TEMA 6

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[Inconvenientes de vivir en Roma]
Nosotros habitamos en una ciudad apoyada en su gran parte sobre débiles
puntales; pero cuando el administrador apuntala las paredes que amenazan ruina, o tapa
la abertura de una grieta antigua, dice que ya podemos dormir tranquilos, teniendo la
amenaza encima. Hay que vivir en donde no preocupan los incendios y no hay que
temer nada durante la noche. Ya está pidiendo Ucalegón agua, ya está mudando su
pobre moblaje, ya arde debajo de ti el tercer piso de la casa, y tú no te has dado cuenta;
porque si el fuego ha comenzado en los pisos bajos, el último piso en arder será el que
está a teja vana, en donde anidan las delicadas palomas […]
Si puedes desprenderte de los juegos del circo, en Sora, en Fabrateria o en
Frosinone, se compra toda una casa, por cuanto alquilamos por un año un chiribitil en
Roma. La casa va acompañada de su huerto, con un pozo, que no necesita soga para
sacar el agua y regar las tiernas plantas. Vive contento con tu hato de ovejas, y como
mantenedor de tu huerto bien cultivado, de donde puedes ofrecer un banquete a cien
pitagóricos. Ya es algo ser dueño en cualquier lugar, y en cualquier sitio retirado,
aunque sólo sea de una lagartija.En Roma, muchísimos enfermos mueren por no dormir;
los mismos alimentos malos que se quedan en el estómago ardiente producen la
enfermedad, porque ¿qué habitación subarrendada permite conciliar el sueño? ¡El
dormir en la ciudad cuesta mucho dinero! He aquí la causa principal de la enfermedad.
El paso de los grandes carros por las estrechas curvas de los barrios de la ciudad, el
clamoreo de los rebaños detenidos quitarían el sueño a Druso y a los becerros marinos.
Si el deber los exige el rico será llevado, apartándose la turba, y él será conducido de
prisa sobra las cabezas, cen una amplia litera liburna. Él, mientras tanto irá leyendo,
escribinedo o durmiendo, porque con la ventanilla cerrada la litera provoca el sueño.
Llegará antes que nosotros, porque nuestra prisa se ve detenida por la ola anterior, y la
muchedumbre que sigue nos aprieta en una gran avalancha los lomos. Uno va dando
codazos, otro golpea la cabeza con una viga, el otro con una medida. Llevo las piernas
empastadas de barro, por todas partes llegan pies enormes que me pisan, y los clavos de
la suela de un militar se me clavan en los dedos […]
JUVENAL, Sátira III (extractos)
Edición de J. Guillén Cabañero. Akal/Clásica
[Troya destruida por los dioses]
Y ya estaba cerca de la puerta y parecía todo el camino haber salvado cuando de
repente el sonido repetido de unos pasos llega hasta mis oídos, y mi padre mirando entre
las sombras: “Hijo -exclama-, huye, hijo mío, se acercan. Puedo ver sus escudos
ardientes y sus brillantes bronces.” En ese momento no sé qué numen nada favorable se
apoderó de mi confundida y asustada razón. Pues mientras sigo corriendo caminos
apartados tras salir de las calles conocidas, pobre de mí, Creúsa mi esposa quedó atrás,
no sé si por el hado o si se equivocó de camino o si cansada se sentó. Nunca después
volvieron a verla mis ojos. Y no miré atrás por si se perdía ni le presté atención hasta
que llegamos al túmulo de la antigua Ceres y al lugar a ella consagrado. Aquí,
finalmente todos reunidos, sólo ella fue echada de menos y desapareció ante su hijo, su
esposo y sus compañeros. ¿A quién no acusé, enloquecido, de dioses y hombres, o qué
vi más cruel en la ruina de mi ciudad? Encomiendo a los compañeros a Ascanio y a mi
padre Anquises y los Penates teucros y los escondo en un oculto valle, y yo me vuelvo a
la ciudad y ciño de nuevo mis armas brillantes. Decidido está: Volveré a pasar todos los
riesgos y a recorrer toda Troya de nuevo y de nuevo a lanzar mi vida a los peligros.
Recorro primero los muros y los oscuros umbrales de la puerta por la que había
salido y vuelvo sobre mis pasos buscando en la noche con mis ojos las huellas que
dejamos; el horror se apodera de mi pecho y hasta el propio silencio me asusta. Vuelvo
de nuevo a casa por si acaso había encaminado hacia allí sus pasos: los dánaos habían
entrado y la ocupaban entera. Trepa voraz el fuego con el favor del viento a las vigas
más altas; asoman por encima las llamas y el calor se agita en el aire. Prosigo y llego
otra vez a la casa de Príamo y a la fortaleza; ya estaban guardando el botín en los
pórticos vacíos, en el recinto de Juno, Fénix y el cruel Ulises, escogidos guardianes.
Aquí se amontona de todas partes el tesoro de Troya, saqueado en el incendio de los
templos, y las mesas de los dioses y las crateras de oro macizo y la ropa de los vencidos.
Alrededor están en larga fila los niños y las madres asustadas. Hasta me atreví a gritar
entre las sombras y llené las calles de mi voz y afligido, Creúsa repitiendo, una y otra
vez la llamé en vano. Buscando y corriendo sin parar entre los edificios, se presentó
ante mis ojos la sombra de la misma Creúsa, su figura infeliz, una imagen mayor que la
que tenía. Me quedé parado, se erizó mi cabello y la voz se clavó en mi garganta.
Entonces habló así y con estas palabras me liberó de cuidado: “Por qué te empeñas en
entregarte a un dolor insano, oh dulce esposo mío? No ocurren estas cosas sin que
medie la voluntad divina; ni te ha sido dado el llevar a Creúsa contigo, ni así lo
consiente el que reina en el Olimpo soberano. Te espera un largo exilio y arar la vasta
llanura del mar, y llegarás a la tierra de Hesperia donde el lidio Tiber fluye con suave
corriente entre los fértiles campos de los hombres. Allí te irán bien las cosas y tendrás
un reino y una esposa real; guarda las lágrimas por tu querida Creúsa. No veré yo la
patria orgullosa de los mirmídones o de los dólopes, ni marcharé a servir a las matronas
griegas, nuera que soy de la divina Venus y Dardánida; me deja en estos lugares la gran
madre de los dioses. Adiós ahora, y guarda el amor de nuestro común hijo.”
Luego me dijo esto, me abandonó llorando y queriendo hablar aún mucho, y
desapareció hacia las auras sutiles. Tres veces intenté poner mis brazos en torno a su
cuello, tres veces huyó de mis manos su imagen en vano abrazada, como el viento ligera
y en todo semejante al sueño fugitivo. Así por fin, consumida la noche, vuelvo con mis
compañeros.
VIRGILIO, Eneida III, 730-795
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[Muerte de Dido]
Así que cuando, vencida por la pena, la invadió la locura y decretó su propia
muerte, el momento y la forma planea en su interior, y dirigiéndose a su afligida
hermana oculta en su rostro la decisión y serena la esperanza en su frente: «He
encontrado, hermana, el camino (felicítame) que me lo ha de devolver o me librará de
este amor. Junto a los confines del Océano y al sol que muere está la región postrera de
los etíopes, donde el gran Atlante hace girar sobre su hombro el eje tachonado de
estrellas: de aquí me han hablado de una sacerdotisa del pueblo masilo, guardiana del
templo de las Hespérides, la que daba al dragón su comida y cuidaba en el árbol las
ramas sagradas, rociando húmedas mieles y soporífera adormidera. Ella asegura liberar
con sus encantamientos cuantos corazones desea, infundir por el contrario a otros graves
cuitas, detener el agua de los ríos y hacer retroceder a los astros, y conjura a los Manes
de la noche. Mugir verás la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de los montes. A ti,
querida hermana, y a los dioses pongo por testigos y a tu dulce cabeza, de que a
disgusto me someto a la magia. Tú levanta en secreto una pira dentro del palacio, al
aire, y sus armas, las que dejó el impío colgadas en el tálamo y todas sus prendas y el
lecho conyugal en el que perecí, ponlos encima: todos los recuerdos de un hombre
nefando quiero destruir, y lo indica la sacerdotisa.» Dice estoy se calla, e inunda la
palidez su rostro.
Ana no advierte, sin embargo, que su hermana bajo ritos extraños oculta su
propio funeral, ni imagina en su mente locura tan grande o teme desgracia mayor que la
muerte de Siqueo. Así que obedece sus órdenes.
La reina al fin, levantada la enorme pira al aire en lugar apartado con teas de
pino y de encina, adorna el lugar con guirnaldas y lo corona de ramas funerales; encima
las prendas y la espada dejada y un retrato sobre el lecho coloca sin ignorar el futuro.
Altares se alzan alrededor y la sacerdotisa, suelto el cabello, invoca con voz de trueno a
sus trescientos dioses, y a Érebo y Caos y Hécate trigémina, los tres rostros de la virgen
Diana. Y había asperjado líquidos fingidos de la fuente del Averno, y se buscan hierbas
segadas con hoces de bronce a la luz de la luna, húmedas de la leche del negro veneno;
se busca asimismo el filtro arrancado de la frente del potrillo mientras nacía,
quitándoselo a su madre. La propia reina junto a los altares, con uno de sus pies
desatado, la harina sagrada en las piadosas manos y el vestido suelto, pone por testigos a
los dioses de que va a morir y a las estrellas sabedoras del destino, y reza entonces al
numen justo y memorioso, si es que lo hay, que cuida de los amores no correspondidos.
VIRGILIO, Eneida IV, 474-521
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Viaje de Eneas desde Troya a Italia
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Eneas cuenta a Dido las desgracias de Troya
Óleo de Pierre Narcisse Guérin (1774-1833)
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