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Maduro, su discurso de la Ley Habilitante y las nubes de
palabras; por Willy McKey
Willy McKey · Thursday, October 10th, 2013
El discurso fue, para resumirlo en un solo adjetivo, singular. Estuvo marcado desde el
principio por características propias de ejercicios de oradores inexpertos. Superadas
las formalidades habituales, los cinco errores de la oratoria contemporánea tuvieron
lugar en los primeros segundos de alocución. Los pecados que empiezan en dividir a
una audiencia a la cual se le va a dirigir un mismo mensaje, improvisar a partir de la
evocación sin un objetivo discursivo final, distraerse con los elementos dispuestos en
el lugar donde se hablará y permitir que detrás del orador haya elementos
potencialmente distractores terminaron con la arriesgada decisión de anclarse a un
texto con el cual no está familiarizado quien va a ejercer el derecho de palabra.
Y entonces sobrevino el descubrimiento de una palabra. Quien ejerció durante años
como presidente de la Asamblea donde tenía lugar el discurso, Canciller de la
República y Vicepresidente de la Nación descubre una palabra hasta entonces
reservada para el discurso de quienes se han opuesto a las políticas públicas
nacionales de los últimos quince años o más: corrupción.
Quien empezaba a repetir corrupción sin cesar parecía fascinado por su sonido,
descubierto justo ahora… unos segundos antes. Quizás por eso el retraso de la
alocución: lleva tiempo familiarizarse con una palabra que, además de ajena e
incómoda, habrá que repetir hasta que lo permita el aire. Pero el miedo a las palabras
es un miedo ontológico: cuando una circunstancia obliga a nombrar lo que no quiere
nombrarse, es muy probable que la lengua se enrede sola. Sin quererlo. Sin poder
evitarlo. Es el sentido saliendo por donde consigue sitio.
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Nube de palabras del discurso de Nicolás Maduro ante la Asamblea Nacional el
martes 8 de octubre de 2013, con la intención de solicitar el apoyo del Poder
Legislativo a una Ley Habilitante.
Uno de los recursos centrales de la semiología política contemporánea es la nube de
palabras. Se trata de una jerarquización gráfica de las palabras empleadas en un
discurso, con la intención de visualizar los elementos que tienen mayor presencia y
peso semántico en el campo que se está evaluando.
Ver la nube de palabras de la intervención de Nicolás Maduro del 8 de octubre de
2013 no hizo sino calcar lo que fue la experiencia audiovisual: ver la
palabra corrupción surgir a manera de epifanía. Una epifanía pequeña, eso sí.
Individualísima. Íntima. Y, sobre todo, marginada por excedida. Apartada del centro.
Era casi la aproximación a un neologismo: una palabra que aparece para nombrar algo
de lo que antes no se tenía noticia.
Adán, desnudo y balbuceante, poniéndole a las cosas nombre con la torpeza propia de
quien tiene la tarea de ser otro intento de hombre nuevo.
Y en este recorrido, que empezó por el gesto escolar de buscar en el diccionario de
María Moliner la palabra aparecida, ese quinto error de la oratoria de estos tiempos
(anclarse a un texto con el cual no se está familiarizado) fue un accidentado tránsito
por contradicciones ideológicas profundas que lo obligaron a poner en evidencia el
desconocimiento de cuantos citaba. Sonaron muy ajenos autores como Platón e
incluso Nicolás Maquiavelo, en especial por ese gesto extraviado de quien le pregunta
a la audiencia si les resulta familiar. También malsonó el nombre de Giorgio Agamben,
un pensador contemporáneo, agredido fonéticamente desde el desconocimiento de
quien también obvia los acentos y prefiere apellidar Benjamín a Walter Benjamin.
Haber conversado alguna vez con alguien más sobre alguno de los autores habría
ayudado.
Durante todo este viaje enciclopédico, el rostro (y el dedo índice) de Diosdado Cabello
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eran elementos disctractores que aparecían por encima del hombro izquierdo del
orador, esas coordenadas donde las alegorías medievales colocaban al pequeño
diablillo que, en oposición al ángel del Bien, representa nuestro lado oscuro.
La suma de los semas no sorprende. El diagnóstico semiológico dibuja el perfil de
quienes han dejado ver la patología discursiva de los que, en medio de la confianza
propia del poderoso, ya no vigilan ni las formas (lo que hace dudar aún más la lectura
de Maquiavelo) ni la estrategia (lo que imposibilita fabular alguna lectura de Carl von
Clausewitz. Pero así como Víctor Hugo y Jacques Derrida sirvieron para pasar de
contrabando el pensamiento de Al Capone, las más de ochenta veces que se mencionó
la palabra nueva terminó enmascarando una que apenas se dijo cuatro o cinco
veces: cadivismo. El verdadero neologismo, la palabra pinchada, la confesión de parte,
el hallazgo lingüístico acabó sepultado como quien esconde armas viejas bajo
toneladas de azúcar. Y lo hizo con éxito, porque el caos también opera como una
estrategia discursiva, por cierto: de las más violentas.
Pero jugar a que se pueden repetir los éxitos de
una manera de decir imitando tan sólo el tono
es, también, un síntoma de quienes creen que
sólo basta tener el lugar de enunciación del
poder para lograrlo. La estrategia discursiva de
estos últimos años ha sido algo mucho más
complejo que una montaña rusa que mezcla
insultos con recuerdos de una gesta borrosa.
Olvidar que todo lo que se nombra gana el
volumen necesario para manifestarse como
verdad y proyectar toda su sombra sobre lo
dicho es una torpeza. Por ejemplo: cuando un
presidente pregunta “¿Dónde están los que
saquean a este pueblo todos los días?” ha
dejado de hablarse a sí mismo, pero no para
hablarle a los demás, sino para confesar en voz
alta el espanto que le producen las sombras de
cuanto no se había dicho hasta ahora. La
Nube de palabras del discurso depalabra corrupción, por ejemplo.
Hugo Chávez Frías en la entrega de
Memoria y Cuenta de 2010, llevado aEn el diccionario de María Moliner o en
cabo ante la Asamblea Nacional encualquier otro, la corrupción necesita de un
enero de 2011. Esta intervención duróelemento corruptible y de otro capaz de
corromper. Y así aparece en la obra de Joseph
siete horas ininterrumpidas.
Stiglitz. Y en la de Bertolt Brecht. Y en la
de Samuel Huntington. Y en la de Winston
Churchill.
A la impunidad, en cambio, le basta con la inacción del poder y el silencio de las leyes.
Por eso el poderoso debe evitar que, desde su lugar de enunciación, se mencionen
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conceptos como corrupción: eso lo convierte en la primera víctima de sí mismo. Pasa
lo mismo con construcciones como “sociedad de cómplices” o “riqueza fácil”. Y ante
el sentido, en una sociedad mediatizada que deja registro de absolutamente todo lo
público (y mucho de lo privado) no hay mampara posible.
Por eso la palabra nueva estuvo durante tanto tiempo ausente del discurso oficial.
Otra nube de palabras puede servir como la confirmación de este hecho: la del
presidente anterior en un discurso de siete horas llevado a cabo en ese mismo
escenario. Siete horas para rendir Memoria y Cuenta a unos diputados que el año
anterior habían logrado una mayoría que puso en tensión su capital político. Siete
horas y la palabra corrupción ausente de la jerarquización, como un silencio
estratégico que sabe muy bien que lo que no se debe ver no se convoca.
Corrupción, corrupción, corrupción. Esa palabra, dicha desde el poder, es una huida
hacia adelante verbalizada. La invocación de un fantasma. El delirio de quien atiende
tarde un quebranto. Una salida de emergencia que está allí como requisito, pero que
no conduce a ningún lugar. Una incomodidad trisílaba, aguda y peligrosa que siempre
desciende en la cabeza de los poderosos con el oscilar propio de los paracaidistas una
madrugada, justo a la hora en la que empieza a ser tarde para rectificar.
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on Thursday, October 10th, 2013 at 9:26 pm and is filed under
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