ENCUENTROS EN VERINES 2008 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) ALGUNAS NOTAS SOBRE RAFAEL AZCONA Angel S. Harguindey A estas alturas de la película ya resulta difícil aportar algo nuevo o distinto sobre la obra de Rafael Azcona pues pese a su comprobado amor por la clandestinidad lo cierto es que en sus últimos años su escrupulosa actitud de alejamiento del mundanal ruido se vio trastocada por una serie de apariciones públicas, lo que a su vez supuso abrir la veda para una profusión de comentarios y entrevistas brillantes que acentúan la dificultad de encontrar un enfoque novedoso hacia su persona y obra. Quizá se pueda señalar, desde mi punto de vista, que su último legado cinematográfico, la adaptación de “Los girasoles ciegos” de Alberto Méndez, que realizó para y con José Luis Cuerda, es un excelente ejemplo de algunas de las constantes de su personalidad: su declarada admiración por la integridad moral –de la que, sin duda, Antonio Machado fue un modelo-, su confesado aprecio por la República y su profundo desprecio por la jerarquía eclesiástica y el régimen franquista. Cuerda lo visualiza espléndidamente en dos secuencias del filme: la del perseguido padre que le lee un poema de Machado a su hijo y la del patio del colegio en el que niños y madres cantan con el brazo en alto el “Cara al sol” ante las inquisitoriales miradas de los sacerdotes. Es una impresión subjetiva y, desde luego, sin estar basada en ninguna documentación, pero sospecho que el último guión de Rafael Azcona ha sido también un desahogo personal. Los relatos de Alberto Méndez fueron un espléndido vehículo para que su adaptador al cine pudiera dar salida a sus compartidas opiniones sobre la demagogia y la crueldad de los vencedores de la guerra civil. Pero de su forma de ser, sentir y crear dejó mejor referencia el excelente prólogo de Josefina Aldecoa a la recopilación de tres de sus relatos largos o novelas cortas, Estrafalarios 1, en los que el autor Azcona se reencuentra, cuarenta años más tarde, con algunos de sus escritos. Dicho de otra manera: en ese volumen el guionista recupera su vocación primigenia y, sin duda, la más deseada: la de escritor, una vocación que siente en su juventud y que le estimula a dar el gran salto desde Logroño a Madrid. Hablamos de un tiempo, los primeros años 50, y de un país en el que el autoritarismo, la represión y el encumbramiento de la mediocridad sólo podían desembocar en lo sombrío; un tiempo y un país en el que un trayecto de algo más de 300 kilómetros, de Logroño a Madrid -y más aún en las condiciones en las que lo realizó Rafael Azcona, rayanas a la indigencia- podía ser una epopeya de características similares a las de quienes partían en busca del nuevo mundo. Pues bien, ese cambio épico -y soy consciente de lo poco que le gustaban las grandes palabras- lo dio guiado por su afición a la literatura, por su ansia de convertirse en escritor. Una carbonería, un hotel en el que desempeñaba indistintamente funciones de mantenimiento de fontanería y contabilidad, tertulias interminables en cafés, pensiones de mala muerte, seductor de jóvenes que le alimentaban a base de bocadillos, horas de paseos nocturnos por la Gran Vía a la espera de que abrieran de nuevo los acogedores cafés… los primeros tiempos de Azcona en Madrid son, probablemente sin saberlo, un manantial más que una fuente de inspiración. Y nadie mejor que él para narrarlos. La dura vida de los pícaros bohemios está en su estupenda y recientemente recuperada novela “Los ilusos”. En ese texto surgen ya muchos de sus futuros protagonistas cinematográficos y, sobre todo, allí está esa población marginal, esos batallones de perdedores que sin embargo aceptan hasta límites insospechados las reglas del juego social y a los que Azcona trata siempre con ternura. Releyendo ahora sus novelas cortas “Los muertos no se tocan, nene”, de la que García Sánchez y David Trueba trabajan ahora en su adaptación al cine, “El pisito”, “El cochecito” o “Los ilusos” nos encontramos con muchos personajes de los que tenemos la impresión de que ya los habíamos visto en la pantalla: pobres de solemnidad, funcionarios del último peldaño del escalafón, “chicas de servir”, nobles venidos a menos, granujas de medio pelo…, son los mismos individuos o similares que surgieron en los filmes de Ferreri, Berlanga y García Sánchez, entre otros. Son personajes que asumen su condición de derrotados con estoicismo y educación, cualidades que se justifican por el desarrollado espíritu de supervivencia en un medio inhóspito como era el franquismo puro y duro, es decir, que aceptan lo inevitable, también, por miedo – recordemos las mil y una piruetas vitales que hace Plácido para conseguir pagar en la tarde de una Nochebuena la letra de su motocarro- y que en muy escasas ocasiones son capaces de subvertir lo establecido, como en la excepción del final de “El cochecito”, del que por cierto su autor dijo en varias ocasiones que ese viejecito envenenando a toda la familia es el final del que se siente más orgulloso de todos cuantos imaginó. En definitiva, todos y cada uno de sus personajes literarios o cinematográficos son Azcona o una parte importante de él porque, preexistentes o inventados, todos son lo que son gracias a su estilo, a su modo de entender el mundo: lúcido, directo, irónico y tierno. Cuando una buena parte de sus compañeros de generación se enfrentaban al hecho de narrar la sombría e injusta España, tendían a los grandes conceptos, a las dicotomías radicales, al maniqueísmo rotundo. Azcona era más sutil, más ambiguo: aplicaba su personal lupa a las relaciones humanas para comprobar que el blanco y el negro son colores abstractos; que en la vida predominan los grises o los sepias, o dicho con sus palabras, que los grandes dramas suelen terminar en melodrama o comedias con esa constante mezcla de géneros que es la existencia. Y así, a bote pronto, cabe citar a modo de ejemplo al personaje que interpreta Fernando Fernán Gómez en “La corte del faraón” de José Luis García Sánchez: un falangista de viejo cuño reconvertido en constructor de éxito con todos los tópicos de un fascista, esposo insatisfecho de una mujer de bandera, padre de un homosexual y que demuestra su poderío invitando al servil comisario y a los muy próximos a una paella de Riscal en la casposa sede policial. Y de esta forma, un personaje que tiene todos los ingredientes para convertirse en un ser despreciable se integra perfectamente en esa historia coral de náufragos entrañables sobre los que caen las iras divinas y terrenales por el simple hecho de estrenar una opereta costumbrista y castiza. La estupenda actriz Simone Signoret, por su parte, explicó muy bien y a su manera esa actitud: “Interpretaría a una fascista en una película de un progresista pero nunca haría el papel de una progresista en la película de un fascista”. Cuestión de estilo. Pero sería injusto por parcial si no añadiera que Azcona fue un gran lector, que tenía una cultura literaria mucho más sólida de lo que solía exhibir y que esa cultura, como la de tantos otros de su generación, y de las posteriores, fue completamente personal, autóctona, hecha a golpes de intuición y recomendaciones amistosas. Rafael solía comentar que el primero que le dejó un libro de Kafka –sin duda uno de sus autores preferidos- fue un comandante. También es verdad que era el comandante menos militar de Madrid: Antonio Mingote, un ser providencial en la vida de Azcona pues no sólo le iba dejando los libros de la biblioteca familiar sino que le introdujo, primero, en una revista de decoración y, después, en “La Codorniz”. Fue él quien le animó a escribir colaboraciones y relatos. Y así comenzó su tránsito hacia el anhelado mundo de los profesionales de la escritura. El ya citado Kafka con Dickens y Baroja formaban parte de su personal olimpo literario, una selección en las que el talento, el humor y la sencillez eran las reinas de la casa. Naturalmente Rafael no renunció a ese primer Madrid de los cafés y el callejeo pero ahora con nuevas amistades y algo más de dinero. Es el tiempo de las tertulias con los Aldecoa, con Ferlosio y Carmiña, con Jesús Fernández Santos y Eusebio García Luengo, las noches de El Comercial con la farándula teatrera, más el añadido de los de "La Codorniz". Tono, en primer y respetadísimo lugar, Quique Herreros padre, Alvaro de la Iglesia, Edgar Neville, el siempre alabado Mingote, Tomás Cruz y su premio literario Sésamo, en fin, las gentes que sobrevivían mal que bien con el esfuerzo de su creatividad. Y entre las nuevas amistades cabe destacar al italiano Marco Ferreri, personaje fundamental en su vida y obra pues con él descubre la profesión de guionista de cine, oficio que ya no abandonará hasta días antes de su muerte. También fue el tiempo del descubrimiento de una Ibiza acogedora, barata y tranquila de la que nos dejó un excelente testimonio en su novela “Los europeos”. La simple enumeración de sus amistades y contertulios aporta también bastante información sobre Azcona: la variedad de gentes, de actitudes políticas y vitales que frecuentaba nos remite a un aprecio básicamente personal. Los criterios de selección de sus amistades no se basaban en los planos ideológicos o teóricos aunque, naturalmente, tampoco se quiere decir que no tuvieran los límites de la dignidad o la honradez irrenunciables. Una vez más deja de lado los grandes conceptos y busca la afinidad personal. Es una actitud coherente y que durante bastante tiempo no resultó fácil pues no olvidemos que la izquierda más militante y combativa -al menos en el nivel de las tertulias y los salones- mantuvo unos criterios inflexibles y sectarios sobre todo aquello que no comulgaba con sus mismas ruedas de molino. La caída del muro de Berlín no solucionó los problemas del mundo ni las injusticias pero aportó cierta luz sobre las falsas ilusiones. Pues bien, también en ese tipo de detalles Azcona mostró una lúcida intuición. Me gustaría señalar algo que, sin duda, se ha dicho hasta la saciedad y que, en alguna medida, resume buena parte de lo dicho hasta ahora sobre Azcona: su sentido del humor. Se citó el miedo como uno de los componentes esenciales del instinto de supervivencia de sus personajes. La cobardía, para no rehuir de las palabras con mala prensa, se convierte en un concepto esencial, y en este punto querría comentar de pasada la inteligente teoría que tiene Manuel Vicent sobre lo imprescindibles que son los cobardes para perpetuar la especie. Las cucarachas que al encenderse la luz de la cocina en las calurosas noches del verano se meten debajo de la nevera, o los soldados que desfilan autosatisfechos tras la victoria son, sin duda, los que conseguirán que la especie continúe. Por el contrario, las cucarachas que se enfrentan al inquilino del piso, o los soldados que abren sus pechos a las balas enemigas resultan biológicamente inútiles. Si el miedo y la cobardía cumplen un requisito fundamental para sus congéneres, el humor es, probablemente, esencial para el propio individuo, para su salud mental. Alguien que viene de Logroño, que no tiene ni para comer, que se pasa las horas muertas en un café sin poder consumir, que su primer abrigo se lo hace en las madrugadas de las aceras de la Gran Vía madrileña y que le ponen una multa de cinco pesetas, que no puede pagar, por agradecerle a una chica en el Retiro el bocadillo que le acaba de bajar tiene pocas opciones: o poner bombas o reírse de todo y de todos, incluido de él mismo. No hace falta explicar cuál de las dos opciones eligió Azcona. La ventaja de quien posee un talento como el suyo es que cuando elige un camino lo explora y recorre hasta las últimas consecuencias. En los relatos y en los filmes de Azcona no se salva ni Dios: los notarios, las señoras de los lavabos, el del motocarro, el verdugo, su yerno y su hija, el turismo, la paella, los curas integristas, las monjas, los enamorados, los pajilleros, los marqueses y marquesas, los financieros, los militares, el servicio doméstico, los comilones, los hambrientos, los nacionales, los extranjeros, los vivos y los muertos... No salva a nadie pero tampoco condena a nadie pues, como ya se ha dicho, su escepticismo y su ironía se inscriben siempre dentro de la bonhomía y la ternura. Rafael Azcona ha visto todas las caras posibles de la vida y conoce suficientemente bien la condición humana como para despreciar cualquier tipo de fundamentalismo, desde el que confiere a un brutal levantamiento militar la condición de “cruzada” hasta el de quien piensa que España es una unidad de destino en lo universal. Afortunadamente para todos nosotros, los numerosos frutos de su sabiduría y capacidad de observación los podemos disfrutar a través de sus libros y películas.