En torno a Andrei Tarkovski a los 20 años de su muerte Carlos Señor El genio puede decir sobre el tiempo con todo derecho aquello que Luis XIV (sin tener ninguno) dijo del Estado: Le Temps c”est moi. Marina Tsvietáieva. El poeta y el tiempo La irreductibilidad de la imagen. ¿Por dónde empezar? Si acercarse a la obra y figura de un artista nos resulta complicado, cuánto más no lo es si esa obra proviene de alguien que puede ser considerado un profeta. Sí, un profeta. Puede que algunos se escandalicen por semejante afirmación pero es que la obra de Andrei Tarkovski me empuja irremediablemente a ello. Sus imágenes trascienden su propia condición de imágenes y se nos antojan puentes entre la fisicidad de la realidad más inmediata y la plasticidad poética del inconsciente. Como si el sueño fuese el medio, único y adecuado, para percibir el trabajo del cineasta ruso. Por eso quizá no nos deba parecer impertinente recordar la pregunta formulada por Roland Barthes en su Introducción al análisis estructural de los relatos (1966); ese “¿Por donde empezar?”, que en Tarkovski evidencia como nunca la dificultad de elaborar un texto en torno a su obra. En cualquier otro contexto, aceptar la dificultad de hablar sobre determinadas imágenes supone un suicidio intelectual o la aceptación de la incapacidad personal para afrontar ese reto. No obstante, en manos de un filme de Andrei, esa misma insuficiencia crítica se sospecha aleccionadora y hasta edificante. Si menos es más, ¿por qué no olvidar la interpretación y el análisis al acercarse a las imágenes irreductibles de sus filmes?, ¿por qué no dejar de lado la soberbia y entregarse a la levitación que producen esas imágenes? En la presentación de Nostalgia (Nostalghia, 1983) en el Festival de Cannes, el propio Tarkovski ya hacía referencia a esa premisa godardiana de la irreductibilidad de la imagen, cuando dijo a los periodistas que él se expresaba a través de imágenes mientras ellos lo hacían con palabras(1). Ahí está pues la toma de conciencia sobre la capacidad referencial de la imagen que reclamamos, una capacidad que supera los límites del plano y que tanto nos costará concentrar en estas líneas. La imagen poética. El realismo por sobre todas las cosas En España hemos tenido la suerte de que en los últimos dos años ha habido una especie de boom tarkovskiano con la edición de varios monográficos sobre el cineasta ruso. Incluso la práctica totalidad de sus filmes se ha editado recientemente lo que ha beneficiado que el espectador se familiarice con su obra así que, a estas alturas, ya no hablamos de un cineasta “maldito” cuyas películas sólo pueden verse en ediciones importadas. No obstante, tras la multitud de escritos sobre la obra de Tarkovski, existe una cierta tendencia crítica que adosa una especie de simbología al desarrollo de sus ficciones. Un valor inexistente que el propio cineasta se encargó de desmentir en su momento y que ahora incluso parece responder a determinadas posturas ideológico-políticas que el realizador rechazó en todo momento(2). A pesar de todo ello, si desembarazamos sus filmes de toda suposición impuesta, tendremos es una estructuración de los elementos fílmicos hacia una poética de la imagen. Si bien empleamos el término “poético” al hablar de su obra, la acepción que debemos asumir trata de una suerte de poesía post-realista, de una escritura que supera la realidad sin violarla, una forma, en definitiva, de tender esos puentes que mencionábamos al principio hacia otro nivel de significación de la imagen. Para comprender completamente esta definición debemos referirnos a las declaraciones que Tarkovski realizó sobre el denominado “cine poético” al que los críticos siempre han querido vincularle. Según el cineasta, el cine poético no utiliza los elementos del plano (personajes, tiempo...) de forma honesta ya que desvirtúa el realismo de dichos elementos; en especial el realismo del tiempo, su flujo natural. Esta postura del llamado cine poético, que para él resulta “petulante y manierista”(3), altera la funcionalidad de los recursos escénicos llevándolos a una falsa poética. Por esta razón podemos definir la poesía visual de Tarkovski como post-realista, porque su ejercicio no desvincula los objetos de su funcionalidad sino que parte de ella para construir una imagen poética. Una suerte de diégesis donde “la realidad se confunde con un mundo onírico para dar paso a un realismo poético”(4). Un ejemplo de este “realismo poético” lo tenemos en la utilización de las imágenes oníricas o las que hacen referencia al pensamiento de los personajes, por ejemplo. Partiendo de los recursos de montaje, lo que en el “cine poético” se estructura a través de encadenados y superposición de imágenes, sin respetar la temporalidad de los hechos contenidos en cada plano, en el cine de Tarkovski se organiza de forma horizontal, sin superposición de imágenes sino a través de un plano secuencia que respeta la temporalidad (y el realismo) de los hechos que contiene el plano. Incluso el montaje se antoja una intervención un tanto violenta de la temporalidad de la imagen. Este es precisamente uno de los elementos que con el tiempo se hizo más evidente y radical en la obra de Andrei: el incremento de la duración de los planos. Esta característica de la imagen es para el cineasta el principal motor del encuadre, la esencia que define y caracteriza todo su trabajo. Siguiendo esta premisa, Tarkovski consigue que el tiempo interno del plano no resulte afectado en la etapa de montaje (como veremos más adelante), sino que permanezca en su estado evolutivo original. En la imagen tarkovskiana, el tiempo que tarda en ejecutarse un hecho es el mismo tiempo que, dicho fenómeno, tardaría en realizarse en la “vida real”. Poco importa la presión del argumento o la prisa que imponga lo narrado, la imagen tiene que durar lo que el hecho contenido dura. Si buscamos pruebas de esta predisposición a prolongar la duración de los planos tenemos infinidad en las películas de Tarkovski. Las más elocuentes que ahora podemos citar las encontramos, por ejemplo, en Stalker (1979), donde el trayecto hacia “la Zona” está rodado en un plano secuencia que mantiene el mismo punto de vista (desde detrás de los personajes), respetando el tiempo que tarda el recorrido. El último filme del cineasta ruso, Sacrificio (Offret, 1986), es también un caso paradigmático donde los innumerables planos secuencia respetan la temporalidad del lenguaje, las conversaciones entre su protagonista Alexander (Erland Josephson) y el cartero Otto (Allan Edwall). No obstante, el ejemplo más poético, brutal, y sublime lo encontramos en el plano final de Nostalgia donde un hecho trascendente parte de la ritualidad de un acto insignificante (atravesar una piscina con una vela encendida) haciendo que el plano se llene literalmente de tiempo hasta llegar al clímax. Así pues, la no transgresión del tiempo de los fenómenos inscritos en el plano es lo que nos permite definir la obra tarkovskiana como un trabajo post-realista, porque parte de la realidad y la respeta. Sin embargo, si tan sólo se sometiese a la realidad, su cine no sería poético y ese no es el caso. Entonces, ¿por qué definirlo como poesía visual? El elemento que ayuda a Tarkovski a llegar a la imagen poética, superando la realidad pero sin transgredirla, es el ritmo de los planos, “la tensión del tiempo que transcurre en ellos”(5). Según el cineasta, el plano es una especie de soporte en el que los hechos son importantes si estos repercuten (en el espectador) una vez han sido ejecutados. Asimismo, estos fenómenos serán “reales” e imprescindibles si tras ellos se puede percibir la estela del tiempo, el ritmo vital del plano. De esta forma, aunque Tarkovski no acuda a los encadenados ni a las ralentizaciones para conseguir una “lentitud” en el interior del encuadre; la duración de los mismos opera sobre la capacidad perceptiva del espectador creando una atmósfera poética, pero manteniendo siempre el realismo de los hechos que contiene la imagen. Este es tan sólo uno de los elementos que caracteriza la poética de la obra de Tarkovski. Su visión tan particular del arte cinematográfico se vería reforzada, más adelante, por una progresiva depuración del plano y por la idea moderna de lo inacabado(6). Una elección estilística que suprime los objetos y los efectos “añadidos” en la imagen cinematográfica haciendo imposible no recordar la fórmula bressoniana de “menos es más”. Para Andrei, la forma de conseguir la total implicación del espectador en la ficción pasa por una especie de reduccionismo, una limpieza que se ha de operar en los elementos constitutivos del plano. Según el director, este método le permite conseguir una imagen particular y única del mundo, “un momento imprescindible de la imagen artística, la imagen total”(7) que abarcaría los elementos suficientes para generar en el espectador un proceso de significación. En este sentido, si comparásemos el cinematógrafo con la escultura, la imagen cinematográfica representaría la obra culminada, el bloque pétreo que ha sido progresivamente modelado a base de quitar lo innecesario. Si seguimos las pautas que Andrei plasmó en su brillante análisis teórico Esculpir en el tiempo, el plano depurado contendría así una matriz del tiempo capaz de originar, en el espectador, una asociación con aquello que no se representa pero que está implícito en el encuadre. Una especie de nexo entre el sujeto que mira y aquello que no explicita el encuadre, lo que sugiere la imagen en otras palabras. Una imagen que no lo muestra todo es una imagen que llama a otras. Se convierte así en una plataforma de significaciones que permite al espectador pensar sobre aquello que está percibiendo. Al contrario que en el cine clásico, donde la narración se asemeja a un acto sumarial, en el cine moderno (y sobre todo en las obras de Bresson, Dreyer y Tarkovski) la narración contiene agujeros, producto de la depuración, que el espectador se ha de encargar de “rellenar”. De lo que se trata en definitiva es de “mostrar lo menos posible para que de este ‘menos’, el espectador pueda hacerse él mismo una idea del ‘todo’“(8). Una cuestión de ritmo. Sobre el montaje y la duración del plano Como es evidente, el cine es principalmente montaje. El sentido de un filme viene dado por la yuxtaposición de imágenes que, sin contar con la radicalidad del “montaje de atracciones” de Eisenstein, siempre acaba produciendo un “tercer sentido” a partir del “choque” de dos imágenes o conceptos. Sin embargo, ¿qué ocurre con la concepción del cine si cambiamos nuestra interpretación del plano, si pasamos de considerarlo como un concepto a interpretarlo como una matriz del tiempo? En ese caso la percepción de la base misma del arte cinematográfico también cambia porque aquello que da significado y tiempo al filme no es el montaje sino otra entidad fílmica: el tiempo del plano. Esto es precisamente lo que ocurre en el cine de Tarkovski ya que, en su obra, la unidad mínima no es la imagen sino el ritmo que el tiempo ha dejado impreso en ella, su estela(9). Esta es la razón por la que Tarkovski aumentó progresivamente la duración de sus planos, para abarcar el ritmo suficiente y que fuese la totalidad del plano, y no la técnica de montaje, la que dirigiese la elaboración de la película en la etapa de edición. Su particular visión del filme y del cine deriva precisamente de esa especie de “tiempo ritualizado”(10) que le permitía recoger el plano secuencia. Al abarcar más tiempo, cada plano nos ofrece un conjunto de elementos que la técnica del montaje tiende a “eliminar”. Somos nosotros entonces quienes seleccionamos, a medida que avanza la imagen-tiempo, lo que nos interesa observar en la pantalla y no es el corte del plano o la inserción de un plano detalle lo que dirige nuestra mirada. Así pues, si el cine moderno potencia la interpelación del espectador, el cine de Tarkovski es uno de los que más requiere la participación del sujeto que mira. Sus imágenes siguen esta premisa al favorecer una construcción mental de sentido sin recurrir a la técnica del montaje. En sus películas, el individuo debe seleccionar los elementos que le interesan en una suerte de “planificación fragmentaria, a medida que va fijándose y seleccionando el contenido del plano”(11). Es la predisposición del espectador la que da sentido al texto cinematográfico y que hace de una película una obra sugerente aunque, al mismo tiempo, incompleta. No obstante, Tarkovski no impresionó grandes cantidades de celuloide para que el espectador realizase todo el proceso de significación del filme. En su deseo de capturar el tiempo en planos secuencia existe un trabajo de puesta en escena que nos permite preguntar ¿qué es lo que le interesa del conjunto de elementos que puede caber en un plano? Si detrás de cada imagen lo importante es la presión del tiempo, el ritmo, ¿cómo selecciona el recorrido de la cámara para que recoja esa estela del tiempo? Y es más, en caso de tener el camino correcto, ¿cómo reconoce la presencia del ritmo en el plano? Andrei responde a todas estas interrogantes con un elemento tan simple como complejo: la trascendencia del hecho filmado. Este “recurso”, ya anticipado cuando explicamos el poder de sus imágenes para superar la realidad (sin dejar de ser realistas) y alcanzar así un estado poético, no es más que la facultad de un fenómeno para “ir más allá”, para superar su ejecución y continuar interpelando la percepción del espectador(12). Así podemos comprender por qué el realizador trabaja con planos de larga duración y por qué los acontecimientos que presenta siempre proyectan un misterio. En sus filmes los hechos necesitan un ritmo determinado para prolongarse en el tiempo, para conseguir que el espectador capte esa “alusión a la vida” y pueda plantearse una interrogante(13). Entonces, atendiendo a la trascendencia del hecho, nos será posible reconocer los fenómenos que serán incluidos en el plano, el camino que la cámara ha de seguir para recogerlos y, finalmente, sentir el ritmo en el interior de los encuadres. Es el caso, por ejemplo, de la construcción de la campana en Andréi Rubliev (1966) o el momento de ingravidez en Solaris (1972), donde una “simple” acción trasciende la imagen y la dota de una potencia inexplicable mientras observamos, perplejos, la complejidad casi mística de cada movimiento interno de la imagen. El tiempo como puente entre dos mundos Hasta ahora hemos visto muy brevemente algunos aspectos de la poética de Andrei Tarkovski. El más importante de ellos es sin lugar a duda el tiempo que habita en cada encuadre de sus filmes. Por esta razón si tuviésemos que resumir todas las características definitorias de su arte no dudaríamos en decir que sus imágenes, como ningunas otras, son de una profundidad extrema que las hace inclasificables. A Andrei no parecía importarle el devenir del tiempo diegético sino más bien el tiempo interior de sus personajes, como si lo único que valiese fuera las emociones y los sentimientos de cada uno de ellos. Así nos dejó toda una gama de personajes cada cual más absorto en su propia concepción del mundo y su tiempo. Desde el pequeño Iván hasta el retirado dramaturgo Alexander, pasando por el stalker y el poeta “exiliado” de Nostalghia, la imagen tarkovskiana responde al movimiento interno de cada uno de ellos como si su tiempo fuese el motor principal del relato. Desplazando la cronología del argumento, Tarkovski prima los “intereses conceptuales y sentimentales”(14) de sus historias en la construcción del plano y elabora finalmente una imagen poética única. Un ejemplo de este tipo lo encontramos en El espejo (Zerkalo, 1975) cuando el niño huérfano abandona el campo de entrenamiento y regresa a casa. Durante el trayecto, el tiempo del plano se encarga de ralentizar el momento para representar el estado emocional del personaje: reconocemos la soledad del niño a través de un primer plano y a continuación vemos cómo un pájaro se posa en su cabeza. Así de “simple”, no hace falta ningún efecto estridente para sentirnos conectados con el interior del personaje. El tiempo del plano hace de puente entre un exterior encarnado en la diégesis del filme y un interior que el rostro del personaje oculta, la soledad del niño y su armonía con el entorno. Finalmente, como hemos intentado esbozar en este texto, es posible advertir que el ritmo en las películas de Tarkovski, o en sus planos para ser más precisos, se construye a medida que avanza el tiempo. Esta sería otra de las razones por las que da tanta importancia a los planos secuencia. Porque a través de ellos el ritmo se elabora conforme avanza el plano (o la cámara). Y es en esa especie de montaje interno donde el espectador monta su propia película y donde se mueve en la puesta en escena de situaciones trascendentales que acaban transportándolo a otro mundo. Si antes hemos dicho que el tiempo de los planos nos permitía entrar en el cosmos interior de los personajes, para concluir de alguna manera estas pocas líneas en torno a Andrei Tarkovski se nos antoja oportuno recordar la diferencia que se sugiere entre los locos y los artistas. Se dice que ambos tienen libre acceso al mundo del inconsciente, donde sólo el lenguaje y la percepción del sueño es lo que da cuerpo a las cosas, pero que sólo el artista es capaz de regresar a la fisicidad del mundo real. Así pues, si esto es cierto las imágenes que Andrei nos dejó son verdaderos puentes entre estos mundos tan alejados. Sólo su visión artística fue capaz de llevarlo a la turbulencia emocional de un niño, a la Pasión de un artista y a la entrega total, al sacrificio, de un hombre en favor de la humanidad, y hacerlo regresar para enseñarnos el sendero. Estamos seguros que debemos agradecerle por poder disponer de semejantes caminos. Gracias, Andrei. NOTAS (1) “Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de palabras? No me forcéis a ser crítico”. Citado en GEA, Víctor Cadenas de. Identificación y Especificidad. El Cine de Andrei Tarkovski. (2) Véase, por ejemplo, la relación que establece Domènec Font en Paisajes de la modernidad. Barcelona: Paidós, 2002. Pág. 248, cuando vincula las ficciones de Tarkovski a un denominado “cine mágico soviético” a partir de un trabajo de Fredric Jameson, convirtiendo los filmes de Tarkovski en una suerte de “alegorías nacionales geopolíticas”. (3) TARKOVSKI, Andréi. Esculpir en el tiempo. Madrid: Rialp, 2002. Pág. 90. (4) DOMÍNGUEZ, Gustavo & TALENS, Jenaro (Dirección general de la obra). Historia General del Cine. (Vol. XI). Madrid: Cátedra, 1995. Pág. 198. (5) TARKOVSKI, Andrei. Op. Cit. Págs. 142-143. (6) Una idea que, por otro lado, no ha quedado relegada a la modernidad cinematográfica. Cuando hablamos de cine contemporáneo, el concepto de la obra inacabada se ha desplazado, por ejemplo, a la puesta en escena del cuerpo y a la representación de la figura humana como material incompleto y cambiante. Ahí está el trabajo de cineastas como David Cronenberg, David Lynch o Wong Kar-wai por citar algunos de los realizadores que en sus obras han puesto en escena esa misma idea. (7) TARKOVSKI, Andrei. Op. Cit. Págs. 84-85. (8) SOBREVIELA, Ángel. Andrei Tarkovski: De la narración a la poesía. Valladolid: Fancy Ediciones, 2003. Pág. 159. (9) Según este punto de vista, el montaje “convencional” no otorga una unidad temporal global a la obra porque no une ritmos sino unidades temporales, “bloques de tiempo” indistintos, que no parten del ritmo interno de cada plano. (TARKOVSKI, Andréi. Op. Cit. Pág. 140). (10) CHION, Michel. Un art sonore, le cinéma. Histoire, esthétique et poétique. Paris: Cahiers du cinéma, 2003. Pág. 105. Respecto a ese tiempo “suspendido”, por definirlo de alguna manera, es interesante la relación que establece Chion entre directores tan dispares como Chantal Akerman, Miklós Jancsó y el propio Tarkovski, entre otros, a partir de una reflexión sobre el tiempo cinematográfico. Según Chion, en todos ellos se advierte una puesta en escena del tiempo inmóvil o estático, una representación en imágenes de la suspensión misma del tiempo. (11) SEÑOR, Carlos. Andrei Tarkovski. Madrid: Ediciones JC, 1994. Pág. 54. (12) En palabras del cineasta, un fenómeno será incluido en el plano si su repercusión no es limitada, si el hecho consigue hacer “alusión a la vida” (TARKOVSKI, Andréi. Op. Cit. Pág. 143). (13) Otro gran cineasta que ha creado enigmas en sus imágenes es Krzysztof Kieslowski. En sus películas, como en las del cineasta ruso, la imagen parece remitir a una entidad metafísica que sobrepasa el entendimiento humano. El ejemplo más claro lo tenemos en el personaje desconocido (el “hombre joven” en los títulos de crédito) que presencia los momentos de mayor intensidad dramática en todos los capítulos de Dekalog (Decálogo, 1988). (14) SEÑOR, Carlos. Op. Cit. Pág. 53.