Música en el siglo XX: Modernidad y vanguardia como falsa conciencia Santiago Martín Bermúdez Hoy sé que seguir ciegamente las maneras literarias de la época, tanto como la complacencia consigo mismo, dan pronto ocasión a las primeras arrugas, y que nada como ambas cosas hace vulnerable ante el tiempo una obra literaria. Luis Cernuda, Historial de un libro La blasfemia y la insubordinación tienen hoy premio. Se predice el escándalo. Sólo se tolera la herejía, sólo se subvenciona la subversión, sólo los agitadores exaltan, sólo los libros ‘incómodos’ se glorifican. Se es anticonformista al unísono. Se transgreden con ardor leyes represivas en las que, desde hace mucho tiempo, nadie cree ya. Alain Finkielkraut: La ingratitud. La paradoja de la vanguardia, por consiguiente, residía en que tomaba el éxito como signo de fracaso, al mismo tiempo que la derrota significaba para ella una confirmación de que estaba en lo cierto. Zigmunt Bauman: La posmodernidad y sus descontentos. ¿Quieres que te cite a los que toda la vida han ido del brazo con el gobierno haciendo como que caminaban separados? Tadeusz Konwicki: Un pequeño Apocalipsis. 1 Armas de destrucción estética Nada más diáfano para acercarse a la cuestión que planteamos que el subtítulo de Filosofía de la nueva música, obra publicada por Theodor W. Adorno en 1948: Schoenberg o el progreso; Stravinski o la restauración. La verdad es que 1948 tuvo una buena cosecha de libros sobre Stravinski, entre ellos uno español, el del entonces joven y ya sabio Juan Eduardo Cirlot, que entiende y comprende muy bien el universo sonoro stravinskiano. El estudio de Adorno es un panfleto que desmerece en comparación con otras obras suyas, y que ha sido refutado por el tiempo, o quién sabe si en el mismo instante en que apareció; al contrario que otras visiones de este sagaz pensador de la Escuela de Frankfurt. A Schoenberg no le hizo gracia, y eso que desde hacía años había roto relaciones con Stravinski, ayudado este apartamiento por las horribles vicisitudes de la época, pero dificultado cuando vivieron uno cerca del otro en Hollywood. Es que hay elogios que te matan, y el de Adorno le ponía al maestro vienés en algo peor que un compromiso, le ponía al frente de un tribunal de la Inquisición. El panfleto es una condena radical de la obra de Stravinski, en la que se utilizan abundantes términos médicos para descalificar las creaciones del autor de Petrushka, al menos desde La historia del soldado1, como si se tratara de cosas de enfermo. Como en la exposición de música degenerada de diez años antes, que usaba el famoso concepto de degeneración (Entartung) surgido en otro contexto muy diferente, pero nada ajeno (Max Nordau: Degeneration, 1898). Ahora veremos eso de la degeneración. De momento, sigamos con Adorno. En rigor, el libro constituye un episodio más de la vieja polémica entre formalistas y antiformalistas, de manera que aquí el formalista sería Stravinski (“la música no quiere decir nada”). Stravinski sería Brahms (por mucho que el ruso no fuera nada brahmsiano) y el inquisidor Adorno sería un humanista escandalizado por el jugueteo formal sin contenido humano. Perdonen que 1 Mi amigo Carlos Elorriaga señala que a Adorno le fascinaba esta obra, y que se notaba en los calificativos y la virulencia de las que los cargaba el bueno de nuestro filósofo. Otra “sinrazón” de Adorno es muy anterior, su artículo sobre Sibelius, otra lacra sobre Adorno, un escrito de 1935 que pasó inadvertido por completo pero que el tiempo se ha encargado de desenterrar una y otra vez. 2 parezca algo injusto, pero lo cierto es que la crítica de Adorno se parece mucho a la del realismo socialista, y la condena de 1948 a Stravinski se parece a la condena soviética a Shostakóvich, Prokófiev y otros compositores de la Unión de febrero de ese mismo año (esa época llamada la Zdánovshina, tiempos de poderío inmenso de Zdánov… que murió misteriosamente ese mismo año, poco después). Dejaremos a Hans Werner Henze, más abajo, la tarea de calificar a Adorno como músico. Pero lo del progreso y la restauración quedó ahí, para quien quisiera echar mano de ello. Y así se hizo, abundantemente. No ya contra Stravinski, sino contra lo que nos molestara en nuestra autoproclamada actitud progresiva. Dejad que los muertos entierren a los muertos, parecen decir los jóvenes agresivos, como Pierre Boulez, poseedores del futuro. El nuevo episodio de vanguardia y modernidad frente a supuestos o reales restauradores, filisteos o reaccionarios estalla, precisamente, cuando en Europa ha terminado la guerra de verdad. Tres años después de la aparición de este libro, fallece Schoenberg. Y unos meses más tarde, ya en 1952, publica Pierre Boulez en inglés, en la revista The Score, Schoenberg ha muerto, el pequeño artículo que hará historia y que marca el comienzo de esa guerra de los progresistas radicales contra los demás, que son unos reaccionarios. De Schoenberg ha muerto se desprende que Schoenberg no llegó todo lo lejos que hubiera sido preciso. Como si Schoenberg hubiera impedido la existencia de un Schoenberg más schoenbergiano. Y que me perdone Boulez, que es un músico excelente (así lo celebré con mis compañeros en un amplio dossier de la revista Scherzo cuando cumplió 70 años, en 1995), si bien un pésimo ejemplo para las generaciones siguientes en sus teorías y en aquel sectarismo de antaño, siempre arrogante, siempre excluyente. Deberían él y otros muchos haber recordado las palabras del maestro: “… yo no estaba destinado a continuar los caminos de Noche transfigurada ni de los Gurre—Lieder (…) Sin embargo, el deseo de volver al viejo estilo fue siempre en mí algo muy vigoroso, y de cuando en cuando he tenido que rendirme a ese impulso. / Es así cómo y por 3 qué algunas veces escribo música tonal. Para mí, las diferencias estilísticas de esta especie no son de gran importancia. No sé cuáles de mis composiciones serán mejores; a mí me gustan todas, porque me gustaban cuando las escribí”2. Acaso ahí radicaba el reproche del joven rebelde Boulez: no ha sido usted consecuente consigo mismo, maestro. Politeísmo musical: las tres tendencias del siglo En música, el siglo XX se dibuja con bastante claridad en los años anteriores a la primera gran guerra. Pero se define de veras algo después de terminar el espantoso conflicto. Pongamos, que, después de aportaciones como la de los “impresionistas” franceses (Debussy, Ravel), hay tres escuelas o tendencias renovadoras, muy distintas entre sí. Por una parte, Arnold Schoenberg y los vieneses (Webern, cada vez más radical y conciso, más hacia un supuesto o real futuro; Berg, un puente con el pasado, su obra es hoy la más apreciada precisamente por eso; Zemlinsky, maestro y cuñado de Schoenberg, guardián de la herencia wagneriana, o más bien de la vigencia de los poswagneriano de Europa Central, como Franz Schreker, uno de los degenerados). Por otra, el húngaro Béla Bartók (1881-1945), con su uso de las pautas folclóricas de manera más radical, ajeno a las de la anterior generación de músicos inspirados en el folclore; y, desde luego, mucho más allá del nacionalismo, como veremos. Y, en fin, el que muchos consideran el compositor más importante del siglo, Igor Stravinski (1882-1971), ruso, luego francés y al final estadounidense. Entre esos muchos no estaba Adorno, al menos en 1948. Así que las tendencias eran tres. Con los vieneses, la tendencia de la suspensión tonal hasta llegar al serialismo (dodecafonía), esto es, a la emancipación de la disonancia por la “victoria” del total cromático, desde obras plenamente postwagnerianas, como Noche transfigurada, para sexteto de cuerda, o los Gurre-Lieder, para solistas vocales, coro y una gigantesca orquesta3; hasta obras inquietantes y hermosas como la Sinfonía de cámara op. 9, el Segundo cuarteto op. 10, el monodrama Erwartung, el ciclo de Lieder 2 Schoenberg: El estilo y la idea, versión de Juan J. Esteve, Taurus, 1963, p. 270. Una boutade que se oía a menudo: “Si Schoenberg sabía componer cosas tan bellas, ¡por qué demonios luego se hace atonal!” Lo contrario de lo que sostenía Boulez en su muy citado artículo. 3 4 Los jardines colgantes. Todas son obras de Schoenberg de antes de la guerra, pero ya entonces pueden señalarse algunas piezas magistrales de Webern y Berg. En segundo lugar, Bartók: lo que se llamó más tarde el folclore imaginario, esto es, el uso de pautas que provienen sobre todo de Europa central y que aportan modos ajenos a la tradición culta europea y la amplían y enriquecen, pero llevados a cabo no con temas realmente recogidos en el campo, sino creados por el propio compositor a partir de su conocimiento profundo de las pautas de música popular húngara, eslovaca, rumana, búlgara y de otras nacionalidades del Imperio, en un momento de dramático retroceso de la aldea, de lo rural, frente a la generalización de lo urbano. Los húngaros Béla Bartók y Zoltan Kodály recorrían aldeas en aquel tiempo sin fronteras, sin pequeños estados chauvinistas (todavía), y recopilaban cantos y danzas, no sin dificultad, como ha descrito el primero en alguno de sus estudios. Una pareja de músicos etnógrafos, por llamarlos de algún modo que los identifique de veras, lo mismo que antes que ellos los checos Leos Janácek y Frantisek Bartós. Que esta tendencia no es simplemente nacionalista lo demuestra la fea anécdota alrededor de la Suite de danzas de Bartók en 19234. En fin, como tercero en heterodoxia, el neoclasicismo que un buen día se inventa Stravinski, bastante molesto porque le considerasen revolucionario por su obra La consagración de la primavera, la que había ocasionado un muy oportuno escándalo en Théâtre des Champs-Elysées en la primavera de 1913, un año antes del hundimiento europeo. El neoclasicismo consideraba que el 4 En 1923 se celebran los cincuenta años de Budapest, que en 1873, flamante capital de la Trasleitania (la otra mitad del Imperio, que es austro-húngaro desde 1867). Las élites del país (es la Hungría del regente Horthy) están sumidas en la depresión posterior a la guerra: el Tratado de Trianon (1920) ha reducido Hungría en territorio y población de manera que se han perdido enormes territorios, como Transilvania, y muchos húngaros son ahora ciudadanos (o súbditos) rumanos, checoslovacos, yugoslavos… Los principales compositores reciben encargos para los festejos de 1923. Y Bartók compone una Suite de danzas. Entre esas danzas hay una danza rumana. ¡La que se armó! Se la acusó de todo. De traidor, desde luego. ¿A quién se le ocurre incluir una danza “del mayor enemigo”, del que “se ha aprovechado más de la injusticia de Trianon? Bartók, que en su juventud era un nacionalista sectario (como en algunas de nuestras autonomías, digamos) se alejó cada vez más del chauvinismo acomplejado de los húngaros, herencia del chauvinismo aristócrata (como el del franquismo, digamos). La cuestión húngara sigue siendo una herida que supura, que no se ha olvidado, y que ha permitido que en plena Unión Europea, en Budapest, exista en estos momentos un gobierno de extrema derecha que reprime las libertades ciudadanas y fomenta el revanchismo y el irredentismo magiares. 5 regreso al pasado era un progreso, que las formas, pautas y obras del Ars Nova, del Renacimiento, del Barroco, del Clasicismo, de todas las escuelas del pasado europeo, eran fuente inagotable para componer obras totalmente de su tiempo. Porque, claro está, no vuelves al pasado. Nunca. Lo visitas, y regresas de él impregnado de juventud, a no ser que los muertos te hayan inoculado el veneno que no tienen, pero que les atribuimos cuando la enfermedad nos frecuenta. Vas al pasado ya enfermo. O regresas de él más sano que antes. Stravinski compone para los Ballets Rusos el ballet Pulcinella (se estrena en 1920), a partir de temas entonces atribuidos a Pergolese (no todos lo eran, como se supo bastante más tarde) que le había suministrado el propio Diáguilev. Y ahí comienzan sus regresos. Esos regresos serán muy fecundos durante treinta años, nada menos. Hasta la Misa de 1948, hasta The rake’s progress de 1951. Como toda tendencia, dio lugar a geniales compositores como el checo Bohuslav Martinu, mas también a academicistas (como sucederá con la vanguardia de posguerra): hoy día no hay quien no componga un Concerto grosso5, ironizaba Alejo Carpentier, gran melómano, en uno de sus escritos sobre música. Schoenbergiana A partir de cierto momento, Schoenberg considera que su hallazgo, la victoria del cromatismo que había preparado todo el siglo XIX, con culminación en el acorde de Tristán, iba a darle al área alemana (y él era austriaco, y además judío, esto último ya se lo recordarán por las malas sus paisanos) una primacía de mil años en música. Caramba, Arnold, “el Reich musical de los mil años”... Schoenberg nunca hizo gala de vanguardista, eso no estaba muy bien visto en su primera época, pero otros lo hicieron por él más tarde, cuando los vieneses habían desaparecido de este mundo. Sembramos para otros, qué caramba. Lo cierto es que todo el siglo XX, y sobre todo la segunda mitad, ha presenciado una polémica por la modernidad, por el reconocimiento de lo que 5 Género del Barroco tardío, generalmente para solistas (uno o varios, el concertino) y conjunto (el ripieno, falta mucho para que se invente la orquesta). Las famosas Cuatro estaciones de Vivaldi son otros tantos Concerti grossi dentro del ciclo de doce de Il cimento de l’Armonia e dell’Invenzione (1725). Los neoclásicos del siglo XX lo imitaron una y otra vez. Pero hasta nuestros días se han compuesto Concerti grossi de gran altura e incluso pautas vanguardistas, como los del ruso Alfred Schnitke. 6 hacían Schoenberg y sus discípulos. Lo de Schoenberg fue un sacrificio, incluso un martirio, del que se aprovecharon los vanguardistas de posguerra, esos niños arrogantes, geniales y favorecidos por la fortuna que nacieron entre 1923 y 1928, de Maderna a Stockhausen, pasando por Boulez, Nono y Berio, más los dos húngaros (Ligeti y Kurtág) y alguno más. Habían desaparecido los “degenerados”6, que podrían haber sido una dura competencia por sí mismos y por sus seguidores. Schoenberg fue respetuoso con la tradición; es más, la tradición le dictaba las formas. Cambió la gramática, o mejor dicho, la consumó. Podría haber dicho como Cristo (y algo de Cristo tuvo en su terreno este judío vienés): no vengo a abrogar la ley, sino a consumarla. Además de sus obras, a menudo radicales, de este músico que además fue pintor de los del Blaue Reiter, tenemos algunos escritos suyos. Por ejemplo, un Tratado de armonía que se refiere, claro está, a la armonía tradicional, y que es un libro de texto. También un conjunto de impresionantes estudios, El estilo y la idea, que son más y menos que un programa. Léase en esa colección el estudio titulado Brahms, el progresivo, y se verá lo que tiene que decir un renovador enamorado del pasado musical del compositor al que se consideraba en Viena primero, y luego en todas partes, como la salvaguarda de la tradición beethoveniana. Schoenberg se consideraba a sí mismo un conservador. Y si se me considera original, decía en otro de sus escritos, es porque todo lo nuevo que veo lo copio enseguida. Fue él quien escribió: “Uno de los medios más seguros para llamar la atención es hacer algo que se salga de lo normal y pocos artistas tienen el coraje de escapar a esta tentación. Debo confesar que yo era de aquellos a quienes no les importaba mucho la originalidad. Solía decir: ‘Siempre intenté producir algo completamente convencional, pero fracasé, y siempre contra mi voluntad, se 6 Ha sido muy recordada la exposición que el Tercer Reich dedicó a pintores modernos bajo el título Arte degenerado (Entartete Kunst), Munich, 1937. Era la condena de la modernidad para exaltar la teatralidad heroica y gesticulante que proponía el Reich. Menos conocida es la exposición de 1938, en Düsseldorf, sobre Música degenerada. En este caso no se trataba tanto de condenar la modernidad como a los músicos judíos. Aunque de todo había. La condena nazi de los músicos fue más efectiva que la de los artistas plásticos: menos los vieneses, recuperados en la posguerra, los demás desaparecieron casi por completo, incluso en vida, desde Krenek, Weill, Goldsmidt y Korngold hasta los que habían conocido un éxito enorme, como Franz Schreker, y desde luego los asesinados en campos de concentración, como Schuholf, Ullmann o Haas e incluso autores de música ligera, como Grosz. Los nazis allanaron el terreno a los chicos de la vanguardia de posguerra, tan progresistas ellos. Les libraron de rivales instalados. 7 convirtió en algo inusitado’". (El estilo y la idea, op. cit.) Esto no es modestia, es algo más. No es soberbia, ni mucho menos. Es legítimo orgullo de artista, y no tanto por las palabras como por las obras que respaldan esas palabras A Schoenberg le importaba sobre todo la autenticidad de un músico. De ahí su admiración por ciertos compositores que gozaron de gran popularidad sin tener que halagar los gustos envilecidos7. Lo que no le impidió atacar a Stravinski en determinado momento, como en una de las Tres sátiras para coro a cappella: “Mira, es el pequeño Modernski..., etc”. En uno de sus estudios deja clara la desconfianza hacia los que proclaman la llegada de una ‘Nueva música’, cuando esa guerra se ha dado siempre en la historia: “Este grito de batalla hubo de ser creado seguramente porque alguno de estos pseudo-historiadores recordaría que, en el pasado, el mismo grito u otros semejantes impulsaron nuevas directrices a las artes. Un grito de combate debe, quizá, ser superficial y hasta algo incorrecto si ha de hacerse popular (…) La popularidad adquirida por el ‘slogan’ ‘Música nueva’ levanta en seguida sospechas y le hace a uno indagar sus significado”8. En las páginas siguientes, Schoenberg indaga, ya lo creo que sí. Victorias, aunque no siempre Ahora bien: lo que nos molesta de todo esto es que del exilio de Schoenberg se aprovechen los vanguardistas bien instalados desde su juventud; lo que nos molesta es que conviertan en martirio la muerte fortuita de Webern a manos de soldados americanos que cazaban nazis en casa del yerno del compositor, nazi notorio y dedicado al mercado negro, y usen su obra para justificar algo que no se deduce necesariamente del serialismo, el llamado serialismo integral; pero, sobre todo, lo que nos molesta es que consideren que ya no se puede escribir música sino así, que hacerla de otro modo es retardatario, incluso criminal. Lo 7 “Porque si es arte no será para todos, y si es para todos no será arte. / Más deplorable es la actitud de algunos artistas, que de manera arrogante quieren hacer creer que descienden de las alturas para dar a las masas algo de sus tesoros. Esto es hipocresía. Sin embargo, hay unos cuantos compositores, como Offenbach, Johann Strauss y Gershwin, cuyos sentimientos coinciden circunstancialmente con los del ‘hombre medio de la calle’. Para estos no es ninguna mascarada el expresar sentimientos populares en términos populares. Son naturales en lo que dicen y en lo que hacen” (Schoenberg: op. cit, p. 84). 8 Schoenberg : op. cit., p. 69. 8 que nos molesta es eso que se ha llamado “terrorismo serial”. El terror impuesto por un sector de la vanguardia muy instalado junto al poder. No en el poder, sino junto al poder (ver la cita del narrador y cineasta polaco Tadeusz Konwicki). Hasta el punto de que el poder a menudo lo buscaba. Es sabido que Boulez se marchó de la Francia de De Gaulle y Malraux (exilio cultural, algo así) y regresó cuando Giscard d’Estaing ganó las elecciones en 1974 y le ofreció el oro y el moro (el IRCAM9, para ser exactos, que en realidad era un proyecto de la administración de su malogrado antecesor, Georges Pompidou, con el que el propio Giscard había sido ministro). El proyecto de la administración Malraux, a través del compositor y gestor Marcel Landowski había cumplido su ciclo: desde la creación de la Orquesta de París y el esfuerzo de orquestas nacionales en provincias hasta la política de encargos y apoyo a compositores de todas las escuelas, sin favoritismo hacia los sedicentes vanguardistas y progresistas. Puede decirse que el regreso de Boulez es la victoria de esos modernos10. Lo que ha salvado de veras a Boulez es haberse convertido también él en un buen gestor, y sobre todo en uno de los grandísimos directores de orquesta de nuestro tiempo, un valor añadido a su obra como compositor, que es escasa y a menudo sin formato definitivo; sus obras cambian, aumentan, varían con el tiempo, son works in progress, obras abiertas. Boulez no ha vivido especialmente de su obra, sino de su condición de director estrella. Y, por cierto, ha sido el director que cambió en el sonido grabado, para mejor, nuestra visión de Stravinski, con el que hizo amistad porque el viejo Igor era un zorro que sabía atraerse a estas fieras jóvenes. Mas también de Ravel y de Debussy, por no hablar de sus magistrales interpretaciones de Schoenberg, Webern y Berg. ¡De Berg, el que parecía no gustarle en sus años provocadores! Fue Boulez quien estrenó Wozzeck en la Opera de París, y además fue en los tiempos de George Auric: el tiempo nos une al enemigo o demuestra que no era para tanto. Stockhausen, en cambio, sí vivía de sus conciertos. Y al final de 9 Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique. En España se publicó el interesante opúsculo de Landowski Batallas por la música, resultados y experiencias de una política musical en Francia (Traducción de Juan Antonio García Barquero, Ministerio de Cultura, 1984). Interesante lectura para comprender esa guerra, esas batallas. 10 9 su vida se puso demasiado en evidencia, como pudimos ver hace unos años en Madrid, cuando en determinado ciclo de música contemporánea impuso tres conciertos con su familia, mientras que el organizador sólo quería uno. Con uno, tal vez nos hubiera seguido dando el pego. Pero con los tres comprendimos en qué se había convertido el modernismo de la factoría Stockhausen, muerto antes de su verdadero fallecimiento. Hablemos de la carga de los valores Como sabemos, todo mensaje está cargado de valores. Muy a menudo se disimulan deliberadamente. Otras veces no hace falta, porque esos valores están tan vigentes (aunque sea superficialmente vigentes) que no advertimos que se trata de valores. El antisemitismo fue un valor en su tiempo, y no sólo en Alemania: en Francia, determinados sectores que no eran sólo el ejército, pero que incluía a casi todo el ejército, lo vigente y por ello obligatorio era ser antisemita . El ser reaccionario y nacionalcatólico fue una vigencia irresistible durante décadas en nuestro país, donde tenías que tener el pedigrí de ser “de derechas de toda la vida”, lo que significaba ser de extrema derecha, no otra cosa. Stefan Zweig cuenta en El mundo de ayer que no se podía ser joven y aspirar a algo, que no se podía ser moderno en el stablishment autriaco, que era preciso, por encima de todo, ser viejo (los honores concedidos al joven Hofmannshtal son una excepción). Después, sólo después, ser competente en la materia. Pero, de pronto, se dibujan y se alzan los valores contrarios. No es preciso que llegue la gran guerra. La cosa empieza antes11. Los valores del periodista y hasta del funcionario público son ahora la transgresión, la ruptura, la vanguardia, la revolución. A medida que se hace más evidente que el cambio económico y político es imposible, las instituciones se hacen oír cada vez más mediante portavoces que tienen en su boca, de manera permanente, el insulso e idiota discurso de la transgresión. Todos se tratan entre sí de conservadores, 11 “Todas las formas de expresión de la existencia pugnaban por farolear de radicales y revolucionarias y, desde luego, también en arte. La nueva pintura dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua. Se suprimieron los artículos determinados, se invirtió la sintaxis, se escribía en el estilo cortado y desenvuelto de los telegramas, con interjecciones vehementes; además, se tiraba a la basura toda literatura que no fuera activista, es decir, que no contuviera teoría política”. El mundo de ayer, traducción de J. Fontcuberta y A. Orzeszek, El Acantilado, 2003. p. 380. 10 incluso reaccionarios. La derechona se apodera de términos descalificadores como trasnochado, la izquierda abusa hasta quitarle sentido al concepto de fascista, también como descalificación. La derechona (pobre país el que carece de una derecha) se apodera del concepto de liberalismo, con manifiesta ilegitimidad, y con la complacencia de una izquierda cuyo pasado es, entre otras cosas, un desdén por las libertades públicas. Pero nadie quiere ser acusado de conservador. Los conservadores son los otros, los adversarios, los enemigos12. Recuerdo aquel gestor cultural (llamémoslo así) que ante la mala perspectiva de su empleo público lanzó una conferencia sobre el peligro de conservadurismo, ayudado de manera imprescindible por una amiga periodista muy pródiga en términos “de rupturas”. Hay una nostalgia del auténtico reaccionario, ahora que la revolución la protagonizan peligrosos movimientos de derecha, desde el Frente Nacional francés al Tea Party. Necesitamos un filisteo, y si es posible un grupo de ellos, más que nada para mostrar nuestro progresismo. Ortega lo sabía: un vicio muy nuestro es el de inventarse un maniqueo para refutarlo. O, como decía alguien ajeno a este tinglado, pero inmerso en otros parecidos: “Fingimos que Franco está en el poder para seguir siendo modernos”. La autoproclamada vanguardia, cómodamente instalada en la pequeña limosna pública, trata de poseer tanto el santo como la limosna. A precio bajo para el poder. A muy alto coste para ella. A qué usos tan viles podemos descender, Horacio… 12 Al principio de este escrito citamos a Finkielkraut, en uno de los estudios-charlas de La ingratitud (1999), el titulado La insolencia de los vivos. Merecería la pena que el lector se paseara por ese libro, y en especial por este texto. Finkielkraut define muy bien el terreno del que se sirven los autoproclamados vanguardistas o modernos frente al poder público para arrancarle su ayuda y marginar de paso a los “otros”: “La palabra clave del lenguaje político actual es ‘reforma’, y ‘conservador’ el término malsonante que izquierda y derecha se lanza mutuamente a la cara. Concepto polémico, el conservadurismo ha dejado de utilizarse en primer persona: conservador es el otro, el que tiene miedo…” “Hoy todos los protagonistas del debate ideológico son vivos que se tratan mutuamente de muertos y la nostalgia, venga de donde venga, es sistemáticamente considerada como algo yerto”. “… los muros han caído y nada diferencia ya las palabras subversivas de los discursos oficiales”. “Las directivas gubernamentales de hoy son los panfletos contestatarios de ayer. Hace treinta años, en Francia, los comités de acción estudiantiles proclamaban que, para combatir las desigualdades, los profesores no debían ya contentarse con transmitir la cultura que poseían, sino despertar la personalidad de cada alumno y enseñarle a formarse a sí mismo. Hoy quienes se expresan en esos términos son los inspectores escolares. Sus circulares están inspirada por la musa de la insumisión. Vivimos la alianza del poeta y de la oficina, la fusión extática del lenguaje mentiroso de la propaganda política y el alfabeto del corazón… Y hasta puede decirse que nuestra época es la época en que todo el mundo dice lo mismo. El rebelde habla como el ministro, que a su vez habla como el periodista, que a su vez habla como el sociólogo…” (Alain Finkielkraut: La ingratitud. Conversación sobre nuestro tiempo. Traducción de Francisco Díez del Corral. Anagrama, 2001). 11 El fracaso de los profetas Pero en música nada es revolucionario. Stravinski consideraba que es imposible concebir nada revolucionario en música. Según contaba en sus lecciones de Poética musical (él no las escribió, sin duda las redactó bajo su mandato el músico ruso Walter Nuvel), una serie de cambios “han llevado a una revisión general de los valores fundamentales y de los elementos primordiales del arte musical. [...] Sé perfectamente que existe una opinión según la cual los tiempos en que apareció la Consagración vieron cómo se realizaba una revolución. [...] Estimo que se me ha considerado erróneamente como un revolucionario. [...] Hay que precaverse contra los engaños de quienes os atribuyen una intención que no es la vuestra. [...] Para ser francos, me vería en un apuro si quisiera citar a ustedes un solo hecho que, en la historia del arte, pueda ser calificado como revolucionario. El arte es constructivo por esencia. La revolución implica una ruptura de equilibrio. Quien dice revolución dice caos provisional. Y el arte es lo contrario del caos. No se abandona uno a él sin verse inmediatamente amenazado en sus obras vivas, en su misma existencia. [...] Apruebo la audacia; no le fijo, de ningún modo, límites; pero tampoco hay límites para los errores de lo arbitrario13.” Ahora bien, en determinado momento se acotó el camino hacia la modernidad. No todos los caminos conducían a la buena nueva, se dijo, cuando había perspectiva, esto es, cuando uno jugaba con ventaja, no sólo con sectarismo. Por ejemplo, se trató de minimizar el alcance renovador de La consagración de la primavera (1913): puesto que no se dirigía hacia la tierra prometida de lo atonal, no era renovadora, sino falsamente revolucionaria. Eso se ha sostenido hasta hace muy poco –muchos podemos dar fe de ello- de la obra que aportó la politonalidad y la polirritmia, auténticos avances en el nivel de conciencia sonora occidental. 13 Stravinski: Poética musical. Traducción de Eduardo Grau, Taurus, 1977, y El Acantilado, 2006. 12 Los profetas suelen ser profetas del pasado. Ellos no lo saben, pero es así. Todavía recuerdo a los maestros pensadores que nos decían hace apenas una década que el porvenir del teatro (bueno, de la escritura dramática) era Pinter, en un momento en el que Pinter era, sin duda, el pleno presente ya clásico, cuando sus obras importantes tenían bastantes años y se iban a consagrar con el Premio Nobel poco después. Los maestros pensadores son como los servicios secretos, que se equivocan siempre (siempre, siempre): confunden el presente que está a punto de concluir con eso que llamamos futuro; conceden demasiado crédito a determinados informes sesgados en detrimento de otros más lúcidos y acaso más molestos; creen que es ciencia algo que es sólo superstición: en un caso, la geopolítica; en el otro, la mezcla de ideología política progresiva con el endulzamiento de un concepto de origen militar: la vanguardia. A servicios secretos y maestros pensadores de la estética, y concretamente del teatro, podríamos añadir el gremio de los economistas. Los tres están preocupados por halagar administradores (prefiero esta expresión, halagar administradores, que servir al poder, que está gastada, y su sentido se desvanece por exceso de pathos). Tal vez otros gremios merecerían estar también ahí. Lo malo es que el término o concepto de vanguardia no es sólo descriptivo, sino valorativo. Ya hemos visto los valores en plena forma, un poco más arriba. Vanguardia es todo lo contrario a un concepto para el conocimiento, no digamos para la ciencia. Porque está cargado de valor. Al margen de su origen militar, vanguardia quiere decir “progresivo”, mejor, más arriesgado, contrario al conformismo, la quietud. Es como el término revolución. No comprenden que lo que hicieron Hitler y los suyos fue una auténtica revolución. La revolución siempre es progresiva, cree el bendito, ingenuo “progre”. La revolución sería algo históricamente bendecido: “iba matando canallas con su cañón de futuro” cantaba un bardo cubano al servicio de la dictadura militar de su pobre país. Matallas canallas en nombre del futuro es legítimo, ¿verdad? Entonces, como no va a serlo dejar por el camino a varias carreras artísticas de colegas anticuados. Esto es revolución, oiga. Vamos a un mundo mejor. Si no, no es revolución. 13 Lo mismo sucede con el término “modernidad”, que a menudo encierra benditos aportadores junto a espantos como los que todos sabemos. Hoy día está claro que movimientos de masas populares antisemitas rabiosos como los que surgieron en Austria a finales del siglo XIX son fruto de la modernidad. No tratan simplemente de terminar con el antiguo régimen. Tratan de terminar con el liberalismo. Hay una línea recta, muy recta, entre el partido socialcristiano austriaco de Karl Lueger (alcalde de Viena, antisemita feroz, muy cristiano) y la proclamación del Anschluss en la Heldenplatz de Viena en marzo de 1938. Como la hay entre la CEDA y Falange, nutriéndose la segunda de los elementos humanos y las riquezas de los primeros a partir de un momento dado; a partir de “cuando es necesario, y no antes”. Eso es modernidad, el rostro más feo de la modernidad, pero qué le vamos a hacer. Hay vanguardias y vanguardias. Lenin llamó vanguardia del proletariado al grupo de revolucionarios profesionales que sí sabían lo que le convenía al proletariado, mientras que el proletariado no lo sabía. Las consecuencias de la victoria de aquella minoría “de vanguardia” han sido espantosas. En los años 50 se llamó vanguardia a las piezas de los autores del teatro del absurdo (Beckett, Ionesco, y ni uno solo más) y algunos otros cercanos (los otros, gente distinta desde Adamov hasta Pinter y Pinget o Arrabal). Mientras, Jean Anouilh, al que acaso habría que haber calificado de representante de la retaguardia seguía escribiendo muy buen teatro. En la Francia de los años 50 Anouilh era un hombre de derechas, y eso estaba muy mal visto. Son los años en que la intelectualidad francesa inquisitorial (Les Temps modernes, esto es, los chicos de Sartre) hunde literalmente a Albert Camus. Pero se tienen que fastidiar, porque en Estocolmo le conceden el premio Nobel a Camus pese a no tener más que 44 años. ¿Qué dirían del resurgir de hoy mismo de la familia francesa tradicional como fuerza decisiva en la calle, en la urnas, en el odio al extranjero? 14 Pero volvamos a la vanguardia artística. Con el tiempo, el término vanguardia ha servido para “venderle” al poder público y a los festivales aquellos productos que, con razón o sin ella, se quieren programar en determinado línea de prestigio progresista. Siempre hay algo de terror organizado cuando una tendencia estética se autodenomina avanzada, vanguardista, progresiva; porque eso indica que sus componentes poseen una superioridad moral y artística de las que los demás carecen. Y si ellos son los buenos, tienen el santo; en consecuencia, son merecedores de la limosna. ¿De qué, sino de limosna, vive la creación teatral contemporánea española? Y otras, sin duda. En las últimas décadas del siglo se acuñó un concepto lapidario: terrorismo serial. Al imponerse de manera tan abrumadora las concepciones de los compositores de la vanguardia europea de posguerra (y, lo que es, peor, sus seguidores, discípulos, epígonos, mimetizadotes, de entre los que surgieron los verdaderos sicarios: Boulez y Nono se ensuciaron sus manos, ya lo hacían otros…), en especial el concepto de serialismo integral, lo serial de Schoenberg y sus discípulos pagó el pato de la culpa de los vanguardistas. Es cierto que no llegó a haber totalitarismo, pero se intentó. Boulez, Nono y Stockhausen intentaron descalificar y reducir a la nada a compositores como Henri Dutilleux (mayor que todos ellos, nació en 1916 y sobrevivió a muchos de sus “atacantes”, puesto que falleció en mayo de 2913, a los 97 años) o como Hans Werner Henze (de la misma edad que ellos, de 1926, incluso amigo de Luigi Nono durante mucho tiempo). Estos dos compositores sufrieron las afrentas y sofiones de los chicos de la vanguardia. “Cómo se puede seguir componiendo así hoy día”, dice el joven Stockhausen que sabe el efecto que va a provocar en uno de esos papanatas que dirigen festivales14. Como el gestor 14 Citamos de las memorias de H. W. Henze. Estamos en el verano de 1952 (el mismo año, por cierto, del Schoenberg ha muerto de Boulez). “¿Pero quién era ese Stockhausen? Por Darmstadt-Kranichstein aún no había aparecido, y por lo demás tampoco había oído nada de él. ¡Bueno, sí! Hübner, del departamento de música de Hamburgo que organizaba allí los conciertos “Obra Nueva”, me acababa de contar que se había cruzado con Stockhausen, quien le había cogido alguna de las partituras contemporáneas para hojearlas y suspirar enseguida: “¡Pero cómo se puede escribir así hoy…!” Al modernista señor Hübner eso le había impresionado mucho. Yo pensé: ¿Es que en Alemania empieza a amanecer, otra vez, una doctrina? ¿A haber de nuevo directrices? ¿Qué significa ‘hoy’ en cuestiones de arte? ¿Y a quién se refería 15 cultural de marras, que le espeta a un dramaturgo, pero delante de una autoridad importante del ministerio en la materia: “Vosotros, los dramaturgos convencionales…” Un guiño: a éste no hay que darle limosna, sólo a los míos15. Leamos la queja de alguien experimentado, mayor que nosotros, uno de los mejores compositores del siglo pasado, que murió recientemente, y que compuso, insistió y sobrevivió a sus “amigos”, Hans Werner Henze de nuevo, cuando se refiere a cierta época y cierto tipo de artistas: “Que la música considerada revolucionaria por una minoría radical en aquel entonces, mediados los sesenta, pudiera ser cualquier cosa menos revolucionaria, y que hubiera cientos de perspectivas y maneras revolucionarias diferentes, eso aún no se les había pasado por la cabeza. Hoy, barridas las nieves de antaño, es fácil apreciar en toda su arrogancia y estupidez aquel malentendido cultural, y desaprobarlo meneando compasivo la cabeza. Pero qué difícil era entonces ese ‘se’, qué significarían tales hostilidades? Aún me había de enterar de la respuesta. Se me vino a la cabeza la idea rara, qué digo, absurda, de que los compositores, esos mensajeros de una espiritualidad superior, en realidad disfrutan haciéndose la vida imposible como se la hacían entonces y seguirían haciéndosela, quitándose el pan y cortándose el agua, peleándose como mafiosos de guante blanco y formando clanes, lobbies y grupos de presión. Eso me ha parecido siempre repulsivo, falto de ética y de arte. También por eso he preferido quedarme solo con mi incapacidad de adaptación. Los nuevos popes de la música alemana, en realidad meros funcionarios como el grotesco Dr. Strobel, el insulso Steickene en Darmstadt o ese majadero cantamañanas de Hübner en Hamburgo, me resultaban tan desagradables como sus viperinas esposas, que picadas en cuanto notaban que a uno no le parecían apetecibles se ponían a afilar sus labios pecadores en pleno climaterio. (Hans Werner Henze: Canciones de viaje con quintas bohemias, traducción de José Luis Arántegui, Fundación Scherzo - Antonio Machado libros, pp. 117118). Henze sangra por la herida, y se explica a gusto. También Dutilleux, en un precioso libro de charlas que expresan su pensamiento: Mystère et mémoire des sons, Entretiens avec Claude Glayman, Actes Sud, 1997. En este libro se habla a menudo de terrorismo por parte de la vanguardia de posguerra. ¿Una exageración? 15 Un ejemplo de mala intención por parte de un auténtico artista, malévolo él, pero grande como compositor y mezquino como persona y como colega, es el de Boulez cuando, al hablarse de Britten, se finge sorprendido: “¿pero no estábamos hablando de compositores…?” Atención: Britten, entre otras muchas cosas, es uno de los grandes operistas de la segunda mitad del siglo, con quince títulos, desde Peter Grimes hasta La muerte en Venecia, pasando por maravillas breves como Curlew River. La vanguardia ha sido impotente con la ópera, salvo acaso un título, El gran Macabro, de Lilgeti, basada, claro está, en Ghelderode. Britten tenía su propio festival, no necesitaba la ayuda de los inquisidores. Y, especialmente, tenía a su favor el sentido común del público británico, que nunca quiso saber nada de la vanguardia del continente. Londres dio a Pinter, pero, por favor, si tienen alguna duda, comparen cualquier obra de Stockhausen o Nono con la pieza de Pinter que les parezca más atrevida. Pinter parecerá conservador a su lado, comprensible para todo el mundo, vulgar incluso. Lo interesante de la anécdota es que gente como aquel Boulez de entonces no se limitaba a discutir o incluso descalificar; además, negaba categoría óptica a un colega (no es, no existe, aunque lo parezca). Ahora, a los cien años del nacimiento de Britten, comparen las obras de ambos. Pobre Boulez. 16 explicarse, encontrar las palabras adecuadas, y sobre todo, acabar con tanta iniquidad acumulada”16. ¿Me permiten un desvío por Viena? Es una ciudad que me interesa especialmente, y no sólo por la escuela musical de Schoenberg y sus chicos: es una ciudad plagada de demonios dañinos, mas también de arte y de innovación; es una ciudad cargada de kitch (¡Dios mío, el Ring, la Heldenplatz!), pero también de una secuencia de pensadores, creadores, artistas, que nos han nutrido mucho más que las llamadas vanguardias, desde Mahler a Kokoschka. En el grandísimo y bellísimo catálogo de la exposición Viena, el Apocalipsis alegre (París, 1986), leemos un escrito de Jean Clair, Una modernidad escéptica. Veamos. “De la modernidad nos hemos hecho una idea optimista. Tenemos, no obstante, las advertencias de Baudelaire, hecha la confusión entre ‘lo moderno’ y la ‘vanguardia’, descuidando con ello que si la noción de moderno, desde sus orígenes en el siglo XII, pertenece al dominio europeo por completo, la idea de ‘vanguardia’, que surge hacia 1830 en los círculos saint-simonianos, sólo pertenece a Europa occidental. La vanguardia no es más una idea separada de la modernidad. Reconocer Viena era reconocer que el vanguardismo no era sino una actitud, si no falsa, al menos tan parcial que no daba cuenta alguna de los movimientos que en profundidad han agitado a nuestro siglo. / La “revolución” cubista, el futurismo, el surrealismo, no han intrigado nunca más que a unos círculos restringidos. Agitaciones manieristas de formas, ligeros temblorcillos del pensamiento, sólo una pequeña clientela admiraba su agilidad y su agitación. Por el contrario, nadie se ha aproximado a la obra de los vieneses, sean pintores, arquitectos, escritores, filósofos, sin que le haya afectado al corazón, como una enfermedad duradera, acaso mortal. / Pues la vanguardia, en sus numerosos avatares, es por esencia una utopía: sus propuestas sucesivas carecen de consecuencia en el mundo concreto. Viena, por el contrario, fue un lugar real, y ese nombre, el único femenino de 16 H. W. Henze: op. cit., pp. 241-242. Es cierto: cuando algo está vigente, aunque notoriamente falso, no hay manera de oponerse a ello ni de alejarse de ello sin oprobio. 17 todas las metrópolis de la Europa moderna, designaba en efecto el corazón de un continente, que era una unidad intelectual, sensible y espiritual.” Eso es lo malo, que un concepto acuñado por los filántropos más o menos socialistas de la Francia que se acaba de librar de una utopía nefasta, la del retorno al Antiguo Régimen con el reinado de Carlos X, se generalice a otros campos. Y que andando el tiempo pretenda convertirse en iglesia universal. No otra cosa fue cuando Boulez, Stockausen y los demás impusieron su credo. No del todo, ah, qué pena para ellos. Coda Antes de entregar este trabajo, le pido que lo lea a mi amiga, la hija del Conde Petrovecchio. Y me hace dos observaciones: ¿No teme que le llamen reaccionario, conservador, algo así? Sí, lo temo, no debería temerlo, pero lo temo. Me enseña un periódico, un artículo de Fernando Savater sobre George Orwell. Si alguien le dice eso, cite esto otro, y la condesita señala un texto destacado por ella misma: “En un escritor de hoy puede ser mala señal no estar bajo sospecha por tendencias reaccionarias, así como hace veinte años era mala señal no estar bajo sospecha por simpatías comunistas”. Le agradezco mucho esta cita, pero ella sigue con otra cuestión. Este escrito contiene muchas citas, dice la condesita Petrovecchio. Hay quien descalifica a los demás porque citan demasiado. Como si no tuvieran vida, sólo citas. Shakespeare los acusa más o menos así en Julio César. Si le acusan a usted de eso, puede decir lo siguiente: Con las citas pasa como con los premios: los critica más el que no los tiene. Es cierto que conocemos tontos que citan mucho. Pero, sobre todo, conocemos tontos que son incapaces de citar nada. Porque no tienen vida, y en consecuencia tampoco citas. Y entonces, tienes que darles un resumen de tu propio texto. La joven se ha comportado como una jefe de gabinete, plenamente. Si tuviera edad de presentarme a alguna elección, la nombraría para el cargo. El caso es que me obliga a resumirme. Lo hago, sin citar a nadie, para que no digan: 18 Es, digamos, síntesis de lo que creo haber percibido en la historia de la música europea desde los años cincuenta, y que conste que le he dedicado estudios a la generación de la vanguardia: La generación de la vanguardia levanta una ideología, falsa conciencia justificadora de sus privilegios crecientes (permítanme la paráfrasis marxista); impone una serie de maniere de componer que aparta demasiados creadores ajenos a la academia, o la taifa, y atrae a muchos imitadores (autores, en el mejor de los casos, de “falsificaciones inteligentes”, como Adorno en tanto que compositor, según Henze: ¡vaya, se coló una medio cita!), de manera que empobrece durante décadas el panorama creativo; invoca figuras que fueron mártires de la causa, como Varese o Webern, entre otros, y condena la memoria de la gran escuela centroeuropea y francesa que se supone que prolongó el posromanticismo, y con ello consigue seducir a los gestores culturales temerosos de no ser lo bastante progresivos: constituyen una “gran conspiración”, o al menos un gran lobby, que en Europa tiene éxito durante años, y ese éxito consiste en excluir a los herejes y acoger a los buenos chicos. A veces tiene geografía, otras es general. Pensemos en Alemania. De Alemania nos llegan al menos dos supersticiones intensísimas: una es económica, y sus efectos son espantosos; la otra es teatral, y sus efectos son letales: en Alemania se premian espectáculos como el de la Abramovic ésa, Dios mío, de cuyo carácter progresivo y vanguardista nos trataba de convencer un joven periodista al servicio de la causa, con la amenaza más o menos clara de excomunión estética: si esto no te gusta, eres una mierda, chico. ¿Cuánto le pagan a este pobre por difundir y machacar un día y otro, a lo largo de varios años, esos tristes tópicos? De todas maneras, modernidad y vanguardia en arte, sea música o sea otro medio, ya no tiene demasiado sentido. Lo explican muy bien muchos pensadores de la posmodernidad (no necesariamente posmodernos, sino de la posmodernidad). Por ejemplo, el polaco Zygmunt Bauman en un estudio de muy significativo título que citábamos al principio, El arte posmoderno, o la 19 imposibilidad de la vanguardia, en el volumen La posmodernidad y sus descontentos (Akal, 2001). ¿Es esto acabar con otra cita, o es sólo una nueva invitación a una lectura concreta? 20