo. La cuestión consistía en determinar si los derechos de aduana
debían ser un mero recurso fiscal o si, por el contrario, debían contribuir a la protección
de la actividad industrial.
Juan Bautista Alberdi fue el mentor del librecambismo y sus ideas fueron
puestas en práctica por la denominada “generación del 80”. En su obra más destacada,
Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina,
señalaba: “La aduana proteccionista es opuesta al progreso de la población, porque hace
vivir mal, comer mal, beber mal vino, vestir ropa mal hecha, usar muebles grotescos,
todo en obsequio de la industria local, que permanece siempre atrasada por lo mismo
que cuenta con el apoyo de un monopolio que la dispensa de mortificarse en mejorar sus
productos. ¿Qué inmigrado será tan estoico para venir a establecerse en país extranjero
en que es preciso llevar vida de perros, con la esperanza de que sus bisnietos tengan la
gloria de vivir brillantemente sin depender de la industria extranjera? Independencia
insocial y estúpida de que sólo puede ser capaz el salvaje… ¿Qué nos importa a
nosotros que la bota que calzamos se fabrique en Buenos Aires o en Londres?”. En línea
con este planteo, desechaba el modelo económico de los Estados Unidos ya que a ese
país le convenía “una política destinada a proteger su industria y su marina” contra la
concurrencia externa.
La división internacional del trabajo que Alberdi aceptaba implícitamente
contrastaba con las ideas del secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton.
Mientras Alberdi sostenía que “la aduana es un derecho o contribución y de ningún
modo un medio de protección ni mucho menos de prohibición”, Hamilton –funcionario
de un país carente de industrias y subdesarrollado a fines del siglo XVIII– no se
resignaba a la situación subordinada de su nación en el orden mundial y afirmaba: “No
sólo el bienestar, sino la independencia y la seguridad de un país dependen de sus
industrias. Por esta razón cada nación debería esforzarse en poseer todos los elementos
indispensables para la satisfacción de sus necesidades dentro de su propio territorio”. La
trayectoria posterior de la Argentina y los Estados Unidos ponen de manifiesto con
elocuencia las consecuencias de las disímiles estrategias económicas adoptadas por
ambas naciones.
La elección del librecambismo en la Argentina se concretó en el momento de la
conformación de la Argentina moderna y dejó una marca que aún conserva un
considerable poder ideológico. Entonces, los intereses y grupos de poder hegemónicos
durante la denominada Organización Nacional impusieron el liberalismo económico
como la piedra angular del progreso argentino. No sólo se desechó la posibilidad de un
desarrollo económico integral mediante la protección de la industria local sino que se
adoptó el “proteccionismo al revés”, mediante el cual se gravaban con mayores cargas
las materias primas faltantes que podían manufacturarse en el país que la importación de
productos finales fabricados con esos mismos insumos. De esta manera, las clases
dominantes argentinas rechazaron el camino proteccionista que, por el contrario, fue
adoptado por países como Estados Unidos y Australia, y prefirieron un país para pocos
ligado a la producción primaria.
La representación de los hacendados
En 1809, con el derrocamiento de la dinastía borbónica por parte de Napoleón,
Gran Bretaña se convirtió en aliada de España. Esta circunstancia fue aprovechada por
70
dos comerciantes ingleses para solicitar al virrey Cisneros, en tanto vasallos de una
nación aliada a España, la autorización para desembarcar y vender sus mercancías. El
Virrey era consciente de los beneficios que podía acarrear esta propuesta para las arcas
fiscales.
La petición inglesa fue girada al Consulado y al Cabildo. El Consulado la aprobó
por siete votos contra cinco, éstos últimos representantes del comercio monopolista. Los
productores locales criollos contrarios a las restricciones enfrentaron a los comerciantes
monopolistas hispanos y se impusieron. Mariano Moreno, abogado de los hacendados,
en su Representación de los Hacendados y Labradores apoyó el pedido en favor del
libre comercio, hizo la primera exposición sistemática de los principios económicos que
fundamentaban la necesidad de concentrar las actividades económicas en la producción
rural para la exportación y solicitó la igualdad entre las provincias europeas y
americanas.
El documento de Moreno señalaba: “… se presenta el Comerciante Inglés en
nuestros puertos y nos dice: mi Nación emplea en el socorro de la vuestra gran parte de
los tesoros que le proporciona un Comercio bien sostenido, yo os traigo ahora las
mercaderías de que solo yo puedo proveeros, vengo igualmente a buscar vuestros frutos
que yo puedo exportar: admitid unas mercancías que jamás habéis comprado tan
baratas; vendedme unos frutos que nunca habrán tenido tanto aprecio; es justo un tráfico
recíprocamente provechoso a vosotros y a la Nación más íntimamente aliada de la
vuestra: no desaprobará vuestra Metrópoli esta innovación, porque públicamente detesta
las trabas con que su antiguo gobierno arruinó su poder, y no se opondrán vuestros
Jefes, porque éste es el único medio de asegurar unos Pueblos cuya conservación
amenazan los más inminentes peligros”.
Asimismo aseguraba: “Las telas de nuestras Provincias no decaerán porque el
Inglés nunca las proveerá tan baratas y tan sólidas como ellas; las fábricas groseras de
los Países que recientemente nacen para el Comercio tienen un aprecio y preferente
consumo entre las gentes de aquellas Provincias; los telares de las nuestras no decaerán
por el franco Comercio… Por lo que hace a los Ingleses nunca estarán más seguras las
Américas que cuando comercien con ellas, pues una Nación sabia y Comerciante
detesta las Conquistas, y no gira las empresas militares sino sobre los intereses de su
comercio”. Finalmente se aprobó el Reglamento Provisorio, que permitía la
introducción de las mercaderías británicas atendiendo a las necesidades fiscales y
manteniendo el monopolio de los comerciantes españoles sobre el comercio interno,
excluyendo a los extranjeros del comercio interior y de la venta al por menor. Por otra
parte, las franquicias otorgadas tenían una vigencia de dos años.
El plan de operaciones
En julio de 1810, Mariano Moreno elevó a la Junta Gubernativa un Plan de
Operaciones confeccionado “para consolidar la grande obra de nuestra libertad e
independencia”. En dicho documento criticaba a los gobiernos virreinales y destacaba
“que desde el gobierno del último virrey se han arruinado y destruido todos los canales
de la felicidad pública, por la concesión de la franquicia del comercio libre con los
ingleses, el que ha ocasionado muchos quebrantos y perjuicios”. De esta manera
señalaba los perjuicios que experimentaban las producciones de las provincias por la
introducción desde Buenos Aires de las mercancías británicas.
En el capítulo referido a la “conducta que debemos mantener con Portugal y la
Inglaterra, como más propia” y frente a las acechanzas que tenía el gobierno nacido el
25 de mayo, procurando apartar a esos aliados de España aconsejaba una conducta
benéfica con respecto a ellos: “Debemos proteger su comercio, aminorarles los derechos
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y preferirlos. Aunque suframos algunas extorsiones, debemos hacerles toda clase de
proposiciones benéficas y admitir las que nos hagan… los bienes de la Inglaterra y
Portugal que giran en nuestras provincias deben ser sagrados, se les debe dejar internar
en lo interior de las provincias, pagando los derechos como los nacionales, después de
aquellos que se graduasen más cómodos por la introducción”.
En otro capítulo del Plan, Moreno se apartaba del paradigma del liberalismo
económico y aconsejaba una enérgica intervención estatal. Se trataba de cómo
incrementar los fondos públicos a partir de la recuperación del Alto Perú para
destinarlos a los gastos bélicos, “como igualmente para la creación de fábricas e
ingenios, y otras cualquiera industrias, navegación, agricultura y demás”. Consideraba
que el mejor gobierno “es aquél que hace feliz a mayor número de individuos”, mientras
que “las fortunas agigantadas en pocos individuos, a proporción de lo grande de un
Estado, no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil, cuando no
solamente con su poder absorben los jugos de todos los ramos de un estado, sino cuando
también en nada remedian las grandes necesidades de los infinitos miembros de la
sociedad”. Con esta consideración, Moreno puntualizaba los riesgos que la
concentración de la riqueza en pocas manos llevaba implícitos para el resto de los
miembros de la sociedad.
Tras esta aseveración, propiciaba la confiscación de las grandes fortunas de
“cinco o seis mil mineros”. De esta medida devendrían “las ventajas públicas que
resultan de la fomentación de las fábricas, artes, ingenios y demás establecimientos a
favor del estado y de los individuos que las ocupan en su trabajo”. La inversión en el
fomento de las artes (como se denominaba a las industrias), agricultura, navegación,
etc., “producirá en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin
necesidad de buscar exteriormente nada de lo que se necesite para la conservación de
sus habitantes…”. El Secretario de la Primera Junta tempranamente apuntaba a un
desarrollo integral que condujera a cierto nivel de independencia económica. Asimismo,
proponía la explotación estatal de la minería, para lo cual prohibía que los particulares
explotaran las minas de oro y plata, por lo que esta actividad quedaba por diez años a
cargo de la nación. Igualmente, para evitar la fuga de capitales y sus efectos sobre la
circulación monetaria, en un período de entre quince a veinte años establecía que
“ningunos establecimientos, fincas, haciendas de campo, u otra clase de raíces puedan
ser enajenadas”. En este capítulo, en el pensamiento moreniano se postulaba la decidida
acción del Estado en el campo de la producción y en la regulación de la actividad
económica.
En el terreno de las concreciones, una vez desmantelado el monopolio comercial
español, la Primera Junta patria se apresuró a liberalizar el comercio. La Asamblea
General Constituyente del año 1813 restableció, a su vez, la obligación impuesta a los
comerciantes extranjeros de consignar sus géneros por medio de comerciantes locales.
La reacción de aquellos fue internar sus productos por medio de testaferros
desconocidos. Ello obligó a retroceder y dejar el comercio en manos de los extranjeros,
eliminando las limitaciones establecidas en el Reglamento de 1809. El nuevo centro
económico británico, a través de sus representantes, pasó a dominar el mercado interno
con sus capitales, sus métodos de comercialización más flexibles y su rápida adaptación
a las cambiantes situaciones que afrontaba la región. La competencia británica perjudicó
a los comerciantes porteños y peninsulares y las sangrías impuestas por el Estado no
hicieron más que agravar su situación. Poniéndose a cubierto de la ruina, los
comerciantes porteños más fuertes abandonarán paulatinamente el mercado en manos de
los ingleses y se volcarán, a partir de la década del 20, a las explotaciones ganaderas.
La crisis comercial contrajo los ingresos corrientes del Estado. En 1817 se
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elevaron las tasas aduaneras, pero el incremento del contrabando obligó a dar marcha
atrás con la medida. En consecuencia, al año siguiente se recurrió nuevamente a las
contribuciones extraordinarias.
La polémica Ferré-Roxas y Patrón
Las discusiones que precedieron al Pacto Federal de 1831, antecedente
fundamental de la Constitución Nacional, dieron lugar a un planteo alrededor de la
política arancelaria. Ésta se transformó en una cuestión nacional, ya que las provincias
del Litoral y el interior querían participar en su formación, hasta entonces en manos de
la provincia de Buenos Aires. Pedro Ferré, gobernador de Corrientes, al frente del
movimiento proteccionista, pidió a Buenos Aires la revisión de la política arancelaria,
caracterizada por el libre comercio. A su juicio, la libre competencia perjudicaba el
bienestar del país, arruinaba las pocas industrias sobrevivientes desde 1810 y provocaba
una sangría monetaria a favor del comercio extranjero. Ferré encontraba en el
proteccionismo la fórmula para hacer “menos desgraciada la condición de pueblos
enteros de argentinos, y no nos perseguirá la idea de la espantosa miseria a que hoy son
condenados”. Era cierto que con altas barreras aduaneras “un corto número de hombres
de fortuna padecerán, porque se privarán de tomar en su mesa vinos y licores
exquisitos”, pero nuestros paisanos “no se pondrán ponchos ingleses; no llevarán bolas
y lazos hechos en Inglaterra; no vestiremos ropa hecha en extranjería, y demás
renglones que podemos proporcionar”. En consecuencia, solicitaba gravarse con
mayores impuestos o prohibirse la importación de productos que se producían
localmente.
Asimismo, en una comunicación a los gobernadores provinciales, Ferré
denunció la mala fe de los críticos del proteccionismo: “En vano cierto número de
hombres cargados de fortuna afecta oponerse al sistema de prohibición rigurosa de
importar algunos artículos que produce el suelo, a que creen pertenecer. Ellos no
manifestarán otros medios de que se hayan valido para perfeccionar su industria los
pueblos de la Europa culta, cuyas producciones les asombran. Si por lo humilde y de
inferior calidad de nuestros productos, como han dicho algunos, no hay justicia para
prohibir la importación de aquellas, señalen cuál es la nación de las conocidas en el orbe
civilizado, que no haya empezado por lo pequeño”.
Por su parte, José María Roxas y Patrón, delegado porteño, sostenía que los
impuestos proteccionistas eran irracionales e incluso peligrosos: provocarían un
aumento del costo de la vida y atentarían contra el progreso de la industria pastoril.
Avanzado el siglo XIX y en el siglo XX, esta postura sería asumida por conservadores,
socialistas y por el radicalismo. De este signo político, Víctor M. Molina –ministro de
Finanzas del gobierno de Marcelo T. de Alvear– se manifestó partidario “del libre
cambio transaccional o del proteccionismo racional” (sic), porque entendía que aquel
produciría un “abaratamiento de los artículos de consumo y un discreto aumento de
salarios”.
Pero en 1831, la irreductibilidad de las posiciones determinó que el Pacto fuera
suscripto por Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe, mientras que Corrientes demoraría
en adherirse.
Posteriormente, la prensa porteña, alineada con los estancieros y comerciantes
de la provincia, argumentó que el planteo proteccionista ponía en peligro la paz y el
bienestar del país. La supresión de productos extranjeros en el mercado interno restaría
incentivos para mejorar los métodos de producción, se produciría un alza de los precios
y el aislamiento económico perpetuaría la inferioridad industrial. La respuesta a estos
argumentos corrió por cuenta de un folleto anónimo que afirmaba: “No puede ser que la
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benemérita Buenos Aires, cargada de laureles, hubiese derramado su sangre y
sacrificado su fortuna para convertirse perpetuamente en un país consumidor de los
productos y manufacturas del mundo, porque esta posición es muy baja, y no
corresponde a la grandeza a que la naturaleza le ha destinado”.
La Ley de Aduanas de Rosas
Los planteos proteccionistas no tardaron en hacerse presentes en la propia
Buenos Aires. Una parte considerable de la comunidad se oponía al liberalismo
rivadaviano e incluso en la Legislatura muchos representantes reclamaron medidas de
protección para la agricultura y la industria. Además, buscaban recortar la presencia
extranjera en la producción local e instaron al gobierno a seguir el ejemplo
proteccionista de los Estados Unidos.
En diciembre de 1835, Juan Manuel de Rosas –gobernador de Buenos Aires–
quebró la tradición librecambista vigente desde 1821, en lo que se entendía como un
esfuerzo para adecuar la política arancelaria a las necesidades de sectores de dicha
provincia y del resto del país. Entre otras disposiciones, la medida incrementaba los
derechos de importación sobre varios productos y prohibía total o parcialmente la
importación de otros, entre ellos productos agrícolas. Al promover la ley, Rosas explicó
que apuntaba a ayudar a las artesanías y agricultura locales ante los efectos nocivos de
la competencia extranjera.
La nueva política arancelaria favoreció el desarrollo de la agricultura bonaerense
así como la de las otras provincias. El artesanado porteño recibió un apoyo hasta
entonces desconocido, al igual que las industrias vinícolas de Cuyo y Tucumán, las
textiles y alimenticias de Córdoba y Santiago del Estero y la ovina del Litoral.
Sin embargo, no se tardó en revisar la política de tarifas elevadas. En 1836, con
motivo del bloqueo francés, se redujeron en una tercera parte los derechos de todas las
importaciones y en 1841 se permitió la importación de artículos cuyo ingreso se había
prohibido en 1835. De esta manera, ante condiciones desfavorables, Rosas abandonó la
fugaz experiencia proteccionista.
Polémica por la Ley de Aduanas de 1875-1876
La caída de las rentas fiscales debido a la crisis de 1873 planteó la necesidad de
incrementar los aranceles aduaneros. Ello dio lugar a un debate que tuvo lugar en 1876
en la Cámara de Diputados de la Nación con motivo de la discusión del proyecto de
reformas a la Ley de Aduanas. En la oportunidad, los diputados adscriptos al
movimiento industrialista y a la corriente proteccionista propusieron un incremento de
los derechos de importación en defensa del desarrollo de la industria nacional. Tal
postura los enfrentó con Norberto de la Riestra, ministro de Hacienda, estrechamente
ligado con los intereses británicos y firme defensor del librecambismo.
Los voceros más destacados del industrialismo fueron Vicente Fidel López,
cabeza del movimiento, Carlos Pellegrini, Miguel Cané y Dardo Rocha. López
cuestionó al ministro su teoría de que la riqueza de un país podía, indiferentemente,
“obtenerse y acumularse con las materias primas, como con las materias
manufacturadas”. Y, en cambio, afirmó que un país reducido a la producción de materias
primas jamás saldría de la pobreza, de la miseria, de la barbarie y el retroceso ya que
“sin el trabajo industrial y manufacturero, es imposible alimentar la riqueza y adquirir
capitales propios, capitales nacionales”. Sólo quienes exportaban materia prima con
valor agregado se quedaban “con la suma de capital que representa su trabajo de
acuerdo con la suma de inteligencia y de servicios que han hecho”. En referencia a la
difícil situación originada por la crisis del balance de pagos, sostuvo que la misma era
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propia de países “no diré bárbaros, pero sin industria, ni trabajo y esto es así porque no
sabe manufacturar las materias primas que produce”.
Por su parte, De la Riestra argumentaba que las industrias “no se implantan en
un país por medios artificiales, sino por medios naturales”. Desde el punto de vista de
los consumidores –desconociendo su condición de productores–, consideraba que
proteger a los fabricantes de calzado locales era perjudicar con recargos de impuestos a
quienes estaban calzados. De la misma manera, rechazaba los gravámenes a las pastas
italianas. “¿Por qué se grava a este artículo especial? Por la protección a la industria, se
dice, pero señor, toda la vida hemos tenido fábrica de fideos que jamás han logrado
hacer fideos como los que vienen de Europa?”.
López juzgaba que esta incuria portuaria –funcional a los intereses de la
burguesía comercial porteña– era responsable de la destrucción de las economías del
interior. “… provincias que eran ricas y que podían llamarse emporios de industria
incipiente, cuyas producciones se desparramaban en todas partes del territorio, hoy
están completamente aniquiladas y van progresivamente por el camino de la ruina”.
Consolidada la Argentina moderna, los contenidos debatidos se desvanecieron y
los promotores del industrialismo arriaron sus banderas, encandilados por la prosperidad
del modelo agroexportador que, por otra parte, parecía venir a dar la razón a los
partidarios de la teoría de los costos comparativos. No es de extrañar que un siglo
después, el equipo económico encabezado por José Alfredo Martínez de Hoz, ministro
de Economía del sangriento Proceso de Organización Nacional, planeara el crecimiento
de la Argentina utilizando las ventajas comparativas de la Argentina –basadas en la
disponibilidad de alimentos y energía–, contribuyendo a fortalecer la imagen del modelo
agroexportador supuestamente exitoso a principios del siglo XX. El saldo de esta
experiencia que reflotaba las ventajas comparativas naturales fue la profunda
desindustrialización del país.
De Alberdi a Roca y Juárez Celman: el liberalismo
Juan Bautista Alberdi, discípulo del “gran maestro Adam Smith”, fue quien
prescribió la adscripción a la división internacional del trabajo y consideró el campo
como la fuente irreemplazable de la riqueza nacional. En sus Escritos póstumos
pontificaba: “La economía política de América del Sud … debe favorecer, sobre todo, al
comercio internacional y a la industria rural y agrícola, cuyos productos alimentan ese
comercio llamado a poblarla; a convertir en riqueza su producción barata, cambiándola
por la riqueza fabril de Europa”. Alberdi, en tanto defensor del liberalismo económico,
se convirtió en el mentor de la llamada “generación del 80”, que se enroló en esa
ideología funcional a los intereses agropecuarios y mercantiles de la provincia de
Buenos Aires.
“Paz y administración”: con esta premisa, el presidente Gral. Julio A. Roca, a
partir de 1880, hizo aportes fundamentales para encarrilar la nación en los términos
aconsejados por Alberdi. Configuró un aparato de seguridad mediante el cual el poder
estatal acabó con las turbulencias políticas internas y con todo conflicto que pudiera
poner en cuestión el orden social y económico. De esta manera, inversores e
inmigrantes podían contar con un Estado que salvaguardara sus intereses y actividades
en el ámbito económico sin interferencias a la libre búsqueda de la riqueza individual.
Junto al reparto de la tierra pública en manos de especuladores y latifundistas, una
nueva y poderosa corriente de inversiones fue conformando la infraestructura del
modelo agroexportador y la inserción asimétrica del país dentro de la división
internacional del trabajo.
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Agradecimiento por los servicios prestados
Luego de abandonar el cargo, en 1877 el ex presidente Julio A. Roca viajó a
Europa. El 9 de julio fue agasajado en Londres con atenciones no recibidas hasta
entonces por personalidad argentina alguna. En su honor, Lord Revelstoke, titular de la
Casa Baring Brothers, organizó un banquete en una localidad veraniega distante una
hora de la capital británica. Rodearon a Roca en la mesa Lord y Lady Revelstoke, el
Marqués de Santurce, el ministro argentino Domínguez, Mr. Henderson, Gral. Frazer,
M. de Murrieta, Lucas González, Mr. Drabble, Lady Goldmey, Mr. W. Parish, H.
Woods, Mr. Burrows, W. Abbot, Henry Bell, Victorino de la Plaza, Máximo Terrero,
Alejandro Paz, Martín García Merou, Carlos Casado, Enrique Rodríguez Larreta y un
centenar más.
Parish pronunció un discurso donde, entre otras cosas, expresó: “Dios quiera que
el actual presidente Dr. Juárez Celman, cumpla su misión y siga los mismos caminos de
paz e industrias, y que su gobierno, como depositario de la confianza de todos, continúe
prestando su apoyo a las empresas extranjeras y a los capitalistas que han puesto fe en
su administración”.
En el curso de la gestión de Miguel A. Juárez Celman, sucesor de Roca, tanto la
corriente inmigratoria como los flujos de capital extranjeros crecieron en intensidad.
Juárez, alineado con el liberalismo económico, señaló enfáticamente que el Estado era
un mal administrador y destacó las bondades de la iniciativa individual y de las
empresas extranjeras en el terreno de la producción. En el caso de los ferrocarriles,
defendía su explotación por parte de las empresas ferroviarias británicas en estos
términos: “Por lo tanto, lo que conviene a la Nación, según mi juicio, es entregar a la
industria privada la construcción y explotación de las obras públicas que por su índole
no sean inherentes a la soberanía, reservándose el Gobierno la construcción de aquellas
que no puedan ser verificadas por el capital particular, no con el ánimo de mantenerlas
bajo su administración, sino con el de enajenarlas o contratar su explotación en
circunstancias oportunas, a fin de recuperar los capitales invertidos para aplicarlos al
fomento de su Banco, a la unificación de su deuda y a la construcción de nuevas obras
reproductivas o necesarias para la administración”.
De esta manera, en 1887 Juárez Celman abonaba el principio de la
subsidiariedad del Estado que, casi un siglo después, sostenía el gobierno del Proceso de
Reorganización Nacional con el beneplácito de la Sociedad Rural Argentina, que en su
Memoria de 1977 afirmaba: “El programa económico determina que la función del
Estado en la economía nacional se basa en el principio de subsidiariedad, que la
empresa privada es el verdadero motor que impulsa todo el proceso económico y que el
Estado no debe ejercer su actividad en este campo más que en forma complementaria y
subsidiaria del individuo y de las organizaciones sociales intermedias”.
Criterio similar presidió la privatización de las empresas estatales durante la
gestión de Carlos S. Menem. El proceso de liquidación de dichas empresas se llevó a
cabo sin el correspondiente marco regulatorio, sin el establecimiento de los respectivos
organismos de control, facilitando la arbitrariedad para la fijación de las tarifas, sin
acordar la realización futura de inversiones y a través de negociaciones no exentas de
casos de corrupción.
Los años treinta y el pacto Roca-Runciman
La crisis mundial iniciada en 1929 obligó a los gobiernos conservadores restaurados
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tras el golpe cívico-militar de 1930 a renunciar a su fe en el liberalismo económico y a
adoptar medidas de intervencionismo estatal a fin de apuntalar las bases de su poder,
asentadas en el quebrantado modelo agroexportador. El propio gobierno de facto
emergente del golpe, en octubre de 1931, a fin de atenuar el desequilibrio del comercio
exterior y la fuga de divisas, implantó el control de cambios.
El mecanismo elegido consistió en la creación de una Comisión de Control de
Cambios, que tenía por objetivo fijar periódicamente el valor de las divisas y asegurar el
pago de las obligaciones financieras externas. Esto se garantizaba mediante un sistema
de permisos de cambio que distribuía las divisas disponibles en función de una lista de
prioridades donde figuraba, en primer término, el pago de la deuda externa y luego el de
las importaciones imprescindibles (materias primas para las industrias nacionales,
combustibles, bienes de consumo indispensables).
Por otra parte, el incremento del 10% que se fijó en los aranceles aduaneros
contribuyó a acentuar el carácter proteccionista que de hecho tenían las disposiciones
cambiarias. Pero los efectos de ambas medidas resultaron amortiguados por la firma del
Pacto Roca-Runciman, que establecía una política discriminatoria en favor de las
empresas y exportadores ingleses. Con todo, tuviera o no esa finalidad, el fuerte proceso
de industrialización por sustitución de importaciones que vivió el país en aquellos años
se debió en gran parte a la política adoptada por los gobiernos conservadores de
entonces en el sector externo.
Consejo de Posguerra - Informe Armour
El debate entre los partidarios del proteccionismo industrial y los del
librecambismo tuvo otra instancia en la coyuntura crítica instalada hacia fines de
Segunda Guerra Mundial. Fue en 1944, cuando se conocieron las visiones contrapuestas
acerca de la industria argentina: una proveniente de los informes de un organismo de
planeación nacional y la otra, de una fundación norteamericana. Como en 1876, en
ambos casos se discutía el futuro económico del país, como si ese futuro fuera la línea
del horizonte, cada vez más lejana a medida que se creía estar más cerca de ella.
Creado el 25 de agosto de 1944, el Consejo Nacional de Posguerra estaba
presidido por el vicepresidente de la Nación, el entonces coronel Juan D. Perón. En él se
encontraban representados distintos sectores de la opinión pública y grupos de interés, y
respondía al espíritu de la época, marcado por la experiencia del New Deal en los
Estados Unidos, por un lado, y por la planificación soviética, por el otro. Además, la
experiencia de la Gran Depresión y los procesos de industrialización a los que dio lugar
en los países periféricos y la influencia de las ideas keynesianas jugaron también un
papel destacado. El Consejo estableció para la Argentina como “preocupación
dominante del Estado… someter a principios orientadores fundamentales, económicos y
sociales, todo cuanto se relaciona con cuestiones de esta índole”. Este marco, asimismo,
contribuiría a la formulación, a partir de 1946, de los planes quinquenales del gobierno
peronista.
Las conclusiones a las que el Consejo llegó, luego de diversos estudios,
clausuraban un debate iniciado en los años treinta que, sin tener una forma orgánica,
planteaba como un eje central de análisis el sentido que debía darse al proceso de
industrialización por sustitución de importaciones, acelerado por la crisis económica
internacional, primero, y la guerra, después. Por un lado, se destacaba la certidumbre de
que el modelo agroexportador, basado en el intercambio entre productos
manufacturados provenientes del exterior y productos primarios argentinos, se había
agotado como fórmula principal del crecimiento económico del país. Por otro, la
constatación de que el desarrollo industrial no podía detenerse, aunque presentaba
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crecientes dificultades. Además, se reconocía que la mayoría de las industrias que
habían crecido con la depresión mundial y la guerra estaban especializadas en la
producción de bienes de consumo final y que era necesario importar equipos y
materiales, dado el grado de obsolescencia de los existentes. Luego, la creciente
conciencia en algunos sectores del ejército, como el expresado por el coronel Savio que,
fundamentados en consideraciones estratégicas de interés nacional, sostenía la
necesidad de promover algunas industrias de bienes de capital, como la siderurgia y, por
último, la necesidad de evitar que el desmantelamiento de sectores de la industria
produjera altos niveles de desocupación.
Desde otra perspectiva, a pedido de una entidad privada formada por empresas
norteamericanas que operaban en la Argentina, la Armour Research Foundation de
Chicago, con un equipo integrado por dos ingenieros y un economista norteamericanos,
proporcionó un informe sobre las posibilidades del sector industrial local. El dossier
condenaba todo intento autarquizante y concluía estableciendo la viabilidad de los
distintos sectores industriales del país en función de un horizonte acotado por los
criterios de costos comparativos. En estos términos, una industria sería ventajosa,
primero, “… si su materia prima se encuentra dentro del país, es de buena calidad y
barata; 2°) si el mercado alcanza a absorber el total de la producción de plantas
industrializadoras lo suficientemente grandes como para emplear los procedimientos
más económicos que se conocen; 3°) si el producto es de poco valor por unidad de peso
o volumen, de modo que el flete ponga a los competidores extranjeros en desventaja al
enviarlo al mercado nacional”. En estas condiciones sólo se encontraban las industrias
transformadoras de productos agropecuarios. La existencia de otras industrias dependía
de la baratura de la materia prima, la mano de obra y el combustible, y de la dimensión
del mercado, lo que descartaba sectores metalúrgicos y de la electricidad. Finalmente,
resultaba desventajosa la promoción de ciertas industrias químicas y la siderurgia,
actividades que poco más de una década después se desarrollarían con la participación
incluso de inversiones estadounidenses.
De todos modos, el gobierno peronista –contraviniendo las prescripciones del
Informe Armour– optó por un país industrializado, con todas las limitaciones que ello
implicaba. Se trató de una decisión estratégica que apuntaba a un desarrollo integral del
país y dejaba de lado la preceptiva liberal.
La eterna opción industria-agro
A la Argentina también se le presentó el dilema que Canadá y Australia, países
con los que compartió algunos rasgos, resolvieron mucho más virtuosamente en cuanto
al desarrollo del agro y de la industria. Un ejemplo de ello fue la intervención de
Vicente Fidel López en las discusiones sobre la Ley de Aduanas de 1876. Decía López:
“(…) llamo la atención de los señores Diputados sobre la situación difícil en que se
encuentra nuestro país (…) ¿y por qué? Y esto es así porque no sabe manufacturar las
materias primas que produce (…) nosotros tenemos nuestro desierto: pero nuestro
desierto se agota tanto más cuanto que esta habitado por gente que no trabaja y yo le
diré al Sr. Ministro por qué es que no trabajan; es porque cuando se tiene una extensión
de veinte leguas que da una excelente renta al capitalista se la da a condición de tener
la tierra y el país despoblado (…) es necesario que vayamos poblando nuestros
inmensos campos y radicaremos menos (…) en la teoría de Azara que quería siempre el
desierto con cuarenta mil habitantes y cuarenta millones de vacas. La República
Argentina cuando tenga cuarenta millones habitantes (que algún día no lejano lo
llegará a tener) no ha de poder tener desiertos para doscientos cuarenta millones de
ganados, y aquel número de habitantes no lo podremos tener sino a condición de que
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seamos ricos por el trabajo. ¿Y sobre qué vamos a trabajar? Sobre nuestras materias
primas precisamente”.
Sin embargo, bien entrado el siglo XX, en diciembre de 1940, en otro debate en
el Congreso, un senador de Entre Ríos relataba en su intervención que en la ciudad de
Concordia se había realizado una asamblea con la presencia de asociaciones rurales de
casi todo el país. El objetivo era discutir un plan económico presentado por el gobierno
que proponía un tímido modelo de industrialización. Opuesto a la iniciativa, el senador
citaba la opinión crítica expresada en esa asamblea por un hacendado y dirigente rural
de la zona: “se nos quiere llevar a la industrialización del país, que si se intensifica
puede inducirnos al cierre de los mercados agropecuarios donde se colocan los
excedentes de nuestra producción” (…) Por el contrario –continuaba el hacendado–,
sólo “se reactivará la economía dando facilidades a los trabajadores del campo (…) y
asegurando precios compensatorios a la producción”. Estas opiniones se formulaban
frente a un plan propuesto por un gobierno conservador, rechazado luego en el
Congreso por amplia mayoría: el ministro de Hacienda que lo presentaba se llamaba
Federico Pinedo.
El dilema ya estaba planteado por Vicente Fidel López en 1876, cuando
imaginaba una Argentina con 40 millones de habitantes, similar en cuanto a número a la
que estamos viviendo ahora. ¿Sería un país agropecuario sin industrias o uno en el que
se combinaban virtuosamente ambas? ¿Un país de rentistas o uno de verdaderos
productores? Como sabemos, ninguna de las naciones líderes en la economía mundial es
primordialmente exportadora de materias primas. A principios del siglo XX tuvimos en
los mercados internacionales una situación tan favorable como la actual, aunque la
ilusión de ser un “granero del mundo” se terminó con la crisis de los treinta. La
experiencia histórica indica que sólo una economía diversificada, industrializada y
tecnológicamente avanzada, potenciada por la abundancia de recursos agrarios, puede
asegurarnos en el futuro un desarrollo sustentable, y sin duda más equitativo. La
discusión de 1876 sigue vigente.
11. Civilización o barbarie
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“En América todo lo que no es europeo es bárbaro; no hay más división que ésta: el
indígena, es decir, el salvaje; y el europeo, es decir nosotros, los que hemos nacido en
América y hablamos español, los que creemos en Jesucristo y no en Pillán (un cacique
indígena)… Los americanos de hoy somos europeos que hemos cambiado de maestros:
a la iniciativa española ha sucedido la inglesa y francesa. Pero siempre es Europa la
obrera de nuestra civilización… Ya América está conquistada: es europea y, por lo
mismo, inconquistable… El salvaje está vencido: en América no tiene dominio ni
señorío. Nosotros, europeos de raza y civilización, somos los dueños de América.”
Juan B. Alberdi, Bases y puntos de partida…
Cosmovisiones enfrentadas
Domingo F. Sarmiento coincidía con Alberdi y encomiaba la terapéutica
empleada en el tratamiento de la barbarie: “… Puede ser muy injusto exterminar
salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de
un terreno privilegiado; pero gracias a esta injusticia, la América en lugar de permanecer
abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza
caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las
que pueblan la tierra; … las razas más fuertes exterminan a las débiles, los pueblos
civilizados suplantan en la posesión de la tierra a los salvajes. Eso es providencial y útil,
sublime y grande”. En estos términos se planteaba el dilema entre la cultura europea y la
naturaleza americana; entre la ciudad y la campaña; entre la ley y la anarquía; entre el
progreso y el atraso; y entre la razón y el instinto. En suma, entre la civilización y la
barbarie.
El hecho de que lo propio americano fuera considerado bárbaro y, por ende, una
muestra de la anticultura, excluía toda construcción a partir de lo local. La civilización
era la importación de la cultura y el progreso consistía en el descarte de todo lo
preexistente en América y su sustitución por lo europeo.
Toda cosmovisión es un modo de interpretación que expresa proyectos acerca de
la estructuración de la sociedad y que es desarrollado a partir de experiencias,
conocimientos y prácticas sociales. La cosmovisión de Alberdi y Sarmiento cristalizó en
la llamada “generación del 80” y prendió en la élite oligárquica que se sirvió de ella
para conformar un país a su medida. Si los precursores justificaron la eliminación de
indios, negros y mestizos, el pensamiento positivista importado de Europa aportó lo
suyo para que la oligarquía mostrara su inquietud y ejerciera la vigilancia y represión
sobre la presencia supuestamente amenazante de la masa inmigratoria
La oligarquía
El dominio ejercido por la oligarquía sobre el orden económico, asentado en el
latifundio, no sólo fue material. La política, la cultura, la justicia, la educación, la
milicia y demás instituciones fueron impregnadas por su impronta hegemónica. Para
ello fue menester intensificar la solidaridad de clase y, sobre todo, asegurar la
reproducción de sus intereses económicos y de sus bienes patrimoniales. El matrimonio
endogámico fue una de las estrategias empleadas y desde el siglo XIX fue relativamente
frecuente el casamiento entre primos, tíos, sobrinos o cuñados. La oligarquía desplegaba
la sociabilidad y los negocios en ámbitos como el Círculo de Armas, el Jockey Club, el
Club del Progreso y la Sociedad Rural, donde además de decidir los destinos políticos
del país se acordaban los lazos matrimoniales que mediante la fusión de apellidos
vinculaban familiar y jurídicamente distintos latifundios. Además, los hijos de la
oligarquía frecuentaban los escasos colegios aristocráticos, o internados administrados
80
por religiosas francesas, donde se repetían de manera estereotipada hábitos, ceremonias
y convenciones sociales característicos de un pequeño círculo de privilegiados.
La visión de un norteamericano
Los aristócratas argentinos estaban ligados por la sangre y la vida rutinaria que llevaban.
Los mismos caballeros que por la mañana descabezaban un sueño durante el tedeum,
sentados en sus sillas de felpa roja, colocadas en dos filas, frente a frente, a lo largo de
la nave principal de la Catedral y se saludaban ceremoniosamente cuando sus carruajes
se cruzaban por la tarde en Palermo, esa misma noche cenaban y bebían juntos en el
elegante Jockey Club y continuaban sus discusiones a la mañana siguiente en los
salones de uno de los otros dos clubes: el Congreso de la Nación o la Bolsa de Valores.
Thomas F. Mc Gann
La condición de estancieros dotaba a los integrantes de la oligarquía del
prestigio de clase y configuraba el ideal de vida para la clase alta y para los sectores
medios. La estancia constituía la hipóstasis de la patria: el lugar donde el estanciero
mostraba su superioridad, su calidad patricia y su paternalismo. Asimismo, la
prosperidad que le proporcionaba el modelo agroexportador hizo que sus intereses
económicos de clase se confundieran con los destinos del país.
Por otra parte, la oligarquía liberal era una aristocracia hostil a ampliar la
participación política de los sectores populares. Antes de propiciar una expansión de
dicha participación era necesario educar a las masas ignorantes. Cuando la oligarquía
aceptó el ejercicio del sufragio libre a través de la ley de voto secreto y obligatorio, la
composición parlamentaria a partir de 1916 experimentó un cambio debido a la
presencia de miembros de la denominada “chusma” radical, con muchos apellidos de
origen inmigratorio. Un miembro de la oligarquía, Mariano G. Bosch, expresó hacia los
recién llegados al cuerpo el menosprecio de los “mejores”: “Ya por entonces el
Congreso estaba lleno de chusma y guarangos inauditos. Se había cambiado el lenguaje
parlamentario usual por el habla soez de los suburbios y de los comités radicales. Las
palabras que soltaban de su boca esos animales no habrían podido ser dichas nunca ni
en una asamblea salvaje del África. En el Congreso ya no se pronunciaban solamente
discursos, sino que se rebuznaba”.
Lujos y privilegios
En su refugio porteño, la oligarquía se guarneció en el genérico y mal
denominado Barrio Norte de la ciudad, estableciendo de este modo objetivo la distancia
social que la separaba del resto de los habitantes. Huyendo de la fiebre amarilla
abandonaron el Sur y uno de los suyos, el intendente Torcuato de Alvear, proyectó los
espacios aireados y los jardines donde desplegar su mundanidad y su ostentación.
En zonas baldías, hacia la Recoleta y la Avenida Alvear, se levantaron lujosas
mansiones donde se destacaban los elementos constructivos de Gran Bretaña y los
arquitectónicos de Francia. La atmósfera era predominantemente francesa: al estilo Luis
XV, le sucedió el neoclasicismo del Luis XVI, realizado por arquitectos importados. Las
formas afectadas y pomposas del rococó francés denotaban la ostentación que permitía
la opulencia y el lujo de una burguesía en ascenso. Las mansiones de los Alvear,
Anchorena, De Bary, Casares, Cobo, Unzué, Quintana, Pereyra Iraola, con sus interiores
recargados de gruesas molduras con adornos de estuco o yeso dorado, columnas,
escaleras de mármol, cielorrasos con motivos griegos, arañas de caireles, candelabros de
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plata, alfombras de Persia y Esmirna, biombos de laca, etc., procuraban mostrar el
refinamiento de sus propietarios. A ello se añadían la colección de antigüedades,
muebles de estilo, bibliotecas de incunables, lozas chinas, vasos japoneses, potiches,
marfiles y de toda una variedad de adornos que formaban parte de un atesoramiento
improductivo propio de una clase desprovista de espíritu de riesgo. La zona de la Plaza
San Martín se transformó en el núcleo de la arquitectura palaciega de la ciudad.
La pampa bonaerense también albergó palacios suntuosos de la oligarquía
construidos con materiales totalmente importados y herrajes franceses, en estancias de
miles de hectáreas. No faltaba en ellos la capilla con columnas de mármol y vitraux que
en algún caso reproducían los existentes en la Catedral de Notre Dame. Contaban con
varias decenas de habitaciones amuebladas y abundaban las escalinatas, brocales,
fuentes, chimeneas de mármol de Carrara; mayólicas españolas; boisseries de roble de
eslavonia; majestuosas arañas colgantes de bronce; tejuelas normandas y picaportes de
oro. Toda esta inversión improductiva era una exhibición petulante de despilfarro de
dinero que espejaba un panorama contrastante con el resto del país.
Pobreza e indigencia
El conventillo y las casas de inquilinato fueron la respuesta a la exacerbada
demanda de vivienda que acompañó al aluvión inmigratorio. Inmuebles viejos y
deteriorados, abandonados por las familias pudientes del sur de la ciudad por la
epidemia de fiebre amarilla de 1871, fueron destinadas al alojamiento de los
inmigrantes y de la gente más pobre. Las diversas descripciones señalan que el
conventillo disponía de varios cuartos en uno o dos pisos, con un patio central donde se
ubicaban los lavatorios comunes, con una puerta a la calle y sólo con ventanas al frente.
Durante la década de l880 se ha estimado un promedio de 14 cuartos por edificio. Cada
familia ocupaba una sola pieza, generalmente de cuatro metros por cuatro metros, con
cielorrasos de poco más de 4 metros en los edificios más viejos, y con tendencia a
disminuir en los construidos con posterioridad, mal iluminada, mal amoblada y muchas
veces sin ventana. Los inquilinos cocinaban en braseros de carbón colocados a la
entrada de la habitación o, algunas veces, en su interior. Durante gran parte de la década
de 1880, el agua era provista por pozos y cisternas; recién a principios del siglo XX
mejoraron las condiciones sanitarias: se generalizó el uso del agua corriente, como así
también el de cloacas y de recolección de residuos.
Hacia 1887, ningún barrio de la ciudad estaba exento de esta plaga social. La
mayoría de las circunscripciones tenían entre el 20 y el 30% de sus habitantes en los
conventillos, la mitad de los cuales eran menores de quince años. El índice de
hacinamiento, según los censos, llegó a ser de entre tres y cuatro personas por cuarto,
pero las descripciones de los contemporáneos lo elevaban hasta seis personas por
cuarto.
El precio de los alquileres era un componente significativo dentro del costo de
vida de los trabajadores. Por lo general, insumía entre un cuarto y un tercio de su
presupuesto. En los períodos de depresión, cuando los salarios se deprimían frente al
costo de vida, el hacinamiento en los inquilinatos se intensificaba. En los períodos de
expansión, el crecimiento de los salarios no acompañaba el aumento de los precios de
los alquileres: entre 1904 y 1912, los alquileres prácticamente se duplicaron. Seis o siete
hombres solteros llegaban a compartir una pieza mientras familias de cinco o seis
miembros alquilaban una sola habitación e incluso admitían en ella a parientes o
compatriotas con el fin de compartir los gastos.
En 1889, un escritor católico –Santiago de Estrada– juzgaba con acritud los
conventillos. En sus habitaciones “no tiene… cada uno de sus moradores los treinta y
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cinco metros cúbicos de aire respirable que necesita el hombre para vivir en buenas
condiciones higiénicas: más aún, el escaso aire que contienen no es renovable”. Los que
denominaba “antros” albergaban “gentes de todas las profesiones, sexos, edades:
lavanderas, cocineras, peones, obreros; viejos, jóvenes y niños desconocidos, porque en
ningún empadronamiento figuran sus nombres”. El conventillo era “la guarida en que
muchos inmigrantes ocultan sus hijos nacidos aquí para librarlos de las cargas de la
ciudadanía…”. Sus habitantes eran la imagen “de la sociedad indiferente que los
olvida…”.
Otros juicios rezumaban ingredientes xenofóbicos y odio clasista. Para el
biologismo positivista en boga, el conventillo era un testimonio de las taras hereditarias
y de la inferioridad social y biológica de la inmigración meridional. Para otros, en el
interior del conventillo cosmopolita estaba la “resaca humana”, “el áspero tropel de
extrañas gentes” de Rafael Obligado, la “ola roja” de Miguel Cané, los “judíos
invasores” de Julián Martel, los italianos con “rapacidad de buitres” de Eugenio
Cambaceres.
Si la benignidad del “granero del mundo” mostraba sus flaquezas en la Capital,
Juan Bialet Massé –a principios del siglo XX– recorrió el interior del país para
comprobar que la Argentina profunda no estaba reflejada en la apologética del país del
ganado y las mieses. Por encargo del ministro Joaquín V. González presentó un informe
sobre el estado de las clases obreras argentinas en el interior del país. Comprobó la
existencia de jornadas de trabajo excesivas, condiciones abusivas de trabajo, trabajo de
menores de ocho a doce años, jornales miserables, maltrato a los trabajadores en los
obrajes, en los ingenios azucareros y en los algodonales, explotación del trabajo
indígena. Trabajadores analfabetos, desnutridos, hacinados, víctimas de la mortalidad
prematura y del alcohol. Toda una ominosa realidad vivida por los argentinos de
segunda clase y oculta tras el fasto de la Argentina agroexportadora.
Racismo y cambio de la base poblacional
Alberdi y Sarmiento coincidieron en promover el reemplazo de la base
poblacional del país. En las Bases, el primero consideraba irrecuperables para la
civilización a los mestizos americanos: “¿Queremos plantar y aclimatar en América la
libertad inglesa, la cultura francesa, la laboriosidad del hombre de Europa y de EE.UU.?
Traigamos pedazos vivos de ellas en las costumbres de sus habitantes y radiquémoslas
aquí… La planta de la civilización no se propaga de semilla. Es como la viña: prende de
gajo… Si queremos ver agrandados nuestros Estados en corto tiempo, traigamos de
fuera sus elementos ya formados y preparados… Haced pasar al roto, el gaucho, el
cholo, unidad elemental de nuestras masas populares, por todas las transformaciones del
mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero inglés, que trabaja,
consume, vive digna y confortablemente”.
Y planteaba como imperativo adecuar el componente humano del país a la
propuesta organizativa del país que él predicaba: “No son las leyes las que necesitamos
cambiar: son los hombres… necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces de libertad
por otras gentes hábiles para ella; suplantar nuestra actual familia argentina por otra
igualmente argentina, pero capaz de libertad, de riqueza y progreso… Si hemos de
componer nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de sernos más
posible hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población,
es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona”.
Por su parte, el sanjuanino señalaba “la laboriosidad del extranjero y la
holgazanería del hijo del país, aptitud de uno e ineptitud del otro”. Abominaba el
mestizaje, que en el caso del español con el indígena producía seres “incapaces para
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todo: falta de cultura de espíritu... inercia física”. En cambio, “el norteamericano es
anglosajón sin mezcla de razas inferiores”.
La preferencia por la inmigración de anglosajones se vio frustrada por el arribo
al país mayoritariamente de italianos y españoles. Tal circunstancia decepcionó a
Sarmiento: “Los países del mediodía de Europa nos traen poco en costumbres y aun en
civilización que adelante a la nuestra. Sólo por una fuerte educación común puede
evitarse que los hijos de vascos, italianos y españoles desciendan de los hábitos
industriales, a la incuria y la barbarie de nuestras masas, ya que en falta de instrucción
corren parejos”.
Las ideas positivistas provenientes de Europa tendieron a reforzar las
concepciones de Alberdi y Sarmiento. Sus mayores expositores locales fueron José
María Ramos Mejía, Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros. Todos ellos compartían la
fe en la ciencia como instrumento para preservar el orden social, suscribían el racismo
social y rechazaban el legado hispánico e indígena.
Una preocupación común fue la presencia de una alarmante multitud urbana de
origen inmigratorio. Para Ramos Mejía, las masas constituían una enorme fuerza
irracional que podía ser integrada por la acción pedagógica del Estado y del ambiente.
Para Ingenieros, esas multitudes albergaban vagos, mendigos, locos y delincuentes que
debían ser excluidos, sometidos al control social y sujetos a la selección de los flujos
migratorios. Por su parte, Bunge confiaba en que la inmigración podía corregir el
nefasto sustrato racial hispánico, negro e indígena.
Ingenieros, autor del discurso positivista más conocido, auguraba para la
Argentina un porvenir venturoso, debido a su geografía y a la expansión de su
población de raza blanca. En línea con el darwinismo social, apreciaba que la
inexistencia de negros y la ineluctable “dulce extinción” de los indios libraban al país
de los fenómenos degenerativos. En cambio, la inmigración europea era la portadora de
la civilización blanca europea cuya contribución étnica depuraba los vestigios de
mestizaje persistentes desde la época de la colonización.
Las clases medias
Una de las consecuencias del proyecto poblacional fue la complejización de la
estructura social del país con la aparición de sectores sociales intermedios
principalmente de origen inmigratorio. A partir del derrame producido por el modelo
agroexportador, sobre todo en la pampa húmeda, se conformó una Argentina promisoria
para los inmigrantes. Muchos de ellos lograron mejores condiciones de vida que en sus
países de origen y sus hijos pudieron acceder a niveles superiores de enseñanza. El
vínculo con la educación se transformó en un elemento fundamental para la movilidad
social ascendente y el ingreso a los sectores medios.
Ocurre que, al igual que los criollos pobres de aquí, la mayor parte de esos
inmigrantes eran los desplazados y pobres de allá. Mano de obra barata y no mucho
más. En todo caso, fue conveniente recordarles a ellos, y sobre todo enseñar a sus hijos
a través de la educación común, que su país era la Argentina, o demostrarles a los
díscolos que su presencia no era deseable, Ley de Residencia mediante. La educación,
sobre todo, tenía una fuerte carga ideológica. No era sólo aceptar una nación sino un
tipo determinado de ella, con su historia oficial, sus próceres reales o falsos y su orden
establecido.
Ese fue el recibimiento que tuvieron la inmigración y las clases medias que
surgieron de su seno. De una u otra forma, debieron poner mayoritariamente su fuerza
de trabajo al servicio del modelo agroexportador: en el campo o en las ciudades, en
actividades agrícolas o rurales, o a través del comercio, los servicios o tareas
84
profesionales o intelectuales.
Los inmigrantes no vivían en la estratósfera sino en un país que tenía los dados
cargados y al que difícilmente podían cambiar por su condición insegura y subordinada.
Hubo, por supuesto, rebeldías y levantamientos que culminaron con el dictado de la Ley
Sáenz Peña, que amplió el universo político. Pero aun así, las clases medias que
surgieron de esa oleada de inmigrantes (mezcladas con criollos) terminaron plegándose
políticamente a la matriz cultural vigente mientras soñaban con “mi hijo el dotor” y
juntaban el dinero que podían. No debe extrañar que durante la etapa agroexportadora
existiera una escasa relación entre la universidad y las actividades productivas.
Predominaron las profesiones liberales vinculadas a los servicios y no a la producción ni
a la investigación científica
También se trasmitió desde el poder una cultura antidemocrática. Los primeros
gobiernos de “unidad nacional” que salieron de la llamada generación del 80, en las
últimas décadas del siglo XIX, no respetaron los principios constitucionales. Era una
democracia ficticia o “ficta”, como se decía en la época, con presidentes “electores” que
escogían a su sucesor. La élite se identificaba con la clase política y sus rasgos
principales eran el paternalismo, el clientelismo, la corrupción y el fraude electoral. Más
tarde, la intervención de los militares y los golpes de Estado, bajo el pretexto de
derrocar “democracias corruptas”, formaron parte de la misma ideología elitista. Esas
conductas han perdurado, desafortunadamente, en los distintos períodos democráticos,
penetrando en el comportamiento de los partidos políticos mayoritarios.
Esta forma de gobernar el país se acopló con una cultura de subestimación del
interés nacional o, más directamente, de vivir dependiendo de factores externos o
sometiéndose a condiciones externas. Todavía en 1933, ante la firma de un nuevo
tratado comercial argentino-británico, el Pacto Roca-Runciman, el vicepresidente de
entonces, Julio A. Roca (h), decía que la Argentina “desde un punto de vista económico
debía considerarse una parte integrante del imperio británico”. Una concepción que se
procuró justificar teóricamente en la década de 1990 en el plano de la política exterior a
través de recrear relaciones “privilegiadas” con otra potencia hegemónica, los Estados
Unidos, y alcanzó su máxima expresión en las propuestas de dolarización y de manejo
de la economía por expertos “externos”.
Las clases medias compartieron, por lo general, esos valores, porque se hallaban
insertas en un esquema productivo, comercial y rentístico que parecía un camino seguro
de ascenso social, aunque amenazado desde temprano por las crisis económicas, como
en 1890. Consiguieron una mayor igualdad jurídica pero carecieron, en su mayor parte,
de criterios empresariales innovadores, no conformaron una burguesía industrial y sus
expresiones políticas adquirieron muchas de las mañas de la vieja élite, con democracias
o dictaduras. Un sector importante de esa clase media apoyó el golpe de Estado de
1930, se opuso al peronismo por un problema en sus inicios más cultural que económico
o político y luego volvió a apoyar otros golpes de Estado, como el de la “Libertadora”,
el de Onganía o el de Videla. Si bien núcleos juveniles surgidos de su seno participaron
activamente en el “Cordobazo” y en otros movimientos contestatarios y organizaciones
armadas, por lo general predominaron en la visión de esos sectores criterios
conservadores y autoritarios y no se comprendieron bien los procesos históricos que
vivió el país.
El repudio al terrorismo de Estado en la vuelta a la democracia dio lugar a creer
en una cierta toma de conciencia sobre el pasado. Pero los años noventa hicieron revivir
cuestiones sobre el rol y los vaivenes de la clase media: entre aspiraciones de opulencia
y la fe ciega en las posibilidades de una moneda sobrevaluada; entre el refugio en
barrios privados y el reaseguro de una doble nacionalidad; entre el descrédito del Estado
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y la ideología del neoliberalismo. La crisis de 2001 la movilizó de vuelta, golpeada en
sus intereses, esta vez con el reclamo de que se “vayan todos” los políticos que habían
saqueado sus ahorros. Sin embargo, esa experiencia parece haberse olvidado y ninguna
recuperación productiva, política o cultural del país puede tener éxito si sectores clave
de la sociedad, que constituyen una parte esencial de su sustento, no abandonan ideas ya
perimidas como la crisis mundial lo está mostrando, aunque vengan envueltas en nuevas
variantes mediático-políticas de distinto signo.
Los “cabecitas negras”
La sociabilidad porteña fue sometida a fuertes tensiones durante el período de
migraciones internas. Los provincianos arribados a Buenos Aires, particularmente desde
mediados de la década de 1930, desempeñaron un rol protagónico en las definiciones propias
del terreno político electoral. Sin embargo, en el plano sociocultural se encontraron con un
escenario caracterizado por la existencia de valores y formas de vida popularizados por los
medios de comunicación y revestido de un prestigio del que carecía la Argentina criolla y
tradicional. En consecuencia, la incorporación o asimilación de los recién llegados a la
sociedad porteña no estuvo exenta de conflictos, desde que fueron percibidos como la
recreación de la “barbarie”.
La irrupción de trabajadores rurales, pequeños arrendatarios y obreros y empleados del
interior en la movilización del 17 de octubre de 1945 sorprendió al mundo político porteño.
Menudearon las calificaciones despectivas hacia los manifestantes “descamisados”:
recreando los juicios despectivos que las élites había propinado en su momento a la “chusma”
yrigoyenista, la movilización obrera fue calificada de “aluvión zoológico”, de “pequeños
clanes con aspecto de murga”, de “una horda, de una mascarada, de una balumba que a veces
degeneraba en murga” y, negando su condición de trabajadores, de “lumpenproletarios” o de
“turbas asalariadas”.
La definición política de los migrantes rápidamente se matizó de racismo y
discriminación. Los peronistas eran “negros” y todo “negro” era peronista. La oposición al
peronismo se sentirá depositaria de valores superiores frente a la turbamulta provinciana
dispuesta a quedarse en la ciudad y a ocupar los espacios hasta entonces reservados a las
clases altas y medias. Los “cabecitas negras” con dinero y derechos invadieron cines, teatros,
clubes, confiterías, transportes y lugares de esparcimiento: no “guardaban su lugar”, no
“respetaban las diferencias”, se “llevaban todo por delante”. La ciudad aparecía mancillada
por una masa inculta atraída por la demagogia peronista.
La inserción laboral de los migrantes fue variada y les permitió un indudable ascenso
social, claramente contrastante con las posibilidades e ingresos a su alcance en los lugares de
origen. Quienes no se incorporaron al trabajo fabril o a la construcción lo hicieron en los
servicios: guardas de tranvías, mozos de café, porteros, empleados públicos o transportistas.
Favorecidos por la progresiva distribución del ingreso promovida por el gobierno vieron
ampliar sus horizontes más allá de los niveles de subsistencia. De esta manera, pudieron
adecuarse a nuevas pautas de consumo y, en no pocos casos, a otras formas de convivencia.
Aun los que habitaban las “villas miserias”, desde los niveles más bajos de la pirámide social,
accedieron a condiciones de vida superiores a las de los sitios de donde provenían:
proximidad a las escuelas y a los hospitales públicos, mayor estabilidad laboral y cobertura
social.
De todos modos, los migrantes internos debieron adecuarse a un ingreso fijo y a las
pautas de consumo que les proponía la ciudad. A juicio de Jauretche, al principio, libres de la
miseria, dilapidaron sus ingresos en pañuelos de seda, en perfumes o en discos fonográficos.
Cuando se adaptaron a la vida urbana se vistieron mejor, introdujeron mejoras en sus hogares,
comenzaron a alimentarse racionalmente, regulando sus diversiones a medida que las nuevas
86
necesidades a satisfacer crecían con su cultura de consumo.
Si la integración al mundo del trabajo se vio facilitada por la expansión económica, más
dificultosa fue la integración sociocultural. La presencia de los migrantes internos puso en
movimiento un proceso de asimilación de los recién llegados que si bien modificó
parcialmente la sociedad receptora, no alteró los rasgos fundamentales de la sociabilidad
porteña. No obstante, esta sociabilidad mostró mayor flexibilidad en las zonas periféricas de
Buenos Aires, donde la convivencia en los lugares de trabajo, comercios, pizzerías, bares,
medios de transporte, clubes de barrio y los espacios públicos contribuyó a facilitar la
integración de los recién llegados. Por el contrario, las zonas de la sociedad urbana con
predominio de las clases altas y de las clases medias más antiguas se vieron irritadas por la
irrupción, percibida como desafiante, de los migrantes internos, y se convirtieron en el
escenario de un sordo conflicto donde el estereotipo del “cabecita negra” servía para
establecer una separación que, oponiéndose a la integración, promovía un proceso de
segregación.
El populismo: una “anomalía” periférica
El peronismo es, entre otras de Latinoamérica, una experiencia política
degradada y calificada de manera denigratoria como populismo. Dicha calificación se
hace extensiva a las masas que lo acompañan, consideradas inmaduras y sujetas a
manipulación por parte de un demagogo. Esta condena ética ubica al populismo en la
marginalidad del discurso de las ciencias sociales que, enunciado desde el “centro”,
asume sus propias experiencias como paradigmáticas y juzga como irracionales las
procesadas fuera de su cartabón.
Sin embargo, el populismo es una experiencia que amplía las bases democráticas
de las sociedades periféricas de la región teniendo como protagonistas a las masas
populares. Más que una expresión política e ideológica de una clase o grupo social
determinado, el populismo expresa, desde una racionalidad propia, a las masas
insatisfechas que ingresan en la historia poniendo en cuestión las instituciones
existentes. Para ello se identifican con un líder elegido democráticamente que conforma
un régimen formalmente antiliberal apelando al pueblo como fuente del poder. El
proyecto populista, al dar cabida a las aspiraciones populares, resulta profundamente
democrático y expande significativamente la participación de las masas en el sistema
político. Las demandas populistas constituyen un desafío al poder hegemónico y
establece una división dicotómica dentro de la sociedad entre “pueblo” y “poder”.
Un inventario de las medidas populistas del peronismo no puede omitir la
nacionalización de los recursos básicos de la economía, un fuerte intervencionismo
estatal en las áreas sociales y económicas, una significativa mejora en la distribución
del ingreso, una decidida protección a los sectores asalariados y marginados y el apoyo
al proceso de industrialización sustitutiva de importaciones.
12. El proceso de industrialización
87
La industria en el modelo agroexportador
La industria argentina moderna nació a fines del siglo XIX como un simple
apéndice del comercio exterior y de las necesidades que éste generaba. Al amparo de la
expansión de las exportaciones ganaderas se instalaron los primeros frigoríficos,
creados por capitales nacionales e ingleses. En forma paralela, la expansión del mercado
interno, producto del crecimiento económico y la inmigración, favoreció la aparición de
establecimientos fabriles dedicados a la producción de bienes alimenticios que
utilizaban, por lo general, materia prima nacional. Pequeñas empresas metalúrgicas y
talleres ligados a las necesidades de los ferrocarriles constituyen otros rubros que se
iniciaron en esa época.
La Primera Guerra Mundial, con el cierre de los mercados exteriores, posibilitó un
intenso aunque breve crecimiento del sector, en particular en algunas ramas como la
industria textil o la de máquinas y vehículos, que en el período 1911-1920 duplicaron su
producción respecto del decenio anterior. Pero, posteriormente, la competencia de los
productos europeos, superados ya los obstáculos en el comercio internacional y sin que
una política proteccionista defendiera las industrias nacientes, retrotrajo las cosas a
niveles similares a la posguerra.
No obstante, la década de 1920 no fue negativa para la industria argentina. Por el
contrario, una vez superada la crisis ganadera, hacia 1923, y como resultado del
desplazamiento de Gran Bretaña como principal proveedora del mercado argentino, se
produjo una considerable corriente de productos y capitales norteamericanos. Una parte
del flujo de capitales se realizó mediante la radicación de empresas en el sector
manufacturero. El desarrollo industrial de años posteriores se debió en buena medida a
la actividad de estas empresas, cuyo propósito no era competir a nivel internacional sino
aprovechar un mercado “cautivo” y colocar maquinarias, materias primas y patentes,
por lo que no se interesaron tampoco en la creación de industrias básicas. Este proceso
se desarrolló en ausencia de toda política industrial.
La comparación con Canadá
El inicio de la industria en Canadá se produjo, al igual que en la Argentina, a finales
del siglo XIX, en una economía dominada por la producción para el mercado externo de
productos primarios (alimentos básicos, madera, papel, etc.). Sin embargo, tempranas
medidas proteccionistas le dieron un impulso mayor al sector. La Política Nacional de
Tarifas de 1879 generó, al proteger el mercado interno, un estímulo a la sustitución de
importaciones.
Esta política no fue concebida como una forma de crear las condiciones para
promover la industrialización sino que reflejó el interés del Estado y de las élites
empresariales en captar el mercado interno y nivelar la balanza de pagos a través de la
producción local de productos que antes se importaban. El Reino Unido no protestó por
la imposición de altos aranceles porque creyó que así fortalecería al Imperio.
Al comenzar el siglo XX, la industria canadiense había crecido notablemente y
satisfacía una porción importante del mercado local, poseyendo ese país una producción
más diversificada y menos dependiente de las exportaciones primarias que la Argentina.
La división de la tierra en pequeños propietarios y la temprana industrialización le
dieron gran poder al sector manufacturero.
En estas condiciones, Canadá y Argentina parecían encontrarse, en el contexto de
entreguerras, en las antípodas del desarrollo económico y social. Uno ya había encarado
decididamente el proceso de sustitución de importaciones; el otro vacilaba en los
alcances de su implementación. Mientras en el Norte se polemizaba en torno al alcance
88
de las inversiones estadounidenses en la industria y su significado, en el Sur el proceso
se encontraba en su fase inicial.
La penetración de los capitales estadounidenses se intensificó en la década del 20,
bajo la cobertura de las “preferencias imperiales”, política que otorgaba privilegios
arancelarios a las exportaciones canadienses hacia el Reino Unido, el resto de los
dominios y las colonias británicas. Las inversiones estadounidenses tuvieron
importantes implicancias en el sector de exportaciones de manufacturas canadienses. Se
establecieron en el país numerosas industrias que aumentaron la producción de
manufacturas destinadas al mercado interno y contribuyendo decisivamente a elevar el
nivel de las ventas hacia el exterior de bienes terminados. La mitad de estos productos
manufacturados se componía de equipos de transporte, automóviles y autopartes,
sectores dominados por las subsidiarias y poseedoras de licencias estadounidenses.
A su vez, el tratado de reciprocidad firmado en 1935 con Estados Unidos estrechó
las relaciones comerciales entre ambos países, mientras que el alineamiento con aquel
país en la Segunda Guerra Mundial reforzó la relación política entre ellos. De esta
forma, el desarrollo industrial canadiense debe ubicarse en forma más temprana que en
Argentina y a partir principalmente de la radicación de empresas extranjeras (sobre todo
de Estados Unidos), con una orientación exportadora más decidida.
La sustitución fácil de importaciones
Más allá de los brotes de industrialización previos, el proceso de industrialización a
gran escala se inició en Argentina con la crisis del 30, que provocó la aplicación de
medidas defensivas para enfrentar la situación, como el control de cambios y el aumento
de aranceles. La continuidad de la gran depresión y la guerra acentuaron el aislamiento
económico e hicieron posible un vigoroso proceso de industrialización basado en la
producción local de bienes que antes de importaban. Se trató del inicio de la
industrialización sustitutiva de importaciones.
En la primera fase del proceso, las ramas de mayor desarrollo (textiles, alimentos y
bebidas y metalúrgicas livianas) fueron las más fáciles de impulsar sin necesidad de
recurrir a grandes innovaciones, a tecnologías complejas o a desembolsos de capital
elevados. Se disponía, a su vez, de una relativamente abundante mano de obra.
Durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial se suscitaron los debates acerca
de las estrategias de industrialización, imponiéndose finalmente aquella sostenida por el
Consejo Nacional de Posguerra y adoptada por Perón, que bregaba por que toda la
estructura industrial tal como estaba merecía ser protegida. Fue en esos años que
comenzó a orientarse el desarrollo industrial desde el gobierno, en lugar de dejarlo
librado a las fuerzas del mercado. Sin embargo, no se crearon industrias básicas y
cuando el mercado interno se amplió gracias a la mayor utilización de mano de obra y al
incremento de los salarios reales, el proceso de industrialización llegó a su punto crítico,
ya que las ramas livianas habían agotado casi sus posibilidades de sustituir productos
importados.
Estrangulamientos externos, crisis de balanza de pagos
En la posguerra, en pleno proceso de industrialización por sustitución de
importaciones, el ciclo económico de la Argentina adquirió características diferentes a
las que poseía durante el modelo agroexportador, que se tradujeron en crisis crónicas del
balance de pagos a través de los ciclos conocidos como de stop and go (frenar y andar),
cuya primera manifestación pudo observarse en la crisis de 1949-1952, durante el
primer peronismo.
89
Ante un sector industrial con una producción destinada al mercado interno y que
requería importaciones (bienes de capital e insumos básicos) y un sector agropecuario
cuya producción se encontraba relativamente fija y se destinaba al mercado externo e
interno, se producían recurrentes estrangulamientos externos. Cuando la economía
crecía se incrementaban las importaciones ante el avance de la producción industrial y
se reducían las exportaciones debido a la mayor demanda de bienes de primarios por las
subas en el salario real y en el nivel de ingresos.
Necesariamente, entonces, se llegaba pronto a una crisis, producida por el déficit del
balance comercial al agotarse las reservas de divisas del Banco Central, lo que conducía
a la aplicación de un plan de estabilización con devaluación del peso y políticas
monetarias y fiscales restrictivas. La devaluación provocaba un incremento de los
precios de los productos agropecuarios exportables y de los precios de los productos
industriales (aunque menos) que utilizaban insumos importados.
Estos cambios generaban una transferencia de recursos a favor de los productores de
bienes agropecuarios, sectores con mayor predisposición a ahorrar, y en contra de los
asalariados, que proporcionalmente consumen más, lo que provocaba una caída de la
demanda global, afectando al sector industrial. Las consecuencias recesivas se
acentuaban por las políticas de estabilización, al achicarse el gasto público y la emisión
monetaria, mientras que los efectos inflacionarios de la devaluación podían verse
reforzados si los aumentos de precios inducían un incremento de los salarios.
La disminución de la demanda global reducía la actividad industrial y el monto de
inversiones en este sector, perjudicado también por el aumento de las tasas de interés y
las restricciones crediticias debido a la contracción monetaria, lo que originaba una
caída del volumen de importaciones y hacía posible que se restableciera el equilibrio en
el balance de pagos. Además, la reducción en la demanda interna de productos
agropecuarios, como consecuencia de la caída de los ingresos, generaba una suba de los
saldos exportables, reforzando el efecto positivo en el sector externo y generando las
condiciones para un nuevo ciclo ascendente.
La sustitución compleja de importaciones
La crisis de finales de la década de 1940 dejó en evidencia las limitaciones de la
etapa fácil de la ISI. El sostenimiento de un sendero industrial expansivo reclamaba una
transformación estructural. El desarrollo debía avanzar hacia las industrias de base (el
acero, la petroquímica, los transportes, la generación de energía, la metalmecánica),
para evitar la dependencia de los insumos y las maquinarias importadas.
A partir de 1958, los sectores que habían liderado el crecimiento hasta entonces
sufrieron un estancamiento relativo, mientras que la producción de insumos intermedios
y bienes de consumo durables adquirió un gran dinamismo, destacándose el complejo
petroquímico y el metalmecánico y, especialmente, el sector automotor, la rama de
mayor crecimiento. En los años siguientes el proceso de industrialización avanzó por
ese sendero, aunque sin escapar a las crisis de stop and go y sufriendo las consecuencias
de la inestabilidad política y de la política económica.
A partir de la sustitución de importaciones en las ramas complejas, entre 1966 y
1974 se logró un sendero de expansión sostenida con tasas promedio que superaron el
6%. A su vez, hacia finales de la década de 1960 se empezó a observar un progresivo
incremento de las exportaciones de productos industriales.
Promediando la década del 70, el sector industrial presentaba características
contradictorias. Las últimas dos décadas mostraban una cara positiva: el crecimiento
había sido, a excepción de algunas recesiones puntuales, persistente e intenso, y fue la
industria la que lideró la expansión global; la diversificación había continuado en su
90
avance, incorporando actividades nuevas, con una mayor integración vertical de las
cadenas productivas; lentamente, las exportaciones del sector habían comenzado a
cobrar cierta importancia en la balanza comercial del país; el proceso de maduración
permitía un uso más eficiente de los recursos y una mejor posición competitiva.
Sin embargo, también ofrecía una cara negativa que ponía de manifiesto sus
limitaciones. Su estructura morfológica se encontraba mucho más próxima a la de un
país subdesarrollado que a la de uno desarrollado. Los sectores básicos reflejaban serias
insuficiencias, mientras que las ramas vinculadas a la primera etapa del proceso
sustitutivo continuaban teniendo un peso demasiado grande en la estructura industrial
debido a la debilidad de las ramas complejas. La necesidad de importar insumos
afectaba la balanza comercial, produciendo desequilibrios particularmente nocivos en
las etapas de expansión, generándose los ciclos de stop and go. La falta de desarrollo de
un proceso propio de creación de tecnología alejaba las industrias locales cada vez más
de la frontera productiva de los países desarrollados y ocasionaba resultados
comparativamente magros en la evolución de la productividad.
La comparación con Brasil
Comparado con lo ocurrido en la Argentina, la estrategia adoptada por la dirigencia
brasileña de 1930 consistió en apoyar la industrialización y la expansión del comercio
exterior mediante la intervención y supervisión del Estado, cuestionando la viabilidad
de una economía dominantemente primario-exportadora. La revolución de 1930, que
encumbró en el poder a Getulio Vargas, tuvo su apoyo en una alianza heterogénea o
Estado de compromiso que se fortaleció y autonomizó como un organizador del pacto
social.
En los años cuarenta, mientras la población brasileña crecía a tasas elevadas, se
expandían la urbanización y el mercado interno, se desarrolló fuertemente la producción
de bienes de consumo, principalmente textiles. A su vez, con la instalación del complejo
siderúrgico de Volta Redonda se expandió el sector de bienes de capital y fue
consolidado el proceso de industrialización.
La producción de acero mediante altos hornos tornó inevitable la expansión de
fábricas sustitutivas de importaciones en amplias franjas de bienes de producción,
proporcionando al Brasil una base material capaz de atender, posteriormente, las
demandas del desarrollo, a partir de cuantiosas inversiones y tecnología más sofisticada.
Ello fue posible cuando la exacerbación del autoritarismo de los gobiernos militares
brasileños permitió sustentar una elevada tasa de apropiación del excedente económico,
lo que posibilitó que el país mantuviese entre 1968 y 1974 un ascendente ritmo de
crecimiento que, en promedio, fue superior al 10% anual.
Entre 1971 y 1978, el gobierno brasileño aprovechó el exceso de eurodólares y
estimuló de diferentes maneras las importaciones de maquinarias y equipos. A
diferencia de la Argentina, Brasil no utilizó el endeudamiento externo para promover
una política liberal de importaciones de bienes de consumo, sino para iniciar un
conjunto de grandes proyectos con el objetivo de fortalecer la infraestructura energética
e industrial, así como el sector nacional de maquinarias y equipos, ampliando la
capacidad nacional de producción.
Así, el Brasil estimuló fuertemente la sustitución de importaciones de productos de
la industria pesada y de bienes de capital, logrando altos grados de integración
intersectorial, una producción diversificada y una escasa exposición a la competencia
externa. En la década del 80, aunque sufrió los efectos de la crisis de la deuda y
procesos inflacionarios, la industria brasileña continuó estando mejor posicionada que la
argentina, que padecía serias deficiencias estructurales. Brasil profundizó así su proceso
91
de industrialización, alcanzando un considerable nivel de desarrollo.
La desindustrialización
El proceso de industrialización, con sus aciertos y deficiencias, se vio interrumpido
abruptamente con el golpe militar de 1976. La Argentina contrajo desde mediados de la
década del 70 un alto nivel de endeudamiento externo, vinculado a una abrupta apertura
de la economía y a un acelerado proceso de desindustrialización que condujo a la más
seria crisis de su historia, signada por la especulación financiera, el proceso
inflacionario y la fuga de capitales.
Invocando razones de eficiencia, Martínez de Hoz impulsó una política de apertura
comercial y financiera (reforma financiera mediante). Se apelaba al mercado como
mecanismo disciplinador de los sectores productivos, con el supuesto objetivo de
depurar a los sectores ineficientes. Sin embargo, el resultado fue un profundo cambio en
el comportamiento de las empresas industriales, arrastradas a una lógica de corto plazo,
en la que los aspectos financieros predominaban sobre los productivos, afectando las
decisiones en materia de inversión real. Mientras tanto, las importaciones inundaban el
mercado, al tiempo que no se encontraba una solución duradera al problema
inflacionario.
Como balance del período, es posible afirmar que en el sector industrial se quebró
una tendencia que se había iniciado entre mediados de la década del 30 y la del 40. Los
efectos de la política económica de Martínez de Hoz, que no fue modificada en lo
sustancial por los ministros que lo sucedieron durante la dictadura, fueron la contracción
de la producción, la desaparición de numerosas actividades, la desarticulación de las
relaciones intersectoriales y la simplificación de la estructura morfológica. La industria
era ahora más dependiente de la importación, no había solucionado sus problemas de
subdesarrollo y se encontraba en una posición mucho más vulnerable.
El proceso de desindustrialización se acentuó con la convertibilidad en la década de
1990. La apertura comercial y el encarecimiento de la moneda nacional, entre otras
medidas, tuvieron efectos destructivos sobre la industria. El cuadro de situación de la
industria luego de la recesión iniciada en 1998 era muy heterogéneo. Las actividades
ligadas a la explotación de las ventajas comparativas naturales, lideradas por las
empresas de gran tamaño, fueron las menos afectadas por el proceso. Por el contrario,
los sectores más afectados, cuyo nivel de actividad se retrajo entre el 50 y el 70%,
fueron los que colocaban su producción fundamentalmente en el mercado interno y, por
lo tanto, no pudieron eludir la reducción de la demanda doméstica. Se encuentran en
este grupo las industrias textil, automotriz, cementera y de materiales para la
construcción, las editoriales e imprentas y la producción de maquinaria y equipo
eléctrico.
La reindustrialización
Con la consolidación del proceso de crecimiento después de la crisis de 2001-02
comenzaron a despuntar, como resultado del esquema macroeconómico dispuesto,
cambios en la estructura productiva. La mayor solidez financiera que aportó la
acumulación de reservas fue el complemento de la política que encaró el gobierno
mediante la reestructuración de la deuda y la cancelación de vencimientos con
organismos financieros internacionales.
El alza del tipo de cambio encareció las importaciones en el mercado interno. Como
la devaluación tuvo lugar en un contexto recesivo y de elevado desempleo, los salarios
nominales subieron mucho menos que el dólar y, en los primeros años, que la inflación.
A su vez, como resultado de la política oficial, ni las tarifas de los servicios públicos ni
92
el precio de los combustibles pudieron seguir el tipo de cambio, así como tampoco el
precio de otros insumos. Estas condiciones permitieron que los precios internos de los
bienes industriales de origen nacional aumentaran menos que los importados, ganando
competitividad. Al mismo tiempo, el dólar alto volvió rentables algunas actividades que
hasta entonces no lo eran. Mientras tanto se expandía el mercado interno, ya que buena
parte del deprimido consumo que antes se volcaba a bienes importados comenzó a
derivarse hacia los bienes nacionales, incentivando la producción local.
En estas condiciones, la industria fue la rama de la actividad económica más pujante
en esta etapa. Tres factores definieron el renovado protagonismo manufacturero: el
nuevo set de precios relativos, que incentivó la sustitución de importaciones y promovió
las exportaciones industriales; la recomposición de la situación patrimonial de las
empresas debido a la licuación de sus pasivos por la pesificación y la reestructuración
de sus deudas con el exterior; y la fuerte recuperación del mercado interno.
Las ramas que más se vieron afectadas por el proceso de convertibilidad, aquellas
orientadas al mercado interno, fueron las que más se beneficiaron por las nuevas
condiciones. Primero avanzando sobre la capacidad ociosa y luego expandiendo la
producción mediante nuevas inversiones.
Un rasgo distintivo del repunte industrial fue que no estuvo conducido únicamente
por los actores empresariales previamente existentes, sino que vino de la mano de un
intenso proceso de creación de empresas. Asimismo, las pymes tuvieron altas tasas de
crecimiento y una mejor inserción exportadora que en la época previa.
El modelo de tipo de cambio competitivo brindó excelentes oportunidades al
entramado industrial, que fueron bien aprovechadas por los distintos actores existentes.
Sin embargo, el aún escaso tiempo transcurrido, sumado a la falta de mecanismos
específicos de promoción industrial articulados, no permitió en esos años un proceso
significativo de diversificación productiva.
13. El desarrollo agropecuario
93
La agricultura y la ganadería colonial
En el período colonial, el Litoral de lo que sería la República Argentina era la
región más atrasada aunque con una naturaleza más pródiga. Uno de los inconvenientes
con que tropezaron los españoles para explotarlo fue que en el Chaco paraguayo, en el
Litoral paraguayo y en el Sur habitaban tribus nómades que no podían ser integradas
para emplearlas como fuerza de trabajo. Además, tanto hacendados como agricultores
tenían dificultades para obtener mano de obra libre debido a la facilidad con que los
potenciales peones obtenían los medios de subsistencia sin conchabarse. El recurso a la
mano de obra esclava y al peonaje obligatorio solucionó parcialmente el problema.
El desarrollo de la ganadería se fundamentó sobre la propiedad de la tierra a
partir de la apropiación del vacuno cimarrón y el contrabando de los cueros. Entre los
primeros años del siglo XVII y mediados del siglo XVIII se desplegó la etapa de las
vaquerías, en el curso de la cual el Cabildo otorgó el acceso para vaquear a los
propietarios de tierras. Posteriormente, los hacendados se vieron obligados a la crianza
del vacuno en rodeos dentro de las estancias, lo que dio lugar a la aparición del
estanciero como personaje arquetípico de la campaña. Sin que desapareciera el
contrabando, la liberalización del comercio rioplatense impulsada por los Borbones
estimuló el desarrollo de las estancias, lo que incrementó el comercio legal de los cueros
y, en menor medida, el de sebo y grasa demandados por Europa. Asimismo, además del
envío de mulas hacia el Alto Perú, creció el contrabando de ganado en pie, mulas y
cueros hacia el Brasil desde Entre Ríos y la Banda Oriental.
Por otra parte, en las cercanías de Buenos Aires y en el interior de la provincia se
desenvolvía una rudimentaria agricultura. Los agricultores cultivaban en tierras ajenas y
predominaba la mediería, además de estar sujetos a las arbitrariedades de los
hacendados. Dado que la producción se destinaba al consumo de la ciudad, la
intervención del Cabildo en la fijación de los precios de los cereales y la severa
vigilancia que ejercía sobre su comercialización desalentaron la actividad y
determinaron que la situación de los agricultores fuera sumamente crítica durante todo
el período colonial. En líneas generales, los productores eran comparativamente más
pobres que los del interior.
El interior, más densamente poblado, estaba estrechamente ligado al centro
minero de Potosí, en el Alto Perú. Su estructura agropecuaria se configuró a partir de las
donaciones de tierras o mercedes y sobre la encomienda de indios destinada a utilizar la
mano de obra indígena para la puesta en producción de las tierras. La producción
agrícola se destinaba por lo general al mercado local. La ganadería se fue desarrollando
sobre la base de las especies de ganado mayor introducidas por los europeos. La
ganadería mular salteña abastecía el mercado altoperuano y proporcionaba los campos
para la invernada de los animales provenientes de otras regiones. La poderosa
aristocracia salteña dominaba el comercio de mulas y en grandes estancias cultivaba el
trigo y la vid. Por su parte, en pequeñas estancias de Tucumán prosperaban los
productos de la ganadería vacuna, caballar y mular y de la agricultura, principalmente
arroz. Córdoba preservaba su agricultura triguera, la cría de mulas y dio lugar al
desarrollo de la ganadería y la elaboración de la lana.
Alejadas de la ruta comercial al Alto Perú, Mendoza y San Juan contaban con
producciones ligadas a la viticultura. El librecambismo afectó a ambas provincias,
aunque los mendocinos se defendieron mejor merced a la actividad comercial
mantenida con Chile. Catamarca, productora de aguardiente, también sufrirá la apertura
comercial mientras que los llanos de La Rioja contarán con una creciente actividad
ganadera. Una vez creado el nuevo Virreinato, la orientación hacia el Alto Perú del
Interior subsistirá aunque no podrá evitar el padecimiento de penosos ajustes.
94
Los saladeros
La producción de carne secada al sol y salada para el abastecimiento de la mano
de obra esclava y libertos se inició a principios del siglo XVII. La producción de esta
carne en el interior de las estancias se transformó en un rubro de cierta importancia,
contribuyendo a la riqueza ganadera. Los saladeros destinaron su producción a Cuba, el
sur de los Estados Unidos y Brasil.
Con la creación del Virreinato, dado el escaso aprovechamiento de las reses que
significaba la extracción del cuero, se promovió la actividad saladeril y la exportación
de sus productos. Pocos años después se instaló el primer saladero formalmente
organizado en la Banda Oriental, utilizando la sal proveniente de la costa patagónica. El
establecimiento además de carnes saladas y charque, exportaba cueros, sebo y grasa.
En Buenos Aires, el primer saladero se instaló en octubre de 1810 en la
Ensenada de Barragán contando con el apoyo y la protección de la Primera Junta de
Gobierno. Dos años después, sus propietarios, Robert Staples y John Mc Neile –
comerciantes ingleses radicados en Buenos Aires luego de la revolución– solicitaron a la
Junta la liberación de derechos para un cargamento de carnes saladas despachadas a La
Habana. Inmediatamente, la Junta declaró libres de derecho, entre otros productos, la
extracción de carnes saladas.
Entre 1815 y 1816, la industria saladeril experimentó un gran impulso debido a
la inversión efectuada por nativos del país. En ambas márgenes del Riachuelo y en la
zona que se extendía hasta Ensenada se instalaron varios saladeros, entre los cuales se
contaba el perteneciente a Dorrego, Rosas y Terrero.
Una nueva expansión de la actividad se produjo entre 1822 y 1825, cuando en
los alrededores de Buenos Aires funcionaban más de 20 saladeros. El incremento de la
faena fue acompañado por el crecimiento de las exportaciones de carne, que hasta 1836
se constituyeron en el segundo rubro dentro de las exportaciones de Buenos Aires. En la
década de 1840 se alcanzaron los volúmenes más altos y la actividad se hizo extensiva a
otras provincias: Santa Fe, Corrientes y, especialmente, Entre Ríos.
A partir de 1853, la industria dejó de expandirse al tiempo que se redujo el
volumen de exportaciones. Un golpe sustantivo fue la clausura dispuesta por el gobierno
bonaerense de los saladeros de la ciudad de Buenos Aires y de las inmediaciones del
Riachuelo debido a las epidemias de cólera y, particularmente, de fiebre amarilla en
1871; mientras algunos saladeros se trasladaron a otros lugares de la provincia, otros
cerraron definitivamente. Hacia fines del siglo XIX, la contracción de la demanda de
carne para la alimentación de los esclavos, la exportación de ganado en pie y,
básicamente, la aparición de la industria frigorífica, pusieron fin a la actividad saladeril.
El ciclo de la lana
Hacia 1850 la Argentina inició el llamado “ciclo de la lana”, basado en el
paulatino reemplazo de la estancia vacuna tradicional, productora de cuero y carnes
saladas para la exportación, por la estancia lanar y el predominio de la producción y
exportación de lanas. La industrialización de Inglaterra, Francia, Bélgica y otros países
del continente incrementó la demanda europea de lanas impulsando en la Argentina el
desarrollo del ovino mestizado. El ganado lanar desplazó de las mejores tierras al
vacuno, que se trasladó hacia las regiones de frontera, actuando de paso como refinador
del duro pasto pampeano y favoreciendo de ese modo la cría del ovino que exigía pastos
más blandos.
95
La necesidad de dotar a la estancia lanar de una fuerza de trabajo más
especializada fue lograda mediante la inmigración de gallegos, irlandeses y vascos que
pudieron recrear la condición de pastores en la zona donde se extendió la ganadería
lanar: como propietarios en Cañuelas, San Vicente, Ranchos, Quilmes y Ensenada en el
sur de la provincia de Buenos Aires y como arrendatarios en las zonas más alejadas,
donde predominaba la gran propiedad. Para la década de 1860, toda la región al norte
del río Salado estaba dedicada a la cría del ovino.
El Estado provincial cumplió un rol fundamental en el crecimiento de la
actividad al canalizar fondos para la construcción de caminos, ferrocarriles, combatir a
los indígenas y construir pueblos y fortines. Además, hasta 1864 mantuvo una moneda
devaluada que favoreció las exportaciones y proporcionó apoyo financiero para facilitar
la introducción de animales de raza y para efectuar exposiciones rurales. Finalmente,
contribuyó al orden social en la campaña mediante el dictado del Código Rural.
La estrecha vinculación que se estableció entre la actividad lanera y el mercado
internacional se vería sometida a las secuelas resultantes de las crisis europeas. Cuando
Rusia retornó al mercado, luego de la guerra de Crimea en 1857-58, hubo una drástica
caída de los precios que obligó a los productores locales a incrementar el volumen de
las exportaciones a manera de compensación.
Promediando la década de 1860, una nueva crisis afectó al sector lanero. Por un
lado, problemas financieros locales derivados de la apreciación del peso argentino en
1865 y el incremento de las tasas de interés perjudicaron a exportadores y productores.
Por otro, a nivel internacional, la sobreproducción de lana generó una caída de los
precios que se prolongó hasta 1869 y determinó una disminución del ritmo de
crecimiento de las exportaciones de lana. En 1867, una dificultad adicional fue la
decisión de los Estados Unidos de gravar fuertemente la importación de lana, principal
rubro de las exportaciones argentinas al país del Norte.
De todos modos, en 1865 el stock de ovinos había ascendido a 40 millones de
cabezas y la cantidad de lana exportada se multiplicó cuatro veces entre 1859 y 1865,
pasando de doce mil toneladas a cuarenta mil. La lana se convirtió en el primer producto
de exportación del país y Bélgica apareció como el principal comprador del producto.
En la década de 1880, la cría de ovejas era el principal sector productivo de la
provincia de Buenos Aires y los derivados del mismo ocupaban el primer lugar en las
exportaciones del país. La actividad había alcanzado su madurez tanto en el aspecto
productivo como en la estructura comercial y financiera que le servía.
Nuevos requerimientos de la demanda internacional precipitaron
transformaciones en el sector y estimularon el aprovechamiento de la carne de los
animales por parte de los frigoríficos. Con la instalación de estos establecimientos se
inició el congelado del ovino, lo que obligó a los productores a la desmerinización de
sus majadas y la introducción de la raza Lincoln. El ganado merino productor de lana se
desplazó hacia Entre Ríos, Corrientes, La Pampa y la Patagonia. Por otra parte, a
principios de la década de 1890 cayeron abruptamente los ingresos por exportaciones de
lana a raíz de la fuerte caída de los precios en el mercado internacional. El siglo
culminaba con el desplazamiento de la lana por la ganadería vacuna y la agricultura
cerealera.
La evolución de las economías del interior
La pacificación del interior contribuyó a un relativo crecimiento, particularmente
a partir de la década de 1840. Merced a esta paz pudieron ser aprovechados tanto la
emergencia de un nuevo ciclo minero en Chile, a principios de los treinta, como los
efectos a lo largo del Pacífico de la “fiebre del oro” en California, favoreciendo la
96
agricultura del interior andino desde Mendoza a Salta. Además, el ganado de Santiago
del Estero, San Luis, Córdoba y La Rioja cruzó la cordillera hacia Chile, luego de
alimentarse en los alfalfares de La Rioja y Catamarca. Esta vinculación
de las producciones primarias de la región con el mercado trasandino incluía la
importación de productos europeos, con lo que la región tendía a transformarse en una
dependencia económica de Chile.
En cambio, en las provincias centrales el vuelco hacia el Pacífico (Chile y
Bolivia) no fue tan marcado, ya que la ganadería vacuna también encontraba mercados
en Buenos Aires. Por su parte, la producción artesanal tucumana en madera y cueros
dependía aún más del consumo litoraleño.
En líneas generales, las producciones artesanales del Interior debieron soportar
la fuerte competencia de los productos importados. La protección a las mercancías del
Interior estaba sujeta a su no competencia con los intereses de los productores
bonaerenses. Si éstos se veían afectados, la protección quedaba descartada. Uno de los
rubros más perjudicados fueron las artesanías textiles y el efecto adverso experimentado
por la apertura comercial de 1810 se acrecentó con la aparición del tendido ferroviario.
En el Litoral, en el curso de la década de 1840 también morigeraron las
consecuencias de las guerras. Las áreas vecinas al río Uruguay pudieron escapar al
control de Buenos Aires enviando a los saladeros de Río Grande y a Montevideo el
ganado en pie de Corrientes y el noreste de Entre Ríos. Por su parte, en el sudeste
entrerriano, impulsada por el gobernador Urquiza, prosperó la industria saladeril. El
moderado crecimiento de esta región se hizo posible en tanto pudo escapar a la
hegemonía comercial porteña. Asimismo, y al igual que el interior, la limitada
prosperidad se debió al contacto establecido con mercados limítrofes extranjeros.
Este es quema regional centrífugo llevaba aparejados dos serios problemas. Por
un lado, tornaba cada vez más difícil la posibilidad de organizar un mercado interno
nacional. Por otro, el peligro de que la descentralización económica sentara las bases de
una nueva fragmentación política que continuara con las secesiones iniciadas en 1810.
Luego de la caída de la Confederación rosista, Santa Fe, tras décadas de atraso y
devastación, no tardó en convertirse en la provincia más rica de la región. Si bien las
experiencias colonizadoras resultaron negativas, la agricultura creció a despecho del
latifundio y de la difusión del sistema de arrendamiento. Por su parte, en Entre Ríos y
Corrientes, donde también fracasaron los ensayos de colonización, se afirmó el
latifundio pastoril, la agricultura quedó postergada y la diversificación productiva fue
mínima.
En el interior, la centralización política iniciada luego de la batalla de Pavón fue
acompañada de la unificación económica que logró, paulatinamente, desvincular a las
provincias de la región de los mercados periféricos trasandinos. La nueva organización
regional significó para muchas de aquellas provincias el fin de la relativa prosperidad
previa.
El principal agente centralizador fue el trazado de los ferrocarriles que
revolucionó las comunicaciones acortando las distancias, aumentando el ritmo de las
transacciones y reduciendo el costo de los fletes. Al construirse la línea RosarioCórdoba en 1863, esta última se constituyó en un punto de confluencia de las
producciones de las provincias del Interior en busca de los mercados del Litoral. Por
otro lado, los ferrocarriles llevaron al Interior los productos importados más baratos que
los procedentes de Chile.
La llegada del ferrocarril a Tucumán estimuló la producción azucarera para
abastecer el mercado interno al abaratar el costo del flete. Sectores tradicionales de la
burguesía local y capitales extranjeros invirtieron en el equipamiento de la industria.
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Además, contaron con el apoyo estatal mediante créditos baratos y el establecimiento de
una tarifa aduanera que protegió la actividad del más barato azúcar proveniente de
Cuba.
También el comercio cuyano de ganado hacia Chile experimentó el impacto del
arribo del ferrocarril. La perspectiva de que el trazado ferroviario atravesara la
cordillera ponía en cuestión el negocio de la invernada en Mendoza. En consecuencia, la
burguesía local reorientó sus inversiones hacia la vitivinicultura, con posibilidades de
acceso al Litoral. La revitalización de aquella tradicional actividad se vio favorecida por
la política estatal de colonización que atrajo a numerosos inmigrantes quienes
rápidamente pudieron acceder a la propiedad de la tierra. La pronta capitalización de
muchos de ellos los convirtió en industriales bodegueros.
El Estado provincial contribuyó decisivamente a la actividad merced a las obras
de infraestructura, la exención de impuestos, el apoyo técnico y crediticio y el
mejoramiento de los sistemas de riego y drenaje. Asimismo, luego de la crisis de 1890,
los legisladores nacionales mendocinos lograron imponer altos aranceles a la
importación de vinos.
Recién en la década de 1920 las producciones azucarera y vitivinícola de Salta y
Jujuy pudieron competir con las de Tucumán y Mendoza, ocupando un espacio de
significación en la división interregional del trabajo.
Con la nueva organización regional otras provincias perdieron sus mercados
tradicionales y no pudieron acoplarse al auge generado por el modelo agroexportador
del Litoral. El poder político se desplazó hacia las ciudades donde emergieron
burocracias políticas mantenidas por las subvenciones y subsidios distribuidos por el
Estado nacional. Esta dependencia económica terminó esmerilando las autonomías
políticas provinciales, con excepción de los casos de Mendoza y Tucumán. Por otra
parte, el deterioro económico estimuló la despoblación debido a la emigración de sus
habitantes hacia el Litoral o hacia los escasos polos de crecimiento en el Interior.
En síntesis, la estructura económica que el capitalismo dependiente argentino
generó durante las últimas cuatro décadas del siglo XIX terminó configurando una
nueva organización espacial que asignó nuevas funciones a las distintas regiones del
país y dio lugar a un mercado nacional unificado. Grandes inversiones ferroviarias y los
crecientes flujos migratorios ampliaron y expandieron el flamante mercado interno y
contribuyeron a que la producción nacional, en algunos casos, desplazara a muchos
rubros importados.
Los frigoríficos
La temprana aparición de los frigoríficos en la Argentina en relación con otras
partes del mundo –el país del Plata fue el pionero en la exportación a Europa de carnes
refrigeradas y congeladas por medio de máquinas frigoríficas – estuvo vinculada al peso
determinante que el sector ganadero tuvo desde la época virreinal y con las necesidades
de transformación de una industria hasta ese entonces basada en la producción y
exportación de lanas, cueros y carnes saladas que estaba en condiciones de competir
también en los mercados mundiales con productos de superior calidad.
El capital británico primero, y un poco más tarde el norteamericano, tuvieron un
papel decisivo en este proceso. En la etapa inicial de instalación de los frigoríficos, entre
1882 y 1906, los capitales invertidos eran nacionales o del Reino Unido. Pero fueron los
estadounidenses Swift, Armour, Morris y Sulzberger que, con el propósito de abastecer
el mercado británico y aprovechando la baratura y la calidad de la materia prima así
como los menores costos de la mano de obra, pronto impusieron su supremacía.
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Hacia 1912 los frigoríficos norteamericanos, merced a la exportación de chilled
(carnes enfriadas que se conservaban entre 30 y 40 días sin perder el gusto y la calidad),
controlaban el 58% de las exportaciones cárnicas, sentando un precedente que se
acentuaría en los siguientes años. Esta expansión se asentaba en la posesión de una
tecnología superior a los frigoríficos ingleses y argentinos.
Los norteamericanos comenzaron a hacer fuertes demandas de ganado a los
productores nacionales para abastecer regularmente al mercado inglés. Esto provocó,
primero, una modificación en el tipo de razas ganaderas y una nueva delimitación de la
pampa húmeda, eliminando ciertas regiones e incorporando otras. La raza predominante
fue la Shorthorn, aunque también se introdujeron la Aberdeen Angus y la Hereford,
todas ellas razas finas de origen inglés. La ampliación de la pampa húmeda implicó
incorporar el sur y el sudeste de la provincia de Córdoba, el nordeste de La Pampa y el
extremo sudeste de San Luis.
Luego determinó la aparición de un nuevo tipo de ganadero, el invernador, que
al disponer de mejores pasturas estaba en condiciones de asegurar una entrega
periódica, lo que resultaba esencial para la industria del enfriado que demandaba
provisión permanente de ganado. En consecuencia, los invernadores, que poseían los
campos más cercanos a los frigoríficos, tenían un tratamiento especial por parte de éstos
y, de hecho, se estableció una alianza entre invernadores y frigoríficos. Sin embargo,
este entendimiento no fue estable puesto que los acuerdos a que llegaban los grandes
frigoríficos y las empresas navieras a través de las llamadas “conferencias de fletes”, al
imponerle precios a la materia prima, perjudicaban por igual a invernadores y criadores.
Los criadores no disponían de campos de la misma calidad y tenían tres
opciones: o comercializaban sus productos directamente en los mercados consumidores
locales, o los destinaban a la exportación del “congelado” o, finalmente, se dedicaban
sólo a la cría de ganado al que alimentaban a lo largo de la edad de destete, hasta los
ocho o diez meses, para luego venderlo a los invernadores. Estos engordaban los
animales hasta que estuvieran listos para la matanza a los dos o tres años y los revendían
a los frigoríficos. Los criadores –aunque asumían los mayores riesgos– quedaban
excluidos de los beneficios del rentable comercio de exportación de la carne enfriada.
Para la industria frigorífica el transporte era un aspecto fundamental para la
obtención de ganancias. Esto se debía a la duración del viaje a Europa (30 días
aproximadamente) y al carácter perecedero de la carne enfriada: si ésta no se consumía
dentro de los cuarenta días siguientes a la matanza debía congelarse, liquidándose con
pérdida. La situación se agravaba por la escasa disponibilidad de bodegas para el envío
a Gran Bretaña, que había que reservar con anticipación. La competencia generada en
este aspecto entre los distintos frigoríficos provocó que se llegara a una serie de
acuerdos para la distribución de las facilidades de transporte, que se denominaban
“conferencias de fletes”. Su propósito era regular los suministros al mercado británico,
para poder ajustar la cantidad a la posibilidad de absorción del mercado. Estos acuerdos
fueron el origen del llamado “pool” de los frigoríficos, cuya presencia sería de crucial
importancia en la historia de la industria cárnica.
99
La cuestión de las bodegas determinaba el reparto del ganado que se compraba
para la exportación, por lo que los estancieros estaban limitados en sus posibilidades de
venta, debido a que ante la insatisfacción con el precio que ofrecía un frigorífico, no
podían acudir a otro si las cuotas estaban cubiertas. A los invernadores no les importaba
tanto el precio absoluto, sino el margen entre el precio de venta a los frigoríficos y el
costo. En esto residía su interés en comprar barato a los criadores y, en definitiva, la
base de su alianza con los frigoríficos. Cuando declinaban los precios del ganado, los
frigoríficos y los invernadores podían proteger los márgenes de ganancia a expensas de
los criadores.
La guerra de las carnes
En este escenario, los establecimientos frigoríficos de capital norteamericano
establecieron una fuerte competencia con los de origen inglés, rivalidad que fue
denominada “guerra de carnes”; en realidad, una “guerra de precios” que tuvo varias
etapas. La primera se extendió hasta poco antes de la Primera Guerra Mundial, durante
la cual los envíos de carne refrigerada por los frigoríficos norteamericanos saturaron el
Reino Unido. Muchos estancieros obtuvieron grandes beneficios de la competencia
entre los frigoríficos, pero luego de una gran caída de los precios en el mercado de
Smithfield de Londres las compañías comenzaron a registrar pérdidas, por lo que
decidieron formalmente repartirse el mercado. Con ello comenzaron a regular el precio
del ganado en su propio beneficio, a través de la constitución del mencionado pool, por
el cual se distribuyeron los envíos en un 41,35% para los establecimientos
norteamericanos, un 40,15% para los británicos y un 18,5% para los argentinos.
El estallido del conflicto bélico mundial interrumpió temporalmente los
suministros de carne a Europa, pero luego el gobierno británico anunció, en agosto de
1914, la intención de seguir comprando carne para los consumidores británicos y para
Francia, asegurando así el abastecimiento de las tropas aliadas. En consecuencia,
durante la guerra la demanda de carne fue muy elevada, especialmente la envasada y la
congelada. Finalizada la guerra, comenzó a decrecer la demanda de ultramar,
iniciándose una fase depresiva en el sector. La disminución del poder adquisitivo, las
acumulaciones de grandes cantidades de carne envasada y congelada en los países
aliados y la existencia de otros proveedores, junto con la paulatina recuperación del
sector agropecuario europeo, originaron una seria crisis en la ganadería argentina entre
1921-1922.
Los invernadores, ganaderos acaudalados y dueños de gran cantidad de animales
pudieron sobrevivir a la conmoción reteniendo su ganado hasta que los precios
mejoraran o lograran algún beneficio particular por parte de los frigoríficos. Los
criadores, en cambio, debieron malvender sus novillos de inferior calidad a los
frigoríficos o entregarlos para su engorde a los invernadores, sufriendo todo el impacto
de la recesión.
Ante el quiebre del sector, la Sociedad Rural Argentina (SRA) desechó la idea de
que la crisis se debía a las presiones ejercidas por los frigoríficos sobre los ganaderos y
descartó la posibilidad de toda intervención estatal. Pero a fines de 1922, un criador al
frente de la institución culpó directamente a los frigoríficos de lograr beneficios
“monstruosos” a expensas de los ganaderos y propuso la intervención del Estado como
única solución.
10
Los empresarios de los frigoríficos argumentaban que los desequilibrios se
debían a un exceso de oferta, por lo que había que dejar actuar a las fuerzas del
mercado. Una intervención estatal, según ellos, no sería beneficiosa para el país dado
que desalentaría el crédito extranjero, favorecería la huida de capitales y perjudicaría la
iniciativa privada. Por eso, cuando en octubre de 1923 el presidente Marcelo T. de
Alvear estableció por decreto los precios mínimos para el ganado de exportación, los
frigoríficos dejaron de comprar novillos e interrumpieron el comercio de exportación de
carnes. Ante esta medida, el gobierno debió ceder, suspendiendo la aplicación del
decreto.
En 1925, la “guerra de carnes” entre los frigoríficos tuvo otro capítulo que
culminó dos años después, cuando los empresarios de los frigoríficos llegaron a un
nuevo acuerdo: una vez más, los norteamericanos fueron los mayores beneficiarios ya
que tomaron ahora una cuota mayor, el 58,5% de los embarques; los británicos, el
29,64% y los argentinos, el 11,86%. El comercio de la carne quedó totalmente
dominado por los intereses extranjeros, y en particular por los estadounidenses.
Otro acontecimiento tuvo una repercusión mayor sobre el sector ganadero y la
industria de las carnes: el 17 de setiembre de 1926, el Departamento de Agricultura de
los Estados Unidos emitió una disposición por la cual se prohibía la importación de
carnes frescas o refrigeradas, vacunas, ovinas o porcinas desde cualquier región donde
existiera aftosa. La Argentina –que se hallaba muy interesada en ampliar sus
exportaciones hacia los EEUU– resultaba uno de los países más perjudicados, porque se
consideraba que, salvo la región patagónica, el resto del territorio estaba afectado por
ese flagelo.
Respondiendo al denominado “embargo” norteamericano, la SRA lanzó una
vigorosa campaña con el eslogan “comprar a quien nos compra”. El lema significaba, en
realidad, que la Argentina debía reforzar sus lazos con los países que compraban sus
productos y dado que el Reino Unido era el principal importador de ellos y,
particularmente, de carnes, debían privilegiarse las compras a ese país.
Del discurso del Presidente de la Sociedad Rural Argentina pronunciado el
26 de mayo de 1927 en la Convención Nacional del Comercio exterior reunida en
Detroit, EE.UU.
Mientras los E.U. gravan en esta forma la producción argentina, la Gran Bretaña
la recibe absolutamente libre de derechos. No obstante ello, el valor de las
importaciones de procedencia norteamericana en nuestro país sobrepasa a las de
procedencia británica. Por consiguiente, la anomalía indiscutible de nuestro intercambio
consiste en dar igual tratamiento a países que acogen en forma muy distinta a nuestros
productos. De ahí el lema “Comprar a quien nos compra” preconizado por los agrarios
argentinos y que se está difundiendo rápidamente en mi país. He recibido hace algunos
días la noticia de que, basada en ese principio una nueva empresa frigorífica argentina
prefirió adquirir en Europa sus maquinarias e instalaciones, aunque la propuesta
recibida de firmas norteamericanas era inferior en 150.000 dólares.
No implica esta actitud un sentimiento inamistoso hacia E.U. del mismo
modo que no podía encontrárselo en la elevada tarifa de este país. Tal actitud revela
simplemente un espíritu de reciprocidad: es necesario estimular las industrias
manufactureras de aquellos países que al adquirir nuestros productos, fomentan a su vez
el desarrollo de la República Argentina.
Luis Duhau
10
El debate sobre las carnes
Si bien el Pacto Roca-Runciman evitaba una brusca contracción de las
exportaciones de carnes, no aseguraba la posición de los ganaderos. El carácter
oligopólico de los frigoríficos y la falta de control estatal en el negocio les permitía a
aquellos ejercer plenamente su poder de compra, clasificando la calidad de las reses y
manejando los precios de manera arbitraria. En consecuencia, los ganaderos volvieron a
reclamar la intervención del Estado en su defensa, aunque la división entre criadores e
invernadores se hizo manifiesta en las discusiones sobre el alcance de la intervención.
Los primeros pretendían una organización de productores con participación directa en la
industrialización y comercialización de las carnes, mientras que los segundos sólo
exigían un marco regulatorio y rechazaban la idea de que el Estado se inmiscuyera
directamente en la gestión de las empresas.
Finalmente, el 29 de setiembre de 1933 se aprobó la ley que creaba la Junta
Nacional de Carnes. Sin recoger sus planteos en bloque, la ley se inclinaba a satisfacer
las demandas de los invernadores. Aun así, contemplaba la creación del Frigorífico
Nacional de la Capital y de la Corporación Argentina de Productores de Carne (CAP),
organismo que iba a ser dirigido durante largo tiempo por Horacio Pereda, un notorio
dirigente criador.
Sin embargo, el dominio de los frigoríficos no fue recortado. Mientras los
precios en el mercado inglés habían comenzado a subir, ellos pagaban a los ganaderos
un precio cada vez menor. Por eso, en 1934, Lisandro de la Torre, senador por Santa Fe,
declaró que los ganaderos aún estaban siendo explotados por los frigoríficos y propuso,
entonces, que se designara una comisión dedicada a la investigación de maniobras
perjudiciales para los productores en la industria de la carne.
La investigación llevó seis meses, en los que la Comisión Investigadora del
Comercio de Carnes debió luchar contra los obstáculos que sistemáticamente le ponían
tanto el gobierno nacional como los propios frigoríficos. Un acontecimiento muy
conocido permite graficar las obstrucciones al trabajo de la Comisión. La empresa
Anglo se había negado a entregar los cálculos de sus costos de producción, que tenía en
Buenos Aires, pero tres estibadores portuarios denunciaron que las planillas
correspondientes estaban siendo enviadas a la casa matriz en el vapor Norman Star,
colocadas en más de veinte cajones con el rótulo de corned beef, cubiertos por bolsas de
estiércol.
Tanto el informe de la mayoría de la Comisión como el presentado por el
senador De la Torre en minoría demostraron flagrantes irregularidades. Se señalaba, por
ejemplo, la falta de fiscalización gubernamental en las declaraciones del impuesto a los
réditos para el caso de los grandes frigoríficos extranjeros, que contrastaba con el gran
celo puesto en el control de los frigoríficos de origen nacional. Esto, sumado a las
amplias evidencias de que el pool de frigoríficos estaba evadiendo una parte importante
del tributo permitía sospechar de la connivencia de algunos funcionarios en una estafa al
Estado. También recibían esos frigoríficos un tratamiento “preferencial” en la Comisión
de Control de Cambios a la hora de negociar las divisas obtenidas.
Se acusaba, sobre todo, a los empresarios de los frigoríficos de dominar por
completo el mercado de la carne, lo que permitía manejar de manera discrecional el
precio del ganado, independientemente de las fluctuaciones de los precios en Smithfield
(el mercado de Londres), favoreciendo a un pequeño número de invernadores y
expoliando a la inmensa mayoría de los productores. Su poder, con el apoyo del aparato
burocrático del Estado, era utilizado también para forzar una descapitalización de los
pequeños frigoríficos competidores y para desplazarlos por completo del mercado de
exportación o absorberlos.
10
En especial, el ataque del político santafesino consistió en denunciar no sólo la
acción del monopolio de los frigoríficos, sino también la complicidad del gobierno en
las maniobras de dichos empresarios. La discusión terminó, luego de varias semanas de
tratamiento del tema, con el asesinato, en el mismo recinto del Congreso, de otro
senador por Santa Fe Enzo Bordabehere, amigo de De la Torre, y a quien iban
destinados los proyectiles.
La expansión agroexportadora
Hacia 1910, el comercio exterior se encontraba más desarrollado que nunca antes.
Luego de los distintos ciclos económicos que caracterizaron el siglo XIX, en el que las
principales exportaciones fueron los cueros, las carnes saladas y las lanas, los
principales productos de exportación pasaron a ser otros: fundamentalmente, las carnes
y los cereales.
La evolución del comercio exterior en la primera década del siglo XX muestra
que la economía estaba cada vez más orientada a la producción para el mercado externo.
Luego de la crisis de 1890, la balanza comercial pasó a ser superavitaria, fenómeno que
se profundizó en la primera década del siglo XX. En el quinquenio 1900-1904 se
registraron exportaciones por 448 millones de pesos moneda nacional y un superávit de
la balanza comercial que alcanzaba los 153 millones (casi el triple que en el último
quinquenio del siglo XIX). En el período 1905-1909, las exportaciones treparon a 761
millones de pesos y la balanza volvió a registrar un importante saldo positivo: 154
millones. Las exportaciones agrícolas pasaron a representar un 60% de las
exportaciones en este último período y, dentro de ellas, se destacaron los cereales. De la
exportación ganadera, la principal pasó a ser la de carnes (antes era la de lanas).
Si se analizan las importaciones, hasta 1910 las principales eran de bienes de
consumo. Recién en el período 1910-1914, las compras de materias primas superarían a
las de bienes de consumo. Las importaciones de bienes de capital, en cambio, se
ubicaron en estos años en el tercer lugar, siendo destinadas fundamentalmente a la
construcción de la infraestructura y el transporte para consolidar el esquema
agroexportador.
Es importante también analizar el origen y destino de las importaciones y las
exportaciones argentinas. Hacia 1910, Inglaterra seguía en primer lugar entre los
clientes de la Argentina. Luego se ubicaban Alemania, Francia, Bélgica y Estados
Unidos. En cuanto a los proveedores, el más importante era también Gran Bretaña, y
luego seguían Alemania, Estados Unidos, Francia, Bélgica e Italia.
El principal socio de Argentina, con el que mantenía aproximadamente un 30% de
su comercio exterior, era Gran Bretaña. La relación comercial bilateral era bastante
simple: Argentina vendía carne y, en menor medida, otros productos agropecuarios, y
Gran Bretaña le vendía tejidos de algodón y lana, carbón, material ferroviario y hierro.
El mercado casi excluyente de la Argentina seguía siendo Europa, pero ahora Estados
Unidos pasaba a ser un proveedor importante para la Argentina, ubicándose en el tercer
lugar.
El caso de La Forestal
En 1919 y a principios de la siguiente década, un conflicto de envergadura tuvo
como protagonista a la empresa británica The Forestal Land, Timber and Railways
Company, Ltd. El aprovechamiento del bosque y las fábricas para la extracción del
tanino se desarrollaron en el Chaco santafesino en tierras originariamente fiscales,
transferidas a manos privadas en un largo proceso. El primer beneficiario fue, en 1882,
la firma inglesa Murrieta y Cía, que más tarde traspasó sus propiedades a Harteneck y
10
Portalis, integrantes de una firma local que fundó, a principios del siglo XX, la
Compañía Forestal del Chaco. En 1906, ésta fue adquirida por The Forestal, que
extendió sus dominios a un área próxima a 1.800.000 hectáreas.
La empresa se transformó en un monopolio de rasgos feudales. Desplazó a
pequeñas fábricas de tanino y a obrajes independientes y atrajo a trabajadores de Santa
Fe, Chaco, Corrientes y del Paraguay. Además, contaba con vías férreas y una flota de
remolcadores, lanchones y barcazas. Por intermedio de contratistas empleaba a los
hacheros quienes se internaban en el monte, solos o con su familia, que no debía tener
hijos menores de diez años. Los hacheros recibían por su labor el pago en vales que
utilizaban para comprar en los almacenes de la misma empresa.
La instalación de fábricas de tanino, edificios administrativos, talleres,
almacenes y viviendas dieron impulso a pueblos como La Gallareta, Villa Ana, Villa
Guillermina y Tartagal en Santa Fe. Al igual que en el monte, en estos pueblos las
pautas establecidas por La Forestal operaban tanto en el ámbito laboral como en el de la
vida cotidiana. Además, la empresa se arrogó facultades judiciales y policiales en sus
tierras en tanto que representantes suyos estaban a cargo de los regímenes comunales de
los pueblos del área.
Las quejas y reclamos al gobierno por las condiciones de vida y trabajo,
dispararon un conflicto en 1919. La llegada de activistas de la FORA fomentando la
sindicalización de la población y de los hacheros y la creación de un Centro Recreativo
en Villa Guillermina que articuló las actividades sindicales respondiendo a las
propuestas de la Federación, constituyeron el origen de la primera huelga en julio de
1919. Las reivindicaciones concretas de los huelguistas fueron el pedido de aumento de
los jornales, la disminución de la jornada de trabajo de 12 a 8 horas y la suspensión de
los despidos. La mediación del Regimiento 12º de Infantería, con asiento en Santa Fe,
permitió el levantamiento de la huelga tras el compromiso de La Forestal de acceder a
los reclamos. Sin embargo, una vez que el Regimiento se retiró, la empresa no cumplió
sus promesas.
El incumplimiento empresario provocó una nueva huelga en 1920. Para proteger
sus intereses, La Forestal, con el acuerdo del gobernador santafesino, financió una
gendarmería volante. Luego de algunos días de paro se llegó a un principio de acuerdo.
Pero a continuación, el despido de trabajadores motorizó nuevas protestas y varios
dirigentes obreros fueron detenidos acusados de agitadores. La renovación de la huelga
culminó con la ocupación de la fábrica en Villa Guillermina, en un episodio que
produjo dos muertes –un gerente y un obrero– y desató una ola de violencia que se
extendió a otros centros.
La respuesta patronal se tradujo en detenciones y despidos, y a principios de
1921 dispuso el cierre de los establecimientos fabriles, lo que desató otra huelga y cerca
de 12.000 trabajadores fueron despedidos. A partir de entonces comenzó una escalada
represiva que se manifestó a través del encarcelamiento de varios obreros. A fines de
febrero de 1921, la gendarmería, con el propósito de aplastar la actividad sindical,
quemó el Centro Recreativo y viviendas en Villa Ana y Villa Guillermina. En abril de
1921, La Forestal se aseguró el control de la zona y se produjeron las últimas cesantías
y clausuras en Tartagal. La huelga resultó derrotada y el retorno al funcionamiento de la
empresa fue acompañado por la prohibición de toda actividad sindical. La empresa cesó
su funcionamiento recién en la década de 1960.
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La crisis del modelo agroexportador
Dada la dependencia de la economía argentina de los flujos comerciales y de
capitales, el primer impacto de la crisis de 1930 se produjo en el sector externo. La
balanza comercial de ese año fue netamente deficitaria. Entre 1929 y 1930 las
exportaciones disminuyeron un 36% mientras que las importaciones se contrajeron
mucho menos. El valor de los productos agropecuarios, en especial del trigo, bajó
drásticamente, lo que agravó la situación. A fines de 1931, si bien las carnes no se
vieron muy afectadas, el valor de los cereales y del lino había descendido, en promedio,
a cerca de la mitad del que tenían antes de la crisis. Al respecto, debe señalarse el fuerte
proteccionismo agrario en Europa, que fue agudizándose con la depresión y resultó muy
perjudicial para la Argentina. Se produjo también una caída en los términos de
intercambio, por la mayor declinación de los precios agropecuarios con respecto a los
industriales.
Debido a la coyuntura internacional adversa, a la gran propensión a importar y a
un poder de compra interno que se mantenía elevado, no se podía equilibrar la balanza
de pagos, lo que presionaba sobre la cotización del peso. La crisis de pagos recayó
principalmente sobre los tenedores de valores argentinos en el extranjero, sobre los
exportadores y también sobre los consumidores, al disminuir las importaciones. Los
bancos no disponían de la organización ni de los medios técnicos para contribuir con los
billetes necesarios, y la solución hallada fue el redescuento de los papeles en la Caja de
Conversión, que no se había cerrado todavía aunque la conversión estaba suspendida.
En un principio, para hacer frente a la crisis, se pusieron en práctica políticas
ortodoxas que, de acuerdo con la concepción dominante de la época, buscaban
equilibrar el presupuesto como base para estimular a los mercados a encontrar un nuevo
punto de equilibrio. Conforme a esa orientación, se redujeron los salarios de los
empleados públicos y se practicaron múltiples restricciones presupuestarias. Pero, al
mismo tiempo, comenzaron a tomarse medidas económicas en las que el Estado tenía un
papel cada vez más importante. Paradójicamente, fueron las viejas élites liberales las
que condujeron este proceso, procurando de ese modo salvaguardar un sistema
económico en peligro, en el que se hallaban muy involucrados sus propios intereses. La
participación del Estado en la vida económica del país comenzó allí un irresistible
ascenso aunque, hasta mediados de 1933, las políticas implementadas apuntaron a
atenuar los efectos de la crisis en el corto plazo a la espera de que los mercados
mundiales retornaran a su funcionamiento “normal”.
Las juntas reguladoras y el IAPI
Con el fin de evitar una mayor caída de la actividad interna, manifiesta en una
seria baja en los niveles de ingreso y ocupación, desde 1931 comenzaron a crearse
diversas comisiones asesoras y juntas reguladoras, cuya finalidad era encarar medidas
para proteger los intereses de los distintos sectores productivos: cerealero, cárnico,
azucarero, vitivinícola, textil, etc. En total, entre 1930 y 1940 se crearon veintiún
organismos autónomos y veinticinco sin autonomía. Entre ellos la Comisión Nacional
de Fomento Industrial y la Junta Nacional para Combatir la Desocupación, mientras
que, con un carácter sectorial o regional, y mencionadas a modo de ejemplo, la Junta
Nacional del Algodón, la de la Yerba Mate, la de Carnes y la Junta Reguladora de
Granos; estas dos últimas, sin duda, las más importantes.
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La Junta Reguladora de Granos compraba los cereales a los productores a
precios “básicos” –considerados mínimamente rentables– y los vendía luego a los
exportadores a los precios de mercado, deprimidos por la crisis. La idea era proteger a
los primeros de la caída de los precios internacionales, absorbiendo las posibles
pérdidas que pudieran tener.
Las juntas reguladoras y otras instituciones, que implicaban una mayor
intervención del Estado en la economía, se limitaron a organizar el sistema de manera
de no perjudicar a los grandes productores y mantener el interés de los pequeños y
medianos en seguir produciendo. También cumplían una doble función: centralizaban en
la ciudad de Buenos Aires la dirección y fiscalización de industrias básicas del país y
contribuían a consolidar los monopolios productivos y comerciales existentes. Se llegó
al extremo de volcar vino en las acequias (como en el caso de Mendoza), para mejorar
los precios de las reservas en poder de los bodegueros. No sólo se autorizaba la
destrucción de materia prima, sino que se establecieron límites a la producción como en
el caso de la yerba mate y de la vid vinífera.
La política económica puesta en marcha a partir de 1946 por el primer gobierno
peronista introdujo importantes innovaciones en la organización tradicional de la
producción y el comercio agropecuario. En el pasado, el crecimiento del sector agrícola
argentino había generado la formación de un sistema comercial y financiero como
soporte auxiliar de la función productora. Sin embargo, con el paso del tiempo se fue
desarrollando una poderosa red intermediaria que, partiendo desde la parcela del
productor, concluía en las dársenas portuarias, atravesando diversos eslabones de
acopiadores, almacenes de ramos generales, comisionistas, corredores y exportadores de
granos. De esta manera, la comercialización de las cosechas se constituyó en fuente de
importantes beneficios para los intermediarios, especialmente para el reducido grupo de
empresas comerciales organizadas en forma de oligopsonio.
Dadas las condiciones emergentes en la segunda posguerra, en 1946 fue creado
el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), que absorbió las
funciones de la Junta Reguladora de Granos y encaró los problemas específicos
referidos a la comercialización externa de las cosechas argentinas. El nuevo ente estatal
comenzó a operar dentro del área perteneciente al Banco Central de la República
Argentina (BCRA), nacionalizado poco tiempo antes. De este modo, el gobierno del
Gral. Perón pudo poner en ejecución su política económica, controlando, directa e
indirectamente, la producción total del país y el ahorro nacional.
El IAPI fue organizado con criterio comercial para poder afrontar las diferentes
coyunturas del comercio internacional y debía actuar con agilidad en la compra, venta,
distribución y comercialización de productos, protegiendo los intereses nacionales. Se
constituyó, por lo tanto, en el único comprador de los cereales y oleaginosas, a los
precios de adquisición fijados por el Estado, y luego de separar una parte para el
consumo interno, procedía a vender los saldos exportables.
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El IAPI era, en cierta forma, un sucesor de los organismos creados por el
régimen conservador, pero ampliaba sus funciones al negociar directamente con los
representantes de las entidades estatales de los países compradores. Asimismo, el
productor agrícola tendría, desde entonces, un único comprador –el Estado–, lo cual
ponía fin a la dependencia que lo ataba a comercializadores e intermediarios. En
contrapartida, sin embargo, el IAPI retribuía al productor con dinero argentino calculado
al valor oficial, lo que implicaba, dado el atraso cambiario notorio desde los comienzos
de la administración justicialista, una sistemática transferencia de ingresos desde el
campo hacia las actividades urbanas en general y a las industrias en particular, hecho
que produjo un largo y áspero conflicto entre las organizaciones agropecuarias y el
gobierno.
Los recursos del IAPI sostuvieron la política de nacionalizaciones y ampliación
de los servicios públicos; el fomento de la industrialización y la adquisición de
productos importados tales como materias primas, bienes de capital y buques para la
flota mercante. Ejercía también el control del uso de las divisas a través de tipos de
cambio múltiples, permisos de importación y fijación de cuotas.
Con respecto a las ventas externas, el IAPI negociaba directamente con
representantes de las entidades estatales de los gobiernos extranjeros, procurando
obtener las mejores condiciones para la Argentina. No obstante, siempre existieron
ciertas cantidades de cereales que se comerciaban mediante canales privados. En estos
casos, las empresas exportadoras adquirían al IAPI los granos a los precios fijados por
la institución y luego los embarcaban con destino a los mercados consumidores del
exterior. Distinto tratamiento recibieron las oleaginosas, cuya producción total era
comprada por el IAPI para ser entregada mediante cupos al sector industrial para su
procesamiento, colocando luego el aceite en el mercado internacional.
Al transformarse en el único comprador de los bienes esenciales para la
economía argentina, combinaba su operatoria comercial con los convenios y tratados
internacionales que en aquellos años comenzó a suscribir el gobierno nacional,
especialmente con otros países latinoamericanos. Las autoridades argentinas
consideraban que de ese modo se haría más fácil defender los precios y asegurar al
productor, con los fondos acumulados, la colocación de sus cosechas a valores más
ventajosos por un largo período. Si a esto se le agrega la acción reguladora de los
precios en los artículos de consumo interno, el IAPI fue un verdadero instrumento de
contención inflacionaria. En ese sentido, las utilidades obtenidas por el instituto fueron
invertidas para subvencionar los precios del azúcar, la harina, el aceite comestible y las
papas con la intención de mantener el poder adquisitivo de los asalariados.
Mediante el control del comercio exterior, el IAPI intentaba mantener los
términos del intercambio de la Argentina con el resto del mundo. De esta manera, el
Estado obtenía las ganancias generadas por las exportaciones agropecuarias, que
anteriormente habían sido usufructuadas por los grandes oligopolios internacionales y
sus subsidiarias locales. Esta situación produjo para la Argentina una relación
excepcionalmente favorable de los términos del intercambio, que fue aprovechada por el
gobierno peronista para consolidar otras actividades económicas.
10
Como organismo comercial, el IAPI centralizó también las importaciones de
materias primas esenciales y de bienes de capital, especialmente en los años de la
inmediata posguerra, en que los vendedores de estos productos eran también entes
estatales de otros países que los ofrecían en el mercado mundial. Por estos motivos el
IAPI firmó varios convenios comerciales entre 1947 y 1949 con países como Suiza,
Hungría, Italia, Países Bajos, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Suecia y Brasil, con la
finalidad de colocar la producción argentina a precios más ventajosos. Como
contrapartida, estos países proveyeron a la Argentina de maquinarias y bienes
indispensables para el sector industrial.
La comparación con otros países
Es importante destacar las condiciones en que el mercado mundial de granos se
desarrolló durante la Segunda Guerra Mundial y en la inmediata posguerra. Como
consecuencia del conflicto, los principales países beligerantes habían organizado sus
abastecimientos de productos primarios, en especial alimentos, mediante la creación de
organismos estatales de compra que actuaban en forma independiente o coordinada con
los de otros países aliados, como el llamado “Combined Food Board”. Estos organismos
llegaron a constituirse en verdaderos “cárteles”, ya que al eliminar virtualmente la
competencia entre los compradores regulaban los precios del mercado, para efectuar
luego la distribución de los productos adquiridos entre las partes interesadas.
Finalizada la guerra, mientras subsistía una gran escasez de productos primarios,
una creciente inflación mundial comenzó a elevar los precios de los artículos
manufacturados. Las principales potencias decidieron continuar su política de
adquisiciones en la forma referida, dejando en cambio fuera de todo control los precios
de estos productos industriales. Frente a este virtual monopsonio, no compensado por
un equitativo acceso a los productos que se ofrecían en intercambio, la Argentina creó el
IAPI, su propio monopolio estatal de venta, actitud que por otra parte fue asumida por
otros importantes proveedores mundiales como el “Canadian Wheat Board”, en Canadá;
el “Australian Wheat Board”, en Australia, y la “Commodity Credit Corporation” en los
Estados Unidos.
El desarrollo agropecuario 1960-1990
En los primeros años de la década de 1960 comenzó un ciclo ascendente en el
desarrollo agrario del país. La producción de granos en la pampa húmeda se vio
favorecida por el cambio tecnológico iniciado a fines del segundo gobierno peronista y
caracterizado por la intensificación en el uso del tractor, la introducción masiva de
cosechadoras, la generalización del empleo de variedades mejoradas de trigo e híbridos
del maíz y la aparición de cultivos nuevos como el sorgo granífero y la soja, ésta última
en la década del 70. Estos cambios se tradujeron en un desarrollo de la producción de
trigo y del maíz, en el avance vertiginoso del sorgo y la simultánea expansión de la
producción ganadera, que derivó en un incremento del número de vacunos.
Los mencionados progresos fueron posibles merced a la ocupación de la
superficie liberada por los ovinos, cuyo número de cabezas disminuyó sensiblemente, y
por el reemplazo de la fuerza equina por maquinaria agrícola. En la aplicación de
nuevas técnicas tuvo un rol destacado el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
(INTA), que contribuyó a la aparición de semillas híbridas, nuevas variedades de trigo y
lino, el mejoramiento de la maquinaria y las herramientas, la difusión de herbicidas
cuyo consumo se duplicó en la década del 70, el desarrollo de los sistemas de
inseminación artificial y de las técnicas sanitarias en la cría del ganado y el reemplazo
de la alfalfa por praderas coasociadas y pastoreo rotativo y el suplemento en la
10
alimentación de la ganadería de invernada. La mayor inversión de capital por unidad de
superficie destinada a la producción agropecuaria se debe a la mejora en la rentabilidad
de los grandes empresarios agropecuarios facilitada por las políticas estatales, que
abarataron los recursos financieros, promovieron las instituciones de asistencia técnica y
la formación de profesionales dedicados al sector.
Las relaciones productivas del campo experimentaron una transformación
debido a la sanción, en 1967, de un nuevo régimen de arrendamientos y aparcerías
rurales que puso fin a las prórrogas de los contratos que habían sido características hasta
entonces. Muchos arrendatarios tradicionales fueron desalojados y los propietarios de
las tierras recurrieron a contratar empresarios agrícolas para su explotación. Estos
empresarios propietarios de maquinaria agrícola, mediante el cobro de un monto en
dinero o un porcentaje de la producción, o alguna combinación de ambas modalidades,
efectuaba las prestaciones agrícolas mediante contratos de un año, a veces renovables al
año siguiente.
En este cuadro de profundas transformaciones, tanto la superficie sembrada
como los rendimientos superaron entre 1966 y 1980 los resultados de los quinquenios
previos. La producción de los principales granos en la región pampeana pasó de algo
más de 13 millones de toneladas entre 1960-1965 a más de 22 millones de toneladas
entre 1976-1980. Además, se verificó una tendencia más dinámica en la producción de
frutas, hortalizas y legumbres que no tardaría en hacerse extensiva a algunos cultivos
industriales. Por su parte, a partir de la campaña 1971-1972 la producción de soja inició
un avance acelerado: hacia 1974, el valor de dicha producción se incrementó en un 23%
con respecto a dos años atrás.
La producción pecuaria, por su parte, dependía de la evolución de la coyuntura
internacional y de la política económica local. Las existencias de ganado vacuno, que en
1967 apenas superaban los 51 millones de cabezas, pasaron a casi 57 millones en 1975.
Si bien las exportaciones de carne vacuna experimentaron una fuerte caída a partir de
las limitaciones a la importación dispuesta por el Mercado Común Europeo en 1974, el
aumento del consumo interno durante el tercer gobierno peronista compensó aquel
descenso.
Recién en 1975 –en el marco de fuertes tensiones entre el gobierno y las
corporaciones rurales– se produjo un deterioro de las condiciones de las explotaciones
agrícolas. De todos modos, el deterioro de los precios relativos, factores climáticos
adversos y el impacto del “Rodrigazo” no alteraron sustantivamente la superficie
agrícola cosechada tanto en cereales como en oleaginosas.
Producido el golpe cívico-militar de 1976, el ministro de Economía del Proceso
de Reorganización prometió al sector agropecuario un lugar de privilegio en la
estrategia económica. Con ese objetivo se estableció un tipo de cambio ampliamente
favorable para el sector que determinó que los productores, en 1976, incrementaran
fuertemente la superficie sembrada con trigo. A partir de entonces, la producción de
cereales y oleaginosas creció hasta 1983, con la sola excepción del año 1980. En el caso
de los cereales, la demanda de la URSS constituyó un estímulo adicional para los
productores. Entre las oleaginosas, la soja aceleró el crecimiento previo y contribuyó a
la conformación del complejo agroindustrial dedicado a la producción y exportación de
aceites vegetales.
En cambio, la producción pecuaria experimentó una fuerte declinación, sobre
todo a partir de 1978. La competencia de la venta de carnes subsidiadas por la
Comunidad Económica Europea restó mercados y deprimió los precios de las carnes
argentinas. Junto al retraso cambiario, dichos factores obligaron al sector a promover
una liquidación de vientres que sumó cerca de 8 millones de cabezas.
10
Entre 1984 y 1989, la producción cerealera decreció a una media anual del 0,7%.
Dos factores externos contribuyeron a este descenso: por un lado, la caída del precio
internacional de los granos debido a la superproducción mundial. Por el otro, el
desplome de las exportaciones hacia la URSS, afectada por sus problemas internos.
Avanzada la década de 1980, el sector agrícola de la región pampeana mostraba
una producción especializada en cinco cultivos: tres cereales (trigo, maíz, sorgo) y dos
oleaginosas (soja y girasol). Entre ambos rubros aportaban más del 90% de la
producción agrícola de la región. La superficie cultivada con girasol y los nuevos
cultivos, sorgo granífero y soja, se expandía y ocupaba cerca del 40% del total a
expensas de cultivos tradicionales como el maíz y el lino. Por otra parte, en el esquema
productivo crecía el doble cultivo trigo-soja. La innovación tecnológica favorecía los
cinco cultivos, con el uso generalizado de semillas híbridas, la aplicación creciente de
herbicidas, la mecanización total de las tareas y el mejoramiento en la gestión de las
empresas agrícolas. La política estatal de créditos subsidiados capitalizó a muchos
productores que pudieron acceder a la compra de tractores y cosechadoras. Con la
aparición de los contratistas, la producción agrícola se desplazó hacia unidades de
mayor tamaño, dada la mejor rentabilidad, que –en relación con el resto de la economía
real– ofrecía una agricultura más tecnificada.
Las transformaciones del campo: tecnificación y contratistas
En la última década del siglo XX, cambios en el escenario internacional y en el
local tuvieron consecuencias estructurales en el sector agropecuario argentino. La
apertura de la economía y la sujeción de las políticas económicas domésticas a un orden
global que revalorizaba las ventajas comparativas tradicionales tuvieron un doble
efecto. Por un lado, el repliegue de los mecanismos de regulación e intervención estatal
se tradujo en el desmantelamiento de la mayoría de los organismos que venían
conduciendo la política del sector y, por otro, se crearon nuevos instrumentos para
acelerar las transformaciones sectoriales o amortiguar los impactos negativos de dichos
cambios. Las respuestas del sector se manifestaron en la duplicación de su producción y
del volumen de las exportaciones, mientras que se aceleró el proceso de concentración y
exclusión en la estructura social del agro argentino.
La desregulación económica emprendida a partir de 1991 tuvo como
consecuencia los cambios más sustantivos en la organización del área estatal referida al
sector agropecuario. Por ejemplo, las funciones principales de la Junta Nacional de
Granos fueron privatizadas y el Estado perdió un instrumento decisivo que a lo largo de
más de varias décadas intervino en apoyo de los productores a través de los precios
sostén, los fletes diferenciales y la distribución de insumos. La Junta Nacional de
Carnes se disolvió, lo que eliminó la intervención estatal en las exportaciones y en el
comercio interior. En este caso, las medidas no se tradujeron en mayor producción y
exportación de carnes.
En cambio, la producción de granos experimentó un crecimiento notable debido
no sólo al aumento de la superficie sembrada sino también al incremento en los
rendimientos de los principales cultivos. La soja aparece como el cultivo con mayor
desarrollo debido a dichos factores, a las tecnologías aplicadas y al crecimiento de la
estructura industrial aplicada a la elaboración de aceites, harinas y otros subproductos.
Productores y empresas pudieron acceder a tecnologías intensivas del producto y a
procesos que incluyen la genética, nuevas maquinarias, la aplicación de la siembra
directa, los avanzados tratamientos fitosanitarios, el uso de fertilizantes y el acceso al
mayor conocimiento técnico y de los mercados.
110
En este escenario se impuso la necesidad de acrecentar la superficie de tierra
trabajada de manera de preservar los niveles de ingreso. Uno de los efectos fue la
competencia por el alquiler de la tierra, que derivó en un fuerte aumento del valor de la
tierra y de los arrendamientos lo que impactó negativamente sobre pequeños y medianos
productores agropecuarios.
Asimismo, muchos de estos productores vieron incrementados sus costos por la
nueva modalidad de siembra y cosecha consistente en la tercerización de esas labores, a
cargo de contratistas dueños de las maquinarias encargadas de hacerlas, transformados
en nuevos actores en la distribución de la renta agraria.
Tanto el aumento de los arrendamientos como la tercerización de la siembra y la
cosecha así como el acceso a los nuevos paquetes tecnológicos, obligaron a muchos
pequeños y medianos productores al endeudamiento bancario. Esta necesidad de
disponibilidad financiera, de magnitud desconocida hasta entonces, explica el creciente
endeudamiento de los agricultores y su posterior deterioro y desaparición.
La “sojización”
A pesar de las dificultades, la producción de soja se incrementó notoriamente en
los años setenta hasta alcanzar en la actualidad más de 16.900.000 de hectáreas
cosechadas con una producción de más de 47.000.000 de toneladas. No debe
sorprender, entonces, que la soja represente en la actualidad el rubro de exportación de
mayor incidencia en el producto bruto agropecuario del país, y el complejo sojero sea el
primer rubro generador de divisas de la Argentina.
El cultivo de soja ocupa una amplia zona ecológica que se extiende desde el
extremo norte del país hasta los 39º de latitud sur, concentrándose principalmente en la
región pampeana, con cerca del 94% de la superficie sembrada y el 95% de la
producción total del país. Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires representan las provincias
de dicha región con mayor producción por área sembrada y magnitud de rendimientos.
Es decir, el cultivo de soja rompió con las barreras agrícolas y se transformó en el de
más rápida adopción y expansión en la historia de la agricultura argentina. A este veloz
proceso se lo denomina “sojización”.
Los factores del crecimiento de la producción de soja pueden sintetizarse en tres:
la adaptación a un amplio rango de ambientes, la mayor rentabilidad relativa y la
simplificación de la producción del cultivo. Este último factor tuvo un importante
avance cuando en 1997 se autorizó la siembra en nuestro país de la primera semilla de
soja transgénica, creada por los científicos de la empresa estadounidense Monsanto, que
a su vez patentó el herbicida glifosato.
Al mismo tiempo se impuso en la Argentina el sistema de la siembra directa que,
a diferencia de la labranza convencional que rotura la tierra previamente a la siembra,
sólo remueve un surco donde se deposita la semilla y el fertilizante. Por lo tanto, el
proceso de “sojización” pudo concretarse gracias a la combinación de la soja RR
-resistente al glifosato de la marca comercial de Monsanto- la siembra directa y al
propio herbicida glifosato. El costo de implantar el cultivo es alrededor de un 30%
menor, ya que se usa sólo el herbicida glifosato (que elimina todo vegetal menos la soja
RR).
El componente significativo de los incrementos productivos fue el aumento de la
superficie dedicada a la actividad por desplazamiento de otros cultivos, y por el traslado
de actividades ganaderas hacia áreas marginales. Estos elementos condujeron a que,
impulsados por la consistente demanda externa de soja, los agricultores argentinos se
volcaran masivamente a su cultivo mediante la aplicación de la nueva tecnología.
Asimismo atrajeron a otros agentes económicos a incorporarse a este negocio
111
agropecuario: sin tierras pero con capital, aparecieron compitiendo los capitales
financieros orientados hacia la agricultura mediante los denominados pools de siembra,
ejerciendo presión sobre el mercado de tierras de arrendamiento y provocando la
elevación de los precios. Los pools están conformados por grupos de inversores
financieros que gestionan y administran la actividad, contratan equipos de cosechadoras
y arriendan grandes superficies para la agricultura y despliegan amplias estrategias de
comercialización. Estos grupos pueden estar integrados por contratistas rurales,
empresas de agroquímicos e inversores nacionales y extranjeros.
La “sojización” ha reducido el número de cabezas de ganado vacuno y del
ovino. En cambio, la producción de trigo no ha perdido hectáreas porque su cultivo está
estrechamente vinculado a la soja dada su complementariedad agronómica. De este
modo, la soja ha permitido la expansión del trigo hacia regiones donde originalmente no
era rentable, como Salta y Tucumán. Pero por otro lado, el Censo Nacional
Agropecuario 2002, arrojó como resultado que las políticas implementadas en los años
´90 condujeron a una fuerte concentración de la tierra, a una disminución de la
diversidad productiva y a una persistente exclusión de trabajadores que determinó en
éxodo rural. En forma paralela al desarrollo del cultivo de la soja, se desarrolló un
eficiente complejo agroindustrial oleaginoso, lo que permitió a la Argentina
transformarse, en la actualidad, en el primer exportador mundial de aceites y de harina
de soja.
Pero este proceso, aparentemente exitoso, muestra aspectos preocupantes. Por un
lado, la soja disminuye la rotación de cultivos, posibilitando la acumulación de
enfermedades y el riesgo que para un país representa basarse en el monocultivo.
Además, el avance irrefrenable de la soja llevó al desmonte de áreas forestales y
frutales, e incluso, en las regiones extrapampeanas las empresas sojeras expulsan a los
pueblos originarios y a los campesinos que laboran y viven en sus tierras desde hace
varias generaciones. También el uso continuado de herbicidas sobre el suelo produce la
aparición de malezas resistentes al mismo -por los mecanismos biológicos de selección
y mutación- y esto obliga a aumentar las dosis del herbicida o a usar otros más fuertes,
en su mayoría cancerígenos, que terminarán contaminando el suelo y las napas de agua.
Las economías regionales: la situación presente
De manera convencional, se denominan economías regionales a aquellas que
están ubicadas en la periferia de la región pampeana, núcleo organizacional económicoterritorial de la Argentina, por lo que pueden llamarse también economías
extrapampeanas.
Varias de ellas surgieron con el objetivo de abastecer al mercado nacional, como
el cultivo de la caña de azúcar, que se desarrolló en la región del Noroeste argentino
(NOA) que abarca las provincias de Tucumán, Santiago del Estero, Salta, Jujuy y
Catamarca. En la década de 1990 se produjeron situaciones de superproducción
azucarera debido al retiro del Estado como regulador de las relaciones económicas, que
junto a la competencia de los edulcorantes dietéticos agravaron la situación del sector.
Por lo tanto, un grupo importante de la población del NOA quedó desplazado
socialmente, dado que su inserción laboral se registraba en empleos vinculados con las
plantaciones de caña y con el procesamiento en los ingenios. Por tales motivos, algunos
productores orientaron su producción hacia el cultivo del limón, pero a diferencia de la
caña, este cítrico se orientó casi totalmente hacia la exportación, principalmente con
destino a los Estados Unidos y Europa, favorecido por la contra-estacionalidad.
Tucumán es responsable en la actualidad por alrededor del 85% de la producción
nacional –seguida por Salta, Jujuy y Catamarca– y es el primer exportador mundial de
112
limón y sus derivados. Además, en la región del NOA han adquirido relevancia otras
producciones primarias como las de tabaco, poroto, tomate, soja y banana.
Por otra parte, el NOA contiene importantes reservas de hidrocarburos y
minerales, destacándose Salta por sus reservas de petróleo y gas. Su explotación le dio
un importante desarrollo a la provincia, mediante la instalación de grandes empresas y
la construcción de gasoductos, y en ella se industrializa la totalidad del petróleo
provincial y de Jujuy, y parte del crudo de Formosa y de Bolivia. La producción de gas
natural salteña representa el 10% de la nacional y sus reservas comprobadas, del 21%,
son las segundas en importancia del país. En Jujuy la explotación del hierro en los
yacimientos de Zapla motivó la instalación de una planta productora de arrabio cuyo
primer alto horno comenzó a funcionar en octubre de 1945. Por su parte, Catamarca se
destaca por sus ricos yacimientos minerales, cuya explotación a cargo de empresas
multinacionales fue acompañada por las inversiones que el Estado realizó para mejorar
la infraestructura de la región.
La pérdida de posiciones en el comercio mundial de algunos productos de
exportación llamados no tradicionales afectó el crecimiento y desarrollo de las
economías del NOA como también las del noreste (NEA) en cultivos como el poroto,
algodón, arroz, entre otros. Dichos cultivos fueron reemplazados por uno más rentable y
de gran demanda mundial: la soja.
El Nordeste (NEA) abarca las provincias de Corrientes, Chaco, Entre Ríos,
Formosa y Misiones, y su producto bruto geográfico representa aproximadamente el 6%
del total de la Argentina. La producción primaria está representada por los cultivos de
algodón, yerba, té, cítricos y arroz. La actividad, a su vez, ha generado un sector
industrial vinculado al procesamiento de esos insumos, como los molinos yerbateros, la
elaboración de té, la industria arrocera, el procesamiento parcial de algodón –
desmotadoras, hilanderías y tejedurías– y la producción de pasta celulósica y papel. La
región produce el 65% de naranjas y mandarinas del país con nuevas tecnologías, la
adaptación de nuevas especies y la incorporación de sistemas de riego. A su vez, la
producción avícola entrerriana ha tenido un crecimiento exponencial desde los años
ochenta hasta transformarse en la primera productora nacional.
Tanto el cultivo del algodón como la primera etapa de industrialización –el
desmote– se hacen en la región chaqueña, pero buena parte de las posteriores fases de
hilandería y tejeduría se realizan en las grandes ciudades, donde están los mercados de
consumo, o en provincias con regímenes de promoción industrial como La Rioja,
Catamarca, San Luis y San Juan. En los años noventa la producción algodonera atravesó
una situación crítica debido a la apertura de la importación, al mismo tiempo que el
precio internacional del algodón descendió y la producción brasileña aumentó, lo que
disminuyó la demanda de algodón argentino. Esta situación afectó a los pequeños
productores; en cambio, los grandes productores –con mayor disponibilidad de capital–
pudieron enfrentar la crisis al lograr una mayor productividad mediante el uso de
agroquímicos y maquinarias para la cosecha.
En Misiones y Corrientes, la producción más relevante es el cultivo de la yerba
mate y el cultivo de té. Durante la década del 90 los plantadores atravesaron una difícil
situación por una elevada producción que indujo a la baja de los precios y porque no
existían mecanismos que regularan la actividad. Estos factores afectaron a los pequeños
productores, quienes debieron vender su producción a precios muy bajos, y favoreció la
concentración de la producción molinera.
Otra actividad primaria asociada a la industria es la producción forestal, que está
representada por bosques de pinos, eucaliptos y salicáceas que se utilizan para la
producción de rollizos, la industria celulósica y papelera, y la fabricación de tableros.
113
El espacio regional cuyano comprende Mendoza, San Juan, San Luis y La Rioja
y está basada principalmente sobre las actividades agroindustriales. Los principales
componentes de la economía son la producción de uva, hortalizas y frutas, las industrias
del vino, del envasado y conservación de frutas y hortalizas, de cemento, y la extracción
y destilación de petróleo en Mendoza. El producto bruto de la región representa
alrededor del 6% del total de la Argentina. Actualmente, a Mendoza le corresponde
alrededor del 70% de la producción vitivinícola de la Argentina y a San Juan, alrededor
del 25%, y el resto a otras provincias como La Rioja y Salta.
En la década del 90, la demanda interna cayó considerablemente, tanto por la
competencia de otro tipo de bebidas como por la apertura de la economía que permitió
el ingreso de vinos importados. Ante esta situación, con apoyo estatal, los productores
más grandes se han orientado hacia la exportación. Sin embargo, esta estrategia no
resulta viable para los pequeños productores, que no disponen de la capacidad necesaria
para convertirse en exportadores dado que ello implica realizar nuevas plantaciones
acordes a los estándares internacionales.
Mendoza es el mayor productor nacional de frutas, y primer productor y
exportador de ajo del país. La Rioja aporta, además del cultivo de la vid, el nogal y el
olivo. San Juan es la principal productora de uva de mesa para consumo y de melones.
Mendoza concentra el 90% de la producción argentina de conservas de frutas y se
destaca en la industrialización del olivo porque es la primera productora del país. Allí
existen establecimientos frigoríficos y de empaque para el acondicionamiento de
productos en fresco, destinados a mercados internos y externos. Esta región también
aporta una considerable producción minera, destacándose el petróleo en Mendoza, y
yacimientos de cobre, plomo y uranio. En otras provincias como La Rioja, existe un
bajo nivel de procesamiento, envasado o fraccionamiento de los productos agrícolas,
principalmente nueces y olivo, que obliga a vender la mayor parte de la producción sin
agregarle valor, y es procesada posteriormente por empresas extra-regionales.
En la Patagonia se ha desarrollado la fruticultura –manzanas y peras–, de modo
de conseguir una producción favorecida por la contra-estacionalidad a fin de exportarse
a los grandes mercados del hemisferio norte. En la actualidad, a los pequeños
productores que explotan parcelas de alrededor de 10 ha les resulta cada vez más difícil
sobrevivir frente a los productores mayores, que pueden incorporar tecnología y formas
de manejo de la explotación que los ubican más favorablemente en el mercado. Al
tiempo que los grandes productores obtienen manzanas que por su calidad pueden
destinarse a la exportación, a los pequeños productores solo les queda producir para las
plantas elaboradoras de jugos y sidras –que pagan precios más bajos por la fruta–, lo
que los restringe a un circuito del que les resulta difícil salir.
Por otra parte, la mayor parte de la meseta patagónica está ocupada por la cría
del lanar dado que el ganado ovino ha logrado adaptarse al rigor del medio ambiente.
Las opciones productivas para los ganaderos patagónicos son escasas dado que solo
pueden incrementar su productividad aumentando el número de cabezas por hectárea y
esto, a su vez, agrava el sobre-pastoreo de los campos y los procesos de desertificación.
Luego de la esquila, realizada por trabajadores temporarios, gran parte de la lana
se vende en las mismas estancias a acopiadores o exportadores que se encargan de su
venta en el mercado. Además, las grandes firmas exportadoras poseen lavaderos propios
que les permiten, a través del proceso de lavado, agregarle valor a la lana que adquieren,
mientras que los acopiadores más pequeños, por su parte, deben contratar el servicio de
lavaderos autónomos.
Sin embargo, el potencial económico y la producción más importante de la
región patagónica se encuentran en sus entrañas: es la más rica en reservas de petróleo y
114
gas. Neuquén es la primera provincia productora de hidrocarburos de la Argentina –31%
de las reservas nacionales de petróleo–, seguida de Santa Cruz, que detenta el 22% de
las reservas y el 6% de las gasíferas.
El sector industrial, por su parte, está estrechamente vinculado a los recursos
naturales de la región como la elaboración de jugos, preparados de hortalizas y
verduras, procesamiento de carne ovina y bovina y de lana, elaboración de pescados,
fábricas de muebles, de cerámicos y cementeras. La pesca se concentra en los puertos de
Chubut y Santa Cruz, y está orientada esencialmente al mercado externo.
La industria -excepto pesca, hidrocarburos y frutas de exportación- tiene un bajo
nivel de desarrollo, y está destinado básicamente a la producción de bienes para el
consumo regional. En Tierra del Fuego, casi el 90% del valor de la producción surge de
tres sectores: la producción de aparatos radio, televisión y comunicaciones, maquinarias
y equipo, y autopartes. Esto fue posible por la ley 19.640 de promoción industrial cuyos
beneficios fueron prorrogados hasta 2013.
115
14. Élites y comportamientos sociales
La cultura de élite
En la Argentina, el proyecto de la llamada Organización Nacional fue excluyente
y antipopular, sin participación de los sectores bajos (criollos o inmigrantes), y
conducido por la oligarquía, una minoría dominante cuya cultura hegemónica estaba
permeada por la dicotomía sarmientina “civilización o barbarie”. Esta lógica binaria
estableció una contraposición entre la cultura de élite, culta o alta, y la cultura popular o
baja, asimilada ésta última a la “barbarie”.
La cultura de la élite tenía un contenido profundamente racista: la inferioridad de
los criollos, los negros y los indios se basaba en fundamentos biológicos. El positivismo
del fines del siglo XIX y principios del XX vino a reforzar desde la “ciencia” el
desprecio por la inferioridad racial sostenido previamente por Sarmiento, Alberdi, Mitre
y Roca.
Según la cultura hegemónica la civilización requería incluso de la violencia para
eliminar a la resistencia de los diferentes inasimilables (indios, gauchos, negros y
mestizos) y construir la nación. En el mejor de los casos, los portadores de la cultura
popular eran objetos pasibles de una transformación compulsiva que les enseñara a
pensar, a vestirse, y a comportarse de manera “civilizada” teniendo como modelo la
cultura de la élite. La condición para progresar consistía en asimilar este modelo.
La cultura hegemónica también delineó lo que consideraba el “ser argentino” y
asoció la patria a los valores de la oligarquía: el destino de esa patria pasó a identificarse
con el de la clase alta. Lo argentino se asociaba a las características que se auto asignaba
la oligarquía: lo “civilizado”, lo “blanco” y lo “europeo”. La condición para acceder a la
argentinidad llevaba implícita la aceptación de un orden jerárquico que privilegiaba,
ante los sectores subalternos, esas categorías.
En Quilito, el escritor del Ciclo de La Bolsa, Carlos María Ocantos, pone en
boca de un joven de una familia terrateniente venida a menos el mandato y lugar al que
son destinados las clases subalternas, representadas en este caso por una india pampa,
apropiada durante la Conquista del Desierto y al servicio de quienes se encargan de la
crianza del joven: “… pues te he enseñado a leer, a escribir y a contar; con una
condición: que has de ser fiel y sumisa para el señor y la señora, que te visten, te
alimentan y te educan… que los cuidarás bien, si se ponen enfermos…”.
Un aspecto importante de la cultura de la élite fue la difusión de la cultura
letrada. Si bien la alfabetización y la escolaridad constituyeron un innegable avance
social no puede desconocerse que a partir de ellas se divulgaron lo que la élite
consideraba las pautas propias de una conducta civilizada, destinadas a la muchedumbre
y, sobre todo, a la masa inmigratoria. En ese sentido, tanto el “deber nacional” como la
cultura hegemónica contribuyeron a configurar la identidad de los sectores medios
descendientes de los inmigrantes. Las posiciones, sin embargo, se diferenciaban de
acuerdo a las corrientes intelectuales predominantes. Para un positivista como José
María Ramos Mejía la masa constituía una enorme fuerza irracional que podía ser
integrada por la acción pedagógica del Estado y el entorno social. En cambio, un
político perteneciente a los grupos católicos como José María Estrada, planteaba
abiertamente un combate contra el libre pensamiento, la libertad de cultos, el
matrimonio civil y la enseñanza laica.
Desde la mirada de la cultura hegemónica, en general, lo popular era valorado
peyorativamente, como si tuviera una calidad sustantivamente inferior a la cultura de la
élite; se lo vinculaba con las prácticas, costumbres y creencias de los sectores pobres e
incultos de la sociedad.
116
Un ejemplo del desprecio hacia los sectores populares por parte de la cultura
hegemónica se encuentra en Eugenio Cambaceres, uno de los literatos más
representativos del período, que en su primera novela, Pot-pourri, decía: “Tengo el
gusto de presentar a Uds. a don Juan José Taniete, a quien más de una vez
encontraremos en lo sucesivo, ilustre descendiente de Pelayo, (hecho) cometido allá en
los años de 1821, más o menos, por padres pobres peru hunradus, en el pueblo de
Lestemoñu, patrón San Vicente de Lajraña (a) siete lejuas de la Cruña. … ¿Cómo se
llama Ud?, le pregunté. Don Juan Jusé Taniete, me contestó. … ¿Quién eres? Una
bestia. ¿De dónde vienes? De Galicia, la tierra de bendición donde esos frutos se
cosechan por millones. ¿Adónde vas? A darte más de un mal rato, a sacarte pelos
blancos, a envenenarte la vida, acaso a matare a disgustos”. El inmigrante gallego no
sólo resultaba víctima de la mofa sino del menosprecio al que se hacía merecedor por su
presunta ignorancia.
Frente a la “ilustración” propuesta por la élite y la aspiración socialista al
ejercicio de la docencia para contar con obreros “cultos”, algún tango –una expresión de
la cultura popular– llegó a manifestar la hostilidad hacia la cultura letrada (“Si me gano
el morfi diario, ¡qué me importa el diccionario!, ni el hablar con distinción!”), y otro
desdeñaba a su paradigma: los “doctores” (“Y si acaso te envolviera algún lío
inesperado, en vez de un gil diplomado a tu lado habrá un varón”).
La cultura de la imitación
Durante muchas décadas el faro que orientaba a las élites argentinas fue
Inglaterra. En el proceso de su decadencia, la mirada continuó dirigida a Europa, pero la
presencia de Estados Unidos empezó a ocupar una centralidad cada vez mayor. Así
fueron forjando su propia identidad, que es la de carecer de una definida, puesto que
siempre están señalando experiencias de otros países como modelos exitosos en
contraposición al fracasado nacional. Fracaso del que no se consideran responsables.
Esa idealización de procesos del exterior, que con mínima rigurosidad analítica se sabe
que son complejos y contradictorios, refleja la incapacidad del establishment doméstico
de constituirse en un factor dinámico del desarrollo nacional.
Los miembros de la oligarquía estaban deslumbrados por el refinamiento de la
aristocracia europea, cuyas formas de vida consideraba dignas ser imitadas. Leían
ávidamente las notas e impresiones que los viajeros argentinos de la época enviaban
desde Europa para asimilar en todo lo posible el comportamiento de sus élites.
Tradicionales lugares de reunión como el Club del Progreso, el Hipódromo, el Teatro
Colón, la Confitería del Águila o el Jockey Club eran los ámbitos elegidos para
transplantar el brillo aristocrático de las élites europeas.
Como narra el historiador canadiense H. S. Ferns, “en los centros de placer
europeos la palabra argentino se convirtió en sinónimo de riqueza y lujo. Los grandes
palacios de la aristocracia en torno a la Plaza San Martín, en Buenos Aires y los petits
hotels del Barrio Norte rivalizaban con las residencias urbanas de la aristocracia inglesa.
Los magnates alquilaban para su uso particular vagones de ferrocarril y hasta trenes
enteros para transportar a sus familias y servidumbres de sus mansiones urbanas a sus
residencias de veraneo. Un estanciero se llevó consigo vacas lecheras a Europa para
asegurarse de que sus hijos tuvieran buena leche para beber durante el viaje”.
Miguel Cané, escritor de la generación del ochenta, testimonió para la ilustración
de sus pares sus impresiones sobre el festival de Bayreuth: “Dejemos la música de lado:
no es mi objeto ocuparme de ella. Mi asunto es el público. Poca o ninguna toilette; no
he visto un frac y el raro smoking deslizado entre los ternos grises de viaje y la gorra de
tela que le inglés usa siempre abroad, hacía por cierto triste figura. Mucho francés,
117
bastante inglés, americanos, muy pocos españoles y menos italianos… ¿Lo que
llamamos gente distinguida? De todo… Había también algunas princesas alemanas, en
toilettes lujosas y gritonas…”.
La preponderancia del afrancesamiento se manifestó en la vestimenta, los usos
del lenguaje, la comida, la literatura, la decoración interior y la arquitectura. En cambio,
en los deportes se destacó la influencia británica; en la música la ópera italiana y, luego,
cuando ésta perdió prestigio por su masivo consumo dentro de la inmigración de la
península, se promovió la lírica wagneriana.
Estilos artísticos y arquitectónicos
En materia urbanística, un ejemplo visible todavía para nosotros de imitación fue
la metamorfosis de Buenos Aires llevada a cabo por el primer Intendente de la Ciudad,
Torcuato de Alvear, conforme a la idea que la oligarquía tenía de París. La
modernización fue llevada a cabo procurando imitar la transformación de la capital
francesa efectuada por el prefecto Barón de Haussmann. Así, tal como éste trazó la
Avenida de la Ópera en París, Alvear tuvo su boulevard de tipo parisiense en la Avenida
de Mayo.
A partir de 1880 culminó una tendencia arquitectónica que remitía al
renacimiento italiano. La construcción edilicia de las instituciones del Estado nacional –
entre las que se cuenta la remodelación de la Casa Rosada– fue fundamentalmente
deudora de ese estilo. Al igual que los siguientes estilos, siempre se trataba de la
recreación de formas correspondientes al pasado de otros países y del arrasamiento de
estructuras del propio pasado que debieron haberse conservado, como sucedió, por
ejemplo, con el Cabildo.
Posteriormente, la arquitectura privada se asimiló a la corriente academicista
francesa de la mano de arquitectos de esa nacionalidad egresados de la École des Beaux
Arts de París. Con el desplazamiento de las clases altas hacia el norte de la ciudad,
luego de la epidemia de 1871, se fueron configurando las parroquias del Socorro y del
Pilar con los modelos estilísticos que se recreaban en el viejo mundo. Así surgieron los
llamados hoteles o petit-hoteles (en verdad grandes residencias particulares) cuyos
tamaños o lujos dependían del monto de las fortunas de los sectores pudientes que se
radicaban allí. Particularmente se destacaron el palacio de la familia Ortiz Basualdo,
construido en 1903 (actual sede de la embajada de Francia); el de Mercedes Castellanos
de Anchorena, construido en 1909, de 120 habitaciones, hoy sede de la Cancillería; el de
la familia Paz, de 1907, actual Circulo Militar, cuyo exterior estaba formalmente filiado
con una de las fachadas del Louvre de París; el Errázuriz, actual Museo de Arte
Decorativo; y el palacio Pizzurno. Otro majestuoso palacio fue el Jockey Club, que se
inauguró en 1897.
Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, la arquitectura oficial
experimentó la necesidad de mostrarse grandiosa, y lo hizo llevando al extremo la
utilización de columnas, ventanas y puertas en proporciones desusadas. Los edificios
del Correo Central, del Palacio de Tribunales y del Colegio Nacional Central –todos
obra del arquitecto francés Norberto Maillart– son ejemplos de esta nueva arquitectura
oficial, al igual que el Teatro Colón y el Congreso Nacional.
La ostentación fue un ingrediente ineludible a la hora de ponderar la
espectacularidad de la arquitectura. En 1910, durante su visita a Buenos Aires por los
festejos del Centenario, el ex primer ministro francés George Clemenceau destacó tal
característica al referirse al fundador de La Prensa, el aristocrático José C. Paz: “El
señor Paz que ha ganado bien el descanso que goza en Europa: se ha reservado
naturalmente un derecho de alta supremacía. Un fantástico palacio que ha hecho
118
construir en el más hermoso barrio de Buenos Aires parece anunciar proyectos de
regreso. Pero, en este caso, no puedo por menos de compadecerlo, porque necesitará por
lo menos la corte de Luis XIV, o la de Jerjes, para llenar su fastuoso domicilio. El
palacio profesional de La Prensa en la Avenida de Mayo, aunque de dimensiones más
pequeñas, no es por eso menos suntuoso”.
Encuadrado dentro de una arquitectura ambigua, el palacio de Aguas Corrientes
(1894) fue construido con materiales totalmente importados y prefabricados. En cambio,
el Palacio del Congreso Nacional (1906) siguió los lineamientos del academicismo
italiano. El mismo Clemenceau destacó: “La arquitectura italiana reina en Buenos Aires.
No se ven más que astrágalos y florones entre crueles artesonados de líneas torcidas,
excepción hecha, bien entendido, de las coquetas quintas y de los imponentes palacios
que designan a la atención pública las moradas de la ‘aristocracia’”.
En las primeras décadas del siglo XX se difundió el art nouveau, originado en
Francia y Gran Bretaña. Una de sus expresiones más relevantes es la bóveda de Rufina
Cambaceres, en el cementerio de la Recoleta. Le siguió más tarde el art decó, cuya
popularidad se expresó en objetos de uso cotidiano aunque una de sus realizaciones
arquitectónicas más destacadas es el Palacio Barolo (1923), edificio de oficinas que fue
en su momento el más alto de la ciudad.
En razón de su cosmopolitismo, la élite tenía en alta consideración los modelos
estéticos europeos. En consecuencia, aspiraba a que la escuela pictórica local desplegara
un lenguaje similar, siguiendo la versión académica de los maestros eclécticos del Salón
de París. En líneas generales, los pintores argentinos de la generación del 80 estudiaron
en los talleres europeos de la época, poco afectos a las innovaciones.
Hacia el primer centenario comenzó a cambiar la perspectiva estética. Mientras
algunos de los pintores más conocidos siguieron dedicándose al costumbrismo
tradicionalista vigente hasta entonces, otros comenzaron a poner énfasis en una pintura
vinculada a lo nacional y a la vida cotidiana, que se apartaba del eclecticismo
académico reinante. Ya en 1876 se había creado la Sociedad Estímulo de Bellas Artes,
entre cuyos pintores más destacados se encontraban Eduardo Sívori cuya famosa pintura
El despertar de una criada, retrato del cuerpo desnudo de una mujer trabajadora, fue
rechazada en el Salón Nacional), Ángel Della Valle, Ernesto de la Cárcova (que en 1893
terminó una de sus mejores obras: Sin pan y sin trabajo, expresión de sus convicciones
socialistas) y Eduardo Schiaffino. Y a comienzos del siglo XX se creó el Grupo Nexus,
de donde surgieron pintores clave de las nuevas generaciones como Fernando Fader.
Pero también despuntaban las artistas femeninas, especialmente la escultora Lola
Mora, cuya famosísima obra Fuente de las nereidas, que en su época fue objeto de la
moralina de las élites y sufrió críticas y rechazos, es hoy el testimonio de una de las más
esplendidas obras de arte de aquella época. Estéticamente, en muchos de sus artistas la
Argentina abandonaba el mundo cerrado de la cultura dominante para incorporarse a
corrientes más vanguardistas o, al menos, contestatarias. No sólo vendrían otros aires en
la pintura o en la escultura, sino también una verdadera revolución literaria
ejemplificada en la revista Martín Fierro y en los escritores de Boedo. Para colmo, la
cultura de las élites se enfrentaría también en el terreno de lo político con la chusma de
los “boinas blancas”.
Lo mejor es lo de afuera: el gobierno off shore
Una característica de la cultura de la élite es la subestimación del interés
nacional o, más directamente, la cultura de vivir dependiendo de factores externos o
sometiéndose a condiciones externas. Un caso notable fue el primer empréstito otorgado
por la compañía inglesa Baring Brothers, en 1824, cuyos fondos no fueron destinados a
119
sus propósitos iniciales y se volatilizaron en pocas manos, aunque terminaron de
pagarse puntualmente casi un siglo después. Esta cultura de la dependencia se acentúa a
partir de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, cuando la
Argentina se inserta en el mundo a través de una relación fuertemente dependiente de la
potencia hegemónica de aquel entonces, Gran Bretaña. Todavía en 1933, ante la firma
de un nuevo tratado comercial argentino-británico, el Pacto Roca-Runciman, el
vicepresidente de entonces, Julio A. Roca (h), decía que la Argentina “desde un punto
de vista económico debía considerarse una parte integrante del imperio británico”.
Concepción que se procura justificar teóricamente en la década del 90 en el plano de la
política exterior, cuando se planteaba la subordinación a otra potencia hegemónica, los
Estados Unidos, y alcanzó su máxima expresión durante la crisis de 2001 con las
propuestas de dolarización y de manejo de la economía por expertos “externos”.
En este sentido, el remedio que sugerían dos economistas del MIT, Rudi
Dornbusch y Ricardo Caballero, y que fue acogido favorablemente por muchos de sus
colegas argentinos que se expresaron en el mismo sentido, era que el país abandonara su
soberanía financiera y económica por unos años. Sostenían que no se renunciaba “a la
identidad y el orgullo nacional al aceptar que unos cuantos extranjeros” condujeran la
política económica. ¿Pero quién debía controlar la economía nacional o integrar esa
especie de gobierno off shore que nos proponían? Para ese fin pergeñaron la variante de
la credibilidad importada: “[…] Si la Argentina quiere tener acceso a una política
monetaria sólida –decían–, hay que traer a un banquero central internacional reconocido
para que la conduzca con un juego de normas estrictas […]”.
Por ejemplo, añadimos nosotros, alguien tan “responsable” como los banqueros
que estuvieron en el comienzo de esta crisis internacional, comandando un sistema
financiero que marchó directamente hacia su propia quiebra con el respaldo de
“respetables instituciones internacionales” como las que postulaban Dornbusch y
Caballero. Ahora sabemos que con este gobierno off shore, la Argentina estaría, sin
duda, en el centro de la actual crisis mundial, sin tener siquiera la multimillonaria ayuda
de la propia emisión de dólares o euros como defensa.
Por el contrario, como señala Aldo Ferrer con respecto al caso argentino,
“nuestro problema fundamental no es sólo enfrentar con éxito la crisis mundial, sino
resolver la emergencia sin perder el rumbo de la transformación productiva del país”.
Por un lado, es preciso asegurar el comando propio de la conducción económica y la
defensa de los intereses nacionales. Por otro, la economía de un país se fortalece a
través de su mercado interno, de su propia capacidad productiva. Esas son las bases
principales para poder proyectarse hacia el exterior y no sufrir las consecuencias de una
presencia irresponsable en los mercados mundiales, como le ocurrió a la Argentina de
los años noventa y principios de siglo, que cedió ante los consejos de los organismos
internacionales y abrió sus compuertas ampliamente sin tener asegurado su frente
interno, lo que originó la brutal crisis de 2001. “Vivir con lo nuestro” no significa
encerrarse en sí mismo, sino hacer lo que hicieron aquellos que llegaron a la cima en
distintos momentos históricos. Partieron de lo propio y se transformaron en
protagonistas de la economía mundial: Gran Bretaña, primero; Estados Unidos luego;
los países del sudeste asiático, Japón, China, en distintos momentos.
12
Miguel Ángel Cárcano
La amistad anglo-argentina
(fragmento)
La amistad entre Gran Bretaña y Argentina no es el resultado de combinaciones
políticas, ni de simpatías personales de sus hombres de gobierno, ni del entusiasmo de
circunstancias momentáneas, ni únicamente la consecuencia de intereses económicos que
pueden valorarse por saldos de la balanza económica. La amistad anglo-argentina es eso
y mucho más. Se arraiga en el sistema mismo de su economía y de su política, en los
sentimientos de sus habitantes, en la forma de aplicar sus actividades y desarrollar sus
instituciones y políticas. Son dos naciones distantes que poseen medios de vida
semejantes, que se vinculan y complementan. Son energías que se suman y no fuerzas
que se chocan.
Es posible que a pesar de todo lo que se ha hablado y escrito, todavía no
hayamos llegado a penetrar en la profunda raigambre de los vínculos que nos estrechan,
para explicarnos cabalmente, entre otras cosas, cómo aquellos aguerridos y bellos
soldados que aparecieron una mañana en la playa de Quilmes, no fueron al fin sino los
originales embajadores de la política que Canning definiera en el reconocimiento de
nuestra independencia y el origen de hogares que se formaron, prosperaron y
asimilaron en tierra argentina; explicarnos también como la política interimperial tan
absorbente y excluyente no puede prescindir del factor anglo-argentino, producto de un
largo proceso y alimentado por nuevo porvenir, condiciones que quizá falten a alguno de
los mismos dominios.
Anales de la Sociedad Rural Argentina, Vol. LXIX, mayo de 1935, pág. 286.
12
15. Pensamiento económico y economistas influyentes en la Argentina
en el siglo XX
El pensamiento económico en el siglo XX
Alejandro Bunge (1880-1943)
Nació en Buenos Aires, en el seno de una familia alemana. A los 21 años fue a
estudiar a Alemania y allí pudo ver de cerca el progreso económico de ese país,
caracterizado por un fuerte crecimiento de la producción industrial y del comercio
exterior. En 1904 terminó sus estudios de ingeniería y realizó la práctica para obtener el
título de ingeniero electricista. En su período en Alemania desarrolló sus ideas
económicas, fuertemente influenciadas por los escritos de Friedrich List, quien sostenía
que el éxito de las naciones dependía de la protección a la industria naciente. Los
conocimientos adquiridos le permitieron observar y reflexionar sobre la necesidad de un
cambio de rumbo en el esquema agroexportador que predominaba en su país. En mayo
de 1905 regresó a la Argentina con su familia y se incorporó al reducido grupo de los
estudiosos interesados entonces en los problemas de la economía argentina.
Designado director nacional de Estadística, cargo que ocupó hasta 1924, Bunge
realizó en 1917 la primera medida del ingreso y la riqueza nacional argentina y elaboró
un índice de precios minoristas. Fue además asesor en el Banco de la Nación Argentina
y del Ministerio de Hacienda, y organizó las oficinas estadísticas de las provincias de
Tucumán y Mendoza. Como docente en las universidades de La Plata y Buenos Aires,
tuvo como alumno a Raúl Prebisch.
En 1918 fundó y dirigió la Revista de Economía Argentina. Además, formó y
agrupó a su alrededor a un conjunto de destacados discípulos, algunos de los cuales
tuvieron participación en funciones de gobierno en la década de 1930, mientras que
otros inspiraron muchas de las medidas económicas del primer gobierno peronista. Sus
principales obras fueron Riqueza y renta de la Argentina (1917), La economía argentina
(4 volúmenes, 1930) y Una nueva Argentina (1940).
Perteneciente a una corriente de pensamiento nacional en pleno modelo
agroexportador donde predominaban ideas opuestas, Bunge decía: “Todos los países
civilizados tienen su política económica internacional propia, que oponen a la de los
demás países. Nosotros, en cambio, tenemos la política económica internacional que nos
imponen los demás países”. Tenía igualmente claro el rol del Estado en el desarrollo
nacional: “El país no está capacitado para defender la producción nacional por medio de
la iniciativa privada. Si la acción es indispensable y no puede esperarse que surja
espontáneamente de la iniciativa privada, es evidente que debe esperársela del Estado”.
Bunge también se interesó por la situación del agro. A fin de elevar la
producción, ampliar el mercado interno y lograr el asentamiento de la población
propuso la implantación de un impuesto al “latifundio social” –que, a diferencia del
latifundio geográfico, tenía en cuenta la cantidad total de tierras en manos de un mismo
propietario independientemente de su ubicación–, mediante el cual, una vez que
resultara antieconómico, las tierras pasarían al Estado que, por su parte, las redistribuiría
entre los agricultores, con lo que podía “triplicarse o cuadruplicarse el número de las
familias agricultoras en propiedad”.
Propulsó asimismo los estudios regionales. Frente al “país abanico” donde la
región privilegiada con centro en Buenos Aires miraba hacia ultramar y se encontraba
de espaldas al interior, proponía la mejora progresiva de las comunicaciones y el
fomento del comercio con los países vecinos, de manera de atenuar el desequilibrio
económico del país. Con este objetivo propició la Unión Aduanera del Sud, integrada
12
por Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay, a los que podría sumarse
eventualmente el Brasil. Este espacio económico, por su continuidad geográfica y su
complementariedad climática y productiva, haría autosuficiente a la región en materia
de productos agropecuarios e insumos industriales. De esta manera, Bunge anticipaba la
necesidad de concretar uniones comerciales entre los países sudamericanos, de las
cuales el Mercosur es ahora un ejemplo.
En definitiva, Bunge planteó un proyecto de país distinto. Sus propuestas
estaban destinadas a convencer a las élites a las cuales él mismo pertenecía. Para ello
puso en tela de juicio el modelo agroexportador en vigencia. Sin embargo, los
beneficios momentáneos del modelo no permitieron apreciar que llevaba en sí los
gérmenes de futuros problemas e impidieron que las formulaciones de Bunge en favor
de cambios en la política económica fueran tomadas en cuenta.
Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959)
Si bien no fue economista, su libro Política británica en el Río de la Plata
(1940) es un hito de la literatura económica argentina y del pensamiento nacional,
donde desnuda la historia de los intereses británicos en el país desde la época de la
Independencia y su influencia dominante sobre la economía nacional asociado con las
élites dirigentes locales.
Scalabrini nació en Corrientes, aunque su infancia transcurrió en Buenos Aires.
Estudió en la Facultad de Ciencias Exactas, donde se recibió de agrimensor, y cursó
varios años de ingeniería sin llegar a recibirse. En 1919 participó de un grupo donde
frecuentó las obras del marxismo. En 1923 comenzó a insinuarse como una promesa de
la literatura nacional al publicar La manga. Como periodista, colaboró en La Nación, El
Mundo y Noticias Gráficas. En su condición de agrimensor conoció el interior, donde
pudo apreciar las condiciones de vida y las expectativas de sus compatriotas, lo que
permitió que pudiera trascender la “visión porteña del país”. También viajó a Francia,
país en el que pudo comprobar la xenofobia europea hacia lo latinoamericano. Desde
entonces, inició un distanciamiento del pensamiento europeizante y volcó la mirada
hacia la comprensión de la realidad argentina, convirtiéndose en un precursor del
pensamiento nacional. En 1931 publicó El hombre que está solo y espera, donde
describió al porteño arquetípico: “el hombre de Corrientes y Esmeralda”.
Durante los años treinta, cuando el país se sumergió en la violencia y el fraude
de los gobiernos conservadores, Scalabrini Ortiz, motivado por su espíritu patriótico y
combativo, comenzó a investigar los problemas económicos para desentrañar las
verdades ocultas detrás del régimen conservador. Se transformó en un crítico severo de
la dominación extranjera y de la entrega del patrimonio estatal.
Decía Scalabrini: “Computé los elementos primordiales de la colectividad y
verifiqué con asombro inenarrable que todos los órdenes de la economía argentina
obedecían a directivas extranjeras, sobre todo inglesas… Ferrocarriles, tranvías,
telégrafos y por lo menos el cincuenta por ciento del capital de los establecimientos
industriales y comerciales es propiedad de extranjeros, en su mayor parte ingleses […]
Esto explica por qué en un pueblo explotador de materias alimenticias puede haber
hambre… Es que ya al nacer el trigo y el ternero no son de quien los sembró o los crió,
sino del acreedor hipotecario, del prestamista que adelantó los fondos, del banquero que
dio un préstamo al Estado, del ferrocarril, del frigorífico, de las empresas navieras […]
de todos menos de él”.
Se comprometió en la revolución radical de Paso de los Libres, por lo que fue
detenido en 1933 y debió refugiarse en Europa. A fines de 1934 retornó al país. Con
Arturo Jauretche, su compañero de lucha, participó, aunque no era radical, del grupo
12
FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Juventud Argentina), desde donde
condenó, además de los negociados de los ferrocarriles, la política crediticia en manos
de la banca extranjera, el estancamiento industrial, la falta de explotación de la riqueza
minera e hidroeléctrica, la subordinación del servicio de transportes al capital
extranjero, y la usura de los empréstitos externos.
Como otros forjistas, dio su apoyo a Perón pero no aceptó cargos en el gobierno
y prefirió continuar su actividad de conferencista y plantar álamos en las costas del río
Paraná. Apoyó la obra del gobierno peronista, del “que aplaudía los aciertos y
lamentaba los errores”. Tras el golpe de 1955 se sumó a la resistencia atacando
duramente la política económica de la Revolución Libertadora. A mediados de 1956
comenzó a escribir en la revista Qué sucedió en 7 días, de la mano de Rogelio Frigerio,
ideólogo principal del llamado desarrollismo. Pero cuando Frondizi firmó los contratos
petroleros Scalabrini renunció desencantado. Falleció en 1959.
Raúl Prebisch (1901-1986)
Raúl Prebisch fue una figura trascendente y controvertida en la historia del
pensamiento y la política económica argentina. Su actividad académica y pública, que lo
destaca como primer secretario general de la Comisión Económica para América Latina
(CEPAL) y como alto funcionario de otros organismos internacionales no comienza,
como generalmente se cree, en los años treinta; se inicia ya en la Facultad de Ciencias
Económicas de la UBA, donde cursó sus estudios a fines de la década del 10 y
principios de los años veinte.
Prebisch nació en Tucumán en 1901 y desde muy joven, en forma precoz,
desarrolló sus cualidades como intelectual y economista. Lúcido, pero con espíritu
crítico, aunque formado en las enseñanzas de la escuela neoclásica, el joven Prebisch no
se sintió cómodo dentro de ese marco teórico. En cambio, fue en busca de elementos
que le permitieran la comprensión de la génesis de los fenómenos económicos,
transformándose en uno de los más importantes pensadores de la problemática de este
lado del mundo: la por él mismo popularizada “periferia”, evitando acomodar los
hechos reales a los dictados de un estrecho economicismo. En palabras de Prebisch:
“Proponerse explicar la realidad a la luz de una teoría solamente económica es perderse
irremisiblemente en un callejón sin salida”. De manera temprana fue influenciado por
ideas socialistas, como lo manifestó en un artículo publicado en la Revista de Ciencias
Económicas en 1920, significativamente titulado “La cuestión social”. Allí exponía:
“Afirmar que la cuestión social no existe en nuestro país significa ignorar la realidad de
las cosas, desconociendo la existencia de intereses en pugna… Negar la cuestión social
implica no aceptar la evolución y sí el estancamiento”.
En esta primera etapa comienza a dedicarse al estudio de los ciclos económicos,
anticipo de su teoría de centro-periferia, que desarrolla luego en la CEPAL. Sus
primeros trabajos giraron en torno a la historia económica argentina, pero desde un
punto de vista polémico, criticando, en particular, las interpretaciones monetaristas
predominantes sobre las crisis económicas del siglo XIX y principios del XX, que él
consideraba un producto del excesivo endeudamiento externo y de las relaciones
dependientes con los países centrales. Según Prebisch, los períodos de auge se
caracterizaban por una excesiva entrada de capitales externos (endeudamiento), pero al
comenzar el ciclo descendente en el centro hegemónico, los capitales se retiraban
bruscamente, hecho que precipitaba a la Argentina en profundas crisis. Estos estudios
resultan centrales para la explicación del endeudamiento reciente que llevó a la crisis
más profunda de la economía argentina.
En 1924, gracias a una beca conseguida por Alejandro Bunge, Prebisch viajó a
12
Australia para estudiar el sistema tributario, hecho que será el germen, años más tarde,
de la implementación de la Ley de Impuesto a los Réditos, redactada por él mismo. Con
el golpe de Estado de 1930 ingresa a trabajar en el gobierno y se convierte en el
“cerebro gris” de los equipos económicos de los gobiernos conservadores por más de
una década; lo que convirtió a Prebisch en centro de enérgicas controversias. Por una
parte, sus recomendaciones de política económica se alejaron de los mandatos
ortodoxos y el Estado comenzó a tener una participación activa en la orientación de la
economía. Como lo expresó su discípulo Celso Furtado: “Prebisch veía en el Estado el
instrumento de importantes funciones en el plano social con miras a superar los
obstáculos estructurales que inhibían el desarrollo”. Pero, por otra parte, participa, en la
firma del Pacto Roca-Runciman (1933), acuerdo que otorga amplias concesiones a los
intereses británicos y a la oligarquía ganadera. Para algunos, este hecho fue un ataque a
los intereses nacionales.
Arturo Jauretche, por ejemplo, lo acusa directamente: “En toda esta
instrumentación de la economía argentina al servicio de los intereses de Gran Bretaña –
dice– se destaca la participación de Prebisch. Integra la comisión de técnicos que
asesora a Roca en la celebración del convenio de Londres, defiende los intereses de los
frigoríficos británicos en el escandaloso asunto de las carnes, formula el primer
proyecto de creación del Banco Central… pone en marcha esa complicada maquinaria
que asegurará la prevalencia de los intereses ingleses por sobre un nuevo miembro del
Commonwealth”. Jauretche volvería a reprocharle con crudeza, años más tarde, el plan
económico que Prebisch elabora para el gobierno de la Revolución Libertadora, en
1955, y del que después, en parte, se arrepiente.
Considerado un liberal, en 1943, luego del golpe de Estado militar de junio de
ese año, que iba a abrir paso al peronismo, fue destituido del BCRA y del cargo de
asesor del gobierno. En 1949 abandona finalmente su actividad docente y el país e inicia
en la CEPAL, en Santiago de Chile, una nueva etapa en su vida académica y pública. Es
desde allí donde comienza a ejercer una influencia decisiva en torno a la problemática
del desarrollo económico de América Latina, introduciendo nuevos elementos
conceptuales en el lenguaje de los economistas extraídos de sus estudios de la realidad
latinoamericana. Se trata del problema de “la caída de los términos de intercambio”, del
análisis de la escasez de divisas originado en la “periferia” por sus propias deficiencias
estructurales y por el efecto negativo de los ciclos de los “centros”, de la “apropiación
de los frutos del progreso técnico” por parte de los países centrales, de la necesidad de
completar los procesos de industrialización en el continente y de realizar proyectos de
integración regional, de la importancia del “excedente económico”, etc. Problemas –
todos ellos– que conforman el trasfondo de lo que él va a denominar, en un libro
clásico, El capitalismo periférico (1981), culminación de muchos otros trabajos
realizados en el marco de su actividad internacional.
Con el transcurso de los años, Prebisch demostró su originalidad e
independencia intelectual de los dictámenes de las academias del centro, que
pregonaban por sobre todo una sana conducta monetaria (polemizando incluso contra
las teorías monetaristas y neoliberales de Milton Friedman y Von Hayek) porque había
aprendido las lecciones de los años treinta y, en sus propias palabras, se debe actuar
sobre la economía nacional para “acomodar inteligentemente lo exterior a lo
esencialmente nuestro y no lo nuestro a lo exterior”.
Desde la CEPAL, discutió la necesidad de industrialización de los países
periféricos como medio para elevar el nivel de vida de la población e independizarse de
las vicisitudes de las potencias industriales. Nuevamente, Prebisch se enfrenta y
demuele uno de los pilares básicos de la economía ortodoxa que enuncia que cada país
12
debe especializarse según sus ventajas comparativas, mediante una apertura irrestricta al
mercado externo. Esto no es, para él, más que un eufemismo que condena a los países
“en desarrollo”, como los llaman los liberales queriendo transmitir la fe en una pronta
convergencia con los países ricos, a perpetuarse en condiciones de pobreza produciendo
y comerciando materias primas. “El que haya economistas en los países del grupo [se
refiere a los países periféricos, a los que llama B] que no solamente compartan la
ideología del país A [se refiere a los países centrales], sino que le rindan homenaje y le
consagren su devoción considerándola como la esencia de la verdad clásica, es una
aberración que solamente se explica por ese espíritu exagerado de sujeción a doctrinas
de otros países”, siendo “que A pretende demostrar que las políticas proteccionistas de B
conspiran contra los sagrados principios de la economía clásica”, decía ya en sus clases
en la Universidad de Buenos Aires, en 1948.
A principios de la década del 60 es designado secretario general de la
Conferencia sobre el Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas (UNCTAD) y se
convierte definitivamente en el emisario de los países del Tercer Mundo. Cobra
reconocimiento internacional y gana crecientes espacios para reforzar su prédica sobre
las teorías centro-periferia. Pero tras numerosos intentos por lograr la cooperación
Norte-Sur, Prebisch choca contra la evidencia que muestra que el destino de los países
dependientes está en manos de los más poderosos. Entonces da un nuevo giro e
incorpora en su teoría con más énfasis la problemática social: la cuestión de la
distribución del ingreso y de las estructuras de poder. Esta nueva etapa de desilusión se
evidencia en las siguientes palabras: “Tras larga observación de los hechos y mucha
reflexión, me he convencido de que las grandes fallas del desarrollo latinoamericano
carecen de solución dentro del sistema prevaleciente. Hay que transformarlo… no es
que el sistema funcione mal, sino que el sistema es así: es un sistema socialmente
vicioso”. Sin embargo, esto no significaba para él que el Estado debía hacerse cargo del
conjunto de la actividad económica, sino que en los países periféricos estaba obligado a
intervenir para eliminar los obstáculos estructurales que impedían el desarrollo.
Para algunos, la mejor etapa del Prebisch es la de los años treinta, en su calidad
de funcionario y hacedor de instituciones, aunque haya colaborado con gobiernos
conservadores y fraudulentos; para otros, realizó sus principales aportes desde la
CEPAL y la UNCTAD. No obstante, vimos que ya en los años veinte manifestaba su
crítica a la dominación imperial y expresaba su inquietud por encontrar una vía propia
de desarrollo para la Argentina. Es a partir de sus reflexiones sobre la historia
económica nacional y el desarrollo del país en esa época como llega a convertirse,
muchos años más tarde, en el vocero de las problemáticas de las naciones periféricas,
rechazando doctrinas impuestas por los centros de poder. Convencido desde un
principio de que “la evolución social es, pues, incontenible, es inútil querer
encauzarla… a pesar de los esfuerzos desesperados de los que tienen el espíritu
agobiado bajo el peso de los intereses creados”. Su trayectoria, extensa y contradictoria,
alabada y atacada, adentro y afuera del país, por amigos y adversarios de orígenes bien
diferentes, según épocas, ideas y actuaciones diversas, no lo hace más que un hombre de
carne y hueso cuyo impacto intelectual, sin embargo, tiene todavía una amplia
resonancia.
Julio H. G. Olivera
Nació en Santiago del Estero en 1929. Abogado recibido en la Facultad de
Derecho de la UBA en 1951, obtuvo con la máxima distinción el doctorado en Derecho
y Ciencias Sociales en 1954. Se dedicó entonces a estudios económicos y matemáticos y
en 1956 ingresó como profesor en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA,
12
donde tendría una extensa trayectoria en la docencia y como investigador. En esta
última condición fue el primer director del Instituto de Investigaciones Económicas de
la Facultad en 1961 y muy poco después, cuando sólo tenía 33 años, resultó elegido
rector de la Universidad de Buenos Aires, cargo que ejerció entre 1962 y 1965.
Cofundador y presidente de la Asociación Argentina de Economía Política
(1957-1967), es miembro titular de la academia Nacional de Ciencias Económicas desde
1963 y fue su presidente (1989-92). Fue también profesor en varias universidades
extranjeras, miembro del Comité Ejecutivo de la International Economics Association
(1965-71), integrante del Club de Roma (1970) y del Grupo Internacional de
Economistas elegido por la Academia Real de Suecia para proponer candidatos al
Premio Nobel de Economía (1970, 71, 73 y 78).
En la función pública, fue ministro de Asuntos Económicos de la Provincia de
San Luis, subgerente de investigaciones económicas del Banco Central de la República
Argentina y secretario de Ciencia y Tecnología de la Nación.
Está considerado uno de los mentores del estructuralismo latinoamericano,
aunque desde una vertiente alejada de los elementos políticos o ideológicos, y
caracterizada por el rigor analítico y el empleo de instrumental matemático. En el
ámbito del pensamiento económico de su país tuvo especial influencia su modelo no
monetario de inflación, presentado en 1964.
En 1967 dio a conocer un trabajo titulado Money Prices and Fiscal Flags, donde
analizaba la relación entre la recaudación tributaria y la inflación, idea que fue
continuada diez años más tarde por el italiano Vito Tanzi; por ello, ese desarrollo teórico
es denominado en la literatura económica “efecto Olivera-Tanzi”. El planteo sostiene, al
contrario del enfoque tradicional, que es la inflación la que genera déficit fiscal y no a la
inversa. El valor real del impuesto percibido por el gobierno depende del
comportamiento seguido por los precios entre el momento del “hecho imponible” y el
del efectivo pago; ergo, este punto debería ser prioritariamente considerado al
emprender un programa de estabilización monetaria.
Sus contribuciones a la teoría de la inflación resultaron muy significativas en el
desarrollo y avance de la teoría de la inflación estructural, ya que fue Olivera quien le
aportó un marco analítico apropiado. Sus modelos consiguieron refutar la ortodoxia,
según la cual la inflación es un problema monetario, al mostrar que esta brota de la
presencia de fallas en los mercados.
Así, desde su “teoría no monetaria de la inflación” (1960), mostró que en
presencia de rigideces a la baja de los precios industriales y los salarios, los cambios en
los precios relativos de equilibrio inducidos por un proceso de crecimiento generaban
tensiones que podían desembocar en procesos inflacionarios de distinta intensidad y
velocidad. Es decir que en los procesos de crecimiento y ante la presencia de rigideces,
los precios se ajustaban imperfectamente, generándose acomodamientos en los mismos
siempre al alza que se traducían en incrementos persistentes en el nivel general de
precios. Estas ideas fueron profundizadas en trabajos posteriores como On Structural
Inflation an Latin American ´Structuralism’ (1964) o Aspectos dinámicos de la inflación
estructural (1967). De esta forma, Olivera contribuyó decisivamente al avance de la
teoría de la inflación estructural, enfatizando, contra la teoría ortodoxa, las dificultades
que presentaba la identificación causal entre expansión de la oferta monetaria y la
inflación.
12
Aldo Ferrer
Economista y político argentino nacido en 1927. Doctor en Ciencias Económicas
recibido en la Universidad de Buenos Aires en 1953 con una tesis doctoral, El Estado y
el desarrollo económico, publicada en 1956. Fue profesor de Economía en la
Universidad Nacional de La Plata y durante largos años, de la Universidad de Buenos
Aires, en la que es actualmente profesor titular consulto de Estructura Económica
Argentina.
Funcionario de la Secretaría de las Naciones Unidas (1950-1953) y agregado
económico de su país en la embajada de Londres en 1956, fue ministro de Economía y
Hacienda de la provincia de Buenos Aires, (1958-1960) y primer secretario ejecutivo
del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) en 1967-1970. Este
último año fue nombrado ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación y,
posteriormente, ministro de Economía y Trabajo de la Nación durante la presidencia de
Roberto Marcelo Levingston. En el ejercicio de dicho cargo elaboró un plan nacional de
desarrollo e hizo frente a las difíciles circunstancias por las que atravesaba su país
(déficit fiscal y exterior, e inflación) con una política económica industrialista (de
“compre argentino”) que no fue bien recibida por el establishment local.
Posteriormente, con el restablecimiento de la democracia, presidió el Banco de la
Provincia de Buenos Aires y la Comisión Nacional de Energía Atómica.
Ha sido siempre uno de los economistas más activos en la denuncia de los
efectos negativos de los fenómenos globalizadores sobre los países periféricos y de la
ideología neoliberal que los justifica. Su obras principales, dentro de una abundante
bibliografía, son La economía argentina (un libro clásico que inspiró a numerosas
generaciones de economistas, especialistas en ciencias sociales, historiadores y
políticos), Historia de la globalización I e Historia de la globalización II. Participa del
Grupo Fénix (grupo de economistas heterodoxos creado en la Facultad de Ciencias
Económicas de la UBA) desde sus orígenes.
Partiendo de un enfoque histórico-estructural de la economía argentina, Aldo
Ferrer realizó importantes aportes para comprender el proceso de industrialización y la
dinámica de los ciclos de stop and go. En sus trabajos señala los problemas que se
presentan en el frente externo en el proceso de crecimiento industrial. Según él, desde la
década del 40 se instaló en la Argentina un ciclo económico condicionado por la
capacidad de importar, convirtiéndose la crisis crónica del balance de pagos en la
dinámica típica del ciclo argentino.
Ferrer argumenta que el estrangulamiento externo del crecimiento económico
originaba fluctuaciones profundas y frecuentes de la producción y el empleo y
provocaba una subutilización permanente de la capacidad industrial, ya que ésta sólo
podría funcionar en condiciones de ocupación plena con un nivel de importaciones que
el país no se podía permitir. Ante esas restricciones, lejos de proponer la interrupción del
proceso, Ferrer pregonó siempre la profundización de la industrialización hacia
senderos que implicaran un menor requerimiento de importaciones y una mayor
generación de recursos internos. Para ello resultaba fundamental la integración del
aparato productivo nacional.
En los distintos espacios que ha integrado, Aldo Ferrer mantuvo una posición
opuesta a la de una economía especializada en la producción primaria y a favor del
desarrollo de la industrialización y el mercado interno. Desde el Grupo Fénix, al tiempo
que la convertibilidad mostraba sus contradicciones y conducía a la economía a una de
las mayores crisis de su historia, Ferrer mantuvo un enfoque crítico de las recetas
neoliberales. En aquel espacio, desde fines de 2000, se recomendaban medidas de
12
emergencia como la reprogramación de la deuda externa y la reducción de sus servicios
y, sobre todo, la salida de la convertibilidad, flexibilizando y sincerando la política
cambiaria y regulando los movimientos de capitales. En cuanto a la reconstrucción del
aparato productivo, se planteaba la expansión del mercado interno y el apoyo a la
pequeña y mediana empresa.
El Grupo Fénix hacía hincapié sobre la desigual distribución de los ingresos. Para
mejorarla proponía una reforma tributaria progresiva que incluyera un aumento de la
presión impositiva sobre los sectores de más altos ingresos, una lucha contra la evasión
y un reordenamiento eficiente del gasto público. Por otro lado, se aconsejaba diseñar un
amplio seguro de desocupación y medidas de ayuda directa al conjunto de la población
y, en especial, a los que se hallaban bajo la línea de la pobreza.
Asimismo, se señalaba que un plan económico alternativo debía sustentarse en
equilibrios macroeconómicos sólidos, sobre la base de la recuperación del peso y de una
alta tasa de ahorro interno, un financiamiento genuino del sector público,
competitividad internacional, ausencia de déficit crónico en la cuenta corriente del
balance de pagos y estabilidad del nivel general de precios.
En los últimos años, Ferrer ha continuado exponiendo sus ideas, manteniendo
siempre una coherencia en su posición, como evidencia su intervención en la Cámara de
Diputados sobre el tema de las retenciones en julio de 2008. Allí marcó la necesidad de
generar una estructura integrada y diversificada que incorpore los diversos segmentos
de la producción moderna, desde la transformación de los recursos naturales hasta las
industrias de tecnología de frontera, ligadas a la biotecnología, la informática y la
producción de bienes de capital.
“El desarrollo del país –decía en esa intervención– requiere tener […] una
estructura de esas características, que no puede sostenerse sobre un solo sector. Por
ejemplo, no puede sostenerse sólo sobre la producción de productos primarios. Tampoco
hay ningún país desarrollado en el mundo que se asiente esencialmente en la
transformación y renta de sus productos primarios. Países muy ricos en petróleo, cobre,
minerales o recursos tropicales no salen del subdesarrollo si no logran conformar una
estructura diversificada compleja. En nuestro caso particular, la cadena agroindustrial,
con todo el empleo directo e indirecto que genera, representa alrededor de un tercio del
empleo de la fuerza de trabajo. Si no contamos simultáneamente con una gran base
industrial no vamos a poder dar trabajo y bienestar a una población de 40 millones de
habitantes. Dicho en otros términos: si no contamos con una estructura integrada, no
vamos a poder tener pleno empleo y, por lo tanto, nos va a sobrar al menos la mitad de
la población”.
“Vivir con lo nuestro” y el concepto de “densidad nacional” fueron dos de los
muchos aportes que ha hecho Ferrer a la existencia de un pensamiento económico
propio.
Los ministros, funcionarios e instituciones más influyentes en la economía
argentina
Federico Pinedo (1895-1971)
Nació en el seno de una familia de la oligarquía porteña. A los 20 años se recibió
de abogado, pero ya en la universidad comenzó a interesarse por las cuestiones políticas
y económicas. Se adentró en el conocimiento de la economía leyendo El Capital, de
Karl Marx. En 1913 se afilió al Partido Socialista. Fue elegido diputado nacional,
aunque no se le permitió asumir por ser menor de 25 años. Vivió luego un año en
Alemania, donde conoció a dirigentes socialistas de aquél país como Eduard Bernstein,
12
Kart Kautsky y Rosa Luxemburgo.
En 1920, a su regreso de Europa, resultó nuevamente electo y esta vez sí pudo
ingresar en la Cámara de Diputados integrando el bloque del socialismo de la Capital
Federal. Defendió el valor de la moneda y el régimen de convertibilidad así como la
necesidad de alcanzar un equilibrio fiscal. En 1927 funda el Partido Socialista
independiente, una escisión de derecha del socialismo.
Tras el golpe a Yrigoyen, en el cual participó activamente, apoyó la candidatura
del Gral. Justo, siendo Pinedo elegido diputado en elecciones fraudulentas. Desde su
banca se convirtió en un referente en cuanto a temas económicos. Así, en 1933 fue
nombrado ministro de Hacienda de la Nación. Su principal colaborador y cerebro gris
de sus políticas y programas de acción fue Raúl Prebisch, bajo cuya influencia fundó el
Banco Central de la República Argentina. En 1935 fue interpelado en el Senado junto
con otro ministro por Lisandro de La Torre, a raíz de una investigación debido a
irregularidades en el comercio de carnes que favorecía a frigoríficos extranjeros. Ese
debate culminó con un famoso incidente: el asesinato en el recinto del senador electo
Enzo Bordabehere. Esto perjudicó al gobierno, lo que provocó más tarde el alejamiento
de Pinedo del Ministerio.
En 1940, bajo la presidencia de Ramón Castillo, fue designado nuevamente
ministro de Hacienda. La Segunda Guerra Mundial había impactado en un principio
negativamente sobre la economía del país. En este contexto, Pinedo preparó un
programa para su recuperación conocido como Plan Pinedo, que no alcanzó a aplicarse.
El plan apuntaba a estimular la actividad manufacturera bajo el control de la élite
tradicional, sin abandonar el eje agroexportador, “rueda maestra” de la economía
argentina, según su propia expresión. Por esa época Pinedo, acusado hasta entonces de
probritánico, señalaba que el mundo había cambiado de centro y que ese centro no era
más Gran Bretaña sino EEUU, a quien el país debía considerar como principal socio. En
1946 publicó En tiempos de la república, una voluminosa obra sobre la historia política
del país.
Con la llegada del peronismo, convertido en un tenaz opositor del gobierno,
Pinedo fue encarcelado y posteriormente amnistiado, se retiró de la política. Pero luego
del golpe que derrocó al presidente Frondizi fue designado otra vez al frente del
Ministerio de Economía. En su tercera gestión al frente de esa cartera, Pinedo
implementó un severo programa de ajuste que incluyó una devaluación de casi el 30% y
restricciones monetarias y crediticias (se liberalizó el mercado cambiario, se redujo el
gasto público y se cancelaron los créditos al sector privado), con el objeto de eliminar lo
que se consideraba como “demanda excesiva”. Su gestión sólo se prolongó por veinte
días: la crisis originada por las medidas adoptadas y su rechazo a la injerencia militar en
las cuestiones de gobierno motivó su renuncia y reemplazo por Álvaro Alsogaray. A
partir de entonces no volvió a ocupar un cargo público. Federico Pinedo murió en
Buenos Aires en 1971. En sus numerosos escritos y en gran parte de su acción pública,
Pinedo fue uno de los mayores exponentes del liberalismo económico argentino.
Miguel Miranda (1891-1953)
Nació en el seno de una familia de inmigrantes españoles. De joven dejó de ser
empleado para erigir su propia fábrica de hojalata. Al tiempo pudo acumular el capital
necesario para diversificar sus propiedades en compañías pesqueras y aéreas y se
transformó en un empresario de cierta envergadura. En 1944, Miranda conoció a Juan
D. Perón cuando formaba parte del directorio del Banco de Crédito Industrial y fue
invitado a integrar ese mismo año el Consejo Nacional de Posguerra, creado por el
entonces vicepresidente para preparar la economía del país una vez terminado el evento
13
bélico. Miranda constituyó el principal ejemplo de la frustrada burguesía industrial
nacional que acompañó a Perón y fue considerado en su momento de mayor poder el
“zar” de la economía argentina.
Miembro de la Comisión Directiva de la Unión Industrial Argentina de 1939 a
1945, fundó la Asociación Argentina para la Industria y el Comercio para cooperar con
el gobierno de Perón, entidad que luego fue reemplazada por la Confederación General
Económica, en 1951. De hecho, estableció con el nuevo presidente una estrecha relación
que le permitió desempeñar un rol activo en el diseño de la política económica en los
años de la posguerra.
En 1946 participó de la nacionalización del Banco Central y se convirtió en
presidente de la entidad. Impulsó desde ese cargo una política monetaria flexible y
selectiva de apoyo al proceso de industrialización. Por otra parte, desde el Instituto
Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), del cual fue también presidente,
manejó el comercio exterior. El IAPI asumió las funciones de las juntas reguladoras y se
convirtió de hecho en el único comprador de la producción agrícola fijando un precio
interno para los productores diferente al precio internacional, lo que permitió en época
de altos precios externos obtener beneficios de esa diferencia y transferirlos a través de
instituciones financieras estatales (Banco Central, Banco de Crédito Industrial) a otros
sectores productivos, sobre todo a la industria. Su argumento era que no habría
“independencia económica” sin desarrollo industrial.
Perón designó luego a Miranda, en julio de 1947, como presidente del Consejo
Económico Nacional y principal mediador entre los industriales y el gobierno. Entre sus
principales tareas, en sus distintos cargos, dirigió las negociaciones para la
nacionalización de los ferrocarriles y los servicios públicos.
Hacia 1949 no tardaron en evidenciarse los límites de la política económica
emprendida, agravados por un contexto externo que se tornó desfavorable y la economía
entró en crisis. El gobierno introdujo entonces cambios en la política económica y
resultado de ello fue el desplazamiento de Miranda, centro de fuertes críticas internas y
externas. En este contexto, el “zar de la economía” abandonó toda actividad pública y
murió en 1953 a los 62 años.
Álvaro Alsogaray (1913-2005)
Fue la figura más representativa del liberalismo argentino desde mediados de la
década de 1950 hasta los años noventa. Su formación inicial fue militar, pero se retiró
tempranamente del Ejército con el grado de capitán. También obtuvo los títulos de
ingeniero militar en la Escuela Superior Técnica del Ejército y el de ingeniero
aeronáutico civil en la Universidad Nacional de Córdoba. Se dedicó a temas de
economía, siendo el difusor de la “economía social de mercado”. A pesar de ser un
ferviente liberal, su principal campo de acción se encontró en la administración pública.
Enemigo de la intervención del Estado en la economía, fue funcionario de
múltiples administraciones de todo signo político, a veces conjugando sus ideas con las
del gobierno de turno y otras veces impuesto por el poder económico y militar. Luego
de ocupar algunos cargos durante la autoproclamada “Revolución Libertadora”, entre
1959 y 1961 fue impuesto por las Fuerzas Armadas como ministro de Economía y
ministro de Trabajo de Frondizi, donde impulsó un severo programa de ajuste e intentó
bloquear algunos de los proyectos productivos del gobierno.
Guido lo convocó nuevamente en 1962 como ministro de Economía. Luego de
esa experiencia no volvió a ocupar el puesto de ministro, aunque sí otros cargos
importantes, como el de embajador en Estados Unidos, en una nueva dictadura, entre
1966 y 1968. En 1982 fundó el partido Unión de Centro Democrático y aprovechando la
13
ola neoliberal que se expandía por el mundo y el país logró los votos necesarios que lo
convirtieron en diputado nacional. Ya en sus últimos años asesoró al presidente Carlos
Menem en sus planes económicos neoliberales.
Alsogaray gustaba repetir que había que generar “las condiciones de confianza”
para incentivar la inversión. Sus puntos de vista económicos eran de radical ortodoxia,
anteponía la estabilización monetaria a los problemas productivos, pregonaba la
absoluta privatización de las empresas públicas, proponía una frontal reducción de
gastos del Estado y hacía gala de un exacerbado monetarismo. Una frase lo hizo
célebre: “hay que pasar el invierno”, que se refería a la necesidad que tenía la población
de aguantar la etapa más fría del año, pero sobre todo sus planes de ajuste previos.
Adalbert Krieger Vasena (1920-2000)
Nació en Buenos Aires. Su padre, de origen turco nacido en Jerusalén, era
propietario del Banco de Finanzas y Mandatos y había sido denunciado por haber
financiado al general golpista José Félix Uriburu, que derrocó a Yrigoyen. Su madre
pertenecía a la familia Vasena, dueña de los talleres Vasena, escenario de la huelga que
terminó en la dramática Semana Trágica de enero de 1919.
En 1944, Krieger se doctoró en Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos
Aires y se desempeñó en la administración pública en diversos momentos históricos, a
la vez llegó a ocupar cargos importantes en empresas extranjeras y en organismos
multilaterales. Su primera experiencia en la administración pública terminó en 1946,
cuando fue separado de su cargo de Investigaciones de Política Comercial del
Ministerio de Agricultura y Ganadería. También había sido asesor de la primera
delegación argentina ante las Naciones Unidas.
Al producirse el golpe de 1955, la autodenominada Revolución Libertadora lo
designó asesor de economía y finanzas, participando de las gestiones para incorporar a
la Argentina al FMI y llegó a desempeñar un cargo en ese organismo. Más tarde fue
director del Banco Central y en 1957, a los 37 años, fue nombrado ministro de Hacienda
y luego ministro de Finanzas en el gobierno de facto del general Aramburu. En 1963 se
incorporó como miembro de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y en 1967
fue nombrado ministro de Economía de la dictadura de Onganía, donde puso en práctica
un plan económico que favorecía a intereses extranjeros y fue muy resistido hasta el
punto de producir una rebelión popular, el “Cordobazo”, que lo obligó a abandonar su
puesto y también a la renuncia del presidente Onganía.
En 1973 fue designado director del Banco Mundial y dos años después,
vicepresidente de esa entidad, cargo que ocupó hasta 1978. En la segunda parte de la
década del 70 apoyó la gestión del ministro de Economía José Alfredo Martínez de Hoz,
en especial la “tablita cambiaria”. En 1989, el presidente Menem lo nombró asesor
tributario del gobierno. Fue uno de los primeros en respaldar el proyecto de
privatizaciones, las reformas del Estado y el plan de convertibilidad.
José Ber Gelbard (1916-1977)
Nació en Polonia en 1916. En 1930 su familia escapó de una Europa
crecientemente antisemita hacia la Argentina y recaló en Tucumán. Comenzó a trabajar
de muy joven, sin haber terminado sus estudios. Fue vendedor ambulante, comerciante
y contrabandista. Algunos años más tarde resultó elegido delegado por la Cámara de
Comercio de Catamarca en el Consejo Central de Comercio de la República Argentina,
con sede en Buenos Aires. Fue entonces cuando se contactó con sectores del
empresariado nacional. En la misma provincia se afilió al prohibido Partido Comunista,
donde en 1948 formaba parte de su staff entre los responsables secretos de su aparato
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financiero.
En 1950 se entrevistó con el presidente Perón, a quien le propuso la formación
de una entidad empresaria que colaborara con el gobierno en sus planes económicosociales. Con ese fin, en 1952 Gelbard intervino en la creación de la Confederación
General Económica (CGE), que reunió a empresas nacionales medianas y pequeñas,
particularmente del interior. De ese modo, Perón tuvo un instrumento para impulsar su
proyecto de desarrollo industrial piloteado por una burguesía nacional respaldada por el
Estado. En marzo de 1955 Gelbard participó activamente en el Congreso de la
Productividad y el Bienestar Social, una de las últimas iniciativas del primer peronismo.
Vuelto a la actividad privada, en 1965 se hizo socio con Manuel Madanes en
Fate, compañía de neumáticos a la que ya estaba vinculado, e intentó también
desembarcar en la industria electrónica. Más tarde, en 1971, Gelbard logró que
Aluminio Argentino (Aluar), cuyos principales accionistas eran los dueños de FATE,
fuera autorizada por el gobierno de Lanusse a construir una planta de aluminio en
Puerto Madryn y obtuviera un control monopólico del sector.
En 1973, con el regreso del peronismo al poder, se hizo cargo de la conducción
económica, con base en el llamado Pacto Social y una orientación que tenía por objetivo
propulsar una mayor independencia económica del país. En ese marco logró un acuerdo
de cooperación económica con Cuba, a pesar del bloqueo norteamericano al gobierno de
Fidel Castro, y estableció importantes relaciones con la Unión Soviética y los países del
Este. En 1974, y después de la muerte de Perón, debió renunciar, amenazado por la
Triple A. Luego de su caída, Gelbard fue perseguido con saña. En 1976, la dictadura
embargó sus bienes y le quitó la ciudadanía argentina. Murió al año siguiente, exiliado
en Estados Unidos.
José Alfredo Martínez de Hoz
Nació en 1925. Proveniente de una familia enriquecida desde la época de la
colonia, de grandes terratenientes y considerable poder dentro de las élites tradicionales.
José Alfredo Martínez de Hoz se destacó en el negocio de las carnes y llegó a ser
presidente de la SRA entre 1946 y 1950, así como de la Asociación de Criadores
Argentinos de Shorthorn. Profesor universitario, se convirtió en ministro de Economía
de la provincia de Salta durante la autodenominada “Revolución Libertadora”. En el
gobierno de José Guido, entre 1962 y 1963, fue nombrado secretario de Agricultura y
Ganadería y ministro de Economía, cargo este último que renovaría con el golpe de
Estado que dio lugar al denominado Proceso de Reorganización Nacional, la peor
dictadura militar que tuvo el país, entre 1976 y 1981. La crisis de 2001-2002 tiene sus
antecedentes en la imposición del modelo económico iniciado en dicha gestión por
Martínez de Hoz, apoyado en el terrorismo de Estado.
Su actividad agropecuaria se desarrolló principalmente a través de las estancias
y haras Comalal y Malal Hue, pero estuvo vinculado, como accionista y con cargos
directivos, a diferentes empresas. Fue presidente de la petrolera Petrosur S.A., titular de
Acindar Industria Argentina de Aceros S.A., director de La Buenos Aires Compañía de
Seguros y de la Compañía Italo Argentina de Electricidad S.A. (CIADE), y presidente
de la financiera Rosafín S.A. Fue también miembro de los directorios de The Western
Telegraph Co., Pan American Argentina, Constructora Columbus Argentina y Paraná
S.A. de Seguros, y llegó a ser presidente del Centro Azucarero Regional del Norte
Argentino.
La empresa Acindar, ubicada en Villa Constitución, se convertiría bajo su
presidencia, en los primeros meses de 1975, en escenario de detenciones. Desde
entonces se establecería una estrecha colaboración entre el directorio y la Policía
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Federal para controlar el activismo sindical. La cooperación entre la empresa y las
fuerzas represivas alcanzaría un nivel significativo cuando se produjo la transformación
del albergue de solteros de la empresa en un campo de pruebas para las prácticas
represivas que se ejercerían durante el Proceso.
José Alfredo era también presidente del Consejo Empresario Argentino cuando
esta entidad, que aglutinaba a poderosos grupos económicos financieros, industriales y
rurales, desempeñó un rol protagónico en la preparación del golpe cívico-militar de
1976.
Como abogado representó, a su vez, a muchas empresas, entre las cuales dos de
ellas, Esso S.A. y Siemens Argentina S.A., se encontraban litigando contra el Estado
cuando fue nombrado ministro en 1976. En especial nacionalizó la CIADE y derogó la
Ley 11.287 de impuestos a la herencia, establecida en 1923 por el presiente Alvear, lo
que benefició notoriamente sus propios intereses.
Con el advenimiento de la democracia fue procesado por presuntas
irregularidades en la compra de Austral Líneas Aéreas, por infracción al artículo 265 del
Código Penal (caso Italo), por administración fraudulenta (caso deuda externa) y por
instigación a la privación ilegítima de la libertad (caso Gutheim) junto a Videla y
Harguindeguy.
Su responsabilidad en gran parte del endeudamiento externo ilegítimo que tuvo
la Argentina durante su gestión está descripta en la sentencia que dictó a ese respecto el
juez federal Jorge Ballestero en junio de 2000.
Domingo Felipe Cavallo
Nació en Córdoba y se graduó en la Universidad de Córdoba, primero de
contador público y poco después, en 1968, de economista. Rápidamente se convirtió en
funcionario público con buena llegada a gobiernos de facto. Fue director y luego
vicepresidente del Banco de la Provincia de Córdoba, ligándose al mundo financiero.
Con el advenimiento de la democracia en 1973, cambió la función pública por
estudios en Harvard, donde realizó cursos de doctorado. La última dictadura militar
premió sus nuevos méritos académicos empleándolo como subsecretario del Ministerio
del Interior y luego como presidente del Banco Central de la República Argentina. Al
final de la dictadura fue el responsable de la estatización de la deuda privada, que
representaba más del 40% de la deuda externa total, a través de un sistema de seguros
de cambio.
Con el retorno a la democracia comenzó a incrementar su influencia política a
partir de la Fundación Mediterránea de Córdoba, financiada por grandes grupos
económicos locales y a cuya creación había contribuido. Se acercó como consejero al
líder justicialista de la provincia, José Manuel de la Sota, lo que le permitió en 1987
acceder a una banca de diputado.
Su vínculo con los organismos de crédito multilaterales le permitió iniciar
discretas negociaciones con sus autoridades cuando el gobierno de Raúl Alfonsín se
desbarrancaba. Con el ascenso de Carlos Menem a la presidencia, ocupó inicialmente el
puesto de ministro de Relaciones Exteriores, desde donde piloteó las negociaciones de
refinanciación de la deuda externa que concluyeron con el Plan Brady.
En 1991 fue designado ministro de Economía y Obras y Servicios Públicos,
desde donde lanzó el plan de convertibilidad, que establecía un tipo de cambio fijo
como ancla para el control de la inflación. También fue impulsor de la creación del
sistema de jubilaciones y pensiones privado. La amplia desregulación y la apertura de la
economía que impulsó transformaron al país en el niño mimado de los organismos
internacionales y le valieron al ministro numerosos premios de universidades europeas y
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revistas del mundo de las finanzas.
En el gobierno del presidente Fernando de la Rúa retornó como ministro en
marzo de 2001. Las renegociaciones con la banca acreedora –el megacanje de deuda
externa– facilitaron al sector financiero la continuación de la fuga de capitales, que
aceleró el derrumbe. Finalmente, agobiado por la crisis, vituperado por empobrecidos
manifestantes, la mayoría desocupados o despojados de sus ahorros por el corralito, sin
respaldo político y sin respuestas técnicas a la crisis, renunció horas antes de la caída de
De la Rúa.
Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL)
Fue fundada en 1964 por iniciativa de las organizaciones que representaban la
capa superior de la clase empresarial dominante: la Unión Industria Argentina (UIA), la
Sociedad Rural Argentina (SRA), la Cámara Argentina de Comercio (CAC) y la Bolsa
de Comercio de Buenos Aires. Encarna los intereses de los sectores más concentrados
del establishment argentino y del capitalismo extranjero, figurando entre las empresas
patrocinadoras las más importantes compañías del país.
La institución se vio beneficiada por la amplia colaboración de varios de sus
miembros en puestos clave de la administración del Estado. Antes de la creación de
FIEL, algunos de los que serían sus integrantes ya habían sido ministros de Economía
adscriptos al liberalismo económico: Adalbert Krieger Vasena, Roberto Alemann, Jorge
Wehbe, Eustaquio Méndez Delfino y José Alfredo Martínez de Hoz. De la propia
fundación provinieron los ministros de Economía del gobierno de Onganía. Lo mismo
sucedió con los titulares de dicha cartera durante la última dictadura militar. Si bien esa
participación se redujo con las democracias, algunas figuras de la institución
continuaron en la función pública con un rol significativo. Por ejemplo, Miguel Roig,
con Menem en 1989; Néstor Rapanelli, que lo sucedió; y más tarde, en el gobierno de la
Alianza, Ricardo López Murphy. También fue destacada la participación de integrantes
de FIEL en el directorio del Banco Central.
En su etapa de esplendor, FIEL fue abandonando las preocupaciones por temas
de microeconomía relacionados con la subsistencia y crecimiento de las empresas para
dedicarse a un ataque frontal a la intervención del Estado como regulador de la
economía, defendiendo un liberalismo ortodoxo cuyo blanco eran las políticas
proteccionistas. A partir de 1986 crecieron las publicaciones que describían el supuesto
fracaso del estatismo y de las regulaciones, y la Fundación sería un actor central en los
debates en que se fueron imponiendo las reformas neoliberales. De ese modo, se fueron
elaborando modelos y recetas económicos que se aplicaron plenamente en los años
noventa. Los economistas de FIEL estaban en consonancia con las versiones más
ortodoxas emanadas de fuentes estadounidenses. Sus formulaciones teóricas apuntaban
a garantizar los intereses de las grandes empresas asociadas y a justificar las medidas
propuestas para beneficiarlas.
13
16. Capital-interior (provincias)
El impacto del orden virreinal
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 significó el
desplazamiento del centro de gravedad del dominio hispano en América del Sur desde
Lima a Buenos Aires, designada entonces capital del nuevo virreinato. En noviembre de
1777, una de las primeras medidas del virrey Pedro de Cevallos fue el auto de
internación de mercancías a través de la apertura del puerto de Buenos Aires que, de
esta manera, comenzó a emerger como el gran centro comercial del mayor virreinato de
las Indias.
El puerto de Buenos Aires se abrió al comercio exterior y además pasó a
monopolizar el tráfico de metálico con el Alto Perú y las rentas derivadas de la Aduana.
No tardó en producirse un considerable incremento del intercambio comercial y, por
ende, de los ingresos aduaneros. Sin embargo, el mayor comercio condujo gradualmente
a la ruina de los productores de algunas regiones y a una mayor dependencia de las
importaciones. Esta dependencia preparó las bases de una economía reducida a la
elemental producción de materias primas.
Mientras Buenos Aires se transformó en el puerto introductor y depósito de las
mercancías importadas a la vez que el único lugar de salida de los frutos de la tierra, el
Interior carecía de productos exportables y sus excedentes sólo encontraban destino en
el mercado interno. Esos excedentes debían enfrentar la competencia de los productos
europeos, lo que generaba una contradicción entre la Capital y el Interior.
Por otra parte, los hacendados bonaerenses fomentaban la introducción de
mercancías europeas en tanto podían colocar los productos de la ganadería
desinteresándose de la suerte de la producción del Interior, en especial los tejidos. Así
tenía lugar otra contradicción entre Buenos Aires y el Interior.
La creación del Virreinato del Río de la Plata fue un antecedente de la
orientación atlántica y el cambio del centro de gravedad económico que se consolidaría
durante el siglo XIX, resultado de una decisión política de la corona y no del desarrollo
económico-social de la colonia. Por su parte, el Interior –orientado hasta entonces hacia
el Norte y hacia el Pacífico– se transformó en una zona de tránsito entre Buenos Aires y
el Potosí.
Unitarios vs. federales
El Congreso de Tucumán que declaró la Independencia en 1816 siguió
sesionando en Buenos Aires, donde dictó la Constitución de 1819, de corte unitario y
aristocratizante. En 1820, con la derrota de Buenos Aires frente a los caudillos
litoraleños en la batalla de Cepeda, el régimen directorial se derrumbó. El desplome del
gobierno central derivó en la disolución del Congreso y puso fin al ensayo
constitucional. De esta manera, el federalismo artiguista, alternativo a la hegemonía
porteña, impuso el ideario federal sobre el unitario y monárquico.
Convertida en una provincia más, Buenos Aires avanzó en su prosperidad y
retomó la vieja ambición de organizar el país bajo su hegemonía. Con ese objetivo, en
diciembre de 1824 comenzaron a sesionar en suelo porteño representantes de todas las
provincias en un clima acuerdista. Sin embargo, el intento de los representantes
porteños de sentar su predominio enfrentó a unitarios y federales, aunque finalmente se
aprobó en 1826 una Constitución tan centralizadora como la de 1819 y se eligió a
Bernardino Rivadavia como presidente de la Nación. El rechazo de las provincias, en su
mayoría federales, hizo naufragar el nuevo intento de organizar el país y obligó a
renunciar a Rivadavia, considerado como un representante unitario.
13
En 1827 asumió el primer gobernador federal de Buenos Aires, el popular
Manuel Dorrego. Las provincias le delegaron el manejo de las relaciones exteriores, por
lo que se convirtió en el representante nacional del país aún no organizado. Pero el
acuerdo que convirtió a la Banda Oriental en un estado independiente erosionó la
posición de Dorrego. Atacado por los unitarios y por los federales porteños, en
diciembre de 1828 fue derrocado y fusilado por tropas del ejército nacional comandadas
por Juan Lavalle. Los dirigentes unitarios convencieron a Lavalle para llevar a cabo, sin
previo juicio militar, el vil asesinato de un gobernador sin apoyos políticos.
El golpe unitario fue seguido de una ola de vandalismo represor y pronto
enfrentó el alzamiento de las bases campesinas bonaerenses que llegaron a las afueras
de la ciudad. Por otra parte, las tropas de Estanislao López, caudillo federal santafesino,
derrotaron al ejército de Lavalle en abril de 1829. De inmediato, el jefe vencido negoció
su retiro con Juan Manuel de Rosas y se abrió el espacio para el ascenso de Rosas al
gobierno de Buenos Aires.
Tanto los hacendados como los comerciantes porteños unificaron sus demandas
a favor de restablecer el orden conmocionado por la efervescencia de los sectores
populares urbanos y rurales. A fines de 1829, la Legislatura designó a Rosas, convertido
en jefe de federalismo porteño, gobernador de Buenos Aires, y lo invistió con facultades
extraordinarias para imponer el orden anhelado y encauzar la indisciplina de la plebe.
Pero el conflicto entre unitarios y federales siguió vigente y en camino hacia un
progresivo endurecimiento.
Durante más de veinte años, a partir de su encumbramiento en el poder, Rosas
pudo conservar y acrecentar su hegemonía local. Sobre la base de la recuperada
prosperidad provincial, trató de proyectar su hegemonía a nivel nacional. Para ello se
sobrepuso a las luchas sectoriales en el interior y lo pacificó bajo el signo federal,
mediante una política de acercamiento a los distintos caudillos locales. Sin embargo, el
ascendiente del federalismo porteño encontró sus límites en el Litoral, donde tropezó
con los propósitos de las potencias europeas, dispuestas a preservar el equilibrio político
en la desembocadura del Plata amenazado por los bonaerenses y a asegurar la libre
navegación de los ríos interiores para sus barcos.
Y es desde ese Litoral donde se gestó el Ejército Grande que, conformado por
fuerzas de Entre Ríos, Corrientes, Brasil y Uruguay y comandado por el gobernador de
Entre Ríos, Justo J. de Urquiza, en 1852 venció a Rosas en la batalla de Caseros. De
esta manera, se abrió el último capítulo de la guerra civil que recrearía la confrontación
entre Buenos Aires, el Litoral y el Interior, cuyos respectivos intereses económicos
darían lugar a planteos políticos incompatibles.
La “organización nacional”
Tras haber derrocado a Rosas, Urquiza logró la adhesión de los gobernadores
provinciales del Interior –en su mayoría federales– para convocar a un Congreso
Constituyente. Con este propósito, a fines de mayo de 1852 se suscribió el Acuerdo de
San Nicolás, donde se declaró el Pacto Federal de 1831 ley fundamental de la República
y se convocó a dicho Congreso. Además, se eliminaron los derechos de tránsito que
trababan el comercio interprovincial y se designó a Urquiza como director provisorio de
la Confederación Argentina, aunque el representante de Buenos Aires no aprobó el
acuerdo.
En el ejercicio de sus funciones como director provisorio, en agosto de 1852,
Urquiza tomó medidas fundamentales. Estableció el Reglamento General de Aduanas,
que puso fin al monopolio aduanero porteño y habilitó para el comercio exterior a los
puertos del Litoral. No tardó en hacerse evidente que la cuestión central que dividía a
13
porteños y provincianos era la lucha por la hegemonía del país a partir del control de la
Aduana.
La Legislatura de Buenos Aires rechazó el Acuerdo y obligó a la intervención de
Urquiza, que se hizo cargo provisoriamente del gobierno provincial. Pocos días después,
el 11 de setiembre de 1852, los porteños se rebelaron contra Urquiza, quien para evitar
un enfrentamiento aceptó el separatismo de Buenos Aires y se retiró a Entre Ríos.
Buenos Aires se asumió como Estado soberano, se desvinculó de la
Confederación y manifestó su rechazo a las decisiones del Congreso Constituyente
celebrado en Santa Fe. La Constitución aprobada el 1o de mayo de 1853 estableció la
nacionalización de la Aduana y la federalización de la ciudad de Buenos Aires,
disposiciones rechazadas por los porteños pero que no pudieron ser impuestas por las
autoridades de la Confederación.
Durante casi una década, la Confederación y el Estado de Buenos Aires
mantuvieron una tensa y conflictiva relación. Sin embargo, las contrastantes situaciones
financieras de ambos Estados terminaron deteriorando a la Confederación, cuya
superioridad bélica resultó insuficiente para doblegar e integrar al estado rebelde.
Finalmente, en 1861, en la batalla de Pavón, la Confederación fue derrotada
sorpresivamente por las tropas porteñas comandadas por Mitre.
Unificado el país, en 1862 Mitre asumió la presidencia de la nación y los
recursos aduaneros pasaron a ser nacionales. Las leyes aduaneras se inspiraron en el
librecambismo que, según Aldo Ferrer, junto al desarrollo de los ferrocarriles y la
formación del mercado nacional, “sellaron definitivamente la suerte del Interior, y lo
convirtieron en una zona periférica y dependiente del centro dinámico, el Litoral”.
Para ello fue decisivo que el liberalismo porteño se impusiera a sangre y fuego
en las provincias del Interior. Las tropas mitristas aseguraron la presencia de gobiernos
amigos en los respectivos distritos de manera de obtener respaldo para los planes
hegemónicos de los porteños y reprimieron sangrientamente a las respectivas
poblaciones, poco dispuestas a aceptar el tutelaje de los bonaerenses. A este proceso se
lo denominó “pacificación del interior” y con él comenzó la construcción del Estado
central, tarea completada en 1880.
En una de las incursiones represivas del ejército mitrista al Interior se produjo el
trágico asesinato del Gral. Ángel Vicente Peñaloza, caudillo de las montoneras riojanas
y puntal de la Confederación Argentina en el noroeste del país. En 1863, perseguido por
las tropas unidas de Arredondo e Irrazábal, fue sorprendido en el pueblo de Olta, en los
Llanos, donde se rindió sin oponer resistencia. Luego, Irrazábal atravesó su cuerpo con
una lanza y ordenó a los soldados que lo remataran a tiros. Decapitado, su cabeza fue
expuesta en una pica en la plaza del pueblo.
Rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza (Prefacio)
“Los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la muerte de
uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos y valientes que ha tenido la
República Argentina. El partido federal tiene un nuevo mártir. El partido unitario tiene
un crimen más que escribir en la página de sus horrendos crímenes. El general Peñaloza
ha sido degollado. El hombre ennoblecido por su inagotable patriotismo, fuerte por la
santidad de su causa, (…) ante cuyo prestigio se estrellaban las huestes conquistadoras,
acaba de ser cosido a puñaladas en su propio lecho, degollado, y su cabeza ha sido
conducida como prueba del buen desempeño del asesino, al bárbaro Sarmiento.
El partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso, acaba con sus
enemigos cosiéndolos a puñaladas.
13
El partido unitario es lógico en sus antecedentes de sangre. Mata porque una sed
de venganza lo mortifica, lo sofoca, lo embrutece; mata porque es cobarde para vencer
en el combate y antes que mirar frente a frente a su amigo, desliza entre las tinieblas y el
silencio de la noche el brazo armado del asesino aleve, para que vaya a clavar el puñal
en el corazón de su enemigo dormido.
¡Maldito sea! Maldito, mil veces maldito, sea el partido envenenado con
crímenes, que hace de la República Argentina el teatro de sus sangrientos horrores.
La sangre de Peñaloza clama venganza, y la venganza será cumplida, sangrienta,
como el hecho que la provoca, reparadora como lo exigen la moral, la justicia y la
humanidad ultrajada con ese cruento asesinato.
Detener el brazo de los pueblos que ha de levantarse airado mañana para castigar
a los degolladores de Peñaloza no es la misión de ninguno que sienta correr en sus venas
sangre de argentino.
José Hernández
El esquema de coparticipación
El sistema de dominación centralizado establecido entre 1862 y 1880, resultado
de una alianza de clases dominantes hegemonizada por la burguesía terrateniente
bonaerense, requirió de la conformación de un fuerte aparato represivo dispuesto a
ahogar en sangre toda disidencia. Pero además apeló a métodos más sutiles de
cooptación con el fin de asegurarse la lealtad de los sectores dirigentes provinciales.
Entre esos métodos pueden encontrarse los rudimentos de la coparticipación federal,
cuando el Estado central subsidió los magros presupuestos provinciales y financió
servicios básicos provinciales con el fin de mejorar las situaciones regionales y
consolidar la estabilidad institucional de las provincias.
Pero recién con la crisis de 1930 el Estado asumió la facultad de las provincias
en materia de fijación de impuestos directos y también competencias, funciones y
prestación de servicios que correspondían a aquéllas. En 1935 se sancionó el primer
régimen de coparticipación impositiva mediante la Ley N° 12.139, con vigencia desde
el 1° de enero de dicho año. Así se concretó la unificación de los impuestos internos –
establecidos por primera vez durante la crisis de 1890– que serían percibidos por la
nación para ser coparticipados ulteriormente con las provincias a través de la adhesión a
una “ley convenio”. De acuerdo con el Artículo N° 19 de la Ley, cada provincia debía
aceptar “el régimen de unificación tal cual está dispuesto por esta ley, sin limitaciones ni
reservas”.
La coparticipación no se adoptó como mecanismo de coordinación impositiva ni
como instrumento para la distribución de tributos propios del gobierno federal y las
provincias, sino como un mecanismo de asignación y compensación por la detracción
de recursos tributarios que el gobierno federal efectuaba en detrimento de las
provincias.
La Ley N° 12.139 fue sancionada durante el gobierno fraudulento del Gral.
Agustín P. Justo, a iniciativa del ministro de Hacienda Federico Pinedo. A partir de su
vigencia, las provincias y las comunas perdieron sus respectivas autonomías financieras.
El Artículo N° 20 sostenía que “todas las provincias adheridas se obligan por todo el
término de esta ley a no gravar y a que sus municipalidades, distritos, partidos, consejos
u otras autoridades municipales o subdivisiones administrativas sean o no autónomas,
no graven el consumo, comercialización, almacenamiento, venta o expendio de artículos
o productos que soportan impuestos internos nacionales”. Paradójicamente, la norma
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fue aprobada ampliamente por un Congreso integrado por los representantes de las
mismas provincias afectadas.
El régimen sancionado recibió un fuerte ataque de la Fuerza de Orientación
Radical de la Joven Argentina (FORJA), expresión del nacionalismo popular, que
afirmaba que la renuncia que habían hecho los legisladores al poder autonómico de las
provincias era inconstitucional.
14
17. Los pueblos originarios
Antes de la Colonia
Entre los pueblos autóctonos que habitaron el actual territorio argentino, los
cazadores y recolectores habitaban la Patagonia, la Pampa y el Chaco; y los agricultores
estaban instalados en el noroeste, Cuyo, las Sierras de Córdoba y, más tardíamente, en la
Mesopotamia. Tastil, en el Norte, fue la ciudad precolombina más grande, con una
población de 3.000 habitantes.
Los primeros pobladores se remontan a 11.000 años a.C., según los hallazgos en
Piedra Museo, en la provincia de Santa Cruz. Según se cree, cazaban milodones
(parecido a un gran oso con cabeza de camello, ya extinguido) e hippidions (caballos
sudamericanos que desaparecieron hace 10.000 años), además de guanacos, llamas y
ñandúes.
En la misma zona se han hallado pinturas de manos y guanacos estampadas
7.300 años a.C. en la Cueva de las Manos (Río Pinturas, Santa Cruz). Se trata de una de
las expresiones artísticas más antiguas de los pueblos sudamericanos y ha sido declarada
Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco. Para el año 9.000 a.C. ya había
comenzado el poblamiento de la Pampa.
La zona del noroeste comenzó a ser habitada hacia el 7.000 a.C. En esta región,
la más numerosa de las poblaciones indígenas fue la diaguita y su cultura, la más
compleja. Aproximadamente unos 200.000 habitantes conformaban esa población hasta
la llegada de los conquistadores. Eran expertos agricultores que habían desarrollado
canales de riego para sus plantaciones de maíz, zapallo y porotos. Adoraban al sol, al
trueno y al relámpago. Tenían jefaturas similares a los cacicazgos y sus familias eran
monogámicas.
En la zona de las sierras centrales del país estaban asentados los comechingones
y los sanavirones. Vivían de la caza, la recolección y la pesca; cosechaban maíz, porotos
y zapallos. Practicaban el culto al sol y a la luna.
La cultura de los huarpes ocupó las actuales provincias de San Juan, San Luis y
Mendoza. Eran agricultores, cosechaban maíz y cazaban guanacos y ñandúes.
Trabajaban la cerámica y creían en la existencia de un ser supremo.
La cultura pehuenche caracterizó a la zona de Neuquén. Sus habitantes vivían de
la caza y la recolección, se agrupaban en clanes familiares y creían en un ser supremo
que moraba más allá del mar.
La Pampa y la Patagonia fueron habitadas por los querandíes y los araucanos,
provenientes del Chile actual. Los tehuelches y los onas ocupaban el Sur, en tanto que
en la zona central se hallaban asentados los pampas. Todos estos pueblos tenían
características comunes: vivían de la caza de liebres, zorros, ñandúes y de la pesca.
Tenían, asimismo, un grado importante de organización social que les permitía convivir
agrupados bajo el liderazgo de un cacique.
Hasta la llegada de los europeos (inicios del siglo XVI), los tehuelches,
habitantes de la Patagonia, poseían un modo de vida cazador-recolector en el que
haciendo uso de una movilidad estacional y desplazándose en pos de las manadas de
guanacos; durante los inviernos se encontraban en las zonas bajas (vegas, mallines,
costas, orillas de los lagos, etc.) y durante el verano ascendían a las mesetas centrales de
la Patagonia o a la cordillera de los Andes, en donde tenían, entre otros sitios sagrados,
el cerro Chaltén.
La región del Gran Chaco, antes de la llegada de la conquista española, estaba
habitada por tobas, mocovíes y abipones. Eran básicamente cazadores y recolectores. Y
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se hallaban integrados en un sistema social de clanes, liderados por un cacique. La
estructura social era de carácter monogámico pero a los jefes les estaba permitida la
poligamia.
En el Litoral predominó la cultura guaraní, fruto de un pueblo de mansos
agricultores que muy pronto se sometió al dominio español. Vivían en grandes casas
donde se alojaban varias familias. Creían en la tierra sin mal, una suerte de paraíso
perdido, al que regresarían algún día.
En la época virreinal
El fuerte de Sancti Spiritu fue el primer asentamiento español, instalado en 1527,
próximo a la actual ciudad de Santa Fe. Las ciudades de Santiago del Estero (1553),
Córdoba (1573) y Buenos Aires (1580) fueron las bases de la dominación colonial que
se impuso en la mitad norte del actual territorio argentino, sujeto a la autoridad de la
corona española. Dependiente en un primer momento del Virreinato del Perú, el actual
territorio formó parte, durante el reinado de Carlos III de España, del Virreinato del Río
de la Plata creado en 1776.
Durante la conquista europea, las culturas indígenas que habitaban el actual
territorio argentino corrieron suerte diversa. Por un lado, las culturas pampeanas y
patagónicas, así como las que habitaban el Gran Chaco, resistieron exitosamente la
conquista española y nunca estuvieron bajo dominación colonial.
En la región noroeste, la colonización española estableció sus principales centros
de población y producción sobre la base de trabajo encomendado de los indígenas, en
tanto que las naciones indígenas protagonizaron grandes guerras e insurrecciones contra
los españoles. El noreste se caracterizó por el establecimiento de las misiones jesuíticas
de los pueblos guaraníes, que conformaron un tipo completamente original de sociedad
indígena-cristiana autónoma de la monarquía hispánica. Esos pueblos se enfrentaron a
las tropas conjuntas de España y Portugal en la llamada Guerra Guaranítica, y las
misiones fueron finalmente disueltas por la corona española en 1767.
En 1780 se produjo un gran levantamiento indígena con epicentro en el Cuzco
(actualmente Perú) dirigido por Tupac Amaru, que abarcó desde el actual territorio
argentino hasta el actual territorio colombiano. La región patagónica permaneció bajo
control de las naciones indígenas hasta el último cuarto del siglo XIX. Asimismo, los
territorios de la región chaqueña no fueron colonizados por los europeos sino que
continuaron habitados por pueblos autóctonos como los tobas, mocovíes, pilagás y
wichis.
Todas las naciones indígenas sufrieron también el colapso demográfico que
afectó a los pueblos indígenas americanos, y que fue en gran medida consecuencia de
las enfermedades introducidas por los europeos. Se estima entre 500 mil y un millón la
población indígena a la llegada de los españoles.
Luego de la Independencia
Los patrones de crecimiento de la producción argentina se basaron desde sus
inicios, en la época colonial, en una utilización extensiva de la tierra que tomaba ésta
como el factor productivo principal. Luego de la Independencia, y particularmente hacia
la década de 1820, se fue consolidando la concentración de la tierra a través de la
concesión enfitéutica (una forma de alquiler) de tierras fiscales, ampliadas por
campañas militares que desalojaron a miles de indígenas.
Pero el crecimiento de la producción agropecuaria, la base principal de la
riqueza del país, dependía de la incorporación de nuevas tierras, lo que llevaba a una
permanente disputa por el espacio con el “indio” en procura de ampliar el área de
14
producción. Un inmenso territorio, hacia el sur y el oeste del país, que comprendía toda
la región patagónica e incluso parte de la provincia de Buenos Aires y otras zonas del
interior, estaba en manos de los pueblos originarios que se resistían a ser expulsados y
conquistados. Se trataba de indígenas que reconocían como propios territorios que
ocupaban antes de la llegada de los españoles y que lanzaban invasiones, llamadas
“malones”, contra estancias y poblados, especialmente para el robo de ganado y la toma
de cautivos.
Después de la declaración de la Independencia se llevaron a cabo dos campañas
de conquista, bajo las administraciones de Rivadavia y Rosas, que permitieron desplazar
paulatinamente la frontera. Sin embargo, en la década del 70 el espacio comenzaba a ser
nuevamente insuficiente. Recién en 1878, después del fracaso de la concepción
defensiva del territorio fronterizo desarrollada por Adolfo Alsina y sus “zanjas” para
contener el avance indígena y mantenerlo estabilizado, el gobierno nacional, a cargo de
Nicolás Avellaneda, decidió poner fin al llamado problema del indio para ampliar las
tierras cultivables y consolidar el poder de la clase terrateniente.
La nueva estrategia iba a estar liderada por el ministro de Guerra y Marina, Julio
Argentino Roca, y consistió en una ofensiva militar sin precedentes, que se inició en la
primavera de 1878. La conquista permitió la apropiación privada de la tierra pampeana
y consolidó el carácter y el patrón latifundista de la posesión de la misma.
El éxito de la nueva estrategia se vio facilitado por nuevos desarrollos
tecnológicos que desnivelaron a favor del ejército contra el indígena. El telégrafo hacía
posible la comunicación entre los distintos fortines, concentrando rápidamente el grueso
de las tropas en los frentes de batalla, lo que permitía lograr una superioridad numérica.
Los fusiles Remington, por su parte, permitían abatir al enemigo antes de que este
pudiera llegar a un combate cuerpo a cuerpo para utilizar sus lanzas y boleadoras. Por
último, la debilidad de los indios frente a enfermedades como la viruela contribuyó a
debilitar la capacidad de resistencia de la población indígena, que al momento del inicio
de la campaña se encontraba en condiciones sanitarias muy delicadas.
De esta forma se logró la apropiación completa de la región pampeana, en una
operación denominada “Conquista del desierto”. En realidad, este rótulo es un cruel
eufemismo destinado a justificar la apropiación de un territorio supuestamente vacío y
desviar la atención sobre la necesidad de desplazar y aniquilar a sus ocupantes. Sin
embargo, las estimaciones admiten para 1879 la existencia en ese “desierto” de una
población indígena de unos 20.000 habitantes. En esa operación fueron derrotadas las
naciones mapuche y ranquel. El balance trazado por Roca ante el Parlamento daba
cuenta de lo ocurrido con dicha población: 1.313 indios muertos, 2.320 guerreros y
10.539 mujeres y niños prisioneros y 480 cautivos liberados. A esto había que añadírsele
los que habían sido desplazados a la Patagonia, que serían diezmados en sucesivas
incursiones posteriores.
En la actualidad
La participación política de los indígenas fue muy limitada a lo largo de toda la
historia de la Argentina independiente. Durante el siglo XX poco se avanzó en el
reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios. Como prueba de ello puede
mencionarse que entre 1853 y 1900 se sancionaron veinticinco leyes refiriéndose a los
indígenas, mientras que entre 1901 y 1990 solo se sancionaron quince que hacían
mención al tema.
Sin embargo, desde el advenimiento de la democracia en 1983 el Estado
argentino ha avanzado en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y
en la necesidad de focalizar su atención en ellos. Entre 1984 y 1993 se promulgaron una
14
serie de leyes “integrales” con los indígenas como destinatarios. A su vez, la reforma
constitucional del año 1994 también reflejó este avance, principalmente en su artículo
75, que establece: “Corresponde al Congreso…reconocer la preexistencia étnica y
cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el
derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus
comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente
ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano;
ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos.
Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás
intereses que los afecten. Las provincias podrán ejercer concurrentemente estas
atribuciones”.
Como hitos importantes pueden señalarse la Ley N o 23.302 de Política Indígena
y Apoyo a las Comunidades Aborígenes, sancionada en el año 1985 y reglamentada en
el año 1989. Dicha ley permitió la creación del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas
(INAI), entidad descentralizada destinada a actuar como organismo de aplicación de la
política indigenista del Estado. Por otra parte, fue importante también la Ley de Censo
Aborigen, sancionada en el año 1998, y la ratificación del convenio 169 de la OIT en el
año 2000 y su posterior entrada en vigencia. A su vez, a partir de la sanción de la Ley
24.956/98 quedó establecida la incorporación del tópico de los pueblos indígenas en el
Censo Nacional de Población de 2001.
Según dicho Censo, los pueblos mapuche, tehuelche y ona son los que
predominan por su volumen en la región patagónica. Los pueblos kolla, tupí guaraní,
diaguita calchaquí, wichi, chané, chorote y chulupí predominan en la región noroeste.
Los pueblos toba, wichi, mbyá guaraní y pilagá predominan en la región nordeste. El
pueblo huarpe predomina en la región de Cuyo. Los pueblos rankulche, diaguita
calchaquí y tehuelche predominan en la región pampeana.
A su vez, según la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas (ECPI) 20042005 basada en el Censo de 2001 del INDEC, existen 600.329 personas (alrededor del
1,6% de la población total) pertenecientes o descendientes de la primera generación de
algún pueblo indígena. Además, el organismo sostiene que, según los resultados, un
2,8% de los hogares argentinos (281.959 hogares) tiene al menos un integrante que
respondió afirmativamente a la pregunta sobre auto-reconocimiento a un pueblo
indígena.
Estos hogares no se distribuyen uniformemente entre todas las provincias
y regiones del país. La Patagonia es la que presenta el porcentaje más elevado, aun
cuando no se encuentra en ella la provincia con el porcentaje más alto. En efecto, es la
provincia de Jujuy la que presenta (con el 10,5%) el valor porcentual más elevado de
hogares de Argentina con al menos un integrante que se reconoce perteneciente a algún
pueblo indígena. En el otro extremo, la provincia que presenta el valor más pequeño
según el Censo 2001 es Corrientes, cuya proporción apenas llega a ser del 1%.
Listado de los pueblos indígenas de la Argentina
(Sobre la base de las comunidades indígenas con personería jurídica registrada o solicitud
formal de inscripción)
1. Atacama
2. Ava guaraní
3. Chané
4. Char
12. Kolla
13. Lule
14. Mapuche
15. Mbyá guaraní
14
23. Tapiete
24. Tehuelche
25. Tilián
26. Toara
rúa
5. Chorote
6. Chulupí/ Nivaclé
7. Comechingón
8. Diaguita
9. Diaguita calchaquí
10. Guaraní
11. Huarpe
16. Mocoví
17. Ocloya
18. Omaguaca
19. Pilagá
20. Ranquel
21. Selk’ Nam
22. Surita
27. Toba
28. Tocnocoté
29. Tupí guaraní
30. Vilela
31. Wichi
Listado de los pueblos indígenas por provincia
(Sobre la base de las comunidades indígenas con personería jurídica registrada o solicitud
formal de inscripción)
Catamarca
Diaguita
Región Noroeste
Jujuy
Salta
Atacama
Kolla
Guaraní
Kolla
Ocloya
Omaguaca
Tilián
Toara
Toba
Wichi
Ava guaraní
Guaraní
Chorote
Toba
Chané
Chulupí/
Nivaclé
Tapiete
Diaguita
Calchaquí
Tupí guaraní
Tucumán
Diaguita/
Calchaquí
Diaguita
Lule
Listado de los pueblos indígenas de la Argentina
(Sobre la base de las comunidades indígenas con personería jurídica registrada o
solicitud formal de inscripción)
1. Atacama
2. Ava guaraní
3. Chané
4. Charrúa
5. Chorote
6. Chulupí/ Nivaclé
7. Comenchingón
8. Diaguita
9.
Diaguita
calchaquí
10. Guaraní
11. Huarpe
12. Kolla
13. Lule
14. Mapuche
15. Mbyá guaraní
16. Mocoví
17. Ocloya
18. Omaguaca
19. Pilagá
20. Ranquel
21. Selk’ Nam
22. Surita
14
23. Tapiete
24. Tehuelche
25. Tilián
26. Toara
27. Toba
28. Tocnocoté
29. Tupí guaraní
30. Vilela
31. Wichi
Listado de los pueblos indígenas por provincia
(Sobre la base de las comunidades indígenas con personería jurídica registrada o solicitud
formal de inscripción)
Región Noroeste
Jujuy
Salta
Atacama
Kolla
Catamarca
Diaguita
Guaraní
Kolla
Ocloya
Omaguaca
Tilián
Toara
Toba
Chaco
Wichi
Toba
Mocoví
Chubut
Mapuche
Tehuelche
Entre Ríos
Charrúa
Neuquén
Mapuche
Buenos Aires
Córdoba
Toba
Tupí Guaraní
Mapuche
Mbyá guaraní
Comechingón
Wichi
Ava guaraní
Guaraní
Chorote
Toba
Chané
Chulupí/
Nivaclé
Tapiete
Diaguita
Calchaquí
Tupí guaraní
Tucumán
Diaguita/
Calchaquí
Diaguita
Lule
Región Litoral
Formosa
Misiones
Toba
Mbyá guaraní
Pilagá
Wichi
Región Sur
Rio Negro
Mapuche
Santa Cruz
Mapuche
Tehuelche
Región Centro
La Pampa Mendoza
Ranquel
Huarpe
Mapuche
Fuente: INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas).
14
Santa Fe
Toba
Mocoví
Tierra del Fuego
Selk’ Nam
San Juan
Huarpe
Diaguita
Sgo. del
Estero
Tocnocoté
Surita
Vilela
18. Los recursos naturales
Tierra
El territorio argentino se asienta en cuatro grandes regiones geológicas: el
macizo patagónico, que ocupa el sur del país; el sistema de los Andes, al oeste; el
escudo brasileño, al norte; y la llanura chaco-pampeana, en el centro, recubierta de
sedimentos.
De manera general, la topografía de la Argentina se caracteriza por la presencia
de montañas al Oeste y de llanos al Este, con una altitud que disminuye
progresivamente de oeste a este.
En el extremo oeste se encuentra la cordillera de los Andes. Esta cordillera en la
Argentina se divide en tres segmentos de Norte a Sur: norte, central (o cuyano) y sur o
patagónico. El paso de San Francisco separa el segmento norte del central. En el segmen
to cuyano se encuentran las mayores altitudes del continente.
La meseta patagónica es un conjunto de altiplanos y llanuras elevadas entre los
Andes del sur y el Océano Atlántico. Es un territorio árido y salpicado por una serie de
sierras escarpadas que en la costa se resuelve en altos acantilados. Aquí se encuentra la
depresión más profunda de toda América: la laguna del Carbón, a 105 metros bajo el
nivel del mar.
La Mesopotamia comprende las provincias de Misiones, Corrientes y Entre
Ríos. Se encuentra delimitada por los ríos Paraná, Uruguay, Iguazú, San Antonio y
Pepirí Guazú. Se asienta sobre el macizo brasileño y está recubierta por un espeso
manto de sedimentos de origen volcánico en el norte, y marinos y continentales en el
centro y sur. El relieve se presenta como sierras bajas en la provincia de Misiones: sierra
de Misiones o del Imán; y suaves lomas hacia el Sur y el Oeste.
La gran llanura chaco-pampeana es lo más característico de la Argentina. Está
formada por enormes llanuras poco onduladas, con algunas sierras aisladas en el sur de
la Pampa. La llanura chaqueña se sitúa al norte de la pampeana desde la zona
montañosa del Oeste hasta los ríos Paraguay y Paraná. Se prolonga más allá del
territorio argentino, por el denominado chaco paraguayo. El conjunto tiene una suave
pendiente con dirección Noroeste-Sudeste. Los ríos son sinuosos, lentos y forman
esteros y pantanos donde la pendiente casi es nula.
En la llanura pampeana, la planicie sólo se rompe en algunos sistemas de sierras:
el sistema de Tandilia (sierra de La Juanita), el sistema de Ventania (cerro Tres Picos) en
Buenos Aires, la sierra de Lihuel Calel y la sierra de Choique Mahuida (cerro Ojo de
Agua) en La Pampa.
El sistema de Tandilia es un conjunto montañoso que se extiende entre la llanura
de Olavarría, al Noroeste, y la costa atlántica, donde se emplaza la ciudad de Mar del
Plata. Abarca una franja de 340 km de longitud, con una anchura de 60 km, a cuyos pies
se asienta la ciudad de Tandil. Estas sierras se formaron hace unos 2.500 millones de
años en el Precámbrico, la más vieja formación geológica de la tierra. Por su parte, el
sistema de la Sierras de la Ventana es el otro de los dos conjuntos montañosos del este
de la provincia de Buenos Aires, y se extiende desde la laguna de Guaminí hasta la costa
del mar Argentino, en un recorrido de alrededor de 120 km.
Petróleo y gas
Las cuencas sedimentarias, es decir, los lugares donde se dieron las condiciones
geológicas para la formación de hidrocarburos, se distribuyen en distintas partes del
país. Se denomina yacimientos o reservas comprobadas de petróleo y gas a aquellas
14
cuencas donde se ha comprobado la existencia de hidrocarburos. En la Argentina se
identificaron 19 cuencas sedimentarias, de las cuales cinco se encuentran en
explotación: Noroeste, Cuyana, Neuquina, Golfo San Jorge y Austral o Magallanes.
El primer hito importante de la industria del petróleo en nuestro país puede
ubicarse en 1907, año en el que se descubrió petróleo en Comodoro Rivadavia. El
correlato fue la creación de la Dirección General de Explotación de Petróleo. Años más
tarde, el 17 de febrero de 1916, con la primera perforación en Plaza Huincul, comenzó
la intervención del Estado en la explotación y el descubrimiento de estos recursos. Sería
recién en los años veinte que se crearía una estructura organizativa de vasto alcance para
impulsar la producción nacional de petróleo. El 3 de julio de 1922, bajo el gobierno de
Hipólito Yrigoyen, se firmó el decreto que dio lugar al nacimiento de Yacimientos
Petrolíferos Fiscales (YPF).
Aunque YPF procuró desde sus orígenes extender la red de distribución a zonas
no alcanzadas por las empresas privadas y competir con ellas en las ciudades más
grandes del país, inicialmente su capacidad de intervención era bastante limitada. La
situación cambiaría a partir de 1926, luego de la inauguración de la primera destilería de
la empresa estatal el 23 de diciembre de 1925.
La explotación a gran escala del gas natural, extraído de los yacimientos
gasíferos y petrolíferos, es más reciente. A partir de la década de 1960 se destacó la
producción obtenida de los yacimientos Campo Durán y Madrejones en Salta. Pero la
explotación de gas tomó mayor impulso con el descubrimiento y la explotación del
yacimiento gasífero Loma de la Lata en Neuquén.
De las cinco cuencas en explotación, cuatro producen desde principios del siglo
XX y la restante desde la década de 1940. Por eso, algunos de los yacimientos de estas
cuencas han alcanzado un grado de madurez elevado en términos de producción y han
comenzado su declinación. La cuenca neuquina es la más importante, dado que
concentra el 43% de las reservas de petróleo y el 50% de gas natural; le siguen la
cuenca del Golfo San Jorge, que concentra el 36% de las reservas de petróleo y la del
Noroeste, que concentra el 25% de las reservas de gas.
Minería
La historia de la minería en la Argentina se remonta al siglo XIX. Siendo
Domingo Faustino Sarmiento gobernador de la provincia de San Juan, le ofreció en
abril de 1862 al ingeniero militar y de minas Francis Ignacio Rickard, un inglés
residente en Chile, el cargo de inspector general de Minas de la provincia, para
investigar y determinar su potencial minero.
Cinco años después, durante la presidencia de Sarmiento, el ministro del Interior.
Vélez Sarsfield, le encomendó al mismo Rickard una inspección general de todos los
depósitos mineros de la República.
En su recorrido de más de 8.000 km visitó, entre otras: las minas de La Carolina
(oro), en San Luis; las de Paramillos de Uspallata, en Mendoza (plata y plomo). En San
Juan, las de Tontal (plata y plomo), Castaño (oro), Huachi (cobre y oro), Hualilan (oro)
y la Huerta. Estuvo también en las minas de Famatina, en La Rioja –donde existía un
cable carril que se consideraba como una de las más grandes obras de la ingeniería de
minas para esa época. A estas minas con el transcurso del tiempo se les fueron sumando
otras en Jujuy, Salta, La Rioja, San Juan, San Luis, Córdoba, Río Negro, Santa Cruz y
Catamarca.
Sin embargo, la minería argentina históricamente ha sido poco aprovechada.
Hasta fines del siglo XX, más de la mitad de la producción minera no combustible
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correspondía a rocas de aplicación, y el resto a minerales metalíferos y no metalíferos.
Ello implicaba una distribución geográfica que favorecía a las provincias de Buenos
Aires, Córdoba, Chubut, Entre Ríos, Mendoza y San Juan.
En la actualidad la minería se ha activado, fundamentalmente sobre minerales
metalíferos. La denominada “gran minería” (especializada en la extracción de plata,
zinc, manganeso, uranio, cobre y azufre) se ha transformado en la de mayor peso en el
sector. En 2003, el 73% de la producción minera no combustible correspondió al grupo
de minerales metalíferos, el 14% a los minerales no metalíferos, y el resto a las rocas de
aplicación. Al mismo tiempo, hubo una reestructuración geográfica que favoreció a las
provincias de Catamarca, Santa Cruz, Salta y Jujuy. Las exportaciones argentinas de
minerales pasaron de 200 millones de dólares en 1996 a 1.200 millones en 2004, algo
más del 3% del total. Los principales productos minerales exportados por Argentina son
el oro y el cobre, cuyas cotizaciones aumentaron fuertemente en los últimos años.
Pesca
El Mar Argentino está ubicado sobre una extensa plataforma submarina muy rica
en recursos pesqueros que alcanza un ancho de 550 km a los 52º de latitud Sur y
1.890.000 km². La actividad pesquera comercial en Argentina comenzó a desarrollarse
muy lentamente, al principio como simple pesca playera y en bote, sobre la costa de la
provincia de Buenos Aires. Luego, con la llegada de los inmigrantes italianos y
españoles a fines del siglo XIX se renovaron las embarcaciones y las artes de pesca.
Los pescadores se asentaron principalmente en las localidades de General
Lavalle, Bahía Blanca, Carmen de Patagones, San Antonio Este, Rawson y Puerto
Deseado. Al finalizar la construcción del puerto de Mar del Plata en 1922, fue esta
ciudad la que agrupó a la mayoría de las colonias de pescadores italianos.
La pesca en Argentina representa cerca del 2% del PBI. Las principales especies
del Mar Argentino son la merluza hubbsi, la polaca, la merluza de cola, la corvina, el
abadejo y la anchoíta. Entre los moluscos se destaca el calamar illex y entre los
crustáceos, el langostino. Las zonas de captura de la merluza común (merluccius
hubbsi) se encuentran fundamentalmente en el frente marítimo del Río de la Plata y en
el norte de la plataforma patagónica, es decir, entre los paralelos 34º y 46º de Latitud
Sur. Se la captura durante todo el año aunque la alta temporada se ubica entre los meses
de octubre y marzo. La red de arrastre de fondo es el arte de pesca más común y su
captura máxima permisible de 398.000 toneladas ha sido superada en los últimos años,
lo que provoca descensos en su biomasa y pone en peligro su reproducción.
El puerto pesquero tradicional, por desembarques y radicación de plantas
procesadoras, es el puerto de Mar del Plata, tras el cual se encuentran los de Puerto
Madryn, Puerto Deseado, Punta Quilla (Puerto Santa Cruz), Ushuaia, Comodoro
Rivadavia, Necochea- Quequén, Bahía Blanca y San Julián. Los puertos bonaerenses se
caracterizan por la actividad de los buques costeros y fresqueros que elaboran sus
productos en plantas procesadoras mientras que los patagónicos, con algunas
excepciones, se destacan por la operatoria de los congeladores y factorías.
El 6 de mayo de 1994, luego de dos años de negociaciones, se firmó el Acuerdo
sobre las relaciones en materia de pesca entre la Unión Europea (en ese momento
todavía Comunidad Económica Europea) y Argentina. Se realizó con el objetivo de
“modernizar” la flota nacional a cambio de facilitar permisos de pesca para ciertos
países europeos. A partir de dicho acuerdo pesquero se triplicó la captura histórica y el
nivel de exportaciones al costo de una inmensa depredación. La captura considerada,
según el Instituto Nacional de Desarrollo Pesquero (INIDEP), apta para la reproducción
de la especie, es de 280.000 toneladas al año; sólo en 1998 se capturaron 410.000. No
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obstante, el 2 de junio de 1999 se sancionó la Ley 25.109, denominada: Ley de
Emergencia Pesquera Nacional, que declaró la merluza común en peligro de extinción.
Recursos forestales
Argentina cuenta con un gran potencial forestal. En la actualidad, la superficie
plantada es de aproximadamente 800.000 hectáreas, pero existe un área potencial de 34
millones de hectáreas adicionales que podrían ser movilizadas; de ese total, unos 20
millones de tierras de alta calidad para el desarrollo de la actividad forestal, en suelos
que varían desde profundas arcillas rojas a tierras arenosas, se encuentran en la
actualidad disponibles. Las provincias que presentan mayores extensiones forestales son
Chaco, Formosa, Santiago del Estero, Salta, Misiones, Santa Fe y La Pampa.
Económicamente, nuestros bosques presentan gran densidad y muy baja
frecuencia específica (número de ejemplares de la misma especie por hectárea). A su
vez, las zonas que tienen mayor número de especies se encuentran localizadas en áreas
fronterizas, lo que dificulta su explotación por la distancia a los centros de consumo y la
falta de una infraestructura de transporte eficiente. Las principales especies nativas son
de hoja ancha, pero también existe el quebracho, cuya madera es de extrema dureza. La
región mesopotámica, en el Noroeste, posee una zona selvática (selva misionera) donde
se encuentran especies como el pino Paraná (Araucaria angustifolia). Estos pinos se
cotizan por la alta calidad de su madera. Otros importantes bosques naturales se
encuentran más hacia el noroeste, en la selva tucumana (prolongación de la boliviana) y
en los bosques de la Patagonia, en el Sur.
Las maderas que prevalecen en los bosques son las de tipo semiduro,
entremezcladas con maderas finas de tipo duro. La producción de las maderas blandas
es muy escasa y en gran medida deben importarse. Se utilizan para la fabricación de
papel, construcciones y embalajes.
La política de forestación y reforestación se inició el 25 de septiembre de 1948
con el dictado de la Ley Nº 13.273 de Defensa y Acrecentamiento de la Riqueza
Forestal, que otorgó el marco normativo que legisla el patrimonio forestal del país,
define el bosque, prohíbe la devastación de bosques y tierras forestales y la utilización
irracional de los productos forestales, clasifica los bosques y considera planes de
forestación y reforestación.
Agua
Por lo enorme de su territorio y la diversidad de climas, la red hidrográfica
argentina es muy variada. El Nordeste tiene ríos caudalosos, largos y navegables. Al
Norte y el Oeste encontramos ríos de escaso caudal. El Sur presenta ríos de gran caudal
cerca de los Andes, pero más pobres a medida que atraviesan la árida Patagonia.
Los ríos argentinos se dividen en dos vertientes: la atlántica (la mayor parte del
país), y la del Pacífico (marginal) y varias cuencas endorreicas. Estas se dividen a su
vez en cinco cuencas hidrográficas principales: la del Plata, la central, la de la Pampa, la
andina y la de la Patagonia.
Los ríos de la vertiente del Pacífico son pocos pero muy caudalosos y se
circunscriben a los Andes patagónicos. Los principales son los ríos Hua Hum, Manso,
Futaleufú, Mayel y Fagnano, este último en Tierra del Fuego.
En las vertientes endorreicas se distinguen varios sistemas y cuencas.
1. El sistema del río Desaguadero, donde desembocan los ríos de los Andes
centrales y las sierras de San Juan, Mendoza y el noroeste de La Rioja, cuyos
principales ríos son: el Jachal, el San Juan, el Mendoza, el Tunuyán, el Diamante y el
Atuel. Son muy poco caudalosos e irregulares debido a la aridez de la región.
15
2. El sistema de la gran laguna salada de Mar Chiquita, en Córdoba, que recibe
las aguas de los ríos Dulce, Primero o Suquía y Segundo o Xanaes. Esa laguna se
comunica de manera subterránea con las aguas atlánticas, a más de 900 km de distancia.
El río Quinto, que nace en San Luis, se deshace en una serie de esteros y pantanos en el
sur de Córdoba, donde las aguas se comunican por debajo de la tierra con las fuentes del
río Salado (Buenos Aires).
3. La cuenca del Río de la Plata es la segunda en importancia de América del
Sur, sólo por detrás de la del Amazonas. Abarca tierras brasileñas, bolivianas,
paraguayas y uruguayas. Sus ríos principales son el Paraná, el Paraguay y el Uruguay.
El Río de la Plata propiamente dicho está constituido por un estuario de 290 km de
longitud abierto entre Argentina y Uruguay, tras la confluencia del Paraná con el
Uruguay. Allí vierten, además, otros ríos menores, como el Salado, que recoge las aguas
de Buenos Aires. El Paraná nace en Brasil, tiene una longitud de 4.500 km y es muy
caudaloso. Recibe las aguas del Iguazú, pero su gran afluente es el río Paraguay, de
2.000 km, que nace en el Matto Grosso brasileño y su principal afluente es el
Pilcomayo. Su desembocadura en el río Paraná presenta un amplio delta que se
confunde con el que forma el río Uruguay. El río Uruguay tiene 1.600 km de longitud.
Nace en la sierra del Mar, en Brasil. Todos estos ríos son navegables en buena parte de
su recorrido.
El sistema central está formado por ríos de cuencas interiores que desaguan en
lagunas o tierras pantanosas, o bien desaparecen de la superficie. Hay cinco ríos
mayores, cuatro que tienen sus fuentes en las sierras de Córdoba y uno que la tiene en la
de San Luis: Primero, Segundo, Tercero, Cuarto y Quinto, nombres que indican el orden
en que fueron descubiertos.
La cuenca andina está formada por los ríos que nacen en la cordillera. Salvo
excepciones, estos ríos se pierden en lagos, lagunas o esteros. El más importante es el
Dulce o Salí, que nace como Tala, se llama Hondo al internarse en Santiago del Estero y
muere con el nombre de Saladillo al norte de la provincia de Córdoba, en las lagunas
saladas de Porongos. Le sigue en importancia el Colorado del Norte, que riega las
tierras de Catamarca y La Rioja, y el Bermejo o Vichina, y desaparece en tierras de San
Juan. De cierta importancia únicamente llegan al Atlántico dos: el Grande de Jujuy y el
Salado del Norte.
La cuenca de la Pampa abarca unos veinte ríos de escasa importancia. El más
destacado es el Salado del Sur. La cuenca patagónica está formada por una serie de ríos
sin grandes afluentes, más o menos paralelos entre sí, que descienden desde los Andes y
van a parar al Atlántico. Los más importantes son el Colorado y el Chubut.
En Argentina hay, a su vez, un gran número de lagos y lagunas. Existen dos
ámbitos diferenciados: los lagos montañosos de los Andes y las lagunas y pantanos de
las llanuras.
Turismo
El extenso territorio de la República Argentina está dotado de grandes atractivos
turísticos. La Argentina es el segundo país más visitado de América del Sur (detrás de
Brasil) y el quinto más visitado del continente americano. Los turistas extranjeros
provienen principalmente de Brasil, Chile, Perú, Colombia, México, Bolivia, Ecuador,
Uruguay, Venezuela y Paraguay y los europeos, de España, Italia, Francia, Alemania,
Reino Unido y Suiza.
Desde el Norte hasta el extremo sur se alza majestuosa la Cordillera de los
Andes y sus estribaciones. En la provincia de Jujuy (que limita con Bolivia) existe un
gran altiplano cuyo lugar más conocido es la Quebrada de Humahuaca. Es una región
15
donde habita una gran población de origen indígena, los coyas.
El Tren de las Nubes, uno de los ferrocarriles más altos del mundo, parte a su
vez de la provincia de Salta y cruza la Quebrada del Toro pasando por Tastil
(considerada como uno de los principales centros urbanos prehispánicos de
Sudamérica), donde se hallan ruinas arqueológicas.
El Parque Provincial Ischigualasto, también conocido como “Valle de la Luna”,
está situado en el extremo norte de la provincia de San Juan. Es un área protegida donde
puede verse totalmente al descubierto y perfectamente diferenciado todo el período
triásico en forma completa y ordenada, por lo cual el 29 de noviembre de 2000 fue
declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Otras provincias andinas son
Catamarca y La Rioja, con bellos paisajes montañosos. Al sur de San Juan se encuentra
la provincia de Mendoza, donde se existe el pico más alto del continente americano, el
Aconcagua, con 6.962 m de altura.
Mendoza, San Juan y los valles calchaquíes salteños constituyen una región
dedicada principalmente a la vitivinicultura. En los últimos años ha tenido importancia
la implementación del turismo enológico, basado en la industria del vino, gracias a la
existencia de numerosas bodegas rodeadas de viñedos que producen vinos de alta
calidad, incluyendo la especialidad argentina, el malbec. La denominada “Ruta del
Vino” en las provincias mencionadas atrae numerosos turistas extranjeros.
Hacia el Este se encuentran las provincias mesopotámicas de Entre Ríos,
Corrientes y Misiones, donde existen grandes ríos, esteros y bosques. El principal
deporte que allí se practica es la pesca. Al Norte, en la provincia de Misiones, se
encuentran las Cataratas del Iguazú, declaradas en 1984 Patrimonio Natural de la
Humanidad por la Unesco. Compartidas con Brasil, pero casi en su totalidad en
territorio argentino, son las de mayor caudal de agua del mundo. Ubicadas en una región
selvática, se destacan por su imponencia, en especial la gigantesca “Garganta del
Diablo”, que puede ser contemplada desde cerca en todo su esplendor.
LAS CIFRAS DEL TURISMO
El turismo en la Argentina, desde el punto vista económico, vivió un gran auge
tras la devaluación de 2002 que favoreció el arribo de grandes cantidades de turistas
extranjeros, haciendo al país comercialmente más accesible que en la década de 1990.
Al encarecerse los costos para viajar al exterior, muchos argentinos también se volcaron
al turismo nacional. El repunte del sector fue muy notorio: los ingresos por turismo
receptivo ocupan el tercer lugar en el ranking de entrada de divisas al país. En 2006, el
sector representó el 7,41% del PBI, aunque hay que tener en cuenta que todavía la salida
de residentes argentinos con fines turísticos supera las entradas y equivale a un 12% del
PBI. Según cifras oficiales de la Organización Mundial del Turismo, en 2007 el país
recibió más de 4.600.000 turistas extranjeros, lo que significó unos 4.300 millones de
dólares de ingreso de divisas.
La Costa Atlántica es una denominación popular para referirse en la Argentina a
las ciudades costeras y lindantes con el Océano Atlántico. La mayoría son importantes
centros balnearios, elegidos por buena parte de la población para vacacionar allí durante
el verano. La Costa Atlántica abarca las provincias de Buenos Aires, Río Negro, Chubut
y Santa Cruz. Esta región se caracteriza por sus hermosas y amplias playas: algunas de
ellas con grandes médanos y bosques que se extienden a lo largo de la costa. Cada
ciudad posee su encanto particular y si bien comparten ciertos rasgos geográficos, se
15
diferencian las unas de las otras. En la provincia de Buenos Aires, una de las principales
extensiones de playas constituye el llamado Municipio de la Costa, donde se destacan
por su importante afluencia turística las localidades de San Clemente del Tuyú, Santa
Teresita, Villa Gesell, Cariló y Pinamar.
El otro centro turístico, de una relevancia aún mayor, es el que tiene como
cabecera la ciudad de Mar del Plata y las playas que se encuentran al sur de ella, como
Miramar y Necochea, entre otras. Mar del Plata es al mismo tiempo un puerto pesquero
y el más grande balneario de la Argentina. Tiene una población estable de 550 mil
habitantes y un turismo multitudinario en el verano. Dispone de extensas playas y
entretenimientos de todo tipo, diurnos y nocturnos, barrios residenciales y lujosos
hoteles, uno de los casinos más grandes del mundo y un paisaje costero de indudable
belleza. Se realizan allí grandes festivales y actividades culturales.
Otro destino turístico son las Sierras de Córdoba, que pertenecen al período
terciario y se extienden a lo largo de toda la provincia del mismo nombre. Sus ciudades,
sus embalses, sus cerros y paisajes, sus lugares históricos, sus iglesias y sus museos
constituyen un atractivo turístico irresistible.
La Argentina cuenta con una importante variedad de sitios montañosos. En
varios de ellos se practica el montañismo y otros basan su atractivo turístico en el
contacto con la nieve o en sus paisajes característicos. Los principales se encuentran en
el oeste del país, en la Cordillera de los Andes, aunque también hay formaciones
montañosas en la precordillera y en las Sierras de Córdoba. Entre los sitios más
utilizados para el alpinismo se encuentra el mencionado Aconcagua.
Al sur de Mendoza se encuentran Río Negro y Neuquén, y en esta última la
ciudad de San Marín de los Andes, cerca del Cerro Chapelco, famoso por la práctica de
deportes de nieve. Entre San Martín de los Andes y Bariloche serpentea la hermosa ruta
de los Siete Lagos, donde se practica la pesca como deporte principal. Allí pueden
apreciarse plenamente los bosques patagónicos al borde de lagos de aguas de distinto
color y rodeados de cerros. Las localidades intermedias más importantes son Villa La
Angostura y Correntoso. Bariloche es una importante ciudad dedicada al turismo y la
más poblada de los Andes Patagónicos. Está emplazada en el centro del Parque
Nacional Nahuel Huapi y es la puerta de acceso (por vía acuática) del Parque Nacional
Los Arrayanes, que protege un estimado bosque de arrayanes. Una serie de catamaranes
especialmente acondicionados permiten realizar paseos y excursiones lacustres por el
lago Nahuel Huapi. El centro de deporte para la nieve por excelencia se encuentra en el
Cerro Catedral.
Más al Sur, los glaciares son una de las principales atracciones de la Patagonia
argentina. El más conocido es el glaciar Perito Moreno, cuya accesibilidad y
característica ruptura periódica de sus hielos le otorgan un atractivo singular. Se
expande sobre las aguas del brazo Sur del Lago Argentino, con un frente de 5 km y una
altura por sobre el nivel del lago de entre 70 y 60 m. Esta pared de hielo cubre una
extensión de 230 km2. El área de hielos continentales y glaciares es un tesoro natural,
declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1981.
Por su parte, la zona de la Península de Valdés es también Patrimonio de la
Humanidad y en ella se conjugan la costa atlántica y la Patagonia argentina. Otro gran
destino internacional lo constituye la Tierra del Fuego, que además de sus propios
atractivos sirve como punto de partida a excursiones y cruceros en la Antártida.
En los últimos años, el destino turístico preferido de la mayoría de los
extranjeros, y de aquellos que provienen del interior del país, es la ciudad de Buenos
Aires, una urbe que atrapa al turista sin abrumarlo con falsos coloridos. Luce por sus
grandes edificios con un tinte europeo, sus extensas avenidas y calles fáciles de caminar
15
por sus medidas exactas; sus plazas y jardines; sus paisajes boquenses reflejados en las
pinturas de Quinquela Martín; sus cientos de bares y cafés; su pasión deportiva y,
especialmente, su intensa vida cultural, expresada en una multitud de teatros, librerías,
cines, museos y lugares de arte, entre los que se destaca el espléndido Teatro Colón, una
de la salas de opera más grandes y de mejor acústica del mundo.
Pero sobre todo, Buenos Aires, es reconocida por el tango, una música salida de
la fusión de inmigrantes y criollos, anclados ambos en una ciudad donde la nostalgia de
los que vinieron de otras tierras se juntó con la infinitud de las pampas que la rodean.
Allí, en los arrabales difusos, surgió esa música contemporánea, original tanto en su
composición como en su forma de bailar y que expresa, quizás mucho más que otras, el
sentimiento de lo urbano. El tango es una música universal que Buenos Aires legó al
mundo intentando entenderse a sí misma.
DEFINICIÓN DE BUENOS AIRES
La ciudad es un artilugio, una verdadera isla entre el río inmenso y la pampa más
interminable aún. Desde cualquier avión se pueden ver, sin solución de continuidad, las
aguas color de león, la selva de cemento y un jardín con horizonte inamovible
manchado de vacas comiéndose el pasto. Más que porteños somos isleños. A pesar de
tener la tierra firme a nuestras espaldas, para la gran mayoría de los que viven en la
ciudad la pampa húmeda le es totalmente ajena.
Buenos Aires tiene además un olor: el del asado, que la inunda en los domingos
con sol. Y tiene una historia que sus habitantes suelen desconocer casi en una magnitud
semejante y opuesta al enciclopédico conocimiento que poseen del fútbol, ese
apasionante deporte expropiado a los ingleses sin que éstos se dieran cuenta: los
porteños hicieron de la pelota un trapo y del pelotazo un sutil pentagrama de taquitos y
paredes e inventaron algo que verdaderamente vale la pena.
Pero sí, tenemos una historia. Es un racimo poco estructurado de hechos, viejos
adoquines y baches centenarios en el que intervienen multitudes, líderes adorados para
unos e innombrables para otros y pícaros profesionales de la política y los negocios.
Aunque a Buenos Aires no la recordamos sólo por ellos. La eterna sonrisa de Gardel nos
parece igualmente importante, la cúpula de las Galerías Pacífico nos trae a la memoria
la de la Capilla Sixtina aun cuando la contemplemos en medio de la banalidad
comercial, Palermo representa nuestra selva ciudadana, los cafés más humildes
asemejan lugares calentitos y humeantes como cualquiera de sus símiles parisinos, la
calle Florida nos permite creer que tenemos el turismo de cualquier ciudad europea, y
las mujeres y los hombres porteños lucen siempre increíblemente atractivas/os para las
furtivas o descaradas miradas femeninas y masculinas.
Extraído del libro Buenos Aires. Historia de una Ciudad, de Mario Rapoport y
María Seoane.
15
19. La integración del territorio nacional
El ferrocarril
Al inicio del gobierno de Roca había en el país 10 líneas ferroviarias con una red
total de 2.318 km de extensión. Tres de ellas pertenecían directamente al Estado: el
Andino, el Central Norte y el Primer Entrerriano. De la provincia de Buenos Aires eran
el de Ensenada, el del Norte de Buenos Aires y el Ferrocarril Oeste. Las otras cuatro
líneas estaban en poder de capitales británicos, que tenían las utilidades de sus
inversiones garantizadas por el Estado argentino. Éstas eran: el Ferrocarril del Sud, el
Central Argentino, el Ferrocarril a Campana y el Argentino o del Este.
En el mismo año de 1880, Estanislao Zeballos promovió la nacionalización del
Ferrocarril del Sud, uno de los más importantes. Pero la política de Roca y la resistencia
del directorio de la empresa británica lograron posponer este intento que, finalmente,
nunca se efectivizó. En 1881, esta línea firmó un contrato para prolongar las vías hasta
Tandil y Bahía Blanca, pero el propósito de nacionalizar ferrocarriles nunca fue
abandonado definitivamente.
Sin embargo, el Estado se limitó a garantizar la ganancia de todas las empresas
ferroviarias británicas y francesas que operaban en Argentina. Por su parte, el desarrollo
de los ferrocarriles del Estado quedó restringido a la manutención de las líneas más
alejadas de las principales rutas comerciales que tendían hacia Buenos Aires, haciendo
efectiva la idea característica del pensamiento liberal según la cual la acción estatal
debía limitarse a operar en los tramos del mercado poco o nada rentables para los
capitales privados. Ello a despecho de que, como demostrara Scalabrini Ortiz en su
historia de los ferrocarriles, el Ferrocarril Oeste, propiedad de la provincia de Buenos
Aires, disponía de los capitales suficientes para adquirir el Ferrocarril del Sud.
Hacia 1886, las empresas ferroviarias británicas carecían de estabilidad y de
perspectivas, incluso la del Ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico, creada en Londres
pocos años antes. No obstante, las líneas tendidas por las empresas del Estado nacional,
aun con administraciones eficientes y un costo operativo 20% menor que el de las
empresas privadas, tenían en total una extensión menor que las de origen británico:
2.800 y 3029 km de extensión, respectivamente. Pero en realidad, estas proporciones
eran relativamente favorables para las empresas estatales si tenemos en cuenta que, para
1884, cuando se reunió el “trust del riel”, Gran Bretaña poseía ya el 66% de los
ferrocarriles construidos en el mundo entero, mientras se estaba reservando a la India
para el tendido de nuevas redes. De todos modos, el complejo ferroviario estatal
formado por el Andino y el Central Norte, con un total de 1.099 km de vías, era
subsidiario del británico Central Argentino, de sólo 396 km de extensión; y sin este
último, ninguno de aquellos podía llegar hasta el puerto.
Por entonces, la potencia inversora en los ferrocarriles era Gran Bretaña.
También era la abastecedora del creciente consumo de carbón y no tardaría en
transformarse en un gran comprador de carnes y granos argentinos. Por lo tanto, las
inversiones británicas afianzaban una realidad: el sistema ferroviario argentino era el
brazo terrestre del puerto de Buenos Aires, su continuación en el resto del territorio.
El segundo momento de expansión ferroviaria tuvo lugar durante la presidencia
de Juárez Celman, en el marco febril de la especulación financiera en tierras y en
papeles, y con la correspondiente ola de negociados entre el Estado y las empresas
ferroviarias. En aquel entonces, el 70% del capital británico invertido en el país estaba
destinado, directa o indirectamente, por medio de compañías o de empréstitos al
gobierno, a los ferrocarriles. Así, de 1887 a 1890, el total de rieles tendidos en la
República Argentina aumentó de 5.800 a 9.400 km, a partir de una verdadera avalancha
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de concesiones otorgadas a manos privadas.
En función de la convicción de que los trenes eran la prolongación del puerto, el
tendido de las redes determinó que la red ferroviaria de la ciudad de Buenos Aires se
desarrollara más intensamente que la red caminera nacional. Más tarde vendría la tarea
de reestructurar la red nacional y la porteña para integrarlas, siempre al servicio del
privilegiado vínculo comercial con Gran Bretaña y nunca subordinada a una estrategia
independiente de desarrollo regional pautada por las políticas públicas.
Estas concesiones se otorgaron desordenadamente, sin planes previos, lo que
desató una batalla tendiente a trazar la mayor cantidad de vías. Las compañías, más que
esforzarse en mejorar la prestación del servicio, trataban de lograr el mayor tendido
posible de vías de modo de desplazar a las compañías rivales, con lo que el material
rodante quedó descuidado. En muchos casos las motivaciones tenían que ver
simplemente con obtener beneficios garantizados de un gobierno ansioso de complacer
a sus amigos, fomentando la construcción de ferrocarriles en regiones donde aquellos
poseían tierras.
Fue recién a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuando la economía
argentina ingresó nuevamente en una notoria etapa de prosperidad, que pareció
replantearse cierto aspecto de la relación entre el Estado argentino y los inversores y
empresarios ingleses. En este aspecto, el Estado no abandonó la concepción económica
liberal de principios de los años ochenta y siguió favoreciendo el dominio británico en
esa área como en otras. De tal manera que el oligopolio ferroviario formado por las
“Cuatro Grandes” compañías británicas pasó a controlar el 51% de las vías, el 62% de
las cargas, el 61% de las locomotoras y el 76% de los beneficios netos.
El brazo del Estado frente a estas grandes compañías fue débil y sólo se limitó a
la creación de organismos públicos con la intención de regular el funcionamiento del
mercado ferroviario. Pero una y otra vez, las empresas británicas sorteaban sus
dictámenes y actuaban según su propio juicio, sin subordinar sus propias estrategias a
los tibios intentos de control por parte de los Estados nacional, provincial y municipal.
El intento más destacado para regular el funcionamiento de las compañías
ferroviarias fue la Ley Mitre. Redactada en 1907 por Emilio Mitre, ingeniero e hijo del
ex presidente, eximía por 40 años del pago de derechos a la importación y de impuestos
nacionales, provinciales y municipales a las empresas de ferrocarriles, imponiéndoles a
cambio mínimas restricciones y un pago del 3% sobre sus utilidades líquidas. De esta
manera, las compañías de origen británico lograron preservar el control efectivo de su
organización interna y obtuvieron grandes ventajas.
Durante el peronismo, luego de la Segunda Guerra Mundial, se llevó a
cabo la nacionalización de los ferrocarriles ingleses. Con el Pacto Andes del 12 de
febrero de 1948 se formalizó la compra de los ferrocarriles británicos, utilizando para el
pago el Estado argentino parte de las libras bloqueadas y saldos de las exportaciones de
carne de 1948. Más allá del controvertido precio de adquisición, la nacionalización tenía
sus razones, defendidas por el gobierno. Una de ellas se sustentaba en el control del
sistema tarifario. Por un lado, éste favorecía el transporte que tenía como destino el
puerto de Buenos Aires y perjudicaba las producciones que circulaban en el interior sin
llegar a la ciudad porteña. Por otro, discriminaba según el tipo de productos,
favoreciendo largamente el transporte de carnes. Otras razones tenían que ver con la
gran cantidad de tierras aledañas a las vías, inmuebles, obras de infraestructura y
numerosos bienes que se incluían en la nacionalización e ingresaban al patrimonio
nacional. Cierto es que muchos de estos bienes, especialmente vagones y locomotoras,
no estaban en buen estado, pero esto se debía a que después de la Primera Guerra
Mundial los ingleses no invirtieron en el mejoramiento del sistema ferroviario.
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En enero de 1960, en el marco de una política de contención del gasto público y
a raíz de gestiones iniciadas en Washington por Álvaro Alsogaray, llegó una misión del
Banco Mundial para estudiar el sistema de transporte nacional. El estudio abarcaba el
planeamiento de todas las vías de comunicación: férreas, carreteras, navegables y
aéreas. En octubre, el BM designó al Gral. Thomas B. Larkin como director técnico del
proyecto de reestructuración ferroviaria, quien formuló un plan que recomendaba el
levantamiento de vías férreas, clausura de talleres y el despido de 75.000 agentes. El
Plan Larkin se inició con la clausura de 4.000 km de vías, tras lo que se anunció la
eliminación de otros 10.000 km de ramales. El plan preveía el levantamiento de casi el
50% de la red ferroviaria existente. Con el cambio de gobierno en 1962, no pudo
concretarse en toda su magnitud pero causó un daño incontestable a la red existente.
En 1991, Ferrocarriles Argentinos fue virtualmente desarticulada en vistas de
una completa concesión de la red ferroviaria, que tomó lugar definitivamente a partir de
1992. Los servicios metropolitanos de pasajeros fueron entregados a una nueva empresa
pública, FEMESA, para ser finalmente concesionados a consorcios privados. También
se licitaron los servicios de cargas. La responsabilidad sobre los servicios interurbanos
de pasajeros fue transferida a los gobiernos provinciales, la mayoría de los cuales no
continuó los servicios.
La pugna por el gran puerto
Desde el mismo momento en que se federalizó la ciudad de Buenos Aires se
formalizó definitivamente una supremacía que esta ya ejercía en la práctica. Así, luego
de 1880, para los sectores dominantes, no podía concebirse que el puerto de ultramar del
país pudiera estar en otra ciudad. Desde antes de que existiera una conciencia política
sobre las necesidades y posibilidades del país, con la fuerza suficiente como para
plantear un cambio de rumbo en la organización nacional, la continuidad misma de las
relaciones comerciales había impuesto el estuario rioplatense como la ruta predilecta
hacia el Atlántico, con un caudal comercial difícil de encaminar hacia otros puertos. El
contrabando, que fue uno de los fenómenos que contribuyeron a la refundación de la
ciudad de Buenos Aires, reforzaba la permanencia e importancia de la ruta comercial
que el Río de la Plata hacía posible.
El viejo puerto de Buenos Aires, aquel que obligaba a los grandes vapores a
anclar a cientos de metros por su poco calado, teniendo que cargar y descargar a través
de pequeñas embarcaciones y de carros diseñados para la tarea, se fue afianzando de
manera tal que obligó a España a establecer la capital del flamante Virreinato del Río de
la Plata, en el último cuarto del siglo XVIII.
Las controversias que enfrentaron a distintas posturas acerca de la construcción
del principal puerto de la República en Buenos Aires, en Ensenada, en Rosario o en
otras costas del país fueron instancias que precedieron el debate sobre la capitalización
de la urbe del Plata. Con la elevación de Buenos Aires al rango de Capital Federal del
país, tuvo su definitiva concreción el proyecto de nación que, luego de muchos años y
de mucho derramamiento de sangre, logró imponerse con la asunción del general Roca
en 1880.
La polémica por los diferentes proyectos portuarios de Luis A. Huergo y
Eduardo Madero nos pone frente a la estrategia económica y social de la clase dirigente
en el período entre 1880 y 1914.
Cualquier desventaja geográfica del estuario rioplatense era más que
contrarrestada por las ventajas poblacionales y comerciales de la “Gran Aldea”. Esta
creciente riqueza de Buenos Aires hacía que la construcción de un puerto de ultramar
fuera una necesidad impostergable. En este contexto, desde comienzos de la década de
15
los 70 comenzarían a presentarse numerosos proyectos para las obras portuarias de la
ciudad.
Con Huergo, el río y su puerto pesquero se convertirían en el puerto de ultramar;
y con Madero, la vieja aduana de Buenos Aires y la estación de Retiro se transformarían
en la cabecera nacional del comercio. Por otra parte, mientras que con el proyecto
Huergo no había necesidad de comenzar las obras desde cero, en la propuesta de
Madero se capitalizaba el foco ferroviario, comercial y administrativo existente en Plaza
de Mayo. Los dos proyectos tenían sus pros y sus contras, pero la hábil presentación en
sociedad hecha por Madero, destacando que la obra iba de la mano de una línea de
crédito con la Baring Brothers, supo entusiasmar a los grandes terratenientes y
poderosos comerciantes, que no veían ningún límite a la febril prosperidad y al
crecimiento económico que se registraba en los primeros años de la década del 80. El
puerto de Madero era un proyecto que reflejaba aquella creencia en el éxito seguro del
modelo y, por consiguiente, en la necesidad de simbolizarlo en la ciudad de Buenos
Aires.
Una vez aprobado el proyecto de Madero, comenzaron las obras de dragado del
canal norte, a la altura de Retiro. No obstante, durante 1882, y sobre todo 1883, se libró
una sorda batalla de acusaciones acerca de los negociados en los que habrían estado
involucrados los actores de la contratación del proyecto Madero.
El aspecto más cuestionado en la contratación de los servicios de la empresa de
Madero para el puerto tenía que ver con los fondos. No sólo porque se partía de un piso
muy elevado, pues el compromiso con la Baring Brothers era de 21 millones de pesos
oro, sino que se criticaba el hecho de que las obras proyectadas insumirían más del
doble de dicha cantidad, como realmente iba a suceder. Además, la propuesta de Madero
planteaba la financiación a través de la especulación con las tierras aledañas al puerto,
que habían comenzado a revalorizarse.
Haciendo oídos sordos a estas críticas, en 1884, el presidente Roca firmó el
contrato final con Madero, en una ceremonia a la que asistieron los tres presidentes
anteriores.
Como muchos habían previsto, en 1891, el crédito concedido en 1883 de 21
millones de pesos oro se extinguió entre los crecientes costos de la obra y la crisis de
1890. Luego, en 1892 y en 1895, se otorgaron dos nuevos créditos que sumaban más de
10 millones de pesos oro, destinados a concluir con la construcción de la tercera
dársena. De este modo, las obras portuarias constituyeron una de las pocas excepciones,
ya que pudieron continuarse casi normalmente, en los años de lenta recuperación que
siguieron a la crisis de 1890.
La dársena sur se inauguró en 1889 y fue Pellegrini quien, en ese año,
denominaría la obra con el nombre de “Puerto Madero”. Luego de la suspensión de las
obras en 1891, los créditos adicionales obtenidos posibilitaron la finalización de las
obras y, en 1897, el dique cuarto y la dársena norte quedaron terminados. Mientras
tanto, en el Riachuelo, además del canal sur del “Puerto Madero”, una corporación
llamada “Dock Sur”, que desde 1889 había comprado las tierras sobre su margen
derecha, se preparaba para construir muelles, depósitos, etc.
El fuerte crecimiento del comercio exterior entre 1903 y 1912 determinó un
aumento del 50% en la cantidad de barcos y una duplicación de sus tonelajes. Por
entonces, la dársena Norte no podía utilizarse debido al fuerte oleaje en la zona y, por
otro lado, los ferrocarriles tenían no pocas dificultades para la descarga, lo que derivaba
en el abarrotamiento del área y en el encarecimiento de los fletes. Todos estos
problemas ponían en evidencia la saturación de la capacidad del “Puerto Madero” y
dieron lugar a una lluvia de proyectos. Sin embargo, ninguna de las propuestas parecía
15
orientada a terminar de raíz con los problemas señalados, lo que no era obstáculo para
que, en el contexto de estos prósperos años, el gobierno autorizara nuevos fondos para
proyectos. Este panorama perduró hasta la reestructuración de la Dirección General de
Puertos dispuesta por el Parlamento, aunque debería esperarse hasta 1925-26 para que la
construcción de “Puerto Nuevo” solucionara algunos de los problemas de la
infraestructura portuaria.
Lo que quedó en evidencia a través de la pugna entre los proyectos de Madero y
Huergo fue la forma de operar de la clase dirigente local en asociación con los
inversores y financistas londinenses. En suma, un capítulo más de las modalidades
corruptas que serían moneda corriente en el siglo XX y que estarían presentes también
en las concesiones ferroviarias.
El país abanico
En este contexto, Buenos Aires y su puerto fueron acaparando el apretado ramo
ferroviario del cual salían las decenas de líneas hacia los más lejanos puntos del país.
Una consecuencia inmediata de esto fue la característica congestión del centro y, a fines
del siglo XIX, el perfeccionamiento del sistema dentro del radio urbano, concentrado en
la construcción de líneas de acceso, ramales y vías muertas para las recién terminadas
obras del puerto, además de la ampliación de las playas de carga y de las terminales
existentes.
Hacia principios del siglo XX, la expansión de la red ferroviaria de la mano de
las empresas británicas terminó de darle a Buenos Aires, más aún, a Retiro y al contiguo
puerto, su definitivo rol de corazón del sistema ferroviario nacional. Esto fue así porque,
para los pasajeros y para la carga, tanto llegar a las zonas agrícolas más productivas
como entrar y salir del puerto era una prerrogativa exclusiva de las “Cuatro Grandes”
compañías británicas. De esta manera se configuró el “país abanico” al que se referiría
Alejandro Bunge, con epicentro en la ciudad capital, más aún, en el fastuoso Puerto
Madero.
El “país abanico” define la valoración de la región pampeana, confiriéndole el
rol de núcleo, a partir del predominio de la economía agro-portuaria y de la
subordinación del resto de las actividades a dicho sector. Se consolidó así la
centralización de la riqueza y el poder en la cuenca del Plata.
El principio del país abanico consiste en que a medida que nos alejamos de la
Capital, la densidad de la población, la capacidad económica y el nivel cultural y el
nivel de vida van disminuyendo: “En 1924 pudimos comprobar, decía Bunge, […] que
un tercio del territorio de la República, dentro de un arco de círculo de 780 kilómetros
de radio con centro en la Capital Federal, comprendía ocho décimos de la población y
nueve décimos de la capacidad económica”.
Hacía 1940, señalaba nuevamente Bunge, dichas características se mantenían.
Para ello dividía el país en tres zonas, a partir de círculos trazados con centro en Buenos
Aires. El primero de ellos, con un radio de 580 km desde Buenos Aires, configuraba la
zona I. El segundo, con un radio de 1.000 km, permitía delimitar la zona II, a partir de la
franja comprendida entre la zona I y este segundo radio. La zona III, por último,
abarcaba las regiones ubicadas más allá del segundo arco.
Así se comprobaba que la zona I sólo tenía los 2/10 del territorio nacional
incluyendo Buenos Aires y sus alrededores pero acumulaba 7/10 de la población y entre
5 y 8 /10 de la producción y el consumo de bienes y servicios. La zona II comprendía el
40% del territorio, es decir, el doble de la zona I, pero sólo el 25% de la población y un
20% de la producción y consumo. Finalmente, la zona III representaba también el 40%
del territorio igual que la zona II, pero tenía menos de un 10% de la población y algo
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menos de la producción.
Este desequilibrio, tanto demográfico como económico, era un resultado del
ordenamiento económico surgido del modelo agroexportador, que se atenuó, aunque
parcialmente, con el desarrollo de la industria. Según Bunge: “A partir de 1914 y en
particular desde 1931, la producción argentina se hace cada año más diversa y aumenta
el grado de elaboración […] Pero su momento histórico en ese proceso de lógica
evolución de sus actividades económicas estaba en retardo, debido al desarrollo
vigorosamente progresivo de sus exportaciones, que tendía a polarizar y prolongar los
esfuerzos para con un reducido número de productos de creciente demanda
internacional. Los demás requerimientos se importaban de otros países en forma
igualmente creciente y se pagaban con el producido de las exportaciones”.
La red vial
Desde la época colonial existió una red de caminos, siendo los más importantes
el Camino Real del Oeste, de Buenos Aires a Santiago de Chile pasando por las
ciudades de San Luis y Mendoza y el Camino al Alto Perú, de Buenos Aires a Potosí,
pasando por Córdoba, San Miguel de Tucumán y Salta, entre otras ciudades
importantes.
Con la aparición del ferrocarril en la segunda mitad del siglo XIX se dejaron de
utilizar los caminos que existían anteriormente. Sin embargo, entre los años 1858 y
1903 la viabilidad argentina recibió fondos anualmente que se destinaron
principalmente a la construcción de puentes.
El 30 de septiembre de 1907 el Congreso Nacional aprobó la Ley 5.315 a partir
del proyecto del Ing. Emilio Mitre (hijo del presidente Bartolomé Mitre), más conocida
como Ley Mitre. En uno de sus artículos indica que el 3% del producto líquido de los
ramales ferroviarios se debe destinar a la construcción de caminos para el uso de los
automotores que aparecieron en esa época en el país.
Sin embargo, fue en la década del 30 que el sistema vial argentino comenzó a
desarrollarse con intensidad, cuando el ferrocarril comenzó a entrar en una fase de
relativa declinación, cediendo terreno ante el transporte automotor, en pleno desarrollo.
En 1932 se sancionó la Ley 11.658, por la cual se creaba un Sistema Troncal de
Caminos Nacionales, la Dirección Nacional de Vialidad, que debía construir y mantener
los caminos nacionales y un fondo específico para el mantenimiento de este organismo.
Una vez asegurados los fondos, el organismo público se abocó a trazar el mapa
de la red nacional de carreteras, compuesta por la red troncal de caminos en las
diferentes provincias, y la totalidad de los caminos en las gobernaciones, ya que estos
territorios eran controlados directamente por el gobierno nacional.
El trazado de esta red se realizó con ayuda de los gobiernos de las diferentes
provincias y gobernaciones, junto con otros interesados: ferrocarriles, puertos,
ministerios de Agricultura, de Guerra, de Marina, etc. El diseño inicial de la red vial
argentina tuvo forma radial, en tanto todas las rutas principales tenían como eje la
ciudad de Buenos Aires.
A partir de los años 60 comenzaron a desarrollarse corredores Este-Oeste y
Norte-Sur sin tener destino final en la ciudad de Buenos Aires, que unían distintas
regiones. De todas estas rutas, la más significativa es la Nacional 40, que corriendo
paralela a los Andes desde Jujuy (en el norte argentino) hasta Santa Cruz (en el sur)
forma la columna vertebral del país.
Las redes primaria y secundaria se configuraron durante los años cuarenta y,
bajo el amparo de contar con financiación propia, tuvieron épocas de expansión
sostenida durante los años sesenta y hasta mediados de los setenta. A medida que la
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situación financiera del Estado fue empeorando a lo largo de los años, los sucesivos
gobiernos fueron apropiándose paulatinamente de los fondos destinados a construcción
vial. El desvío de los fondos viales de su finalidad original provocó el estancamiento de
la red y su progresivo deterioro. Así, la red vial dejó de crecer en 1980 y la falta de
mantenimiento hizo que en 1990 más de la mitad de dicha red estuviera en estado
regular o malo.
El sistema vial entró en crisis a partir de 1989, con el advenimiento del
menemismo. Menem fusionó el Ministerio de Economía y Hacienda con el de Obras y
Servicios Públicos (principal responsable del gasto público).
Cavallo dio el golpe de gracia a los recursos viales, apropiándose del 100% de
los fondos provenientes del impuesto a los combustibles, que fueron destinados a rentas
generales. La situación se tornó insostenible. Por un lado, el Gobierno no contaba con
fondos para la construcción o mantenimiento vial. Por otro lado, el grave deterioro de la
red vial urgía a que se tomara algún tipo de decisión. En este contexto, se decidió dar un
cambio radical mediante un innovador proceso de privatizaciones de la parte más
importante de la red vial argentina, que modificaría la estructura y funcionamiento del
Sistema Vial Argentino, que describiremos a continuación.
Así se concesionaron los accesos a Buenos Aires y Córdoba y los corredores
viales con mayor caudal de tránsito. El dinero para que los concesionarios puedan
realizar obras de mantenimiento y mejoras proviene de peajes que cobran a los
conductores de los vehículos que circulan por las rutas. Según el Decreto Nacional
2.039/90 la duración de las concesiones era de 12 años a partir de 1990. Luego de una
renegociación, el Poder Ejecutivo Nacional firmó el Decreto 1.817/92 que extendió el
plazo a 13, con vencimiento el 31 de octubre de 2003. Los 17 corredores viales fueron
adjudicados a 12 empresas de capital nacional.
La caída de las inversiones viales fue notoria en la década del 80. De haber
pasado a invertir el equivalente a 3.600 millones de dólares anuales durante los años
sesenta y setenta (provenientes del impuesto a los combustibles) esa inversión cayó a
446 millones de dólares en 1982, hasta tocar fondo en 1991, cuando solo se invirtieron
124 millones de dólares. Nótese también que si bien los fondos invertidos por la DNV
casi se triplicaron entre 1991 y 1994, ello se debió principalmente a los préstamos de
organismos internacionales como el BID y el BIRF.
El correo
La historia del correo en la Argentina comienza en el año 1514, cuando se
estableció el primer Correo Mayor de Indias con sede en Lima. Por Real Cédula de la
reina Juana I de Castilla y Aragón, se nombró Correo Mayor de las Indias descubiertas y
por descubrir a su consejero, doctor Lorenzo Galíndez de Carvajal. El Oficio era una
merced a perpetuidad para él y sus sucesores.
Con el transcurso de las décadas, en el Río de la Plata el crecimiento
ininterrumpido de la actividad comercial exigía la instalación de un servicio postal en
Buenos Aires. Sin embargo, fue recién en 1747, cuando un habitante de esta ciudad, don
Domingo de Basavilbaso (1709-1775), hizo llegar al Correo Mayor en Lima un
proyecto para establecer servicios postales organizados entre ambas ciudades. A partir
de estas gestiones, el Correo Mayor de Indias estableció el inicio de un correo regular en
el Río de la Plata con recorrido hasta Chile y el Alto Perú al año siguiente, en 1748.
En 1826, durante la presidencia de Bernardino Rivadavia, el servicio fue
nacionalizado mediante una ley aprobada por el Congreso General Constituyente de las
Provincias Unidas del Río de la Plata. A partir de esa fecha, el servició pasó a llamarse
Dirección General de Correos, Postas y Caminos, organismo que quedó a cargo del
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señor Juan Manuel de Luca, quien estuvo en ese cargo durante 32 años. Este fue
sucedido por Gervasio Antonio de Posadas, quien instaló los primeros buzones de la
ciudad de Buenos Aires, redactó el Reglamento del Servicio de Carteros y redujo el
valor de las tasas postales.
En 1874 fue elegido como sucesor de Posadas Eduardo Olivera, quien elaboró
un nuevo reglamento de Telégrafos y proyectó la Ley No 816 de renovación de los
servicios postales. Durante administraciones posteriores se implementaron los servicios
de encomiendas, giros postales, valores declarados y carta certificada.
En 1944 el Poder Ejecutivo dispuso la autonomía del Correo, que pasó a
denominarse Dirección General de Correos y Telecomunicaciones. En 1949 fue creada
la Secretaría de Correos y Telecomunicaciones de la Nación, que recibió el mando del
Correo. Dicha entidad fue al poco tiempo convertida en Ministerio, para finalmente
quedar establecida como la Secretaría de Estado de Comunicaciones. Dicha Secretaría
fue sucedida en 1972 por la Empresa Nacional de Correos y Telégrafos (ENCOTEL). Se
trataba de una empresa pública que prestaba servicio postal y telegráfico.
Durante la dictadura militar de 1976-1983 se permitió la actividad de empresas
privadas en el servicio de correos y encomiendas en el marco de un proceso de apertura
y liberalización económica, aunque en este período la prestación del Servicio Postal
Universal continuó estando exclusivamente en manos de la empresa estatal. Fue en
1992, durante el gobierno de Carlos Menem, que la compañía fue convertida en la
Empresa Nacional de Correos y Telégrafos S.A. (ENCOTESA), que se constituyó en
sociedad anónima como paso previo a una privatización
En 1997 el servicio postal fue finalmente privatizado mediante el Decreto N o
265/97, al liquidarse ENCOTESA y darse la prestación de los servicios en concesión a
la empresa Correo Argentino S.A., propiedad del grupo Macri. De esta forma, la
Argentina fue convirtió en uno de los primeros países del mundo en privatizar el
servicio postal.
Luego de años de incumplimientos del contrato de concesión por parte del
concesionario e incumplimientos en el pago del canon acordado con el Estado, la
concesión fue revocada en 2003, mediante el Decreto N o 1075/03. El servicio volvió a
la órbita estatal a finales de 2003 como Correo Oficial de la República Argentina S.A.
(CORASA), manteniendo la denominación comercial de Correo Argentino. Si bien en la
práctica está sujeta a privatización, el llamado a licitación ya ha sido prorrogado varias
veces y el gobierno está satisfecho con la operación de la empresa re-estatizada.
Aerolíneas Argentinas
La historia de las líneas aéreas en Argentina comienza año antes de la creación
de Aerolíneas Argentinas en 1950. El primer hecho importante fue la entrada en
operaciones de la empresa Aeroposta en 1929, bajo la dirección del aviador francés
Antoine de Saint-Exupéry y de su compatriota, Jean Mermoz como piloto principal. En
ese año, vuelos regulares a Posadas y posteriormente a Mendoza fueron establecidos,
tanto para el transporte de pasajeros como de correo postal. Para 1930 se incorporaron
rutas a Comodoro Rivadavia y San Antonio Oeste y al poco tiempo a Río Gallegos, a
partir de la creación de dos nuevas líneas aéreas: LASO (Líneas Aéreas del Sudoeste) y
LANE (Líneas Aéreas del Noreste). En 1945, estas dos empresas se fusionaron para
convertirse en la empresa pública LADE (Líneas Aéreas del Estado).
Otra línea aérea en operaciones en esos años era ALFA (Aviación Litoral Federal
Argentino), que fue la que recibió y comenzó a utilizar los primeros Douglas DC-3 que
llegaron a la Argentina. En 1946 ALFA y LADE se fusionaron para crear la primera
línea intercontinental argentina, FAMA (Flota Aérea Mercante Argentina). Sin embargo,
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la competencia en el mercado internacional era ardua, por lo que, a partir de las
empresas hasta entonces existentes, en 1949 comenzó el proceso de fundación de la
aerolínea de bandera nacional, Aerolíneas Argentinas, como empresa estatal, que inició
sus operaciones en 1950.
La necesidad de un aeropuerto de proporciones acordes con el crecimiento del
tránsito aéreo y el movimiento de pasajeros llevó al gobierno de Juan Domingo Perón a
realizar la construcción del Aeropuerto Internacional de Ezeiza para satisfacer esa
necesidad. A partir de sus inicios, fueron clave para el crecimiento de Aerolíneas y su
posicionamiento comercial los nombres de Alfonso Aliaga García y Dirk Wessel Van
Layden, quien había sido piloto de la línea francesa Aéropostale tuvo gran influencia en
los años siguientes en el entrenamiento de los pilotos de la empresa argentina.
En diciembre de 1951, después de tan solo un año de operaciones, la Sociedad
Interamericana de Prensa la designó como la mejor empresa aerocomercial del mundo,
por su eficiente organización y la calidad de sus servicios. Con el DC-3, la novel
empresa pudo agregar nuevos destinos de cabotaje a los que ya realizaban las otras
empresas incorporadas en Aerolíneas y mantener las rutas internacionales que
anteriormente realizaba FAMA. La incorporación a la flota de la empresa de los aviones
Douglas DC-4 pocos años después vino de la mano de la inauguración de servicios a
Santiago de Chile, Lima, Santa Cruz de la Sierra y San Pablo.
Durante esa misma década de 1950 arribaron al país los aviones DC-6, que
permitieron la realización de vuelos nocturnos por primera vez. Esto abrió la posibilidad
de agregar nuevas rutas comerciales como Nueva York, La Habana, Lisboa, Dakar y Río
de Janeiro. En abril de 1958, Juan José Güiraldes, presidente de la empresa, convenció
al presidente Arturo Frondizi de la compra de seis de nuevos aviones, con la condición
de que Aerolíneas los pagaría más tarde. Se trataba del nuevo modelo jet Comet IV, que
en 1959 aterrizó por primera vez en el Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini. Con
estos jets, Aerolíneas mantuvo un crecimiento sostenido durante los años sesenta,
abriendo rutas a Londres, París, Roma y Madrid.
A partir de 1966 comenzó el reemplazo de los Comet por los Boeing 707-320
“Intercontinental”. A partir de 1970 comenzaron a recibirse los seis Boeing 737-200
“Advanced”. A su vez, a partir de 1976 se incorporaron los Boeing 747-200 y a partir de
1978, los Boeing 727-200. En 1980 se incorporó a la flota el primer Boeing 747 SP y se
abrieron nuevos destinos hacia Melbourne, Australia y Auckland, Nueva Zelanda.
En 1990, en el marco del proceso de privatizaciones durante la convertibilidad,
el consorcio español Iberia se hizo cargo de la empresa, que cambió su razón social a
Aerolíneas Argentinas S.A. La privatización de Aerolíneas Argentinas (AA) fue tal vez
uno de los ejemplos más emblemáticos de dicho proceso y de sus irregularidades. La
justificación de la privatización era que la empresa operaba en forma ineficiente y que
para revertir la situación y ser competitiva a nivel internacional se requerían inversiones
que la empresa no estaba en condiciones de realizar. Sin embargo, lejos de eso, la
privatización no solo no favoreció a la eficiencia de la empresa, sino que los problemas
existentes se agudizaron al tiempo que surgieron nuevos y más graves.
El proceso de privatización de la empresa estuvo plagado de irregularidades.
Para empezar, la privatización no respetaba la ley de sociedades comerciales ni tampoco
la Ley de Reforma del Estado. El Tribunal Nacional de Tasación no actuó. Se hicieron
estimaciones comerciales de tipo bancario pero no hubo una tasación formal, que es uno
de los ítems incluidos en la Ley de 1989. Las desprolijidades fueron tales que si bien la
empresa al momento de ser vendida no tenía pasivos, necesitó endeudarse para poder
ser vendida, para pagar “gastos” asociados con la operación. Parte de la explicación de
este resultado es que había una imperiosa necesidad de realizar el proceso rápidamente
16
y de vender títulos de la deuda externa.
La gestión de Iberia no hizo otra cosa que endeudar a la empresa aeronáutica,
destruyendo la flota y eliminando la gran parte de las rutas comerciales de la empresa,
que perdió así su prestigio mundial. Tampoco se cumplió con la promesa de invertir en
la empresa para mejorar sus servicios, lo que alejó cualquier posibilidad de mejorar la
competitividad a nivel global. En 1998, la gestión de la aerolínea estadounidense
American Airlines, que adquirió el 10% de la empresa, no ayudó a revertir la situación.
En junio de 2001, Aerolíneas sufrió la peor crisis en su historia, se suspendieron los
vuelos a siete destinos internacionales y la aerolínea entró en convocatoria de
acreedores. En octubre del mismo año, el control de Aerolíneas Argentinas y Austral
Líneas Aéreas fue cedido al Grupo Marsans, un consorcio formado por las aerolíneas
privadas españolas Spanair y Air Comet, que adquirió el 92,1% de las acciones. Con
esta nueva gestión se revirtieron los resultados negativos, aunque solo coyunturalmente.
En 2005 volvieron a registrar pérdidas, con el agravamiento de las dificultades
financieras y de servicio, evidenciando que los objetivos y fundamentos de la
privatización fueron claramente un fracaso.
El 17 de julio de 2008, la presidente Cristina Fernández anunció que el Estado
había iniciado un proyecto de ley para re-estatizar Aerolíneas Argentinas, Austral Líneas
Aéreas y las demás empresas del grupo. Según el gobierno argentino, esta reestatización permitiría garantizar el servicio y asegurar los 9.000 puestos de trabajo en
la empresa. En diciembre de 2008, la Cámara de Senadores convirtió en ley la
expropiación de Aerolíneas Argentinas, Austral Líneas Aéreas y las demás empresas del
grupo, declarándolas como de “utilidad pública”. En enero de 2009 comenzó a
concretarse la expropiación por parte del Estado al Grupo Marsans. Cristina Fernández
habilitó mediante un decreto al Ministerio de Planificación como organismo expropiante
para iniciar los trámites y designó un comité para administrar la línea aérea de bandera.
16
20. El movimiento obrero
El siglo XIX
Durante la década de 1880 aparecieron las primeras organizaciones gremiales
que expresaban la resistencia de los trabajadores al sistema, al tiempo que lentamente se
multiplicaban los conflictos laborales. A partir de 1887 se incrementó el número de
huelgas, teniendo las primeras como objetivo principal el aumento de salarios, pero
luego los reclamos se orientaron al logro de la reducción de la jornada laboral. No
obstante, muchas medidas de fuerza desarrollaron ambos reclamos y, además de la
huelga, los trabajadores comenzaron a peticionar a los poderes públicos.
La evolución organizativa de los asalariados estuvo acompañada por la actividad
de las corrientes políticas e ideológicas. Fueron grupos socialistas los primeros en
intentar la federación de varias sociedades de oficios en una central obrera. La
Federación de Trabajadores de la República Argentina, gestada en enero de 1891, no
pudo resistir la oposición de los anarquistas y la inmovilidad que sucedió a la crisis del
90, por lo que se disolvió pocos años después.
Reproduciendo la pugna ideológica que desde hacía años se desarrollaba en
Europa, los anarquistas enfrentaron a los socialistas por la dirección del movimiento
obrero. Su prédica no pudo ser contrarrestada por estos últimos, lo que determinó la
hegemonía anarquista en las primeras luchas sociales de la Argentina.
Los comienzos del siglo XX
El período que se extendió entre 1900 y 1910 se caracterizó por una fuerte
conflictividad. La sindicalización se expandió acompañada por conflictos y huelgas
generales. Sobre la base de la mano de obra concentrada en talleres medianos y
pequeños, con un porcentaje considerable de obreros con cierta calificación y,
fundamentalmente, de los trabajadores del sector del transporte, surgió un movimiento
obrero activo y dinámico que se proyectó a nivel nacional. Con esta característica
surgieron dos centrales obreras: la anarquista Federación Obrera Argentina –FOA–
(creada en 1901 y denominada FORA en 1904) y la socialista Unión General de
Trabajadores (UGT) en 1902. La FORA se transformó en la central más dinámica y
activa del período. A su prédica antiestatista y apolítica añadió el empleo de las
prácticas de acción directa que caracterizaron al movimiento obrero durante buena parte
de su historia.
Entre 1902 y 1910 se produjeron siete huelgas generales e importantes
manifestaciones callejeras. El paro de mayor duración tuvo lugar en mayo de 1909 y su
detonante fue el ataque sorpresivo de la policía a una columna obrera que conmemoraba
el 1º de mayo. Ocho obreros fallecieron y cuarenta resultaron heridos. La respuesta de
ambas centrales obreras fue un llamado a la huelga general que se prolongó durante una
semana. Meses después, un joven obrero anarquista asesinó al Jefe de Policía, Ramón L.
Falcón. Como en otras oportunidades durante el período, el gobierno decretó el estado
de sitio. Durante dos meses se detuvo y deportó a numerosos dirigentes obreros, se
clausuraron locales gremiales y se impidió la edición y circulación de la prensa obrera.
La Ley de Residencia
Debido a una huelga general, en noviembre de 1902 el gobierno logró,
precipitadamente, que el Senado aprobara la Ley de Residencia, sobre la base de un
proyecto del senador Miguel Cané. La ley autorizaba al Poder Ejecutivo a expulsar a
todo extranjero cuya conducta fuera considerada peligrosa para la seguridad nacional o
el orden público. Dos días después de la sanción, el gobierno declaró el estado de sitio.
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La policía expulsó de inmediato a once italianos y diez españoles, quienes fueron
embarcados hacia Génova y Barcelona, respectivamente. Sin embargo, la ley no logró
solucionar la conflictividad social y debió recurrirse a menudo a la declaración del
estado de sitio cuando se enfrentaron los trabajadores y la policía, ya sea durante las
huelgas o con motivo de la celebración del 1º de mayo.
Las divisiones en el movimiento obrero
En los primeros años del siglo XX surgió el “sindicalismo” como corriente que
comenzó a terciar en la pugna gremial. Sobre todo en la década del 20 registró una
notable expansión. A medida que fue abandonando sus posturas revolucionarias, el
avance que venía sosteniendo en la década anterior se consolidó a expensas del
anarquismo. A pesar de que éste permaneció en algunas comunidades de trabajadores,
su influencia se fue desvaneciendo en el ámbito sindical. En lo referente al socialismo,
su presencia se manifestó en sectores laborales con mayor calificación, entre los
empleados públicos y municipales de la Capital Federal. Estos cambios contribuyeron a
que en reemplazo del sindicalismo de acción apareciera el sindicalismo de presión.
Paulatinamente, esta nueva forma pasó a hegemonizar el gremialismo y a facilitar la
adopción de instancias pacíficas de negociación. El movimiento obrero –en especial en
Buenos Aires– abandonó las calles y circunscribió sus luchas al lugar de trabajo.
El sindicalismo en los años treinta
El golpe de Estado de 1930 encontró al movimiento obrero dividido
ideológicamente. Cuatro centrales obreras disputaban la hegemonía de los trabajadores.
Sólo los anarquistas, enrolados en la FORA, expresaron una clara oposición al golpe.
Los principales rasgos en la evolución del movimiento obrero durante la década
de 1930 y principios de la década de 1940 fueron los siguientes: en primer lugar, los
anarquistas fueron desplazados en forma definitiva. Por el contrario, se afianzaron las
tendencias reformistas y burocráticas en la conducción del movimiento obrero. Las
organizaciones sindicales adquirieron un mayor perfil institucional, lo que les permitió
una relación más fluida, aunque no necesariamente cordial, con el gobierno y los
empresarios.
En segundo término, a los pocos días del golpe militar de setiembre de 1930 se
fundó la Confederación General del Trabajo (CGT), que unificó temporalmente al
movimiento obrero. La conducción de la central obrera quedó a cargo de los
“sindicalistas”, fundamentalmente, y de los socialistas. Finalmente, en diciembre de
1935, mediante una maniobra burocrática (denominada “golpe de Estado sindical”), los
socialistas desplazaron a los “sindicalistas” de la conducción de la CGT. Este hecho
puso fin al enfrentamiento entre ambas tendencias, ya que mientras los “sindicalistas”
rechazaban la identificación de la clase obrera con un partido político, los socialistas
aspiraban a una relación más estrecha entre la central obrera y el Partido Socialista. A
partir de entonces, la corriente “sindicalista”, predominante durante el período radical,
comenzó su gradual eclipse en la vida sindical.
En 1936 ingresaron a la CGT los sindicatos comunistas, que llegaron a tener un
número significativo de miembros en el Comité Central Confederal, y ese mismo año, a
instancias de los dirigentes socialistas y comunistas, el Congreso Constituyente de la
CGT estatuyó la forma moderna de sindicatos por ramas industriales en reemplazo del
antiguo sindicalismo por oficio.
Así, hasta 1943 la dirección del movimiento obrero fue hegemonizada por los
socialistas. Por primera vez, sectores de origen marxista llegaban a la conducción del
movimiento obrero, aunque el marxismo era para muchos de los dirigentes sólo una
16
anécdota y en realidad no se diferenciaban demasiado de la corriente “sindicalista”, de
la que algunos de ellos provenían. Asimismo, si bien el peso de los sindicatos
tradicionales, vinculados a la economía agroexportadora y al sector de transportes y
servicios, siguió siendo predominante, comenzaron a organizarse los obreros de las
nuevas ramas industriales.
No obstante, una característica del período fue el bajo nivel de sindicalización de
los obreros. La CGT enrolaba una minoría de los trabajadores. Hacia 1935, entre la
CGT Independencia (conducida por los socialistas) y la CGT Catamarca (conducida por
los “sindicalistas”) reunían 232.000 afiliados. Por entonces, los obreros industriales
alcanzaban a 534.000, en tanto que los agrícolas llegaban a 800.000.
El sindicalismo peronista
El crecimiento del sindicalismo vivió su momento más dinámico durante el
gobierno peronista. Si desde la Secretaría de Trabajo y Previsión el coronel Perón tuvo
éxito en el estímulo a la creación de nuevos sindicatos, careció, en este momento inicial,
del necesario respaldo político para contrarrestar la resistencia patronal al desarrollo de
la sindicalización de los trabajadores. Una vez en el gobierno, el peronismo estimuló el
papel económico y político del movimiento obrero, la extensión de la vasta red de
organizaciones sindicales y el alto grado de movilización de los trabajadores
provocando un notable incremento de la tasa de sindicalización después de 1945.
El período en el que se verificó la afiliación más intensa fue el comprendido
entre 1947 y 1948. La sindicalización sin precedentes de los trabajadores urbanos y la
febril actividad organizacional de los sindicatos, auspiciada por el gobierno, se
tradujeron en una expansión impresionante del movimiento obrero organizado. Las
afiliaciones masivas modificaron notablemente el tamaño de los sindicatos que, antes de
1943, constituían pequeñas organizaciones de menos de 15.000 miembros.
También se produjo un cambio en la composición interna del movimiento
sindical. Ya en 1948 los trabajadores industriales habían desplazado a los del sector
terciario como grupo predominante. Sólo después de 1950 los estatales lograron un
nivel similar de organización, pero en este caso, ello se debió a la obligatoriedad de
afiliación que se impuso a los empleados del Estado.
Luego 1950, el proceso de sindicalización llegó a su punto máximo. El
movimiento obrero pasó a ser dominado por organizaciones masivas que representaban
a más de la mitad de los trabajadores organizados. Hacia 1954, las organizaciones
obreras habían cuadruplicado su tamaño y abarcaban la mayoría de los gremios
localizados fuera del sector agrícola.
Si bien el peronista fue el primer gobierno nacional apoyado masivamente por
los trabajadores, la relación entre el movimiento sindical y el régimen peronista no
estuvo exenta de matices y contradicciones. La progresiva subordinación del
sindicalismo a las necesidades políticas del gobierno se debió a que los dirigentes
sindicales entendieron que su vinculación con el peronismo era la única alternativa
realista abierta al movimiento sindical. Por otro lado, la participación política y social
del movimiento sindical dentro del Estado justicialista no sólo puso límites a las
políticas gubernamentales, sino que constituyó un mecanismo correctivo de esas
políticas.
La resistencia sindical
En un principio, tras el derrocamiento de Perón, el movimiento sindical, uno de
los actores principales de la vida pública del país entre 1946 y 1955, experimentó un
severo retroceso. Replegado en el aislamiento político, acentuó sus demandas en favor
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de la rehabilitación del peronismo y de su retorno al poder. Estas consignas –no
integrables en el nuevo marco político– constituyeron un acicate para que el
sindicalismo iniciara su movilización contra el régimen militar. De esta manera
comenzó lo que se conocería más tarde como “la etapa de la resistencia”, durante la cual
las bases obreras y los dirigentes sindicales aparecieron unidos para resistir la ofensiva
antilaboral de los años 1956-1958 mediante huelgas, a menudo prolongadas, el sabotaje
industrial y el terrorismo.
Uno de los primeros logros del movimiento obrero fue la reconstitución del
sindicalismo peronista, en 1957. La oportunidad se presentó cuando el interventor
militar en la CGT convocó a elecciones en los sindicatos intervenidos con el propósito
de normalizar la central obrera bajo una conducción no peronista y afín a sus objetivos.
Sin embargo, los dirigentes gremiales peronistas de segunda línea, formados antes de
1955, y cuadros más nuevos, salidos de las huelgas del período, se presentaron a las
elecciones y lograron ganar el control sobre un importante número de sindicatos
industriales, por lo cual su presencia en el Congreso Normalizador resultó decisiva.
Ante esta circunstancia, los sindicalistas antiperonistas –socialistas, radicales, liberales–
se retiraron del congreso malogrando la posibilidad de unificar la central obrera.
A partir de entonces, el movimiento sindical se dividió en tres corrientes.
Quienes se retiraron del congreso constituyeron un nucleamiento denominado “32
Gremios Democráticos”, de fuerte orientación antiperonista. Por su parte, los peronistas,
algunos de sectores de izquierda y los independientes conformaron las “62
Organizaciones”, mientras que gremios minoritarios conducidos por los comunistas,
tratando de mediar entre aquellas corrientes, gestaron el sector de “los 19”,
posteriormente denominado Movimiento de Unidad y Coordinación Sindical (MUCS).
En 1958, las “62 Organizaciones” quedó integrado solamente por dirigentes de
extracción peronista y se transformó en una rama del Movimiento Nacional Justicialista.
Distintos posicionamientos ante la conducción política partidaria y frente a los distintos
gobiernos provocaron, a lo largo de los años, numerosas divisiones en su interior: “De
Pie Junto a Perón”, “Leales a Perón”, “Los 8”, “Nueva Corriente de Opinión”, etc.
Recién en 1960, durante el gobierno de Arturo Frondizi, el gremialismo recuperó
la CGT. Sectores independientes, el MUCS y las “62 Organizaciones” conformaron una
comisión que se entrevistó con el presidente y logró la entrega de la central obrera. La
CGT, hasta que se concretara su normalización, quedó en manos de una conducción
provisoria en la que se encontraban Augusto T. Vandor, dirigente destacado de la Unión
Obrera Metalúrgica, y Andrés Framini, de la Asociación Obrera Textil. De esta manera
se cerraba la etapa abierta a fines de 1955, con la intervención a la central dispuesta por
el gobierno dictatorial de la llamada “Revolución Libertadora”.
Sindicalismo, militares y democracia
Luego del derrocamiento del gobierno peronista en 1955, los sectores populares,
y en particular la clase trabajadora, quedaron marginados de toda participación en las
instituciones de la democracia y de toda presencia en el aparato estatal. Su principal
representación política, el peronismo, fue proscripta, lo que obligó a esta fuerza a
presionar a través de canales alternativos. El sindicalismo, en especial, se transformó en
la expresión orgánica más importante del peronismo.
En tales circunstancias, entre los partidos políticos no peronistas, e incluso entre
los militares, se abrió paso una postura “integracionista” –partidaria de integrar al
peronismo a la vida política, excluyendo la presencia de Perón– que confrontaba a la
postura más cerrilmente antiperonista, que aspiraba a eliminar al peronismo. De esta
manera, se planteó una alternativa frente al sindicalismo que dio lugar a la aparición de
16
la pragmática corriente vandorista, cuya estrategia consistía en negociar y golpear para
mejorar la condición de sus representados y en crear una fuerza política autonomizada
de la conducción de Perón. Manteniendo contactos con sectores militares, el
vandorismo terminó jaqueando al gobierno de Illia y respaldando el golpe militar que lo
derrocó en 1966.
Otros sectores sindicales minoritarios mantuvieron una posición más
radicalizada frente a los intentos de cooptación. Recuperaron los aspectos renovadores
del gobierno peronista y lucharon sin claudicación para que el sistema democrático
permitiera la participación política del peronismo sin exclusión alguna. El programa de
Huerta Grande (Córdoba) en 1962 y la denominada “CGT de los Argentinos”, creada en
1968, fueron experiencias fugaces piloteadas por estos sectores y por sindicalistas de
izquierda.
El sindicalismo de izquierda
En los primeros años de la década del 70 surgieron sindicatos de empresa –
SITRAC y SITRAM– en el avanzado sector automotriz cordobés que negociaron
condiciones de trabajo y salariales al margen de los convenios nacionales por rama. La
dinámica reivindicativa de estos sindicatos, canalizando la presión de sus bases, llevó a
que numerosas plantas industriales fueran ocupadas por los trabajadores mecánicos en
reclamo de aumentos salariales, sobrepasando a la dirigencia sindical nacional. Estas y
otras acciones de lucha de diversos gremios contribuyeron a la aparición de nuevos
líderes sindicales clasistas no vinculados al peronismo como Agustín Tosco (de Luz y
Fuerza) y René Salamanca (de los mecánicos), ambos militantes de izquierda.
Sin embargo, las organizaciones de izquierda carecían de una fuerza política
organizada y masiva que, como el peronismo, planteara una alternativa a nivel global.
Los efectos de la represión y la desindustrialización
La política del llamado “Proceso de Reorganización Nacional” apuntó a
desarticular la organización sindical y la movilización de los trabajadores. Tres fueron
los aspectos de esa política: en primer lugar, la política económica que, en la medida en
que procuró reestructurar la industria, afectó a los trabajadores del sector; en segundo
lugar, mediante una legislación de excepción duramente aplicada y, sobre todo, con la
represión ilegal, con la que se procuró el amedrentamiento de los dirigentes y de los
trabajadores; finalmente, se dictaron normas laborales de contenido regresivo y se buscó
reglamentar la actividad sindical para reducirla al ejercicio de las reivindicaciones
estrictamente económicas.
De inmediato, tras el golpe militar, toda una batería de leyes prohibitivas se puso
en marcha. Se suspendió la actividad sindical y se prohibió el derecho constitucional de
huelga. Fue decretada la intervención militar a la CGT y declarada la ilegalidad de las
“62 Organizaciones”. El mismo día del golpe se suspendieron doce sindicatos, una cifra
que se fue ampliando con posterioridad hasta abarcar varios centenares. Varias entidades
gremiales fueron intervenidas, entre ellas la UOCRA (gremio de la construcción), la
UOM (metalúrgicos), la AOT (textiles) y FOETRA (telefónicos). Muchos dirigentes
sindicales fueron detenidos; algunos, incluidos en las Actas de Responsabilidades
Políticas; otros, puestos a disposición del Poder Ejecutivo o desaparecidos.
La represión del movimiento obrero fue ejercida de manera selectiva. Por un
lado, se trató de eliminar los sectores combativos del peronismo o clasistas localizados
en las comisiones internas de determinadas empresas. Numerosos dirigentes medios y
activistas fueron secuestrados o asesinados clandestinamente. Por otro, se puso en
prisión o amenazó a los dirigentes nacionales de los sectores moderados u ortodoxos,
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acusándolos de corrupción. Nunca el movimiento obrero argentino había experimentado
una persecución tan encarnizada.
Ante la desarticulación de la estructura sindical, en un marco claramente adverso
comenzaron los primeros intentos para reorganizarla. En marzo de 1977 apareció el
“Grupo de los 25”, integrado por gremios menores que, en general, no habían sido
intervenidos; paulatinamente, este sector adoptará un perfil confrontador con la
dictadura. Por su parte, en 1978 surgió la Comisión de Gestión y Trabajo, conformada
por los principales gremios intervenidos y con una estrategia dialoguista frente al
gobierno. Esta nueva división del movimiento obrero perdurará hasta el final de la
dictadura.
En 1979 se intentó superar la división del movimiento obrero y se organizó la
Conducción Única de Trabajadores (CUTA). Conducida por los principales sindicatos,
no tardó en experimentar una ruptura: por un lado, “los 25” acentuaron su discurso de
enfrentamiento con el gobierno mientras que, por otro, la Comisión Nacional de Trabajo
emprendió una estrategia de concertación con la dictadura. En el curso de su fugaz
existencia, la CUTA acudió a la Comisión de Derechos Humanos de la OEA para
denunciar la prisión y desaparición de numerosos militantes y dirigentes obreros.
“Los 25” bregaron por la reorganización de la central obrera única, lo que
concretaron a fines de 1980. Este fue el origen de la denominada “CGT-Brasil”, cuya
Secretaría General quedó a cargo del dirigente del gremio de los cerveceros, Saúl
Ubaldini. La nueva central obrera se propuso la recuperación de las organizaciones
gremiales y un mayor enfrentamiento a la dictadura. En julio de 1981 realizó un paro
general y a principios de noviembre convocó a una primera manifestación masiva de
protesta. Bajo el lema “Pan, Paz y Trabajo”, miles de personas llegaron a la iglesia de
San Cayetano –templo preferido por las peregrinaciones populares en reclamo de
trabajo– donde se ofició una misa al aire libre. La desconcentración de los manifestantes
fue seguida por la represión policial y se produjeron detenciones. Este episodio
catapultó al movimiento obrero como eje de la protesta nacional, que arrastró tras sus
consignas a vastos sectores de la población. Por otra parte, varios partidos políticos
adhirieron a la convocatoria cegetista: el justicialismo, la democracia cristiana, los
intransigentes, los comunistas y distintas fracciones de la izquierda.
La movilización encabezada por la CGT-Brasil, el 30 de marzo de 1981,
constituyó una expresión multitudinaria de oposición al régimen militar. Los objetivos
de la convocatoria excedían los reclamos estrictamente gremiales: exigía “el derecho
soberano de aspirar a una vida digna, en un marco de desarrollo con justicia social que
permita recuperar el aparato productivo, salarios dignos para activos y pasivos, y
alcanzar una democracia estable que asegure a los argentinos vivir en una comunidad
justa, libre y soberana, con paz, libertad y justicia...”. La movilización obrera,
reproducida en las principales ciudades de las distintas provincias, tuvo el
acompañamiento de otros sectores de la población. El fuerte dispositivo de seguridad
dispuesto en Buenos Aires no impidió que gran cantidad de manifestantes arribara al
centro de la ciudad. La represión fue violenta, hubo más de 1.000 detenidos, entre los que se
contaban Ubaldini y otros dirigentes cegetistas, y numerosos lesionados.
Tras la Guerra de Malvinas, con la dictadura en desintegración, los sectores
dialoguistas se nuclearon en la “CGT-Azopardo”, conducida por el dirigente de los
obreros plásticos Jorge Triacca y el mercantil Armando Cavallieri. Esta central obrera,
con el acompañamiento de la “CGT-Brasil”, impulsó los últimos paros generales contra
el régimen militar. Ambas confederaciones de trabajadores elevaron pliegos
reivindicativos, coincidiendo en las exigencias de mejoras salariales y en el reclamo de
una reactivación productiva. Los de Azopardo enfatizaban la necesidad de la devolución
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de los sindicatos, la asistencia a los desocupados y la anulación de los regímenes de
indexación. Por su parte, los de Brasil demandaban la derogación de la legislación
laboral y social de la dictadura, la explicación del incremento de la deuda externa
durante el Proceso y la devolución de los derechos civiles a los “ciudadanos marginados
injustamente de la vida civil”.
El retorno del peronismo y la burocracia sindical
Durante la dictadura encabezada por el Gral. Juan Carlos Onganía, en 1968, la
central obrera, en el curso de un Congreso Normalizador, se dividió entre los sectores
combativos del peronismo, independientes y marxistas, que integraron la “CGT de los
Argentinos” y los sectores vandoristas y participacionistas, que se aglutinaron en la
“CGT Azopardo”. El discurso de la primera, de oposición frontal al gobierno dictatorial
y de condena a las tácticas negociadoras de participacionistas y vandoristas, prendió en
regionales del interior, a nivel de plantas fabriles y adquirió acentuados tonos clasistas y
anticapitalistas. A partir del Cordobazo, este discurso acompañó numerosos conflictos
obreros y rebeliones contra lo que se denominaba la “burocracia sindical”.
C.G.T. de los Argentinos – Programa del 1° de Mayo de 1968
“Hay dirigentes –dijo Amado Olmos– que han adoptado las formas de vida, los
automóviles, las casas, las inversiones y los gustos de la oligarquía a la que dicen
combatir. Desde luego con una actitud de este tipo no pueden encabezar a la clase
obrera”.
… ¿Qué duda cabe hoy de que Olmos se refería a esos dirigentes que se
autocalifican de “colaboracionistas” y “participacionistas”? Durante más de un lustro
cada enemigo de la clase trabajadora, cada argumento de sanciones, cada editorial
adverso, ha sostenido que no existía en el país gente tan corrompida como algunos
dirigentes sindicales. Costaba creerlo, pero era cierto. Era cierto que rivalizaban en el
lujo insolente de sus automóviles y el tamaño de sus quintas de fin de semana, que
apilaban fichas en los paños de los casinos y hacían cola en la ventanilla de los
hipódromos, que paseaban perros de raza en las exposiciones internacionales. … Esa
satisfacción han dado a los enemigos del movimiento obrero, esa amargura a nosotros.
Pero es una suerte encontrarlos al fin todos juntos –dirigentes ricos que nunca pudieron
unirse para defender trabajadores pobres–, funcionarios y cómplices de un gobierno que
se dice llamado a moralizar y separados para siempre de la clase obrera. Con ellos, que
voluntariamente han asumido ese nombre de colaboracionistas, que significa
entregadores en el lenguaje internacional de la deslealtad, no hay advenimiento posible.
Que se queden con sus animales, sus cuadros, sus automóviles, sus viejos juramentos
falsificados, hasta el día inminente en que una ráfaga de decencia los arranque del
último sillón y de las últimas representaciones traicionadas.
De todos modos, las proposiciones y métodos de acción de esta central obrera,
salvo en los tramos iniciales, no lograron adhesiones sustantivas en los grandes centros
industriales –como el Gran Buenos Aires– donde se asentaba el poder de las
organizaciones gremiales más poderosas.
En la campaña electoral previa a las elecciones presidenciales de marzo de 1973,
Perón privilegió a los sectores políticos y a los juveniles, lo que fue cuestionado por
sectores de la “burocracia sindical”. A fines de 1972, la elección de la fórmula
presidencial en el Congreso Nacional Justicialista fue impugnada por el dirigente
participacionista Rogelio Coria, titular de la Unión Obrera de la Construcción y
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sindicado como uno de los exponentes más notorios de la “burocracia sindical”. Coria,
si bien tenía una postura compartida por la mayoría de los dirigentes sindicales, debió
renunciar a la conducción de su gremio bajo presión del propio Perón.
Por entonces, el mensaje contra la “burocracia sindical” fue reivindicado por la
tendencia revolucionaria del peronismo y por sectores juveniles radicalizados que
realizaron una impugnación violenta de las dirigencias sindicales, lo que tuvo como
saldo una sucesión de trágicos acontecimientos.
El regreso definitivo de Perón dio lugar a un nuevo diseño político. La
imponente manifestación política que asistió en Ezeiza al retorno del líder justicialista
se transformó en una tragedia por el enfrentamiento armado entre los sectores internos
del peronismo. A partir de ese episodio, Perón pasó a convertirse en el eje de un ajuste
de cuentas con los sectores juveniles y guerrilleros tras el objetivo de desmontar la
movilización popular que jaqueaba al gobierno de Cámpora.
De esta manera, se abrió el espacio para la reconstitución de la alianza del
caudillo con los hasta entonces relegados jefes sindicales. La campaña electoral que
permitió el acceso de Perón a su tercer mandato presidencial, a diferencia de la que
proyectó a Cámpora, contó con el activo proselitismo de los sindicatos. El despliegue
sindical tuvo como protagonista destacado al secretario general de la UOM, Lorenzo
Miguel. El ulterior triunfo electoral fue calurosamente celebrado por los sindicalistas,
que preveían un acceso más fluido a las decisiones del poder.
Pero un nuevo episodio sangriento empañó la euforia de la dirigencia sindical.
Dos días después de las elecciones que consagraron el triunfo de Perón –el 26 de
septiembre– fue asesinado el secretario general de la CGT, José I. Rucci. Los sucesos
posteriores confirmarían que la eliminación de Rucci no anuló el poder de la
cuestionada burocracia sindical. Por el contrario, galvanizó a su dirigencia, exacerbó su
hostilidad hacia la JP y la izquierda y confundió a muchos trabajadores, partidarios de la
renovación orgánica de las conducciones sindicales. Una semana después, el presidente
electo ratificó, en la propia central obrera, que “el movimiento sindical era la columna
vertebral del peronismo” y exhortó a los dirigentes sindicales a combatir la infiltración
marxista.
A fines de 1974, como corolario de una exitosa ofensiva contra la oposición
sindical, una serie de elecciones y asambleas confirmaron a los principales jefes
sindicales nacionales en el control de la estructura sindical.
El fortalecido aparato sindical se aprestó a alcanzar su viejo objetivo de libre
negociación colectiva de los salarios. El primer paso en esa dirección, luego de la
muerte de Perón, fue su asociación con el entorno de la presidente Isabel para provocar
la renuncia de Gelbard, artífice del Pacto Social que restringía la política salarial. Una
nueva oportunidad para reconquistar el prestigio perdido por los jefes sindicales se
presentó a partir de febrero de 1975, cuando el gobierno convocó a empresarios y
sindicatos para discutir los salarios y las condiciones de trabajo. Sin embargo, el
drástico reajuste dispuesto por el ministro Rodrigo sorprendió a sindicalistas y
empresarios en el curso de las negociaciones, obligando a su transitoria suspensión. Si
bien la presión sindical logró que el gobierno desistiera de su propósito de poner límites
a los aumentos salariales a acordarse, a partir de este momento comenzó a gestarse la
ruptura definitiva del entorno presidencial con los jefes sindicales.
La dictadura militar y el movimiento obrero
De inmediato, tras el golpe militar, toda una batería de leyes prohibitivas se puso
en marcha. Se suspendió la actividad sindical y se prohibió el derecho constitucional de
huelga. Fue decretada la intervención militar a la CGT y declarada la ilegalidad las “62
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Organizaciones”. El mismo día del golpe se suspendieron doce sindicatos, una cifra que
se fue ampliando con posterioridad hasta abarcar varios centenares. Muchos dirigentes
sindicales fueron detenidos, algunos incluidos en las Actas de Responsabilidades
Políticas, otros puestos a disposición del Poder Ejecutivo o desaparecidos.
La represión del movimiento obrero fue ejercida de manera selectiva. Por un
lado, se trató de eliminar los sectores combativos o clasistas localizados en las
comisiones internas de determinadas empresas. Numerosos dirigentes medios y
activistas fueron secuestrados o asesinados clandestinamente. Por otro, se puso en
prisión o amenazó a los dirigentes nacionales de los sectores moderados u ortodoxos,
acusándolos de corrupción. Nunca el movimiento obrero argentino había experimentado
una persecución tan encarnizada.
A un mes del golpe, comenzó a recortarse la legislación protectora del sector
laboral. Con un criterio regresivo, se derogaron veinticinco artículos de la Ley de
Contrato de Trabajo, considerados excesivamente permisivos. Los trabajadores estatales
fueron puestos en comisión y se inició el estudio y la elaboración de proyectos de ley
relativos a la reglamentación del derecho de huelga, régimen de trabajo rural, regulación
de los estatutos legales especiales de trabajo y el Código de Trabajo. Posteriormente, se
derogaron las leyes y decretos que establecían regímenes especiales de trabajo para el
personal de la DGI, Aduana, bancos oficiales, Vialidad y otros.
El cercenamiento de las conquistas sociales y las consecuencias de la política
económica provocaron las primeras reacciones en el movimiento obrero. En setiembre
de 1976, en un memorial entregado en Córdoba al ministro de Trabajo, varios dirigentes
de organizaciones gremiales solicitaban mejoras salariales, pedían por los gremialistas
detenidos y por el cese de los despidos injustificados. Señalaban la depreciación de los
salarios, las ganancias desorbitadas de ciertos sectores empresarios y los perjuicios que
experimentaban otros empresarios por la contracción del mercado interno. Ese mismo
mes, a despecho del marco represivo, los trabajadores de las empresas automotrices de
la Capital Federal y Gran Buenos Aires protagonizaron las primeras huelgas en
demanda de mejoras salariales y en rechazo de la suspensión de personal por
reprogramación de la producción. Al mes siguiente, los obreros del Sindicato de Luz y
Fuerza, frente al intento del gobierno militar de modificar el convenio de trabajo,
iniciaron acciones de protesta. En febrero, cuando el gobierno parecía dispuesto a
entablar negociaciones con los obreros, el principal dirigente del gremio, Oscar Smith,
fue secuestrado en la vía pública, pasando a integrar la lista de los desaparecidos. Con
este secuestro, la protesta se desdibujó.
Sin embargo, a fines de 1980, un grupo de dirigentes obreros decidió reconstituir
finalmente la CGT. La secretaría general quedó a cargo del dirigente del gremio de los
cerveceros, Saúl Ubaldini, y dado que funcionaba en un local de la Avda. Brasil pasó a
denominarse CGT-Brasil. La organización se propuso la recuperación de las
organizaciones gremiales y la acentuación del enfrentamiento con el gobierno militar.
A mediados de febrero de 1982, la central obrera dio un nuevo paso en su
estrategia de enfrentamiento a la dictadura. Decidió desarrollar un plan de movilización
en demanda de mejoras para los trabajadores y contra la política económica
gubernamental. Para no quedar aislada, la dirigencia cegetista procuró el apoyo de los
partidos políticos, por lo que se reunió con la Multipartidaria para compartir
responsabilidades y planificar acciones en conjunto.
La movilización encabezada por la CGT-Brasil, el 30 de marzo de ese año,
constituyó una expresión multitudinaria de oposición al régimen militar. Los objetivos
de la convocatoria excedían los reclamos estrictamente gremiales: exigía “el derecho
soberano de aspirar a una vida digna, en un marco de desarrollo con justicia social que
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permita recuperar el aparato productivo, salarios dignos para activos y pasivos, y
alcanzar una democracia estable que asegure a los argentinos vivir en una comunidad
justa, libre y soberana, con paz, libertad y justicia...”. La movilización obrera,
reproducida en las principales ciudades de las distintas provincias, tuvo el
acompañamiento de otros sectores de la población. El fuerte dispositivo de seguridad
dispuesto en Buenos Aires no impidió que numerosos manifestantes arribaran al centro
de la ciudad. La represión fue violenta: hubo más de 1.000 detenidos, entre los que se
contaban Ubaldini y otros dirigentes cegetistas, numerosos heridos y, en Mendoza, un
jubilado fue herido gravemente y falleció posteriormente. Sin embargo, el aparato
represivo ya no parecía ser suficiente para suprimir la manifestación abierta de los
reclamos. En ese sentido, la jornada del 30 de marzo marcó un clivaje en la situación
política.
El interregno radical
El triunfo electoral del radicalismo puso en cuestión la estrategia del
sindicalismo peronista. La dirigencia sindical no pudo escapar a la cuota de
responsabilidad que le correspondía por la derrota del peronismo en 1983. Además,
debía acomodarse a una restablecida democracia que presentaba como novedad a un
gobierno no peronista surgido de elecciones libres y sin proscripciones.
Por su parte, el nuevo gobierno se propuso la democratización de las
organizaciones sindicales en manos del peronismo. El Poder Ejecutivo presentó al
Parlamento un proyecto de ley de reordenamiento sindical tendiente a producir un
cambio en la conducción del movimiento obrero. Esta iniciativa logró unificar al
peronismo y galvanizar a la dirigencia sindical alrededor de sus viejas tácticas
defensivas. Para ello, las dos centrales obreras (ex Brasil y Azopardo) se unieron
contando con la participación de todos los sectores del sindicalismo, a excepción de la
Comisión de los 20.
En marzo de 1987, el gobierno intentó quebrar el frente opositor sindical. Con
este propósito designó al frente del Ministerio de Trabajo al sindicalista Carlos Alderete.
Una fracción importante pero heterogénea del sindicalismo –hegemonizada por los
gremios más poderosos–, conocida como el grupo de “los 15”, acompañó este intento de
alianza promovido por el gobierno radical. Sin embargo, los intentos de “los 15” y de
las “62 Organizaciones” por desplazar a Ubaldini de la conducción de la CGT
fracasaron. El año culminó con el noveno paro general dispuesto por la CGT y el
naufragio de los intentos divisionistas ensayados por el gobierno.
Cuando el gobierno finalizó su gestión, el balance de la acción cegetista había
registrado catorce paros generales no siempre satisfactorios en cuanto a sus efectos
movilizadores e impotentes para evitar el deterioro de las condiciones salariales y
laborales de los sectores trabajadores. En suma, las huelgas generales adquirieron un
carácter cada vez más ritualizado y, a diferencia del pasado, no lograron encrespar el
clima social.
Las transformaciones ocurridas en el seno de la clase trabajadora –desde
mediados de los años setenta– habían producido cambios en el movimiento sindical. El
peso relativo del sindicalismo en la sociedad comenzó a disminuir. Los cambios en la
estructura productiva, particularmente en el sector industrial, afectaron la estructura
ocupacional provocando la pérdida de importancia de los grandes gremios industriales.
Simultáneamente, se aceleró la terciarización del empleo, la expansión de la ocupación
en el sector público y el incremento del “cuentapropismo”. La hegemonía de los
gremios industriales sobre el movimiento sindical fue desdibujándose acompañada por
la fragmentación del sindicalismo. En este contexto, la conducción cegetista quedó en
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manos de Ubaldini –representante de un gremio menor– que, montado sobre el
ascendiente ganado durante los enfrentamientos con la dictadura militar, pudo articular,
con fórmulas políticas, las demandas sociales de los trabajadores y cooptar a sectores
extra sindicales castigados por la crisis.
El menemismo y los nuevos movimientos sindicales
Durante la década menemista se consolidó el “sindicalismo empresario”. El
gobierno recurrió a la distribución de incentivos para cooptar a los dirigentes de los
sindicatos dispuestos a colaborar. En momentos en que los quebrantos financieros
afectaban a algunos sindicatos u obras sociales, el gobierno puso en manos de dirigentes
adeptos el manejo de la ANSSAL, organismo recaudador de los fondos de las obras
sociales. En otros casos, distribuyó posiciones de poder entre dirigentes de gremios de
la administración pública, asignándoles apreciables recursos para pagar
indemnizaciones, retiros voluntarios, etc., amortiguando las tensiones en los sectores
sujetos a “racionalización”.
En los casos de privatizaciones de empresas públicas, se incorporó a dirigentes
al proceso de negociación, como el caso de los Programas de Propiedad Participada,
donde se convertía a los trabajadores en accionistas aunque las acciones quedaban en
manos de los respectivos sindicatos. A través de estas distintas modalidades de
distribución de incentivos, el gobierno logró que varios sindicatos desistieran de la
confrontación, optaran por la colaboración y, a la vez, aseguraran su supervivencia
como organizaciones.
La política económica del menemismo fue resistida por los trabajadores
estatales. El resto de los sindicatos o bien se abstuvo de acompañar la protesta o se
mantuvo vacilante, acompañando la gestión menemista o mostrándose cautelosos frente
a la misma; mientras en la CGT distintos sectores internos se debatían en una lucha para
lograr su control. Cuestionando la inmovilidad de la central obrera, en diciembre de
1991, una serie de sindicatos nucleados tras la Asociación de Trabajadores del Estado
(ATE), la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina
(CTERA) y los obreros navales se separaron de la llamada “CGT Azopardo”. Los
escindidos –decididos a confrontar con el gobierno– se encaminaron hacia la creación
de otra central obrera, más combativa, el Congreso de los Trabajadores Argentinos
(CTA). Años después, se organizó definitivamente como Central de los Trabajadores
Argentinos bajo la conducción del representante de ATE, Víctor de Gennaro. La CTA
nucleó principalmente a un sector de los empleados públicos y maestros, con menor
inserción entre los trabajadores industriales y de las actividades terciarias privadas.
Poco después, en un marco de retroceso del movimiento trabajador, las dos
centrales obreras decidieron su reunificación. En marzo de 1992, la languideciente
“CGT San Martín” –cuyo apoyo al gobierno recibía fuertes críticas de los trabajadores–,
en el Congreso de Parque Norte, decidió su unión con los de Azopardo. La unificación
fue coronada con un documento que reconocía las frustraciones del movimiento obrero
y planteaba la necesidad de tener mayor gravitación en la toma de decisiones para
impedir “que la balanza se desequilibre contra el pueblo”. Reivindicaba una acción más
decidida del Estado en “cuestiones esenciales como salud, educación, defensa,
seguridad, justicia y acción social”. Cuestionaba la apertura económica y defendía el
desarrollo del mercado interno. También reclamaba la libre discusión de los convenios
colectivos de trabajo sin interferencias del Estado. De todos modos, el nuevo secretario
general de la CGT unificada, el dirigente lucifuercista Oscar Lescano, manifestó su
disposición a negociar, aunque advertía que de no alcanzarse la concertación se optaría
por la confrontación.
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No obstante, la intención negociadora de la conducción cegetista tropezó con la
escasa disposición gubernamental a aceptar sus demandas. En consecuencia, el 9 de
noviembre de 1992 la CGT realizó el primer paro nacional al gobierno de Menem. El
paro fue acompañado, mayoritariamente, por los sectores obreros del Gran Buenos
Aires y del interior. En cambio, la CTA –integrada por los sindicatos escindidos de la
CGT– no se sumó orgánicamente al paro, aunque los estatales de ATE, conducidos por
Víctor de Gennaro, adhirieron a la medida cegetista.
En los primeros meses de 1993 se incrementó la actividad huelguística. Nuevos
paros docentes, paros de señaleros ferroviarios, de los trabajadores de los subterráneos y
de los del transporte, paros en la aerolínea Austral, etc., amenazaban desbordar los
cauces orgánicos del movimiento obrero. Entre tanto, la etapa de negociación y de
presión al gobierno, desarrollada por la nueva conducción cegetista, se estrellaba contra
la intransigencia gubernamental.
A fines de año, el interior se constituyó en escenario de la protesta social. Los
atrasos en los pagos de salarios fueron los factores desencadenantes de un estallido
social en Santiago del Estero. En 1994, las protestas se hicieron extensivas al noroeste:
Jujuy, Salta y Tucumán. Este activismo, expresión de la crisis de las economías
regionales, tuvo su desenlace en julio de 1994. Frente a la pasividad cegetista, la CTA,
la Corriente Clasista Combativa (CCC) y el Movimiento de Trabajadores Argentinos
(MTA) –sector rebelde de la CGT que agrupaba a los camioneros y a la UTA
(colectiveros) – organizaron una Marcha Federal que confluyó desde todo el país a la
Plaza de Mayo para culminar en un acto que reunió una masiva concurrencia. Los
mismos sectores organizaron, a principios de agosto, un paro nacional contra la política
del gobierno.
En setiembre de 1995 se produjo un nuevo paro nacional y entre agosto y
diciembre de 1996 se realizaron tres nuevos paros impulsados por la CGT. La renuncia
de Cavallo pareció abrir el camino hacia negociaciones entre el ala política del gobierno
y la CGT. Sin embargo, el acuerdo no fue posible: Menem ratificó la política económica
y amenazó con imponer leyes laborales por decreto. Esta actitud descolocó a los
dirigentes gremiales ultramenemistas, que perdieron la hegemonía que conservaban en
la dirección cegetista, lo que posibilitó la incorporación del MTA a la conducción de la
central. Esta organizó un paro de 24 horas en agosto y otro de 36 horas en setiembre. La
contraofensiva del gobierno se tradujo en la sanción de decretos que suprimían la
renovación automática de los convenios colectivos y en la habilitación para que las
pequeñas y medianas empresas negociaran sus convenios con las comisiones internas de
las empresas sin la participación de los sindicatos nacionales. Los decretos apuntaban a
debilitar el poder sindical marginándolo en favor de las negociaciones por empresa y
eliminando una conquista laboral obtenida en 1945. El 26 de diciembre, la CGT
respondió con un nuevo paro que, como en los dos casos anteriores, fue acompañado
por la CTA y el CCC.
La CTA nucleó principalmente a un sector de los empleados públicos y
maestros, con menor inserción entre los trabajadores industriales y de las actividades
terciarias privadas. En 1997, organizó la Carpa Blanca Docente, instalada frente al
Congreso Nacional para exigir aumentos salariales y manifestar su oposición a la
reforma educativa impulsada por el gobierno menemista. La “Carpa Blanca” se
convirtió en un centro de rechazo a las políticas educativas y laborales del gobierno
menemista y un lugar de convocatoria amplia a los partidos de oposición, movimientos
de derechos humanos, organizaciones estudiantiles y culturales.
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21. Empresas, empresarios y corporaciones empresarias
La Sociedad Rural Argentina
La Sociedad Rural Argentina (SRA) se fundó en 1866, en plena etapa de
organización del país, durante la presidencia de Bartolomé Mitre, como una
organización que agrupaba a propietarios de tierras y productores vinculados a las
actividades del campo en Argentina. Ya desde algunos años antes se habían registrado
intentos por parte de los sectores vinculados a la explotación agraria de organizar
entidades que tratasen la problemática del campo.
Los productores agropecuarios que impulsaron esta institución buscaban la
defensa de sus intereses, así como también influir en el rumbo que estaba tomando el
país en plena definición de su modelo de desarrollo.
Así definía los objetivos de la institución, el artículo 1ro. del acta fundacional de
la entidad: “La Sociedad Rural Argentina, fundada en 1866, es una Asociación Civil que
tiene los siguientes fines: velar por el patrimonio agropecuario del país y fomentar su
desarrollo tanto en sus riquezas naturales, como en las incorporadas por el esfuerzo de
sus pobladores; promover el arraigo y la estabilidad del hombre en el campo y el
mejoramiento de la vida rural en todos sus aspectos; coadyuvar al perfeccionamiento de
las técnicas, los métodos y los procedimientos aplicables a las tareas rurales y al
desarrollo y adelanto de las industrias complementarias y derivadas, y asumir la más
eficaz defensa de los intereses agropecuarios”.
Los socios fundadores de la Sociedad Rural Argentina fueron José Martínez de
Hoz, Eduardo Olivera, Lorenzo F. Agüero, Ramón Viton, Francisco B. Madero, Jorge
Temperley, Ricardo B. Newton, Leonardo Pereyra, Mariano Casares, Jorge R. Stegman,
Luis Amadeo, Claudio F. Stegman y Juan N. Fernández.
A lo largo de su historia y de la historia del país, la SRA ha tenido una gran
influencia en la política y en la definición de los lineamientos de la estrategia económica
argentina. Durante el modelo agroexportador, cuando se sucedieron gobiernos
conservadores en el país, fue clara la preeminencia de esta institución en el marco de un
esquema de política económica que beneficiaba los intereses del sector agropecuario en
detrimento de otros sectores y actividades productivas en el país.
Sin embargo, su influencia y poder no se limitó a esa etapa de la historia
nacional. Durante el gobierno de Hipólito Yrigoyen, primer presidente elegido por
sufragio universal popular, algunos miembros de la SRA formaron parte del gabinete.
Claro que, a su vez, también José Félix Uriburu, quien derrocó a Yrigoyen en 1930,
contó con el apoyo de la entidad.
Durante la campaña de Juan Domingo Perón, la SRA (junto con la Unión
Industrial Argentina y el embajador de Estados Unidos Spruille Braden) apoyó a la
oposición, integrada por un frente electoral autodenominado “Unión Democrática” e
integrado por los partidos Socialista, Comunista y Radical.
Luego de esto, las relaciones entre la Sociedad Rural Argentina y el gobierno
peronista fueron difíciles. Tras el triunfo electoral de Perón, la entidad ruralista renovó
sus autoridades en un oportuno intento por restablecer sus relaciones con el nuevo
presidente. Por otro lado, era la primera vez, desde su creación, que sus dirigentes no
tenían participación directa en el gobierno y si bien la SRA no resultó intervenida, en
1947 el predio donde se desarrollaban sus tradicionales exposiciones fue confiscado con
fines militares.
Este hecho añadió un nuevo motivo de irritación a la dirigencia de la SRA, cuyas
quejas se multiplicaban frente a la fijación de precios no remunerativos a sus productos
por parte del IAPI, la expropiación de tierras y el congelamiento de los arrendamientos,
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medida esta última que volvió a prorrogarse. La SRA formuló un balance poco
alentador de los primeros años de gobierno: la reducción del área sembrada, la
contracción de la producción, el abandono de las explotaciones y la liquidación de los
establecimientos eran –para esta institución– manifestaciones de la descapitalización
progresiva de la empresa agropecuaria.
En 1946 se quejaba por los salarios de los trabajadores: “El deseo que comparte
nuestra entidad de hacer llegar la justicia social al campo –decía la SRA– no puede
traducirse en asegurar el sustento permanente del personal de cosecha para todo el año”.
Y en 1947, porque las leyes de expropiación dictadas en diversas provincias constituían
“un ataque profundo e injusto a la propiedad de la tierra que no se ajustan a los
principios básicos de nuestro ordenamiento constitucional y jurídico...”.
En 1949 manifestaba, todavía: “La incertidumbre existente respecto de los
precios que en definitiva regirán a la producción, así como el aumento desmesurado de
los impuestos a la tierra, tanto en el orden nacional como provincial, agregado a los
numerosos casos de expropiación, total o parcial [...] han creado un ambiente nada
propicio [...] a la expansión o intensificación del negocio de producción de carnes”.
Sólo después de la crisis económica que afectó particularmente al agro, entre
1949 y 1952, la política peronista hacia el sector iba a cambiar y, con ella, por lo menos
en lo formal, la actitud de los sectores rurales.
A cien años de su fundación, Juan Carlos Onganía llegó al poder mediante un
nuevo Golpe de Estado. En ese período, las exportaciones se mantuvieron altas, pero el
sector agrario fue perjudicado por la devaluación y por el aumento de los porcentajes de
retención a las exportaciones, así como por la supresión de las medidas de protección de
la producción agraria. Todo esto, sin embargo, no alcanzó para que la SRA se opusiera
al gobierno en esos años.
Fue en la última dictadura militar (1976-1983) en la que su importancia superó
la de otros períodos de su historia. En esos años, un conspicuo miembro de la entidad,
José Alfredo Martínez de Hoz, se convirtió no solo en el ministro de Economía del
régimen, sino que llevó a cabo un plan de corte neoliberal que modificó
estructuralmente el sistema económico del país, desindustrializándolo y generando altas
tasas de desocupación, pobreza y endeudamiento externo.
No es de extrañar, entonces, que por esos años la SRA estuviera de acuerdo,
junto a la Coninagro, Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) y la Federación
Agraria Argentina, “en la necesidad de que los gobernantes concreten los lineamientos
asumidos en 1976 en el sentido de producir los cambios necesarios para dejar atrás las
rémoras que traban nuestro desarrollo”.
La Sociedad Rural Argentina forma parte del Grupo de los Ocho, que agrupa a
las ocho organizaciones patronales de mayor poder: Sociedad Rural Argentina, Unión
Industrial Argentina, Cámara Argentina de Comercio, Cámara de la Construcción, la
Bolsa de Comercio, la Asociación de Bancos Privados de Capital Argentino (ADEBA) y
la Asociación de Bancos de la Argentina (ABA).
En el año 2008, durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, la
Sociedad Rural, junto a otras tres organizaciones rurales (Federación Agraria Argentina,
Confederaciones Rurales Argentinas y Coninagro) realizó un lock out para protestar por
la decisión de incrementar las retenciones (Resolución 125) a las exportaciones de soja,
girasol y otros cereales; y establecer un sistema móvil para las mismas. El paro se
extendió por 129 días durante los cuales se interrumpieron las actividades económicas
de sus asociados y se bloquearon rutas y puertos.
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La Unión Industrial Argentina
La Unión Industrial Argentina (UIA) es una organización que agrupa a las
empresas, empresarios y cámaras patronales sectoriales vinculadas a las actividades de
la industria en Argentina. Fue fundada el 7 de febrero de 1887. Su primer presidente fue
el senador nacional Antonio Cambaceres. Entre sus precursores se encontraban: Agustín
Silveyra, Juan Videla, Francisco Franchini, Cayetano Hachá, Fernando Martí, Casimiro
Gómez y Aquiles Maveroff.
Sin embargo, el primer antecedente de la institución es algo anterior a esa fecha.
En 1875, un grupo de personas vinculadas al sector manufacturero decidió constituir el
Club Industrial Argentino, con el propósito de “dejar establecida una sociedad a cuyo
amparo puedan actuar los industriales para conseguir, con un trabajo constante, la
adopción de varias reformas económicas”. A partir de la publicación de El Industrial, el
Club apoyaba decididamente una política de protección a la industria nacional, al
tiempo que en el diario La Nación encontraban su tribuna propagandística los
partidarios del librecambio.
En 1875, el ministro de Economía de aquel momento presentó un proyecto de
apertura de la Aduana. En el debate que se produjo alrededor del tema en el Parlamento,
un grupo de legisladores encabezados por Vicente Fidel López, acompañado por Carlos
Pellegrini, Miguel Cané y José Hernández, entre otros, logran frenar esta iniciativa a
favor de la naciente industria nacional.
Esta acción parlamentaria, fue lo que se llamó a posteriori el debate de “la Ley
de Aduana de 1876”. En dicho año, los industriales lograron una reforma aduanera que
amparaba a los fabricantes de alcohol, licores, cerveza, ropa, conservas, quesos,
jamones, manteca, impresos y sombreros.
Sin embargo, con el correr de los meses comenzaron a notarse diferencias en las
tendencias políticas de quienes formaban parte del Club. Esas diferencias llevaron a la
fractura de la institución a raíz de un duro artículo contra el presidente Nicolás
Avellaneda que apareció en El Industrial. Es así como el 8 de diciembre de 1878 se
constituyó el Centro Industrial Argentino, con empresarios críticos de la conducción del
Club, que era presidido por Pablo Coni. Encabezados por Agustín Silveyra, los
integrantes del Centro Industrial pusieron en marcha el “primer plan conjunto” para
“hacer propaganda a favor de la industria” nacional. Ese plan comprendía una serie de
conferencias a cargo de personalidades prestigiosas del país como Vicente López, Luis
Varela, Nicasio Oroño, Pastor Obligado, José Hernández, Roque Sáenz Peña y
Estanislao Zeballos, entre otros.
La institución, además, gestionó en febrero de 1882 la formación de una Caja de
Fomento Industrial, con una suma inicial de un millón de pesos fuertes. Pero como el
gobierno de la provincia de Buenos Aires argumentó tener sus arcas “exhaustas” para
lograr ese objetivo, los empresarios decidieron crear el Banco Industrial. Por ese
motivo, viajaron a Francia para tentar a inversores de ese país.
La inestabilidad política de la Argentina de ese momento, sin embargo, impidió
la concreción del proyecto, por lo que el Centro Industrial inició negociaciones para que
el Banco Nacional y el Banco de la Provincia de Buenos Aires otorgaran créditos a los
industriales. La propuesta fue aceptada y constituye el primer antecedente de préstamo
de un banco nacional para la industria argentina.
Mientras tanto, también el Club Industrial lograba importantes avances en esos
años. Así, gestionó ante el gobierno del presidente Julio Roca la organización de una
exposición continental, que finalmente se concretó en un predio ubicado en lo que hoy
es Plaza Miserere. Esa muestra, que convocó a más de tres mil industriales nacionales y
de otros países de América Latina y Europa, se inauguró el 15 de marzo de 1882. La
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exposición duró más de cuatro meses y fue visitada por alrededor de medio millón de
personas, un acontecimiento político y social único para la época.
Como consecuencia del éxito logrado por los organizadores, Domingo
Sarmiento solicitó al Club Industrial la organización del Primer Congreso Económico
Nacional, que sesionó entre agosto y noviembre de 1882. También ese año, el Club
inauguró el Museo Industrial, una exposición permanente de los artículos producidos en
el país.
Así, en 1887, representantes de estas dos entidades que nucleaban a los
industriales argentinos decidieron unirse. Y el 7 de febrero de ese año, en el marco de
una asamblea que convocó a casi 900 personas, se fundó la Unión Industrial Argentina,
cuyo primer presidente fue el senador Antonio Cambaceres. Una de las primeras
medidas de la flamante UIA fue realizar un censo de los principales establecimientos
industriales: se relevaron 400 emprendimientos, que daban trabajo a 11 mil obreros.
El 27 de setiembre de 1913 la UIA inauguró su primera sede propia, que estaba
ubicada en Cangallo 2461, hoy Presidente Perón. En 1922 se adquirió el edificio que
actualmente ocupa la central fabril, en Avenida de Mayo 1147.
Con posterioridad a la crisis del 30 y la llegada de la profunda crisis
institucional, la Unión Industrial Argentina continuó su acción. Días más tarde de la
firma del Pacto Roca-Runciman, el 12 de junio de 1933, la UIA realizó en el Luna Park
una extraordinaria concentración de empresarios y trabajadores para oponerse al pacto.
Los oradores del acto fueron el reconocido presidente de la UIA de ese momento, don
Luis Colombo, el destacado economista Alejandro Bunge, el señor Jacinto Cueto y el
dirigente obrero Eduardo Simón.
Las crónicas periodísticas y las notas gráficas que reflejaron la concentración en
el Luna Park señalaron que ese día se movilizaron 45.000 personas convocadas en
defensa del trabajo nacional, por la UIA y las organizaciones obreras. Esta movilización
logró modificaciones al pacto, las que amortiguaron el perjuicio a la industria nacional.
Durante la campaña previa a las elecciones presidenciales de 1946, la UIA apoyó
un Manifiesto del Comercio y la Industria contra el gobierno publicado en los
principales periódicos y contribuyó a la campaña electoral de la Unión Democrática
mediante un aporte que superaba el medio millón de dólares. A raíz de este hecho y
argumentando su falta de representatividad, el gobierno de Farrell dispuso, en mayo de
1946, la intervención de la entidad. En las elecciones internas de abril de 1946, algunos
industriales, impulsados por el empresario Miguel Miranda –que el mes anterior había
sido nombrado presidente del Banco Central–, habían formado una lista que apoyaba a
Perón, pero los opositores del presidente recientemente elegido obtuvieron la victoria.
Recién cuando el gobierno militar intervino la institución, la antigua dirigencia
industrial inició un oportunista acercamiento al gobierno, aunque sin adherir
íntimamente a la política peronista.
Por su parte, Miranda y Rolando Lagomarsino fundaron la Asociación Argentina
para la Industria y el Comercio (AAPIC) para cooperar con el nuevo gobierno. Miranda
era un industrial de laminados de hojalata y Lagormarsino era fabricante de sombreros.
Emergentes de un empresariado nacional impresionado por el liderazgo del coronel
Perón y las oportunidades que se abrían por la expansión del mercado interno, no
lograron arrastrar tras de sí a la mayoría de ese mismo empresariado. Miranda fue
recompensado por Perón, que lo nombró presidente del Consejo Económico y Social en
carácter de ministro-secretario de Estado. En tales condiciones, hasta su renuncia, en
1949, fue considerado el “zar” de la economía argentina, más importante aún que el
ministro de Hacienda y los otros funcionarios del área de Economía.
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A su vez, la antigua dirigencia de la UIA y los socios de la entidad, bajo las
distintas intervenciones, siguieron operando en busca de reconocimiento por parte del
gobierno, para lo cual no desdeñaron prodigar elogios a la administración peronista. No
obstante, en agosto de 1953, el Poder Ejecutivo decretó la liquidación de la UIA y
transfirió su patrimonio a la Escuela Industrial de la Nación.
A fines de octubre de 1955, miembros de la dirigencia de la disuelta Unión
Industrial Argentina se apersonaron ante el presidente Lonardi. La representación de la
burguesía industrial tradicional se solidarizó con las directivas gubernamentales y
manifestó su disposición a colaborar con las autoridades. Por otra parte, demandó la
devolución de la personería jurídica y de los bienes de la organización, objetivo que
consiguió, pues el general Aramburu decretó el restablecimiento de dicha personería a
mediados de diciembre y designó como interventor al último presidente de esa
institución, electo en 1946, en claro reconocimiento a su ostensible postura
antiperonista.
En junio de 1958, junto a la Bolsa de Comercio, la Cámara de Comercio y la
Comisión Coordinadora de Entidades Agropecuarias –que agrupaba, entre otras, a la
SRA—, la UIA conformó la ACIEL (Acción Coordinadora de Instituciones Empresarias
Libres). En coincidencia con los principios tradicionalmente sostenidos por la gran
burguesía agraria, la ACIEL se transformó en el ámbito donde convergió el
empresariado defensor del liberalismo económico.
Durante las décadas del 60 y 70, la UIA tuvo una destacada actuación en
diversas organizaciones internacionales de aquel momento, como la Cámara
Internacional de Comercio, el Comité Mundial de la Energía, el Consejo Interamericano
del Comercio y la Producción, la Organización Internacional de Empleadores y la
Asociación de Industriales Latinoamericanos.
A principios de 1973, la crisis política que comenzaba a evidenciarse en el país
derivó en que la UIA empezara a contactarse con la Confederación General de la
Industria, rama fabril de la Confederación General Económica (CGE), para plantear una
fusión a la que se llegó, después de arduas negociaciones, justo la noche anterior de las
elecciones presidenciales del 11 de marzo de ese año. A raíz de ese acuerdo se convino
que desaparecerían las antiguas denominaciones de las dos entidades industriales y que
al conjunto se le daría el nombre de Confederación de la Industria Argentina (CINA).
La CINA nunca pudo salir de su estado de sociedad en formación y más tarde, en 1975,
cuando el gobierno de ese momento dispuso la intervención de las entidades
empresarias y obreras, quedó sin efecto la fusión y la UIA recuperó su personería
jurídica.
La Unión Industrial Argentina forma parte del Grupo de los Ocho, que agrupa a
las ocho organizaciones patronales de mayor poder: Sociedad Rural Argentina, Unión
Industrial Argentina, Cámara Argentina de Comercio, Cámara de la Construcción, la
Bolsa de Comercio, la Asociación de Bancos Privados de Capital Argentino (ADEBA) y
la Asociación de Bancos de la Argentina (ABA).
En un trabajo publicado en 1991 sobre la Unión Industrial Argentina, Jorge
Schvarzer, refiriéndose a los industriales argentinos, señalaba que “se destaca entre ellos
la inercia de sus formas organizativas, así como la similitud de origen y características
de sus dirigentes a los largo del tiempo. Esa continuidad social explica, en buena media,
la presencia de otros rasgos no menos sorprendentes en una entidad industrial; en
particular, su aprobación de ciertas estrategias dominantes que difícilmente pueden
considerarse industrialistas, sus silencios en torno de temas claves para el desarrollo y
consolidación del sector fabril y sus alianzas gremiales y políticas con fuerzas
escasamente proclives a la industrialización nacional. En este sentido, resulta notable su
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manifiesta preferencia por asociarse con otras instituciones representativas de la clase
dominante, caracterizadas por su eminente espíritu conservador (en el sentido de
conservar la estructura existente tal cual es), en lugar de una hipotética vocación por
ubicarse a la vanguardia de cambios posible”.
La Bolsa de Comercio
La Bolsa de Comercio de Buenos Aires (BCBA) es una institución constituida
como asociación civil en donde se negocian los valores negociables. Provee el entorno y
la regulación necesaria para facilitar la cotización de valores.
Históricamente, el surgimiento de las bolsas de comercio estuvo asociado a la
necesidad de crear y administrar centros de contratación por parte de los asociados a
la institución. Esta es la actividad típicamente bursátil.
Las bolsas cuyos estatutos prevén la cotización de valores negociables deben
poseer algún mercado adherido y deben constituirse con autorización del gobierno
nacional. Cuando esto ocurre, en la bolsa cotizan los valores que se negocian en los
distintos sistemas de negociación y es la que provee el entorno y la regulación
necesarios para facilitar la negociación de valores negociables.
La Bolsa de Comercio de Buenos Aires (BCBA) es la más importante del país,
porque concentra la abrumadora mayoría del volumen negociado para estos valores. Es
tanto un mercado primario como secundario donde se produce la formación de precios
de los valores negociados. Es una asociación civil creada en 1854 con el objeto de
constituir y administrar un centro de cotización de productos, monedas, acciones y
bonos. Actualmente es una asociación civil sin fines de lucro. Como tal, la BCBA está
conformada por más de 4.000 socios. Estos son representantes del sector productivo de
la economía que tienen la posibilidad de poder acceder libremente a los edificios de la
institución y a sus recintos sociales. Anualmente eligen a sus autoridades, que
conformarán por un año la Mesa Directiva y por tres años el Consejo de la Institución,
ámbitos donde se toman decisiones relacionadas con las funciones de la BCBA.
Además de los miembros que se renuevan por tercios, el Consejo está formado por
26 entidades adheridas que representan a diferentes sectores de la actividad
económica nacional.
En lo que respecta a sus funciones, la BCBA facilita a las empresas el acceso al
financiamiento, y para ello proporciona la infraestructura, la supervisión y los servicios
necesarios para la realización de los procesos de emisión, colocación e intercambio de
valores, títulos y otros instrumentos financieros.
La BCBA tiene la facultad de autorizar, suspender o cancelar la cotización en la
forma que establecen sus reglamentos. A su vez, como entidad autorregulada, dicta
normas para la cotización de los valores y establece resoluciones para asegurar que la
información presentada por las empresas sea el mejor reflejo posible de la situación
económica de las mismas.
Con el fin de proteger a los inversores, la BCBA difunde a través de los medios de
que dispone toda la información que recibe, como estados contables y otra información
relevante para la toma de decisiones. El registro y difusión de todas las operaciones que
se realizan en los sistemas de cotización complementa las funciones de esta entidad.
Los mercados de valores son sociedades anónimas adheridas a una bolsa de
comercio, que surgieron ante la necesidad de liquidar y garantizar las transacciones que
se realizaban entre sus socios sin comprometer el patrimonio de la Bolsa. Los mercados
de valores se constituyen, obligatoriamente, como sociedades anónimas con acciones
nominativas o escriturales.
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En el año 1929, un grupo de socios que realizaba operaciones en la Bolsa de
Comercio de Buenos Aires decidió fundar el “Mercado de Títulos y Cambios de la
Bolsa de Comercio de Buenos Aires S.A.”, que tenía por objeto liquidar y garantizar
todas las operaciones sobre valores negociables cuya cotización estaba autorizada por la
Bolsa de Comercio.
Al igual que otras asociaciones empresariales, previamente a las elecciones de
1946 la Bolsa de Comercio de Buenos Aires le dio su apoyo a la Unión Democrática
pronunciándose en contra de la candidatura de Perón.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, con el dictado de medidas gubernamentales
relativas al mercado bursátil, el Mercado de Títulos y Cambios de la Bolsa de Comercio
de Buenos Aires se transformó en el Mercado de Valores de Buenos Aires Sociedad
Anónima (MERVAL), que agregó a sus funciones las de reglamentar las operaciones y
llevar la matrícula de los agentes de bolsa.
El capital del Mercado de Valores de Buenos Aires S.A. está conformado por
acciones que cotizan en la BCBA. Sus accionistas, quienes poseen al menos una acción
del Merval, son los agentes y las sociedades de bolsa autorizados para realizar la
intermediación en el sistema bursátil.
El MERVAL, como entidad autorregulada, complementa el régimen de legalidad
con las disposiciones que contienen el Estatuto Social, el Reglamento Interno (en el que
se establecen los requisitos para la inscripción y el desempeño de los agentes y
sociedades de bolsa) y el Reglamento Operativo (por el que se reglamentan las
operaciones, su garantía y liquidación), además de las circulares y los comunicados que
emite.
En definitiva, mientras la BCBA autoriza la cotización de sus valores negociables,
controla a las empresas cotizantes y difunde información sobre las mismas, en el Merval
se liquidan y garantizan las operaciones.
De aquí se desprenden dos cuestiones importantes para tener en cuenta. Primero,
las operaciones no son realizadas por los inversores en forma directa, sino a través de
intermediarios, los agentes y sociedades de bolsa. Y en segundo lugar, el Merval
garantiza y liquida las operaciones, para lo cual complementa estos servicios con la Caja
de Valores S.A. y el Banco de Valores S.A.
La Federación Agraria Argentina
La Federación Agraria Argentina (FAA) es una organización patronal de
productores rurales fundada en agosto de 1912, en el curso de una histórica protesta de
arrendatarios y pequeños productores rurales conocida como Grito de Alcorta. La mayor
parte de sus miembros son pequeños y medianos propietarios rurales, principalmente
concentrados en las provincias de Santa Fe y Córdoba.
El contexto de nacimiento de la institución es el modelo agroexportador, que
para su desarrollo se valió de masas inmigrantes para satisfacer la creciente demanda de
mano de obra. El régimen de colonización y aparcería tomó fuerza y al mismo tiempo
que incrementaba los volúmenes de producción, creaba situaciones de extrema injusticia
para los pequeños y medianos productores. Este tipo de propietarios se organizaron e
institucionalizaron el movimiento, quedando así constituida la Federación Agraria
Argentina.
Así, esta institución es una de las cuatro entidades que representan al sector
patronal rural en el RENATRE (Registro Nacional de Trabajadores Rurales y
Estibadores) y la Comisión Nacional de Trabajo Agrario. Las otras tres son la Sociedad
Rural Argentina, Confederaciones Rurales Argentinas y Coninagro. Como entidad
patronal, negocia también con los sindicatos del sector y firma convenios colectivos de
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trabajo como el Convenio 160/75, y otros acuerdos entre sindicatos y organizaciones
patronales, como en el caso de Convenio Marco de Constitución de la Red de
Formación Profesional para el Sector Agropecuario.
Su primer presidente fue Antonio Noguera, en tanto que el abogado Francisco
Netri, líder del Grito de Alcorta, fue quien inspiró su creación.
La Federación tiene como objeto defender los intereses de los pequeños y
medianos productores agropecuarios de todo el país, a través de su participación en los
diferentes temas que conforman la coyuntura del sector, frente a las acciones de los
gobiernos, de empresas privadas y de otros sectores que atenten contra los derechos de
aquellos.
De acuerdo a su Estatuto, esta entidad se propone “asumir la representación de
los intereses y aspiraciones quienes la integran, de todas partes del país, que tengan
como fin el respeto por las personas y los superiores intereses de la nación”. A tal
efecto, dice la Carta fundacional, la FAA podrá efectuar la prestación de cualquier clase
de servicios, incluso mutuales, a sus entidades integrantes y a los socios de estas, en
forma directa o por conducto de terceros y, asimismo, realizar actividades industriales,
regionales y/o de intercambio cooperativo que tengan por objeto la defensa del
productor agropecuario.
En su Congreso Nacional número 91, celebrado en 2003, la Federación aprobó
un propuesta que, bajo el título “Trabajo, producción y equidad para volver a ser
Nación”, contenía fuertes críticas al modelo neoliberal y los procesos de concentración
económica en el campo, así como también a los oligopolios en las cadenas de
comercialización y exportación de los productos agropecuarios. En el siguiente
Congreso, celebrado en 2006, la FAA se manifestaba a favor de la agricultura familiar y
el cooperativismo para promover una política de desarrollo nacional que transformara el
modelo agrario vigente en Argentina.
En el conflicto que se inició en 2008 entre los sectores agropecuarios y el
gobierno, producto de la decisión oficial de incrementar las retenciones a las
exportaciones de soja y girasol y establecer un sistema móvil para éstas (resolución
125), la Federación se encolumnó con otras entidades agropecuarias patronales como la
Sociedad Rural en su oposición a la medida. El paro agropecuario, lock out y bloqueo
de rutas en Argentina de 2008 fue un extenso conflicto en el que confluyeron las cuatro
organizaciones que reúnen al sector empresario de la producción agro-ganadera en la
Argentina: la Federación Agraria Argentina, la Sociedad Rural Argentina, las
Confederaciones Rurales Argentinas y Coninagro.
La medida del gobierno se relacionaba directamente con el pronunciado
aumento de precios alcanzado por la soja en los mercados internacionales a partir de
febrero de 2008 (que se sumaba a los aumentos que se venían acumulando desde los
años anteriores) y la inminencia de su cosecha, a partir del mes de abril. El anuncio fue
hecho el 11 de marzo y al día siguiente del anuncio ministerial, las cuatro asociaciones
nacionales de empresarios agropecuarios declararon un cierre patronal de 48 horas a fin
de lograr que el gobierno dejara sin efecto el nuevo sistema de retenciones móviles, a
ser implementado a partir del día 13.
El 14 de marzo, las asociaciones empresarias extendieron la medida de fuerza
disponiendo la ubicación de piquetes de ruralistas en diversos puntos estratégicos del
país, para bloquear las principales carreteras y vías férreas e impedir el transporte de
alimentos hacia la población de las grandes ciudades. Los cortes comenzaron al sur de
Santa Fe, norte de la provincia de Buenos Aires y Córdoba capital.
Las entidades que en este contexto aparecieron unidas en su oposición a la
Resolución 125, históricamente no compartieron los reclamos y reivindicaciones que
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caracterizaron a cada institución. Esta disidencia se observó a lo largo del conflicto.
Así, la protesta se orientó también a cuestiones más profundas, algunas de vieja
data en la economía argentina como la concentración de la propiedad de la tierra y la
situación de los pequeños propietarios que trabajan personalmente la tierra (aunque en
estas cuestiones la postura de la Sociedad Rural no podía coincidir con la de la
Federación Agraria), la oposición campo versus industria (viejo debate sobre si la
Argentina debe tener actividades industriales) y las implicancias de los nuevos grandes
grupos económicos que están controlando la producción rural, con muy altas tasas de
rentabilidad y uso intensivo de la biotecnología, esencialmente orientada a la
producción sojera, aunque esas mismas propuestas son contradictorias en cada una de
las cuatro organizaciones del campo. Puntualmente, la FAA proponía “recrear las juntas
nacionales de Carnes y de Granos, dos instrumentos de intervención estatal
desaparecidos en la última dictadura”, postura que no era compartida por otras
entidades.
La medida patronal se extendió por 129 días, desde el 11 de marzo de 2008 hasta
el 18 de julio del mismo año, y culminó con la derogación de la Resolución 125 del
Ministerio de Economía y Producción por parte de la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner. Durante este tiempo las patronales agropecuarias declararon una serie de
medidas con el fin de interrumpir algunas actividades económicas de sus asociados, así
como el transporte interurbano y las exportaciones agrarias, realizando cierres
patronales parciales (lock out), bloqueos de rutas y puertos y otras medidas de acción
directa.
La Confederación General Económica
La historia de la Confederación General Económica (CGE) aparece vinculada a
la figura de José Ber Gelbard. En diciembre de 1945 este fue elegido titular de la
Federación Económica de Tucumán, en representación de la corbatería familiar. Esto le
permitía ir en busca de lo que había sido un anhelo suyo por años: unir las federaciones,
cámaras y asociaciones de comerciantes e industriales dispersas y al margen de la
representación de la UIA y la SRA.
Una vez que Perón asumió la presidencia en 1946, Gelbard se reunió con el
nuevo presidente para contarle su proyecto de formar una nueva entidad empresarial al
estilo de UIA pero nacionalista y que sirviera al gobierno para la implementación de sus
planes económicos y sociales. El proyecto, de esta forma, obtuvo el apoyo de Perón,
motivado por los permanentes conflictos que se le presentaban con la UIA.
El 20 de mayo de 1946, tres días después de la intervención de la UIA, fue
creada la Asociación Argentina de la Producción, la Industria y el Comercio (AAPIC),
una central empresaria con un decidido perfil peronista. Esta entidad fue impulsada por
Miguel Miranda, presidente del Banco Central y Rolando Lagomarsino, secretario de
Industria y Comercio. En la AAPIC se agruparon también viejos dirigentes de la UIA
que se habían convertido al peronismo. El objetivo era, justamente, desplazar
definitivamente a la UIA.
El siguiente hecho importante fue, en 1948, la conformación de la Federación
Económica del Noroeste Argentina (FENA), el antecedente más importante de la
posterior creación de la CGE.
En el año 1949 se impulsó la transformación de la AAPIC en la Confederación
Económica Argentina (CEA). Esta entidad se vinculaba estrechamente al peronismo,
nucleando a hacendados y empresarios de Buenos Aires, con poca representación de las
organizaciones empresariales del interior.
En 1950 se produjo un hecho importante, ya que se fundó la Confederación
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Argentina de la Producción, la Industria y el Comercio (CAPIC), que agrupó, además de
la Federación Económica del Noroeste Argentina (FENA), a otras federaciones del país,
constituyéndose en una verdadera confederación.
El impulso definitivo para la creación de la CGE vendría luego de la reelección
de Perón en 1951. De hecho, apenas unos días después de las elecciones se reunieron
miembros de la CEA y la CAPIC para preparar los estatutos de lo que sería la central
única denominada Confederación General Económica (CGE) y constituyeron las tres
confederaciones que la conformarían: de la Producción (CGP), de la Industria (CGI) y
del Comercio (CGC). Sin embargo, hubo que esperar hasta finales del año 1952 para la
definitiva aprobación de los estatutos de la CGE.
En los años que siguieron, la importancia de la CGE fue creciente a partir de la
relación entre Gelbard y Perón. Así, en febrero de 1953, la nueva Confederación se
comprometió a difundir el Segundo Plan Quinquenal en todo el país. Fue recién en
agosto de ese año cuando se realizó la asamblea constituyente de la CGE, que eligió a
Gelbard como su presidente.
La CGE se halló intervenida tras el derrocamiento de Perón. La medida fue
anulada por el gobierno de Frondizi, que –contra la oposición de la UIA– le restituyó
parte de sus bienes y permitió la reconstitución de la entidad. La CGE, en competencia
y confrontación con la UIA y otras entidades empresarias tradicionales, defendió el
proteccionismo y el proceso de sustitución de importaciones.
Expresión de los industriales ligados a la expansión del mercado interno,
criticaba a los ruralistas por el lento crecimiento de la producción agraria, que limitaba
la disponibilidad de divisas para la economía nacional. Favorecía la intervención estatal
en la economía, razón por la cual fue considerada por las corporaciones liberales como
una organización “totalitaria”. En busca de respaldo a sus posturas, la CGE trató de
estrechar vínculos con sectores gremiales. En julio de 1958 invitó a las 62
Organizaciones, el MUCS y los llamados 32 Gremios Democráticos a participar en la
elaboración de un plan económico conjunto. En muchos aspectos el plan coincidía con
los tradicionales reclamos socioeconómicos del peronismo, aunque por prudencia no
recogía las exigencias políticas del justicialismo, como eran el retorno de Perón y la
eliminación de la proscripción electoral. Este acercamiento, en especial con los dos
primeros sectores gremiales, anticipó el apoyo que dio la CGE –en 1961– a la medida
gubernamental que devolvió la CGT al movimiento gremial.
Muy pronto la CGE comenzó su oposición al gobierno. A fines de 1958, la
central empresaria censuró la demora del gobierno en promover la reactivación de la
pequeña y mediana empresa nacional en contraste con el apoyo brindado a las empresas
extranjeras. Si bien aprobó globalmente el Plan Estabilización y Desarrollo anunciado
por Frondizi, reclamó una mayor protección aduanera para la industria nacional, mayor
crédito y defensa de la manufactura local. La entidad advertía que la orientación del
plan ponía de manifiesto una correlación de fuerzas que sesgaba en disfavor de sus
representados.
El endurecimiento de la política estabilizadora piloteada por Alsogaray distanció
definitivamente a la CGE del gobierno desarrollista. En julio de 1959, la entidad planteó
a Frondizi la necesidad de crear un consejo consultivo obrero-patronal y la revisión de
los compromisos con el FMI. Mientras ACIEL apoyaba la estrategia antiinflacionaria y
de apertura al capital extranjero y Alsogaray criticaba el exceso de protección de que
gozaba la industria nacional, la CGE insistía en dicha protección y, si bien consideraba
que la inflación debía ser combatida, se oponía a la mayor parte de las medidas de
ajuste. Por otro lado, en un escenario donde la política industrial favorecía a la gran
empresa extranjera y perjudicaba al pequeño y mediano empresario nacional, la CGE
18
sostenía que la inversión directa extranjera debía ocupar un rol subordinado en el
desarrollo argentino.
Sin embargo, la central empresaria evaluaba positivamente algunos aspectos de
la gestión desarrollista. Estaba conforme con las condiciones de seguridad otorgadas al
capital, la confianza lograda en el exterior, el fin del régimen de subsidios y precios
políticos, la radicación de capitales extranjeros para la extracción del petróleo, la
química pesada y la producción de automotores.
La necesidad cegeísta de una alianza con el movimiento obrero unificado pasó a
convertirse en un ejercicio de sobrevivencia. En 1962, la gestión de Guido desplegó una
política de ajuste que recortaba los salarios reales, deprimía el consumo interno y
restringía el crédito a las pequeñas y medianas empresas. En este marco adverso, frente
a la presencia cada vez más gravitante de la burguesía industrial transnacionalizada, la
alianza de clases con los sectores populares se transformaba en un instrumento
imprescindible para vastos sectores de la burguesía industrial nacional. De ahí que la
CGE, en una decisión sin precedentes desde el derrocamiento del peronismo,
promoviera una reunión conjunta con la CGT, cuyo resultado fue un compromiso para
presionar en favor de un pacto social.
Con la administración radical del Dr. Illia los planteos programáticos de las
entidades empresarias quedaron marginados del gobierno. Esto afectó tanto a ACIEL,
presente en los tres gobiernos anteriores, como a la CGE. No obstante, los cegeístas
lograron que el Congreso aprobara por ley la devolución de los fondos de la entidad,
incautados por el gobierno provisional en 1955. El gobierno respetó la decisión de los
legisladores pese al veto que quería imponer el secretario de Industria –también
dirigente de la UIA– y desestimando la dura oposición de ACIEL.
No obstante, la CGE se mantuvo distanciada y crítica de la administración
radical, aunque en un tono más moderado que ACIEL. Calificó de positivas pero
inconexas las primeras medidas de política económica y social. Apoyó la iniciativa
oficial de aplicar un impuesto a la productividad potencial de la tierra y pidió que se
atendieran las demandas sindicales, aunque criticó el plan de lucha cegetista. En
contraste con el empresariado liberal, aprobó también la iniciativa gubernamental de
establecer un salario mínimo, vital y móvil. Hacia fines de la administración radical
criticó la política de precios y salarios por su ineficacia para contener la inflación y
cuestionó la política impositiva que afectaba a las pequeñas y medianas empresas. En
mayo de 1966, pidió al gobierno que vetara las reformas a la ley de despido y promovió
un apagón empresario, lo que contribuyó al clima golpista. La actitud de las
organizaciones empresarias iba, de una u otra forma, a acelerar la caída del gobierno de
Illia.
La CGE se mostró esperanzada en las oportunidades que se abrían con la
Revolución Argentina. Al día siguiente del golpe del 66 criticó la falta de
representatividad y de autoridad del gobierno derrocado. Demandó a la administración
de Onganía, entre otras medidas, el respeto de la legislación laboral, el pleno empleo y
la defensa y promoción de la industria nacional. Sin embargo, el cambio ministerial que
catapultó a Krieger Vasena al Ministerio de Economía y Trabajo precipitó la ruptura de
la CGE con el gobierno. La política en favor de las empresas industriales extranjeras, la
desnacionalización de industrias y bancos y el desmantelamiento del sistema de
cooperativas de crédito que financiaba a la mediana y pequeña empresa nacional obligó
a la CGE a oponerse frontalmente al régimen. Uno de los resultados del descontento
hacia la conducción económica de Krieger fue el crecimiento cuantitativo de la CGE a
principios de 1968, cuando se incorporaron a sus filas los empresarios del transporte
18
(FATAP) y los pequeños y medianos productores rurales (FAA), lo que le permitió
extender su representatividad.
Los cegeístas se aliaron a la acción partidaria de La Hora del Pueblo.
Conscientes de que la experiencia “nacionalista” de Levingston carecía de la fortaleza
política necesaria para prolongarse en el tiempo, a fines de 1970 se convirtieron, junto a
la CGT, en aliados de los representantes de los partidos mayoritarios en el diseño de una
salida institucional al gobierno militar. Estos acercamientos, una vez desplazado
Levingston, comenzaron a sentar las bases para un acuerdo entre los distintos sectores
sociales con el fin de arribar a una participativa y consensuada solución postelectoral.
El retorno del peronismo al gobierno planteó a las organizaciones empresariales
un escenario caracterizado por el intento de reestructurar los sectores de poder. La
designación de José Ber Gelbard, ex presidente de la CGE, como titular del Ministerio
de Economía, evidenciaba el propósito de privilegiar a esa organización, representativa
de los intereses del empresariado nacional mediano y pequeño, predominantemente
ligado al mercado interno.
Gelbard puso en práctica el Pacto Social. Las organizaciones corporativas de la
gran burguesía –la UIA, la SRA y la CAC–, en situación de repliegue, avalaron el Pacto
como algo inevitable y manifestaron su beneplácito, aunque a nivel declamatorio. La
UIA –nucleamiento de las mayores empresas del sector, en particular de las filiales de
las empresas transnacionales– se integró en la Confederación Industrial Argentina
(CINA), dejó de funcionar como organismo independiente y pasó a formar parte de la
CGE, que de esta manera pareció acrecentar su poder institucional. La aceptación del
Pacto por parte de aquellos sectores no era una renuncia al empleo de sus recursos de
poder, sino que marcaba un compás de espera.
Con la crisis del gobierno peronista, los dirigentes tradicionales de la ex UIA
cambiaron su estrategia. Uno de los factores irritadores para la dirigencia empresaria era
el control oficial de los precios: en setiembre de 1974, desde la CINA se emitió una
declaración crítica de esa política. La posterior renuncia de Gelbard puso en tela de
juicio el rol político de la CGE y amplió el espacio para que la dirigencia tradicional
cuestionara la dirección de la central empresaria e incluso al propio gobierno.
La CGE comenzó a pagar los costos políticos de su apoyo al gobierno. Por un
lado, éste le exigía el máximo respaldo; por el otro, los empresarios afectados por la
política económica hacían responsable a la Confederación de dicha política. En este
marco, en los primeros meses de 1975 se inició el resquebrajamiento de la entidad:
varias organizaciones gremiales del interior del país se desafiliaron; poco después
renunciaron dos miembros tradicionales de la UIA, incorporados como dirigentes de la
Confederación, y a mediados de año, se desafilió la Federación Agraria Argentina
(FAA). Las diferencias de enfoque sobre la política económica y sobre la forma de
resolver los problemas políticos y sociales generaron contradicciones en el interior de la
CGE que llevaban a la fragmentación de su precaria unidad.
Si bien las principales instituciones empresarias apoyaron el golpe militar de
1976, el gobierno del Proceso intentó eliminarlas o controlarlas, de acuerdo con su
percepción negativa o más positiva de ellas. La CGE, el principal blanco de los
militares, fue intervenida así como las cámaras y federaciones adheridas, incluida la
Confederación Industrial Argentina (CINA). Esta última aglutinaba a los empresarios
industriales y, desde 1975, bajo la presión de los antiguos dirigentes de la UIA, venía
cuestionando la adhesión de la CGE al gobierno justicialista y a la política económica
del mismo. Finalmente, en 1977, la Confederación fue disuelta y se devolvió la
personería jurídica a la UIA.
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Extranjerización de la economía y empresas transnacionales
Diversos estudios coinciden en que el grado de extranjerización de la industria,
el comercio, las finanzas y los servicios en nuestro país es muy alto. Una de las causas
de ello fueron las ventas generalizadas de paquetes accionarios de los grupos
económicos locales y otros sectores que se produjeron a partir de la segunda mitad de
los noventa, donde tuvieron especial importancia la venta de los paquetes accionarios de
las empresas privatizadas.
Se desprende entonces que en algunos casos el predominio creciente de las
transnacionales y empresas extranjeras en Argentina se logró adquiriendo empresas vía
privatizaciones o con inversiones directas. Esas empresas se abrieron paso en el
mercado doméstico a los codazos, arropados por el crédito de los bancos extranjeros con
los cuales están vinculados.
El proceso de extranjerización fue muy intenso durante la década del 90, a tal
punto que las ventas de las transnacionales pasaron del 35% de las ventas de la cúpula
empresaria en 1990 al 60% en 1998. A su vez, la participación del capital extranjero en
el valor agregado de las primeras 500 empresas pasó del 62% en 1993 al 76% en 1997.
Así, la importancia del capital extranjero en ese sector se refleja, por ejemplo, en el
hecho de que en 1997 fue responsable del 86% de la inversión y el 56% del empleo.
Otro dato interesante e ilustrativo es que la presencia extranjera supera la de países
industriales e incluso la de países asiáticos de rápido desarrollo: en 1997, la
participación de las empresas transnacionales en el valor agregado del sector
manufacturero argentino llegó al 79%; en Malasia fue del 57%; en Hong-Kong, del 51%
y en Singapur, del 70%3.
La apertura y la extranjerización creciente desde 1976 y acentuada en la década
del 90 modificaron la estructura de la cúpula empresaria, pero también tuvieron un
efecto cascada sobre el resto de la estructura industrial y de servicios. Las empresas de
servicios privatizadas y las empresas nacionales y extranjeras reemplazaron sus
proveedores locales por extranjeros, por lo cual se destruyeron empresas y producciones
regionales más vinculadas a redes productivas, sociales y culturales nacionales.
En el curso de esos acontecimientos, muchas empresas dejaron de producir para
transformarse en importadoras y distribuidoras de productos importados.
Al igual que la política económica aplicada entre 1976 y 1983, la política de los
noventa promovió también la concentración del poder económico en los grandes grupos
locales y externos. Durante ese período, las ventas de las grandes firmas aumentaron por
sobre el promedio. Entre 1995 y 2000, el valor de la producción de las 500 empresas
más grandes aumentó un 20% y el PBI, un 14%.
Paralelamente, las firmas locales realizaron numerosas asociaciones con
empresas extranjeras, en particular para la explotación de servicios públicos
privatizados. Muchas empresas recibieron capitales extranjeros o pasaron a depender de
fondos de inversión. Los grupos también diversificaron sus negocios y, en algunos
casos, redujeron o abandonaron sus actividades industriales.
A esto se agrega que algunos grandes grupos hicieron inversiones en el exterior,
especialmente en Brasil, y en algunos casos integraron cadenas productivas con firmas
vinculadas asentadas en el exterior. Ese es el caso de las automotrices, que hace décadas
eran un componente decisivo de la industria local, pero desde la integración de plantas
en Argentina y Brasil presionan por un régimen liberal que les exija el menor grado de
integración posible. Algunas empresas del sector alimenticio, como Arcor, también
hicieron inversiones complementarias en Brasil, por lo cual no encontrarían beneficioso
un aumento de la protección en relación con ese mercado. Como consecuencia de estas
transformaciones, resulta cada vez más difícil trazar una distinción neta entre intereses
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sectoriales en el sentido tradicional (agro-industria, producción-servicios) y entre
intereses del capital local y del externo.
La extranjerización se sigue expresando en la actualidad en la economía
argentina. La Encuesta de Grandes Empresas reveló en 2007 que de las 500 mayores
firmas, hay 337 extranjeras y sólo 163 nacionales. Hoy en día, sin embargo, dicho
proceso se encuentra en parte contrarrestado por el hecho de que actualmente existe más
intervención del Estado, no sólo con controles sino incluso con una decena de empresas
y servicios donde directamente tomó el control (Correo, Aerolíneas, eliminación de las
AFJP, designación de directores y/o veedores en directorios de firmas privadas, etc.).
Aun así, es evidente que el peso de las multinacionales sigue siendo muy
elevado en la economía local. Hay rubros donde hay un dominio absoluto, del 100%,
como el de las terminales automotrices. Ford, Volkswagen, Citroen-Peugeot, General
Motors, Fiat, Iveco, Renault, Toyota y otros socios de la Asociación de Fábricas de
Automotores (Adefa) son todos foráneos.
¿Existe una burguesía nacional?
En este contexto, se plantea una pregunta sobre la cual se han girado muchos
debates en la Argentina: ¿existe en nuestro país una burguesía nacional? El concepto de
burguesía nacional se refiere a la existencia de industriales o banqueros argentinos, pero
no se circunscribe a esa noción. Se refiere a propietarios de los medios de producción
que poseen ciertas características para impulsar un modelo económico y social de
crecimiento hacia adentro. Para ello, debe dársele importancia al mercado interno,
buscar una acumulación endógena y apoyar e impulsar políticas económicas autónomas.
En el debate en torno a la existencia o no de este tipo de actores en la economía
argentina suelen plantearse dos posturas contrapuestas. Por un lado, aquellos que
sostienen que no existe y nunca existió una burguesía nacional debido al carácter
rentístico de los productores locales. Por otro lado se ubican quienes sostienen que en
Argentina existió una burguesía nacional, asociada al proceso de industrialización, pero
esto fue extinguiéndose a partir de las políticas aplicadas desde 1976, producto de la
apertura de la economía y la extranjerización de las empresas. Sin embargo, difícilmente
pueda encontrarse quien sostenga la existencia actual de este tipo de actores sociales en
nuestro país.
La ausencia de estos sectores locales parece estar relacionada con el papel cada
vez más importante de las empresas transnacionalizadas, que han buscado contrarrestar
la declinación del mercado interno con operaciones en el exterior. Techint es un claro
ejemplo de este tipo de compañías. Se ha convertido en una corporación global
especializada en rubros de la siderurgia (tubos petroleros), con plantas en varios países
(Venezuela, Brasil, Rumania, Canadá) y financiación privilegiada de bancos italianos.
Otras empresas algo más pequeñas pero del mismo tipo son Arcor (ocho plantas en
Latinoamérica y presencia en un centenar de países), Bagó (cuyos ingresos provienen en
un 40% del exterior). También Impsa o Molinos podrían ser encasilladas dentro de este
sector.
Este tipo de contradicción se da incluso en el seno de los grupos. Por ejemplo,
Techint tiene empresas que venden en el mercado interno (como su rama de
construcción), que se verían perjudicadas por la apertura que propone el Área de Libre
Comercio de la Américas (ALCA). Sin embargo, Siderca, una empresa del grupo,
exportadora de tubos de acero, recientemente se manifestó de acuerdo con ese proyecto
porque reduciría el proteccionismo siderúrgico de Estados Unidos.
El desinterés por el desarrollo de un mercado interno es una evidencia clara de la
ausencia de una burguesía nacional, ya que las empresas comprometidas con un proceso
19
de crecimiento endógeno en el país deben interesarse en el desarrollo del mercado
interno y, en consecuencia, en una política distributiva que aumente el poder de compra
de los consumidores.
Una de las razones económicas de este proceso es que los grupos tienen otras
fuentes de acumulación más allá de los consumidores internos o externos. En la pasada
década, los grupos acumularon de acuerdo con las siguientes modalidades: transferencia
de activos públicos al sector privado; especialización en actividades con ventajas
comparativas naturales, como la producción agropecuaria y agroindustrial destinadas
principalmente a la exportación; obtención de ganancias extraordinarias en base, no a la
competencia, sino a la capacidad de fijar sobreprecios otorgadas por el poder
monopólico u oligopólico sobre los mercados; orientación de las ventas hacia la franja
de consumidores de altos ingresos; búsqueda de beneficios a través del endeudamiento
externo, colocando en el mercado local dinero obtenido en el exterior a tasas más bajas.
Otro fenómeno a tener en cuenta es que las grandes empresas, que tienen una
participación dominante en las exportaciones, pudieron aumentar sus ventas al exterior
en momentos de reducción del consumo interno.
Algunos analistas estiman que la extranjerización ya comenzó a frenarse desde la
devaluación. Destacan que el desmoronamiento de la convertibilidad condujo a varias
firmas extranjeras a traspasar sus activos a las compañías argentinas que diversificaron
sus negocios y compensaron pérdidas con el auxilio oficial. Estas empresas lograron
licuar sus deudas con la pesificación, mientras los pasivos dolarizados de numerosas
empresas foráneas se encarecían.
Sin embargo, este tipo de transferencias no alteran el peso dominante alcanzado
por el capital foráneo. La secuencia actual de recompras nacionales en algunos sectores
(bancos, servicios públicos) coexiste, además, con la tendencia opuesta en otras ramas
(petróleo, cemento, alimentos). Por ejemplo, varias compañías de envergadura
(Quilmes, Pérez Companc, Loma Negra, Grafa) han ratificado recientemente su venta a
corporaciones foráneas.
La cuestión, entonces, es que, como señalamos, en lugar de promover el mercado
interno y la reindustrialización, estas compañías otorgan primacía a la exportación, la
actividad primaria y los bajos salarios. Lejos, entonces, están de apoyar una estrategia
redistributiva que potencie el mercado interno.
¿Cómo se desarrolla, entonces, una burguesía nacional? La evidencia empírica a
nivel internacional muestra que el origen y desarrollo de las burguesías nacionales están
íntimamente ligados al Estado, al proteccionismo, al favoritismo sectorial y a la
corrupción. Todos los procesos de industrialización tardía desde el siglo XIX implicaron
una transferencia de recursos desde el Estado hacia la naciente burguesía. Esto fue así
tanto en Francia como en Estados Unidos, Alemania o Japón. En esa relación entre el
sector público y el privado, la corrupción ha estado presente, así como diversas
relaciones y presiones desde las empresas hacia el poder político.
Como señala Alfredo Zaiat en un artículo publicado en Página 12 el 23 de
septiembre de 2006, la pregunta entonces parece ser: “¿Existe en la actualidad,
entonces, la posibilidad de desarrollar una burguesía nacional dinámica reduciendo el
espacio para las conductas rentistas, en una economía local muy transnacionalizada?”.
La respuesta no parece estar tan clara.
19
22. De los conflictos a la integración latinoamericana
La guerra argentino-brasileña
En 1816, cuando Artigas se enfrentaba a los unitarios porteños y a la élite
mercantil y propietaria de la Banda Oriental, fuerzas portuguesas avanzaron en
dirección al sur en connivencia con el gobierno de Buenos Aires, prometiendo a los
orientales prosperidad y paz en el caso de que aceptasen su anexión al Brasil, que se
había transformado en reino asociado a Portugal. Recibieron el apoyo de los grandes
propietarios, ganaderos y comerciantes, perjudicados por las confiscaciones y
redistribución de tierras que Artigas había realizado, y por la sensible reducción de las
cabezas de ganado causadas durante varios años de luchas incesantes. Esta ocupación
terminó quebrando el predominio artiguista sobre la Banda Oriental y, finalmente, sobre
el Litoral, región que continuó enfrentada al Directorio de Buenos Aires.
Los portugueses pudieron vencer a Artigas en 1820 y, con él, su revolución
agraria. En ese mismo año, la derrota del gobierno porteño a manos de los caudillos del
Litoral consagró en la práctica la autonomía de cada provincia rioplatense, atomizando
sus intereses, lo que impidió una respuesta conjunta contra la invasión luso-brasileña.
De esta manera, las fuerzas de ocupación lusitana se aseguraron el control del territorio
y en julio de 1821, un Congreso subordinado a los nuevos dominadores votó la
incorporación de la Banda Oriental al reino del Brasil, Portugal y Algarves bajo el
nombre de Provincia Cisplatina. Un año más tarde, con la independencia del Brasil y su
proclamación como Imperio, el 7 de setiembre de 1822, la anexión fue confirmada por
el imperio brasileño. El control de la Banda Oriental por el gobierno imperial permitió
continuar y ampliar la presencia brasileña en la región rioplatense.
Mientras tanto, algunos orientales se habían refugiado en la banda occidental del
Plata con el objetivo de sustraer su provincia del dominio brasileño. En abril de 1825,
un grupo de ellos, liderados por Lavalleja –llamados los “treinta y tres orientales”, y con
apoyo bonaerense– desembarcaron en el actual territorio uruguayo y proclamaron la
independencia del Banda Oriental, vinculándola nuevamente a las Provincias Unidas del
Río de la Plata, propuesta que fue aceptada por el Congreso reunido en Buenos Aires.
Así, en diciembre de 1825, teniendo conocimiento del apoyo que los porteños habían
prestado a los revolucionarios orientales, y ejerciendo apenas el control de las áreas
urbanas dado que el interior respondía a Lavalleja y sus hombres, el Imperio del Brasil
declaró la guerra al gobierno de Buenos Aires. La Banda Oriental se transformó
entonces en el escenario de enfrentamientos en los que estaban involucrados tres
intereses diferentes: el de Brasil, que combatía para conservar su nuevo territorio; el de
Buenos Aires, que pretendía reintegrarla a las Provincias Unidas; y el de los orientales,
que pugnaban por un gobierno autónomo dentro de esa confederación.
La prolongación de las hostilidades y el bloqueo del puerto de Buenos Aires
redujeron el comercio exterior de la provincia y afectaron los intereses bonaerenses y de
los comerciantes británicos, al tiempo que los ingresos fiscales disminuyeron y aumentó
el endeudamiento con los acreedores externos. Por estas razones, a pesar de notables
triunfos militares rioplatenses en territorio enemigo –especialmente la batalla de
Ituzaingó– se produjo una situación de impasse entre ambos contendientes. En estas
circunstancias, a las Provincias Unidas sólo les quedaba iniciar negociaciones con Río
de Janeiro, adonde envió dos misiones diplomáticas entre 1827 y 1828. La solución del
conflicto comenzó a vislumbrarse recién cuando las partes beligerantes, fuertemente
desgastadas tanto política como económicamente aceptaron la mediación de Gran
Bretaña. Las intenciones de Londres eran restablecer la paz y los negocios; por lo tanto,
había que preservar la autonomía del territorio uruguayo como un Estado amortiguador
19
en el estuario del Plata para evitar el predominio de alguno de los beligerantes
regionales.
Emergió entonces la República Oriental del Uruguay como nación
independiente. La guerra por el control de la Banda Oriental evidenció que los
antagonismos y la disputa por el dominio de los territorios fueron heredados por los
jóvenes países que trataban de consolidarse. Mostró, también, en el espacio rioplatense,
que el sentimiento nacional, en vez de constituir el origen de esos Estados
independientes, se construyó a partir del nacimiento de ellos.
La guerra de la Triple Alianza
En 1864, la política interna uruguaya atravesaba un período de tensiones e
incertidumbres que acentuaban la oposición mutua entre los dos partidos tradicionales:
el blanco y el colorado. Como varios súbditos brasileños habían tomado partido por los
colorados –enfrentado al gobernante partido blanco– el Imperio decidió tomar
represalias contra Montevideo para proteger a los suyos. Pero con el fin de no provocar
un conflicto con la Argentina, Río de Janeiro buscó y obtuvo el apoyo del presidente
Mitre para intervenir en Uruguay. De este modo, con el pretexto de que Montevideo no
aceptaba resolver diplomáticamente los abusos contra los brasileños residentes en
Uruguay, tropas brasileñas invadieron al país vecino, auxiliando a los contingentes
colorados en el sitio que habían impuesto a Montevideo. Cuando Brasil invadió el
territorio oriental, el Paraguay rompió relaciones con Río de Janeiro y ocupó el Mato
Grosso, argumentando que el equilibrio de fuerzas y la soberanía de los países de la
región habían sido vulnerados.
A su vez, el gobierno paraguayo solicitó autorización a su par argentino para
atravesar las Misiones, y al serle negada por Buenos Aires, declaró la guerra a la
Argentina e invadió la provincia de Corrientes. Esta situación colocaba al Paraguay
como agresor, y como una amenaza para los países de la región, lo que posibilitó la
firma, en 1865, del tratado de la Triple Alianza entre los gobiernos de la Argentina,
Brasil y Uruguay, luego de que el Imperio hubiese firmado un convenio de paz con el
nuevo gobierno oriental, que respondía al partido Colorado. En el mismo se estipulaba
la determinación de desalojar del poder al presidente paraguayo, Carlos Solano López, y
contenía, además, pactos secretos que reivindicaban territorios paraguayos para la
Argentina (el Chaco boreal) y para Brasil (las antiguas misiones jesuíticas).
Cuando se iniciaron las hostilidades, Paraguay disponía de una importante
capacidad militar, que fue luego progresivamente erosionada. La marina brasileña y la
infantería argentina pudieron superar la resistencia paraguaya con grandes dificultades y
pérdidas humanas. A partir de 1868, la superioridad numérica y de armamentos de los
aliados comenzó a imponerse, y si la lucha se mantuvo y prolongó por largos meses fue
debido al arrojo de los soldados paraguayos y al sacrificio de su población.
Uno de los aspectos más polémicos de este conflicto regional ha sido la
identificación de sus causas, sobre las que existen relevantes diferencias de
interpretación. Se han señalado varias: el expansionismo brasileño, los recelos del
gobierno paraguayo, la crisis interna oriental, las disputas territoriales irresueltas entre
Paraguay, Brasil y la Argentina, la presión diplomática británica para que Paraguay
aceptara los principios de la libre concurrencia en los mercados y la actitud de la
diplomacia mitrista, utilizada como elemento de cohesión interna del Estado argentino
para superar la lucha de facciones internas.
Más allá de las controversias argumentales, Paraguay fue el gran derrotado de
este conflicto. Entregó un tercio de su territorio a los vencedores, tuvo que aceptar un
período de intervención aliada en su política interna y saldar una pesada deuda externa.
19
Además, el costo social fue enorme: de los 500.000 habitantes que existían en 1865,
quedaron tan solo 220.000, en su mayoría mujeres, niños y ancianos, perdiendo a gran
parte de su población masculina.
El ABC
Durante muchos años, el antagonismo argentino-brasileño tuvo como telón de
fondo las disputas por el control de la navegación y del comercio en los grandes ríos
tributarios del Plata. Esas tensiones se mantuvieron latentes hasta que en agosto de
1910, el presidente electo, Roque Sáenz Peña, visitó Río de Janeiro llevando el
conciliador mensaje de su célebre frase: “Todo nos une, nada nos separa”, sustentado en
la complementariedad de las economías de los dos países. La distensión en las
relaciones argentino-brasileñas permitió reflotar iniciativas de acción diplomática
conjunta junto a Chile, mediante las siglas ABC. La oportunidad se presentó para evitar
la guerra entre los Estados Unidos y México, países que mediante las gestiones de la
Argentina, Brasil y Chile lograron la finalización del conflicto en mayo de 1914.
La mediación conjunta motivó que el 25 de mayo de 1915 los cancilleres de los
países del ABC firmaran en Buenos Aires el Tratado de Cordial Inteligencia Política y
Arbitraje, y cuyo componente central lo constituyó la estipulación de un mecanismo
para la resolución negociada de las controversias que pudieran surgir entre sus
miembros. Esta alianza despertó un eco favorable en las entidades dedicadas al estudio
del derecho internacional, sobre todo por sus signos pacifistas, que contrastaban con la
realidad de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, el gobierno argentino no lo aprobó
por considerarlo contrario al principio de solidaridad continental y a la igualdad jurídica
de los Estados.
En realidad, la política del ABC contó con la aprobación de Washington, que la
percibió como un subsistema dentro del panamericanismo y, en ese sentido, era
funcional a sus intereses en América Latina. Por estos motivos, el ABC –que dejaba
abierta la posibilidad de una entente económica entre los tres países mediante un
régimen de comercio preferencial y de concesiones recíprocas– no pudo implementarse.
En efecto, mientras Brasil y Chile procuraron gestar una coincidencia de intereses en el
Cono Sur en consonancia con el panamericanismo estadounidense, la Argentina intentó
desligarse de esos compromisos esgrimiendo principios continentales igualitarios para
evitar una hegemonía regional subsidiaria de la norteamericana. Esto era el reflejo de la
fuerte competencia entre las producciones estadounidense y argentina, ambas
concurrentes en el mercado mundial de granos y carnes, que dificultaban la
complementación económica entre el país del Norte y el rioplatense.
ALALC-ALADI
Durante la década de 1950 y bajo los impulsos de la CEPAL, se generalizaron en
América Latina las tendencias a favor del desarrollismo. En ese sentido, para alcanzar
las metas del desarrollo económico en Iberoamérica, Brasil promovió la Operación
Panamericana, iniciativa que buscaba financiar el tan ansiado desarrollo y contó con el
apoyo de varios países de la región, especialmente de la Argentina. Este clima de
coincidencias entre los dos países posibilitó la creación del Banco Interamericano de
Desarrollo (BID) y poco después, de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio
(ALALC). Esta última era el resultado de diversos estudios que desde 1948 venía
realizando la CEPAL acerca de la factibilidad de conformar un mercado regional. En ese
sentido, los países latinoamericanos que en 1960 firmaron el Tratado de Montevideo
adoptaron una serie de mecanismos para formar una zona de libre comercio.
Sin embargo, el hecho de que la integración debiera realizarse entre países
19
bastante aislados entre sí, con un alto grado de proteccionismo aduanero en algunos
casos, una infraestructura de transportes deficiente y grandes desigualdades en los
niveles de desarrollo y estructura productiva, le confirió al Tratado un carácter
programático, que se expresó en la flexibilidad de los mecanismos de negociación, las
excepciones, los tratamientos no recíprocos y la posibilidad de revisar en forma
permanente las concesiones aduaneras.
La estrechez de los mercados nacionales y su incapacidad para incorporar
nuevas tecnologías, los desequilibrios externos, la baja productividad en importantes
ramas industriales acompañada por una inadecuada escala de producción, así como la
tendencia decreciente de la inversión, eran sólo algunos de los problemas que reflejaban
las graves limitaciones del modelo de desarrollo y la necesidad de un replanteo. Se
requería, entonces, de una estrategia económica que mediante la liberación comercial
uniera los mercados nacionales en un espacio regional para hacer factible la generación
de economías de escala.
Esta era la razón del interés despertado por la integración económica como un
medio para continuar la industrialización dentro de las fronteras ampliadas. La ALALC
se constituía así en un modelo de integración significativo, dado que reunía a once
naciones que, en 1960, representaban el 90% de la población, el 95% del PBI y el 92%
de las exportaciones de América Latina. Si bien los comienzos de la ALALC fueron
exitosos, después de algunos años comenzaron a sentirse los primeros síntomas de
crisis, atribuibles el fracaso de las negociaciones, la suspensión de los contratos vigentes
y la reducción de las concesiones otorgadas; y el reconocimiento de que los países
firmantes no estaban dispuestos a profundizar la apertura comercial.
Hacia fines de la década de 1960, los países de la ALALC abandonaron la etapa
formal para ingresar a una integración “informal”. Comenzaron a ensayarse
mecanismos de comercio compensado y otras modalidades de corte más bien bilateral
que multilateral. Bajo estas premisas, en agosto de 1980 se firmó un nuevo Tratado de
Montevideo y se constituyó la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI).
Básicamente, la ALADI intentó continuar el proceso de integración iniciado por la
ALALC con el fin de promover el desarrollo económico y social armónico y
equilibrado en la región. Aunque sin definirlo, y en una proyección a largo plazo, el
programa pretendía establecer en forma gradual y progresiva un mercado común
latinoamericano. No se estipularon fechas límite ni etapas intermedias o un período
formativo, ni un modelo claro de integración, más allá de especificar que se crearía un
área de preferencias económicas. Estos principios eran generales y amplios, y
representaron una gran ventaja con respecto a la rigidez que había planteado la ALALC,
pero por esa misma razón se prestaron a muy diversas interpretaciones y fueron
oscureciendo los entendimientos entre los países signatarios.
Las relaciones con Brasil
Desde que se constituyeron en Estados nacionales republicanos, las relaciones
entre la Argentina y Brasil transcurrieron de manera ambivalente, entre períodos de
considerables convergencias y otros en donde las tensiones y divergencias parecían
presagiar conflictos mayores. Sin embargo, la continuidad territorial de ambas naciones,
separadas por fronteras vivas comunes, fue generando durante el transcurso de los años
un amplio espacio de interacción regional expresado en el interés de diferentes sectores
socioeconómicos por incrementar sus vínculos, especialmente comerciales. Es decir que
la proximidad geográfica y la diversidad productiva operaron como impulsores de un
intercambio comercial “casi natural” que sólo fue interrumpido o morigerado ante
decisiones políticas de los Estados en función de los intereses propios que cada uno de
19
ellos representaba frente al vecino, como así también de su particular inserción
internacional y las específicas visiones de sus cancillerías frente al sistema mundial. Es
que el intercambio comercial entre los dos países sudamericanos había asumido tal
importancia que los tornaba cada vez más interdependientes en la esfera económica.
Entre 1944 y 1945, Brasil se transformó, por las circunstancias de la guerra, en
el primer proveedor de materias primas y manufacturas de la Argentina, que también
incrementó sus compras en los países vecinos. La tendencia estructural del incremento
comercial entre la Argentina y el Brasil no fue alterada de manera significativa en los
años siguientes, matizando los perfiles integracionistas latentes en la región con las
tensiones políticas relacionadas con los vínculos políticos que ambos países
mantuvieron respecto de los Estados Unidos.
Sin embargo, pocos años después la cuestión de la Cuenca del Plata pasó a tener
prioridad en las relaciones argentino-brasileñas. En la medida en que sus cancillerías le
atribuían una connotación estratégica a la capacidad de producir energía, los obstáculos
para construir represas en los ríos comunes dificultaron un entendimiento entre los dos
países. Y la Argentina no tenía, en aquellos años, capacidad suficiente para contraponer
sus propias obras hidráulicas al Brasil, a pesar de que en materia de energía nuclear
poseía marcados avances sobre su vecino.
Brasil, que se había constituido en uno de los principales abastecedores de la
Argentina, fue aumentando cada vez más sus exportaciones de productos industriales
como consecuencia de la apertura económica del programa de Martínez de Hoz. Pudo
así competir en el mercado argentino con los bienes manufacturados de otros países
centrales debido a la proximidad geográfica, que históricamente había operado como un
importante factor en la reducción de los fletes.
En la primera mitad de los años ochenta, como reflejo de la crisis que afectó al
continente, Brasil se consolidó como el segundo proveedor de la Argentina y uno de sus
principales compradores. La penetración comercial brasileña en la Argentina se debió
tanto a la diversificación de la producción y a la agresividad de la política comercial
emprendida como a la actividad desplegada por su cuerpo diplomático. Brasil fue
responsable, entre 1975 y 1984, por aproximadamente el 40% de las importaciones
argentinas de productos manufacturados, entre los cuales figuraban aparatos de
televisión, tractores, camionetas, terminales de video, unidades centrales de
procesamiento de datos, hierro y productos químicos. La Argentina, por su parte,
continuó exportando sus tradicionales productos agropecuarios y agroindustriales, que
constituían algo más de la mitad del total de los bienes destinados al país vecino. El
saldo de ese comercio recíproco fue negativo para la Argentina durante casi toda la
década de 1980, revirtiéndose en forma notable a partir de la conformación del
Mercosur.
Las relaciones con otros países vecinos
Hasta los efectos producidos por la crisis de 1929, las relaciones con los países
vecinos no fueron relevantes, toda vez que la Argentina privilegió sus vínculos con
países europeos, especialmente con Gran Bretaña, producto de la implementación de un
modelo económico sustentado en las exportaciones agropecuarias. En la década del 30,
y debido a las restricciones del comercio transatlántico, la Argentina comenzó a firmar
diversos acuerdos comerciales con los países de la región, especialmente con Brasil.
Esta tendencia continuó durante la Segunda Guerra Mundial y el gobierno peronista la
profundizó a través de su política exterior de la “tercera posición”, que se mantenía
equidistante del enfrentamiento de la Guerra Fría, entre las dos grandes potencias de la
época: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Esta postura le permitió a la Argentina
19
diseñar la formación de un bloque en América Latina frente al mundo bipolar de la
posguerra. Se buscaba así consolidar los lazos con los países vecinos y acrecentar las
posibilidades de negociación con las grandes potencias.
Esta política de acercamiento hacia los países vecinos tuvo un freno durante la
dictadura de 1955, que volvió a priorizar las relaciones con Europa, pero retoma su
impulso durante el gobierno desarrollista de Frondizi con los acuerdos de Uruguayana.
La impronta cepalina campeó en la región durante los años sesenta, a punto tal que en
1967 existió una propuesta argentino-brasileña que apuntaba a una integración sectorial
a efectivizarse en un plazo de cinco años, con una reducción arancelaria del 20% en los
sectores siderúrgico, petroquímico y agropecuario, hasta llegar a cero. Esta unión
aduanera estaría abierta a otros países latinoamericanos. A ello se agregó el proyecto de
construcción conjunta entre Brasil, Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay de un
complejo siderúrgico multinacional en Bolivia, aprovechando los yacimientos de hierro
de este último país. En 1969 esas mismas naciones firmaron el Tratado de la Cuenca del
Plata, que le otorgaba base jurídica al aprovechamiento integral de los ríos
internacionales de la región.
La intervención en Bolivia en apoyo del golpe militar de García Meza hizo de la
Argentina el primer país del mundo que reconoció a esa dictadura, colaborando en la
organización de grupos antiguerrilleros y proporcionándole asistencia económica. Con
el retorno de un gobierno democrático a La Paz, la relación entre el régimen militar
argentino y el gobierno de Bolivia ingresó en una etapa de estancamiento.
Las relaciones con Chile se manifestaron tensas en el conflicto que la Argentina
mantuvo por el canal de Beagle. Esta región austral fue sometida a un laudo arbitral de
la corona británica, que falló a favor del país trasandino. Como la dictadura argentina
declaró la nulidad de aquel laudo, en febrero de 1978 los dictadores Videla y Pinochet
iniciaron negociaciones, pero al mismo tiempo las tensiones se fueron incrementando en
ambos lados de la frontera. En diciembre de 1978 el enfrentamiento militar parecía
inminente. Algunos sectores del ejército presionaban sobre las cúpulas castrenses y el
gobierno para que se decidiera la invasión del territorio chileno. Miles de soldados
conscriptos fueron trasladados a la zona cordillerana, mientras el clima belicista era
estimulado por los gobiernos de los dos países. En este punto intervino el Vaticano
como mediador e impuso un paréntesis a los preparativos bélicos. El dictamen papal se
demoró dos años, y en diciembre de 1980 el Sumo Pontífice entregó su propuesta, que
convalidaba el laudo británico. De esta manera, la situación de impasse no fue superada
y el conflicto quedó hibernado hasta la asunción del gobierno democrático que, con el
respaldo de una consulta popular, terminó de zanjar el conflicto pacíficamente.
Los proyectos de integración
Desde fines del siglo XIX surgieron proyectos de integración latinoamericanos
como los propuestos por Mariano Pelliza en 1885, quien propuso una Federación Social
Hispano Americana donde deberían considerarse la unidad monetaria y la uniformidad
de los aranceles de importación, entre otros puntos. En esa dirección, Francisco Seeber
planteó en 1906 la conformación de un bloque aduanero similar al zollverein alemán
basado en la unión política entre la Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Bolivia y
Paraguay. A su vez, Ricardo Pillado presentó un proyecto basado en la supresión de las
barreras aduaneras entre los países fronterizos a la Argentina. Otra fuerte impronta
integracionista fue la de Alejandro Bunge, quien consideraba una integración económica
por etapas, que podría iniciarse entre la Argentina y Uruguay (la Unión del Plata), luego
Paraguay, Chile y Bolivia y, eventualmente, el Brasil. Bunge llegaba a la conclusión de
que la “Unión Aduanera del Sur” estaría entre las primeras del mundo en una serie de
19
rubros, como varios productos minerales y materiales estratégicos, ganadería y una gran
variedad de productos agrícolas.
Como resultado de las diversas negociaciones argentino-brasileñas emprendidas
en los años de la guerra, en noviembre de 1941 se firmó entre los dos países el Tratado
de Libre Cambio Progresivo. Este expresaba el propósito de establecer,
progresivamente, un régimen de libre intercambio que permitiera llegar a una unión
aduanera abierta a la adhesión de las naciones limítrofes. Los dos países se
comprometieron a promover, estimular y facilitar la instalación de actividades
industriales y agropecuarias todavía no existentes en alguno de ellos, y a no aplicarles
derechos de importación durante diez años. A la vez se fijaron reducciones progresivas
para una gran cantidad de rubros de su intercambio comercial hasta llegar a un arancel
mínimo al cabo de esos diez años estipulados. Sin embargo, la participación directa de
los Estados Unidos en la Segunda Guerra no permitió plasmar esa unión aduanera, dado
que Brasil apoyó al país del Norte en el conflicto, mientras la Argentina trató de
mantenerse neutral.
Otro intento en búsqueda de la integración fue la propuesta lanzada por el
gobierno peronista en 1953 para recrear el pacto del ABC. En ese sentido, la Argentina
intentó llevar adelante mecanismos que apuntaban a una integración económica,
presentados como una contribución para afianzar la independencia económica y política
de América Latina en un plano de igualdad. Comenzó por firmar un acuerdo político y
económico con Chile para extenderlo luego al Brasil. Pero este país enfrentaba
dificultades políticas internas que resistían una persistente resistencia a una integración
regional liderada por la Argentina. A pesar de los esfuerzos de Buenos Aires, estas
diferencias obstaculizaron e impidieron la concreción del ABC.
Las tentativas de profundizar el entendimiento político e incrementar las
relaciones económicas se volvieron viables en los encuentros que en abril de 1961
mantuvieron en Uruguayana los presidentes de la Argentina, Arturo Frondizi, y del
Brasil, Janio Quadros. El propósito de los mandatarios consistía no sólo en consolidar y
desarrollar los vínculos bilaterales sino, sobre todo, en coordinar una acción
internacional común, tanto frente a los grandes centros de poder mundial como en los
organismos internacionales e instituciones multilaterales de financiamiento.
En otra dirección, que apuntaba a una mayor cooperación basada en la vecindad,
el Tratado de la Cuenca del Plata, firmado en 1969 por la Argentina, Brasil, Uruguay,
Bolivia y Paraguay, intentó integrar físicamente esa región mediante el
aprovechamiento de los recursos hídricos y el perfeccionamiento de la infraestructura de
transportes y comunicaciones. Por otra parte, entre los países de la región andina se
firmó el Acuerdo de Cartagena, más conocido como Pacto Andino, que procuraba
profundizar las estrategias de integración entre aquellos que compartían una misma
zona económica.
Al mismo tiempo, las experiencias latinoamericanistas continuaron. En una
tentativa por responder al agotamiento de los proyectos integracionistas cepalinos de los
años sesenta, en octubre de 1975 se constituyó el Sistema Económico Latinoamericano
(SELA), con fines más políticos que económicos, y que tendía a la coordinación de las
políticas de los diferentes países antes que a su integración. Posteriormente surgiría la
ALADI, en cuyo marco se formalizó el Mercado Común del Sur (Mercosur).
19
El Mercosur
Uno de los aspectos más notables de los cambios en la inserción internacional
argentina en las últimas décadas ha sido la creación del Mercosur, que transformó los
parámetros tradicionales del sector externo vinculados tradicionalmente a la
triangulación con Europa y los Estados Unidos.
A partir de los años sesenta, en América Latina hubo diversos proyectos de
unión comercial y/o integración económica (ALALC, ALADI), iniciativas que por
distintos motivos no prosperaron. En cambio, en los ochenta la situación se presentó
más favorable, en el contexto generado por el retorno de las democracias y la búsqueda
de una salida a los procesos de endeudamiento externo y las crisis económicas internas.
A esto se sumó el acercamiento político entre Brasil y Argentina tras la guerra de
Malvinas, lo que allanó el camino para realizar planes conjuntos de largo alcance en el
Cono Sur. Pudieron superarse así años de recelos y conflictos, muchos de ellos
alentados por Estados Unidos para evitar la constitución de un polo regional común.
Desde los acuerdos entre Alfonsín y Sarney, se reflotaron los viejos anhelos
sudamericanos de integración y se firmó, en noviembre de 1985, la “Declaración de
Iguazú”, que sería la piedra fundamental del Mercosur. Luego, se avanzó, siguiendo una
serie de pasos, hasta que en marzo de 1991, los mandatarios de Argentina, Brasil,
Uruguay y Paraguay firmaron el “Tratado de Asunción” y fijaron la fecha de nacimiento
del Mercosur para 1995.
Con todo, pese a la potencialidad de este nuevo proceso de integración
latinoamericana, varios fueron los obstáculos que surgieron. Entre ellos, la
vulnerabilidad externa de Brasil y Argentina, las disputas comerciales, las políticas
exteriores que no priorizaban el Mercosur y una concepción estrechamente
comercialista y al servicio de las multinacionales, con escasa visión del mediano y largo
plazo.
Los límites estaban dados por el predominio en América Latina de políticas
económicas impulsadas por el llamado “Consenso de Washington”, con esquemas
neoliberales que en muchos casos se contradecían con los principios de la integración.
En particular, la llamada política de “regionalismo abierto”, que propugnaba el
fortalecimiento de las ventajas comparativas en el espacio regional como plataforma
para dar el salto exportador al resto del mundo, poniendo como objetivo principal la
apertura unilateral del comercio exterior.
Esta concepción concibe la integración económica privilegiando la reducción de
las barreras internas sobre el establecimiento de restricciones a las importaciones
extrazona. La integración era, pues, sólo un fenómeno de tipo comercial, con el objetivo
de mejorar la competitividad en el mercado mundial y compensar las trabas comerciales
impuestas por los países centrales.
De esta manera, hacia fines del siglo XX el Mercosur se transformó en un
espacio económico y político de considerable potencial, al constituir un bloque
económico regional significativo con más de 200 millones de habitantes y un producto
bruto interno común de 900 mil millones de dólares.
Al mismo tiempo, la prédica neoliberal en las economías nacionales tuvo como
correlato en la región el predominio del sector privado en la orientación del proceso de
integración. Durante los años noventa sus actores protagónicos fueron algunas empresas
multinacionales amparadas en las vastas políticas de desregulación de los mercados, que
facilitaron la reorganización espacial de los procesos productivos a escala regional. De
esa forma apuntalaron la especialización de sus filiales en cada país, explotaron el
potencial del comercio intrafirma y lograron un elevado grado de complementación
productiva en el marco de sus estrategias globales, como lo muestra el caso
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paradigmático del sector automotriz, única rama donde existía un acuerdo sectorial. Por
el contrario, se careció de instituciones comunes que permitieran coordinar las políticas
macroeconómicas y no se elaboró una visión estratégica compartida frente al mundo.
En los años recientes, el abandono de los modelos neoliberales implicó cambios
significativos en las propias estrategias y políticas internas de los socios, que se
manifestaron en políticas exteriores más activas y menos coordinadas, en una mayor
diversificación geográfica de la inserción internacional y en una consecuente pérdida
del interés relativo por el futuro del proyecto compartido.
En la actualidad, el Mercosur está en una encrucijada. Asistimos a un relativo
estancamiento del volumen del comercio entre sus miembros y se profundizan los
desequilibrios regionales. Brasil controla cada vez mayores segmentos de la industria
argentina y se transformó en uno de los principales inversores en el país, detrás de
Estados Unidos y España. Este hecho agrega tensiones en este período de transición, en
el cual se encuadra el conflicto suscitado por los intentos de la Argentina por promover
su reindustrialización, lo que compite con el aparato industrial brasileño, construido
sobre la base de una histórica y sostenida estrategia económica por parte del país
vecino. Asimismo, se registra cierta desconfianza de los socios menores, Paraguay y
Uruguay, que amenazaron con firmar acuerdos bilaterales con Estados Unidos, y
persiste el conflicto diplomático entre Argentina y Uruguay por el tema de las pasteras
sobre el río Uruguay.
De todos modos, en la IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata el
4 y 5 de noviembre de 2005 con la presencia del presidente estadounidense George W.
Bush, se rechazó la participación de los países de la región en el proyecto
norteamericano del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), lo que significó
un avance en la consolidación de un bloque regional propio.
La creación del Banco del Sur, la defensa común de posiciones en los foros
internacionales, la presencia de Argentina y Brasil en el G-20 (grupo de las naciones
más poderosas del mundo, en el que se incluyeron varios países emergentes con el fin
de encontrar soluciones a la crisis mundial) y, finalmente, la constitución de un Consejo
Sudamericano de Defensa y, sobre todo, de la Unasur, son pasos importantes en el
proceso de integración regional.
La Unasur
La Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) es una iniciativa que tiene su
origen en la primera Cumbre Sudamericana convocada en el año 2000 en Brasilia por el
presidente Fernando Henrique Cardoso. Sus raíces son más profundas y, entre otras, se
remonta a la idea brasileña de un espacio sudamericano de libre comercio. En las
Cumbres Sudamericanas del Cusco (Perú) en 2004, de Brasilia (Brasil) en 2005 y de
Cochabamba (Bolivia) en 2006, fue planteada como Comunidad Sudamericana de
Naciones. Luego, en ocasión de una Cumbre Energética en la Isla Margarita
(Venezuela) en 2007, su nombre fue cambiado por el actual.
Sus principios rectores son el irrestricto respeto a la soberanía, integridad e
inviolabilidad territorial de los Estados, la autodeterminación de los pueblos, la
solidaridad, la cooperación, la paz, la democracia, la participación ciudadana y el
pluralismo, los derechos humanos universales, la reducción de las asimetrías y la
armonía con la naturaleza para un desarrollo sostenible.
Este histórico esfuerzo regional que une a los 12 países sudamericanos por
primera vez en un único esquema integrador, tuvo su hito fundacional en la Reunión
Extraordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno en Brasilia el 23 de mayo de 2008,
donde se suscribió el Tratado Constitutivo de Unasur, organización dotada desde sus
20
inicios de personalidad jurídica internacional.
La Unasur es una iniciativa de fuerte perfil político y proyección internacional,
que no excluye su ampliación al resto de América Latina. A diferencia del Mercosur –
basado no sólo en la voluntad política de trabajo conjunto de los países miembros sino
también en un pilar fundamental para la integración productiva conjunta como son las
preferencias comerciales pactadas–, la Unasur no tiene previsto nada similar.
Las potencialidades de la Unasur
Las cifras del posible bloque sudamericano, tal como se plantea con la creación
de la Unasur, son contundentes. En efecto, con 12 países y una población que rondará
pronto los 400 millones de habitantes parece proyectarse hacia el futuro como un
espacio económico y geopolítico de gran peso: “América del Sur unida moverá el
tablero del poder en el mundo” se atrevió a decir el presidente brasileño Lula. La
inmensa región bioceánica tiene unos 17,7 millones de kilómetros cuadrados y cuenta
con grandes recursos naturales: petróleo, minerales y reservas gasíferas para más de un
siglo, casi el 30% del agua dulce del mundo, 8 millones de km2 de bosques, la más
grande frontera agrícola a nivel mundial, el mayor volumen de biodiversidad y agua
potable del planeta y un liderazgo reconocido en la producción y exportación de
alimentos.
20
23. El transporte y las comunicaciones
Tranvías
En el siglo XIX, en pocas ciudades del mundo los tranvías presentaban un
desarrollo tan importante como en Buenos Aires, donde ya en el año 1888 había 386
kilómetros de vías construidas. Estos medios de transporte, que eran novedosos para la
época, transformaron la ciudad, extendiendo las zonas pobladas y valorizando las
propiedades.
En la década de 1880 se observó un acelerado proceso de desarrollo de dicho
medio de transporte. La electrificación del sistema de tranvías y el paulatino reemplazo
de los tranvías tirados por caballos tuvo comienzo a mediados de la década de 1890.
Para el año 1903 funcionaban diez empresas de tranvías que, sumando los de tracción
animal y los eléctricos, cubrían un extenso recorrido. Para 1910, los kilómetros
recorridos se habían duplicado y sólo quedaban cuatro empresas tranviarias. La
compañía “Anglo-Argentina” se había asegurado, mediante la adquisición de las
empresas competidoras, el 80% de los tranvías. Pocos años después, en 1914, quedaban
tres empresas de tranvías eléctricos que contaban con 3.844 coches y 11.352 empleados
y sólo una de ellas era de capitales nacionales.
Como era común en otros servicios públicos, la expansión de los transportes
durante la década de 1880 no fue acompañada, en un principio, por un incremento de su
uso por parte de los sectores sociales de menores recursos. Antes de 1900, el servicio no
era utilizado por los trabajadores porque las tarifas resultaban demasiado elevadas y
existían severas irregularidades en los coches y en el servicio, aun cuando la cantidad de
pasajeros se triplicó entre 1879 y 1890. Todos los intentos por hacer cumplir las
ordenanzas regulatorias del servicio para volverlo más seguro, más barato y organizado
fueron insuficientes.
Recién en 1904, gracias a la adopción generalizada de la electricidad como
fuerza motriz del sistema, el servicio tranviario se volvió más accesible a las masas
trabajadoras, sobre todo para viajes extensos. En 1907, a partir de esta innovación más
la monopolización del mercado por la “Anglo-Argentina”, se generalizó la tarifa de 10
centavos para casi todos los viajes dentro de la ciudad de Buenos Aires, lo que redujo la
incidencia del gasto en transporte al 4% del jornal de un peón. Esto se tradujo en un
significativo aumento de los pasajeros, que en 1910 ya sumaban 324 millones por año.
El abaratamiento y la mayor rapidez del servicio fueron acompañados por un
creciente poder de las empresas, sobre todo de la “Anglo-Argentina” que, como hacían
sus pares de los ferrocarriles, desobedecía toda ordenanza municipal que pretendía
regular su funcionamiento. De cualquier manera, el proceso de abaratamiento del
tranvía abrió la oportunidad para que los obreros se trasladaran hacia viviendas ubicadas
en las zonas oeste y norte, siguiendo el trazado de líneas tranviarias, que se apoyaban en
el previo trazado ferroviario.
Entre 1915 y 1919, el tranvía era el medio de transporte más utilizado por los
porteños. En esos años, el 92% de los pasajeros urbanos fue transportado por tranvías
eléctricos mientras que el 8% restante, por trenes subterráneos. Recién entre 1925 y
1929 el promedio de pasajeros anuales se alteró significativamente: los tranvías
transportaban menos del 70%. Esto se debió al crecimiento de otros medios de
transporte, como el subterráneo, el colectivo y el automóvil.
Subtes
El punto de partida del transporte público bajo tierra en Argentina fue el 28 de
diciembre de 1909. En esa fecha, la Municipalidad de Buenos Aires le otorgó a la
20
Compañía Anglo-Argentina de Tranvías la concesión por el término de 80 años para la
construcción y explotación de tres líneas tranviarias subterráneas. La primera uniría la
Plaza de Mayo con Caballito (así se llamaba la estación que hoy se denomina Primera
Junta); la otra enlazaría Retiro con Constitución; y la tercera se tendería entre Plaza de
Mayo y Constitución. Las tres líneas debían estar en funcionamiento a fines de 1919.
Conforme a los plazos acordados para la finalización de las obras, en 1913
debían estar comunicadas la Plaza de Mayo con Plaza Once y en los dos años
siguientes se llegaría a la Plaza Primera Junta. Por su parte, la unión entre Retiro y
Constitución debía concluirse el 31 de diciembre de 1914. Por último, una vez que se
conectaran la Plaza de Mayo con la Plaza Rodríguez Peña se contarían cuatro años para
finalizar la prolongación hasta Plaza Italia.
La actual línea “A”, primera línea de subterráneos no sólo en la Argentina sino
en toda América Latina, fue terminada en los primeros meses de 1914 e inaugurada el 1º
de julio del mismo año. En cambio, la actual línea “C”, que conectaba las dos
principales estaciones del ferrocarril, aún no había comenzado a construirse en agosto
de 1914. La Compañía Anglo Argentina pidió a la comuna una prórroga del plazo para
iniciar la construcción. El 30 de diciembre, la prórroga fue concedida y se estableció
que las tareas debían iniciarse al año siguiente de la finalización de la guerra europea,
cosa que no ocurrió.
De todos modos, este novedoso medio de transporte ubicaba a Buenos Aires a la
altura del avance tecnológico característico de las principales capitales europeas. Por
otra parte, constituyó la primera intervención seria y en gran escala para solucionar el
problema del tráfico en el centro porteño y para canalizar bajo nivel el traslado de
mercancías hacia el puerto de Buenas Aires.
En agosto de 1929, la Compañía Anónima de Proyectos y Construcciones
(CAPYC), con sede en Madrid, presentó a la Municipalidad porteña una propuesta para
construir y operar una red de subterráneos. El nudo central estaba configurado por las
líneas Retiro-Plaza Constitución y Parque Chacabuco-Plaza Constitución. La concesión
se otorgaría a una subsidiaria a formarse en Buenos Aires: la Compañía Hispano
Argentina de Obras Públicas y Finanzas (CHADOPYF). Si no cumplía con lo
establecido en la concesión, la compañía podía ser expropiada. La Municipalidad
tendría un asiento en el directorio de la empresa que, por su parte, tendría garantizado
por parte del gobierno un dividendo del 6,5% anual.
A fines de julio de 1930, con el voto unánime de los concejales, la propuesta de
CHADOPYF fue aceptada. La empresa se comprometió a poner la red en servicio en
un plazo de seis meses de comenzados los trabajos, aceptó la escala tarifaria y la
modificación de los recorridos sugeridos. Las cuatro líneas serían: Retiro-Constitución;
Plaza de Mayo-Parque Centenario; Constitución-Parque Chacabuco y, en el sur de la
ciudad, la que partiría desde Belgrano hasta las calles San Juan y Jujuy. Esta concesión
significó un severo golpe para la entonces desprestigiada Anglo-Argentina.
Con la finalización de la Línea B de Lacroze, en octubre de 1930, se logró una de
las transformaciones más sustantivas de la ciudad al estrecharse la distancia entre los
barrios y el centro de la ciudad, llegando, bajo la crucial y populosa avenida Corrientes,
hasta Leandro N. Alem, en plena city porteña.
En abril de 1933, la empresa CHADOPYF inició la construcción de la Línea C de
subterráneos, proyectada entre Plaza Constitución y la estación Retiro. El primer tramo,
Plaza Constitución-Diagonal Norte, se inauguró en noviembre de 1934 y quince meses
después se completó el trazado hasta Retiro, aunque la estación San Martín fue
habilitada el 17 de agosto de 1937.
20
En 1936 comenzó el trazado de la Línea D de subterráneos, entre Catedral y
Palermo. La obra, también a cargo de CHADOPYF, completó su primer tramo hasta
Tribunales en junio de 1937. Finalmente, en 1940 quedó liberado al público el tramo
planificado hasta Palermo por debajo de una avenida crucial: Santa Fe. Muchos años
después, en 1992, se terminó la Estación Ministro Carranza, acercándose al barrio de
Belgrano bajo la Avenida Cabildo, continuación de Santa Fe. A partir de ese año se
aceleraron los trámites de la obra de extensión y se llamó a licitación para la
construcción de cuatro estaciones más, que permitirían llevar el subte hasta el límite con
Núñez. Hacia el final de los años noventa se abrieron esas cuatro estaciones en dos
etapas. La primera se cumplió con la apertura de las estaciones Olleros y José
Hernández, mientras que en la segunda etapa se abrieron Juramento y Congreso de
Tucumán. La línea D del subte de Buenos Aires se extiende a lo largo de 10,41 km entre
Catedral y Congreso de Tucumán. Corre por debajo de la Avenida Roque Sáenz Peña
desde Catedral a la estación Tribunales, donde hace una diagonal para llegar al cruce de
la Avenida Córdoba y Paraná, donde toma por debajo de la primera hasta la estación
Facultad de Medicina. Llegando a la calle Azcuénaga hace otra diagonal para llegar al
cruce de las avenidas Santa Fe y Pueyrredón, tomando Santa Fe y su continuación
Cabildo hasta la terminal de Congreso de Tucumán.
En aquel año de 1936, CHADOPYF también inició la construcción de la Línea E
completando el primer tramo, entre Plaza Constitución y Av. San Juan y General
Urquiza. Pocos meses después la línea alcanzó la estación Boedo. Hoy la línea E del
subte de Buenos Aires corre desde la Plaza de Mayo, en el microcentro porteño
(estación Bolívar) hasta el Barrio de Flores (estación Plaza de los Virreyes). Se abrió al
público el 20 de junio de 1944. Tiene una extensión de 9,6 km, un total de 15 estaciones
y transporta más de 104.000 pasajeros por día hábil. Fue la quinta línea de la red en
brindar servicio al público y la primera en hacerlo al sur de la Avenida Rivadavia, una
parte menos próspera de la ciudad. Se puede realizar combinación con la estación
Intendente Saguier del Premetro, un tranvía considerado parte de la red de subterráneos
y operado por el mismo concesionario.
La Ley 23.696 promulgada el 18 de agosto de 1989 fijó el marco regulatorio para
la privatización de empresas que pertenecían al Estado nacional. Finalmente, el Poder
Ejecutivo Nacional dispuso mediante el artículo 13 del Decreto 2.074/90, firmado el 3
de octubre de 1990, la concesión de explotación de los servicios prestados por
Subterráneos de Buenos Aires S.E.. Mediante este decreto firmado por el presidente
Carlos Saúl Menem se concesionarían las líneas de subte y el Premetro por 20 años, y
quien las explotara debía también operar el Ferrocarril General Urquiza.
Cada postulante debía presentar tres juegos de sobres: el Nº 1 debía incluir los
antecedentes de la empresa, el Nº 2-A debía contener el plan empresarial y el rol del
operador extranjero en la organización y el Nº 2-B las diferentes ofertas económicas. El
5 de junio de 1992 fue la fecha en que se estipuló la recepción de las propuestas, aunque
en un principio se había acordado como fecha el 26 de mayo de ese año, y se
presentaron las siguientes empresas o consorcios: Benito Roggio y otros, Ferrometro
Argentino, Metrobaires, Pardo, Rabello y otros y Traimet.
El 24 de enero de 1992 fue creada la Comisión de Trabajo para la Privatización
(CNP), que se encargaría de estudiar los pliegos. Al estudiar los antecedentes del sobre
Nº 1, la Comisión decidió descalificar a la empresa Traimet. Al verse perjudicada, la
empresa interpuso un recurso de reconsideración, pero el PEN la descalificó
definitivamente mediante el Decreto 1.832/92. Luego de estudiar los dos sobres
restantes, la concesión fue otorgada al consorcio formado por Benito Roggio e hijos
20
S.A., Cometrans S.A., Burlington Northern RR. Co., Morrison Knudsen Corporation
Inc. y S.K.F. SACCIFA., quienes formarían la empresa Metrovías S.A.
El traspaso efectivo fue hecho el 1 de enero de 1994, cuando la empresa tomo el
control de la explotación del servicio. La concesión incluye la posibilidad de aumento
de tarifas por motivos de mejora del servicio o por motivos inflacionarios, pero no
incluye la extensión de las líneas, cuya planificación y ejecución están a cargo del
Gobierno de la Ciudad a través de Subterráneos de Buenos Aires. En 1999 la concesión
fue extendida hasta el 31 de diciembre de 2017.
Hacia principios del nuevo siglo se iniciaron las obras para la construcción de la
línea H y la prolongación de las líneas A, B y E. Con la construcción de la línea H,
Buenos Aires tendrá un nuevo ramal, algo que no ocurría desde fines de la década del
40. De acuerdo con las proyecciones, la línea terminada tendrá una extensión total de
aproximadamente 11 km. Los trabajos en la primera etapa fueron inaugurados el 19 de
abril de 2001 y realizados por la empresa Dycasa. Se trata de más de 3 km de túneles y
cinco estaciones: Once, Venezuela, Humberto Primo, Inclán y Caseros, conectando las
existentes líneas A y E.
La prolongación de la línea A incluye la construcción de cuatro nuevas
estaciones: Puán, Carabobo, Plaza Flores y Nazca, lo que le agrega 2,9 km de extensión.
Una vez concluidas las obras y luego de más de noventa años de funcionamiento, los
pintorescos coches de madera de fabricación belga La Brugeoise serán reemplazados
por los vagones Materfer de fabricación argentina que actualmente son utilizados en la
línea D.
El 9 de agosto de 2003 fueron inauguradas dos nuevas estaciones en la línea B:
Tronador y Los Incas. Cuando finalicen las obras de prolongación, esta línea sumará 2,1
km a los 10,2 actuales. El tramo restante llegará hasta Monroe por debajo de la avenida
Triunvirato, incorporando las estaciones Echeverría y Villa Urquiza. Esta última tendrá
combinación con la estación General Urquiza del ferrocarril Mitre.
Finalmente, la prolongación de la línea E estuvo paralizada debido a que la
licitación, realizada en mayo de 2001, fue congelada por la crisis. En febrero de 2007 se
adjudicó a la empresa Benito Roggio e Hijos la ejecución de las obras civiles para el
nuevo tramo, que conectará la estación Bolívar con Retiro por debajo de las avenidas
Rivadavia y Leandro N. Alem. Habría tres nuevas estaciones. En Correo Central, que
estará en Alem y Corrientes, se podrá hacer la combinación con la línea B. La estación
Catalinas estará a la altura de la calle Paraguay. Retiro, la cabecera, tendrá salida en
Avenida del Libertador y Ramos Mejía. En esta última se podrá combinar con la línea C
y acceder a la terminal de ómnibus y a las de los ferrocarriles Mitre, Belgrano Norte y
San Martín. De esta manera, la línea E pasará tener una extensión total de 11,6 km.
La red está conformada actualmente por seis líneas denominadas con letras –de
la A a la E y la H– e identificadas con colores, que suponen unos 52,3 km de vías. La
totalidad de la red es subterránea, no existiendo tramo alguno a nivel o en viaducto.
Durante los años setenta, la entonces operadora, Subterráneos de Buenos Aires asignó
un color a cada línea: la línea A fue asociada con el color celeste, la B con el verde, la C
con el violeta, la D con el rojo y la E con el amarillo. A mediados de los años noventa el
actual operador, Metrovías, resolvió alterar el esquema. En ese sentido, se invirtieron
los colores de las líneas B y D, para la C se adoptó el azul y a la E le fue asignado el
violeta. Subterráneos de Buenos Aires comenzó a identificar la nueva línea H con un
tono amarillo. Adicionalmente, están proyectadas otras tres líneas a construirse en el
futuro próximo. De mantenerse los planes actuales de construcción, cuando terminen de
construirse las nuevas líneas, la red contará con una longitud total de 75 km de
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recorrido, sin contar las extensiones de las actuales líneas ni el Premetro, y de las
actuales 74 estaciones pasará a tener 127.
Líneas de
subterráneos
Inaugurac Recorrido
ión
inaugural
Línea A
1913
Línea B
1930
Línea C
1934
Línea D
1937
Línea E
1944
Línea H
2007
Recorrido Longitud
Pasajeros
Estaciones
actual
en km
por día
Plaza de
Plaza de
Mayo-Plaza
MayoOnce
Carabobo
(Miserere)
CallaoLeandro N.
Federico
Alem-Los
Lacroze
Incas
ConstituciónCarlos
ConstituciónPellegrini
Retiro
(Diagonal
Norte)
Florida
Catedral(Catedral)- Congreso de
Tribunales
Tucumán
Constitución- Bolívar-Plaza
General
de los
Urquiza
Virreyes
OnceOnce-Caseros
Caseros
10,7
16
307.188
10,2
15
412.882
4,5
9
338.618
11,0
16
440.384
9,6
15
135.549
11,0
15
23.853
Colectivos
Aunque el ómnibus como tal fue introducido en Buenos Aires en el año 1921, su
desarrollo inicial recién tuvo lugar en el período de 1927 a 1932. El llamado “colectivo”,
apareció en 1928, cuando propietarios de “taxis automóviles” en crisis decidieron hacer
viajes con un recorrido fijo, desde Primera Junta hasta Lacarra, transportando pasajeros a
través de distintas paradas. Inicialmente un pequeñísimo grupo de pioneros se agruparon
en una esquina alrededor de sus autos para gritar a los cuatro vientos los viajes y las
tarifas. Y, en aras del abaratamiento del pasaje, se sacrificó la comodidad. Este pasaje
del ómnibus al auto-colectivo no existió en ninguna ciudad de Europa o de Norteamérica
con la sola excepción de Nuevo México.
Hasta 1930, los “colectivos” no habían desarrollado lo que puede llamarse una
verdadera red de transporte, pues todavía se encontraban en una etapa dominada por
aventurados intentos particulares. Su paulatina imposición como medio masivo de
transporte tendría lugar recién en las décadas posteriores. Sin embargo, aun cuando los
efectos de la expansión de este nuevo medio de locomoción determinaron la
trasformación de la industria del transporte, su nacimiento y su adaptación no dejaron
de ser profundamente problemáticos.
En lo que a la competencia se refiere, el principal problema no se verificó entre las
diferentes líneas del novedoso medio de transporte porteño, sino entre todas las líneas de
“colectivos” y las líneas tranviarias y de subterráneos ya instaladas o en proceso de
construcción. El sistema de transporte urbano de Buenos Aires instalado, tanto sobre
20
como bajo nivel, estaba dominado por la Anglo-Argentina, que gozaba de un importante
poder sobre el mercado. Esta firma, frente al desafío competitivo de la expansión del
“colectivo”, se encargó de representar los intereses adversos al nuevo medio de
transporte de pasajeros.
En estas condiciones, la Anglo presionaba a la intendencia y puntualizaba su
importancia como generadora de empleo, y argumentaba que la aparición del “colectivo”
sólo contribuiría al empeoramiento general de las condiciones de trabajo en el sector. De
hecho, luego del golpe de 1930, el intendente Guerrico –defensor del derecho de la
Anglo a operar la red de subterráneos porteños– prohibió temporalmente a los
“colectivos” circular por la zona céntrica del distrito. Con esta medida apartó a dichos
medios del sector donde podían obtener mayor rentabilidad a la vez que suspendió el
otorgamiento de permisos municipales a nuevas empresas de transporte automotor.
No obstante, estas disposiciones no pudieron impedir que los “colectivos”
siguieran acaparando un porcentaje cada vez mayor de pasajeros. Los servicios del
“colectivo” se extendieron no sólo en Buenos Aires sino en el conurbano, a la vez que se
fue consolidando la presencia social de los choferes a través de su organización en la
Federación de Líneas de Autos Colectivos.
Lo cierto es que la súbita expansión del transporte automotor de pasajeros se
concretó de manera espontánea, careciendo de un sistema que lo racionalizara. Así, de
manera caótica, las líneas de “colectivos” se multiplicaban y sus recorridos, cantidad de
coches y, en definitiva, su control, se desarrollaron al margen de un plan coordinado,
atentando contra la evolución física y económica de toda la red y de la ciudad en general,
A pesar de los muchos esfuerzos, en las décadas siguientes y hasta nuestros días,
las calles de la ciudad se encuentran permanentemente congestionadas con toda clase de
vehículos, lo que hacía temer por los consiguientes peligros que derivan de gran
presencia de las líneas de ómnibus, muchas de las cuales podrán ser reemplazadas en el
futuro por una ampliada red de subtes.
Industria automotriz
A principios del siglo XX, otro medio de transporte irrumpió en la escena
mundial y el país: el automóvil. En Buenos Aires, al igual que en otras grandes
ciudades del mundo, desde la primera década del siglo comenzó a crecer la utilización
de este novedoso medio de transporte. Entre 1903 y 1913, mientras la población de la
ciudad casi se duplicó, el número de automotores aumentó 120 veces. El crecimiento de
este medio fue muy rápido y si en 1903 existía un automóvil por cada 14.900 porteños,
para 1913 se contaba con uno por cada 196 habitantes.
En los años dorados de la década del 20 se produjo su importación masiva, que
colocó al país como uno de los mercados más dinámicos. El parque automotor
argentino, en relación con el número de habitantes, pronto se ubicó entre los mayores
del mundo, aunque era la única de las grandes naciones usuarias que no los producía
localmente.
Alejandro Bunge señala que 10 millones de argentinos representaban, en
términos de consumo, un mercado equivalente al de 20 millones de europeos. En este
escenario, disputándole la supremacía a los capitales de origen británico, las nuevas
inversiones norteamericanas arribaron al país principalmente de la mano de la industria
automotriz y del petróleo.
La Ford y la General Motors instalaron en Buenos Aires sus plantas de armado
para disminuir el costo de los fletes de los vehículos completos. La política arancelaria
oficial, al hacer menos oneroso el impuesto aplicado sobre las partes separadas que
sobre el automóvil terminado, favoreció la radicación de estas compañías que, de esta
20
manera, lograban ventajas frente a sus competidoras que seguían operando desde sus
respectivos países de origen. Además, las empresas automotrices norteamericanas que
llegaron al país, con su considerable capacidad de producción en relación con la
demanda local y con su calidad y precios, en poco tiempo lograron controlar la casi
totalidad del mercado.
En este contexto, para 1930, según la Asociación de Importadores se contaban
350.000 automotores en todo el país, lo que significaba la cifra relativa de un automóvil
cada treinta habitantes. Entre los años 1920 y 1927 se registró un enorme salto en la
importación de automotores, que dejó en la aduana de Buenos Aires una importante
suma por los gravámenes a las importaciones. Desde 1918 hasta 1927, el rendimiento
fiscal de la importación de autos y anexos se multiplicó aproximadamente por ocho,
mientras que lo invertido por el Estado Nacional en puentes y caminos no superó, en
ninguno de estos años, el 36% de lo recaudado.
La proliferación de los automóviles se apreció en los primeros tiempos en el
transporte individual, y en este aspecto la ciudad de Buenos Aires no tardó en ofrecer
un espectáculo peculiar. Los médicos, ingenieros, comerciantes, constructores,
inspectores, al mando de sus respectivos vehículos, atravesaban la ciudad en apenas
media hora, lo que constituía un tercio del tiempo necesario para realizar el viaje en
cualquier otro medio de locomoción urbano. La irrupción del automóvil también
transformó la vida de los porteños en lo referente a las actividades recreativas, ya que
amplió las posibilidades de acceder rápidamente a los centros deportivos, a los lugares
de esparcimiento y a la costa ribereña.
En cuanto a la inocultable puja de intereses que originaba la competencia entre
el existente monopolio de los distintos medios de transporte –tranvías, ferrocarriles y
subtes– en manos de capitales mayoritariamente de origen inglés y el novedoso
automóvil, principalmente de la mano de capitales norteamericanos, los importadores y
demás defensores de la máquina de Henry Ford proclamaban: “Aunque de otra manera,
el automóvil ha complementado la obra, que según Sarmiento realizara el ferrocarril y
que sintetizó en la conocida frase: ‘el vagón es el nivelador de las clases sociales’, hoy
podemos exclamar que el automóvil es el vehículo democratizador de los transportes
terrestres”.
El caso del sector automotriz fue particularmente significativo tanto por su alto
dinamismo en materia de producción y de inversión como por la importancia cuantitativa
adquirida en la estructura industrial y por las profundas reestructuraciones que
experimentó luego del impulso inicial; de allí que en muchos análisis sea tomado como
caso “testigo” para explicar el comportamiento general de la industria a partir de los años
cincuenta.
Con el peronismo comienza la fabricación de autos propiamente nacionales. El 30
de noviembre de 1951, el entonces presidente Juan Domingo Perón firma el decreto Nº
24.103 para la fundación de la Fábrica de Motores y Automotores. Al año siguiente se
crea IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado) en reemplazo del Instituto
Aerotécnico, con la intención de producir aviones, tractores, motocicletas y automotores.
La empresa comienza sus actividades dentro del ámbito de la Fábrica Militar de Aviones
en la Provincia de Córdoba. La intención presidencial era comenzar con la producción
seriada de automotores el 1 de noviembre de 1952.
Al mismo tiempo se desarrollaba un pequeño vehículo utilitario que contaba con
una cabina metálica de chapas perfiladas o moldeadas y una caja de madera con
capacidad de carga para media tonelada. Estaba equipada con un motor naftero de origen
norteamericano derivado de unos tractores adquiridos como material sobrante de la
guerra. Surge así el Rastrojero. A pesar de su aspecto rústico, el vehículo, lanzado al
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mercado en 1952, era robusto y confiable y en poco tiempo se ganó la aceptación del
público. Debido a la demanda, la producción se incrementó y más tarde se decidió
reemplazar los motores nafteros por uno Diesel.
IAME presentó en 1953 el automóvil deportivo “Justicialista”, con carrocería de
plástico. Además de autos se fabricaban las motos Puma y los tractores Pampa. La gama
de automóviles creció con la producción de los modelos sedán Institec Graciela, con
motores de tres cilindros, el sedán Graciela Wartburg de cuatro puertas, los camiones
frontales Dinborg y los automóviles nafteros Borgward Isabella de dos puertas. En 1956
IAME pasa a denominarse DINFIA (Dirección Nacional de Fábricas e Industrias
Aeronáuticas) y se crea IME (Industrias Mecánicas del Estado) destinada a la producción
automotriz.
La producción de IME se mantuvo en constante crecimiento pasando de 3.964
unidades en 1959 a su récord de 12.500 en 1975. Además del Rastrojero Diesel, la línea
de vehículos utilitarios se completaba con los camiones medianos O68 y F71. Sobre la
base de estos modelos IME surgieron diferentes versiones realizadas por empresas
carroceras, como el doble cabina, rural, furgón, minibús, ambulancia, etc. Estas
variantes satisficieron durante años diversas necesidades del mercado, especialmente
fueron muy útiles en el ámbito de las empresas públicas.
Lamentablemente, en plena dictadura del Proceso de Reorganización Nacional,
por Decreto 1.448/80 del 11 de abril de 1980 y por intervención del ministro de
economía Martínez de Hoz se cierra definitivamente IME S.A. En el momento de su
cierre, la empresa contaba con más de 70 proveedores, 100 concesionarios en todo el
país y más de 3.000 empleados. Su vehículo más popular, el Rastrojero Diesel,
dominaba cómodamente el mercado de pickups diesel con el 78% de participación.
En la etapa del primer peronismo, hacia 1953, se realizó también una
importante versión extranjera en el rubro automotor. Se trata de la instalación de una
fábrica de la empresa Kaiser, cuyo ingreso fue gestionado oficialmente en ocasión de la
visita de Milton Eisenhower (enviado del presidente norteamericano) al país, aunque esa
firma realizó, en realidad, un convenio especial con el Estado. También se instaló la
empresa Fiat, en Ferreyra, Córdoba, a 10 km de la capital de la provincia, con una
fábrica de tractores. Luego, mediante un contrato entre esta empresa de capitales
italianos y el IAME se originó el complejo Fiat-Concord. En el marco de esta ley se
produjo también el reingreso al mercado argentino de empresas alemanas que durante la
guerra habían sido expropiadas de sus posiciones en el país, como Mercedes Benz,
Siemens o Bayer.
Hacia 1959, la producción de automóviles alcanzaba unas 32.500 unidades
anuales. Con el nuevo régimen de promoción, la fabricación de automóviles trepó hasta
cerca de 200.000 unidades anuales en 1965, cifra que se mantuvo durante el lustro
posterior, lo que elevó el parque automotor a 1,5 millones de unidades en 1970,
superando las expectativas más optimistas sobre su evolución. El mercado fue
prontamente capturado por empresas transnacionales: mientras se aprobaron 26
proyectos de inversión, las empresas existentes cedieron sus posiciones; Kaiser vendió su
planta a Renault y SIAM se retiró de la actividad. Solamente la fábrica de utilitarios
DINFIA, operada por las Fuerzas Armadas, logró subsistir a la nueva ola inversora.
El mercado no parecía lo suficientemente grande como para que las 26 empresas
pudieran expandirse armónicamente, lo que derivó inmediatamente en un proceso de
concentración. Tres firmas no llegaron a producir vehículo alguno, diez más habían
cerrado para 1964 y cuatro lo harían entre ese año y 1967, por lo que finalmente
permanecieron en actividad nueve plantas.
La expansión automotriz de finales de la década del 50 y principios de la del 60
20
revela un fuerte componente de desequilibrio y búsqueda de rentas oligopólicas por parte
de distintos grupos empresarios y la incapacidad del Estado Nacional para arbitrar entre
ellos en función de algún modelo de conveniencia social.
Cuadro 1
Producción de automotores, 1953-1965
(unidades)
Automotores 1953
1957
Particulares
897 13.273
Comerciales
4.407 15.617
Totales
5.304 28.890
FUENTE: OECEI (1966).
1959
24.792
7.665
32.457
1960
49.519
38.743
88.262
1961
84.501
49.917
134.418
1962
93.873
34.695
128.568
1963
79.478
26.342
105.820
1964
119.005
47.382
166.387
1965
141.114
55.640
196.754
Cuadro 2
Empresas y principales modelos de automotores lanzados al mercado por la
industria automotriz argentina, 1960-2007*
Año
Empresa
Automóvil
Empresa
Camiones y utilitarios
1960 Fiat Concord
Fiat 600 D
Fevre y Basset Pick Up Chrysler DFiat Concord
Fiat 1100
100
Ind. Sta. Fe
Auto Unión 1000 S Fevre y Basset Camión Chrysler D-400
IKA
Renault Dauphine
Pick Up Chevrolet
IKA
Renault Gordini
Gral.Motors
Furgoneta Citröen
IKA
Kaiser Bergantín
Citröen Arg.
Ford F 600
Siam Di Tella
Siam Di Tella 1500 Ford Motor
Pick Up Ford F 100
Citröen Arg.
Citröen 2 CV
Ford Motor
Autoar
NSU Prinz
IAFA
Peugeot 403
1961 IAME
Alcre SA
Isard Arg.
Isard Arg.
Dinam. Ind.
1962 Fevre y Basset
IAFA
IKA
Autoar
1963 Fiat Concord
Fiat Concord
Fevre Basset
Gral. Motors
IAFA
IKA
Siam Di Tella
Ford Motor
1964 Ind. Sta.Fe
Isard Arg.
Siam Di Tella
Borgward Isabella
Alcre Susana
Isard T 700
Isard 400
Dinarg D 2001
Valiant Chrysler I
V200
Peugeot 404
IKA Rambler
NSU Prinz 30
Fiat 1500
Fiat 1500 Cupé
Valiant Chrysler II
Chevrolet 400
Rural Peugeot 400
IKA Renault 4 L
Di Tella Rural
Traveller
Ford Falcon
Auto Unión Fissore
Isard 1204
Siam Di Tella
Magnette
21
Ford Motor
Ford Motor
Siam Di Tella
Ford F 350
Ford F 500
Pick Up Siam Argenta
Fiat Concord
Pick Up Fiat Multicarga
Pick Up Chevrolet
Diesel
Pick Up Chrysler
Diesel
Camión Chrysler Diesel
Pick Up Siam Argenta
Mercedes Benz L 312
Gral. Motors
Fevre Basset
Fevre Basset
Siam Di Tella
MercedesBenz
IKA
Jeep Frontal IKA
Pick Up IKA Gladiator
IKA
Metalmecánica
Fevre Basset
IKA
1965 Fevre Basset
1966 IKA
IKA
IKA
Fiat Concord
Fiat Concord
IKA
1967 Ford Motor
Fiat Concord
De Carlo SL
Valiant Chrysler III
Renault 4F
Valiant Chrysler IV Fiat Concord
Mercedes
Benz
IKA Morris
IKA Riley
IKA MG
Fiat 1500
Fiat 770 Cupé
IKA Torino
Rural Ford Falcon IAFA
Fiat 800
Mercedes
Benz
Mercedes
Benz
Mercedes
Benz
Mercedes
Benz
1968
Mercedes
Benz
Fiat Concord
1969 Fiat Concord
Gral. Motors
Chrysler Fevre
Ford Motor
Citröen Arg.
SAFRAR
Fiat 1600
Chevy
Dodge Dart
Ford Fairlane
Citröen 3 CV
Peugeot 504
1970 SAFRAR
Fiat Concord
IKA Renault
IKA Renault
Citröen Arg.
Peugeot 404 Diesel
Fiat 1600 Cupé
Renault 6
Renault 4 S
Ami 8
1971 IAVA
Chrysler Fevre
IKA Renault
Gral. Motors
1972 IAVA
1973 Ford Motor
IKA Renault
1974 Gral. Motors
Ford Motor
Fiat 128
Dodge 1500
Renault 12
Cupé Chevy
Fiat 125
Ford Falcon Sprint
Renault 12 Break
Opel K 180
Ford Taunus
211
Mercedes
Benz
Citröen Arg.
Dicky SA
Ford Motor
Mercedes
Benz
Fiat 1500 Multicarga
Mercedes Benz L 1112
Pick Up Peugeot T4B
Mercedes Benz LA
1112
Mercedes Benz L 1114
Mercedes Benz L 911
Unimog
Camión Mercedes Benz
L 608 D
Camión Fiat 619 N
Mercedes Benz Pick Up
220 D
Citröen Mehari
Burro Buggy
Ford Falcon Ranchero
Mercedes Benz L 1517
1975
1976 Renault Arg.
Renault Arg.
Renault Arg.
Renault Arg.
1977 IAVA
1980 VW Argentina
Volkswagen 1500
1981 Renault Arg.
Sevel
Sevel
1982 Renault Arg.
Sevel
Renault Arg.
Renault 18 TX
Peugeot 505
Fiat 147
Renault Fuego
Fiat 125 Mirafiori
Renault 18 TX
Break
Volkswagen 1500
Volkswagen Gacel
Eniak Antique
Fiat Spazio
Fiat Super Europa
Ford Sierra
Renault 11
Fiat Regatta
1986 Sevel
Peugeot 505 Rural
1987 Autolatina
E. Sal Lari
Ford Scort
IES Super América
Renault 11 Turbo
Renault 21
Peugeot 505
Inyection
Volkswagen Carat
Renault 9
Fiat Duna
Renault Arg.
Renault Arg.
Sevel
Autolatina
Renault Arg.
Sevel
1988 Renault Arg.
1989 Sevel
Sevel
Mercedes
Benz
Mercedes Benz L 1514
Mercedes
Benz
Mercedes
Benz
Sevel
Mercedes Benz L 1521
VW Argentina
VW Argentina
VW Argentina
VW Pick Up
VW Furgón
VW Minibus
Dodge 1500 Rural
Torino Grand
Routier
Renault 12 TS
Renault 12 TL
Renault 6 GTL
Fiat 133
1979
VW Argentina
1983 VW Argentina
1984 Eniak SA
Sevel
Sevel
Ford Motor
Renault Arg.
1985 Sevel
Mercedes Benz L 914
Torino TSX
1977
1978 Chrysler Fevre
Renault Arg.
Mercedes
Benz
Renault 21
Fiat Fiorino
Fiat Uno
21
Mercedes Benz L 1518
Pick Up Peugeot 504
Pick Up Chevrolet C 10
Sevel-GM
Eniak SA
Ford Motor
Autolatina
E. Sal Lari
Renault Arg.
Pick Up Durango 4 x 4
Pick Up Ford F 150
Pick Up Ford F 150 4 x
4
Pick Up IES Gringa
Renault Trafic
1990
1991 Sevel
1992 CIADEA
CIADEA
1993 Autolatina
CIADEA
1994 Autolatina
1995 Gral. Motors
Autolatina
1996 Autolatina
1997 CIADEA
SEAT Arg.
Fiat Auto
Fiat Auto
Sevel-GM
1998 CIADEA
1999 Ford Arg.
CIADEA
SEVEL-GM
Peugeot 405
Renault 19
Renault Clio
Volkswagen Gol
Renault 19
Ford Orion
Chevrolet Corsa
Classic
Volkswagen
Pointer
Volkswagen Polo
Renault 19
Collection
Volkswagen Polo
Classic
Fiat Siena
Fiat Palio
Chevrolet Corsa
Sedán
Renault Kangoo
Ford Focus
Renault Megane
Chevrolet Grand
Vitara
Peugeot 306
Peugeot 206
Peugeot Partner
Renault Clio 2
SEAT Córdoba
Peugeot 307
VW Suran
Renault Arg.
Renault Trafic Rodeo
Mercedes
Benz
Gral. Motors
Mercedes Benz Sprinter
Ford Arg.
Chrysler
Toyota Arg.
Pick Up Ford Ranger
Jeep Grand Cherokee
Pick Up Toyota Hilux
Sevel-GM
Sevel-GM
SEAT Arg.
SEAT Arg.
Pick Up Silverado
Citröen Berlingo
VW Caddy
SEAT Inca
Pick Up Chevrolet C 20
2000 Peugeot-Citröen
Peugeot-Citröen
Peugeot-Citröen
CIADEA
2001 SEAT Arg.
2004 Peugeot-Citröen
2006 DaimlerChrysler
2007 Peugeot-Citröen Citröen C4 Sedán
* Los nombres de las empresas cambian en función de asociaciones o fusiones con
socios locales o extranjeros. Según los acuerdos con Brasil en el marco del Mercosur,
algunas partes de los autos se fabrican allí y viceversa, así como varios modelos
completos conocidos provienen de Brasil. En este cuadro se expone la producción
realizada enteramente, o terminada, en la Argentina.
Fuente: Autohistoria, Internet.
Cuadro 3
Producción y exportación de automotores en 2009
(unidades)
21
Tipo de vehículo Producción
Automóviles
Utilitarios
Veh. carga
Veh. pasaj.
Furgones
TOTAL
380.067
118.525
1.193
1.441
11.698
512.924
Exportación
240.247
72.062
540
115
9.531
322.495
Fuente: ADEFA.
Telecomunicaciones
Antes de 1880, las líneas del telégrafo, tendidas desde la capital hacia el interior,
constituían la principal vía de comunicación junto a las antiguas mensajerías del Correo
de Buenos Aires. A partir de la década del 80, el sistema ideado por Samuel Morse
mostraba su obsolescencia en relación con el teléfono. Por lo tanto, no fue de extrañar
que en aquel año el teléfono hiciera su primera presentación en el país, con una oficina
y 20 líneas instaladas por la Societé du Pabtelephone de Locht. Al año siguiente
apareció la Compañía de Teléfonos Bell perfeccionado y en 1882, ambas empresas se
fusionaron para dar nacimiento a la Compañía Unión Telefónica.
La actividad de la compañía creció y expandió las líneas a los barrios y a los
suburbios de Buenos Aires. Los 20 abonados de 1880 ya eran 6.000 en 1886 y las
centrales, que tomaban su nombre del barrio o calle en la que funcionaban (Once, Boca,
Constitución Barracas, Flores, Cinco Esquinas, etc.), se multiplicaban.
En 1886, la Unión Telefónica (UT) fue adquirida por The United River Plate
Telephone Company, de origen inglés, y en 1887 desembarcó la Sociedad Cooperativa
Telefónica, con capitales norteamericanos y antecesora de la ITT (International
Telephone and Telegraph). En noviembre de 1889 comenzó a funcionar el primer cable
telefónico subfluvial entre Buenos Aires y Montevideo, que constituyó el primer cable
del mundo tendido bajo el agua y el segundo cable que unía dos naciones.
El crecimiento sostenido de las líneas telefónicas a lo largo de estos años se
explicaba por el hecho de configurar un sistema nuevo cuya generalización en las
dependencias estatales y en las fábricas y comercios se tornaba cada vez más
imperativa.
El primer censo telefónico se realizó en 1912 y arrojó la existencia de 54.777
abonados en todo el país y un capital de 34.750.000 de pesos moneda nacional
(aproximadamente 15 millones de dólares entonces) invertidos en el negocio telefónico.
En 1923 se registró la presencia de 115.000 líneas en todo el territorio de la República,
lo que suponía el 45% de todos los que funcionaban en los veinte países de América
Latina.
En 1926 irrumpió en el mercado local la ITT, fundada en 1920 en los Estados
Unidos. Esta compañía adquirió en 1927 la Compañía Telefónica Argentina y algunos
planteles de Chile y Uruguay, e interconectó ambas redes mediante el “cable
transandino” de su filial radiotelegráfica All American Cables, y una línea subfluvial del
Plata que alcanzaba a Montevideo. En 1929 la empresa adquirió las acciones de la UT y
al poco tiempo se inauguró el primer circuito con España, que abrió así los puertos de
los usuarios argentinos, chilenos y uruguayos. Las conexiones internacionales
prosiguieron en 1930 con Estados Unidos, Canadá, México y Cuba. En 1931 con Brasil,
Perú, Colombia, Gran Bretaña, Francia y Alemania.
21
Hasta mediados de la década del 40 se desarrolló un proceso constante de
creación y absorción de pequeñas empresas telefónicas privadas. Las siguientes cifras
dan idea de la evolución del fenómeno: en 1913 había 87 empresas telefónicas en todo
el país; en 1922 ese número ascendía a 94; en 1936 descendió a 89, mientras que en
1940 quedaban 43.
En 1946 comenzó el proceso de nacionalización del servicio telefónico. Las
negociaciones entre el Poder Ejecutivo y la UT (la compañía más grande de la época en
ese rubro) concluyeron en septiembre de ese año, cuando el Estado adquirió los bienes
de la UT.
El paso siguiente fue la fundación de la Empresa Mixta Telefónica Argentina
(EMTA), compañía que heredó casi 520.000 abonados repartidos en 643 centrales. En
marzo de 1948 el servicio quedó en manos exclusivas del Estado Nacional. Mediante el
Decreto 8.104/48 la somete a la jurisdicción de la Administración Nacional de Correos y
Telégrafos.
Proyectada para medio siglo, la EMTA fue disuelta al poco tiempo. En el año
1949 se creó el Ministerio de Comunicaciones, del cual dependían dos organismos: la
Dirección General de Correos y Telégrafos y la Dirección General de Teléfonos del
Estado. De este último organismo dependía la Empresa de Teléfonos del Estado, creada
en junio de ese año. La operación se formalizó en enero de 1952 al aprobarse el acuerdo
por el cual el Estado adquirió los intereses que la empresa ITT poseía en la Compañía
Telefónica Argentina, la Compañía Telegráfica Telefónica Comercial y la Compañía
Telegráfica Telefónica del Plata.
En enero de 1956 el gobierno fundó la Empresa Nacional de
Telecomunicaciones (ENTEL), que vino a suceder a Teléfonos del Estado. Los
programas tecnológicos y la necesidad de una legislación más acorde con la realidad
hicieron que se sancionara en 1972 la Ley Nº 19.798, Ley Nacional de
Telecomunicaciones, que legislaba en materia de telegrafía, telefonía,
radiocomunicaciones, radiodifusión, servicios especiales y de radioaficionados.
En 1980 se dictó la Ley de Radiodifusión Nº 22.285, que reglamentaba dicho
servicio de manera singular y derogaba al respecto las disposiciones de la Ley Nacional
de Telecomunicaciones. Comprendía todos los servicios de radiodifusión en el territorio
nacional destinados a la recepción del público en general, como así también otros
servicios complementarios.
Es importante mencionar un hito en las telecomunicaciones argentinas como la
inauguración de la Estación Terrena de Balcarce, que el 20 de julio de 1969 transmitió
las imágenes de la llegada del hombre a la Luna. El sistema de comunicaciones
internacionales se había estructurado sobre la base de la utilización de los satélites de la
Organización INTELSAT. El gobierno argentino vislumbró la posibilidad que ofrecía
esa nueva tecnología, por lo que se ingresó en la organización en 1965.
En el período durante el cual el servicio telefónico estuvo a cargo de ENTEL se
produjeron grandes avances en las telecomunicaciones del país. No obstante, el servicio
telefónico vivía en la década del 80 una importante crisis. Las inversiones estaban
paralizadas, convivían centrales de distintos orígenes y sistemas, desde viejos equipos
de principio de siglo hasta otros de última generación.
En julio de 1989 se tomó la decisión de privatizar ENTEL; se designó un
interventor de la empresa para llevar adelante el proceso y se la incluyó dentro de los
organismos “sujetos a privatización” en el proyecto de Ley de Reforma del Estado.
A principios de enero de 1990, por Decreto Nº 62 se aprobaron los pliegos de
licitación para la recepción de ofertas por el 60% del capital de ENTEL. Para ello, los
activos se habían dividido en dos zonas: Sur y Norte; se constituyeron dos sociedades
21
anónimas para cada una de los zonas y dos sociedades anónimas más, una destinada a
hacerse cargo del tráfico internacional y la última para los servicios en competencia.
Estas dos últimas sociedades dividirían su paquete accionario en dos partes iguales entre
las regiones Norte y Sur.
Una de las normas rectoras que inspiraron el proceso de privatizaciones
argentino fue el “principio de celeridad”. Uno de los aspectos más cuestionados de los
términos en que se transmitió la propiedad de la ex ENTEL fue el régimen de
exclusividad con que se favoreció temporalmente a las firmas adjudicatarias.
En efecto, se entregó a operadores privados una licencia en exclusividad
(Sociedades Licenciatarias Norte y Sur y la Prestadora del Servicio Internacional), la
que se otorgó por cinco años, a contar a partir del segundo año desde la toma de
posesión, con la posibilidad de extenderse por tres años más, condicionado al
cumplimiento de rigurosas disposiciones en materia de calidad del servicio, sistema
tarifario y programa de inversiones.
A esta ventaja que significaba la posibilidad de prestar el servicio sin
competencia por siete años se sumaba el criterio adoptado para la fijación del precio,
conocido como “assumed cash flow” (flujo de fondos supuesto), según el cual el
patrimonio de la ex ENTEL no se tasó en función del valor de los bienes muebles e
inmuebles que la componían a su precio de plaza, sino sobre la base del flujo de
efectivo previsto de la empresa en funcionamiento.
Por último, resultaba también atractiva la modalidad adoptada para el pago del
60% de las acciones, que se adjudicarían en licitación pública internacional: la mayor
parte de ese precio sería abonable en títulos de la deuda externa a valor nominal. Este
sistema de pago por capitalización de deuda actuó como un poderoso incentivo para las
empresas interesadas, dado la baja cotización en los mercados mundiales de los títulos
de la deuda argentino.
Telecom (región Norte) debió abonar 100 millones de dólares al contado y algo
más de 2.300 millones en títulos de la deuda pública. Telefónica (región Sur), por su
parte, pagó 114 millones de dólares al contado y más de 2.700 millones en papeles de la
deuda.
24. Empresas públicas y privadas
Las empresas de servicios públicos
21
La prehistoria de Obras Sanitarias de la Nación (OSN) se remonta a 1892,
cuando se rescindió el contrato por incumplimiento a la Buenos Aires Water Supply and
Drainage Company Limited. Ese año se creó la Comisión de Obras de Salubridad, la
antecesora directa de OSN. Finalmente, Obras Sanitarias de la Nación fue creada el
1912 en el marco del primer Plan Nacional de Saneamiento, que había sido aprobado en
1909.
La empresa estatal empezó a desarrollar sus tareas, manteniendo y expandiendo
la red de agua corriente y desagües de la ciudad de Buenos Aires y asesorando a
ciudades del interior del país para el desarrollo de las propias. En 1910, catorce capitales
de provincia tenían una red de agua corriente y cuatro de ellas contaban con un sistema
de cloacas.
Para 1923 la empresa atendía a aproximadamente 6 millones de usuarios. En
1939 se creó el Área Sanitaria Metropolitana, que aglomeraba a la ciudad de Buenos
Aires y el Gran Buenos Aires en una única unidad administrativa. En 1940 se
empezaron a prestar servicios en catorce partidos de la provincia de Buenos Aires,
marcando por un lado la máxima expansión de la red en el área metropolitana y, por
otro, la época de mayor actividad de Obras Sanitarias de la Nación, considerada un
ejemplo en la región.
En 1943 la empresa pasó a llamarse Administración General de Obras Sanitarias
de la Nación y al año siguiente el Poder Ejecutivo institucionalizó el Área Sanitaria
Metropolitana, que existió en tal carácter hasta la disolución de Obras Sanitarias, casi
cinco décadas más tarde. En los años siguientes se desaceleró el crecimiento de la
empresa, que empezó a estancarse y sufrir los vaivenes de la economía argentina,
afectada constantemente por problemas inflacionarios y políticos.
El primer sistema de luz eléctrica fue instalado en Argentina por la empresa
británica River Plate Electricity Co., en las ciudades de Buenos Aires, La Plata y
Rosario. La mayor parte del capital fue provisto por grupos inversores del mercado de
valores de Londres. En 1896-97, la Compagnie Générale d’Electricité de Buenos Aires,
controlada por la empresa alemana German Union Elektricitäts-Gesellschaft (UEG), y
la Compañía Transatlántica de Electricidad (CATE-DUEG), controlada por otra empresa
alemana (Allgemeine Elektricitäts-Gesellschaft-AEG), se instalaron en Argentina.
La llegada de estas compañías alemanas promovió la inversión de capital en el
sector eléctrico, asociado con la transferencia de tecnología avanzada desde países
industrializados. Así, entre 1900 y 1914, Argentina se convirtió en un mercado atractivo
para muchas empresas de electricidad que podían operar y competir sujetas a escasas
regulaciones.
Otras dos compañías europeas, SOFINA y Motor, también comenzaron a invertir
en el sector antes de la Primera Guerra Mundial. Luego del conflicto bélico, la
estructura y nacionalidad de las empresas del sector de electricidad cambió. Las
empresas alemanas fueron compradas por SOFINA. A su vez, Motor y Columbus se
fusionaron en una nueva compañía suiza que se llamó Motor Columbus, que tomó el
control de la Compañía Italo-Argentina de Electricidad (CIAE) y sus subsidiarias.
Un tercer grupo de firmas quedó en poder de un trust de inversores de Argentina,
Gran Bretaña y Francia, dirigido por un ex director de CATE en Buenos Aires, Mauro
Herlitzka. El grupo se encargó de manejar cierto número de empresas pobremente
capitalizadas que proveían electricidad a pequeñas ciudades en el interior del país. Las
empresas británicas continuaron operando en ciudades secundarios como Córdoba,
Bahía Blanca y Santiago del Estero. Entre 1927 y 1930, todas estas compañías fueron
vendidas a la empresa norteamericana American & Foreign Power Company, que estaba
invirtiendo en Latinoamérica desde 1923.
21
A principios de la década de 1930, el sistema de electricidad en Argentina estaba
manejado mayormente por subsidiarias de estos grupos. En la región pampeana el
sistema quedó en manos de SOFINA y SSAE (Société Suisse-Américaine d'Electricité).
SSAE, era un grupo suizo constituido en 1929 para tomar el control de la empresa de
electricidad Motor Columbus. Por otro lado, American & Foreign Power estaba a cargo
del sistema de electricidad en el interior del país, constituido por pequeñas plantas de
generación de energía. Pero este último poseía un bajo contenido tecnológico y se
encontraba en gran medida subdesarrollado. La situación continuó sin cambios
sustanciales hasta la nacionalización de las compañías eléctricas en la década de 1940.
Agua y Energía Eléctrica fue una empresa pública argentina encargada de la
producción, distribución y comercialización de energía eléctrica, así como de la
evaluación y construcción de obras de ingeniería hidráulica. Creada en 1947 durante el
gobierno de Juan Domingo Perón, implicó la fusión de la Dirección General de
Centrales Eléctricas del Estado y la Dirección Nacional de Irrigación. En 1949 se creó
la figura jurídica de Empresa del Estado, con lo cual pasó a denominarse Agua y
Energía Eléctrica Empresa del Estado.
Al año siguiente, en 1950, se creó la Empresa Nacional de Energía (ENDE) para
aglutinar a todas las direcciones generales hasta entonces existentes. En 1958 se
transfirió a Agua y Energía Eléctrica la prestación de ese servicio en el noroeste del
Gran Buenos Aires, al finalizar la concesión por 50 años de la Compañía Argentina de
Electricidad (CADE), originalmente Compañía Hispano Argentina de Electricidad
(CHADE). Posteriormente se crearía la empresa Servicios Eléctricos del Gran Buenos
Aires (SEGBA) para atender al resto del Gran Buenos Aires, incluyendo la ciudad de
Buenos Aires, así como al Gran La Plata. Esto significaba las antiguas zonas de
concesión de la CADE que no quedaron en manos de Agua y Energía Eléctrica y de la
Compañía de Electricidad de la Provincia de Buenos Aires.
En 1973, durante la tercera presidencia de Perón, se creó la Corporación de
Empresas Nacionales (CEN) como entidad rectora de todas las empresas del Estado,
encargada de su dirección, auditoria y control. La CEN fue disuelta en 1978 y
reemplazada por la Sindicatura General de Empresas Públicas (SiGEP, luego
Sindicatura General de la Nación).
Las empresas estatales del complejo industrial-militar
A fines de los años treinta, las Fuerzas Armadas argentinas diseñaron una
estrategia para la defensa de la soberanía nacional. Esta fue concebida mediante el
impulso a la industria utilizando los recursos naturales del país, y también a través de la
construcción de infraestructura de comunicaciones terrestres. La propuesta consistía en
conseguir que en los talleres militares se fabricara la mayoría de los insumos para
disminuir la dependencia de materiales bélicos importados. Por eso la actividad
industrial se intensificó a fines de los años treinta y, sobre todo, debido a las
perspectivas de una conflagración europea. A tal punto que, en un gran esfuerzo técnico,
lograron producir el vehículo blindado Nahuel, el primero de una larga lista de
elementos bélicos.
Esto fue posible porque ya en los años treinta se habían construido los edificios
de la Fábrica Militar de Aviones en Córdoba, que permitieron el surgimiento de una
industria subsidiaria proveedora de partes y repuestos de talleres mecánicos privados y
la formación de técnicos especializados. También se habían construido las bases aéreas
de El Palomar, Paraná y El Plumerillo, donde se llevaron a cabo los ensayos de motores.
En 1941 los talleres de arsenales y las fábricas militares pasaron a depender de
un nuevo organismo estatal, Dirección General de Fabricaciones Militares, a la que se
21
incorporaron diversas plantas. A su vez, con el aporte de grupos empresarios, el general
Savio organizó diversas sociedades mixtas entre 1943 y 1944, como Industrias
Químicas Nacionales, Elaboración del Cromo y sus derivados, Atanor, Compañía
Nacional para la Industrias Química, Aceros especiales y Siderurgia Argentina.
Los años de la Segunda Guerra permitieron el crecimiento de un importante
aparato productivo controlado por el Estado nacional. La rápida expansión de
Fabricaciones Militares, la nacionalización de las empresas alemanas y su concentración
en el grupo DINIE, la expansión de las actividades energéticas del petróleo y la
electricidad y la creación de la Flota Mercante generaron un sector industrial estatal de
considerables dimensiones.
Un ejemplo de ese proceso lo constituyó la Fábrica Militar de Córdoba, creada
en los años veinte, que en el período de la guerra impulsó las actividades mecánicas y se
constituyó también en un caso típico de sustitución de importaciones: para construir el
fuselaje de los aviones la Argentina importaba aluminio, fuertemente restringido durante
la guerra. Por lo tanto, se lo debió reemplazar con madera, convertida en la materia
prima posible, induciendo a las investigaciones sobre los diversos bienes primarios
existentes en el país, que llevó a cabo el Instituto Aeronáutico.
Esta institución diseñó una aeronave que pudo construirse con el aporte de
pequeñas y medianas empresas privadas abastecedoras de la Fábrica Militar, impulsada
por el primer motor nacional, llamado “El Gaucho”. También fueron construidos
aviones enteramente nacionales, como el “Calquín”.
Además, el crecimiento del sector público buscó asociar al Estado con los
empresarios, dado que en varias actividades las empresas oficiales y privadas
interactuaban entre sí a través de vínculos comerciales y productivos. Ese fue el caso de
Atanor, que se convirtió en una sociedad mixta entre Fabricaciones Militares y
empresarios del sector privado. Las fábricas militares también tuvieron un papel
importante en la promoción de las ramas metalúrgica y química. Generaron, además, la
capacitación de técnicos y operaciones y el desarrollo de acero, aviones, pólvora,
municiones, explosivos y armamentos.
Las nacionalizaciones
A partir de la segunda mitad de la década del 40 tuvo lugar en la Argentina la
nacionalización de múltiples empresas, con consecuencias importantes sobre la
evolución del sector público y del conjunto de la economía.
Uno de los ejemplos más tempranos de nacionalización fue el de la distribución
del gas. En 1945 se nacionalizó el servicio de gas en la Capital Federal y entre 1947 y
1948, el Estado adquirió varias compañías de gas en la provincia de Buenos Aires y
extendió la red con nuevos centros de distribución, procurando transformarla en un
servicio social y rebajando las tarifas en un 30%. Para abastecer al gran centro
consumidor de Buenos Aires y sus alrededores se construyó un gasoducto desde
Comodoro Rivadavia que fue único en su tipo en aquella época.
También fue nacionalizado el sector telefónico. El 3 de septiembre de 1946, la
empresa The United River Plate Telephone Company Ltd., subsidiaria del trust
norteamericano ITT, pasó a manos del Estado por la suma de 95 millones de dólares. La
adquisición fue acompañada de un convenio por el que la ITT proveería asistencia
técnica y materiales de renovación telefónica por el término de diez años.
En general, la compra de empresas por parte del Estado se encontraba lejos de
ser un proceso compulsivo. Las propias compañías extranjeras estaban interesadas en
desprenderse de sus activos en la Argentina, y no por recelo contra la nueva estrategia
del gobierno, sino porque advertían que su ciclo ya estaba agotado. Es precisamente por
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ello que habían dejado de invertir mucho tiempo atrás. En este sentido, el ejemplo más
importante y recordado fue el caso de los ferrocarriles.
Ya en diciembre de 1946 fueron adquiridos por el Estado los ferrocarriles de
capital francés, operación pequeña, por el escaso volumen de esas empresas, pero que
prefiguraba una de las negociaciones más publicitadas y también más discutidas del
gobierno de Perón: la compra de las compañías ferroviarias de origen británico.
El deterioro de la economía inglesa durante la primera posguerra motivó una
disminución considerable en sus inversiones en este rubro. Así, entre 1918 y 1946 no se
registraron nuevos emprendimientos, correspondiendo al Estado Nacional la iniciativa
en torno a la construcción de los últimos ramales. La competencia que se desató a partir
de los años treinta entre la ruta y el riel desalentó aún más la renovación del sector, al
tiempo que la creciente obsolescencia del material rodante tendió a disminuir
aceleradamente los márgenes de ganancia de los empresarios y provocó una fuerte baja
en la cotización de las acciones de las compañías ferroviarias.
El agravamiento de este cuadro al estallar la Segunda Guerra Mundial condujo a
los prestatarios a proponer recurrentemente la venta de los servicios al Estado argentino;
interés que habría de acentuarse durante la posguerra, debido a que en 1947 caducaba la
“Ley Mitre”, de 1907, que había eximido por cuarenta años a los ferrocarriles británicos
del pago de impuestos nacionales, provinciales y municipales a cambio de un gravamen
único más favorable.
La Argentina, entre 1940 y 1945, tuvo un balance comercial favorable con
Inglaterra, haciéndose cargo del pago a los frigoríficos y exportadores del valor de los
productos vendidos a Gran Bretaña y acumulando, en contraprestación, esas libras
bloqueadas. El fin de la guerra encontró a Gran Bretaña en un estado de extrema
debilidad. A la pérdida de sus reservas en oro y dólares y de gran parte de sus
inversiones en el exterior se agregaba para los británicos una fuerte deuda con
Washington por los préstamos obtenidos durante la guerra y por los saldos negativos
que resultaban de las importaciones impagas.
Una alternativa para sortear estas dificultades era vender la mayor parte de sus
activos en el exterior. En ese contexto, el general Perón, que había asumido la
presidencia en junio de 1946, debió enfrentar el problema de las libras bloqueadas y del
futuro de las relaciones anglo-argentinas. Si bien en septiembre de 1946 se firmó el
tratado Eady-Miranda, por el cual se dispuso la creación de una empresa mixta
integrada por capitales argentinos y británicos, ante la suspensión de la convertibilidad
de la libra en agosto de 1947, cambió el panorama.
Con el Pacto Andes del 12 de febrero de 1948 se formalizó finalmente la compra
de los ferrocarriles británicos, utilizando el Estado argentino parte de las libras
bloqueadas y saldos de las exportaciones de carne de 1948 para el pago. Más allá del
muy controvertido precio de adquisición, la nacionalización tenía sus razones,
defendidas por el gobierno.
Una de ellas se sustentaba en el control del sistema tarifario. Por un lado, éste
favorecía el transporte que tenía como destino el puerto de Buenos Aires y perjudicaba
las producciones que circulaban en el interior sin llegar a la ciudad porteña. Por otro,
discriminaba según el tipo de productos, lo que favorecía largamente el transporte de
carnes.
A su vez, con la nacionalización se obtuvieron los ferrocarriles por un precio
supuestamente inferior al del mercado, aunque parte de los materiales y equipos estaban
deteriorados por la falta de inversión y mantenimiento. También se incorporó una serie
de empresas de transportes, eléctricas y de aguas corrientes, compañías de tierras e
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inmobiliarias, hoteles, frigoríficos, tiendas de distinto tipo, edificios y terrenos en todo
el país que pertenecían a las compañías ferroviarias.
Entre las empresas subsidiarias de los ferrocarriles, el Puerto de Dock Sud fue,
sin duda, uno de los más importantes. La nacionalización de los puertos, menos
publicitada por el gobierno pero esencial para controlar el sistema de transportes y
comunicaciones del Estado, significó también la incorporación al patrimonio estatal de
muelles, embarcaderos, depósitos, elevadores, silos, grúas, locomotoras portuarias,
vagones, pontones, vías férreas y guinches. De esta forma fueron nacionalizados los
puertos de San Nicolás, El Dorado, Zárate, Arroyo Las Parejas (B. Blanca), Puerto
Galván, Ing. White, de San Isidro, Madryn, Bajada Grande (Paraná), Ibicuy, Villa
Constitución y el ya mencionado Dock Sud.
Las privatizaciones
Uno de los aspectos centrales de la estrategia económica menemista fue la amplia
reforma del Estado, que avanzó tanto en el sentido de reducir el peso cuantitativo del
sector público en el empleo, en la producción de bienes y servicios y en el número de
empresas como en la disminución de la capacidad y voluntad de intervención y regulación.
Así, a los pocos días de iniciado su gobierno se aprobó La ley de Reforma del
Estado, por medio de la cual se fijaron las condiciones para la privatización de numerosas
empresas públicas. Se autorizó al Poder Ejecutivo a intervenirlas, eliminar sus directorios
y sus órganos de administración, modificar sus formas societarias, dividirlas y
enajenarlas. La única restricción a la acción del Poder Ejecutivo en este tema fue la
constitución de una Comisión Bicameral para el Seguimiento de las Privatizaciones y el
requisito de que cualquier privatización adicional debía ser aprobada especialmente por
el Parlamento.
Los objetivos del programa de privatizaciones eran múltiples. En primer lugar, se
planteaban como un camino para equilibrar el presupuesto. Debe considerarse que las
empresas públicas eran generalmente deficitarias. La venta de activos permitiría generar
también ingresos transitorios de fondos. Además, la posibilidad para los compradores de
pagar una parte con títulos de la deuda externa (el sistema de capitalización) reduciría el
monto del endeudamiento, y con ella la carga futura de intereses sobre las cuentas
públicas.
En segundo lugar, en un contexto de apertura se esperaba que, en el mediano plazo,
las privatizaciones eliminaran las distorsiones e ineficiencias inherentes a las viejas
empresas públicas que actuaban en mercados protegidos.
El programa de privatizaciones solo tomaba en cuenta las deficiencias provenientes
de la mala administración de esas empresas, pero no el prolongado período de declinación
de la inversión pública. Esto se evidenció en la escasa relevancia que tuvieron las pautas de
inversión tanto en los contratos de venta como en los de concesión. De allí que, aunque la
mayoría de las firmas privatizadas comenzaron a obtener tasas de ganancia
sustancialmente mayores al promedio de la economía, en muchos casos no se observó una
mejora sustancial en la calidad de los bienes o servicios ofrecidos.
La ola inicial de privatizaciones se realizó con un ritmo sumamente acelerado, sin
cumplir las recomendaciones habituales para este tipo de procesos. La falta de gradualismo
en la desestatización no permitió la valorización de las empresas saneándolas previamente
ni la garantía de un mercado abierto y competitivo a posteriori de la privatización, ni
tampoco la reserva por parte del Estado de una parte de las acciones en sus manos para
mantener algún control sobre el mercado en cuestión o para aprovechar la valorización
futura de las mismas. La necesidad política de vender rápidamente y ratificar la voluntad
de mantener el rumbo trazado repercutió negativamente en la negociación con los
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interesados en la compra.
Las urgencias fiscales también conspiraron contra las condiciones de venta, que no
pudieron evitar la formación de mercados monopólicos y el surgimiento de cuasi-rentas
extraordinarias. Hacia fines de 1990 se había logrado vender de ese modo la línea aérea del
Estado Aerolíneas Argentinas, la empresa telefónica ENTEL, las petroquímicas Polisur,
Petropol e Induclor, los canales de televisión 11 y 13 y concesionar los peajes en las rutas
nacionales.
Un aspecto particularmente gravoso para los usuarios fue la elevación de las tarifas
antes de la entrega a los compradores o concesionarios, tanto en el caso de los teléfonos y
del transporte aéreo como en el de los peajes y ferrocarriles. Dado este ajuste tarifario, el
argumento en favor de las privatizaciones de las empresas públicas deficitarias revelaba su
endeblez, ya que era factible que similares incrementos, aun bajo la gestión estatal,
hubieran permitido cerrar las cuentas.
De todos modos, los aumentos requirieron posteriores renegociaciones de los
contratos, con los que se logró una reducción parcial a cambio de la eliminación de
impuestos y el establecimiento de una eventual indexación en función del precio del dólar,
para el caso de futuras devaluaciones. La mayoría de las privatizaciones concretadas
durante esta primera etapa carecieron de un marco regulatorio previamente aprobado y
tampoco se constituyeron los entes de control correspondientes, lo que otorgó a las
empresas un gran margen de discrecionalidad en su accionar.
Las privatizaciones realizadas a partir del plan de convertibilidad, con una menor
presión de los desequilibrios fiscales y de la búsqueda de credibilidad, tuvieron un diseño
algo más prolijo y un marco más abierto en el proceso de licitación, intentando garantizar
además metas mínimas en el crecimiento futuro de la productividad y de la competividad.
También se crearon, paralelamente al proceso de privatización, las normativas reguladoras
de los respectivos sectores (aún cuando los entes se constituyeron a posteriori), de forma
que existieran mayores garantías de tarifas y servicios adecuados. No obstante, sólo en el
caso del servicio de aguas y redes cloacas, tanto el marco regulatorio como el ente
correspondiente, se encontraban en funcionamiento al momento de las privatizaciones.
A lo largo de los años siguientes se fueron privatizando progresivamente casi todas
las empresas públicas restantes, entre ellas las principales líneas y ramales ferroviarios
urbanos y de carga, los subterráneos, la provisión de agua corriente y la red cloacal, las
instalaciones portuarias, entidades bancarias como la Caja Nacional de Ahorro y Seguro,
empresas siderúrgicas como SOMISA, establecimientos del área militar como
Fabricaciones Militares, la empresa oficial de correos y un conjunto de empresas
productivas y de servicios más pequeñas. La petrolera estatal Yacimientos Petrolíferos
Fiscales se convirtió inicialmente en una empresa privada con participación estatal
minoritaria.
Cuadro 1
PRINCIPALES PRIVATIZACIONES
EMPRESA
Corporación Argentina de
Productores (CAP)
Unidades
portuarias
y
elevadores de granos de la
JNG
Petróleo, áreas centrales
Activos de YPF
FECHA
TRANSFERENCIA
Mayo 1994
DE
Septiembre 1992 a mayo
1993
Junio 1991 a noviembre
1992
Noviembre 1992 a octubre
1993 y 1999
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EMPRESA
Hidroeléctrica
Río
Juramento
Central
Hidroeléctrica
Alicurá S.A. (Hidronor)
Central
Hidroeléctrica
Cerros Colorados S.A.
(Hidronor)
Central Hidroeléctrica El
Chocón S.A. (Hidronor)
FECHA
TRANSFERENCIA
Noviembre 1995
Agosto 1993
Agosto 1993
Agosto 1993
DE
Petroquímicas
EDENOR S.A. (ex SEGBA)
Octubre 1990 a diciembre
1995
Agosto 1992
EDESUR S.A. (ex-SEGBA)
Agosto 1992
EDELAP S.A.
Central Puerto S.A.
Noviembre 1992
Abril 1992
Central Costanera S.A.
Mayo 1992
Central Güemes
Setiembre 1992
Central San Nicolás
TRANSENER S.A.
SOMISA
Aceros Paraná S.A.
TANDANOR
Abril 1993
Julio 1993
Abril 1992
Octubre 1992
Diciembre 1991
Hidroeléctrica Piedra del
Águila S.A. (Hidronor)
Hidroeléctrica Diamante
S.A.
Transportadoras
y
distribuidoras de gas
Llao-Llao Holding
Caja Nacional de Ahorro y
Seguro
Telecom
S.A.
(exENTEL)
Telefónica de Argentina
S.A. (ex-ENTEL)
Aerolíneas Argentinas
ELMA
Buques tanque
Fábricas militares varias
Diciembre 1993
Setiembre 1994
Diciembre 1992
Mayo 1991
Abril 1994
Noviembre 1990
Noviembre 1990
Noviembre 1990
Febrero y setiembre 1994
Ídem
Febrero a julio 1994
Las últimas privatizaciones incluyeron también la red de aeropuertos de todo el
país y el Banco Hipotecario Nacional, quedando pendientes las ventas de La Central
Hidroeléctrica Binacional Argentino-Paraguaya de Yacyretá y las tres centrales atómicas
Atucha I, Embalse del Río Tercero y Atucha II (esta última en construcción). La
participación remanente del Estado en YPF fue vendida finalmente en 1999 a la española
REPSOL, la cual también adquirió la porción de acciones que ya se encontraba en manos
privadas.
Cuadro 2
PRINCIPALES CONCESIONES OTORGADAS
EMPRESA
Ferrocarriles y Subterráneos de Bs. As.
Corredores viales y accesos a la Capital
Elevadores terminales del Puerto de Bs. As., de la
Prov. de Bs. As. y de Rosario
Mercado de Liniers
Hipódromo Argentino
Obras Sanitarias de la Nación
Canales de televisión 11 y 13 y radios varias
Yacimientos Carboníferos Fiscales
Vías navegables (Paraná y Río de la Plata)
PLAZO DE LA CONCESIÓN
Concesiones por 10-20 años
Concesiones por 10 años
Concesión por 30 años
FECHA DE LA CONCESIÓN
Noviembre 1991 a mayo 1995
Setiembre 1990 y setiembre 1993
Agosto 1992 a octubre 1994
Concesión por 10 años
Concesión
Concesión por 30 años
Concesiones por 10 años
Concesión por 10 años
Concesión por peaje
Junio 1992
Setiembre 1992
Diciembre 1992
Enero 1990 y febrero 1991
Julio 1994
Febrero 1995
Una característica destacada del proceso privatizador ha sido la concentración de
la propiedad de las empresas en un reducido grupo de conglomerados locales,
fortalecido durante la dictadura militar y consolidado durante el gobierno radical
mediante subsidios, exenciones tributarias y contratos con el Estado. Estos grupos
empresarios locales (Pérez Companc, Bunge y Born, Macri, Rocca-Techint, AstraGrueneisen, Soldati, Zorraquín, Massuh, Roggio, Fortabat, Acevedo-Acindar, Bemberg,
Roggio y Richards, entre otros) se asociaron con empresas extranjeras que tuvieran los
antecedentes técnicos y gerenciales en el rubro correspondiente, así como también con
representantes de la banca acreedora.
Entre 1990 y 1998, el Estado obtuvo por medio de las privatizaciones casi 20.000
millones de dólares en efectivo y en títulos de la deuda externa, de los cuales casi el 60%
correspondió a inversiones provenientes del exterior y cerca del 30%, a grupos de origen
22
nacional, sin poder determinarse el origen de un 11% de los fondos.
Las empresas privadas, el capital extranjero y la concentración
En la segunda mitad del siglo XIX, con el crecimiento de la ciudad de
Buenos Aires y su evolución, la concentración de la riqueza, el desarrollo de
importantes obras públicas y el flujo de inmigrantes, se produjo un incremento en la
demanda de bienes. Si bien la mayoría de esa demanda era satisfecha por la
importación, la cercanía a los consumidores ofrecía un factor atractivo para quienes
osaban establecer nuevas actividades. Esto originó el establecimiento de numerosos
pequeños emprendimientos dedicados a satisfacer esta demanda en aumento. Los
empresarios, en general, eran extranjeros, llegados al país portando conocimientos
técnicos o prácticos de la rama en la que se instalaban, poseyendo en general un
pequeño capital propio o prestado. Comúnmente comenzaron con escalas productivas
muy modestas.
En este contexto, a partir del año 1860 se destacan los emprendimientos
de Bieckert, Bagley, Noel, Peuser, Bianchetti y otros inmigrantes. Si bien sus negocios
se concentraron en bienes de consumo donde contaban con la cercanía del mercad,
como alimentos, bebidas e imprenta, hubo casos atípicos como fundiciones y talleres
mecánicos (algunos de dimensiones considerables).
La conformación, constitución e instalación de empresas privadas se aceleró en
las décadas siguientes, de la mano en muchos casos del capital extranjero. Así, la
presencia de empresas extranjeras en la Argentina se remonta al modelo agroexportador
y a los orígenes de la industrialización. Si bien las firmas industriales extranjeras
representaban una porción mínima del capital foráneo en el país, su importancia es
indiscutible ya que controlaban los grandes establecimientos manufactureros en sectores
clave del modelo agroexportador. Tal es el caso de la producción frigorífica (dominada
por las empresas Bovril, Swift y Leibigs), la producción de tanino (Quebrachales
Fusionados -La Forestal-) o los propios talleres ferroviarios, que constituían las grandes
empresas metalúrgicas de la época.
La mayor parte de las instalaciones fabriles registradas a finales del siglo pasado
nacieron ya grandes, basadas en sectores protegidos y beneficiadas por causas naturales
o por medidas oficiales. Se ubicaron en su mayoría en Buenos Aires, Tucumán y
Mendoza. Paralelamente comenzaron a notarse los primeros síntomas del desarrollo
fabril en ciudades como Córdoba y Rosario, donde se formaban núcleos muy
incipientes.
En el rubro textil, promediando la década del 80 del siglo XIX se instaló en
Buenos Aires la Fábrica Argentina de Alpargatas, compuesta por capitales argentinos e
ingleses (con mayoría de este último). Asombró por su tecnología y capacidad,
empleando en sus primeros años a 530 operarios. Por su tamaño, esta empresa
dominaba la actividad en la Argentina, primero en la fabricación de alpargatas y luego
en otros productos en que fue diversificándose. En 1889 se instaló una nueva planta
textil: La Primitiva, dedicada a la fabricación de sacos y lonas impermeables.
En 1899, Otto Bemberg fundó la Brasserie et Cervecerie Quilmes, que desplazó
a Bieckert del liderazgo del mercado. La instalación de esta planta impulsó a León
Rigolleau, un fabricante de vidrio, a instalar una nueva fábrica cerca de su principal
cliente, para proveerlo de botellas.
En 1901 se fundó La Martona, dedicada a la elaboración de lácteos, dominando
el mercado. En el mismo año se formó la Río de la Plata Flour Mills and Grains
Elevators (Molinos Río de la Plata), en Puerto Madero, con una capacidad de molienda
del 10% del trigo cosechado en el país.
22
En el rubro metalúrgico surgieron las empresas Tamet y La Cantábrica. Tamet
nació como un pequeño taller y siguió creciendo hasta convertirse en la mayor empresa
metalúrgica de América del Sur en la década de 1920.
Así, en las primeras décadas del siglo XX un grupo no mayor a 100 empresas
resultaba suficiente para cubrir lo esencial del mercado en esos años, en los cuales
también se destacaban Ferrum (sanitarios), tres fábricas de bolsas de arpillera y la
Compañía General de Fósforos. La empresa CATE, de capitales alemanes, dominó el
mercado de generación de energía eléctrica de la ciudad de Buenos Aires en pocos años.
Cada una de estas empresas monopolizaba el mercado en su rubro o se lo dividía con
sus “competidores”.
A partir de las primeras décadas del siglo XX se multiplicaron las empresas
extranjeras con un comportamiento distinto al de las anteriores. La nueva modalidad fue
la instalación de filiales que replicaban los procesos productivos implementados por las
casas matrices en los países de origen, y los bienes producidos estaban destinados al
abastecimiento del mercado interno. Durante los años veinte se radicaron firmas
extranjeras que se convirtieron en tradicionales del mercado local, algunas de las cuales
han sobrevivido al proceso de desindustrialización de las últimas décadas, como
Refinerías de Maíz S.A. y Chiclet’s Adams en la producción de alimentos, las
subsidiarias de Cyanamid y Roche en la producción de medicamentos, y Ducilo,
Duperial y Bayer en la producción química.
Esta nueva modalidad estuvo muy ligada al papel de las empresas
norteamericanas. Estas, luego de la Primera Guerra Mundial, comenzaron a instalarse en
algunas actividades frigoríficas y petroleras del país. Detrás de ellas llegaron empresas
productoras de cemento, automotrices (Ford y General Motors), de comunicaciones
(ATT) y otras.
Los datos censales de 1937 resultan ilustrativos respecto del grado de
concentración de la industria nacional en esos años. Según esta información, los grandes
establecimientos (aquellos con 200 o más obreros ocupados) representaban el 1,4% de
las plantas fabriles, concentrando el 37% de la ocupación y el 58% del valor de la
producción industrial. En el otro extremo se encontraba el 70% de los establecimientos
totales, que eran las plantas industriales más pequeñas (con 10 o menos de 10 obreros),
con el 15% de la ocupación total y solamente el 6% del valor de producción industrial.
También se aceleró la incorporación de subsidiarias extranjeras en la producción
industrial. Por un lado, se incrementó la cantidad de empresas (entre ellas Nestlé,
Suchard, Bols, Sudamtex, Glaxo, Ciba, Gillette, Remington, Osram, Union Carbide,
etc.) y en diferentes ramas industriales.
A su vez, entre finales de la década del 30 y principios de la década del 40, se
produjo un considerable crecimiento de la cantidad y la incidencia de las empresas
locales. La importancia que mantuvo la producción textil y los cambios que registró son
un indicativo de ese proceso, ya que era una actividad central para el sector empresarial
local. Lo mismo ocurrió con algunas de las actividades más dinámicas durante ese
período, como curtiembres, materiales para la construcción y papel. Probablemente, la
mayor expansión de las empresas privadas locales se situó entre 1943 y 1946, debido a
las políticas que se adoptaron a partir del derrocamiento del presidente Castillo.
Los ejemplos de las empresas privadas de capitales nacionales que actuaron en
la producción industrial durante los primeros gobiernos peronistas son múltiples,
especialmente en la producción textil (Castelar, Gaby Salomón, Ezra, Teubal y Hnos.,
Sedalana, Establecimientos Textil Oeste, etc.) y metalúrgica (como José Lombardi e
Hijos, Cura Hermanos, Roque Vasalli, Impa, etc.).
A medida que se fue desarrollando la industria nacional en el período sustitutivo
22
de importaciones, las empresas privadas de capital local se expandieron en la
producción de insumos básicos (como el sector siderúrgico, del cemento o el papel). Sin
embargo, fue en la producción de bienes de consumo no durable que las empresas
locales se expandieron con más fuerza. Eran las actividades típicas del empresariado
nacional, como el sector textil (donde se destacan empresas como Suixtil, Tipoiti,
Danubio, Dos Muñecos, UCAL, etc.) y lácteos (Sancor o Mastellone). A su vez, el
capital nacional también se destacó en la producción de bienes intermedios vinculados
al sector metalúrgico y a la provisión de autopartes.
Por su parte, el núcleo central de la producción industrial extranjera estaba en la
fabricación de bienes de consumo durables y, específicamente, en la producción local de
automotores (Ford, Renault, General Motors, Fiat, etc.). Sin embargo, el capital
extranjero tuvo una notable incidencia en los restantes tipos de bienes. Así, su
participación en la producción de bienes intermedios era la más elevada, al igual que en
la elaboración de bienes de capital, en la que la fabricación de tractores ocupaba un
lugar destacado.
El predominio extranjero sobre el proceso económico a partir de la propiedad de
grandes firmas se consolidó en la segunda etapa de la industrialización por sustitución
de importaciones. Sin embargo, no fue una participación mayoritaria sobre la
producción clave de la economía, sino circunscripta al control de los núcleos técnicos y
económicos más dinámicos, determinando el comportamiento tecnológico del resto de
las actividades.
Como contrapartida, se produjo una disminución en la importancia de ciertos
sectores del capital nacional dedicados a la industria (principalmente aquellas empresas
dedicadas a la producción de bienes de consumo no durable), no a partir de una
disminución drástica de su participación sino debido a una pérdida de gravitación en las
firmas más importantes de los sectores más dinámicos. A su vez, aquellas grandes
empresas locales que se especializaron en la producción de bienes intermedios y
agroindustriales conservaron su importancia en el sector industrial.
Los conglomerados
Los primeros grupos empresarios se conformaron en la Argentina a partir de
capitales extranjeros de distinto origen que se instalaron en el país a finales del siglo
XIX. En general implicó la radicación de algunos miembros de la familia propietaria,
que se integraron con la clase dominante local en términos sociales y económicos. Estos
capitales, lejos de sustentarse sobre una base económica exclusivamente industrial,
tuvieron una destacada presencia en la propiedad y producción agropecuaria, formando
parte de los grandes terratenientes, participando en la exportación de productos
primarios, en los negocios financieros de la época e incluso instalando o adquiriendo
firmas en otros países de la región. Entre ellos se encontraban Bunge y Born, Bemberg
y Tornquist.
A su vez se desarrollaron también en esa época empresarios locales provenientes
de los sectores dominantes pampeanos y provinciales. Estaban presentes en múltiples
actividades económicas y ostentaban un nítido y significativo predominio en la
propiedad y producción agropecuaria pampeana y/o extra pampeana. Ejemplo de este
tipo de capitales son: Braun Menéndez, Ingenio Ledesma, Terrabusi, Fortabat y
Corcemar.
También se formaron grupos estrechamente relacionados con capitales
extranjeros de carácter financiero y de antigua data en la Argentina, cuyos
representantes se ligaban social y económicamente con la oligarquía pampeana. Es el
caso de Alpargatas (relacionada al grupo Roberts) y la Cía. General de Combustibles
22
(controlada por la transnacional suiza Brown Boveri).
Uno de los hombres más importantes en este sentido, quizás haya sido Ernesto
Tornquinst, que entre 1880 y las primeras décadas del siglo XX fue socio de un
frigorífico, forjador de Tamet (Talleres Metalúrgicos San Martín), dueño de Ferrum, de
la primera refinería de azúcar del país, de un grupo de seis ingenios tucumanos y de
otras actividades fabriles que ensayó a lo largo de su vida. Era también dueño del Banco
Tornquinst, uno de los pocos casos de un empresario que impuso su apellido a una
institución financiera exitosa. La casa Tornquinst era un holding que poseía las
empresas antes mencionadas y controlaba una vasta gama de actividades, desde la
explotación de varias decenas de miles de hectáreas hasta los negocios de importación.
Era el nexo entre varios bancos del exterior y tenía la representación de Krupp para la
venta de armas y otros bienes siderúrgicos producidos por aquella poderosa empresa
alemana.
Otro caso es el de Bunge y Born, una empresa nacida al calor del comercio de
granos en la década de 1870 y que se había expandido en varios tipos de actividades. La
casa matriz estaba en Amberes, Bélgica. Los negocios entre ambas partes dieron un
impulso exportador a la filial Argentina. La estrecha relación entre ambas sociedades
dio paso a una empresa dinámica, relativamente independiente de la matriz, que tomó
impulso adicional con la incorporación de nuevos socios a fines del siglo pasado.
Bunge y Born se expandió y consolidó en los negocios de exportación, pero muy
pronto ensayó otras actividades, entre las que se cuentan las fabriles, destacándose la
empresa Molinos Río de la Plata.
Los fundadores de Bunge y Born contaban con familiares poderosos en el país y
sus lazos con la sociedad local se reforzaron cuando sus hijos se casaron con miembros
de familias tradicionales. El grupo empresario ocupó posiciones importantes en la vida
argentina desde poco después de su fundación hasta la actualidad y actuó como uno de
los líderes del proceso fabril nacional. Los anteriormente mencionados y otras familias
y grupos extranjeros se apropiaron y controlaron la mayor proporción del mercado
fabril argentino, de los negocios de exportación e importación y del sector financiero.
Así, la historia de la Argentina se entrelaza con la historia de los miembros de la élite
económica local y su avance sobre las actividades más rentables de la época.
De esta forma, muchos de los grupos económicos tradiciones de la Argentina se
forjaron durante el modelo agroexportador. Además de Bunge y Born y Tornquist, se
pueden mencionar Alpargatas, Bemberg, Corcemar y Soldati.
Durante la primera etapa de la industrialización sustitutiva de importaciones
fueron menos los grupos empresariales que iniciaron sus actividades, aunque se
destacan algunos que lograrían un gran avance en las décadas siguientes, como Acindar,
Pérez Companc y Bridas.
Promediando la etapa de industrialización sustitutiva de importaciones, los
grupos empresariales nacionales se concentraban en la producción siderúrgica como
Acindar y Techint (a través de Dalmine Siderca y Propulsora Siderúrgica) y en la
elaboración de otros insumos básicos como el cemento (Loma Negra y Corcemar) o
papel (Celulosa Argentina y el Ingenio Ledesma). Otros grupos empresariales se
destacaban en la producción de bienes no durables, especialmente productos
agroindustriales tradicionales como azúcar (Ingenio San Pablo, Cruz Alta y Ledesma),
galletitas (Terrabusi), cerveza (Cervecería Quilmes) y textiles (Alpargatas y Grafa).
A partir de 1976, mientras se iniciaba en el país un proceso de desindustrialización que se prolongaría por casi treinta años, se produjo el avance y
consolidación de diversos grupos económicos, caracterizados por poseer bajo su control
y propiedad a múltiples empresas. Entre 1976 y 1983 se observa que los grupos
22
económicos, tanto de capital local como de capital extranjero, fueron los que ganaron
participación en los distintos sectores de la economía, en detrimento de otras empresas
no diversificadas. Fueron estos grupos los que, por ejemplo, aumentaron su
participación en el grupo de las 200 firmas de mayor facturación del país.
Estos grupos se beneficiaron, en general, por un lado, a partir de una estrecha
relación con el Estado, que los ubicaba como proveedores de bienes y servicios del
sector público y, por otro lado, de estrategias que incluyeron el aprovechamiento de la
especulación financiera gracias a las condiciones creadas por las políticas económicas
impulsadas desde 1976. Entre ellos puede mencionarse a Acindar, Bunge y Born,
Alpargatas, Pérez Companc, Bagley, Loma Negra, Terrabusi, Ferrum, Fate/Aluar, Arcor,
Agea/Clarín, Aceros Bragado, entre otros.
También entre los grupos empresariales que avanzaron durante la dictadura se
observa la presencia del capital extranjero, formando parte, con diferente grado de
importancia en algunos conglomerados. Es el caso, por ejemplo, del grupo Techint, en el
que tuvo una fuerte incidencia el capital italiano. Otros casos fueron, por ejemplo, el del
grupo Macri y el grupo Soldati. Ambos grupos se conformaron sobre la base de firmas
pertenecientes al capital extranjero (Fiat en el caso de Macri y Brown Boveri en el de
Soldati), por lo que cumplieron tareas tanto de asociación como de representación de
estos.
Durante la década del 80 muchos de estos grupos siguieron consolidándose en la
economía argentina, hasta lograr una fuerte incidencia en la vida política del país y en el
lineamiento de la política económica. Esto fue así con el denominado Grupo de los 9
(integrado por Fate/Madanes, Laboratorios Bagó, Impsa-Pescarmona, Astarsa, Ingenio
Ledesma, Alpargatas, Bagley, Mastellone y Celulosa Jujuy) y luego los “capitanes de la
industria” (integrado por Acindar, Astra, Bunge y Born, Loma Negra, Pérez Companc,
Bridas, Macri, Techint entre otros).
Con el proceso de privatizaciones de la década del 90, muchos grupos
económicos se vieron beneficiados. Este es el caso de algunos conglomerados que, a
través de sus firmas controladas o vinculadas, adquirían total o parcialmente el capital
de empresas estatales que operaban en su mismo sector de actividad, provocando un
proceso de concentración. Este fenómeno se observó, por ejemplo, en el sector
petrolero, donde distintas áreas antes en manos del Estado pasaron a formar parte de
grandes empresas privadas, como Pérez Companc, Astra, Techint, el grupo Soldati o el
grupo Indupa.
A su vez, otros grupos económicos lograron una mayor integración de sus
actividades a partir de la adquisición de empresas antes públicas que les permitían
controlar la elaboración de algún producto o insumo clave para sus producciones. De
este tipo de proceso sacaron provecho grupos como Techint o Acindar en el sector
siderúrgico, que lograron integrar la producción y la distribución de energía eléctrica y
gas. También las principales empresas aceiteras (como Bunge y Born o Aceitera General
Deheza) lograron hacer lo propio en lo ateniente a ferrocarriles e instalaciones
portuarias. El principal oligopolio cementero, Loma Negra, también logró integrarse en
el trasporte ferroviario de carga.
Además, otros grupos económicos tuvieron una amplia participación en las
privatizaciones, asumiendo una estrategia de diversificación de sus actividades hacia
diferentes servicios privatizados. Este fue el caso de Pérez Companc, que se diversificó
hacia actividades de generación, transmisión y distribución de energía eléctrica,
transporte y distribución de gas, explotación de petróleo en áreas centrales y secundarias
que eran propiedad de YPF, refinerías y destilerías, telecomunicaciones, etc. También
Techint hizo lo propio en la generación y distribución de energía eléctrica, explotación
22
petrolífera, transporte de gas, ferrocarriles, telecomunicaciones, rutas nacionales,
industria siderúrgica, etc.
El grupo Soldati se expandió a partir de las privatizaciones hacia la generación y
transmisión de energía eléctrica, transporte y distribución de gas natural, explotación
petrolífera y destilerías, ferrocarriles, telecomunicaciones, aguas y servicios cloacales,
etc. Quizás el más importante en este sentido fue el CEI Citicorp Holdings, que ingresó
en el transporte y distribución de gas, en la generación y transporte de electricidad, en el
servicio de telefonía (Telefónica de Argentina) y en la producción siderúrgica a través
de Altos Hornos Zapla.
Los medios de comunicación y los grupos empresarios
La historia de los medios gráficos nacionales comienza a formalizarse a
comienzos del siglo XIX, con la Revolución de Mayo, cuando se modernizan las
imprentas, nacen otras nuevas y se comienza a dar prestigio a la palabra impresa.
Algunos ejemplos serán La Gaceta de Buenos Aires, de Mariano Moreno, periódicos
como El Censor, Mártir o Libre, El Independiente, Los Amigos de la Patria, El Grito
del Sud, etc. Estas primeras publicaciones estaban inspiradas en general en la prensa
inglesa de esa época, donde los periodistas eran los políticos, que más que escribir
predicaban, enseñaban y adoctrinaban.
En 1835, Rivera Indarte creó el primer periódico ilustrado de Buenos Aires: El
Diario de Anuncios. Luego llegaron Museo Americano, de ese mismo año, que era un
semanario ilustrado editado por el suizo César Bacle, quien instaló en Buenos Aires el
primer taller de litografía hacia 1828; y en 1837, La Moda, la primera revista que
incluyó en sus páginas la frivolidad como tema, aunque de todas formas seguía el estilo
de la Ilustración, con sus notas de marcado enciclopedismo. Alberdi fue uno de sus
ilustres integrantes.
En el Río de la Plata, la coyuntura política conflictiva de la guerra civil y de
búsqueda de la organización nacional dará lugar a un tipo de relación política facciosa
que también determinará la forma de la prensa hasta principios del siglo XX. Esta
prensa de facciones conservadoras dio origen a dos diarios fundamentales en la historia
de los medios gráficos: La Prensa (de José C. Paz), publicado por primera vez el 18 de
octubre de 1869, y La Nación (de Bartolomé Mitre), el 4 de enero de 1870. Estos dos
medios matutinos serán por mucho tiempo los medios hegemónicos de transmisión de
noticias y manejo de la opinión pública.
En la Argentina (desde la primera transmisión de la ópera Parsifal, de Wagner,
lograda por Susini en 1920), la radio también recorrió el modelo europeo y americano
de corte educacional-cultural, pero en 1927, con la compra de Radio Belgrano por parte
de Jaime Yankelevich, comenzarán a aparecer al aire los primeros shows radiales y el
entretenimiento popular.
A fines del siglo XIX nace un medio que cambiará definitivamente la
percepción, la difusión de la cultura y los conceptos de comunicación. Desde la
presentación del colosal invento de los hermanos Lumière en el salón del sótano del
Grand Café de París, donde el corto La llegada de un tren provocó el pánico en los
espectadores, hasta la primera presentación del filme en Buenos Aires en el teatro
Odeón (en 1896) sólo había pasado un año. Sus pioneros, sin duda, fueron Eugenio
Pastor y Eustaquio Pellicer, quienes organizaron la primera muestra de cine en el teatro
Odeón. A su vez, Eugenio Py fue el primero en realizar una filmación, en 1897, con una
máquina de la Casa Lepage, compañía pionera en la importación de la cámara Elgé,
similar a la de los hermanos Lumière.
El cine fue un importante motor del cambio en las concepciones de los escritores
22
y dramaturgos, quienes hicieron interesantes adaptaciones de obras de teatro o
folletines. Vale nombrar a González Castillo, con su adaptación de Juan Moreira para el
filme de Mario Gallo, o la de Nobleza Gaucha. También las adaptaciones de Hugo
Wast, sobre todo Federación o muerte (1919), dirigida por Gustavo Carballo, basada en
el folletín que se publicaba en PBT.
Tanto el cine como la radio modificarían fundamentalmente las concepciones
hasta entonces conocidas, pero los tiempos políticos del país serían un serio
determinante de la popularización de algunos medios, como los periódicos vespertinos y
los magazines modernos (al estilo europeo, pero con algunas modificaciones
contextuales). Un ejemplo de esto fue sin duda Caras y Caretas, que eligió una
novedosa fórmula, la de incluir historietas, viñetas costumbristas y otros géneros
periodísticos como la entrevista. Además de la composición más novedosa, la
publicación ingresó en un terreno interesante, el de la crítica política.
Un hecho importante en la historia de la prensa gráfica en nuestro país fue la
creación por parte de Natalio Botana de Crítica. En 1913 (un año después de la Ley
Sáenz Peña) salió a la calle por primera vez a competir por un espacio entre los diarios
vespertinos. Crítica nació como un diario que, a pesar de tener un discurso de
independencia de los partidos políticos, tenía un fuerte posicionamiento conservador y
antipopular. Pero su innovación más importante fue la utilización del titular de gran
cuerpo y el hincapié constante en la noticia policial, situándose en un lugar
sensacionalista muy marcado.
En cuanto a la televisión, si bien durante la década del 40 se realizaron algunas
transmisiones experimentales en la Argentina, fundamentalmente en las universidades,
la historia de la TV en nuestro país comenzó en los años cincuenta. En julio de 1951,
Jaime Yankelevich, pionero en el medio, viajó junto a su hijo Samuel a los EE.UU. para
traer desde allí los primeros equipos. En un largo viaje en barco trajeron cámaras,
transmisores, cables, luces, repuestos y todo lo necesario para poner en marcha la
televisión en Argentina.
Jaime Yankelevich acordó con el gobierno peronista de esa época realizar la
primera transmisión televisiva el día 17 de octubre de ese año. En esa fecha se cumplía
el 6º aniversario del Día de la Lealtad peronista y se realizó un multitudinario acto en la
Plaza de Mayo. Allí, Eva Perón pronunció su discurso al pueblo después del famoso
renunciamiento histórico a la candidatura como vicepresidente de la Nación en las
elecciones próximas, por encontrarse ya muy enferma.
Con la mencionada transmisión quedó inaugurado el viejo Canal 7, conocido en
ese entonces como LR 3 Radio Belgrano TV. Y eran los locutores de la radio del mismo
nombre los que comenzaron a trabajar también en el canal. En esos años, sin embargo,
era muy poca la gente que poseía televisores en sus hogares. La mayoría de los aparatos
se encontraban en bares y negocios y la gente se agolpaba frente a las vidrieras de los
mismos para poder ver.
El 4 de noviembre de ese mismo año (1951) se inició la programación regular,
ya que desde el 17 de octubre hasta ese día solo se realizaron ensayos y pruebas. Y el 18
de ese mismo mes se transmitió el primer partido de fútbol (River-San Lorenzo). La
programación en esos primeros años estaba integrada por espectáculos folclóricos,
espacios musicales, transmisiones desde el circo, programas de moda, La Cocina de
Doña Petrona, etc. Y en 1952 nacieron los primeros teleteatros, cuya autora pionera fue
Celia Alcántara).
En 1954 comenzó el primer telenoticioso argentino, que se emitía a la noche y
presentaba un resumen de los hechos acontecidos durante la jornada. Todos los
programas eran en vivo, con cambios rápidos de vestuario detrás de los estudios y con el
23
siempre presente “fantasma del olvido de la letra” para los actores.
En la década siguiente comenzó la competencia, al inaugurarse nuevos canales,
todos ellos de capitales privados: el 9 de junio de 1960, Canal 9 (del que en 1963 se
hará cargo Alejandro Romay); el 1 de octubre de 1960, Canal 13; el 21 de julio de 1961,
Canal 11.
En 1969 se instaló la primera estación para transmisiones vía satélite en Balcarce
(Bs. As.) “Lo que ocurre allá se puede ver acá”. Es así como se pudo ver por TV al
momento de la llegada del hombre a la Luna.
El 1 de mayo de 1980, el viejo Canal 7 se transformó en ATC, con el inicio de
las trasmisiones en color. Luego se irán acoplando las demás emisoras, siendo canal 11
el último en adoptar el color.
En 1980 se produjo una reunión de propietarios de canales de cable en Lincoln y
en 1981 y 1982 nacieron Video Cable Comunicación y Cablevisión en la zona norte del
Gran Buenos Aires, y en los siguientes diez años se generaría una nueva revolución: el
auge de la TV por cable en la Argentina. Se separa así el concepto de canales
broadcasting (los de TV abierta) y el de distribuidores de señales (los canales de cable).
En 1986 comenzaron a utilizarse los satélites para la transmisión de video, audio y datos
y las empresas de este rubro ofrecían hasta setenta canales en su paquete de señales
nacionales y extranjeras.
Papel Prensa y el Grupo Clarín
Papel Prensa se originó en 1968 como un proyecto privado con participación
estatal. Los principales diarios (Clarín, La Nación, La Razón y La Prensa, que
finalmente no participó) querían desarrollar una planta de papel para dejar de
importarlo. Como esto no avanzaba por las diferencias entre los distintos gobiernos de
la época, los diarios iniciaron el análisis de otro proyecto, bajo una sociedad llamada
Fapel.
Pero en 1972 Papel Prensa se adjudicó a Editorial Abril. Estaba previsto que el
Estado participara financieramente solo al comienzo para después retirarse, cosa que
nunca ocurrió. En 1973, el ministro de Economía José Ber Gelbard buscó cambiar el
socio privado y allí comenzó la participación de David Graiver –que desembolsó US$ 4
millones– en reemplazo de Editorial Abril.
Luego del golpe de 1976, Graiver murió en un accidente de aviación en México,
nunca esclarecido. Su viuda y sucesora, Lidia Papaleo, comenzó entonces el proceso de
venta de sus bienes. Entre septiembre y octubre negoció con Fapel la venta de su parte
(63,9%) en Papel Prensa. Sin embargo, pronto, la empresa fue expropiada al grupo
Graiver por la dictadura militar y entregada a otras manos privadas con una serie de
prerrogativas. Los nuevos dueños de Papel Prensa pagaron ocho millones de dólares por
una empresa valuada en 250 millones, según confirmó una investigación realizada a
partir de 1986 por la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas.
En el informe producido por la Fiscalía, que tenía 122 carillas y que fue reducido
a menos de un cuarto de página por Clarín en su edición del 4 de marzo de 1988,
quedaron en claro todas las irregularidades. Entre los privilegios concedidos a la
empresa figuraron:
• La exención y reducción de impuestos a los réditos. Durante cuatro años fue
del 100%. Luego, por seis años más, fue del 85% al 10%.
• La exención por diez años del impuesto a los sellos y del impuesto a las ventas.
• La exención del pago de los derechos de importación de maquinarias, equipos
23
y repuestos.
• La exención por diez años de los derechos de importación de pasta química
(fibra larga) y de pasta mecánica (fibra corta).
• A pesar de todas esas licencias, el costo del papel en la Argentina fue el más
caro del mundo6
Así, La Nación, Clarín y La Razón se quedaron con Papel Prensa como un
premio que la última dictadura les dio a quienes los acompañaron, con las proclamas y,
sobre todo, con los silencios. Dos años de construcción de esa sociedad entre dictadores
y propietarios de diarios fueron coronados de la manera más vulgar de los negociados:
las empresas periodísticas pagaron ocho millones de dólares por un emprendimiento
cuyo valor de mercado era de 250 millones. Tan burdo era el pacto, que La Prensa
rechazó el convite del dictador Jorge Videla, excusándose en la filosofía liberal y no
estatista de ese diario.
“Es menester que quien informa goce de entera libertad (…) Lo esencial es
formar opinión con valor y coraje para decir todo lo que haya que decir, sin callar nada
y sin faltar a la verdad. Pero a veces es indispensable callar y mantener un prudente
silencio, cuando está en juego el bienestar común.” La frase, un epitafio para la libertad
de prensa que pregonan los grandes medios nacionales, fue pronunciada por el entonces
dictador Jorge Rafael Videla, al dejar inaugurada la planta de Papel Prensa, el 26 de
septiembre de 1978. El discurso fue aplaudido por los dueños de los principales medios
gráficos del país. Estaban Ernestina Herrera de Noble, Héctor Horacio Magnetto,
Bartolomé Luis Mitre y Patricio Peralta Ramos, dueños de Clarín, La Nación y La
Razón.
El diario Clarín, por su parte, fue fundado en el año 1945 por Roberto Noble, un
político que tuvo actuación en la década de 1930, y luego de la muerte de Noble, su
viuda, Ernestina Herrera de Noble, asumió la dirección del matutino en 1969. En cuanto
a su evolución, en 1976, el año en el que comenzó la última dictadura militar en la
Argentina, se inauguró la primera subsidiaria de la empresa, la empresa gráfica Artes
Gráficas Rioplatenses (AGR). En 1982, además de efectivizarse su participación, junto
con La Nación y La Razón, en la propiedad de Papel Prensa, el diario Clarín participó
en la creación de la agencia de noticias Diarios y Noticias (DyN) en 1982.
En el año 1990, con la reprivatización de varios medios de comunicación, Clarín
comenzó a expandirse a otros medios. Primero adquiere Radio Mitre. Luego ganó la
licitación para operar el Canal 13 mediante su subsidiaria Arte Radiotelevisivo
Argentino (ARTEAR). También incursionó en el negocio de la televisión por cable
mediante Multicanal en 1992. Un año después, ARTEAR lanzó dos nuevos canales de
cable: Todo Noticias (TN) y Volver.
En 1996 apareció la versión online de Clarín y salió a las calles el diario Olé,
especializado en deportes. En 1997 creó la Compañía Inversora de Medios de
Comunicación S. A. (CIMECO) junto al diario La Nación. La firma administra
matutinos en el interior del país; entre ellos, La Voz del Interior y Los Andes. El Grupo
Clarín se constituyó formalmente como Sociedad Anónima en 1999 e introdujo como
accionista minoritario a Goldman Sachs.
Así, el Grupo Clarín se convirtió en el multimedio más grande de la Argentina,
integrado por el diario Clarín, la empresa Artear (que produce y comercializa Canal 13
de Buenos Aires y las señales de cable TN, Volver, Magazine y Metro, entre otras),
junto con decenas de empresas como editoriales, emisoras de radio, televisión,
productoras de televisión, proveedoras de servicio de Internet, telecomunicaciones,
6
Ver nota publicada por la revista Gente el 14 de diciembre de 1978.
23
imprentas gráficas, correo tradicional y servicios de tercerización.
Sus principales accionistas son Ernestina Herrera de Noble, Héctor Magnetto,
José Antonio Aranda y Lucio Rafael Pagliaro. Juntos conforman el 70,99% del paquete
accionario; además, todos ellos ocupan puestos jerárquicos en la empresa. El porcentaje
restante se divide entre un 9,11% que le corresponde al grupo inversor Goldman Sachs y
un 19,9% se considera capital flotante.
En el año 2000 el grupo compró el diario La Razón, se asoció con la productora
televisiva Pol-ka y participó en las acciones de la cinematográfica Patagonik. Entre
2005 y 2007, el grupo adquirió Cablevisión, proveedor de TV por cable que competía
con Multicanal. Luego, ambas empresas se fusionaron y presentaron juntas un servicio
de televisión digital.
Las concentraciones monopólicas
La discusión sobre la ley de medios puso en el tapete nuevamente el problema
de los monopolios y liga inevitablemente a dos personajes bien disímiles que en la
Argentina combatieron prácticas monopólicas, aunque en distintas épocas y
circunstancias: Raúl Prebisch y John William Cooke. Las ideas de ambos remiten a su
vez de manera indefectible a la experiencia norteamericana, porque si Marx tomó su
modelo teórico sobre el sistema capitalista competitivo del estudio de la Gran Bretaña
del siglo XIX; siguiendo el mismo método, un modelo teórico del capitalismo
monopolista debe basarse en el estudio de los Estados Unidos, el país que refleja en
mayor medida este nuevo tipo de desarrollo de la economía moderna.
Pero empecemos por Prebisch. Su más famoso trabajo en este sentido lo hizo a
pedido de la Sociedad Rural Argentina y se denominó El pool de los frigoríficos.
Necesidad de la intervención del Estado. Es lo que deseaba la SRA en 1927 para que el
sector ganadero pudiera hacer frente al control de los precios que tenían en el mercado
de la carne los frigoríficos extranjeros, sobre todo norteamericanos, con el pretexto de
que de esa manera se contribuía a estabilizar los mercados. Por el contrario, afirmaba
Prebisch: “Al combinarse en un pool los frigoríficos quedan en una situación de
monopolio”. Pueden así imponer precios bajos a los productores restringiendo, al
mismo tiempo, las exportaciones de chilled al mercado británico para conseguir
cotizaciones más altas en desmedro de los consumidores. Este procedimiento sobre los
precios, además de dar la posibilidad a esas empresas de obtener “el beneficio máximo,
como en las consabidas prácticas del monopolio”, ocasiona pérdidas en la renta del
suelo “que la economía nacional deriva de la producción de ganados”. Disolver el pool
era entonces una tarea que correspondía al Estado nacional para beneficio de los
productores nativos.
El caso de Cooke es diferente. No era asesor de una institución corporativa sino
el diputado nacional más joven del nuevo parlamento que acompañó la llegada de Perón
al gobierno en 1946. En ese marco presentó un proyecto (el primero en el país) de
Represión de Monopolios, que dio lugar a la Ley 12.906 del 26 de septiembre de aquel
año y representó el hecho más resonante de su actividad parlamentaria. En su defensa
del proyecto Cooke hace gala de una gran erudición. En primer lugar, un conocimiento
histórico del problema situando correctamente el momento en que las grandes
corporaciones monopólicas u oligopólicas comienzan a predominar en el sistema
capitalista en la segunda mitad del siglo XIX como resultado del impulso de la Segunda
Revolución Industrial y de los efectos de la llamada primera Gran Depresión, que se
extiende de 1873 a 1896. Es la etapa en que el capital monopolista sustituye al de libre
competencia y se transforma, según algunos, en imperialismo.
23
En cuanto al análisis teórico, un afinado empleo de los pensadores principales
sobre la cuestión, comenzando por los marxistas: el mismo Marx, Lenin, Hilferding, y
siguiendo por expertos o personalidades norteamericanas y europeas vinculadas al tema,
le permiten a Cooke explayarse sobre la naturaleza y características de los monopolios.
Su discurso pone al desnudo todos los falsos argumentos que se emplean para defender
el monopolio así como sus efectos negativos sobre la vida económica: los precios son
más altos; los salarios, más bajos; las ganancias, excesivas; las prácticas, desleales; el
progreso tecnológico, sólo un mito porque los monopolios no renuevan sus equipos sino
cuando estos terminan su vida útil. En fin, dan también lugar a la imposición o presión
forzada sobre terceros por medio de la violencia, el boicot y el dumping, y pueden tomar
la decisión de disminuir la producción para mantener la tasa de ganancia.
Por otra parte, Cooke reivindica el rol del Estado como un actor determinante en
la vida económica y advierte que cuando alguien plantea que alguna forma de
producción o explotación de servicios requiere el monopolio, entonces es el momento
en que deben ser nacionalizados. Con una apropiada cita de Alejandro Bunge, señala el
problema de la dependencia externa y extiende la cuestión de las prácticas monopólicas
a las relaciones económicas internacionales del país, que ponen en riesgo incluso su
propia soberanía.
Cooke introduce el ejemplo norteamericano citando una frase lapidaria del
presidente Roosevelt: “Si los negocios de la nación deben ser distribuidos por un plan y
no por un juego de libre competencia dicho poder no puede ser conferido a ningún
grupo o cartel privado”. También recurre al New Deal tomando como referencia a
Thurman Arnold, a cargo de la División Antitrust del Departamento de Justicia de la
administración Roosevelt entre 1938 y 1943. Arnold sostenía –aunque no lo cita Cooke
en su discurso– que si la mayor ganancia que obtienen los monopolistas no se traduce
en rebajas de precios para el consumidor el Estado debe reprimirlas, de lo contrario
significa “un impuesto de venta secreto. Lo paga el consumidor y beneficia al
capitalismo”. La División Antitrust se transformaba así en un defensor de justos precios
para los consumidores, como lo reconoció en su época la revista Fortune.
[…] Cooke tiene también, en 1951, una destacada intervención en la discusión
parlamentaria sobre la expropiación del diario La Prensa. Aquí interesa su análisis de
los medios como empresas monopólicas: “Las empresas periodísticas como las
encontramos hoy –dice– están en un mundo de trusts, de cartels, de holdings, de toda
forma de integración monopolista. La llamada prensa grande no ha escapado a este
proceso: se ha ido integrando, concentrando y al final han venido todos los órganos de
importancia comercial a quedar en manos de pocos propietarios que siempre están
vinculados directamente a las altas finanzas y los grandes negocios”.
La respuesta sobre lo que tienen en común Prebisch, Cooke, Roosevelt y los
economistas heterodoxos norteamericanos parece obvia: sus críticas a las prácticas
monopólicas. Sea que quienes las hacen estén defendiendo intereses de los ganaderos,
de los consumidores o de la sociedad en su conjunto.
Mario Rapoport
25. La inflación
“¡Los alquileres de sus casas y los precios de las ropas han ido subiendo sin cesar!
23
[…] Vivir en esta ciudad es ahora tan caro que la menor reducción de los salarios pesa
terriblemente en las clases humildes, pero los accionistas de Londres tienen que recibir
sus sabrosos dividendos, hechos sin duda más sabrosos”
(South America Journal y Buenos Aires Standard, cit. en H. S. Ferns, Gran Bretaña y
Argentina en el siglo XIX, Solar Hachette, 1974, 1ª. Ed, 2da. Reimnp. Buernos Aires, p.
444)
La inflación y sus causas
La inflación es el aumento del nivel general de precios. Usualmente se calcula
como los incrementos porcentuales del costo de vida, es decir, cuánto varía la suma de
dinero que paga un consumidor por un conjunto representativo de los bienes y servicios
que adquiere habitualmente. Si el nivel general de precios baja en lugar de aumentar, se
trata de deflación, fenómeno más indeseable que la inflación, porque genera quiebras y
depresión económica. La Argentina ha sufrido ambas a lo largo de su historia pasada y
también reciente.
No alcanza un traje de talla única para explicar a la inflación. No sólo porque
numerosas causas la pueden disparar, sino también porque los procesos inflacionarios
provocan transferencias de recursos de unos sectores a otros. Indagar cómo ocurren
estas transferencias y cuáles son los grupos ganadores y perdedores revela mucho acerca
de la naturaleza de la inflación –o deflación– en las distintas etapas de la historia
económica argentina.
Para la economía ortodoxa, la inflación depende de la emisión monetaria:
cualquiera sea la razón inicial del aumento de los precios, dicen, si el banco central pone
más dinero en manos del público, éste aumentará sus compras y convalidará la
inflación. Pero las estadísticas no confirman este comportamiento en el corto plazo ni,
mucho menos, en todas las circunstancias. Si el desempleo es elevado (se considera
como tal tasas superiores al 5% de la población activa), el público aplicará el dinero
excedente a aumentar su demanda de bienes y servicios, y si las empresas tienen
capacidad ociosa (lo habitual cuando el desempleo es alto) aumentarán su producción en
lugar de subir los precios. Así es la política monetaria que aplica, por ejemplo, el banco
central norteamericano (la Reserva Federal) para combatir la recesión, cuando decide
bajar la tasa de interés de los bonos del tesoro. Ante esta caída del rendimiento, una
parte del público se desprende de los bonos a cambio de dinero, así la emisión
monetaria se expande, con los conocidos efectos estimulantes para la economía, al
margen de lo que digan los ortodoxos.
La inflación en los países industrializados suele ser más baja y más estable que
en los de menor desarrollo relativo, donde las fluctuaciones de los precios tienen un
carácter más estructural. En primer término, porque la oferta rígida de bienes esenciales
para el desarrollo, como alimentos, materias primas o energía, también es característica
de los países periféricos. Además, estos países sufren una acuciante escasez de divisas,
porque producen y exportan sobre todo materias primas, cuyos precios son muy
variables en el corto plazo y se determinan en los mercados internacionales. Pero
importan bienes industriales de capital y de consumo, de precios más estables y fijados
por las empresas vendedoras. Así, mientras que los precios de las exportaciones de los
países en desarrollo suben y bajan periódicamente, aumentando o disminuyendo sus
ingresos de divisas, no ocurre lo mismo con las importaciones. Esto torna muy
fluctuantes los saldos del comercio exterior, y por lo tanto, restringe la disponibilidad de
divisas genuinas, no provenientes del ingreso de capitales por préstamos o inversiones
directas o especulativas. Y está directamente relacionado con la inflación cambiaria, que
surge cuando la devaluación se traslada a los precios.
23
Por otra parte, los países periféricos rara vez desarrollan tecnologías de frontera,
la innovación productiva depende del licenciamiento, compra o algún otro tipo de
recepción de tecnología del mundo desarrollado, lo que requiere más divisas.
Por todo esto, cuando un país periférico emprende un proceso de crecimiento sus
requerimientos de divisas para importar aumentan fuertemente, mientras que sus
exportaciones, sujetas a una oferta poco flexible, no lo hacen del mismo modo. A poco
que una economía periférica intenta despegar, aparece la escasez de divisas, llamada
también restricción externa o estrangulamiento de pagos. A menos que los gobiernos
tomen medidas para orientar selectivamente las importaciones a favor de las más
necesarias para el crecimiento, este proceso tarde o temprano desembocará en una crisis
de pagos internacionales. Para recuperar el equilibrio externo, especialmente si el tipo
de cambio se mantuvo atrasado, habrá que devaluar la moneda doméstica, lo que dará
paso a la inflación de origen cambiario. En países como la Argentina, donde buena parte
de los bienes exportables son al mismo tiempo productos de consumo básico, la
inflación posterior a la devaluación cambiaria también se producirá porque los
exportadores pretenderán aumentar sus precios de venta al mercado interno en la misma
proporción en que crecieron sus ingresos medidos en la moneda local. En estos casos, la
introducción de retenciones modera el aumento de los precios internos de los bienes
exportables.
Pero esta no es el único rasgo de la inflación estructural. Cuando la economía de
un país empieza a crecer, también aumenta la demanda de bienes y servicios para
consumo e inversión. Los sectores de oferta rígida no podrán en el corto plazo satisfacer
la demanda aumentando las cantidades que producen y venden, sino que incrementarán
sus precios. Justamente estos aumentos de precios constituyen señales para asignar más
recursos hacia tales segmentos de actividad. Pero hasta tanto las nuevas inversiones se
concreten y maduren, aflojando la rigidez de oferta, la inflación se hará sentir. Por eso
algunos autores afirman que los gobiernos no deben aplicar medidas recesivas para
enfriar este tipo de inflación, porque no lograrán corregir la rigidez de la oferta, sino
sólo frenar el crecimiento y mantener las limitantes estructurales.
El tipo de competencia en el interior de los mercados de bienes y servicios afecta
la tasa de inflación, especialmente en épocas de demanda creciente. Cuando las ventas
están en manos de muy pocas empresas –monopolios u oligopolios–, éstas tienden a
mantener los precios elevados y las cantidades limitadas. Por eso, el objetivo de las
leyes y organismos de defensa de la competencia es evitar la concentración excesiva de
la oferta y las prácticas de colusión por parte de las firmas capaces de imponer sus
condiciones en los mercados. Aunque las leyes antimonopólicas en la Argentina datan
de comienzos del siglo XX, en 1923 se sancionó la primera, los mercados de oferta
están muy oligopolizados: entre una y tres empresas concentran la mayor parte de la
producción y venta de bienes de consumo masivo. Esta morfología juega a favor de la
inflación, porque las firman aprovechan los incrementos de la demanda para aumentar
sus precios y sus márgenes de ganancia, a expensas del bienestar del resto de la
sociedad.
La inflación durante la etapa agroexportadora
La Argentina acumuló a lo largo de su historia una larga experiencia
inflacionaria, y también algunos episodios de deflación. En la etapa del modelo
agroexportador, entre 1880 y 1930, los mercados externos determinaban en gran
proporción el nivel interno de precios, ya que la escasa producción industrial dificultaba
o directamente impedía sustituir las importaciones. Por lo tanto, los aumentos de los
precios internacionales rápidamente se transmitían al sistema de precios doméstico.
23
Entre los factores internos de la inflación se contaban las sequías que magreaban el
ganado y las cosechas y las devaluaciones del peso. Estas incrementaban los precios de
los bienes importados, desde el carbón usado como combustible hasta los bienes de
consumo, y también de los exportables, como la carne y el trigo, que integraban la dieta
habitual de los habitantes del país. Por ejemplo, en 1886, los precios de los bienes de
consumo comenzaron a aumentar, y mucho más en 1888-89, debido a la constante
depreciación del peso. Los bancos garantidos emitían moneda descontroladamente sobre
la base de oro tomado en préstamo; y la especulación sobre tierras, acciones de
compañías de ferrocarriles, obras públicas y otros activos llevaba sus precios a las
nubes. Esta fiebre culminaría con la crisis de 1890. En aquellos tiempos no se calculaba
el índice de precios al consumidor pero se estima que en 1889 éste habría aumentado
más del 30%, y más del 50% en 1891, cuando la devaluación alcanzó al 54%.7
La Primera Guerra Mundial aumentó un 94% el costo de vida en la Argentina
entre 1914 y 1920, por la escasez que acarreó la caída del comercio mundial y por el
contagio de la inflación internacional de aquellos años. Basta decir que entre 1913 y
1920 los precios mayoristas crecieron 550% en Italia; 441% en Francia; 206% en Gran
Bretaña y 171% en Estados Unidos. En 1918, cuando finalizó la guerra, la inflación
argentina fue del 26%, cifra inédita para la época, pero consonante con la del escenario
externo.
Luego, los precios comenzaron su carrera hacia atrás, y entre 1921 y 1929 se
redujeron en un 30%, aunque quedaron muy por encima de los vigentes antes de la
guerra. Pero una vez estallada la gran crisis internacional, la deflación se profundizó,
con su secuela de quiebras y desocupación. En sólo dos años, 1931 y 1932, el nivel de
precios descendió un 23%, y en 1934 otro -11%. Recién en 1935 las políticas
introducidas a través de los flamantes organismos reguladores de granos y carnes y del
Banco Central lograron frenar la deflación.
La inflación entre la segunda posguerra y 1974. Los planes de ajuste
Todos los países se replegaron sobre sí mismos, también la Argentina. Desde
este momento, si bien los factores externos continuaron influyendo sobre el
comportamiento de la economía doméstica, ya eran insuficientes para explicar la
inflación. Aunque se conservaban algunos rasgos de la época agroexportadora, las
condiciones estructurales habían cambiado y también la configuración social. A partir de
la década de 1940 se intensificó la industrialización y también se definieron cambios
explícitos en la distribución de los ingresos. Las políticas salariales activas y las
inversiones estatales aumentaron la demanda pública y privada. Pero la producción se
mostraba incapaz de acompañar este incremento, especialmente en aquellos rubros que
respondían a las mejoras en la distribución del ingreso. La economía se topaba con la
rigidez de la oferta. También comenzaron los conocidos ciclos stop and go, consistentes
en despegues parciales que al cabo de algunos años perdían dinamismo no sólo a causa
de la rigidez de la oferta, sino también por el estrangulamiento de divisas y la creciente
brecha fiscal.
Las devaluaciones asociadas a las crisis de balance de pagos alimentaron la
inflación y los desequilibrios externos dieron lugar a la aplicación reiterada de planes de
ajuste. Estos insistieron siempre en la misma receta ortodoxa y, por supuesto, lograron
siempre los mismos resultados. Básicamente, los planes comenzaban con un
reacomodamiento de precios relativos lanzado desde el Estado a través de
devaluaciones cambiarias, aumento de tarifas públicas e impuestos, que aceleraban la
7
John H. Williams, Argentina International Trade under Inconvertible Paper Money 1880-1900, Harvard
University Press, 1920, págs. 11, 146, 154.
23
inflación, y caída del salario real, que aumentaba menos que la inflación. Luego de dos
o tres meses de inflación provocada por estas medidas previas, el gobierno de turno
anunciaba el programa de ajuste y trataba de congelar las nuevas relaciones de precios e
ingresos, prometiendo que esta vez el sacrificio de la población llevaría al saneamiento
y despegue definitivo de la economía. Tras un primer año de recesión en el que la atonía
de la demanda y el tipo de cambio alto disminuían las importaciones y la inflación más
o menos se estabilizaba, comenzaba la reactivación. La capacidad de mantener la
expansión duraba tanto como la de conservar saldos comerciales positivos y de
conseguir préstamos en divisas –que aumentaban la deuda externa– cuya remuneración
exigía aún más divisas.
Pero el tipo de cambio se atrasaba, las importaciones se aceleraban y comenzaba
la salida de capitales para evitar que la devaluación subsiguiente recortara renta y
principal. Ya entonces se esbozaba la próxima crisis de pagos. Los industriales
practicaban aumentos preventivos de precios, también retención de mercaderías; el
Banco Central aumentaba las tasas de interés para tratar de retener a los capitales en
retirada, el clima se tornaba caótico e inflacionario, hasta que la inevitable devaluación
o seguidilla de devaluaciones indicaba el fin del ciclo. La inflación se aceleraba
nuevamente, esta vez ya no de forma digitada desde el gobierno, como en la etapa
previa al lanzamiento del plan, sino desordenada e impulsada por los mercados. Al cabo
de un tiempo, el gobierno de turno anunciaba nuevos ajustes para “remediar los
desbordes previos”. Estos ciclos se repitieron en 1952-55; 1958-62 y 1967-70. Excepto
el primero, todos los demás fueron simultáneos a acuerdos con el FMI y siguieron las
políticas acordadas con este organismo.
¿Fue la emisión monetaria la responsable de que la inflación se acelerara cada
vez más a lo largo de este período? La respuesta es negativa, porque la Argentina se
desmonetizó intensamente en este período, es decir que la cantidad de dinero fue cada
vez menor en relación con la producción, cualquiera sea el indicador aplicado.
Entre 1945 y 1971, la tasa de inflación de la Argentina promedió entre el 20% y
el 25% anual. Entre fines de 1971 y la primera mitad de 1973, el nivel general de
precios experimentó un fuerte aumento, llegando al 60% anual. En este caso, el proceso
inflacionario fue desencadenado por el precio de la carne y de otras materias primas que
habían comenzado a aumentar en los mercados mundiales y que culminaron con los
fuertes incrementos de 1973.
Los grandes debates del Bicentenario: la inflación
No se puede negar que la inflación es un fenómeno complejo y que existe en el
país una arraigada cultura inflacionaria. Pero sobre todo desde el punto de vista de la
política económica, la inflación se convirtió en la Argentina en el caballito de batalla de
muchos presidentes y ministros de Economía para justificar medidas de estabilización,
ajuste o austeridad (como se las llamó en distintos momentos). Con la solemnidad que
demandaba la cuestión, esos funcionarios armaban sus discursos sin eufemismos: “La
causa de nuestro estancamiento […] es la inflación que ha padecido la Argentina desde
hace un cuarto de siglo” (Moyano Llerena). O “la estabilidad monetaria será una
columna fundamental [de nuestra política][…] la erradicación de la inflación
permitirá liberar enormes energías del mundo económico” (Krieger Vasena). Álvaro
Alsogaray se hizo célebre con un discurso donde para atacar el mal mayor de la
inflación le proponía a los argentinos: “Estamos viviendo de los préstamos extranjeros.
Las medidas en curso, la contracción drástica de los gastos del gobierno y los grandes
recursos del país permiten, si logramos un compás de espera […] que podamos lanzar
una nueva fórmula: hay que pasar el invierno”.
23
El problema es ¿de qué inflación hablamos? ¿Nos estamos refiriendo a un
fenómeno moderno o a una vieja “amiga” que nos viene acompañando desde los albores
del proceso de la Independencia o de las guerras civiles? ¿O, para no hacer hincapié en
un período todavía anárquico, debemos mejor remontarnos a la época de la organización
institucional y la plena inserción de Argentina en el mundo: el período agroexportador?
Si partimos de allí, a fines del siglo XIX nos encontramos con repetidas crisis
financieras, procesos inflacionarios, emisiones monetarias excesivas y hasta
clandestinas, especulación y despilfarro.
Sobre lo que sucedió en esos años se abre el primer gran debate acerca de
nuestro problema inflacionario. John H. Williams, un economista norteamericano que
estudió entre 1916 y 1918 el caso argentino de las dos últimas décadas del siglo XIX, es
uno de los primeros que plantea académicamente la cuestión (aunque el argentino José
Antonio Terry se le había adelantado en un libro de 1893): el desorden monetario, las
crisis financieras y los procesos inflacionarios de entonces se debieron ante todo al
endeudamiento externo. La cuestión es retomada por un jovencito, Raúl Prebisch, que
enseguida adhiere a esa tesis contra las ideas monetaristas ortodoxas del reputado
catedrático Norberto Piñeiro. Scalabrini Ortiz resaltará más tarde los estragos que en ese
mismo sentido causa un episodio anterior: el primer crédito importante concedido al
país (más exactamente a la Pcia. de Buenos Aires), el empréstito Baring de 1824.
En los años sesenta aparece un nuevo concepto de inflación, planteado por el
profesor Julio Olivera y seguido, entre otros economistas destacados, por Aldo Ferrer.
Este tipo de inflación, propio de países como el nuestro –decía Olivera–, no es
monetaria sino estructural, y obedece sobre todo a rigideces y asimetrías de la
economía, como el estrangulamiento en la balanza de pagos. Es el ejemplo de la
inflación de origen cambiario, que aparece después de una devaluación y provoca un
aumento de los ingresos de los exportadores, en nuestro caso principalmente del sector
agropecuario, que trasladan los mayores precios que reciben en moneda argentina al
mercado interno.
La inflación estructural es una característica particular de los países
subdesarrollados con problemas en el sector externo. Y si el diagnóstico ortodoxo estaba
equivocado, las políticas propuestas también lo estaban. Había que atacar primero esas
rigideces estructurales.
En los años setenta surge un nuevo debate, esta vez relacionado con los vínculos
entre el crecimiento económico y la inflación: mientras una de las posturas consideraba
que el desarrollo produce inflación, otra, totalmente opuesta, aducía que el crecimiento
ataca los fundamentos de la inflación. La razonabilidad de ambas posturas debía
evaluarse atendiendo al proceso en el tiempo. Era probable que, en la etapa inicial, el
desarrollo estuviera ligado a la inflación; después, en condiciones adecuadas, una mayor
disponibilidad de bienes debía hacer converger los precios hacia abajo.
La etapa de alta inflación y las dos hiperinflaciones
Desde 1975 comenzó en la Argentina la etapa de alta inflación, a partir del
“Rodrigazo”, plan de ajuste externo y fiscal similar a los recién mentados, que a pesar
de las alzas brutales de precios (en un solo mes, junio, la nafta subió 181% y la carne
36%) no logró la redistribución regresiva del ingreso que procuraba debido a la
resistencia de los sindicatos. La dictadura militar redujo el salario real a la mitad, pero la
inflación de tres dígitos persistió, alimentada, además de otros factores, por la
especulación financiera. Los mercados de oferta se volvieron más rígidos y
concentrados, el cierre de industrias primarizó el aparato productivo.
23
El crecimiento exponencial de la deuda en divisas añadió una presión
extraordinaria sobre la restricción externa al crecimiento. Por eso no es extraño que la
recesión se extendiera a toda la década de 1980, y que la inflación se agudizara hasta
transformarse en hiperinflación (se considera como tal aumentos del nivel general de
precios superiores al 50% mensual).
Es necesario distinguir entre las dos hiperinflaciones, porque sus orígenes y
derivaciones son bien diferentes. La primera ocurrió en 1989. En este año, los precios al
consumidor aumentaron 3.079% (comparando el índice de precios al consumidor de
1989 con el del año anterior); especialmente en el segundo trimestre los incrementos se
exacerbaron (mayo: 78,5%, junio: 115%, julio: 197%). Esta inflación siguió a la ruptura
abrupta del último plan de ajuste del gobierno de Alfonsín, el Primavera. Algunos
autores atribuyen esta hiperinflación al resultado de un golpe de mercado preparado con
la ayuda de la oposición, incluyendo una rebelión fiscal, con el fin de modificar el cauce
político, como efectivamente ocurrió. Lo cierto es que pocos meses antes de la hiper, en
diciembre de 1988, un grupo de militares se alzó contra el gobierno constitucional y en
enero de 1989, civiles armados atacaron el cuartel de La Tablada, alegando que un
nueva putsch militar estaba en ciernes. Todos estos hechos, más la profunda y larga
recesión, contribuían al malestar de la población y a enrarecer el clima político que
precedió a esta hiperinflación. También es cierto que las reservas internacionales del
Banco Central estaban exangües y que el gobierno carecía de los recursos para enfrentar
los abultados vencimientos de la deuda pública que se avistaban en el horizonte cercano.
La segunda hiperinflación tuvo lugar entre enero y marzo de 1990, año en que la
inflación alcanzó al 2.314%. Esta comenzó con una corrida cambiaria en diciembre de
1989, luego de que un diario financiero revelara que el gobierno lanzaría un plan de
dolarización. En enero, los depósitos bancarios fueron congelados y transformados en
bonos externos (plan Bonex). La hiperinflación licuó la deuda cuasi-fiscal en pesos,
“limpió el terreno” sobre el que un año más tarde el gobierno lanzó el plan de
convertibilidad. La hiperinflación es comparable a la guerra, porque predispone a la
población a aceptar medidas que antes hubiera rechazado, con tal de poner fin a la
traumática experiencia. Este efecto operó sobre la sociedad argentina, que en 1991
reinició un ciclo similar a los de la etapa agroexportadora, en el que los auges y las
depresiones volvieron a enlazarse con los movimientos internacionales de capitales.
EL HUMOR DE UN PERIODISTA ECONÓMICO
Un recordado periodista económico, Enrique Silberstein, que no carecía del
sentido del humor que hoy les falta a muchos de sus colegas en los medios cuyos
anuncios dramáticos anticipan las desgracias que se nos vienen encima, decía en los
años setenta: “Nos pasamos la vida hablando contra la inflación, todo gobierno (y todo
ministro de Economía) lo primero que promete es combatir la inflación (...) Y, si uno se
fija bien, el ataque a la inflación va dirigido al incremento de los costos, o sea al
aumento de sueldos y salarios. Jamás se ha combatido la inflación diciendo que se
debe al crecimiento de las ganancias (...) nadie se ha preguntado si las ganancias
tenían sentido y si eran económicas”.
La convertibilidad y su crisis. El cambio de modelo
El tipo de cambio fijo contuvo la inflación, pero causó otros desequilibrios,
como la sobrevaluación del peso, la desindustrialización, un elevado desempleo y la
duplicación de la deuda pública en divisas. A partir de 1999 comenzó la deflación, que
se prolongó hasta 2001 inclusive, mientras el producto bruto se contraía sin pausa.
24
La devaluación del primer semestre de 2002, que triplicó el tipo de cambio, se
trasladó gradualmente a los precios al consumidor –cuyo índice aumentó un 25,6%. El
desempleo afectaba casi a la cuarta parte de la fuerza de trabajo, y por ese motivo la
demanda se desvanecía. Sin embargo, en 2003 y 2004 los índices de precios
disminuyeron abruptamente (13,4% y 4,4%, respectivamente) como resultado de la
recuperación económica basada en una producción que aprovechaba la capacidad
instalada excedente, el bajo nivel salarial y la existencia de una fuerte masa de
desocupados, aunque el gobierno diera por decreto algunos aumentos de salarios para
los sectores más castigados.
En 2005 el índice de precios minoristas aumentó un 9,6%, por la combinación de
la suba de los precios internacionales de las materias primas, el traslado a los precios de
los aumentos salariales y la recomposición de los márgenes de ganancia de las
empresas, especialmente en los sectores más concentrados, toda vez que el producto
bruto continuaba creciendo a tasas del 8 al 9% anual. El crecimiento continuó al mismo
ritmo durante 2006 a 2008, aunque los índices de inflación comenzaron a ser
cuestionados. Surgieron estimaciones extraoficiales tanto o más vidriosas que las
gubernamentales, porque no revelan su metodología, que en algunos casos parece
limitada a calcular el costo de la canasta básica, que contiene aproximadamente la
tercera parte de los bienes y servicios a partir de los cuales se elabora el índice del costo
de vida, y no alcanza para medir la evolución del nivel general de precios.
En 2009 la crisis internacional enfrió la actividad económica, y también los
precios. En 2010, el índice oficial de precios cerró con una suba anual 10,9%; los
privados mostraron una gran dispersión. Pero en relación con el pasado la inflación se
mantiene en niveles muy moderados. Especialmente, habida cuenta de que la rigidez de
oferta persiste, luego de tres décadas de desindustrialización, y que los mercados se
volvieron todavía más concentrados, en Argentina y en el mundo. También persiste la
restricción externa, como lo muestra el rápido crecimiento de las importaciones desde
2003, traccionadas por la expansión del producto bruto, a pesar de la instauración de
mecanismos como las licencias no automáticas y otros para tratar de cuidar ese recurso
escaso que son las divisas.
No puede soslayarse que la deuda externa todavía es elevada y sus servicios son
demandantes de moneda internacional, como también lo es la remuneración del capital
externo radicado en el país. Pero no se advierte desmesura monetaria o fiscal que
encienda luces amarillas ni tampoco atraso cambiario que incuba las peores pesadillas
de desempleo, recesión y deuda, como en 2001.
Para vencer estructuralmente la inflación es necesario desarrollar sectores
productivos con elevado valor agregado, incentivar la innovación tecnológica, la
inversión pública y privada, y robustecer el mercado doméstico a través de la plena
ocupación en empleos formales y de la creación de puestos de trabajo de alta
productividad. Y terminar de desmontar los mecanismos que favorecen la especulación
financiera frente a la producción. Falta todavía completar muchas de estas tareas, pero
el camino está trazado. Es de esperar que nunca más retornen los ajustes inmoladores
del presente en pos de un futuro que jamás llega a la otra orilla.
KEYNES Y LA INFLACIÓN
Keynes sostenía que la moneda “no tenía más importancia que por lo que ella
permitía adquirir. Así, una modificación de la unidad monetaria que se aplica
uniformemente y afecta a todas las transacciones de una misma manera no tiene
24
consecuencias”. Sin embargo, “una modificación del valor de la moneda, es decir, un
cambio del nivel de precios, importa a la sociedad en el momento en que su incidencia
se manifiesta de manera desigual” (pág. 59). O sea, alterando los precios relativos. En
este sentido, la inflación afecta el reparto de las riquezas, mientras que la deflación la
producción de bienes. Pasamos por alto que la realidad es más compleja y supone, en
cada caso, situaciones distintas y ganadores y perdedores diferentes. Pero Keynes
concluye que “la inflación es injusta y la deflación inoportuna. Quizás la deflación es la
peor de las dos si se hace abstracción de inflaciones extraordinarias como la de
Alemania” (en 1923). En efecto, en un mundo empobrecido “es peor provocar
desocupación que frustrar al rentista en sus esperanzas” aunque “los dos son males a
evitar” (pág. 75).
Sin embargo, en un escrito posterior, conociendo ya los efectos de la crisis del
’30, señala: “La deflación significa una transferencia de las clases activas a las clases
pasivas de la sociedad. [...] es verdad que la inflación y la deflación son las dos injustas
–vuelve a advertir– [...] pero mientras que la inflación, aligerando la carga de la deuda
pública y estimulando a las empresas, ofrece una ventaja que puede ser puesta de un
lado de la balanza, la deflación no aporta ninguna compensación” (pág. 168).
Con un tipo de cambio fijo y sobrevaluado tuvimos en la Argentina deflación y
desocupación mientras que, con la recuperación posterior, asistimos a un proceso de
crecimiento sostenido y a una inflación todavía moderada para las pautas argentinas
(recordemos a los desmemoriados que los picos máximos de crecimiento del PBI en los
últimos cincuenta años fueron en 1964 y 1965 del 10,3 y el 9,1%, respectivamente,
acompañados por índices de inflación del 22,2 y el 28,6% en cada uno de esos años).
Keynes no dudaría en su elección, como no dudó tampoco en criticar la vuelta al patróncambio oro que impuso Mr. Churchill en 1925 y que condujo al desastre a la economía
inglesa.
Finalmente, en su último ensayo de este libro How to Pay for the War (“Cómo
pagar la guerra”, de 1940), nuestro autor abogaba por dos temas aborrecidos en la
Argentina: el control de precios y un sistema de ahorros voluntarios y de impuestos
especiales a las ganancias extraordinarias, más aún si se llegaba a producir una espiral
inflacionaria. En cualquier caso, Keynes no resulta bien visto desde hace tiempo por
algunos sectores de poder en la Argentina. Sus ideas eran extremadamente poco
ortodoxas para lo que, en el imaginario de esta gente, debería corresponder al
pensamiento de un lord inglés. (Las citas provienen de libro Essays in Persuasion (The
Royal Economic Society, Londres, 1972), una colección de textos cortos que escribió
mayormente en los años veinte y principios de los treinta).
24
Cuadro 1
Argentina
Ejemplos de concentración en los mercados de bienes y servicios
Producto
Aceite
Maíz, mezcla
Cerveza
Comercio minorista
Cerveza común
Supermercados
(GBA)
Conservas
Pescado (caballa)
Conservas
Arvejas
Conservas
Duraznos en almíbar
Conservas
Tomates al natural
Galletitas
Dulces
Galletitas
Saladas
Gaseosas
Base cola
Lácteos
Leche fresca entera
Lácteos
Leche en polvo
Lácteos
Leche chocolatada
Lácteos
Yogures
Pan industrial
Pan lactal
Pan industrial
Bollería
Pastas
Pasta seca
Combus. Liq.
Expendio
Telecomunicaciones
Telef. Celular
Televisión
TV cable
Agroquímicos
Curasem. maíz y gir.
Agroquímicos
Defoliantes
Agroquímicos
Nematicidas
Agroquímicos
Acaricidas
Agroquímicos
Herbicidas, gramic.
Índice HHI* Concentración de ventas
2 empresas concentran el
2.245 a 2.332 63%
2 empresas concentran el
4.563 a 4.909 81%
3 empresas concentran el
2.598 81%
2 empresas concentran el
1.685 a 1.779 56%
2 empresas concentran el
1.156 a 1.360 39%
3 empresas concentran el
894 a 1.031 43%
2 empresas concentran el
1.019 a 1.585 39%
2 empresas concentran el
2.852 73%
2 empresas concentran el
2.963 77%
2 empresas concentran el
4.176 a 4.432 84%
2 empresas concentran el
2.565 a 3.627 65%
1 empresa concentra el
2.333 a 3.099 46%
2 empresas concentran el
3.827 77%
3 empresas concentran el
4.172 74%
2 empresas concentran el
3.939 a 4.065 89%
1 empresa concentra el
2.588 a 3.999 62%
3 empresas concentran el
1.033 a 1.762 51%
4 empresas concentran el
1.981 73%
4 empresas concentran el
3.290 100%
2 empresas concentran el
2.237 65%
1 empresa concentra el
4.073 88%
1 empresa concentran el
6.414 79%
1 empresas concentra el
3.130 63%
2 empresas concentran el
4.116 85%
3 empresas concentran el
2.468 77%
24
Agroquímicos
Insecticidas piretr.
Agroquímicos
Fungicidas
Cemento
Cemento
Fertilizantes
Urea granulada
Gas
GLP a granel
Gases medicinales
Oxígeno líquido
Gases medicinales
Oxígeno gaseoso
Petróleo
Refinación
Petroquímica
Etileno
Petroquímica
Tolueno
Siderurgia
Chapa laminada cte.
Siderurgia
Chapa laminada frío
Siderurgia
No planos
1 empresa concentran el
2.110 40%
3 empresas concentra el
1.524 74%
3 empresas concentran el
3.647 96%
2 empresas concentran el
5.996 79%
4 empresas concentran el
1.386 73%
3 empresas concentran el
2.751 89%
3 empresas concentran el
3.104 92%
3 empresas concentran el
3.551 90%
1 empresas concentra el
8.674 93%
2 empresas concentran el
5.072 100%
1 empresas concentran el
7.234 84%
1 empresas concentra el
9.802 99%
4 empresas concentran el
2.946 72%
* Indice HHI: índice de concentración de ventas, su máximo posible es 10.000. De
2.000 en adelante se trata de mercados altamente concentrados.
Fuente: José Sbattella, La concentración económica en Argentina. Rol de las
instituciones del Estado, Presentado en el I Seminario IDEHESI “Proyectos de Nación
en Argentina, Identidad, Relaciones Internacionales y modelos económicos”, Rosario,
septiembre de 2008.
Gráfico 1
Argentina. Inflación 1945-1974
Promedio Anual
24
19
73
19
71
19
69
19
67
19
65
19
63
19
61
19
59
19
57
19
55
19
53
19
51
19
49
19
47
19
45
120
100
80
60
40
20
0
Gráfico 2
Argentina. Inflación 1991-2009
Promedio Anual
200
150
100
50
19
91
19
92
19
93
19
94
19
95
19
96
19
97
19
98
19
99
20
00
20
01
20
02
20
03
20
04
20
05
20
06
20
07
20
08
20
09
0
-50
Fuentes: INDEC.
24
26. El sistema monetario y bancario
El siglo XIX
Emitir moneda es una atribución del soberano. En épocas pasadas, las piezas
metálicas exhibían el escudo real o el rostro del monarca, en prueba de su poder emisor
y como garantía de autenticidad. Siguiendo la misma lógica, el papel moneda suele
incluir imágenes de próceres, paisajes y otros símbolos del país emisor. Además, claro
está, de la firma de las autoridades nacionales. En el caso de la Argentina, suscriben los
billetes el presidente del Banco Central y el presidente de la Cámara de Senadores o de
Diputados, según disponga el directorio del Banco para las distintas denominaciones.
La historia del dinero de un país refleja, entonces, la evolución de sus
instituciones políticas y económicas. El caos monetario reinante en las etapas previas a
la unificación nacional fue la contrapartida de las dificultades para arribar a una
distribución del poder político y económico más o menos consensuada o, por lo menos,
para definir hegemonías capaces de establecer y sostener un orden de hecho y de
derecho. Por ejemplo: hacia 1860, Buenos Aires era la única provincia argentina que
tenía un banco oficial y moneda propia, a pesar de los intentos de otras provincias de
crear entidades crediticias y emitir moneda. La escasez de circulante y de crédito había
creado una especie de carnaval monetario en el que pululaba todo tipo de medios de
pago: piezas extranjeras, billetes provinciales con y sin convertibilidad en metálico,
incluso documentos emitidos por comerciantes, diversidad que dificultaba la integración
del territorio nacional.
Ya mucho antes de la inserción de la Argentina en el mercado mundial y de
consolidar el Estado Nacional, el sistema monetario estaba estrechamente vinculado el
comercio exterior, la fuente principal del metálico amonedado. Hasta la década de 1860,
sólo excepcionalmente los ingresos de capitales tuvieron cierta importancia, como
cuando en 1824 el empréstito Baring inyectó temporalmente divisas en la plaza
financiera local, aunque éstas no se usaron para los fines solicitados.
Por entonces, los medios de cambio estaban conformados por oro, plata y
monedas extranjeras de curso legal que se recibían por las exportaciones, y billetes en
su mayoría no convertibles, emitidos por la Oficina de Cambio, el Banco Nacional, el
Banco Provincia y los bancos privados.
Después de la Independencia, al no existir entidades bancarias que pudiesen
emitir papel moneda, los problemas de iliquidez fueron recurrentes cuando el metálico
escaseaba. Esa escasez se intentó suplir utilizando otros medios de pago, como los
títulos de empréstitos y los certificados de la Caja Nacional de Fondos (CNF), creada en
1818 y cerrada en 1920.
Desde esa época, en ese largo período marcado por las guerras civiles, hubo
numerosos intentos de crear bancos privados y públicos que pudieran emitir billetes. En
1822 abrió sus puertas el Banco de Descuentos (o de Buenos Aires), una entidad privada
que cumplía funciones públicas, cuyos billetes permitieron impulsar la economía y
reducir las tasas de interés. Su corta vida fue un ejemplo de los avatares monetarios de
la época. Nacido en momentos de fuerte iliquidez, sus primeras emisiones, sin respaldo
alguno, lubricaron los circuitos económicos internos, sedientos de medios de pago. El
ingreso del empréstito Baring permitió estirar brevemente la etapa de auge, pero ya
hacia fines de 1824 el déficit comercial y los servicios de la deuda contrajeron la
disponibilidad de metálico.
En 1826, ante el drenaje continuo de depósitos y reservas, una nueva entidad, el
Banco Nacional, absorbió al Banco de Descuentos, pero enfrentó también dificultades
24
inmediatas. Constituido con poco capital, el banco incrementó rápidamente la emisión
ante las necesidades fiscales del gobierno, desvalorizando de manera continua la
cotización del billete. En 1836 corrió la misma suerte que su antecesor y fue disuelto.8
En 1867 se creó la oficina de cambios del Banco de la Provincia y se instauró un
régimen de convertibilidad del papel moneda por metal, al compás de los crecientes
flujos de inversiones extranjeras. Hasta ese momento, los intentos de fijar un valor a la
moneda habían fracasado como consecuencia de la escasez de ahorro interno. Durante
ese período también se refundó el Banco Nacional, de carácter mixto, se creó el Banco
Hipotecario de la Provincia y se instalaron varios bancos privados, la mayoría de
capitales extranjeros.
A la unidad política de la Argentina, lograda en 1880, siguió poco después la
unidad monetaria. Así, a fines de 1881, bajo la presidencia de Julio A. Roca, la Ley
1.130 dispuso adoptar una moneda única de curso legal en todo el territorio nacional,
que consistía en el peso oro sellado de 1,6129 gramos, el peso plata de 25 gramos y
monedas de cobre en bajas denominaciones, aunque de hecho continuaron circulando
las antiguas emisiones. Recién en 1883 concluyó el retiro de las viejas y variopintas
monedas provinciales y su reemplazo por billetes convertibles a oro, pero debido a su
escasez continuaron circulando monedas locales. Pero esta convertibilidad duró poco. El
exceso de importaciones, el incremento de la deuda externa pública y la salida de
capitales obligaron a ponerle fin, en medio de la crisis de 1885 y una fuerte
desvalorización del billete local.
Entre 1887 y 1890 la emisión monetaria pasó a estar en manos de los bancos
garantidos. La ley establecía que cualquier banco podría emitir billetes de curso legal
con la condición de realizar un depósito en oro en el Tesoro Nacional a cambio del cual
recibiría bonos públicos que constituirían el respaldo de su emisión. La Oficina
Inspectora, que dependía del Ministerio de Hacienda, una especie de banco central
rudimentario, era el organismo de control. Las autoridades procuraban así conseguir
suficiente metal para atender los pagos de la creciente deuda externa y, a la vez,
asegurar la provisión de liquidez doméstica. Se incorporaron a este régimen las
entidades ya autorizadas a emitir (el Banco Nacional, el Banco de la Provincia de
Buenos Aires, el Banco Provincial de Santa Fe, el Banco Provincial de Córdoba y un
banco privado, más los bancos mixtos de Salta, Tucumán y Entre Ríos), y otras nueve,
incluyendo las de La Rioja, Catamarca, Mendoza, San Juan, San Luis, Santiago del
Estero, Corrientes, así como instituciones privadas: los bancos Buenos Aires y Alemán
Transatlántico. Más tarde se sumaron el Banco Inglés de Río de Janeiro, el de Italia y
Río de la Plata, el Italiano, el Carabassa y, por último, los Bancos de Londres y el
Francés.
Pero este sistema bancario muy pronto mostró sus debilidades y dio lugar a una
gran fiebre especulativa porque los bancos no disponían de oro y comenzaron a vender
bonos propios en el exterior para obtenerlo y poder emitir. Es decir que mientras el
gobierno recibía oro del sistema bancario para pagar la deuda externa, los bancos se
endeudaban en el exterior: los viejos empréstitos se pagaban con otros nuevos. El peso
se devaluaba, la inflación arreciaba, la especulación inflaba el valor de las tierras y de
las hipotecas, la deuda externa crecía. Esta situación explosiva estalló en 1890, cuando
el Estado no pudo atender los servicios de la deuda externa y el ingreso de capitales se
interrumpió. Muchos bancos quebraron, mientras el gobierno nacional realizaba un
profundo ajuste en sus cuentas fiscales y creaba el Banco de la Nación Argentina, que se
iba a transformar en la principal institución financiera del país.
8
Mirón Burgin, Aspectos económicos del federalismo argentino, Cap. 4, Buenos Aires, Solar-Hachette,
1969.
24
El gobierno de Carlos Pellegrini, que reemplazó a Juárez Celman, implementó
nuevamente la convertibilidad del peso. La Caja de Conversión pasó a ser el único
emisor de moneda y el ingreso de oro –por superávits comerciales, préstamos e
inversiones– se convirtió en la única fuente de emisión monetaria, aunque esto no
siempre se cumplió estrictamente. El problema era que cuando los capitales volvían a
sus países de origen, el circulante se reducía, lo que aumentaba las quiebras, la recesión
y el desempleo.
El régimen de la convertibilidad anclaba el valor estable del peso respecto del
cambio extranjero, condición necesaria para asegurar los flujos de capital y
especialmente las salidas de beneficios, amortizaciones e intereses de la deuda. Al
mismo tiempo, protegía el ingreso de los sectores agroexportadores en momentos de
auge evitando la caída del tipo de cambio. Pero acentuaba la vulnerabilidad de la
economía frente a los vaivenes de los mercados externos. Por otra parte, la entrada de
capitales aumentaba la cantidad de moneda y favorecía la inflación, mientras que su
salida inducía deflación y caída del nivel de actividad. Las repercusiones de las crisis
mundiales de fines del siglo XIX y de 1907, en vigencia de la convertibilidad,
revistieron secuelas dramáticas en la Argentina, especialmente para los sectores
populares.
El siglo XX
El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914 forzó a la Argentina, y a casi
todo el mundo, a retornar a la moneda inconvertible. La Caja de Conversión se mantuvo
como institución cuasi rectora de lo monetario y como figura de sustento del papel
emitido. Su funcionamiento se suspendió transitoriamente y se autorizó al Banco de la
Nación a efectuar redescuentos con billetes tomados de aquélla.
En 1917, Hipólito Yrigoyen envió al Congreso el primer proyecto orgánico para
crear un banco central. Las funciones del “Banco de la República”, de capital estatal,
serían emitir moneda, bonos y títulos; fomentar el crédito comercial, industrial y
agrario; controlar los cambios internacionales, regular las tasas de interés y el clearing
bancario, realizar descuentos y redescuentos de letras y pagarés, que era la forma usual
del crédito en aquella época. Así, este banco regularía la cantidad de dinero y crédito,
proveyendo liquidez en épocas de recesión para suavizar las fases depresivas del ciclo
económico. El Senado de la Nación, de mayoría opositora, giró este avanzado
instrumento de política monetaria a la Comisión de Hacienda, que nunca lo trató.
Presentado nuevamente en 1919, con modificaciones que subsanaban objeciones
previas, corrió igual suerte.
En 1927 los saldos favorables del comercio exterior acumularon suficiente oro
para reabrir la Caja de Conversión, pero el progresivo deterioro del balance de pagos y
la huída de capitales, acentuada por el desencadenamiento de la Gran Crisis, llevó a
suspender nuevamente la conversión el 16 de diciembre de 1929.
Comenzó entonces una etapa diferente: el golpe militar de 1930 y el fraude
electoral mantuvieron a la Argentina durante toda la década bajo el predominio
conservador. Hasta ese momento, este sector defendía el liberalismo económico, las
relaciones especiales con potencias extranjeras y la convertibilidad del peso, que ligaba
la suerte de la Argentina a la de sus socios externos. Pero la desarticulación del
comercio y de las inversiones internacionales convencieron a la clase dirigente de la
necesidad de separar los movimientos de divisas de los de la moneda nacional, y de
centralizar los instrumentos monetarios, crediticios y cambiarios en una única entidad:
el Banco Central. El proyecto de creación del Banco Central fue presentado en inglés
por la misión que encabezaba Otto Niemeyer, funcionario del Banco de Inglaterra. Pero
24
también lo sazonaron el pensamiento de Prebisch, que ya abrevaba en el ideario de la
heterodoxia keynesiana, y la discusión en el Congreso, cuya representatividad limitada
no permitió, por ejemplo, los aportes del yrigoyenismo, proscripto por aquellos años.
En 1935, el Banco Central argentino nació con las funciones de mantener el
valor de la moneda, regular los medios de pago, aplicar la ley de bancos y operar como
agente financiero del Estado. De capital mixto, participaban en él bancos estatales y
privados, nacionales y extranjeros. Su capacidad de regular la cantidad de dinero dotaba
por fin a la Argentina de una herramienta contracíclica, pero su aplicación dependía de
las decisiones e intereses de sus accionistas, que no necesariamente reflejaban los del
conjunto de la población. Según sus críticos, la injerencia británica en el Banco Central
se asimilaba a un caballo de Troya en la política monetaria nacional. De hecho, los
bancos extranjeros tenían en el directorio un porcentaje de votos mayor que la
proporción del capital suscripto en el banco por los demás grupos.
En la década de 1940, la política monetaria quedó subordinada a los objetivos de
la economía interna. En marzo de 1946, un decreto del general Farrell, ratificado por el
Senado unos meses después, estatizó el Banco Central, cesando la participación de
capitales privados y extranjeros. Esta reforma también dispuso centralizar los depósitos,
que ahora los bancos captarían por cuenta y orden del Banco Central, quien asignaba el
crédito a los diversos sectores de actividad, de acuerdo con las prioridades estipuladas
en los planes quinquenales. Además de instrumento anticíclico, la institución monetaria
pasó a cumplir un rol de fomento y orientación del desarrollo económico. Quedaron
bajo su égida todos los bancos oficiales nacionales, el organismo de comercio exterior
IAPI, las juntas reguladores de la producción de granos, carnes, vinos, etc., como así
también el control de cambios. Las políticas monetaria, fiscal y sectorial comenzaron a
coordinarse, con el propósito de estimular el crecimiento económico y el pleno empleo.
La reforma constitucional de 1949, que puso al Banco Central bajo el control del
Ministerio de Finanzas, selló dicha coordinación.
El 2 de agosto de 1956, un decreto del gobierno del general Aramburu dispuso la
autarquía del Banco Central y comenzó el proceso de reforma financiera, culminado en
diciembre de 1957. Esta eliminó el sistema de nacionalización de depósitos y la
asignación estatal del crédito, apuntó a liberalizar el sistema financiero, a restringir la
participación de los bancos públicos y a limitar la expansión monetaria basada en el
crédito doméstico. Asimismo, permitió un incremento significativo en el número de
firmas y sucursales bancarias. Esta reforma, según sus objetores, desarrolló una
estructura bancaria inestable, con numerosas liquidaciones, adquisiciones, fusiones y
alteraciones en la participación de los diferentes bancos individuales. Los monetaristas
atribuyen este comportamiento al impacto de las tasas de interés negativas –la
“represión financiera”– sobre la rentabilidad de la operatoria bancaria tradicional.
Pero es necesario tener en cuenta que en un mercado mediano como el argentino,
la cantidad óptima de intermediarios financieros de tamaño suficiente para cubrir costos
operativos y operar con una tasa de interés más o menos neutra y un margen razonable,
es necesariamente limitada. Un número excesivo de entidades, como tendió a
desarrollarse, aumenta los costos medios de los bancos individuales y de todo el
sistema, las tasas de interés y el spread, y sobrecarga los costos del sector productivo.
La apertura hacia el comercio internacional y la búsqueda de mayor
participación en los mercados de capitales llevaron, conforme a lo establecido en el
Decreto 15.970 del 30 de agosto de 1956, a que la Argentina firmara los acuerdos de
Bretton Woods, incorporándose así a los organismos financieros internacionales como el
Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM). Se estableció allí que
24
la cuota que debía aportar sería de 150 millones de dólares (similar a la del Brasil), de
los cuales un 25 % sería en oro y el resto en pesos moneda nacional.
Complementariamente, el 2 de julio de 1956 la Argentina acordó con once países
europeos reemplazar los convenios bilaterales por un sistema multilateral de pagos, que
constituyeron el llamado “Club de París”. Con esto, nuestro país podía pagar sus déficits
comerciales con alguna de esas naciones en moneda de otra de ellas con la cual tuviese
superávit. Además, se consolidaban y refinanciaban las deudas que la Argentina
mantenía con ellas (incluyendo al Japón, aunque no participara del Club), que en ese
momento alcanzaban los 450 millones de dólares. La Argentina se comprometía a
efectuar el pago de esas deudas en el transcurso de una década, en cuotas anuales, que
se fijaban en 50 millones de dólares para los dos primeros años, 55 millones para los
dos siguientes, 60 millones los cuatro posteriores y el saldo se cancelaría repartido entre
los dos años restantes. Las deudas, incluyendo los intereses, se discriminaban del
siguiente modo: Alemania, 158,5 millones; Italia, 133,5; Gran Bretaña, 75,2; Japón,
76,2; Francia, 34 y Holanda, 23 millones.
Se realizó además un convenio con el Fondo Monetario internacional firmado en
abril de 1957 por el ministro de Hacienda, Adalbert Krieger Vasena. En ese entonces,
las condicionalidades para acceder a los créditos de los denominados planes de
estabilización del FMI eran varias: una drástica reducción del déficit fiscal, la
devaluación monetaria y la flotación cambiaria, la liberación de todo tipo de control de
precios, las restricciones para otorgar aumentos salariales, el fomento a la inversión
extranjera y al endeudamiento externo y la disminución de la protección arancelaria y
fiscal. Pero el primer acuerdo stand-by con esas condicionalidades se concretó recién en
diciembre de 1958, bajo el gobierno de Frondizi. Este último año se aprobó el nuevo
régimen orgánico-funcional del Banco Central. A pesar de la impronta desarrollista del
gobierno de Frondizi, una crisis de insuficiencia de divisas y la inflación limitaron su
accionar. Se adoptó entonces un plan de estabilización, junto con el acuerdo con el FMI,
y Álvaro Alsogaray ocupó la cartera de Economía en junio de 1959. El Banco Central
viró así a una orientación ortodoxa, que se acentuó con la crisis de 1962-63 y el
gobierno de Guido, producto de un golpe de Estado que derribó a Frondizi. Entonces
pasaron al comando de la economía los principales referentes del liberalismo, incluido
Federico Pinedo. Pero las drásticas medidas de ajuste y las fuertes devaluaciones del
peso fracasaron, y el gobierno pseudo militar se vio obligado a llamar a elecciones con
la proscripción del peronismo, que ganó el radical Arturo Illia. En el marco de una
política más nacionalista se reformó nuevamente la Carta Orgánica del Banco Central,
permitiendo incrementar los créditos al sector privado y para la reactivación industrial,
la capitalización del agro y la construcción de viviendas.
En 1969, el gobierno militar sancionó una nueva ley de entidades financieras, diseñada
en vigencia de dos acuerdos con el FMI. Siguiendo una tendencia mundial, se permitía
la existencia, junto a los tradicionales bancos comerciales e hipotecarios, de entidades
más especializadas, como las financieras, cuyo número se elevó rápidamente. Pero,
también, el gobierno procuraba detener el crecimiento del sistema de cooperativas de
crédito, que financiaba sobre todo a las pequeñas y medianas empresas y competía con
los bancos. De las mil existentes en 1966, cerca de 200 que pudieron sobrevivir se
transformaron, fusionándose en 77 bancos cooperativos después de la implementación
de la Ley de Entidades Financieras de Martínez de Hoz, en 1977. En 2010 sólo
quedaban dos bancos cooperativos.
El dimensionamiento óptimo del sector financiero nunca se analizó seriamente
para la Argentina. Los ideólogos del liberalismo claman por la cantidad de entidades
que defina el mercado y tasas de interés libres, sin reparar en los costos del ajuste luego
25
del período de hipertrofia –como los experimentos de 1977-82 y 1995-2001, que
terminaron con cierres masivos de bancos y recesión– ni en las distorsiones de
asignación y el freno al crecimiento económico derivados de tasas de interés sumamente
positivas. En el otro extremo, la imposición de encajes del 100% sobre los depósitos y
la asignación del crédito por el Banco Central, mecanismo de las épocas más
intervencionistas, tampoco parecen adecuados como modo de funcionamiento de largo
plazo en el sistema económico argentino. Las reformas financieras de 1957, 1969 y
1977 tendieron a aumentar el número de entidades y, simultáneamente, a liberar las
tasas de interés, condiciones explosivas en el mediano plazo.
En 1973 se reimplantó el régimen de “nacionalización” (de los depósitos) por
Ley 20.520 y se estableció nuevamente la garantía de la Nación sobre las colocaciones
en pesos, sin limitación alguna en función del monto o de su titularidad, así como su
recepción y registro por cuenta y orden del Banco Central. No obstante, la
aparentemente exitosa senda del plan económico chocó con cambios desfavorables en el
contexto internacional que complicaron el escenario interno. La crisis internacional que
estalló en 1973 con el incremento sustantivo en el precio del petróleo se hizo sentir en la
economía nacional a partir de 1974, año en el que también el cierre del mercado
europeo de carnes contribuyó a empeorar el panorama. Mientras tanto, en el orden
interno, el recrudecimiento de la puja distributiva se dio en paralelo con una
radicalización de los antagonismos sociales.
Mirando a largo plazo, el elemento más destacable de las políticas monetarias y
financieras de la etapa sustitutiva de importaciones fue la existencia en buena parte del
período de tasas de interés reales negativas –es decir, tasas nominales inferiores a la
inflación– para los créditos industriales. Este mecanismo de subsidios encubiertos
buscaba fortalecer el aparato productivo y la inversión de capital.
Desde 1976, con una interrupción parcial durante el gobierno de Alfonsín, se
implementó una política monetaria pasiva, en la que la cantidad de dinero se rigió casi
exclusivamente por los movimientos de capitales. Cuando estos ingresaban, la cantidad
de moneda se expandía, estimulando una coyuntura ascendente. En la etapa de reflujo,
la masa monetaria se contraía –incluso más que la expansión previa, por cuanto los
capitales salientes se habían valorizado y también retiraban sus ganancias–, acentuando
la depresión. Como en la época agroexportadora, la moneda actuaba de manera
absolutamente procíclica, exacerbando auges y depresiones, mientras estimulan en todas
sus etapas diferentes formas de endeudamiento público y privado. La economía
argentina se volvió proclive a ingresar en burbujas especulativas sin una base productiva
sólida, las que finalizaron en profundas crisis financieras y tuvieron fuertes
repercusiones sociales.
En esta cuestión fue de vital importancia la reforma financiera de 1977, también
implementada bajo acuerdos con el FMI, que otorgó al sector financiero una posición
hegemónica en la absorción y asignación de recursos. El nuevo Régimen de Entidades
Financieras apuntaba a liberar el mercado interno y a una mayor vinculación con los
mercados internacionales. La reforma consistía, en lo esencial, en crear un sistema de
reservas fraccionarias en reemplazo de la centralización de los depósitos; liberar las
tasas de interés para préstamos y depósitos; relajar el control estatal en las relaciones de
los bancos con su clientela, y establecer además requisitos a la solvencia y la liquidez de
dichas entidades, También instauró la garantía plena de los depósitos y facilitó la
expansión o instalación nuevas entidades y sucursales; y al tiempo que recreaba la
función del Banco Central como prestamista de última instancia. Apuntaba, ante todo, a
disminuir la participación del Estado e incrementar el rol del sector financiero privado,
bajo el supuesto de que éste es más eficiente en asignar los recursos y que de este modo
25
se conformaría un sistema financiero más apto, solvente y competitivo, que redujera el
costo de los servicios bancarios.
La autoridad económica se proponía asegurar a los depositantes tasas de interés
positivas, con la idea de incrementar el ahorro y canalizarlo hacia inversiones
productivas. Pero nada de esto ocurrió. De hecho, las entidades financieras y los bancos
desataron una puja desenfrenada para captar depósitos ofreciendo altísimas tasas de
interés con lo que estimularon el negocio de la intermediación monetaria. Por entonces,
las tasas de interés mundiales se dispararon mucho más que la inflación internacional.
También en la Argentina subieron desmesuradamente. Por ejemplo, el costo de los
préstamos entre bancos superó en algunos casos el 1.000% anual.
La liberalización de los movimientos de fondos y de las tasas de interés
afectaron negativamente a las actividades productivas, incentivaron la especulación e
hipertrofiaron al sector financiero: entre 1977 y 1979 el número de bancos pasó de 110 a
211, mientras el producto per cápita se encontraba virtualmente estancado. La
especulación, reflejada en el popular filme Plata Dulce, pasó a ocupar el centro de la
economía argentina; el atraso cambiario se profundizó. En el nuevo patrón de
acumulación, la producción y el empleo se subordinarían al sistema financiero, en
función de los fenómenos y equilibrios monetarios.
La cantidad de dinero quedó determinada por la cuenta de regulación monetaria.
El mecanismo era complejo. El Banco Central impuso a los bancos el requisito de
constituir reservas muy elevadas sobre los depósitos, pero remuneradas con intereses. A
su vez, los bancos pagaban un cargo por su capacidad prestable. Cuando los intereses
excedían los cargos, los bancos recibían fondos del Banco Central que aumentaban la
cantidad de dinero en circulación; y viceversa.
La élite dominante impuso una serie de transformaciones de profunda
regresividad social, apelando a las corrientes monetaristas que postulaban el libre juego
del mercado. No obstante, el Estado seguiría siendo clave para la conformación de las
tasas de interés internas y del costo del endeudamiento externo del sector privado, y, por
lo tanto, del diferencial entre las tasas de interés interna e internacional. Y también para
ofrecer una red de protección, como “pagador en última instancia”, a las actividades
especulativas de los bancos. Estos empezaron a quebrar masivamente desde el primer
trimestre de 1980, empezando por el de mayor volumen de depósitos: el Banco de
Intercambio Regional. Los capitales externos iniciaron su retirada, el sistema entero
comenzó a crujir.
En 1981 fue imposible sostener el atraso cambiario ni cumplir la deuda externa
acumulada, además cuestionada de ilegitimidad. La dictadura militar intentó resolver sin
éxito la crisis, mediante medidas favorables a los bancos y entidades financieras,
agravando la fuga de capitales y el endeudamiento externo, al tiempo que el producto
bruto caía brutalmente. En 1982, luego de la guerra de Malvinas, el gobierno argentino
comenzó a renegociar los atrasos de su deuda externa. Los acreedores exigieron que
Argentina implementara un programa de ajuste sujeto a un acuerdo con el FMI. A partir
de entonces, hasta fines de 2001, el país estuvo continuamente bajo programas del FMI
o tratando de alcanzar las condiciones para lograr la aprobación de acuerdos con este
organismo. Además de transformar regresivamente la estructura económica y las
relaciones sociales, las políticas continuas de ajuste y la mayoría de las reformas pro
mercado, acentuaron el predominio de las finanzas en desmedro de la producción.
Ya hacia el final de gobierno radical, y bajo el diagnóstico de que las presiones
inflacionarias se debían a una política monetaria demasiado laxa, se inició una más
restrictiva en el manejo de la oferta de dinero, que resultó en la elevación de las tasas de
interés reales activas. La circulación monetaria descendió con respecto a la producción,
25
el dinero se volvió más escaso, lo que reforzó las tasas de interés elevadas y enfrió
todavía más a la actividad económica.
Sin embargo, la expansión desorbitada de ganancias financieras sin una base
material que creciera de manera acorde provocó no solo una crisis intensa, sino también
la necesidad de “purgar” al sistema de la masa de “riqueza” financiera inexistente. Esto
fue lo que ocurrió en los primeros meses del gobierno de Menem, cuando a las
diferentes medidas de ajuste fiscal, externo y salarial se agregó el llamado “Plan
Bonex”, que convertía buena parte de las inversiones financieras en un bono
denominado en dólares y a ser devuelto en diez años. Era otra forma de resolver una
crisis financiera. No sería la última.
Luego de las traumáticas hiperinflaciones de 1989 y 1990, las brevas estaban
maduras para el retorno de un plan económico que respondiera a las características de la
nueva ortodoxia neoliberal. En abril de 1991, el régimen de la convertibilidad regresó a
la Argentina, desde su refugio polvoriento donde había quedado confinado desde la
Gran Depresión. A partir del 1º de enero de 1992, el peso reemplazó al efímero austral
como moneda de curso legal, al tipo de cambio de un peso por dólar, fijado por ley. Casi
una dolarización.
En 1992, una nueva reforma modificó la Carta Orgánica del Banco Central, en
función de un esquema económico y un escenario internacional muy similares a los del
modelo agroexportador. La coordinación entre la política económica y monetaria
desapareció; el único objetivo del Central sería combatir la inflación. Se suprimió así
toda posibilidad de suavizar las fluctuaciones económicas con medidas monetarias. Por
eso, cada crisis de los mercados externos –que en los años noventa fueron muchas: la
del “tequila” en 1995, la rusa en 1997, la asiática en 1998, la brasileña en 1999, la de las
puntocom en 2000, por mencionar sólo las más importantes– resintió la producción
argentina, pero el Banco Central sólo actuó frente a ellas en salvaguarda del sistema
financiero, a pesar de los elevadísimos índices de desempleo, quiebras y recesión.
Frente a la crisis del tequila, el gobierno argentino permitió que el desempleo
subiera al 20% y lanzó un paquete de 11 mil millones de dólares con apoyo del FMI,
para fortalecer al sistema financiero a través de una nueva reforma. Esta disminuyó la
cantidad de bancos, en especial de los de capital nacional y los cooperativos, aumentó la
participación de las entidades extranjeras, mantuvo tasas de interés elevadas en pesos y
en divisas, y a pesar de la ausencia de un prestamista de última instancia en dólares,
operaba en esta moneda como si se tratara de la nacional, condiciones necesariamente
explosivas.
El siglo XXI
Después de casi una década de tipo de cambio fijo, en el marco de la
desregulación y/o privatización de la mayoría de las actividades productivas y total
apertura comercial y financiera, la demanda agregada estaba deprimida, la
sobrevaluación del peso inhibía el crecimiento de las exportaciones, y el elevado nivel
de desempleo impedía revitalizar el consumo.
El desequilibrio externo emergía entonces como una característica estructural
que acompañaría al modelo desde sus inicios. Desde mediados de la década se aceleró
la tendencia al endeudamiento público. El gobierno nacional tomó créditos en el
exterior no sólo para financiar su propio desequilibrio fiscal, por cierto muy moderado,
sino para acumular reservas y compensar el déficit externo del sector privado. Esto
permitía prolongar la vida del régimen, aunque a costa de levantar una pesada hipoteca
hacia el futuro. El incremento sostenido del nivel de reservas era fundamental para el
crecimiento de la economía, pues de él dependía el comportamiento de la oferta
25
monetaria y del crédito y, por tanto, la evolución de la demanda pública y privada. Este
mecanismo implicaba que la actividad interna estuviera estrechamente ligada al nivel de
reservas en divisas del Banco Central, que determinaba la base monetaria.
El paulatino drenaje de estos activos externos, bajo convertibilidad, contraía la
base monetaria. En consecuencia, evitar una agudización de la restricción monetaria
dependía de que el gobierno proporcionara más divisas, que sólo podía conseguir
mediante el endeudamiento externo. Esa lógica se reproducía y agravaba porque los
ingresos de divisas gestionados por el Estado eran rápidamente fugados por el sector
privado, que redujo sus pasivos y aumentó sus activos en el exterior a costa de un
aumento colosal de la deuda externa pública. La reducción de la liquidez elevaba las
tasas de interés y, por esa vía, afectaba nuevamente los niveles de actividad económica.
Durante el segundo semestre proliferaron las emisiones de más de quince
cuasimonedas, incluyendo una del Estado nacional: los Lecop, emitidos por el Banco
Central. Estos podían utilizarse para pagar impuestos nacionales y bienes y servicios y,
a diferencia de los Patacones que con anterioridad había lanzado la provincia de Buenos
Aires, no devengaban interés. Estos bonos fueron emitidos en fracciones pequeñas
(hasta 1 peso nominal) para facilitar su circulación.
Esta situación implicaba un deceso de hecho del régimen de convertibilidad,
pues en el territorio nacional circulaban monedas avaladas por las provincias, igual que
antes de 1883, que escapaban a la regla monetaria. Pero la quiebra de las finanzas
públicas no ofrecía otras perspectivas para solucionar la iliquidez a corto plazo y el
recurso a la emisión de cuasimonedas se extendió también por motivos políticos; los
gobernadores de la oposición política encontraban en ellas una vía óptima para
solucionar sus problemas financieros en el corto plazo, favoreciendo además los
desequilibrios dentro del régimen de convertibilidad.
Aunque las cuasimonedas fueron muy cuestionadas por la visión ortodoxa,
algunos analistas las juzgan de una manera mucho menos negativa. Ante una masa de
dinero que se reducía rápidamente por la salida de capitales y que había reducido la base
monetaria de 15.056 millones de pesos a 10.960 millones a lo largo de 2001, las
monedas provinciales amortiguaban la caída de la demanda por falta de liquidez, dando
algo de oxígeno a las finanzas provinciales. Por lo tanto, eran útiles para evitar una
crisis aún más profunda.
La contracara de la fuga de divisas fue el virtual colapso del sistema financiero y
la depredación de las reservas en moneda externa. A partir de febrero de 2001 comenzó
un drenaje de depósitos (tanto en las cuentas corrientes como en las cajas de ahorro y en
los plazos fijos), simultáneo al agravamiento de la recesión y a las crecientes
expectativas de devaluación. Los depósitos eran convertidos en dólares y fugados al
exterior, lo que disminuía todavía más las reservas del Banco Central. La salida de
depósitos puso al sistema al borde del colapso y obligó al gobierno a sancionar primero
una “ley de intangibilidad de los depósitos” y a instaurar poco después el “corralito”. El
1º de diciembre, el gobierno impuso restricciones semanales ($250) al retiro de fondos
de los bancos y un tope (1.000 dólares) a las transferencias al exterior, y ofreció al
mismo tiempo la opción de dolarizar los depósitos en pesos. Era la tercera vía de
reconocimiento de que la riqueza financiera creada por la especulación carecía de
contrapartida real en bienes y servicios. El corralito era una alternativa al plan bonex o a
dejar simplemente quebrar a los bancos y así eliminar depósitos imposibles de devolver.
El problema no era el corralito en sí mismo, sino la política económica que había
generado la especulación y la hipertrofia financiera. La convertibilidad se había
derrumbado por completo y la cadena de pagos estaba rota.
La devaluación fue anunciada finalmente en enero del 2002. Pero la crisis era
25
mucho más profunda que el mero quiebre del régimen monetario, y dejaba secuelas de
más largo plazo: el deterioro del capital físico y la desindustrialización; una crisis social
sin precedentes con altos niveles de pobreza y desempleo; un endeudamiento externo
asfixiante, que de 65 mil millones de dólares en 1983 pasó veinte años más tarde a 175
mil millones, y el derrumbe del sistema político.
¿Se trató del inicio de un nuevo modelo? En principio, los cambios ocurridos
actuaron sobre uno de los dos ejes principales del esquema impuesto en los setenta: la
valorización financiera como motor de la economía se ha ido desarticulando
paulatinamente. El ingreso de divisas derivado del superávit comercial y la mayor
recaudación fiscal producto de la reactivación del mercado interno resultaron suficientes
para cubrir las necesidades propias y de la deuda pública y se pudo prescindir de salir a
buscar financiamientos con altas tasas de interés. Más tarde, la nacionalización de las
AFJP devolvió al Estado los fondos de los aportes previsionales, y no sólo desarmó un
negocio financiero perjudicial para los futuros jubilados sino que consolidó el frente
fiscal. El mercado de cambios se liberó, pero la flotación sucia del Banco Central actuó
como una suerte de crawling peg encubierto, es decir, minidevaluaciones que fueron
siguiendo aproximadamente el ritmo de la inflación y evitaron la revaluación del peso
(así como inversamente su excesiva devaluación) impidiendo que actúen en este
mercado los mecanismos de especulación y manteniendo un tipo de cambio
competitivo.
En cuanto a la emisión monetaria, a falta de una reforma que retornara al Banco
Central su rol en el crecimiento económico y el empleo, del que goza, por ejemplo, la
Reserva Federal de los Estados Unidos, la clásica programación monetaria sustituyó a la
convertibilidad. Atendiendo a la inflación y el crecimiento esperado, la autoridad
monetaria programa la cantidad de dinero que estima necesita el sistema económico,
aflojando o ajustando la liquidez en función de las distintas coyunturas. Este es el
sistema monetario que utiliza la mayoría de las economías del mundo, por cierto
bastante más flexible que la vetusta convertibilidad, reliquia de las épocas del
extinguido patrón oro.
Las relaciones con el Fondo Monetario Internacional
La historia de las relaciones del FMI con los países periféricos pasó por distintas
alternativas para llegar siempre al mismo fin: en ningún caso se dejaron de sentir
consecuencias negativas para los que negociaron con ese organismo. Cuando en 1944 se
reunieron en Bretton Woods (EEUU) los representantes de 45 países con el fin de
aprobar la creación del FMI, en sus objetivos iniciales se contemplaba fomentar la
cooperación internacional, posibilitar el crecimiento equilibrado del comercio
internacional, impulsar la estabilidad cambiaria, otorgar créditos para solucionar los
desequilibrios en sus sectores externos y facilitar la expansión de las economías y el
restablecimiento de un sistema multilateral de pagos. Uno de los propósitos era el de
evitar definitivamente la recurrencia de una crisis profunda como la de los años treinta,
cuyas características principales fueron, en la mayoría de los países capitalistas, la
depresión económica, la deflación de los precios y la desocupación. Pero las cartas de
truco estaban marcadas. Por una parte, tanto el FMI como el Banco Mundial estuvieron
desde un principio controlados en su administración por los gobiernos de los países
poderosos con mayores aportes de cuotas: EEUU y las potencias de Europa Occidental,
que se repartieron la presidencia de cada uno de ellos y condicionaron sus políticas. Por
otra, los propósitos iniciales se alteraron, ambos organismos se transformaron en
25
verdaderos “guardianes del dinero” de la comunidad financiera internacional y el dólar
adquirió un rol hegemónico a nivel mundial ante el establecimiento de un sistema de
cambios fijos entre oro-dólar. Esto implicaba que todos los países debían tener sus
reservas monetarias en dólares además de oro, lo que aseguraba el predominio
financiero de los EEUU.
En una primera época, la forma usual para obtener el financiamiento del FMI
eran los acuerdos stand by, a través de los cuales el país solicitante se comprometía a la
aplicación de metas económicas que consisten en programas de ajuste. Estas
condicionalidades pueden rastrearse desde que la Argentina se integra al FMI, durante
el gobierno militar autodenominado “Revolución Libertadora”, en 1956, doce años
después de la creación del organismo. Durante los años siguientes, las
“recomendaciones” impuestas por ese organismo para el otorgamiento de créditos
tuvieron como principal objetivo el de frenar la inflación y recuperar el equilibrio del
sector externo, afectado por el proceso de sustitución de importaciones. Estas medidas
se basaban en un conocido diagnóstico: la inflación y el déficit de las cuentas externas
eran el producto de una demanda excesiva atribuida a una fuerte expansión monetaria.
De aquí que las soluciones se encontraban en la aplicación de políticas monetarias y
fiscales restrictivas, y en la necesidad de poner freno a los aumentos salariales. No
importaban las dificultades propias de la industrialización ni las asimetrías notorias en la
economía internacional en perjuicio de los países periféricos.
Pero a fines de los años sesenta el dólar comenzó a debilitarse y el sistema
monetario presentó sus primeros signos de agotamiento aumentando los movimientos
especulativos a nivel mundial. A raíz de esta situación se llegó a un nuevo acuerdo
monetario internacional y se sustituyó, en 1971, el “patrón oro-dólar” por el “patrón
dólar”. El aumento de la cantidad de dólares en circulación y el estancamiento de los
países centrales impulsaron el incremento de la oferta de créditos hacia los países
subdesarrollados. En este nuevo contexto, el Fondo dio un fuerte apoyo a las dictaduras
militares del continente en los comienzos de los años setenta, garantizando el ingreso de
enormes masa de capital financiero. Este hecho se observó en la Argentina cuando en
1976, a poco tiempo de la asunción del régimen militar, ese organismo otorgó un crédito
que se le había negado al anterior gobierno peronista. De este modo se promovió la
llegada de inversiones especulativas, que aprovecharon el crédito barato y tuvieron
aseguradas, con medidas como la “tablita cambiaria”, la salida de capitales para cerrar
ciclos de negocios financieros altamente rentables. El alto grado de vulnerabilidad de la
economía argentina y de la región general culminó con la crisis de la deuda en la década
del 80, que se desencadenó cuando el pago de los servicios financieros se hizo
insostenible al subir las tasas de interés en EEUU. En esta instancia, el FMI fue el
principal encargado de presionar a los países deudores para que cumplan sus
compromisos aplicando planes de ajuste.
En los años noventa, en cambio, en un momento de alta liquidez internacional y
con capitales en busca de mayores rentabilidades, el Fondo pasó a avalar nuevamente
esos flujos de capital impulsando ahora, a través de gobiernos neoliberales, las llamadas
“reformas estructurales”. La Argentina fue el mejor ejemplo de estas transformaciones.
Así, durante la presidencia de Carlos Menem el FMI brindó un amplio apoyo a los
cambios en la política económica del gobierno y al Plan de Convertibilidad (la libertad
de mercado se suponía total, salvo la del tipo de cambio que garantizaba el libre
movimiento de capitales) con la firma de cinco acuerdos entre 1989 y 1999, aunque la
Argentina pagó en esos años al FMI más de lo que tomó prestado.
Las “reformas estructurales” fueron el centro de esos acuerdos y casi todas
resultaron implementadas: privatizaciones, aperturas comercial y financiera,
25
flexibilización laboral, desregulación de los mercados, reforma de la seguridad social,
reforma tributaria y descentralización de funciones del Estado nacional. Producto de la
política económica de esos años, la crisis se desencadenó cuando cambió de signo el
balance de capitales. Sin embargo, el enorme peso de la deuda, a tasas muy altas de
interés y con el condicionamiento de continuas políticas de ajuste, no impidió obtener
las divisas necesarias para la fuga de capitales, que se aceleró en el año del colapso. Los
datos hablan por si solos: en agosto de 2001 el FMI brindó un préstamo extraordinario
de 6.300 millones de dólares, mientras que 6.000 millones fueron los que salieron del
sistema entre septiembre y diciembre de ese año. Finalmente, el FMI retiró
definitivamente su apoyo y se negó a desembolsar un monto pendiente de 1.240
millones de dólares: la convertibilidad ya tenía sus días contados. Si bien los préstamos
del organismo no fueron sustanciales por sus montos en relación con el total de la deuda
externa (oscilaron en este período entre un 7% y un 9% de la misma), representaron una
verdadera garantía para lo acreedores, impusieron reformas económicas sustanciales y
ayudaron al salvataje de los bancos y a la fuga de capitales.
Después de que en 2005 la Argentina saldara su deuda con el Fondo, las
relaciones cambiaron y el país se mantuvo apartado de la necesidad de volver a recurrir
a él por sus niveles de reservas y su cómoda situación fiscal. Con la crisis mundial, la
anterior conducta del FMI no ha sido castigada por el G-20 y esa institución permanece
aún como el único prestamista de última instancia que tiene el mundo. Si el gobierno
argentino quiere volver a los circuitos internacionales de crédito, debe tener en cuenta
que, además de no haber terminado la turbulencia de la crisis, en su estructura y
objetivos el FMI sigue siendo una institución que sólo actúa en función de los intereses
de sus socios mayoritarios, entre quienes no nos contamos.
25
27. El rol del Estado
El rol del Estado en la economía y el nacimiento del intervencionismo estatal
El debate en torno al rol del Estado en la economía y la sociedad argentinas
vuelve a tornarse fundamental, tanto para comprender mejor las experiencias del pasado
reciente como para definir nuestro futuro como país.
Frente a visiones que lo reducen a un aparato burocrático, a un conjunto de
instituciones relacionadas con la conservación del orden sobre un determinado territorio
(detentando el monopolio de la violencia legítima, según Max Weber), el tipo de Estado
resultante en una sociedad es la consecuencia del orden socioeconómico que logran
imponer los sectores cuyos intereses se tornan hegemónicos y, en un sistema capitalista,
su objetivo es regular las relaciones generadas por ese sistema, asegurando su
reproducción en el tiempo. Esto hace posible introducir la cuestión concerniente a la
presencia o ausencia del Estado, recalcando que no debe definirse sino por su papel
concreto y por “las consecuencias de su desempeño sobre la redistribución material,
funcional y de poder” entre los sectores sociales, como señala Oszlak.
Las respuestas de los distintos países a la Gran Depresión marca el inicio de un
período, para el mundo capitalista, de activa intervención del Estado en la economía en
la defensa del nivel de producción y del nivel de empleo. Las medidas adoptadas, que
tomaron distinta forma, eran una reacción a la incapacidad de la economía liberal de dar
respuesta a la situación de persistente desempleo, con su receta de laissez faire.
La nuevas modalidades de actuación del Estado, condenadas años atrás por los
gobiernos capitalistas, fueron logrando legitimidad, primero, ante lo apremiante de las
circunstancias, y luego, más allá de la coyuntura, a partir de la publicación en 1936 de la
obra de Keynes. En las décadas que siguieron, la confianza en las capacidades del
Estado para intervenir en la economía y mantener el pleno empleo se generalizó. La
actuación del sector en las décadas del 40 al 70 quedó plasmada en lo que se denominó
el Estado de Bienestar.
Sin embargo, en el mundo capitalista, no fue en el siglo XX que la intervención
del Estado en la economía transitó sus primeros pasos. Aunque la historia oficial del
capitalismo lo presente de otra manera, lo cierto es que todos los países desarrollados
practicaron el intervencionismo estatal en la búsqueda de convertirse en economías
avanzadas. Gran Bretaña se hizo librecambista a mediados del siglo XIX (más
precisamente en 1846 con la abolición de las leyes de granos) cuando ya era la principal
potencia industrial del mundo y podía colocar ventajosamente sus manufacturas y
bienes de capital. Alemania, en el siglo XIX. Japón, en el XX. Los países del sudeste
asiático, hoy parte del mundo industrializado, practicaron, posteriormente a la Segunda
Guerra Mundial, el más cerrado proteccionismo para defender sus industrias y una
fuerte intervención estatal para dirigir el crecimiento priorizando su desarrollo científico
y tecnológico. Cuando ya no necesitan proteger sus industrias, como ocurre con los
países de la Unión Europea, aparece la protección a sus no competitivos bienes
agropecuarios a través de la Política Agraria Común.
Estados Unidos es otro ejemplo de intervencionismo y proteccionismo. Allí, los
industrialistas y proteccionistas del Norte necesitaron una guerra civil para eliminar a
los librecambistas sureños, cuya base de sustentación económica era el sistema
esclavista. La defensa de las industrias norteamericanas, utilizando altas barreras
aduaneras, duró prácticamente hasta la década de 1930 y nunca se abandonó la
protección a los bienes agropecuarios.
En la Argentina, en cambio, así como en otras naciones periféricas, el modelo
adoptado a finales del siglo XIX se adaptaba al librecambio que el Reino Unido buscaba
25
imponer en todo el mundo. Esto no implica que el intervencionismo estatal estuviera
ausente durante el modelo agroexportador, pero se trataba de una modalidad de
intervención que beneficiaba a reducido sector de la población y estaba al servicio de
los negocios de exportación e importación y del capital extranjero. A su vez, el Estado
se mantenía alejado de la producción de bienes y, en gran parte, de servicios.
Sin embargo, fue a partir de la crisis del 30 que el Estado comenzó a tener un rol
más activo en la economía, induciendo un proceso de crecimiento hacia adentro y
haciéndose cargo de actividades tradicionalmente libradas al sector privado y al
mercado.
Como confesaba autocríticamente Raúl Prebisch, que tuvo participación en la
conducción económica de entonces, la gran depresión mundial lo hizo reflexionar
críticamente sobre las teorías neoclásicas, que justificaban el esquema de división
internacional del trabajo y la vigencia irrestricta del patrón oro.
Se dio así la circunstancia de que el retorno de los gobiernos conservadores al
poder, luego de la revolución de 1930, no significó una vuelta a las políticas económicas
vigentes antes de la Primera Guerra Mundial, aunque los gobernantes de ambas épocas
reconocieron una neta afinidad ideológica. La crisis mundial que se inicia en 1929
golpeó también las puertas del país, pero éste no la recibió abriéndolas plenamente sino
procurando amortiguar sus efectos y buscando soluciones propias.
El primer impacto se produjo, lógicamente, en el sector externo. Las balanzas de
pagos de 1930 y 1931 fueron netamente deficitarias. Las exportaciones bajaron un 36%
mientras que las importaciones solo lo hicieron un 24%. Los precios de los productos
agropecuarios, en especial del trigo, bajaron drásticamente. Urgía resolver la situación y
el gobierno lo iba a hacer echando por la borda la experiencia de 50 años de política
económica liberal, desde que se implantó el modelo agroexportador en la década de
1880.
El intervencionismo de Estado en la Argentina, la política “dirigista” tantas
veces criticada, no se debió entonces a la iniciativa de “gobiernos populistas”
presionados por sus “bases”, sino a la acción de las viejas élites liberales, que
procuraron de ese modo salvaguardar un sistema económico en peligro, en el que se
hallaban especialmente involucrados sus propios intereses. La participación del Estado
en la vida económica del país comenzó allí su irresistible ascenso.
La primera medida importante, que se tomó en octubre de 1931 con el fin de
atenuar el desequilibrio del comercio exterior y la fuga de divisas, fue la implantación
del control de cambios. El mecanismo elegido consistió en la creación de una comisión
de control de cambios que tenía por objetivo fijar periódicamente el valor de las divisas
y asegurar el pago de las obligaciones financieras externas. Esto se garantizaba
mediante un sistema de función de una lista de prioridades en donde figuraba, en primer
término, el pago de la deuda externa y luego el de las importaciones imprescindibles.
Pero la intervención del Estado en la economía no se limitó a la adopción del
control de cambios. A partir de 1931 comenzaron a crearse, con el fin de evitar una
mayor caída de la actividad interna, que manifestaba ya una seria baja en sus niveles de
ingreso y ocupación, diversas comisiones asesoras y juntas destinadas a encarar medidas
proteger los intereses de los distintos sectores productivos: cerealero, de la carne, del
azúcar, del vino textil, etc.
Las principales fueron las Juntas Reguladoras de Granos, que compraban los
cereales a los productores a precios “básicos” y los vendían luego a los exportadores. La
idea de proteger a aquellos de la caída de los precios internacionales, absorbiendo las
posibles pérdidas que pudieran tener, aunque al modificarse la estructura de
comercialización sus efectos fueron bastante limitados.
25
La creación del impuesto a los réditos, necesidad imperiosa ya que los ingresos
fiscales dependían sobre todo de los menguados derechos aduaneros, y la del Banco
Central, que regularizaba y centralizaba el hasta entonces disperso sistema bancario,
fueron pasos que marcaron la febril actividad intervencionista del Estado en la década
del 30. Cierto es que el “clima” internacional ayudaba a adoptar estas decisiones gracias
al ejemplo del New Deal en los Estados Unidos y a la aplicación de medidas
proteccionistas en los principales países europeos, que contaban con el respaldo teórico
de las nuevas ideas keynesianas.
En ese contexto se formularía, en noviembre de 1940, el Plan de Reactivación
Económica, elaborado por el entonces ministro de Finanzas, Federico Pinedo, y su
equipo de colaboradores más cercanos como Raúl Prebisch, Ernesto Malaccorto y
Guillermo Walter Klein, integrantes permanentes de los equipos económicos que
dirigían la economía argentina en los años treinta. Ese plan de carácter industrialista fue
antecesor y modelo de los que después pusieron en práctica otros gobiernos posteriores:
también en este caso y como en el del intervencionismo estatal, las élites conservadoras
de entonces, de ideología liberal, iniciaron el camino.
El “Plan Pinedo” incorporaba como novedad en la política económica argentina,
aunque tímidamente y respondiendo a una necesidad de coyuntura, la necesidad de la
protección y desarrollo de la industria y el reconocimiento de un incremento de la
demanda como base para la reactivación de la economía nacional. Quizá sea por eso que
no logró su aprobación en el Congreso. Por razones más políticas que económicas, o
porque no comprendían o desconfiaban del ministro conservador, los radicales
rechazaron el “acuerdo patriótico” y el plan económico. Pero los mismos aliados de
Pinedo, encontraron a aquel demasiado “avanzado” y lo criticaron severamente, lo que
obligó al audaz ministro a renunciar.
La Sociedad Rural, por ejemplo, se opuso en forma terminante. Según ella, no se
debían fomentar artificialmente industrias que en un momento de normalidad obligaran
a recurrir a trabas artificiales para mantenerlas y, en cuanto a la posibilidad de utilizar la
edificación fomentada por el Estado, reguladora en el mercado de trabajo, esta acción
debería más bien encaminarse principalmente hacia otras retribuciones de carácter
público, como elevadores de granos y depósitos.
El Plan Pinedo fue así la expresión más racional de un proceso que las propias
élites conservadoras de entonces debieron dirigir. El desarrollo del sector industrial y la
intervención del Estado en la economía tuvieron un fuerte impulso en esa época y los
gobiernos que vinieron luego no hicieron meas que seguir por los carriles ya trazados
por sus predecesores de distinta extracción e ideología.
Aquellos que en épocas más recientes pretendieron retornar a la “era
preindustrial” (como un importante periódico europeo calificó la política económica
seguida por Argentina durante la gestión de Martínez de Hoz) deberían haberse
percatado de que, en realidad, estaban destruyendo un edificio que había comenzado a
montar gente de similar mentalidad y propósitos. La experiencia emprendida en esos
años resultó así, paradojalmente, una crítica póstuma al Plan Pinedo y a los gobiernos
conservadores de la década del 30.
La necesidad de la planificación a mediano y largo plazo
El intervencionismo a gran escala y en todas las esferas de la economía comenzó
en Estados Unidos luego de la Gran Depresión. La respuesta de aquel país a la profunda
crisis, que se dio en llamar el “New Deal”, bajo la presidencia de Roosevelt, supuso un
mayor involucramiento por parte del Estado en la esfera económica, con medidas que se
extendieron desde el sostenimiento de la actividad agrícola (a través, por ejemplo, de
26
controles sobre la producción que evitasen derrumbes en los precios) y la
implementación de una política de empleo que dio trabajo a millones de desocupados,
hasta la realización de grandes obras de infraestructura como las del valle de Tennessee,
que transformaron toda una región agrícola.
El presidente Roosevelt destacaba al respecto, en un discurso del 24 de julio de
1933 que “todos los proyectos y todas las medidas legislativas... no han sido solamente
una colección de proyectos, hechos al azar, sino las partes integrantes perfectamente
ordenadas, de un conjunto lógico y conexo”. Al igual que en la denominada
“planificación indicativa” francesa, iniciada en la segunda posguerra mundial con el
Plan Monnet, lo que debe resaltarse es la articulación de las distintas disposiciones de
corto y mediano plazo en un horizonte de largo alcance. En otras palabras, la necesidad
de establecer una serie de objetivos y los respectivos instrumentos para alcanzarlos, los
cuales habrán de modificarse, o no, de acuerdo con las vicisitudes que presente la
realidad nacional e internacional.
Esta necesidad se vuelve aún más acuciante en nuestros países, donde el carácter
periférico nos ubica en una posición más vulnerable frente a los cambios que puedan
producirse en el contexto mundial. En este sentido, los antecedentes que se encuentran
en la Argentina presentan, en mayor o menor medida, una íntima vinculación a las
alternativas que deparaba el sector externo.
Por caso, la primera referencia, pese a no haberse puesto en práctica, la
constituye el denominado Plan Pinedo de 1940, que respondía, en buena parte, a la
imposibilidad de colocar en los mercados británicos los excedentes del campo. La
solución propuesta era promover, aunque con marcadas limitaciones, la
industrialización que venía desenvolviéndose en forma natural desde el crack del 29, así
como intentar conformar un nuevo triángulo de comercio que tuviese ahora como
vértices a Brasil y los Estados Unidos.
Ya con el peronismo en el poder, se elaboran y se ponen en marcha el primer y el
segundo Plan Quinquenal que, aunque no disponían de los mecanismos de planificación
adecuados para su concreción, manifestaban la intención de contribuir a implementar
políticas de largo plazo. Pero si ambos se proponían continuar y profundizar la política
de sustitución de importaciones basándose en el desarrollo de la industria liviana, menos
intensiva en capital y menos demandante de importaciones, la diferencia entre uno y
otro reside en que el segundo Plan (1952), producto del contexto internacional adverso
con el que se enfrentaba, en el marco de un programa coyuntural de estabilización y
luego de dos sequías y una profunda crisis del sector externo, enfatizaba más el
incremento de la productividad del campo, de forma de elevar los saldos exportables
que financiaran las importaciones. Por igual motivo, se otorgaba un papel
complementario al capital extranjero como factor de cooperación.
En definitiva, el objetivo de avanzar en el desarrollo industrial, como medio para
acrecentar el grado de autonomía en el escenario global, exigía de la planificación
estatal ante la insuficiente acumulación de capital y el carácter estructural de la crisis de
la balanza de pagos. Las causas de ésta se encontraban, justamente, en el origen del
problema que buscaba resolverse; es decir, en la dependencia económica de los insumos
y bienes de capital externos, cuyo correlato era la caída tendencial en nuestros términos
de intercambio. La escasez de divisas resultante demandaba una utilización de las
mismas que siguiese las prioridades estipuladas por el programa de industrialización,
mientras requería de la acción estatal para impulsar el aumento y diversificación de las
exportaciones, con el fin de permitir superar el recurrente obstáculo que significaban los
cuellos de botella en el sector externo. En esta línea se enmarcaban, con intereses e
ideologías distintas detrás y menor o mayor de formalidad en su elaboración, tanto las
26
políticas del “desarrollismo” a partir de 1958, como el plan del gobierno radical de 1965
o el Plan Trienal de 1973 conducido por el ministro Gelbard. En este último se sostenía
que “una política de reorientación del comercio exterior permitiría corregir los saldos
deficitarios crónicos que acusaba nuestra balanza comercial con algunos países
industriales, abriendo nuevos mercados para las exportaciones u orientando hacia
terceros países las importaciones”, al tiempo que sólo a través de la integración con
América Latina podía “consolidarse un proceso de independencia de los grandes
bloques y centros de poder internacional”. Paralelamente, este plan se basaba, sobre
todo, en las “Coincidencias Programáticas” que fueron firmadas en diciembre de 1972
por un conjunto de fuerzas políticas que en las elecciones de marzo del 73 obtendrían la
adhesión de más del 80% del electorado. Queda claro, entonces, por qué la apertura
indiscriminada del sector externo y, sobre todo, de la cuenta corriente y la cuenta capital
de la balanza de pagos, entre otras medidas, realizada por la dictadura militar desde
1976 y, luego, la política de Convertibilidad implementada por Domingo Cavallo,
significaron ir a contramano de aquellos proyectos.
Las circunstancias actuales, de fuerte crecimiento de la economía, nos muestran
la acentuación de esos factores que tornaban imprescindible la planificación de la acción
estatal para que este proceso se auto-sostenga, y reactualizan el debate sobre la creación
de los mecanismos necesarios para su puesta en marcha. El direccionamiento del crédito
hacia los sectores productivos que permitan dinamizar la actividad económica, el
fortalecimiento de la investigación básica y aplicada siguiendo criterios selectivos que
la subordinen a los fines nacionales, la transformación de la integración regional en un
verdadero instrumento para el desarrollo de nuestros pueblos, y no sólo de las empresas
transnacionales, y la explotación adecuada de los recursos naturales, son algunas de las
tareas que reclaman un Estado capaz de trazar una estrategia que las articule en su
aplicación.
Esta necesidad se vuelve aún más acuciante en países como el nuestro, donde el
carácter periférico nos ubica en una posición más vulnerable frente a los cambios que
puedan producirse en el contexto mundial. En este sentido, no puede soslayarse la débil
capacidad operativa con que cuenta hoy el Estado Nacional, sumada a los problemas de
funcionamiento y personal capacitado como resultado de las políticas deliberadas de
desmantelamiento de sus estructuras. Esto se refleja, entre otros aspectos, en su limitado
conocimiento acerca de las condiciones de producción de cada sector, cuya muestra más
clara la constituyen los entes de regulación de los servicios públicos privatizados, y
supone un serio obstáculo a la ejecución de cualquier plan. En este sentido, debiera, por
caso, rescatarse la experiencia de organismos como el Consejo Nacional de Desarrollo
(CONADE), creado en 1961.
La materialización de esta perspectiva de largo plazo que transforme la realidad
de nuestros días, señalada por el Plan Fénix, requiere un cambio en la manera de pensar
y una mayor participación por parte de los actores sociales y políticos, pues “es
imprescindible transformar nuestra sociedad de modo de dar cabida en ella a todos los
ciudadanos y recrear un cultura basada sobre el trabajo y la solidaridad”.9
La cuestión tributaria y fiscal
El sostenido incremento en el nivel de la recaudación tributaria registrado en los
últimos años viene siendo utilizado por algunos sectores de la vida nacional para
argumentar la necesidad de eliminar los denominados impuestos distorsivos (entre los
cuales destacan las retenciones al agro) y disminuir, al mismo tiempo, la presión
tributaria, bajando las alícuotas de otros, como el que se aplica a las ganancias.
9
“Plan Fénix. Propuestas para el desarrollo con equidad”, en Enoikos, FCE, UBA, N° 20, página 36.
26
Por otra parte, en un seminario público del Plan Fénix que se hizo los primeros
días de agosto de 2005 en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA se presentaba
una visión distinta, al señalarse que la política tributaria seguía caracterizándose por la
existencia de un sistema regresivo y que si bien los buenos niveles de recaudación
tenían que ver con las retenciones, lo que se requería era sincerar esa política, siempre
transitoria, pero no para volver a beneficiar a ciertos intereses sino al conjunto de la
sociedad. Esto se lograría aumentando la progresividad y la presión tributaria directa,
instrumentando un esquema de control más eficaz contra la evasión y disminuyendo los
impuestos al consumo.
En todo caso, lejos de ser un tema que se circunscriba a cuestiones de carácter
técnico, la discusión en torno al sistema impositivo que se impone en un determinado
espacio nacional tiene importantes repercusiones sobre la estructura productiva y la
distribución del ingreso y, pese a que se lo quiera disociar de la política, está
íntimamente vinculado a la correlación de fuerzas que se establece en cada momento.
Por eso, no debe pasarse por el alto el hecho de que detrás de los planteos que
promueven la contracción de la carga tributaria existe una visión determinada acerca del
Estado y de la distribución de los ingresos. En primer lugar, en la medida en que el
desenvolvimiento del aparato estatal depende sobre todo de los recursos que pueda
proveerle la recaudación impositiva, el alcance de la misma condiciona y delimita,
simultáneamente, la extensión de las funciones estatales. En segundo término, una baja
presión impositiva se condice con un Estado mínimo, que entiende que el mercado es un
eficiente asignador de recursos y que, por lo tanto, delega en él toda función
concerniente al perfil de la estructura productiva mientras se desentiende del conflicto
que emerge alrededor de la distribución del ingreso generado socialmente.
Esa fue la dirección que predominó en la Argentina hasta la crisis de los años
treinta, en la etapa caracterizada como agroexportadora, y que volvió a ser plenamente
dominante en las últimas tres décadas. En aquel primer período constitutivo de nuestra
economía, cuando la inserción del país bajo el principio de las ventajas comparativas le
otorgaba el rol de proveedora de materias primas y alimentos y consumidora de bienes
manufacturados, los aranceles a la importación eran concebidos como mecanismo de
recaudación y no como parte constitutiva de una política más amplia de protección e
impulso de actividades productivas con mayor valor agregado. La consecuencia de ello
fue la imposibilidad de desarrollar distintas ramas de la producción industrial, cuando el
país debería haber impulsado una nueva etapa de desarrollo, como lo hicieron otras
naciones (el caso de Canadá y Australia), cuyo impulso inicial fue también
agroexportador. Asimismo, la fuerte concentración del ingreso derivada del régimen del
latifundio no sólo significó un obstáculo a la materialización de los potenciales
encadenamientos productivos hacia la industria, sino que, además, dio sustento a la
consolidación de una poderosa clase dominante que frenó todo intento de gravar sus
ganancias.
En ese sentido, la implantación del impuesto a los réditos tuvo que esperar hasta
1932 para su aprobación legislativa. Debe resaltarse que en esta etapa, ante la abrupta
caída del comercio internacional, era la propia subsistencia del Estado nacional la que
dependía de la modificación de la estructura tributaria. Eso ayuda a explicar por qué
pudo aplicarse bajo un gobierno de signo conservador, como era el del general Justo, y
que haya sido el propio general Uriburu quien en 1931 lo sancionara por decreto-ley.
Sin embargo, no todos estaban de acuerdo. “El momento de dividir (el ingreso
en la sociedad) llega sólo cuando los bienes han sido acumulados; únicamente allí la
gente pobre puede beneficiarse en el máximo grado de los esfuerzos de los más
afortunados y los más eficientes” era el argumento utilizado por la Unión Industrial
26
Argentina y la Confederación Argentina del Comercio, de la Industria y de la
Producción para oponerse a las reformas tributarias que entre 1932 y 1935 buscaban
gravar los ingresos directos. Como vemos, es la misma tesis del llamado “efecto
derrame”, de moda de nuevo en la década del 90 y que por aquellos años servía para
justificar la oposición a una mayor carga tributaria sobre los beneficios empresarios.
Pero la mera aplicación del impuesto a los réditos no implicó haber superado “...
la resistencia organizada, incomprensiva, obcecada y pertinaz de los grandes
capitales...”, como diría, alarmado, años más tarde, el ministro de Hacienda del
gobierno de Castillo, Carlos Acevedo. Éste había propuesto en 1942 una reforma
impositiva para enfrentar la crisis que acusaban las arcas públicas y se traducía en un
déficit presupuestario creciente, porque los altos niveles de evasión y las insuficiencias
de la misma reforma impositiva no permitían hacer frente a la caída de las rentas
aduaneras y a los nuevos gastos que demandaba el desarrollo nacional. Así,
paradójicamente, el ministro de un gobierno conservador, en lugar de bregar por la
amputación del gasto público, afirmaba que “los impuestos a las grandes ganancias, a
las grandes rentas y a las grandes fortunas son el remedio económico que el país
necesita en estos momentos”. Y remataba su alocución al sentenciar que “podemos
presumir con fundamento que el fraude al impuesto a los réditos se practica en nuestro
país en gran escala mediante el uso artificioso de las sociedades anónimas”.
La creación de sociedades de este tipo era, al mismo tiempo, como se
denunciaba en la época, el instrumento escogido para evitar el pago del impuesto a la
herencia por parte de los estancieros. Un impuesto emblemáticamente derogado casi
cuarenta años más tarde por el ministro de Economía de la última dictadura militar, José
Alfredo Martínez de Hoz, estanciero también él y con un interés personal en el tema.
El rezago que la Argentina arrastraba en materia impositiva queda más
claramente reflejado al compararla con el camino seguido por una de las naciones
comúnmente utilizadas como parámetro por los sectores liberales para dar cuenta de las
supuestas oportunidades perdidas por nuestro país a partir del mayor intervencionismo
estatal. En un trabajo de dos profesores de una universidad australiana, James Levy y
Peter Ross, que tiene por objetivo comparar el desarrollo económico de Australia y la
Argentina entre 1890 y 1960, se destaca que la “evolución del sistema impositivo en
Australia, incluso antes del nacimiento de la federación en 1901, asumió características
de flexibilidad, equidad y eficiencia mientras en Argentina el sistema se mantuvo muy
regresivo y rígido hasta los años ´30”.10 A título de ilustración, los autores traen a
colación una exposición realizada en 1915 por Antonio de Tomaso, diputado socialista,
en el Congreso Nacional. Allí, De Tomaso defendía la implementación de un impuesto
progresivo a la tierra a partir de la experiencia transitada, justamente, por Australia.
Destacaba que mientras en este país una tierra valuada en 700.000 pesos pagaba 11.200
pesos de impuestos, en la Argentina sólo debía abonar por ese motivo 4.200 pesos.
Pero la estructura tributaria está estrechamente vinculada a la correlación de
fuerzas políticas que se plasma en cada momento de la historia y no se halla disociada ni
de las características que adopta el aparato productivo ni del grado de control que sobre
él adquieren los distintos actores socioeconómicos. Es así que Levy y Ross advierten
que “en Australia el desarrollo de la minería y de un incipiente sector manufacturero en
algunas de las colonias creó los intereses sociales y económicos que en Argentina
estaban ausentes o bien incapacitados de desafiar la hegemonía de Buenos Aires. Estos
grupos en Australia pudieron afectar la política impositiva”. Más aún, “lo que distingue
10
Véase Levy, J., Ross, P., Sin impuestos no hay política social: los sistemas tributarios en Argentina y
Australia, 1890-1960, en Revista Ciclos en la historia, la economía y la sociedad, XVII(33-34), p. 171,
2008.
26
a Australia es que desde 1890 la mayoría de las colonias había implantado alguna forma
de impuesto directo incluyendo aquél sobre el ingreso”. Por esos años, George Reid, el
cuarto Primer Ministro de Australia y defensor del libre comercio, declamaba en un
discurso de campaña que “las fortalezas del capital deberán ser desafiadas, poderosos
intereses emplazados se tendrán que acostumbrar a pagar lo que deben al Estado”.
El sistema tributario actualmente vigente en nuestro país presenta un alto grado
de regresividad. Es necesario modificar la estructura interna de la recaudación con
vistas a tornar más progresiva su composición, lo que a su turno incidiría también sobre
el perfil de la producción nacional y sobre un mejor rol del Estado en la distribución de
ingresos. Razón por la cual habría que aumentar el peso de los impuestos directos
controlándolos adecuadamente, implementar otros vinculados a actividades financieras
y especulativas (hoy desgravadas) y, sobre todo, disminuir la alícuota del Impuesto al
Valor Agregado. En este último caso, y tomando los recaudos necesarios para evitar su
transferencia a los precios, se produciría una expansión del poder de compra del
mercado local, se estimularía la actividad económica y se contribuiría a reducir los
niveles de pobreza. Como se preguntaba Jorge Gaggero en su presentación sobre el
tema en la última reunión del Plan Fénix: “La reforma tributaria, ¿llegará tarde otra vez
en la Argentina?”. Esperemos que, a diferencia de la carrera que ya perdimos en el
pasado con países como Australia o Canadá, ahora no sea así y estemos a tiempo de
elegir el rumbo adecuado.
El Estado de Bienestar y el sistema tributario: una comparación con Australia
El rol que el Estado ha tenido en la economía argentina, así como las
características de nuestro sistema tributario, admiten un ejercicio histórico comparado
con países con los que alguna vez nos creímos equiparables, tanto por la relativa
similitud de muchos de sus recursos internos como por el momento coincidente de su
inserción económica internacional en el mundo.
Así, los dos historiadores australianos mencionados, James Levy y Peter Ross,
dedican un interesante ensayo a comparar el desarrollo económico de Argentina y
Australia entre fines del siglo XIX y la década de 1960, tomando en cuenta la evolución
de sus sistemas tributarios y de su capital social y sus tasas de crecimiento. Sin duda,
ambos países poseen formas institucionales y raíces históricas y culturales diferentes,
pero también tuvieron, en sus fases de constitución como naciones modernas, y
continúan teniendo en la actualidad, elementos en común en cuanto a calidad de
población y recursos naturales. La pregunta clave que muchos se hacen es por qué
Australia logró un desarrollo de su economía más acelerado y equilibrado y goza de un
nivel de vida superior que la Argentina, habiendo partido de bases en algún modo
parecidas. Cuestión que los historiadores australianos, buenos conocedores de nuestro
país, procuran responder. Y para ello no se detienen sólo en la comparación de los
respectivos sistemas tributarios, sino también en la forma en que se utilizaron los
recursos fiscales generados en capital social (salud, educación, vivienda, bienestar
general) considerando etapas claves de sus historias económicas.
En una primera aproximación, la relación entre el gobierno central y las
provincias o estados en ambas naciones arroja diferencias importantes. En Australia la
herencia colonial confirió a los estados provinciales potestad sobre el Commonwealth –
la comunidad de naciones pertenecientes al imperio británico– en asuntos fiscales a
partir de 1901. Primero, el Commonwealth tuvo que transferir el 75% de los impuestos
sobre el consumo y los derechos arancelarios percibidos en los estados y de los cuales
hasta ese momento se apropiaba. Segundo, los estados ya habían establecido sistemas
tributarios que incluían una variedad de gravámenes sobre las rentas. Esto no ocurrió en
26
Argentina, donde las provincias, dominadas por los intereses de hacendados o
comerciantes poderosos, no cobraban impuestos de este último tipo y, a menudo, no
podían controlar sus propios ingresos tributarios. Por otra parte, el gobierno central
disponía de los recursos de la aduana, que resultaban suficientes para evitar cualquier
esfuerzo serio en la ampliación del sistema impositivo.
De todos modos, los sistemas tributarios de ambos países reflejaban la pesada
dependencia del comercio internacional en sus ingresos fiscales (en Argentina más que
en Australia) y una interrupción de aquel comercio (debido a guerras y crisis
económicas) conducía a problemas financieros serios para sus gobiernos. Lo que
distingue a Australia, sin embargo, es que las necesidades fiscales y la presión popular
por un mayor bienestar colectivo, a través sobre todo de un sindicalismo activo,
determinaron que, tarde o temprano, los australianos experimentaran impuestos en una
amplia variedad de formas, incluyendo tributos sobre la herencia y rentas provenientes
de corporaciones, tierras o dividendos, en algunos estados con tasas progresivas,
afectando sobre todo a los sectores de mayores ingresos.
En Argentina, por el contrario, hasta los años treinta se estructuró un sistema
tributario regresivo, fuertemente ligado a los altibajos del comercio de importación, de
donde provenía la mayor parte de los recursos fiscales. En verdad, el gobierno federal
dependía de las condiciones del sector exportador, cuyas ventas permitían el pago de las
importaciones y el cumplimiento del servicio de la deuda externa, una fuente crucial de
financiamiento. Un consenso se formó alrededor de esta política: los sectores ligados a
la exportación abogaban por el “librecambio” al igual que los consumidores, a los que
se agregaban ciertas fuerzas representativas de los trabajadores que querían
importaciones baratas. Esto ayuda a explicar la resistencia a la reforma de un sistema
tributario regresivo y rígido. Sólo con la crisis mundial de 1930, cuando el comercio
internacional se derrumbó, el gobierno no tuvo más opción que encontrar otras fuentes
de ingresos como el impuesto a los réditos aunque, según lo calificaba un experto de la
época, Guillermo Pereles, “benigno en extremo en cuanto a progresividad”.11
En cambio, en Australia, sobre la base de un sistema impositivo más autónomo
del sector externo, hubo un pronto reconocimiento del hecho que el llamado “gasto
social” no debería verse como un coste sino como una inversión, de allí el nombre de
capital social. Este capital, entendido, entre otras cosas, como la provisión de pensiones,
un salario mínimo, un sistema legal de protección de los trabajadores, licencia por
maternidad, viviendas populares y otros programas –incluso educacionales–, no tenía
como propósito incrementar la producción en sentido estricto.
Sin embargo, contribuyó a ese fin elevando el nivel de vida del conjunto de la
población trabajadora y garantizando a los que ya no estaban en edad de trabajar que
pudieran consumir lo producido. Fortalecer el capital humano hizo posible que Australia
se adaptara más fácilmente a los cambios de las coyunturas económicas internacionales,
y avanzara tecnológicamente en formas más complejas de producción. Al mismo
tiempo, permitió el desarrollo de un sistema político estable, lo que no fue el caso de la
Argentina.
Cuando nuestro país implementó finalmente un esquema impositivo
comprehensivo y relativamente más justo –desde 1932–, los resultados se reflejaron,
aunque años más tarde, con la llegada del gobierno peronista al poder, en el
mejoramiento de las condiciones sociales y una mejor distribución de los ingresos.
Lamentablemente, el déficit presupuestario contribuyó a un pertinaz proceso
inflacionario y, luego, acompañado por otras circunstancias, a la crisis económica que
erosionó una parte importante de lo realizado. Aunque se había procurado establecer un
11
Revista Hechos e Ideas, octubre de 1940
26
Estado capitalista industrializado con niveles adecuados de capital social, el sistema
tributario no sólo no cumplió con sus objetivos sino que se tornó en un verdadero
impedimento. Hacia los años sesenta –concluyen Levy y Ross–, la evasión se verificaba
en gran escala y, junto con la inflación, hacía ineficaces las tasas existentes.
Aun con abundantes ingresos fiscales, debido a una coyuntura internacional
favorable y a la recuperación del mercado interno, el sistema tributario vigente en
Argentina presenta un alto grado de dependencia del comercio exterior –vía retenciones
y aranceles– y del IVA, un impuesto caro y regresivo. Es hora de comenzar a modificar
la estructura de la recaudación con vistas a tornarla más progresiva y eficiente,
rebajando el IVA, aplicando un gravamen a las rentas financieras y aumentando el
monto de las más altas alícuotas de las ganancias individuales. Estas medidas
mejorarían de inmediato los niveles de vida y la distribución de los ingresos, y podrían
–según la terminología de Levy y Ross– contribuir a la restauración del capital social
que el país necesita, lo que aseguraría, como en Australia, un crecimiento sustentable a
largo plazo.
Regulación vs. desregulación
A fines de 1991 se profundizó la desregulación económica interna, con un
avance hacia la flexibilidad del mercado laboral (mayor libertad de contratación
transitoria de personal por las empresas), la apertura a la competencia del transporte de
carga y de pasajeros y la disolución de los organismos reguladores de los mercados de
productos agrícolas y ganaderos. También se desreguló el funcionamiento del mercado
minorista (eliminación de restricciones existentes para la comercialización de alimentos
y medicamentos), de los seguros y de la práctica de algunas profesiones liberales (se
eliminaron los honorarios regulados por los consejos profesionales).
Mientras tanto, se avanzaba en una profunda reforma de las regulaciones del
comercio exterior. Desde 1976 comenzó un proceso de apertura caracterizado por la
rebaja de aranceles, agravado periódicamente por la sobrevaluación de la moneda local.
Estos lineamientos se profundizaron a partir de 1990. Luego de algunas vacilaciones
entre utilizar los aranceles como fuente de recursos adicionales para paliar el déficit
público o reducirlos como elemento disciplinador de los precios internos, predominó
esta última alternativa. El objetivo de reducir en un lapso de cuatro años el arancel
máximo al 20 % y eliminar los instrumentos para-arancelarios, como cupos, licencias y
prohibiciones de importación, se había alcanzado prácticamente hacia comienzos de
1991.
Otro capítulo fundamental del proceso de liberalización fue la apertura
financiera y la desregulación del mercado de capitales. Ya en 1989 se estableció una
total libertad de ingreso y egreso de capitales, y se autorizó la salida irrestricta de fondos
en concepto de royalties, intereses, dividendos, etc. A partir de 1990 comenzaron a
desregularse las operaciones en bolsas y mercados de valores locales, aumentando la
oferta de papeles de nuevas empresas. Se creó un régimen de oferta pública para
instrumentos financieros de empresas (las obligaciones negociables), proveyendo un
financiamiento a menor costo que en el mercado bancario. El mercado de capitales
también se vio favorecido por el ingreso masivo de inversiones financieras del exterior,
que convirtieron a la Argentina en un nuevo “mercado emergente”.
El pago de la deuda externa y las privatizaciones demandaban, por otra parte, la
apertura irrestricta de los flujos financieros con el exterior, ya que limitarlos se habría
contrapuesto a los requerimientos de los inversores externos para poder girar libremente
los beneficios a obtener. Asimismo, la lógica del pago de la deuda externa con fondos
26
externos reciclados, que incluyera tanto capitales argentinos fugados como créditos
externos nuevos, requería una apertura financiera.
En este contexto, se produjo una reconversión del sistema bancario por medio
del cierre de bancos oficiales, la privatización de bancos provinciales, una fuerte
reducción de los bancos cooperativos y un avance de entidades de origen extranjero.
Esta tendencia se profundizó luego de la crisis mexicana, para afianzarse con las
sucesivas crisis posteriores, lo que dio como resultado una importante concentración de
los depósitos y una acentuada disminución de la cantidad de bancos, a partir del cierre,
la fusión y la absorción de numerosas entidades. De 220 bancos existentes en noviembre
de 1990, hacia julio de 1999 sólo quedaban 121, a pesar de que el número de sucursales
totales había crecido ligeramente.
El proceso de concentración repercutió también en la captación de depósitos.
Como se observa en el gráfico precedente, en 1990 los primeros veinte bancos recibían
casi el 68% del total de depósitos, mientras que nueve años después el porcentaje se
había elevado a casi el 84%.
Las políticas de apertura y desregulación que hemos descripto se enmarcaban en
el objetivo de dejar en manos del mercado la reasignación de los recursos productivos,
bajo el supuesto de que aquél proporcionaba resultados más eficientes que otros tipos de
formas de regulación. Bajo este punto de vista, al someter al conjunto de las actividades
productivas a la competencia externa, la forma de conquistar nuevos mercados y
ampliar las exportaciones, consideradas como la llave del crecimiento económico, es el
incremento de la competitividad. Si bien existen diversos caminos para avanzar en esta
materia, uno de los principales medios elegidos por la conducción económica fue la
reducción del costo laboral por medio de la propuesta de una amplia flexibilización del
mercado de trabajo.
La flexibilización laboral fue una reforma largamente reclamada por algunos
grupos empresarios, cuyos antecedentes también se encuentran en las políticas
implementadas por la dictadura militar. Se trata de eliminar, o por lo menos acotar, las
denominadas “rigideces” del mercado de trabajo, es decir, todas las normativas, los
convenios colectivos de trabajo y los usos o costumbres que limitan las posibilidades
empresarias de dirigir la fuerza laboral de acuerdo con la conveniencia del proceso
productivo y de la valorización del capital por medio de una intensificación del trabajo.
Esta situación, que implica la eliminación de conquistas laborales, una
precarización de las condiciones de trabajo y el sometimiento creciente de los
asalariados al arbitrio de los empresarios, fue facilitada por la desmovilización social
generada a partir de la situación recesiva y la hiperinflación al final del gobierno de
Alfonsín, así como por el hecho de que una fracción importante de los dirigentes
sindicales pertenecía al partido que asumió el gobierno en 1989. La crítica coyuntura
durante los primeros años del gobierno de Menem redujo la capacidad de resistencia de
los trabajadores a las medidas que afectaban sus derechos laborales. La imposición de
condiciones de trabajo más laxas fue progresiva, plasmándose en sucesivas normas que
limitaron los incrementos salariales y agravaron las condiciones regresivas, lo que
permitió, entre otros aspectos, fraccionar vacaciones y aguinaldo, y reducir las
indemnizaciones tanto por el cese de la relación laboral como en los casos de accidentes
de trabajo.
Una de las leyes más significativas en materia de flexibilización laboral fue la
Ley Nacional de Empleo, cuyos objetivos principales eran, entre otros, la regulación de
las situaciones laborales en lo referente al trabajo “en negro”, la introducción de nuevas
modalidades contractuales con plazos determinados y la fijación de topes
indemnizatorios por despidos injustificados. Con esta reforma se establecía la
26
contratación temporaria y la reducción de las cargas sociales con las que, según el
gobierno menemista, se incentivaría a los empleadores para crear más puestos de trabajo
y, de esta manera, aliviar el problema del desempleo. Presentado a principios de 1990, el
proyecto respectivo fue aprobado en noviembre de 1991, debiendo vencer la resistencia
sindical al cambio de una tradición que prohibía los contratos de trabajo por tiempo
determinado. Sin embargo, no debió esperarse mucho para comprobar que la norma no
haría aportes notorios al combate contra el desempleo y el empleo “en negro”.
Los salarios reales, que ya habían sufrido una brutal caída durante el proceso
hiperinflacionario de 1989, bajaron un nuevo escalón a comienzos de 1990, para
mantenerse relativamente en los años siguientes. Sin embargo, a partir de ese momento
sufrieron también una fuerte dispersión, por lo que hubo sectores en los cuales se
produjo una recuperación en función de las condiciones particulares en que se
desenvuelven las empresas, y otros, como por ejemplo el sector público, donde las
remuneraciones cayeron violentamente en términos reales.
Asimismo, aumentaron notoriamente el desempleo y el subempleo, producto de
los despidos de personal del sector público, de la reducción del empleo industrial a
partir de la quiebra y reconversión de numerosas empresas que sufrieron el embate de la
apertura externa, y finalmente de las racionalizaciones de las grandes empresas que
reemplazaron en muchos casos mano de obra por equipos, incrementando la
productividad por trabajador. Aunque desde el punto máximo alcanzado en 1995 la
desocupación disminuyó levemente, continuó en niveles muy elevados. Sin embargo, la
reducción del desempleo se conjugó con un incremento del subempleo, es decir, de
aquellas personas que, teniendo un empleo, desean trabajar más tiempo o encontrar un
puesto acorde con un mayor nivel de calificación. La precarización laboral se reflejó
también en el incremento de la cantidad de trabajadores “en negro”, sin aportes
jubilatorios ni cobertura social, que se elevó al 36% de la población económicamente
activa (PEA).
La evolución del sector laboral permite poner en tela de juicio algunos supuestos
que se convirtieron en un verdadero dogma de las ideas económicas más difundidas al
fin del siglo. Ante todo, la evolución de los salarios y la del desempleo no corrieron de
manera paralela y no alcanzó a advertirse una correlación definida entre ambas
variables. Por lo tanto, parece difícil poder inferir sin más, como intentan hacer los
economistas de la corriente neoliberal, que existe una relación funcional directa entre el
salario y el desempleo y que la solución para este problema consiste simplemente en la
reducción de las remuneraciones de los trabajadores.
El descenso de los salarios tampoco ha incidido en forma notoria en el
crecimiento de la competitividad internacional de la economía argentina y en el
incremento de las exportaciones. Es que los salarios representan una fracción reducida
de los costos de las exportaciones, que se concentraron crecientemente en los últimos
años del siglo XX en torno a bienes de baja intensidad de mano de obra.
Por otra parte, una propuesta exportadora basada en la contracción del salario no
garantiza una mayor dinámica del crecimiento y puede conducir a resultados
paradójicos. En la Argentina, las exportaciones equivalen a casi el 12% del PBI. Eso
significa que para arribar a un 1% de crecimiento del producto, las exportaciones deben
aumentar más del 8%. De manera que se necesitan elevados incrementos de las
exportaciones para lograr tasas de crecimiento modestas. Si éstos, además, se concretan
a partir de un aumento de la competitividad asociada a la caída de los salarios, los
efectos del incremento del comercio exterior pueden verse esterilizados rápidamente. En
efecto, una reducción de entre el 1 y el 2% de la demanda interna es suficiente para
compensar un aumento del 8% en las ventas externas. Por eso, una estrategia
26
exportadora que se sustente en la “contención salarial” camina sobre una cornisa muy
peligrosa y encuentra serios riesgos de fracasar.
La privatización del sistema previsional
Un campo de gran importancia en la reforma del Estado que se llevó adelante en
la década del 90 fue el sistema de seguridad social, modificado radicalmente. Aquí, el
objetivo era pasar de un sistema público de reparto intergeneracional a uno de
capitalización a cargo de entidades privadas denominadas “Administradoras de Fondos
de Jubilaciones y Pensiones” (AFJP), tomando como referente al modelo implementado
en Chile a partir de 1981
El nuevo esquema dividía el sistema previsional en dos segmentos. Uno privado,
compuesto por las AFJP, y otro público, que conservaba las características del viejo
sistema de reparto. A diferencia del caso chileno, la opción por uno u otro era una
elección voluntaria de los aportantes, aunque quienes decidieran ingresar al sistema
privado no podrían retornar al de reparto. A diferencia del modelo norteamericano, que
combinaba ambas posibilidades, en el caso argentino los dos segmentos constituían
alternativas excluyentes.
El sistema de capitalización se basa en la idea de que quien aporta realiza un
ahorro para sí mismo. La AFJP le administra dichos ahorros, que le serán reintegrados
más tarde en forma de jubilación, a cambio de una comisión. En el sistema de reparto,
en cambio, el trabajador activo hace un aporte para el sostenimiento de la clase pasiva,
bajo una idea de solidaridad intergeneracional. Es por eso que el nuevo sistema fue visto
no sólo como un mero cambio de régimen jubilatorio, sino como una profunda
transformación cultural, que fomentó el reforzamiento del individualismo.
Según sus creadores, el sistema tenía varias ventajas. Una de las principales
apuntaba a que sería una suerte de ahorro obligatorio de los aportantes, estimulando el
crecimiento del mercado de capitales, ya que un porcentaje cercano al 50% de las
inversiones de las AFJP debía constituirse con títulos y acciones. Los fondos no eran
despreciables, pues la recaudación anual oscilaba alrededor de los 3.500 millones de
dólares, mientras que los pagos masivos por parte de las AFJP a la población pasiva
recién se producirían en 20 años, por lo que la mitad de la suma mencionada alimentaría
las necesidades de financiamiento del empresariado. El otro 50% debía ser destinado a
la compra de títulos públicos, con cuya venta el Estado tendría fondos para financiar el
antiguo sistema de reparto. De manera que en el corto y mediano plazo, hasta que la
población dependiente del viejo sistema no desapareciera, el Estado se veía obligado a
remunerar a las AFJP por fondos que anteriormente recibía en forma gratuita sobre la
base de los aportes de la población activa, ahora incorporada al sistema privado.
Además, se esperaba un alivio sobre las cuentas públicas en el largo plazo, al
reducirse el déficit ocasionado por las cajas de jubilaciones y pensiones. Es que el
sistema previsional arrastraba una profunda crisis, fruto de diversos factores como la
reducción de aportantes, la caída de los salarios –y, por consiguiente, de los aportes–,
una marcada tendencia a la evasión y una utilización indebida de los fondos por parte
del Estado. Con la privatización debería, pues, desaparecer el problema. Sin embargo,
dos elementos matizaron este supuesto beneficio en la realidad. Por una parte, el
endeudamiento derivado de los costos del período de transición se convirtió en una
gravosa carga para el Estado. En segundo lugar, el Estado garantizó una “prestación
básica universal”, de manera que aún una parte de los desembolsos privados seguía
recayendo sobre el sector público.
Además, se sostenía que la existencia de múltiples AFJP se contrapondría a la de
un único prestatario monopólico (el Estado), motivo por el cual se produciría una
27
desconcentración que favorecería la competencia. Tal argumentación no tomaba en
cuenta dos factores adicionales. Por un lado, mientras el Estado basaba su sistema en un
criterio de solidaridad social, las aseguradoras privadas tendrían como norte un criterio
de beneficio. Por otro lado, no resultó absolutamente cierto el proceso de
desconcentración, ya que el número de AFJP se situó en torno a 12, de las cuales la
mayor obtuvo casi un 30% de los afiliados. Un sistema oligopólico con criterio de
beneficio no necesariamente resultaba mejor para el trabajador que un monopolio estatal
con criterio social.
Los propulsores de la iniciativa –entre quienes jugó un rol principal el Banco
Mundial– omitían prolijamente algunas desventajas adicionales, como las altísimas
comisiones cobradas por las administradoras, que se elevaron por encima del 3% del
salario sobre el que se realiza el aporte. En otras palabras, según el momento (pues
sucesivas modificaciones redefinieron el monto de las comisiones y los porcentajes de
los aportes patronales), las comisiones constituyeron entre el 30% y el 45% del aporte.
Por otra parte, entre los costos del nuevo sistema se incrementaron las erogaciones
improductivas o superfluas. La competencia entre administradoras, por ejemplo, obligó
a crecientes gastos de publicidad que el viejo sistema no demandaba.
El proyecto aprobado por el Parlamento introdujo algunas modificaciones al
original, en especial en lo referente al valor de los aportes realizados al viejo sistema de
reparto, la elevación de la prestación mínima universal, el mantenimiento de la edad de
60 años para la jubilación femenina (el proyecto oficial proponía elevarlo a 65 años) y
el carácter optativo del nuevo sistema. La coyuntural abundancia de fondos permitió
realizar la transición hacia el nuevo sistema en forma algo más gravosa para el
gobierno, pero más suave para la población. Por otro lado, la venta de la mayoría del
paquete accionario de la petrolera estatal YPF suministró también parte de los fondos
necesarios para moderar el impacto de la reforma, permitiendo la cancelación parcial de
las deudas previsionales del gobierno.
A partir de la reforma, el sistema de capitalización recibió la porción mayoritaria
de trabajadores, algunos por opción y muchos otros por desconocimiento, ya que
aquellos que no manifestaran su voluntad explícita de permanecer en el sistema de
reparto serían reasignados a alguna AFJP. Según datos de la Superintendencia de AFJP,
en 2001 las AFJP tenían 8,7 millones de afiliados, mientras el sistema de reparto
contaba con 2,2 millones. Aunque uno de los supuestos beneficios del nuevo sistema
sería la elevación de la cantidad de aportantes, esto no se verificó, y de los afiliados
mencionados aportaban en 2001 efectivamente 3,1 millones y 671 mil, respectivamente.
Con el correr del tiempo, muchos interrogantes iniciales sobre el nuevo sistema
se fueron despejando, lo que dejó ver el lado más negativo de las previsiones. En primer
lugar, algunas evaluaciones señalaban una creciente desprotección social, verificable en
algunos elementos tales como que la población mayor de 65 años sin cobertura
previsional había aumentado del 25% al casi el 35% entre 1994 y 2001 o que el 90% de
los jubilados percibía prestaciones inferiores a la canasta familiar.
Por otra parte, un estudio estimaba que los trabajadores que contribuían a una
AFJP tenían en su cuenta individual menos dinero que el que habían aportado. Ello
como consecuencia de la incidencia de las elevadas comisiones percibidas por las
administradoras y de las pérdidas acarreadas por las inversiones realizadas con dichos
aportes.
El impacto fiscal de la reforma fue insoslayable, contribuyendo de manera clara
a generar un déficit fiscal creciente que se cubrió con endeudamiento, en buena parte
compuesto por bonos comprados por las AFJP. Es así que se ha señalado que el déficit
incurrido por el Estado para financiar los costos de la reforma previsional, ascendió a
27
unos 68.700 millones de pesos en el período 1994-2001, cifra que, contrastada con los
casi 71.000 millones de dólares en que se incrementó la deuda externa, habla del
impacto fiscal inmediato y de largo plazo del cambio de sistema. Simultáneamente, la
Prestación Básica Universal constituía cerca del 80% de la jubilación que recibirían los
beneficiarios, por lo que la responsabilidad de pago continuaba en manos del Estado,
que, no obstante, había privatizado la recaudación. La reforma previsional se convirtió
así en uno de los puntos más oscuros de las transformaciones ejecutadas en los años
noventa, en tanto sirvió para alimentar la especulación financiera y el desvío de
recursos, mientras se daba un tiro de gracia al régimen de previsión social.
Otro aspecto destacable de la reforma del Estado apuntó a la reducción y
redefinición del aparato administrativo. Incluyó inicialmente las habituales medidas de
racionalización característica de los planes de ajuste tradicionales, como congelamiento
de vacantes, jubilaciones anticipadas, retiros “voluntarios”, eliminación de organismos
considerados superfluos o reestructuración de ministerios y secretarías. Pero pronto se
profundizó, vinculándola al proceso de privatizaciones, de desregulación y de
descentralización. A principios de 1990 se creó el Programa de Reforma Administrativa
y hacia fines de setiembre se conformó el Comité Ejecutivo de Contralor de la Reforma
Administrativa, con amplias facultades para reestructurar la administración pública
nacional (APN) y los organismos descentralizados, en función de los principios de
desestatización, externalización, des-burocratización, descentralización, subsidiariedad,
desregulación y refuncionalización. Este programa contó con la ayuda técnica y
financiera del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, a través de un
préstamo de 650 millones de dólares.
El Decreto 2.476, firmado en el mes de noviembre de 1990, definió los objetivos
precisos en cada una de las áreas de la APN. La meta general era llegar a principios de
1993 con una dotación de 350.000 agentes frente a un millón en 1983. Se estableció
también el nuevo escalafón para el personal de la administración pública nacional,
denominado “Sistema Nacional de la Administración Pública” (SINAPA). El objetivo
de reducción de personal fue cumplido, ya que en 1995 quedaban 340.000 agentes en
dicho ámbito y la cantidad de empleados de empresas públicas y bancos oficiales cayó
de 359.000 a 57.000. En el año 2000, la administración pública nacional se había
reducido aún más: tenía un total de 291.287 agentes, el 1,8% de la población activa del
país. En contrapartida, el empleo en las provincias y municipios aumentó de 1.290.000 a
más de 1.650.000 entre 1989 y 1999 porque, como señala Oszlak, en la década del 90
“se produjo una ‘fuga’ del empleo público del Estado nacional hacia los Estados
subnacionales”. En este aspecto influyó la descentralización de funciones ya analizada,
que significó el retorno al concepto de Estado gendarme en lugar del Estado
productor/benefactor característico del período iniciado en la posguerra.
La demonización del Estado
Bajo el predominio neoliberal, al tiempo que el Estado se ausenta del ámbito de
la acción paliativa de las desigualdades sociales generadas por el mercado, e incluso las
acentúa a través de la legislación laboral y de políticas que fomentan el desempleo, haya
tenido una activa participación en la desregulación de las actividades financieras, la
apertura externa, la venta de activos públicos y el sostenimiento de un tipo de cambio
fijo. Política cambiaria, paradójicamente, en que la libertad de mercado no funcionaba
pero sí garantizaba la movilización de capitales externos y su tasa de rentabilidad y
posibilitaba, al mismo tiempo, el incremento del endeudamiento externo y la fuga de
capitales.
Más aún, si nos remontamos hacia atrás, la prédica del laissez faire y de un
27
Estado presuntamente imparcial producto de su no intervención en la actividad
económica, queda desenmascarada cuando se observa que la implantación de los
modelos neoliberales es precedida y acompañada por el terrorismo de Estado, como por
ejemplo en Chile en 1973 y en Argentina, en 1976. El discurso que promovía la retirada
del Estado de la esfera económico-social no impedía, en nuestro país, llevar adelante la
contención del salario nominal, la disolución de la CGT, la supresión de actividades
gremiales y la reforma a la Ley de Contratos de Trabajo. Tampoco significaba un
impedimento para implementar la Cuenta de Regulación Monetaria, una especie de
subsidio indirecto y garantía del sector financiero, así como la nacionalización de la
Compañía Italo-Argentina de Electricidad, de la que Martínez de Hoz había sido
director. Y todo ello por no mencionar la eliminación del impuesto a la herencia (que
beneficiaba directamente al entonces ministro de Economía) y la
socialización/estatización de la deuda externa privada, de la que fue responsable el
entonces presidente del Banco Central, Domingo Cavallo. Es decir, como afirmaba
Polanyi, “el laissez faire no era un método para lograr una cosa, sino la cosa que quería
lograrse”, sólo alcanzable por medio de la acción estatal e incluso fortaleciéndola si era
necesario para defender ciertos intereses.
A su vez, la evidencia histórica nos ofrece la mejor refutación a aquel lema que
reza que lo estatal es ineficiente de por sí, a priori, independientemente de sus
características estructurales y de los fines a los que tiende. Si nos remitimos al
continente sudamericano, algunas experiencias en el vecino Brasil nos servirán de
referencia. Hablamos, por un lado, del BNDES (Banco Nacional de Desarrollo
Económico y Social, inicialmente BNDE, creado durante la presidencia de Kubitschek),
que ejerció y ejerce un relevante papel en el financiamiento de proyectos de desarrollo
productivo, y por el otro, de la compañía petrolera de propiedad mixta Petrobras, una de
las más importantes del mundo y de la cual la Argentina, que privatizó YPF sin ninguna
justificación económica, habrá de abastecerse por la crisis energética. Al mismo tiempo,
si observamos al continente asiático, son emblemáticos los casos de Corea del Sur y
Taiwán, donde el Estado se ha involucrado en los procesos de industrialización a partir
de una burocracia autónoma, con coherencia administrativa y corporativa, estableciendo
pautas para el funcionamiento del capital privado y controlando y orientando el
desarrollo del capitalismo nacional.
Por último, cabría remitirse a la historia de los Estados Unidos, desde la
contribución al tendido de las redes de transporte en general (para construir barcos,
caminos, canales y ferrocarriles, a lo que debe agregarse la cesión de tierras para que se
llevasen a cabo tales proyectos), hasta los actuales déficits fiscales que sostienen la
recuperación económica (al igual que lo hicieron en la época de Reagan), pasando por el
New Deal, bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, y la siempre activa protección
de la industria y el agro nacionales.
Todo esto se ha hecho gracias al impulso del Estado y el gasto público. Pero el
programa de reforma neoliberal, a partir de la demonización del “gran elefante”, que se
llevó a cabo en nuestro país, en lugar de conducir a un Estado más ágil y menos
anquilosado, condujo deliberadamente a su retirada de sectores clave de la organización
económica y social, desprotegiendo al conjunto de la ciudadanía. Los bolsones de
indigencia, la masa de desempleados y la profunda crisis de valores que padece nuestra
sociedad (la impunidad jurídica, el deterioro de la educación y la miseria social son los
tres pilares sobre los que se asienta el problema de la inseguridad) hacen precisa, por el
contrario, la intervención del Estado, una mayor participación de éste en la satisfacción
de las necesidades sociales, en su rol de prestador de servicios públicos y en la
reconstrucción del tejido productivo. Y los medios para ello no deben venir de un
27
ilusorio financiamiento externo, que en la forma en que llegó se reveló nefasto para el
país, sino de la propia lógica del crecimiento interno que venimos experimentando
desde hace un año y que ha generado recursos financieros propios, aún estando
pendientes las reformas impositiva y previsional.
El exceso del superávit fiscal debe ser usado para pagar la inmensa deuda
interna que todavía tenemos. Como decía Keynes frente a la crisis del ‘30, “lo que nos
hace falta ahora no es apretarnos la cintura, sino animar la expansión y la actividad,
comprar cosas, crear cosas”. Para ello necesitamos la orientación y la participación
activa del Estado, aunque no podrá realizarse plenamente de no mediar un cambio
decisivo en la coalición de fuerzas y en las concepciones económicas que alcanzaron la
hegemonía desde la última dictadura militar.
El fin de las AFJP
A fines del año 2008, en un contexto de creciente intervención de Estado en la
economía, el gobierno argentino decidió eliminar el régimen de capitalización
individual que se había impuesto en la década del 90. Así se dispuso la conformación de
un único régimen previsional público, denominado Sistema Integrado Previsional
Argentino (SIPA).
La justificación de esta reforma descansó en la propia Constitución Nacional,
que en su artículo 14 bis establece que el Estado otorgará los beneficios de la seguridad
social y establece el seguro social obligatorio, a cargo de entidades nacionales o
provinciales, administradas por los interesados con participación del Estado. En este
sentido, el sistema privado establecido durante la convertibilidad se oponía al carácter
de dicho artículo constitucional, al dejar la administración del sistema en manos de
empresas privadas con fines de lucro.
La eliminación del sistema de capitalización privado y la reconstrucción de un
sistema público implicó la restitución de la arista social del sistema, ya que el conjunto
de los trabajadores activos contribuye para garantizar las jubilaciones de los
trabajadores pasivos. A su vez, el Estado volvió a asumir la obligación indelegable de
otorgar los beneficios de la seguridad social.
El sistema de jubilaciones privadas implicó la posibilidad que empresas privadas
se apropiaran de recursos previsionales mes a mes, a partir de los aportes jubilatorio
mediante abusivas comisiones. La re-estatización del sistema, entonces, no implicó la
apropiación del Gobierno de la caja jubilatoria, sino todo lo contrario: durante catorce
años fueron las AFJP las que lo hicieron en forma persistente, con la impunidad que
brinda el poder financiero sobre el dinero previsional de los trabajadores.
Con la creación del régimen administrado por las AFJP se buscó alimentar el
capital financiero con la transferencia de los ingresos captados sobre la masa salarial. Es
por ello que puede afirmarse que la introducción de dicho régimen fue un eslabón más
de la cadena de reformas estructurales implementadas durante los años noventa, bajo la
inspiración del Consenso de Washington y con el apoyo –ideológico y financiero– de
los organismos internacionales.
La eliminación de dicho sistema de capitalización implicó sin dudas un avance
en un contexto de avance del Estado sobre algunas actividades y funciones clave que se
habían dejado de lado en los años dominados por el neoliberalismo. En la Argentina, el
pensamiento liberal había avanzado más que en muchos otros países y lo ocurrido con el
sistema previsional fue un claro ejemplo.
Los regímenes de capitalización, como el que estuvo vigente en la Argentina
entre 1994 y 2008, no constituyen el tipo de sistema previsional más frecuente en el
mundo. Por el contrario, estos fueron establecidos en algunos países en desarrollo, en su
27
mayoría de América Latina y Europa del Este. En pocos países, este sistema ha durado
el tiempo suficiente como para poder evaluar sus resultados. En uno de los pocos países
en el que este sistema puede avaluarse a partir de su funcionamiento por varias décadas
es el caso de Chile. Y el resultado no parece ser alentador: el sistema privado no ha
logrado garantizar más que haberes de niveles mínimos a más de la mitad de sus
afiliados.
En este contexto, la reforma ocurrida en la Argentina en el año 2008, implicó sin
dudas un avance del Estado en cuanto a su intervención en la economía, en este caso
retomando funciones que le eran propias e indelegables, pero que el fervor liberal le
hizo perder a favor de intereses privados.
Ciencia y tecnología
Una de las características centrales de las economías periféricas reside en su
elevado grado de vulnerabilidad externa, que las torna considerablemente endebles
frente a los cambios en las condiciones internacionales. Entre los motivos principales en
los cuales se apoya esa debilidad, se encuentra la incapacidad de sus sistemas
económicos para desarrollar de manera endógena las innovaciones que guían la
evolución de los procesos productivos, siendo justamente esa dependencia tecnológica
la que impide que estos países generen y controlen internamente las fuentes de su
crecimiento económico.
En ese sentido, la mayor desintegración que en esas naciones presenta el aparato
productivo redunda en la creciente necesidad de importación, bien para acceder a ciertos
bienes de consumo, bien para completar los casilleros vacíos en la estructura industrial,
lo cual, a su vez, contribuye a reforzar esa dependencia, en la medida en que la
organización fabril pasa a responder a los parámetros dictados por una tecnología que
da respuesta principalmente a los requisitos planteados por las condiciones
socioeconómicas que se hallan en su lugar de origen, los países centrales. Asimismo, en
tanto no se alcance la frontera tecnológica, se configura un perfil de comercio exterior
donde las exportaciones se ven dominadas por productos que explotan las ventajas
derivadas de los recursos naturales o de la baratura de la mano de obra.
En nuestro país, interrumpido el proceso de industrialización por sustitución de
importaciones, que pese a no lograr eliminar estos y otros obstáculos había significado
un avance en esa dirección, esa dependencia se vio acentuada a partir de la
implementación de las políticas neoliberales. La brusca e indiscriminada reducción
arancelaria se conjugó con el progresivo retraso del tipo de cambio abriendo paso a un
camino que condujo, simultáneamente, a la desindustrialización y extranjerización de la
economía.
Al mismo tiempo, se produjo una ininterrumpida y creciente fuga de cerebros,
que es el correlato del escenario económico arriba descripto y se traduce, vaya paradoja,
en una nueva transferencia de fondos de la periferia hacia el centro: en un seminario
internacional se calculaba que la preparación de un médico argentino costaba al país 50
mil dólares mientras que en los Estados Unidos la suma era cinco veces mayor. Debido
a esta circunstancia, y al nivel de excelencia de nuestros especialistas, los países
centrales se llevan a científicos argentinos ya formados ahorrándose mucho dinero.
Sin embargo, la vinculación subordinada a los centros del poder económico
mundial demanda actores locales que viabilicen y legitimen esa relación. Como ejemplo
de ello, basta recordar la forma en la cual nuestro país se desenvolvió en la etapa del
modelo agroexportador a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, renunciando a la
imposición de aranceles a las manufacturas británicas que permitiesen el desarrollo de al
menos algunas industrias locales, tal el caso de los textiles y la maquinaria agrícola,
27
consecuencia del peso político de los sectores terratenientes. La conformación histórica
de nuestra élite junto con la inexistencia de proyectos de largo plazo son algunos de los
factores que contribuyen a explicar la baja participación que el sector privado nacional
tiene en la inversión en investigación y desarrollo. Este sector aporta tan sólo el 30% del
total invertido en ese rubro, cuando en Estados Unidos se eleva al 67%, en Canadá es
del 48% y en Brasil es del 40%.
El corolario de lo hasta aquí descripto es la relevancia que adquiere la
intervención del actor estatal. Contrariamente a los postulados del Consenso de
Washington, tan fervientemente asimilados por gran parte de la intelectualidad argentina
y latinoamericana, la experiencia del sudeste asiático demuestra la necesidad de que el
sector público, lejos de abandonar todo a los dictámenes del mercado, determine
prioridades que atiendan a un desarrollo económico y social autosustentable, para lo
cual la orientación y disciplinamiento del sector privado así como un sostenido
financiamiento de las actividades de investigación resultan claves. En particular, a
través de innovaciones tecnológicas que respondan a la formación de nuestros recursos
humanos y a las necesidades propias del país. Pero este paso exige previamente la
ruptura de la dependencia cultural, de forma tal de romper las cadenas que aún
esclavizan nuestra imaginación y concebir alternativas propias a los problemas que nos
toca enfrentar.
En última instancia, la dependencia tecnológica remite a la subordinación del
pensamiento, en el marco del complejo sistema de relaciones que se entablan bajo un
modo determinado de producción. Como Albert Einstein afirmaba en una visita a la
Argentina allá por 1940, los pueblos que no logren generar y proteger conocimientos,
“descubrir jóvenes talentosos y asegurar que permanezcan en su tierra... conservarán
litorales hermosos, iglesias, canteras y yacimientos, una historia fantástica, pero
probablemente no tengan las mismas banderas ni las mismas fronteras, ni mucho menos
éxito económico”.
Así, cabe preguntarse en qué medida el desarrollo de estas áreas de ciencia y
tecnología constituyen una prioridad en nuestro país. En ese sentido, una primera
muestra de su escasa relevancia es la escueta participación que los gastos en
investigación y desarrollo tienen en relación al PBI. Mientras para la Argentina ese
coeficiente fue de 0,41% en 2003, para Canadá, por mencionar una nación con la cual
son frecuentes las comparaciones, fue de 1,87%, al tiempo que para Alemania, por caso,
rondaba el 2,5% (debiendo recordarse las abultadas diferencias en cuanto a los niveles
de producto).
Asimismo, es aún más ilustrativo contrastar el valor de dicho coeficiente con el
1,04% que en el año 2000 presentaba Brasil, y que supone un factor que incide e
incidirá sobre las crecientes asimetrías entre los dos principales socios del Mercosur.
Esta reducida inversión se manifiesta paralelamente en nuestra estructura de comercio
exterior, en tanto la exportación de bienes con poco valor agregado y limitado grado de
sofisticación tiene como contrapartida la importación de bienes de capital y de la
tecnología no incorporada en aquellos bienes y que consiste básicamente en la
transmisión de conocimientos técnicos. Ahora bien, la referencia al perfil comercial nos
remite a las características del aparato productivo y a las políticas económicas que lo
delinearon, siendo que son aquéllas las que determinan el papel que ocupa la innovación
en el entramado productivo. Por ejemplo, la Argentina de principios del siglo XX, que
en el marco de una elevada concentración de la propiedad rural basaba su dinamismo en
las exportaciones de materias primas, ejercía un sesgo contrario a la producción local de
tecnología por medio de la ausencia de todo proyecto industrializador, que redundaba en
bajos aranceles a la importación de bienes manufacturados, a punto tal que ni siquiera el
27
sector de maquinaria agrícola fue desarrollado. Esta desaprensión permite explicar la
inexistencia de eslabonamiento productivo alguno en lo que hace a las actividades más
dinámicas, que se encontraban en manos extranjeras, como ser los frigoríficos y los
ferrocarriles. Desinterés que se plasmó en extremo en el Tratado Roca-Runciman, por el
cual el Estado Nacional se comprometía, entre otras cosas, a otorgar preferencia a las
empresas británicas en los contratos para aprovisionamiento de las empresas públicas,
como YPF, lo que suponía relegar a un segundo plano tanto la posibilidad de
abastecimiento local como las demandas técnicas (era Estados Unidos el que en ese
entonces poseía la tecnología de punta). Es decir, resignaba su rol de promotor del
desarrollo fabril para resguardar la cuota de las carnes argentinas en el mercado inglés.
Ya con el modelo de sustitución de importaciones, el impulso dado a la actividad
industrial y la necesidad de incrementar la producción agrícola, que era la que generaba
los saldos exportables indispensables para solventar las importaciones de insumos y
bienes de capital, conformaron una base objetiva que estimulaba la articulación de la
investigación científica con el aparato productivo y dieron lugar al surgimiento de la
CNEA, el INTA, el INTI y el Conicet. Paralelamente, desde mediados de los años
cincuenta y hasta el golpe militar de 1966, la Universidad de Buenos Aires, la más
grande del país, vivió su etapa más brillante, durante la que se creó además un valioso
instrumento de difusión: Eudeba.
Sin embargo, estos avances convivían con tendencias contrarias al progreso
tecnológico local. Por un lado, el alto grado de protección que requerían los nuevos
emprendimientos para no ser arrasados por los bienes provenientes desde el exterior, al
no estar acompañado por mecanismos estatales que condujesen a un mayor nivel de
competencia, desincentivaba los procesos de innovación. Por otro, la apuesta a los
capitales extranjeros no incluyó ningún tipo de exigencia en relación con la
participación de proveedores locales ni control sobre el pago de regalías, provocando
una escasa repercusión sobre la eficiencia del resto de la economía y manteniendo fuera
del país el centro de producción tecnológica, que permanecía allí donde se localizaban
las casas matrices. Así y todo, hacia principios de la década del 70 se observaba cierta
maduración, expresada en el aumento de las exportaciones industriales y en la evolución
de algunas industrias controladas por el capital local, como la farmacéutica.
Pero este camino se bloqueó a partir de 1976, cuando el modelo económico
implementado de allí en más afectó de diversos modos a la actividad científica y
tecnológica. En primer lugar, la salvaje represión que exigía su aplicación derivó en la
pérdida de numerosos investigadores, que continuaron la fuga de cerebros iniciada con
la recordada Noche de los Bastones Largos del 66, mantenida hoy bajo la forma del
exilio económico. Para captar cabalmente la dimensión de esta sangría, se calcula que
cerca de 7.000 científicos argentinos residen en estos días en el exterior, cantidad que
supera con amplitud a los que trabajan en la Argentina en el marco de la carrera del
investigador científico del Conicet. Peor aún, según Fernando Lema, del Instituto
Pasteur de París, la Argentina invirtió en las últimas décadas 40 mil millones de dólares
en preparar a los científicos que emigraron. Los países desarrollados, en especial
Estados Unidos, drenan una parte sustancial de nuestros recursos humanos, lo que
representa un financiamiento gratuito que no figura entre los pagos de nuestra deuda
externa.
En segundo lugar, la brusca reducción arancelaria, de la mano de un tipo de
cambio permanentemente atrasado y de la liberalización financiera, condujeron a la
reprimarización del aparato productivo y a la supremacía de la lógica especulativa,
factores que relegaron a un segundo plano las estrategias de innovación por parte del
sector privado. Con el predominio de las políticas neoliberales en los noventa, siguiendo
27
al pie de la letra las reformas estructurales propuestas por los organismos
internacionales de crédito, se llegó incluso a poner en cuestión el rol mismo de las
instituciones científicas en la sociedad.
En una reunión para la formulación del primer Plan Estratégico de Ciencia y
Tecnología de Mediano y Largo Plazo, el representante de uno de los grupos
industriales nacionales más importantes del país expresó que “el sector productivo tiene
pocos requerimientos (de ciencia), ya sea porque las multinacionales tienen su centro de
investigaciones en Detroit o porque en muchos casos en la Argentina se pueden hacer
excelentes negocios sin necesidad de invertir en ciencia y tecnología”. Aquí, continuaba,
“se privatizaron todos los servicios públicos y de esas exigencias (instalar laboratorios
de investigación) no hubo nada”.
Con el fin de apoyar a las ciencias, en Brasil, por ejemplo, las empresas privadas
pagan un impuesto para investigación y desarrollo en materia de petróleo, gas y otras
actividades productivas. Nada que ver con lo que pasó hace pocos años en la Argentina,
donde en lugar de proponer medidas parecidas un ministro de economía mandó, sin
vergüenza alguna, a los científicos a “lavar los platos”, por considerar sus actividades de
escasa importancia.
Es un hecho que la educación y los recursos destinados a la ciencia y a la
tecnología separan actualmente y separarán aún más en el futuro al mundo desarrollado
del que no lo es. Pero una política de estímulo a la actividad científica y tecnológica,
como la que se busca impulsar a través de actividades como la mencionada en este
artículo, está íntimamente asociada a los lineamientos generales que marcan el rumbo
económico y social de cada país y a la estructura productiva en la que ha de insertarse.
De la dirección que nuestros gobiernos adopten en este sentido dependerá nuestro
propio destino como nación.
Universidades y enseñanza pública
La Universidad de Buenos Aires, como otras universidades nacionales, ha
intentado tratar de diferenciarse de ser un simple “enseñadero” o una fábrica de títulos,
donde el conocimiento no se cuestiona ni se perfecciona. A pesar de las restricciones
presupuestarias globales, la UBA incrementó en los últimos años su presupuesto para
ciencia y tecnología; desarrolló programas de becas de investigación para estudiantes y
graduados; financió y apoyó proyectos de investigación; proveyó equipamiento
científico a distintos grupos e institutos; promovió vínculos internacionales y
actividades de difusión científica y técnica. Pero lo realizado, que parece mucho, es aún
insuficiente.
Las comparaciones internacionales son, en este sentido, aunque tomándolas con
cautela por las evidentes diferencias de desarrollo entre los países, bastante reveladoras.
Por supuesto, no es necesario referirse a las universidades más prestigiosas del mundo
como Harvard, Yale o Berkeley en EEUU, Oxford o Cambridge en Inglaterra u otras en
Europa. Una institución no tan conocida, como la Universidad Laval, de Québec,
Canadá, que cuenta con 36.000 estudiantes (poco más de un 12% que el de la UBA),
destinaba anualmente en la década del 90 más de U$S 100 millones a la investigación
(fondos internos y externos) y los presupuestos de los institutos que se dedican a ella en
las facultades dedicadas a las ciencias sociales alcanzan cifras de varios cientos de miles
de dólares.
La situación de la UBA, con ocho veces más alumnos (y mucho menor apoyo
estatal en proporción que algunas de aquellas universidades del primer mundo, incluso
privadas) es, por supuesto, muy diferente. No sólo la relación presupuesto de cienciatécnica/estudiante resulta abrumadoramente inferior, sino que los institutos de nuestra
27
universidad carecen de presupuesto propio; el rol del investigador aún no está bien
definido (por el estatuto de la UBA, todo profesor debería al mismo tiempo investigar,
como ocurre en las universidades que hemos mencionado, pero de hecho esto no
acontece); la infraestructura y remuneraciones se hallan muy alejadas de las que existen
en aquellos países.
La crisis de 2001 demostró la inviabilidad del modelo de país instaurado por la
última dictadura y profundizado en la década del 90, lo que abrió las puertas a un debate
respecto a qué clase de nación y de desarrollo quiere la Argentina. Entre las cuestiones
más importantes en discusión se halla la del tipo de educación superior necesario.
Algunos de los temas principales son los constantes fracasos de los aspirantes a entrar
en las universidades, ya sea por los exámenes de ingreso o por el abandono de los
estudios en las primeras etapas; la poca relación entre las carreras más numerosas y
aquellas disciplinas que podrían considerarse prioritarias económica, cultural y
socialmente; las falencias de los mecanismos de gobierno de las universidades públicas
que en muchos casos necesitan ser reformados; la débil incidencia de la investigación y
de los profesores con dedicación exclusiva en el conjunto de las actividades
universitarias; la dilatada sustanciación y escasa transparencia de los concursos o la no
realización de los mismos; la pérdida de autonomización de la universidad pública a
través de un control gubernamental implementado por las reformas neoliberales de los
noventa; la desfavorable comparación mediática entre la educación pública y la privada
en desmedro de la primera y la mayor creación y proliferación de universidades
privadas en las últimas décadas; el conocido problema presupuestario de las
universidades públicas, etc.
Al igual que en muchos otros países latinoamericanos, las universidades
argentinas fueron creadas según el modelo español, específicamente el de Salamanca.
De origen temprano, la Universidad Nacional de Córdoba abrió sus puertas en el año
1613, mientras que la Universidad de Buenos Aires hizo lo propio en 1821. Como en la
mayor parte del continente, las luchas de la Independencia en Argentina tuvieron un
fuerte impacto sobre el sistema universitario, que a partir de entonces y bajo la
influencia de la Ilustración francesa, adoptó el modelo de la universidad napoleónica,
con su culto al profesionalismo y su énfasis anti-teológico, al tiempo que se introducían
ciertas tendencias positivistas. Con todo, a diferencia de lo que acontecía en Europa,
estas instituciones de educación superior continuaron siendo de carácter patricio: tenían
acceso a las mismas únicamente los hijos de las clases más acomodadas.
La reforma universitaria que se impuso en Córdoba en 1918 significó un fuerte
cimbronazo a todo el sistema universitario latinoamericano: si las reformas posteriores a
la época de las luchas por la Independencia habían logrado alejar a las universidades de
la iglesia supeditándolas al Estado, la reforma del 18 buscó, y logró, la autonomía
respecto del mismo Estado. Sin embargo, a pesar del carácter más democrático de las
universidades públicas –lo que no quiere decir representativo de sus integrantes porque
sus gobiernos están, en muchos casos, cada vez más cooptados por corporaciones
profesionales o partidos políticos–, el sistema universitario continuó siendo por largo
tiempo para un grupo reducido de gente, aunque avanzado el siglo comenzó a
experimentar un crecimiento del número de instituciones, docentes y alumnos, a lo que
se sumó, desde 1958, la existencia de universidades privadas. De todos modos, el
sistema de educación superior en la Argentina se caracteriza todavía por un alto grado
de elitismo.
Por ejemplo, si analizamos la composición del estudiantado podemos observar
que existe una fuerte correlación entre el nivel socioeconómico y el grado de
escolaridad. Según datos del censo del año 2000, casi un 70% del estudiantado
27
universitario total pertenece a familias que se ubican en el 40% más pudiente de la
sociedad, mientras que los hijos de las familias comprendidas en el 40% más pobre no
llegan a representar el 15%.
En cuanto al ingreso, en algunas instituciones públicas prima un ingreso
presuntamente irrestricto, es decir, sin cupos ni examen pero con un Ciclo Básico
Común de un año, como en la Universidad de Buenos Aires, mientras que en otras el
examen de ingreso existe, como en Brasil, y constituye una barrera de entrada.
No obstante, el problema principal aquí son las falencias que provienen de la
educación secundaria, hecho corroborado en la misma UBA, donde la deserción en el
CBC es muy alta. El mecanismo de exclusión resulta así previo al inicio de las
actividades universitarias: o los sectores más desfavorecidos no pueden entrar en él o lo
abandonan pronto. Un hecho crucial para explicar este fenómeno es el deterioro de la
enseñanza media pública por las reformas de los años noventa. Algo que las clases más
pudientes y preparadas pueden sortear a través de colegios públicos de calidad
subsistentes o de la enseñanza privada secundaria, aunque prefieran todavía, por su
carácter gratuito y su prestigio, la educación superior pública. El resultado de esto es
que aún bajo un sistema universitario sin cupos, los sectores más pobres de la sociedad
argentina no tienen acceso a la educación superior. En consecuencia, no puede pensarse
en cambiarla sin llevar adelante, paralelamente, fuertes reformas en los niveles iniciales
y medios.
Otra problemática que merece ser analizada es que el sistema universitario
argentino nació divorciado del aparato productivo y del desarrollo científico, y en forma
altamente improvisada. Como señalaba Ortega y Gasset en 1929, en un artículo escrito
luego de un viaje a la Argentina, “el desarrollo, extensión y riqueza de la Argentina
obligan a que se instituya en poco tiempo un buen golpe de universidades con un
número muy crecido de cátedras”, mientras que en Europa “sólo cuando había un grupo
crecido de gentes que venían largamente cultivando una disciplina, se creaba el puesto
público para su enseñanza”. Aquí, según Ortega, se invertía el orden. “… y las cátedras,
los puestos, los huecos sociales surgen antes que los hombres capaces de llenarlos”. De
esa forma, se hizo “desde luego normal que las sirviese cualquiera, aún con la más
insuficiente preparación”. Por otra parte, durante la etapa agroexportadora, existió una
escasa relación entre las investigaciones realizadas y la producción nacional. Es así que
si bien resulta innegable, a pesar de las observaciones del filósofo español, la excelencia
alcanzada por algunas instituciones locales durante la primera mitad del siglo XX –y
también después–, el campo, que era la principal fuente de riqueza, nunca entabló
vínculos estrechos con la educación superior. Predominaron en ella las profesiones
liberales vinculadas a los servicios y no a la producción ni a la investigación científica
básica.
Pero tampoco el posterior proceso de industrialización se nutrió de desarrollos
tecnológicos generados por las universidades. Con él se abrieron las puertas para un
cambio, aunque nunca se lograron niveles de integración entre ciencia, tecnología y
aparato productivo similares a los existentes en el “primer mundo”, como en los Estados
Unidos, donde las universidades realizaron grandes aportes al sector productivo o a la
ciencia básica. Peor aún, la última dictadura militar puso un freno al proceso
industrializador, reprimarizando la economía y priorizando las actividades financieras.
Como consecuencia de ello, y frente a políticas estatales que promovían la importación
de tecnología, la universidad vio cómo se reducían sus recursos sin contar con la
presencia de sectores económicos que, en otros tiempos, requerían de sus egresados.
En conclusión, dado que Argentina se encuentra actualmente en un proceso de
redefinición de su modelo de desarrollo, es necesario repensar las razones del carácter
28
excluyente de la universidad, así como su grado de relación con el aparato productivo y
la importancia de tener una formación científica y humanística coherente con esas
aspiraciones. Resulta entonces crucial reflexionar sobre esta temática, para sustentar un
tipo de universidad acorde con la nueva etapa de crecimiento del país y con una mejor
distribución del conocimiento y de las competencias intelectuales y profesionales del
conjunto de sus habitantes.
28
28. La cuestión social
El siglo XIX
La Argentina de las últimas décadas del siglo XIX fue asediada por dos
problemas sociales que causaron desasosiego a la élite dirigente: la acelerada
urbanización y la inmigración. La conjunción de ambos problemas transformó a las
ciudades, particularmente Buenos Aires, en conglomerados confusos y heterogéneos
que generaron entre la dirigencia el temor y la inseguridad ante la posibilidad perder el
control de los sectores populares.
Las preocupaciones por el crecimiento descontrolado y escasamente planificado
se evidenciaron en varios terrenos: la atención médica, el hacinamiento, la salubridad y
la criminalidad. En este escenario, los higienistas reclamaron la participación del
gobierno en el cuidado de la salud popular y para evitar la propagación de las
enfermedades, sobre todo a partir de 1871 con motivo de las epidemias. Además,
demandaban la intervención estatal en los hogares humildes, considerados focos de las
enfermedades infecciosas.
Con fines preventivos, el Estado desarrolló dos estrategias de intervención. Por
un lado, la creación del Departamento de Higiene y Saneamiento (1880) y, por otro, el
Departamento de Disciplinamiento Urbano y la Asistencia Pública (1883), destinados a
la vigilancia y reglamentación de las modalidades de vida de los sectores populares para
prevenir enfermedades: control e inspección de bares, cafés, pensiones, mercados,
prostíbulos y hospitales.
Un peligro destacado por los higienistas fue el hacinamiento habitacional, pues
convertía a los pobres en potenciales transmisores de enfermedades. Para neutralizarlo
se recomendaba el mejoramiento del alojamiento popular, del lugar de trabajo y el aseo
personal.
A la labor preventiva del Estado se adicionó la acción de la Sociedad de
Beneficencia. Con aportes estatales, sostenía asilos de huérfanos, hospitales y
manicomios. En general desplegaba un patronato filantrópico tendiente a moralizar a los
trabajadores mediante el trabajo y la educación, ya que se consideraba al primero como
una solución a la vagancia y a la delincuencia.
En cuanto a la cuestión obrera, recién a partir de la crisis de 1890 comenzó a
adquirir relevancia, sobre todo debido al crecimiento de la masa laboral empleada en el
sector terciario (comercio, estatales, ferroviarios, tranviarios, portuarios, etc.). De todos
modos, la intervención estatal en esta problemática se consideraba ajena al quehacer de
la autoridad pública y la acción estatal se limitaba al tema médico-sanitario.
El Informe Bialet-Massé
A principios del siglo XX, el presidente Julio A. Roca, por iniciativa de su
ministro del Interior Joaquín V. González, le encargó al médico, abogado, ingeniero
agrónomo y empresario catalán Juan Bialet-Massé un informe sobre las condiciones de
vida de la clase obrera y de los indígenas en la República. Sus conclusiones fueron
lapidarias y su efecto de tal magnitud que se lo considera el precursor del derecho
laboral.
Poniendo al desnudo la Argentina profunda, oculta tras la aparatosa Argentina
agroexportadora, Bialet-Massé recorrió el país poblado, a excepción de Corrientes,
Catamarca, Mendoza y Buenos Aires. Comprobó la explotación de los peones criollos a
través de largas jornadas de trabajo, salarios misérrimos, pesadas labores, bajo el agobio
del calor, el paludismo, las aguas contaminadas y la persecución. Desnutridos,
hacinados y viviendo en condiciones promiscuas, borrachos y destinados a una
28
mortalidad prematura.
Denunció la explotación laboral de las mujeres y el trabajo infantil en tareas
insalubres. Reveló la extorsión a la que eran sometidos los trabajadores de los obrajes:
“El maltrato, el vale, la proveeduría, la balanza fraudulenta, son los medios
generalmente empleados, las formas del abuso… una noche, estando en Reconquista,
comentábamos el hecho de un establecimiento que había pasado nueve meses sin pagar
a sus obreros. Un obrajero y plantador de algodón encontraba el hecho lo más natural y
legítimo. Les habían dado ración y vales que muchos habían enajenado al 50 y 25 por
ciento por 100 de su valor escrito”.
Su informe fue acompañado de varias propuestas para confeccionar una
legislación laboral y de seguridad social así como de consejos para humanizar las
condiciones de trabajo, mejorar la productividad, reducir los accidentes laborales,
promover explotaciones, obras de irrigación, cultivos industriales, talleres y artesanías
regionales.
La Semana Trágica
Una huelga en los talleres metalúrgicos de Pedro Vasena e Hijos a fines de 1918,
desencadenó varios episodios de violencia y muerte que pusieron en evidencia la
permanencia de la situación de “extranjería” con la que se acorralaba al grueso de los
trabajadores y la escasa receptividad social hacia sus demandas. La huelga estalló a
partir de la negativa patronal a satisfacer una serie de demandas que incluían la jornada
de ocho horas, mayores remuneraciones, la vigencia del descanso dominical y el
mejoramiento de las condiciones de trabajo.
En enero de 1919, la prolongación de la huelga derivó en los sucesos de la
denominada Semana Trágica. El día 5, en una refriega entre la policía y los huelguistas,
murió un joven oficial. El día 7, por la tarde, en Avenida Alcorta y Pepirí, los
huelguistas trataron de convencer a los conductores de las chatas que salían del depósito
de Pompeya para que se plegaran a la huelga. Ante la negativa, apedrearon seis chatas y,
sorpresivamente, fueron baleados por los policías y bomberos que custodiaban los
vehículos. Comenzó un tiroteo que se prolongó durante dos horas y en el que
participaron 110 policías y bomberos. La policía tuvo tres heridos leves mientras que
entre los huelguistas y los vecinos del barrio hubo 4 muertos y una treintena de heridos,
algunos de los cuales morirían después.
El gobierno de Hipólito Yrigoyen procuró infructuosamente que empresarios y
obreros llegaran a un acuerdo. Vasena se negó a tratar con los huelguistas y pidió mayor
protección policial. El gobierno fue tomando conciencia de la importancia de la huelga.
Si bien en un principio no había reforzada las fuerzas represivas, pronto se vio invadido
por el pánico. Yrigoyen desplazó al jefe de la policía y lo reemplazó por un hombre de
su confianza: Elpidio González. El nuevo jefe se dirigió a los talleres Vasena, conversó
con el titular de la firma e intentó calmar a los obreros prometiéndole la rápida
resolución del conflicto. Los piquetes de obreros volcaron y quemaron su coche en San
Juan y Loria. Inmediatamente, González dispuso una de las primeras medidas de
emergencia: el acuartelamiento de todas las fuerzas de represión. El Presidente, por su
parte, decidió la movilización de tropas del ejército. Hasta ese momento, los disturbios
no se habían generalizado y estaban circunscriptos a los alrededores de los talleres.
El 9 de enero, día de la inhumación de las víctimas de la represión, el cortejo que
acompañaba a los restos de las víctimas inició su marcha hacia el cementerio de la
Chacarita. Una multitud de decenas de miles de personas, compuesta por numerosas
delegaciones gremiales, mujeres y niños, banderas rojas y negras, encabezada por un
grupo de 150 hombres armados y un coche con los miembros de la conducción de la
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FORA 9º, transportaba los féretros. Durante el trayecto se produjeron varios incidentes
con las fuerzas policiales, los bomberos y efectivos del ejército y en las proximidades
del cementerio un nuevo tiroteo dispersó a parte del cortejo. Cuando el resto del cortejo
entró al cementerio, donde hicieron uso de la palabra algunos representantes obreros, sin
razón aparente, la tropa que rodeaba el cementerio disparó sobre el gentío reunido
provocando una nueva matanza, calculada en cerca de 20 muertos y varias decenas de
heridos. Los féretros quedaron sobre sus tumbas, sin haber recibido sepultura.
En la noche de ese día luctuoso, la II División del ejército, con asiento en Campo
de Mayo, bajó a la Capital ocupando la Plaza del Congreso. Aparentemente, el Gral.
Luis Dellepiane, su comandante, tomó la decisión sin contar con la autorización del
presidente mientras corrían rumores acerca de la posibilidad de un golpe de Estado.
Dellepiane fue designado comandante militar de la ciudad e instaló su comandancia en
el Departamento Central de Policía. Bajo su mando, en Buenos Aires se concentraron
más de 10.000 policías, bomberos, soldados del ejército y la marina. La presencia de
Dellepiane sirvió a los sectores conservadores para acentuar su presión a favor de una
fuerte acción represiva.
Al día siguiente, una huelga general en repudio a la represión policial y en apoyo
a los trabajadores de Vasena paralizó a la ciudad de Buenos Aires. El gobierno declaró
el estado de sitio y reprimió a los anarquistas mientras presionaba a los Vasena para que
aceptaran las demandas de los trabajadores. Días después, la huelga llegó a su fin.
Entre los sectores altos y medios de la sociedad creció la idea acerca de una
inminente revolución bolchevique y de la incapacidad gubernamental para controlar la
situación. Esta conjetura motivó la aparición del terror blanco, desatado por sectores
conservadores contra los judíos, los locales sindicales, bibliotecas, imprentas y centros
culturales de los trabajadores. Para coordinar la acción represiva de estas fuerzas civiles
se creó la Liga Patriótica, que conformó “brigadas” coordinadas con el accionar de la
Policía Federal.
La Patagonia rebelde
Una ola de agitación obrera emergió en la Patagonia, en 1921, impulsada por
una sociedad obrera anarquista fundada en Río Gallegos. Los reclamos de mejoras
salariales, ocho horas de trabajo y condiciones higiénicas se difundieron hasta las
grandes estancias dedicadas a la cría de ovejas. Estos establecimientos eran propiedad
de tres grandes firmas con intereses extranjeros y nacionales: Braun-Menéndez Behety,
José Montes y Cía., y Bridges y Reynolds, que sometían a los trabajadores a
condiciones laborales particularmente duras y mal remuneradas. Se declaró, entonces,
una huelga que originó escaramuzas armadas entre los huelguistas y las fuerzas al
servicio de los estancieros, quienes solicitaron ayuda al gobierno nacional. Yrigoyen
cedió a estas demandas, reemplazó al gobernador de Santa Cruz –comprometido con los
terratenientes– por un nuevo gobernador y envió tropas militares, comandadas por el
Tte. Cnel. Héctor B. Varela. En enero de 1921, luego de contactos entre el gobernador y
el jefe militar con los obreros, se llegó a un principio de acuerdo entre las partes que
pareció poner fin al conflicto. Sin embargo, el acuerdo no fue respetado por los
estancieros, por lo que la huelga se reinició. La segunda huelga se hizo extensiva a todo
el territorio de Santa Cruz, involucrando a peones rurales argentinos y chilenos, bajo la
conducción de anarcosindicalistas europeos. La policía reprimió la huelga en las
ciudades deportando o encarcelando a varios dirigentes. En el campo, grupos de peones
armados recorrieron las estancias, las ocuparon y tomaron a sus dueños en calidad de
rehenes.
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Entonces, el Poder Ejecutivo –presionado por los empresarios y la Liga
Patriótica Argentina– reaccionó de inmediato y los militares retornaron a Santa Cruz.
Varela, por su cuenta, impuso la ley marcial y en lugar de la negociación decidió
reprimir abiertamente. En algunos parajes, luego de ser desarmados, los trabajadores
fueron fusilados por tandas, haciéndoles cavar sus propias fosas. Otros fueron
degollados o quemados, luego de dejarlos atados a los alambrados durante toda la noche
patagónica. Los obreros fueron despojados de todas sus pertenencias, entre ellas los
certificados de propiedad de sus caballos y los vales que acreditaban los jornales
adeudados. El número de obreros muertos como resultado de la represión, incluyendo el
fusilamiento de muchos de ellos, fue cuantioso (estimado en más de mil), mientras que
las tropas sólo experimentaron dos bajas. Este episodio se conoció con el nombre de la
“Patagonia trágica”.
El 17 de Octubre de 1945
A principios de julio de 1945, el gobierno militar surgido el 4 de junio de 1943
convocó al pueblo a elegir sus autoridades a fin de año. La convocatoria fue
acompañada del compromiso de no prohijar candidaturas oficiales y de asegurar
elecciones libres. A continuación, Perón ofreció cargos importantes en el gobierno a
dirigentes del radicalismo, intentando dividir al partido de Alem, capitalizar sus
disidencias internas y atraer al ala de la intransigencia yrigoyenista. Si bien no obtuvo
los resultados esperados, varios radicales aceptaron el ofrecimiento y desde el
Ministerio del Interior se anunció el levantamiento del estado de sitio, impuesto por el
presidente Castillo y mantenido por los militares, para facilitar la actividad de los
partidos políticos.
No obstante, la situación política se enrareció al punto de poner en peligro la
estabilidad del gobierno. En setiembre, la multitudinaria Marcha de la Constitución y la
Libertad, impulsada por la oposición, fue seguida por una declaración de los almirantes
retirados más prestigiosos que, en nombre de la oficialidad de la Armada –fuerza
mayoritariamente antiperonista–, reclamaron la rápida normalización constitucional. El
Gral. F. Rawson intentó sublevar a tropas militares en Córdoba para derrocar al
presidente Edelmiro J. Farrell. Ante esta actividad opositora enderezada a derribarlo, el
gobierno reimplantó el estado de sitio, reprimió a los opositores y silenció a la prensa.
Finalmente, a principios de octubre la oposición pareció lograr su objetivo. Su
presión y la de la oficialidad de Campo de Mayo determinaron que el 9 de octubre
Perón renunciara y que, posteriormente, fuera detenido en Martín García. Sin embargo,
los partidos políticos tradicionales rechazaron la propuesta de integrar un gabinete
reorganizado. Exigían, en cambio, que el gobierno fuera entregado a la Suprema Corte
de Justicia, bastión liberal y objetor de muchas de las medidas de Perón en beneficio de
los trabajadores.
Las dudas del ejército frente a una demanda cuya satisfacción implicaba un
revés para las instituciones militares fueron capitalizadas por los dirigentes sindicales de
la CGT. Estos recogieron la inquietud de los trabajadores que interpretaron que con el
desplazamiento de Perón corrían peligro las conquistas sociales obtenidas gracias a su
gestión. Por su parte, con anterioridad, el teniente coronel Domingo A. Mercante, amigo
y colaborador de Perón, y miembro del GOU, mantenía conversaciones con dirigentes
gremiales para promover su libertad. Además, varios sindicalistas autónomos como el
dirigente del gremio de la carne, Cipriano Reyes, promovían una movilización en el
mismo sentido. Finalmente, el llamado cegetista a una huelga general en apoyo de la
liberación de Perón, programada para el 18 de octubre, fue anticipado por una
movilización popular, compuesta principalmente por trabajadores provenientes del Gran
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Buenos Aires. Así, el 17 de octubre una muchedumbre en la Plaza de Mayo exigió y
logró la libertad de su líder y su retorno al poder.
Perón volvió a ocupar el centro del escenario político. El ejército debió aceptar
su regreso a disgusto y recibir el inesperado apoyo popular y de los sindicatos. El
Coronel aparecía como el único candidato posible del Ejército para las elecciones –
ahora adelantadas para febrero de 1946– y el heredero de la revolución del 4 de junio.
El gabinete nacional experimentó su última reorganización. Los nuevos
integrantes respondían a Perón, aunque éste no formaba parte del gobierno. El nuevo
ministro de Guerra relevó a todos los jefes de regimiento de Campo de Mayo y depuró
de antiperonistas los mandos militares de todo el país. En el curso de dos semanas, todo
foco insurreccional y opositor dentro de las Fuerzas Armadas fue eliminado. El régimen
militar cumplía su promesa de asegurar el ejercicio de la soberanía popular, justificando
su intervención y logrando conservar el poder para devolverlo a alguien surgido de las
filas del ejército, y no a los partidos tradicionales.
La gente venía del sur
Relato testimonial de Sebastián Borro, un obrero que participó de la jornada aquel
17 de octubre, aparecido en La Opinión Cultural el 15 de octubre de 1972
El 17 de octubre de 1945 me encuentra cumpliendo tareas en un establecimiento
metalúrgico ubicado en Constitución, sobre las calles Luis Sáenz Peña y Pedro Echagüe.
Yo tenía entonces 24 años de edad. Mi oficio era oficial tornero mecánico… En la mañana
del 17 de octubre, aproximadamente a las 9, grupos de personas venían desde Avellaneda y
Lanús avanzando hacia el centro de la ciudad. Pasaron por la calle Sáenz Peña, observaron
que había un taller mecánico (donde trabajaban 130 personas), se acercaron a nosotros y
nos dijeron: “Muchachos, hay que parar el taller, hay que salir a la calle a rescatar a
Perón”.
Las noticias que teníamos en ese momento eran que Perón estaba detenido y que
todo lo que se hacía era para rescatarlo. Efectivamente, el taller paró y la gente salió a la
calle. Algunos fueron a sus casas. Pero la gran mayoría siguió con los compañeros que
venían del sur. Fuimos caminando hacia Plaza de Mayo y habremos llegado
aproximadamente a las once y media, porque en el camino íbamos parando los diversos
establecimientos de la industria metalúrgica y maderera que había por Constitución.
A esa hora no había tanta gente como la que hubo por la tarde, que cubrió toda la
Plaza. En la marcha hacia allí se pintaban sobre los coches, con cal, leyendas como
“Queremos a Perón”. También sobre los tranvías. La gente se paraba y reaccionaba a favor
de la manifestación que iba a Plaza de Mayo para tratar de cumplir con la idea que tenían
los que habían organizado eso. Perón había aplicado leyes nuevas y otras las había
ampliado: pago doble por indemnización, preaviso, pago de las ausencias por enfermedad.
Eran cosas que antes no se cumplían; hasta ese momento, donde yo trabajaba, no se
cumplía ninguna de esas leyes. Le voy a decir más: creo que pocos días antes de su
detención, Perón había conseguido un decreto por el que se debían pagar al trabajador los
días festivos: 1º de mayo, 12 de octubre, 9 de julio, etcétera. Recuerdo que uno de los
patrones nos dijo entonces: vayan a cobrarle a Perón el 12 de octubre (ya estaba detenido).
Después del 17 de octubre cobramos ése y muchos días más.
Siguiendo con el 17, llegamos a la Plaza; cada vez se hacía más entusiasta; había
alegría, fervor. Frente a la Casa Rosada empezaron a armar los altavoces. Hablaron
distintas personas, el coronel Mercante, Colom, que fue uno de los últimos oradores.
Trataban de ir calmando a la gente: por cada intervención de los oradores, la reacción era
más fervorosa a favor de Perón. Se decía que venían trabajadores del interior del país. No
lo puedo probar. Recuerdo, sí, que era una tarde muy calurosa y la gente se descalzaba y
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ponía los pies en las fuentes, muchos por haber caminado tanto. Concretamente lo que yo
presencié era la gente que venía del Sur. Berisso, Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora. A
medida que crecía la cantidad, en la Plaza de Mayo aparecían los carteles. Por primera vez
yo observaba algo igual: nunca había visto una asamblea tan extraordinaria. Cuando el
coronel Perón apareció en los balcones sentí temblar a la Plaza. Fue un griterío
extraordinario que nos emocionó de tal manera. Todo parecía venirse abajo.
Unos días antes se decía que Perón estaba gravemente enfermo. Por los parlantes se
había anunciado que el coronel Perón se encontraba bien de salud y que estaba en el
Hospital Militar. En un momento, Colom dijo, más o menos: “Quédense que vamos a traer
a Perón”. Mucha gente gritaba por Perón –quizá por primera vez– sin tener todavía
conciencia clara de su actividad. Porque, además, la gran prensa trataba de desvirtuar la
figura de Perón. La gente se enteraba a través de los delegados o los activistas pero no por
la prensa, que casi en su totalidad estaba en contra. Aunque él había hablado en distintas
oportunidades desde la Secretaría de Trabajo. Y se había hecho carne que era un auténtico
defensor de los derechos del trabajador.
Nos causó mucho dolor saber que lo habían detenido pero –en lo que respecta a mí
y un grupo de compañeros– sinceramente nos considerábamos impotentes, porque recién
estábamos despertando, después de muchos años, en el país. Para otros –quizá– con
anterioridad, pero a partir de ese 17 de octubre despierta la conciencia para nosotros. Se
hace carne que al pueblo tiene que respetársele como tal, cosa que Perón proclamaba
diariamente. De ahí que, si bien nos sentíamos impotentes, podíamos hacer algo: sacar a
Perón de las garras de la oligarquía y colocarlo en el lugar que correspondía para que sea
permanente una auténtica justicia. Es decir, ese idealismo que teníamos nunca lo habíamos
vivido en el país. No creí que iba a haber tanta gente en la Plaza; lo que sí pensaba era que
el agradecimiento del pueblo a Perón tenía que ser auténtico. Pero yo no conocía la
reacción de la gente, hasta que la viví.
La Opinión Cultural, 15 de octubre de 1972
El Cordobazo
El eco de las luchas de trabajadores y estudiantes en Europa y los Estados
Unidos anidó en la Argentina donde existía una sociedad cada vez más cerrada y
opresiva que anunciaba una severa crisis. En el mes de mayo de 1969, los estudiantes
correntinos de la Universidad del Nordeste se opusieron a la privatización del comedor
universitario y al retorno de los claustros “oligárquicos”. Durante esos reclamos, la
policía provincial asesinó a un estudiante, lo que desató un estallido de protestas
callejeras en La Plata, Tucumán, Córdoba y Santa Fe, donde las fuerzas de seguridad se
cobraron una nueva víctima estudiantil. Por su parte, en Rosario fue asesinado un obrero
y la furia popular desbordó a las fuerzas policiales, a tal punto que la ciudad y sus
alrededores fueron declarados “zona de emergencia”.
En aquel contexto, en la ciudad de Córdoba, transformada en un importante polo
industrial, se dio la conjunción de protestas sindicales junto a las reivindicaciones de los
estudiantes, que tenían como mira la presencia de un gobierno dictatorial e ilegítimo. El
26 de mayo de 1969, un plenario de la CGT de los Argentinos (CGTA) que había
reunido a los sindicatos metalúrgicos, madereros y de Luz y Fuerza, liderado este último
por Agustín Tosco, junto a los mecánicos conducidos por Elpidio Torres y a la Unión
Tranviarios Automotor (UTA) a cuyo frente se encontraba Atilio Hipólito López,
decidió implementar un paro y movilización para el día 29. Esta medida fue apoyada de
inmediato por la mayoría de los estudiantes universitarios cordobeses agrupados en
diversas corrientes ideológicas como Integralismo, FEN, MUR, Franja Morada, y hasta
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los de la Universidad Católica, influidos por sacerdotes tercermundistas de la
Agrupación de Estudios Sociales.
El jueves 29 de mayo de 1969, miles de manifestantes iniciaron una huelga en la
ciudad de Córdoba y sus alrededores Una columna de más de 3.000 obreros que había
partido de la planta de IKA-Renault, en Santa Isabel, fue interceptada por la policía a
treinta cuadras del centro, pero espontáneamente el grupo –liderado por Elpidio Torres–
se disgregó y volvió a reunirse en otro sector. Más adelante, un efectivo policial
desenfundó su arma y apuntando a la multitud, asesinó al obrero Máximo Mena. Cerca
de la Plaza Colón, varios comercios comenzaron a ser devorados por las llamas:
ardieron la confitería Oriental –sitio de reunión de sectores de poder locales, según los
insurgentes– y establecimientos de las firmas Xerox, Thompson & Williams, Casa
Muñoz y Burroughs. De las concesionarias de automóviles se sacaron vehículos para ser
incendiados en las calles y sólo se permitía el paso a los bomberos cuando las llamas
amenazaban con expandirse a los edificios cercanos. También fueron incendiados o
destruidos el Banco del Interior, el Ministerio de Obras Públicas y el casino de
suboficiales, cuyas provisiones pasaron a manos de los nuevos dueños de la ciudad, que
habían logrado dominar unas 150 cuadras, mientras la policía, ya sin gases
lacrimógenos, se retiraba desbordada por los acontecimientos.
Cuando la IV Brigada de Infantería Aerotransportada, a cargo del general Jorge
Raúl Carcagno, ingresó en la ciudad ante la solicitud del gobernador Carlos José
Caballero, los manifestantes buscaron refugio en zonas alejadas, mientras pintaban al
paso: “Soldados, hermanos nuestros, no tiren”. La rebelión se controló, finalmente, el
sábado 31, después de que algunos barrios como Yofré y Clínicas, que ofrecieron una
tenaz resistencia, fueron allanados casa por casa. El saldo oficial de aquella
manifestación popular, conocida desde entonces como el Cordobazo, dejó 16 personas
muertas –aunque se estima que llegaron a 35–, se realizaron 2.000 detenciones y 34
manifestantes fueron condenados por los consejos de guerra, además de los daños y
destrozos materiales a la propiedad privada y a los edificios públicos.
Concebido como una protesta contra el plan económico y el repudio a la
dictadura militar, el Cordobazo fue para Onganía “la primera demostración subversiva
notoria”. También, al mismo tiempo, el inicio de una serie de levantamientos populares
en otros puntos del país que hirió de muerte a su régimen.
La represión procesista
Para llevar a cabo su objetivo de disciplinamiento social, la Junta Militar que
entronizó el Proceso de Reorganización Nacional se atribuyó potestades para reformar
la Constitución, dictar leyes, resoluciones, instrucciones y hasta condenas, encubiertas
bajo el rótulo de “actas institucionales”. Precisamente, mediante un Acta de
Responsabilidad Institucional dictada el 23 de junio se sancionó con la pérdida de los
derechos políticos y gremiales, la inhabilitación para ejercer cargos públicos, la prisión
y la prohibición de administrar sus bienes personales a una larga lista de figuras
políticas y sindicales, entre las que se encontraban la ex presidente María Estela
Martínez de Perón y sus antecesores Cámpora y Lastiri. También se modificó el Código
Penal, incorporando la pena de muerte, “que será cumplida por fusilamiento y se
ejecutará en el lugar y por las fuerzas que el Poder Ejecutivo designe, dentro de las 48
horas de encontrarse firme la sentencia”.
El dictador Videla afirmó que en la nueva etapa iniciada seguiría siendo
prioritaria la lucha contra la llamada “subversión”, “cualquiera sea la forma que ella
adopte”. Dado que la Junta Militar ejerció las atribuciones correspondientes a todos y
cada uno de los poderes, la lucha antisubversiva adquirió las características de un
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terrorismo de Estado sólo limitado por los hechos y por la voluntad de quienes ejercían
el poder. Por otra parte, la represión se encontraba descentralizada y compartimentada
de hecho y de derecho. Se establecieron zonas de operaciones que eran rastrilladas en
busca de información, recurriendo al interrogatorio de sospechosos bajo torturas,
ejercitando represalias contra familias enteras y ejecutando a rehenes. En este marco, los
jefes de los cuerpos militares se transformaron en soberanos de cada zona, contando con
la colaboración de fuerzas de seguridad autónomas y, a menudo, en competencia con
servicios de seguridad de armas rivales. Cada fuerza armada parecía actuar con entera
independencia junto a los servicios de información del Estado y las policías federal y
provinciales. A ellos se agregaron las fuerzas parapoliciales, vinculadas a la
ultraderecha, juzgadas por el ministro de Relaciones Exteriores como “anticuerpos”, es
decir, como mecanismos espontáneos de autodefensa del cuerpo social.
Los “subversivos” o sus supuestos simpatizantes eran capturados en sus
domicilios o lugares de trabajo. Entre los sitios de detención existían centros
clandestinos –como La Perla y El Olimpo–, algunos de los cuales quedaban en
establecimientos militares (Escuela de Mecánica de la Armada, Campo de Mayo, etc.),
cuyo conocimiento no era público. De este modo, los detenidos, sometidos a torturas y
otros vejámenes, entraban en una zona oscura donde toda intervención jurídica –habeas
corpus– o humanitaria se volvía casi imposible y se tornaba riesgosa para quienes la
emprendían. Por su parte, las autoridades respondían a los reclamos de los familiares
afirmando el desconocimiento del paradero de las víctimas. Esta metodología represiva,
mantenida en secreto, dio origen a la nueva figura del detenido-desaparecido.
No había reconocimiento oficial de las ejecuciones. Ningún juez civil o militar
firmó una sentencia de muerte, pese a que la reforma del Código Penal incluía dicha
pena para ciertos actos terroristas: de hecho, sin el debido proceso se asesinaba a
muchos detenidos. Diariamente, las noticias daban cuenta de los resultados de la “lucha
antisubversiva”; en general, se apelaba a eufemismos para informar operaciones casi
siempre fatales para los presuntos guerrilleros. Se repetían los “enfrentamientos” con los
“subversivos”, sin pérdidas para las fuerzas de seguridad, o “intentos de fuga” de
prisioneros que concluían con la muerte de todos ellos. Las escuetas informaciones sólo
daban el número de los muertos, pero no su identidad. A fines de 1976, Amnesty
International estimaba que en la Argentina se registraban quince ejecuciones diarias.
Casi cotidianamente, se informaba sobre la aparición de cadáveres en lugares no
frecuentados: eran cuerpos sin identificación, generalmente jóvenes, acribillados a
balazos y con señales de haber sido torturados. Cuando, con posterioridad, los cadáveres
dejaron de aparecer, el silencio fue la respuesta oficial a los reclamos de los familiares
de los desaparecidos.
Muchos asesinatos constituían represalias de las fuerzas de seguridad en
respuesta a atentados de la denominada “subversión”. Otros no tenían ninguna
“justificación”, como la llamada “Noche de los Lápices”, el 16 de setiembre de 1976, en
el que siete alumnos platenses que reclamaban el “boleto estudiantil” fueron
secuestrados y otros seis, desaparecidos. También fueron asesinadas destacadas
personalidades extranjeras, como el ex ministro y ex senador uruguayo Zelmar
Michelini, el ex presidente de la Cámara de Diputados uruguaya, Héctor Gutiérrez Ruiz
(en mayo de 1976) y el ex presidente de Bolivia, Gral. Juan José Torres (en junio de
1976). Mediante la llamada “Operación Cóndor”, una acción conjunta de las Fuerzas
Armadas de los países del Cono Sur, se realizaron también maniobras ilegales que
involucraban a ciudadanos extranjeros o a argentinos en el exterior.
Los secuestros y asesinatos se dirigían, sobre todo, a sectores presuntamente
vinculados a la guerrilla, pero también a militantes combativos del peronismo o de
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organizaciones de izquierda de distinto tipo, e incluso de otros partidos, como los
militantes radicales Sergio Karakachoff y Domingo Teruggi (en setiembre de 1976).
Corrieron igual suerte hombres de la cultura, como Rodolfo Walsh, Francisco Urondo,
Héctor Germán Oesterheld y Haroldo Conti (ligados a agrupaciones guerrilleras),
abogados defensores de militantes políticos o de desaparecidos, periodistas, activistas
sindicales, estudiantes y ciudadanos que, por cualquier razón, cayeron bajo la sospecha
del aparato represivo.
Hubo casos que tuvieron repercusión internacional porque afectaron a
ciudadanos extranjeros, como el de Dagmar Hagelin, ciudadana sueca, desaparecida en
1977. Asimismo, en diciembre de 1977, luego de que el Movimiento Ecuménico –
organismo integrado por religiosos de distintas confesiones– realizara una misa por los
desaparecidos en la Iglesia de la Santa Cruz, varios de sus dirigentes fueron detenidos,
entre ellos la monja francesa Alice Domon. Dos días después, “desaparecieron” su
compañera, Léonie Duquet y la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, Azucena
Villaflor. También secuestraron a hijos nacidos en prisión de detenidas-desaparecidas,
que fueron entregados a familias de militares represores o de gente allegada al gobierno.
La persecución se hizo extensiva, de otra manera, al campo de la cultura. La
censura afectó a los medios de comunicación de masas controlados férreamente por el
Estado. Los canales de televisión y las radios fueron repartidos entre las Fuerzas
Armadas, en una puja por el control de los medios que incluyó a la Secretaría de
Información Pública (SIP) conducida alternativamente por la Armada y el Ejército.
Cada canal o emisora ejercía la censura mediante disposiciones internas,
recomendaciones, sugerencias o “listas negras” normalmente sin firma. El severo
control ideológico y policial abarcó desde el cancionero popular hasta la actividad
editorial, teatral y cinematográfica. Revistas, diarios y editoriales debieron cerrar sus
puertas. Los intelectuales y periodistas que discrepaban con el régimen comenzaron a
recibir amenazas o fueron censurados, situación que afectó también a personalidades del
ambiente artístico. Numerosos actores y directores sufrieron discriminación ideológica y
fueron obligados a abandonar el país. El Ente Nacional de Cinematografía multiplicó la
prohibición de exhibiciones y efectuó cortes a gran cantidad de películas nacionales y
extranjeras. El inflexible control ideológico apuntaba, entre otros objetivos, a un cambio
de la mentalidad de los argentinos: debía quebrarse la memoria colectiva en tanto estaba
ligada a las identidades sociales y políticas de un ciclo histórico a cuya clausura
definitiva aspiraba el Proceso.
El ámbito educativo también fue sometido al mismo control asfixiante. Para el
régimen militar, la subversión tenía una de sus raíces ideológicas en los colegios y
universidades. Un folleto instructivo del Ministerio de Educación, cuya lectura y su
posterior comentario eran obligatorios, sostenía la necesidad de actuar en la educación
para erradicar la subversión, mostrando la falsedad de las doctrinas y concepciones
inculcadas durante años. Con ese criterio se llegaron a cuestionar principios de la
matemática moderna y se prohibieron libros de cuentos infantiles. Por otra parte, una
verdadera caza de brujas se desató en todos los niveles de la comunidad educativa. Se
prohibió a los alumnos varones de enseñanza media llevar el cabello largo y usar barba,
se les impuso el uso obligatorio de saco y corbata y se proscribió, a alumnos de ambos
sexos, el uso de pantalones vaqueros. La persecución ideológica se acentuó en el nivel
universitario, en especial en la Universidad Nacional del Sur, donde se desmanteló,
entre otras cosas, el Departamento de Economía, y la mayor parte de sus integrantes
fueron detenidos (entre los que se contaban Horacio Ciafardini, también profesor de
Economía Internacional de la Universidad de Buenos Aires) o debieron irse del país. La
desaparición, la cárcel o el exilio afectaron a cientos de estudiantes, profesores e
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investigadores. El “saneamiento” del cuerpo docente fue acompañado por el de los
contenidos. Las ciencias sociales y humanas, particularmente las carreras de
Antropología, Sociología y Psicología, fueron blancos de la depuración y del
desmembramiento. El debate de ideas y la crítica debieron dar paso a una educación
autoritaria donde se privilegiaba lo jerárquico y elitista.
La fragmentación social y espacial
A nivel de estructura social, el peronismo histórico dejó como saldo la defensa
de la igualdad social. Sus políticas sociales redujeron la polarización social, generaron
un grado considerable de homogeneidad social y combatieron tenazmente la exclusión
social.
La implementación de políticas económicas de corte neoliberal –primero,
durante la dictadura militar y, luego, a lo largo del menemismo– instaló un modelo de
acumulación cuyos efectos sociales no tardaron en manifestarse. El aumento de la
desocupación y el empobrecimiento de vastos sectores sociales confluyeron con un
proceso de concentración de la riqueza a favor de quienes supieron aprovechar las
reglas del nuevo modelo, dando lugar a una fuerte polarización social y a su
manifestación espacial en bolsones de pobreza y bolsones de riqueza. En consecuencia,
este proceso acentuó las desigualdades sociales e incrementó la distancia social entre las
clases.
En el nuevo mapa social de la Argentina aparece, por un lado, una franja
reducida de ganadores ligados a los servicios demandados por la nueva configuración
económica emergente de las políticas neoliberales. Por el otro, el vasto campo de los
perdedoresen el que se inscriben importantes sectores de la clase media tradicional,
víctimas de la desvalorización social y de la precarización laboral, a los que se agrega
un nutrido conglomerado de trabajadores confinado a desempeñar las tareas menos
calificadas de la nueva economía.
Ante el planificado repliegue del Estado y la agudización de las desigualdades
sociales emergieron nuevos modos de regulación, expresados en formas privatizadas de
seguridad y de integración social. Una de ellas es el desarrollo de las urbanizaciones
privadas en forma de barrios, countries, chacras y condominios características en el área
metropolitana de Buenos Aires y en grandes ciudades del interior como Rosario,
Córdoba y Mendoza. Esta suburbanización y segregación espacial tiene como
protagonistas, fundamentalmente, a los sectores de clase media y alta cuyas ocupaciones
están ligadas a las nuevas tecnologías de comunicación y a la informática.
Paradójicamente, este proceso de suburbanización se desplegó en áreas
tradicionalmente ocupadas por sectores populares, lo que pone de relieve los contrastes
sociales. Los nichos de riqueza intercalados en amplios bolsones de pobreza hacen que
las distancias sociales adquieran mayor visibilidad. Asimismo, los barrios privados
aparecen como fortalezas custodiadas por agencias de seguridad que, a manera de
ejércitos privados, los resguardan del afuera hostil constituido por los excluidos
habitantes de los barrios pobres y “villas miserias”.
2001: los piqueteros
La fragmentación social afectó a los sectores populares que, hasta la emergencia de
las políticas neoliberales, estaban conformados fundamentalmente por los trabajadores
urbanos ligados al mundo del trabajo formal, y vinculados al peronismo sobre todo a partir de
las organizaciones sindicales. Lo que adquirió visibilidad, sobre todo a partir de 2001, fue el
movimiento de piqueteros, conformado por los desocupados proclives a la acción directa
mediante el corte de rutas y a desarrollar otras formas organizativas.
29
No obstante, el movimiento de trabajadores desocupados conocido como movimiento
piquetero nació a mediados de los años noventa, durante la segunda presidencia de Carlos
Menem. Sus primeras manifestaciones se registraron en localidades del interior
particularmente afectadas por las políticas privatizadora del menemismo en el área petrolera,
como Cutral-Có en Neuquén, y Tartagal-General Moscón en Salta. También las hubo en
localidades afectadas por el desmantelamiento de centros ferroviarios como Cruz del Eje, en
Córdoba, o en centros agroindustriales como las regiones azucarera, maderera y citrícola
salteño-jujeñas, a lo largo de la ruta nacional 34, que se vincula con las zonas petroleras antes
mencionadas.
La metodología de corte de rutas involucró a trabajadores de mediana y alta
calificación que perdieron sus empleos como resultado del desmantelamiento productivo.
Junto a ellos, sus hijos, sus mujeres, vecinos en general e incluso comerciantes, empleados
públicos, maestras y otros decidieron cortar las rutas que bordean sus pueblos.
Hacia 2001, el movimiento se encontraba extendido en todo el país y se transformó en
un actor de nivel nacional. Por otra parte, al tiempo que se multiplicó, se diversificó en
distintas corrientes y grupos que expresan sus respectivas magnitudes, definiciones
ideológicas y vinculaciones a diversas organizaciones sindicales o políticas.
En los episodios del 19 y 20 de diciembre de 2001, las organizaciones de desocupados
desempeñaron un rol significativo en distintos lugares del país participando en varios cortes
de rutas, destacando su presencia en el espacio público de la ciudad de Buenos Aires no sólo
como sujeto social sino como político.
Entre las expresiones más importantes de este movimiento se destacan la Federación
de Tierra y Vivienda (FTV), conducida por Luis D’Elía e incluida en la Central de
Trabajadores Argentinos (CTA), con fuerte presencia en el oeste del conurbano y conexiones
en el interior del país. También cuenta la Corriente Clasista y Combativa (CCC) que, dirigida
por Juan Carlos Alderete, mantiene vínculos con el Partido Comunista Revolucionario.
Además, el Movimiento Teresa Rodríguez (MTR), la Coordinadora Aníbal Verón (CTD), el
Movimiento Barrios de Pie y el Movimiento Independiente de Jubilados y Desocupados
(MIJD) del polémico Raúl Castells.
2001: la rebelión de los ahorristas o la épica del medio pelo porteño
La implantación del corralito financiero en los primeros días de diciembre de 2001
fue, sin dudas, el eslabón último –dentro de un contexto de por sí convulsionado– que
provocó el levantamiento popular contra el gobierno de De la Rúa. Durante esos días de
movilización popular surgieron como grupo con intereses comunes los ahorristas, aunados
por la confiscación de sus depósitos bancarios a partir de las medidas contenidas en el
Decreto 1.570/01, firmado por De la Rúa el 3 de diciembre. Este decreto restringió las
extracciones semanales de las cajas de ahorro y cuentas corrientes (quedando los ahorros
acorralados en el sistema bancario), al tiempo que condujo a la implementación del
“corralón” que transformó en depósitos a plazo, los depósitos inmovilizados a partir del
corralito. Así, como una forma de evitar una corrida bancaria, 55 mil millones de pesos
quedaron atrapados en las instituciones financieras, lo que dio origen a la movilización y
agrupamiento de los ahorristas.
Por supuesto, no todos los clientes de los bancos resultaron afectados por el decreto
gubernamental. Durante el año 2001 se produjo una impresionante fuga de capitales (19 mil
millones de dólares) de la que fueron claramente responsables los capitales más concentrados
y los sectores de mayores ingresos. Como contraparte, el 57% del monto de los depósitos
atrapados en el corralito correspondían a ahorristas con depósitos menores a 50 mil pesos /
dólares.
El movimiento de ahorristas comenzó a gestarse cuando se instauró el corralito
29
financiero y terminó de formarse en enero de 2002, al declararse convertidos todos los
depósitos en dólares a pesos a una equivalencia de 1 dólar por 1,40 pesos, mientras el dólar
comenzaba a subir aparentemente sin tope. Así, los ahorristas veían cómo se desvalorizaban
sus ahorros atrapados en los bancos, mientras los bancos prometían devolverlos a 1,40 pesos
por dólar a plazos de varios años.
Con la común sensación de haber sido estafados y con el interés de recuperar el dinero
que los bancos, merced a las medidas dictadas por el gobierno nacional, habían confiscado,
grupos de ahorristas comenzaron a manifestarse en distintos puntos de la ciudad: la plaza de
Tribunales, la sede de los bancos, la Casa de Gobierno y el Congreso Nacional. Muchos de
ellos se agruparon detrás de organizaciones en defensa de los intereses de los ahorristas,
algunas ya existentes (como la Asociación de Ahorristas de la República Argentina) y otras
creadas ante estas circunstancias (Ahorristas Bancarios Argentinos Estafados).
En las movilizaciones y actos organizados durante el año 2002 se pudo ver en forma
protagónica a figuras ajenas al ambiente político, como el comediante Nito Artaza,
reclamando en favor del reintegro de los dólares ahorrados a través de la vía judicial o
mediante gestiones ante Tribunales y banqueros internacionales, mientras los cantos de “Que
se vayan todos, que no quede ni uno solo” acompañaban la demanda multitudinaria.
Los movimientos sociales
La dictadura militar autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional” desató
una cruel represión política que tuvo como saldo la desaparición de 30.000 personas, entre
ellas centenares de criaturas secuestradas con sus padres o nacidas en los centros clandestinos
de detención adonde fueron llevadas las madres embarazadas.
La Asociación Civil de Abuelas de Plaza de Mayo se constituyó como organización
no gubernamental con la finalidad de localizar y restituir a sus respectivas familias a los niños
secuestrados que como “botín de guerra” fueron inscriptos como hijos propios por los
miembros de las fuerzas de represión, dejados en cualquier lugar, vendidos o abandonados en
institutos como seres sin nombre.
Con el fin de localizar los niños desaparecidos, la Asociación trabaja en cuatro
niveles: denuncias y reclamos ante las autoridades gubernamentales, nacionales e
internacionales, presentaciones ante la Justicia, solicitudes de colaboración dirigida al pueblo
en general y pesquisas o investigaciones personales.
Una iniciativa de la Asociación fue el Banco de Datos Genéticos que, creada por Ley
N° 23.511, atesora los mapas genéticos de todas las familias que tienen niños desaparecidos.
En el 2011 la búsqueda de las Abuelas ya había logrado recuperar más de cien nietos.
Por su parte, las Madres de Plaza de Mayo nacieron en Buenos Aires a fines de abril
de 1977, en plena dictadura procesista, reclamando por el paradero de los hijos detenidos y
desaparecidos. También demandaban la identificación de los responsables de los crímenes de
lesa humanidad y su enjuiciamiento. Con estos objetivos, comenzaron a manifestar a través
de rondas todos los jueves en la Plaza de Mayo en medio de la incomprensión generalizada,
aunque su actividad no tardó en ser conocida en el plano internacional.
En la actualidad continúan su lucha mediante la ONG Asociación Madres de Plaza de
Mayo y cuentan con una radio, universidad, café literario, ejecutan un plan de vivienda
social, tienen una guardería infantil y un programa de televisión.
Las condiciones de vida y la distribución del ingreso
En un contexto caracterizado por una expansión inédita de la economía, el mercado de
trabajo experimentó un notable dinamismo. Entre 2003 y 2006 se produjo un fuerte
crecimiento del empleo acompañado con relativo crecimiento de los salarios y una mejora en
la calidad de los puestos de trabajo que se crearon. La tasa de empleo, próxima al 37% en
29
2003, se elevó a algo más del 42% en 2007, para experimentar un amesetamiento y luego un
nuevo ascenso cercano al 43% en 2008.
Por otra parte, el nivel de empleo experimentó un cambio en su composición debido a
la pérdida de importancia de los beneficiarios del Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados,
que realizan contraprestaciones laborales: pasaron de representar el 7,7% de los ocupados en
el primer trimestre de 2003 a 0,4% en el último trimestre de 2008. Esta disminución se debió
a la incorporación de varios beneficiarios al mercado de trabajo formal.
Asimismo, el crecimiento de los puestos de trabajo registrado fue la contrapartida de
la pérdida de relevancia de los trabajos informales. Este hecho resulta consistente con los
datos del Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones, que confirmó el incremento de los
puestos de trabajo formales que pasaron de 6,1 millones en 2006 a 7 millones en 2008.
Según el INDEC, la pobreza y la indigencia en los aglomerados urbanos también
disminuyeron, acompañando el crecimiento económico. En 2003, los hogares bajo la línea de
pobreza sumaban el 42,7% del total de hogares e involucraban al 54% de los habitantes.
Luego de un brusco descenso entre dicho año y 2004, experimentó una baja considerable
entre 2004 y 2005 precediendo una nueva caída entre 2006 y 2008. En 2009, los hogares bajo
la línea de pobreza habían disminuido al 9,4%, lo que comprendía al 13,9% de la población.
Por su parte, el nivel de indigencia en los aglomerados urbanos también descendió,
incluso con mayor intensidad que el de pobreza. En 2003, los hogares bajo la línea de
indigencia alcanzaban al 20,4% del total de hogares e involucraban al 27,7% del total de la
población. Este nivel también experimentó un abrupto descenso entre 2003 y 2004 y, tras un
baja menor entre 2004 y 2005, tuvo una fuerte reducción entre 2006 y 2008. En 2009, los
hogares bajo la línea de indigencia alcanzaban al 3,1% del total de los hogares, lo que
involucraba al 4% de la población total.
Cuadro 1
Evolución del Coeficiente de Gini del ingreso total familiar
Trimestre
Coeficiente de Gini
3° 2003
0,484
4° 2003
0,471
1° 2004
0,464
2° 2004
0,452
3° 2004
0,456
4° 2004
0,445
1° 2005
0,448
2° 2005
0,446
3° 2005
0,457
4° 2005
0,432
1° 2006
0,448
2° 2006
0,437
3° 2006
0,438
4° 2006
0,447
1° 2007
0,439
2° 2007
0,421
4° 2007
0,435
1° 2008
0,435
2° 2008
0,417
3° 2008
0,431
4° 2008
0,414
29
1° 2009
2° 2009
3° 2009
Fuente: INDEC.
0,417
0,426
0,422
El Coeficiente de Gini muestra una gradual atenuación de la desigual distribución del
ingreso. El coeficiente bajó de 0,484 en el tercer trimestre de 2003 a 0,435 en el cuarto
trimestre de 2007 y de allí, a 0,422 en el tercer trimestre de 2009. En suma, en 2003 el índice
era casi el 15% más alto que en 2009.
29
29. Las relaciones económicas y las políticas internacionales
Las relaciones pos-Independencia
Los sucesivos gobiernos que surgieron en Buenos Aires a partir de 1810
intentaron establecer vínculos con las potencias europeas para obtener, de ese modo,
respaldo a sus aspiraciones de constituir un Estado nacional. En ese sentido, fueron
enviadas diversas misiones diplomáticas a Europa, en donde Gran Bretaña, interesada
comercialmente en la región rioplatense, invariablemente era la potencia mediadora
obligada. En esas gestiones no faltaron los proyectos de entronizar a algunos miembros
de la nobleza europea para darles legitimidad a las autoridades de Buenos Aires ante la
comunidad internacional, y otorgarle estabilidad a las tumultuosas provincias
rioplatenses. Sin embargo, fueron los Estados Unidos el primer país en reconocer la
independencia de las Provincias Unidas en 1822. Le siguió el Reino Unido en 1824, lo
que permitió firmar el primer tratado de amistad, comercio y navegación con esa
potencia y entablar vínculos duraderos por más de un siglo, dado que fueron renovados
en 1933 mediante la rúbrica del pacto Roca-Runciman. La década de 1820 estuvo
jalonada por el conflicto con Brasil que, al finalizar, permitió el surgimiento de la
República Oriental del Uruguay. Durante la etapa rosista surgieron conflictos con Gran
Bretaña y Francia porque estas potencias presionaban a la Confederación Argentina para
abrir los mercados rioplatenses al comercio de sus producciones industriales.
Las cuestiones fronterizas
Una de las cuestiones esenciales del naciente Estado argentino fue la
delimitación de su territorio. Al finalizar la guerra de la Triple Alianza, la Argentina
aspiraba a ocupar territorios en el Chaco boreal, pero ese espacio fue sometido al
arbitraje del Ejecutivo estadounidense, quien terminó favoreciendo al Paraguay. Del
mismo modo, fueron puestos a consideración de arbitrajes de gobiernos extranjeros,
territorios lindantes con Bolivia y Brasil, que también fueron favorables a los países
vecinos. La acción más relevante del Estado nacional fue establecer su soberanía en
territorios dominados por los pueblos originarios, pero susceptibles de ser puestos en
producción. En esa dirección se implementó la ocupación del llamado “desierto”, que
eliminó la cultura de esos pueblos e incorporó vastos territorios pampeanos y de la
Patagonia al territorio argentino. En 1881 la Argentina firmó un tratado con Chile, que
si bien delimitó los espacios soberanos, contenía algunos puntos ambiguos que
permitieron al país trasandino, continuar reclamando territorios como propios.
Comercio exterior y movimiento de capitales en el siglo XIX
Una profunda crisis sacudió a la economía europea hacia 1873, prolongándose
hasta 1896. Esta etapa de “gran depresión” disminuyó los márgenes de rentabilidad en
las actividades productivas de las naciones líderes, lo que llevó a volcar grandes masas
de capital en la especulación financiera y en las regiones periféricas y coloniales. La
Argentina fue uno de los países que mayores inversiones recibió, especialmente de Gran
Bretaña, aunque junto a la inversión de portafolio o puramente especulativa, se
expandió también la inversión directa. La Argentina se transformó, de este modo, en una
importante proveedora de alimentos en los mercados mundiales y sus necesidades
internas fueron cubiertas mediante la importación de bienes y servicios de otros países
del mundo. Desde entonces, Gran Bretaña fue anudando estrechos lazos económicos y
comerciales con el país del Plata, prolongación de sus inversiones de capital y sus
préstamos financieros, aunque los vínculos con otros países europeos, primero, y con
29
los Estados Unidos, más tarde, fueron también importantes. En los primeros años de
implementación del modelo agroexportador existió un neto predominio de las
importaciones como consecuencia del gran flujo de bienes intermedios y de capital que
acompañó la corriente de inversiones, y del incremento de los bienes de consumo
importados resultante de la inmigración y la mayor disponibilidad de ingresos. La
puesta en producción de la potencial riqueza agropecuaria requirió la maduración de
aquellas inversiones –extensión de las vías férreas, construcción de las obras de
infraestructura– y la balanza comercial comenzó a arrojar saldos positivos a principios
de la década de 1890. Respecto de las importaciones, desde la década del 80 el
predominio británico fue muy marcado y su participación representaba en promedio,
entre 1880 y 1914, más de un tercio del total de los bienes importados. El intercambio
comercial anglo-argentino fue de gran trascendencia para la economía de nuestro país
porque representó cerca del 30% del comercio exterior nacional de la época. La
Argentina agroexportadora era una economía abierta hacia el exterior, en donde el
Estado tenía un papel importante, pero basada en mecanismos de endeudamiento
externo que estimulaban procesos de expansión y traían graves consecuencias en los
períodos depresivos; ciclos que se hallaban condicionados, además, por el
comportamiento de los centros de poder económicos mundiales. Mientras tanto, se fue
conformando un sector económico y financiero dominante vinculado al capital
extranjero, a la producción agropecuaria y al comercio de exportación e importación. Al
declinar el esquema de división internacional del trabajo comenzaron a percibirse los
límites de una experiencia que no permitió afianzar luego un proceso de desarrollo
económico sustentable y sostenido.
La relación anglo-argentina
Las relaciones entre el imperio británico y los territorios que después
conformaron la Argentina comenzaron desde los años de la emancipación, cuando los
comerciantes ingleses ocuparon el espacio que sus colegas hispano-criollos habían
perdido al arruinarse con sus contribuciones forzosas a la causa de las guerras de la
Independencia. Los intereses británicos se consolidaron, especialmente en la provincia
de Buenos Aires, con quien firmaron en 1824 el Tratado de Amistad, Comercio y
Navegación. Al mismo tiempo, fue el inicio de una larga vinculación financiera a través
del empréstito Baring Brothers. Pero fue la potencialidad del espacio vacío de la región
pampeana la que acrecentó la presencia de los intereses británicos en la Argentina
naciente, cuando se instaló el primer banco extranjero, el de Londres y América del Sud,
en 1863. Que continuó con el constante trazado ferroviario de las empresas británicas y
la colocación de empréstitos de la nación argentina en la plaza de Londres. A ello se
sumaron algunas inversiones directas en la propiedad de la tierra, y prácticamente todos
los servicios públicos de la época. En las últimas décadas del siglo XIX, y en el
contexto de la división internacional de la producción establecida por el Reino Unido en
función de las ventajas comparativas que ofrecían los países periféricos y en un
contexto del libre comercio, la Argentina se transformó en un gran productor mundial de
alimentos de clima templado. En ese sentido, existió una alianza tácita entre la
burguesía industrial británica y los grandes terratenientes pampeanos. Mientras los
primeros abastecían a la Argentina de todo tipo de bienes industriales, que nuestro país
no producía, la región pampeana los proveía de alimentos en gran escala –granos y
carnes– que, colocados en la plaza imperial, eran relativamente baratos. De este modo,
los industriales británicos maximizaban sus ganancias al mantener bajos los salarios de
sus obreros y éstos poder acceder a alimentos baratos. Al mismo tiempo, los estancieros
pampeanos acrecentaban su renta agropecuaria al orientar sus excedentes al seguro
29
mercado británico. Es por eso que las relaciones argentino-británicas adquirieron un
matiz esencialmente económico y complementario, y se mantuvieron por décadas en
relaciones cordiales hasta su desplazamiento por los Estados Unidos en los años
cincuenta.
Las doctrinas Calvo y Drago
En el siglo XIX era muy común que, para preservar sus inversiones en el
extranjero, los países europeos ejercieran la protección de sus ciudadanos o súbditos
residentes en el exterior de manera abusiva, invocando una presunta norma
internacional. Fueron estos abusos que llevaron al diplomático argentino Carlos Calvo a
señalar que los extranjeros radicados en los países de América Latina debían someterse
a la justicia del Estado donde residieran. Fue este el primer paso, en el terreno
internacional, hacia el establecimiento de la igualdad de tratamiento que se debía tanto a
nacionales como extranjeros. Los postulados de Calvo fueron recogidos por la Segunda
Conferencia Panamericana de 1901-02, que reconoció como injusta la conducta de
aquel extranjero que se traslada voluntariamente a un país que no es el suyo, en busca
de beneficios patrimoniales y, sin embargo, no admite los riesgos a los que puede
hallarse expuesto, aspirando a una posición de privilegio sobre los nacionales de ese
país. La llamada Doctrina Calvo buscó eliminar las arremetidas de las grandes potencias
a través del amparo diplomático, y aun el acceso de la jurisdicción internacional en
detrimento de los tribunales locales. Por otro lado, como varios países latinoamericanos,
Venezuela había comenzado a endeudarse con acreedores externos, especialmente desde
1899. En ese contexto, Gran Bretaña, Alemania e Italia, con la complacencia de los
Estados Unidos –quienes dejaron de lado la Doctrina Monroe, de “América para los
americanos”–, establecieron un bloqueo costero, se apoderaron de naves venezolanas y
cañonearon puertos, provocando numerosas pérdidas humanas y materiales. Esta
arbitraria violación de la soberanía de un país del continente generó la reacción
indignada de los países latinoamericanos. El ministro de Relaciones Exteriores de la
Argentina, Luis María Drago, envió una extensa nota de protesta al gobierno de los
Estados Unidos, en la que formulaba la tesis que la deuda pública de un Estado no es
razón suficiente para justificar la intervención armada del Estado acreedor. Esta teoría
jurídica, conocida en adelante como la Doctrina Drago, fue aceptada, con ligeras
enmiendas, por la II Conferencia Internacional de la Paz de La Haya en 1907.
La Primera Guerra Mundial
Durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, la Argentina se mantuvo
neutral en el conflicto. Especialmente durante el primer gobierno radical, para quien la
neutralidad era el estado normal de las naciones y la guerra se llevaba a cabo en defensa
de la soberanía nacional. A pesar de haber sido hundidos dos barcos mercantes
argentinos, la neutralidad argentina en la guerra se mantuvo. En realidad, mantuvo una
“neutralidad benévola”, porque a pesar del conflicto las exportaciones de materias
primas y alimentos continuaron fluyendo hacia Europa, especialmente a Gran Bretaña,
beneficiando a esta potencia comercial y económicamente. De manera diferente, luego
de entrar en la guerra, los Estados Unidos presionaron a la Argentina para que
abandonara la neutralidad, posición que Buenos Aires rechazó. A pesar de ello, la
Argentina fue invitada por el gobierno norteamericano para formar una Liga de las
Naciones, adhiriendo a ese pacto que les otorgaba amplios derechos a los vencedores en
la contienda, pero luego se retiró de la Liga por sostener la igualdad de las naciones.
29
Las relaciones triangulares
Los principales socios comerciales de la Argentina desde principios del siglo
XIX fueron, en primer lugar, Gran Bretaña, y luego los Estados Unidos. La Argentina
tenía un superávit comercial con el país europeo dado que le exportaba más materias
primas que los bienes industriales que le compraba. El Reino Unido equilibraba ese
déficit comercial con los llamados ingresos invisibles, fruto de las inversiones directas
en la Argentina y de los dividendos de sus inversiones financieras. Por el contrario,
nuestro país tenía un déficit comercial con los Estados Unidos, dado que podía
exportarle escasas materias primas porque el país del norte las producía en abundancia
y, a la vez, importaba una numerosa cantidad de bienes industriales, producto de la
segunda Revolución Industrial. En este contexto, la Argentina equilibraba el déficit con
los Estados Unidos convirtiendo las libras en dólares, resultado de su superávit con
Gran Bretaña. El triángulo Gran Bretaña-Estados Unidos-Argentina, que traducía los
problemas creados por la rivalidad de las dos potencias anglosajonas en el país,
representó un eje esencial para interpretar la política exterior argentina durante la
Segunda Guerra Mundial, tanto o más relevante que la cuestión del neutralismo o la
participación en el conflicto bélico, o que las distinciones entre aliadófilos y pro nazis.
La Segunda Guerra Mundial
Durante gran parte de la Segunda Guerra Mundial la Argentina se mantuvo fiel a
su tradición diplomática y trató de mantener la neutralidad en el conflicto. Esta política
exterior colocó a la Argentina en una situación divergente a la de Estados Unidos, al
entrar este país en el conflicto luego del ataque a Pearl Harbor. A pesar de las presiones
para que abandonara la neutralidad, Buenos Aires la mantuvo con apoyo británico, dado
que a Londres le convenía que las exportaciones de alimentos continuaran abasteciendo
su mercado y a la vez impedía la entrada argentina en el sistema panamericano, para
preservarlo a su favor. La respuesta de Washington fue dejar a la Argentina al margen de
cualquier ayuda económica o militar, por considerar la política exterior argentina como
pro nazi, y denunció a la Argentina ante las demás naciones latinoamericanas como un
país que ponía en peligro la paz hemisférica. La presión norteamericana se hizo sentir
sobre la diplomacia británica, para que ésta obligara a la Argentina a pasarse al bando de
los Aliados. Por ese motivo, Londres tuvo que realizar enormes esfuerzos para oponerse
a estos propósitos y contrarrestar el accionar estadounidense, con el fin de sostener la
neutralidad argentina, que beneficiaba a Gran Bretaña. Finalmente, en enero de 1944, la
Argentina rompió relaciones con el Eje. Sin embargo, Washington consideró que el
gobierno militar argentino era aún más pro nazi que el anterior y que había que
reemplazarlo por un gobierno más amistoso. En consecuencia, la Argentina debió
afrontar una nueva etapa de coerción estadounidense, principalmente económica y
financiera. Esta situación varió en los primeros meses de 1945, cuando intereses
industriales y financieros, representados por Nelson Rockefeller, veían a la Argentina
como un gran mercado de posguerra, y necesitaban también su cooperación política en
el continente para enfrentar al enemigo principal, vislumbrado en la Unión Soviética. En
esa dirección, Washington convocó en febrero de 1945 a la Conferencia Interamericana
de Chapultepec, que le permitió a la Argentina reintegrarse al sistema panamericano y
restablecer relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, y declarar la guerra a los
países del Eje en marzo de 1945. Este era el requisito para participar en la Conferencia
de San Francisco, donde se crearían las Naciones Unidas. Sin embargo, en mayo de
1945 arribó al país el embajador Spruille Braden, quien sostenía que el peligro nazi aún
persistía en América Latina, incluyendo la perspectiva de crear un cuarto Reich en la
Argentina. Con un nuevo cargo en Washington, Braden intentó frenar la candidatura de
29
Perón procurando vincular a los gobiernos argentinos con la Alemania hitleriana, pero
consiguió el efecto contrario porque potenció el nacionalismo argentino.
La posguerra
La Argentina no adhirió a las bases económicas que los Estados Unidos habían
diseñado en la conferencia de Brettton Woods para el mundo de posguerra, en donde el
dólar pasó a ser la moneda de preferencia internacional en el mundo capitalista y se
crearon organismos multilaterales de crédito como el Fondo Monetario Internacional
(FMI) y el Banco Mundial (BM). A pesar de reconocer el nuevo papel de los Estados
Unidos como superpotencia mundial, la Argentina trató de mantenerse equidistante en el
mundo de la Guerra Fría, postulando la política exterior llamada Tercera Posición, que a
la vez la mantenía alejada de la Unión Soviética. En lo económico, el gobierno
argentino intentó mantener el viejo esquema triangular en función del proceso de
industrialización. Pero las divergencias con Washington se mantuvieron, sobre todo,
cuando el país del Norte lanzó el Plan Marshall para recuperar económica y
financieramente a Europa y a la vez preservarla del avance comunista, lo que
perjudicaba las tradicionales exportaciones argentinas hacia el viejo continente. No
obstante, cuando Washington buscó implementar un tratado militar que le asegurara la
defensa continental –estrategia para contener al comunismo–, la Argentina adhirió al
Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y en 1948 pasó a integrar la
Organización de Estados Americanos (OEA), institución que apuntaba a consolidar el
sistema interamericano. Por otra parte, al finalizar la guerra, la Argentina tenía
acumuladas a su favor más de un centenar de millones de libras esterlinas bloqueadas en
Gran Bretaña, de las que intentaba sacar provecho.
El fin de las relaciones privilegiadas con Gran Bretaña
En 1947, las empresas ferroviarias británicas comenzaron a negociar la venta de
su red de transportes. Pero en agosto de ese año Gran Bretaña decretó la
inconvertibilidad de la libra y dispuso que el superávit comercial no podía ser utilizado
fuera de su área. El gobierno argentino firmó entonces el Pacto Andes, en 1948,
mediante el cual los ferrocarriles fueron adquiridos con parte de la moneda bloqueada, y
otra parte a cuenta de las exportaciones argentinas de carne a Gran Bretaña durante ese
año y el siguiente. Ante la escasez de dólares, la Argentina encaró nuevas negociaciones
con Gran Bretaña que culminaron en 1949, en las que se convino, durante cinco años, el
intercambio de carne, cereales y otros productos agrícolas por carbón, petróleo y
diversos bienes industriales. La firma del nuevo convenio anglo-argentino produjo una
gran conmoción en los Estados Unidos porque les brindaba a los proveedores británicos
el monopolio del mercado local de petróleo y ataba estrechamente el comercio exterior
argentino a los intereses del Reino Unido, en abierta contradicción con las políticas de
comercio multilateral promovidas por los Estados Unidos. Sin embargo, la devaluación
de la libra esterlina bajó el precio de las carnes y elevó el de las importaciones de
petróleo. El resultado de esta situación fue la suspensión de los embarques hacia el
Reino Unido. Entre tanto, mejoraron las relaciones comerciales con Washington. A
partir de entonces la vinculación con Gran Bretaña entraría en una zona de conflictos
que marcarían el principio del fin de la larga “relación especial” entre ambos países.
Las relaciones con la URSS
A mediados de 1945 el gobierno argentino inició contactos con funcionarios de
la URSS y al año siguiente se anunció el establecimiento de relaciones diplomáticas,
consulares y comerciales entre aquel país y la Argentina. Sin embargo, las relaciones
30
argentino-soviéticas fueron escasamente fructíferas, y en el contexto de la Guerra Fría
los dos países se fueron distanciando. Sin embargo, las dificultades en la balanza de
pagos argentina obligaron al gobierno a reorientar sus relaciones exteriores. Se
reabrieron así, en 1953, las negociaciones diplomáticas y comerciales con los soviéticos,
que dieron lugar a un convenio comercial que se constituyó en uno de los primeros que
concertó la URSS con naciones no comunistas y el primero que suscribió con un país
latinoamericano. En 1954, una misión argentina viajó a la URSS para responder a la
inquietud soviética por el desequilibrio en el intercambio comercial –las ventas
argentinas superaban a las importaciones– y acrecentar los vínculos culturales. Estos
avances motivaron la inquietud del gobierno norteamericano. Otro hecho destacado en
la relación argentino-soviética fue la inauguración de la primera exposición industrial
soviética en Latinoamérica. Se realizó en Buenos Aires en 1955 y casi todas las
máquinas exhibidas fueron adquiridas por empresas estatales argentinas.
Las relaciones con Latinoamérica
Desde 1946, el gobierno peronista desplegó una serie de propuestas con respecto
a los países iberoamericanos implementando una activa campaña de acercamiento
político y cultural hacia ellos. Se abrieron embajadas en aquellos países donde había
consulados o legaciones, se enviaron publicaciones y libros argentinos a todos los países
del área, se intensificó el intercambio de misiones militares, el gobierno argentino
compró algunos periódicos en países latinoamericanos y se creó la figura del agregado
obrero en las embajadas argentinas de la región. Todas estas acciones tenían un sesgo
propagandístico de matices marcadamente antinorteamericanos que a fines de 1953
comenzaron a suavizarse, cuando las relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina
mejoraron debido al cambio de política de la administración Eisenhower. En aquellos
años, el gobierno argentino negoció convenios con Ecuador, Perú, Venezuela, Bolivia,
Chile, Paraguay, Brasil y Uruguay. En la mayoría de ellos se puso de manifiesto, no sólo
la intención de estrechar lazos con esos países, sino resaltar el deseo argentino de
obtener en ellos los insumos básicos requeridos por la industrialización propuesta en los
programas quinquenales. Luego de superar la crisis de 1949 el gobierno peronista
reactivó sus propuestas de integración con sus vecinos del Sur, firmando el Acta de
Santiago en 1953 donde la Argentina y Chile sentaron las bases para una política de
complementación económica entre ambos países. A partir de entonces se concretaron
varios tratados con otras naciones de la región que ponían el acento en la expansión de
los intercambios comerciales, el fomento de los sistemas de transporte y comunicación
y la propuesta de establecer uniones aduaneras. Con un efecto multiplicador, en poco
más de un año la Argentina firmó convenios de unión económica con Chile, Paraguay,
Ecuador y Bolivia. Mediante una activa campaña de difusión promovió entre los países
latinoamericanos la conformación de un bloque para mantener los precios de las
materias primas frente a la ofensiva comercial de las potencias industrializadas. Pero la
diplomacia norteamericana obstaculizó la campaña argentina para contrarrestar el
accionar de su gobierno, intentando convencer a los gobiernos latinoamericanos sobre el
“peligro” o la “escasa conveniencia” de permitir la “penetración argentina”. Brasil era
un eslabón importante en los proyectos integradores de Buenos Aires, pero la compleja
situación interna del país vecino disminuyó la posibilidad de reeditar el Pacto del ABC.
Sin embargo, el abrupto final del proyecto latinoamericano del peronismo no se debió a
sus debilidades y condicionamientos, sino a la caída del gobierno peronista en 1955. El
gobierno de facto surgido en setiembre de ese año desestimó las propuestas de uniones
aduaneras y complementación económica con los países vecinos, en tanto se
reorientaron los intercambios comerciales por la vía del multilateralismo.
30
La tercera posición
El gobierno peronista debió diseñar su política exterior en un contexto poco
propicio. La declinación de Gran Bretaña –tradicional aliado de la Argentina–, la
herencia que significaban las conflictivas relaciones con los Estados Unidos, el
aislamiento diplomático padecido por el país durante la Segunda Guerra Mundial y las
presiones emergentes de la Guerra Fría, constituyeron factores que las autoridades
debieron contemplar para formular una política exterior que lograra ciertos márgenes de
autonomía en el escenario internacional, y que fue denominada Tercera Posición. La
propuesta doctrinaria aspiraba al desarrollo de una política exterior que no significara un
alineamiento automático con los bloques en conflicto. Si bien reconocía la pertenencia
cultural y geográfica a Occidente y se definía en la Guerra Fría con el bloque occidental,
rechazaba toda subordinación a los intereses de los Estados Unidos. Por otra parte,
afirmaba la no intervención en los asuntos internos de otros países, la integración con
los países vecinos, la necesidad de la unidad latinoamericana, la preeminencia de la paz
internacional por sobre los intereses coyunturales de las naciones y la no participación
en conflictos bélicos y/o económicos que comprometieran la seguridad argentina.
Descartando toda ruptura del orden internacional, se desechaba una “asociación” estable
con la potencia hegemónica que impusiera una subordinación periférica irreversible.
Como corolario a los presupuestos universalistas de la doctrina de la Tercera Posición,
la política económica aspiraba, a nivel internacional, a la diversificación de los
mercados compradores y vendedores. Así se propiciaron convenios bilaterales con todos
los países, en abierta contradicción con el multilateralismo que los Estados Unidos
pretendían imponer en la economía mundial. El gobierno peronista tenía, en cambio,
entre sus metas de mediano plazo, el fortalecimiento del comercio con los países del
Cono Sur, tras el objetivo ulterior de lograr una mayor integración económica y política
regional.
Las relaciones con Estados Unidos
Las relaciones con EEUU fueron antagónicas y conflictivas. Esto se debió
principalmente a que los dos países competían en el mercado mundial de cereales y
carnes. Es por eso que en la Primera Conferencia Panamericana, realizada entre 1889 y
1890, la Argentina se constituyó en un obstáculo para las aspiraciones norteamericanas
de consolidar su hegemonía en el continente. Durante las siete conferencias
panamericanas que se sucedieron hasta la Segunda Guerra Mundial, la Argentina se
mantuvo renuente al proyecto hegemónico de EEUU, en función de su relación
económica y política privilegiada con Europa y en particular con Gran Bretaña. En el
período peronista, las divergencias con el país del Norte se acentuaron, pero al
agudizarse la Guerra Fría durante el conflicto de Corea, el gobierno norteamericano
intentó incorporar a la Argentina al sistema interamericano. En esa dirección se produjo
la misión Miller, que a su vez generó la misión Cereijo a Washington en 1950. Estas
iniciativas incrementaron el flujo de importaciones norteamericanas a la Argentina. Sin
embargo, no llegaron a eliminar los obstáculos que tornaban conflictivos los vínculos
bilaterales, condicionados por las tendencias históricas, la naturaleza de la sociedad
argentina y del gobierno peronista y la propia lógica interna y externa de la política
estadounidense. A partir de la dictadura de 1955 la Argentina abandonó el bilateralismo
para acercarse al diseño continental de Washington, adhiriendo a los postulados de
Bretton Woods y a la cooperación hemisférica. El triunfo de la Revolución Cubana
originó como contrapartida el programa estadounidense de la Alianza para el Progreso,
cuestionado por el gobierno argentino por su sesgo asistencialista, y aunque la Argentina
30
buscaba en EEUU apoyo financiero para su proyecto desarrollista, intentó mantenerse
prescindente en las sanciones contra Cuba. La dictadura de 1966 alineó su política
exterior con los EEUU, de quien obtuvo un fuerte apoyo en el ámbito económicofinanciero, recibiendo felicitaciones del FMI por su desempeño y restableciendo la
confianza de los inversores extranjeros. En la última dictadura, si bien inicialmente
Washington apoyó el golpe militar, las relaciones atravesaron un período de
divergencias hasta 1981 porque cuestionó la política de violación de los derechos
humanos. A ello se sumaron la negativa argentina a adherirse al embargo cerealero
dispuesto por EEUU contra la URSS y el apoyo de los militares argentinos al golpe en
Bolivia. Con la administración Reagan, los contactos entre ambos países se estrecharon,
hasta la guerra del Atlántico Sur, en la que EEUU apoyó a Gran Bretaña. Con la
recuperación de la democracia, las relaciones bilaterales evolucionaron hacia una mayor
convergencia, especialmente durante la aplicación del Plan Austral, que decidió afrontar
los compromisos externos del país aceptando las reglas de juego existentes. Tanto el
gobierno norteamericano como los organismos financieros internacionales apoyaron la
gestión económica, pero luego, al fracasar el programa, retiraron su apoyo y
precipitaron la llegada de la administración Menem. En esta etapa, la política exterior
argentina se basó en el “realismo periférico”, que aceptaba la hegemonía
norteamericana con el fin de alcanzar beneficios económicos y financieros, que a la vez
abrió el cauce a las políticas neoliberales, posibilitando el estallido de la crisis de 200102. Esta estrecha subordinación a EEUU –“relaciones carnales”, para algunos– intentó
revertirse a partir de 20
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