entre las cuerdas

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Francisco Taboada
ENTRE LAS CUERDAS
Cuento
E
stoy tocando mal. Voy con retraso. En vez de meterme en la canción la sigo de
lejos y el grupo me está dejando fuera. Me siento torpe, tengo frío. Intento acelerar el ritmo
pero golpeo sin querer la barra del traste y la púa sale disparada por encima de mi hombro.
En el mástil no llevo más púas, las he gastado todas, de modo que giro sobre los talones de
las botas para recoger la última y al agacharme miro hacia el fondo: detrás del escenario las
hojas de los árboles brillan con los colores intermitentes de la fiesta, también la furgoneta
del grupo, el coche de Ricardo, y una mujer que amamanta a un oso de peluche.
Me cuesta un segundo asimilarlo, la escena impresiona. Casi al instante deseo haber
mirado mal, que se trate de un niño disfrazado de juguete por una madre infantil, pero no,
la mujer se encara más hacia mí y veo su pecho ajado, flácido, y el perfil inconfundible del
muñeco con el hocico de plástico pegado al pezón. La mujer está murmurando algo, tal vez
le habla, o le canta; tirita levemente como si estuviera destemplada.
Qué horror, pienso, y lo pienso en lo que creo que es el cuarto o el quinto segundo
después de haberme agachado, pero es más, tal vez el doble. El grupo suena cojo, están a
punto de detenerse, falta mi guitarra. La voy a tener gorda, hay que reaccionar. Recojo la
púa, la clavo entre las dos cuerdas agudas y me giro hacia el público, lentamente,
emitiendo un sonido frío, seco, como un grito melódico que procede de una casa lejana y
vacía. El grupo lo entiende, reduce a mínimos y permite la entrada de mi solo de guitarra.
Me tocaba dentro de dos canciones, pero tampoco pido permiso.
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Desde la primera nota siento que está sucediendo algo extraño. Suena impuro, sucio.
He golpeado la cuerda hacia arriba y al terminar no he querido controlar la mano y la púa
ha rozado la cuerda superior. Me sorprende el resultado, se parece mucho a mi manera de
oírme por dentro, cuando pienso. Eso me crispa la mano izquierda, y surge como un eco
de lata mojada. De patada a una lata con líquido dentro que se estrella contra la pared y
deja un sonido metálico, casi olvidado. De algún lugar de mi memoria recupero esa
pierna con pantalón corto, esa patada, ese sonido. Es algo íntimo. Lo repito, subiendo por
el mástil, y funciona. Dejo en el aire una sola nota, no es agresiva, pero sí decidida. Se
impone como una llamada, y tiene tal armonía que parece recoger el eco de los ruidos de
la fiesta. Un recolector de sonido que deja un gran silencio a su paso. Me detengo. El
público se da codazos y reclama atención en todas direcciones, incluso en los márgenes
del concierto.
Sigo con el punteo, ahora rápido, con toques de ferocidad, siempre rebotado entre las
cuerdas agudas, hasta que del fondo llega una melodía nueva y me agarro a ella con
decisión. Es una impresora rítmica y la punta de mi guitarra se convierte en un punzón de
colores que dibuja su propia historia. Cierro los ojos, hago varias pasadas, en realidad
líneas, con notas caóticas que cobran sentido cuando empieza a delimitarse la cabeza,
iluminada, con el perfil de la silueta de la mujer que da de mamar al oso de peluche. Duele
un poco, todavía me da miedo, y me entristece. Abro los ojos. Al igual que hago en las
películas de terror, entrecierro las pestañas, y sigo tocando como si no quisiera verla y al
tiempo me fuera la vida en vigilar sus movimientos. Por favor, que no se acerque a mí, que
no haga gestos raros para asustarme. No quiero concretar con música los detalles ni
precisar la imagen para no convertirla en una pesadilla que me impida tocar. Es una pelea.
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Mantengo la escena a distancia con toques finos, claros, una mezcla entre lluvia decidida
y disparos de bajo calibre. Tengo que remontar, subir. Es suficiente. La imagen ya está
delimitada, me pertenece, no va a marcharse a ninguna parte... Me paro en seco.
- ¡Santiago Blanco, señoras y señores!
La gente se ha puesto en pie. Aplauden entregados. Desde la batería, Rafa me mira
como a un extraterrestre, tiene las baquetas en el aire y está dispuesto a seguirme adonde
sea. Ricardo también espera, cogido al micro; Ángel se ha escondido detrás del bajo. Sigo
quieto. No reacciono.
- ¡A la guitarra portentosa, el impresionante Santiago Blanco! -Grita Ricardo, y me
apremia enseñando los dientes. Me veo obligado a tocar mi retahíla de siempre, que ahora
me suena infantil, primaria. El público aplaude y suenan a lo lejos los nombres de mis
compañeros, los acordes familiares. Pero yo estoy serio, preocupado, ausente. Me está
pasando algo, y no sé si quiero que me pase. No sé si podré evitarlo. O ya es tarde para
hacerlo.
Ricardo se pone a berrear con mucha gesticulación “Carretera inconsistente”, le
seguimos a un volumen prohibitivo y se monta la de dios es cristo de gente saltando y
dando vítores a la patrona de la localidad. Creo. Yo sigo frío, sin embargo, y aprovecho un
vacío de guitarras para echarme encima el tabardo que ayer prometí que hoy tiraría a la
basura. He sido ingrato con él, tiene mi calor, me siento protegido. El frío desaparece
rodillas abajo y logro terminar la canción dando un salto prodigioso y lanzando una última
nota, una nota agotada.
Hoy no toco más.
Cuando me retiro los chicos me siguen como si yo fuera el líder del grupo. Detrás del
escenario no puede seguir estando la mujer del oso, tampoco miro para comprobarlo. Voy
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derecho a la furgoneta. Rafa me adelanta y me abre la puerta con mucho ceremonial:
-Eres grande, maestro.
-No jodas, Rafa.
Uno tras otro van entrando en la furgoneta y nos pasamos las toallas. Me busco el sudor
pero no hay nada. Los chicos hablan para desahogarse, dicen fórmulas, pero no me pierden
de vista. Siento una distancia enorme, quizá proviene de sus miradas de reojo, de sus
miradas de respeto. No saben cómo actuar ante algo que les sobrepasa. Igual que yo.
Llaman a la furgoneta. Mario trae una sonrisa de dinerito fresco, algo que hace apenas
dos horas no estaba nada claro. Enseña la pasta y hay un griterío.
-¿Estás bien?- me pregunta con un tono...
-Cansado.
-No me extraña. Lo que has hecho en escena tumba a un elefante, chaval, eres un
fenómeno.
Detrás de Mario viene Sagredo, las cosas se complican. Supongo que su presencia
estaba prevista y después de mi exhibición el grupo se encuentra en un aprieto. A ver cómo
me lo dicen ahora. La historia de Sagredo y mía es como una película barata del oeste,
incluso el nombre de Sagredo encaja en una presunta frontera mexicana. Su guitarra y la
mía son incompatibles, tocar juntos es como repetir eternamente el mismo duelo. Sagredo
no tiene grupo y quiere éste, pero le sobro yo. A Ricardo le vendrá muy bien para remediar
su falta de ideas.
-Me marcho- digo, o susurro, sin demasiado interés. Rafa abre la boca pero Ricardo le
tira de la manga-. Para eso estás aquí, ¿no Sagredo?
El ruido de un coche que arranca y patina en la gravilla inunda el interior de la
furgoneta. Se me escapa una sonrisa. Siento una especie de materialización de los sonidos,
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Como si estuviera en trance y fuese capaz de comprender el significado de cada sonido
dentro del conjunto.
- Has tocado muy bien- dice Sagredo-, como un colgado, pero muy bien.
-Déjate de hostias. Como yo he tocado hoy, tú no tocarás en la puta vida.
- Puede que tú tampoco.
- Puede...
Alargo la mano hacia Mario y el muy desgraciado está a punto de darme de menos.
Gastos, dice. Al salir le quito a Rafa su baqueta negra. Le miro con ternura.
- Te la regalo - dice-, es tuya. No te preocupes por tus cosas, ya recogeré yo. Suerte.
-Nos vemos.
Salgo de la furgoneta y me dirijo al recinto de la fiesta. De camino algunas personas me
hacen gestos con la mano: muy bien, okey, con dos cojones, tío. Un hombre se quita una
gorra imaginaria. Al llegar a la barra dos chicas se empeñan en invitarme a una cerveza. Me
basta con mirar al suelo y desaparecen pidiendo disculpas. No me lo creo, estoy raro, no
consigo situarme. Distancia. Hay de nuevo distancia. Voy a pedir una copa pero veo al
fondo una cafetera y cambio de idea. Quiero seguir estando muy lucido. Pido un café
americano y me lo bebo casi de un trago, escaldándome la lengua, la garganta, el tubo que
baja por el pecho. Mi estómago agradece el exceso.
-¿Entrando en calor?
Miro a un lado. Es Augusto, Augusto.
-Qué hay, Augusto...
- ¿Me puedes explicar qué es eso que has hecho entre las cuerdas?
- Cosas mías, qué quieres que te diga.
Augusto es el mejor, no hay otra manera de definirlo. Debería estar en primera fila
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Pero detesta el montaje de los conciertos multitudinarios. Es la primera vez que se dirige
a mí directamente, nunca le he suscitado el menor interés,.
-Hace un rato eras el guitarrista del grupito de Ricardo y ahora te llamas Santiago
Blanco. Te doy y no te doy la enhorabuena.
La mano enorme del Rubio se posa sobre mi hombro, me aprieta con la fuerza justa y
luego desaparece.
-Bienvenido al abismo- dice-, a partir de aquí: cuidado con los vidrios rotos.
Augusto me mira y se asegura de que yo le mire fijamente.
-Actuamos dentro una hora. En Tejero, a dos kilómetros de aquí. Hemos tenido buena
suerte, vinimos a por bebida y nos hemos encontrado contigo. ¿Nos haría usted el honor,
don Santiago Blanco, de acompañarnos en el escenario?
Le voy a decir que no se ría de mí, pero no tiene cara de estar riéndose. También le voy
a decir que nunca hemos ensayado juntos, pero no es estúpido, eso ya lo sabe.
-De acuerdo. Gracias.
-Gracias a ti. Nos estamos aprovechando, te lo aseguro.
El Rubio me paga el café y ahí se terminan las complacencias. De camino al coche
puntea algunas melodías y espera mi respuesta. Punteo también de boca algunos
fragmentos de mi reciente actuación. Todo me remite al dibujo mental sonoro de la mujer
que da teta al oso de peluche. No menciono este hecho, no quiero que me tomen por loco.
Sagredo dijo bien claro que parecía un colgado, pero Sagredo es un chico obediente y
milimetrado que encima del escenario jamás abandona la partitura. Si supiera leer una,
claro. Sagredo no avanza, es esclavo de sus ideas, correcto, nada más que correcto.
Entrando en Tejero me empieza a temblar una pierna. El Rubio se descojona.
-Eh, Augusto, aquí la estrella, que se acaba de encender.
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-Estoy agotado, no sé...
-Con nosotros no tienes que disimular -dice Augusto- Estar cagado de miedo es lo
normal.
-Pues a mí no me había pasado antes...
-Porque no te jugabas nada importante. Ahora tienes una música que defender, la de
Santiago Blanco.
-Santiago Blanco soy yo.
-Te equivocas -dice el Rubio-, tú eres Santi, o como quiera que te llamen en tu casa.
Tú eres el que viene hasta aquí, el que ensaya, el que se perfecciona, pero cuando subas al
escenario será para defender la música de Santiago Blanco, tu música.
-Un poco esquizoide, no crees...
-Totalmente- dice Augusto.
Llegamos al recinto. Un guarda de seguridad nos abre la valla. Nadie dice nada. A lo
lejos un grupo de chavales nos grita: puta madre, puta madre. Salimos del coche y
entramos en el furgón del grupo. El Rubio me lleva al fondo, a su zona, y me presenta a
sus guitarras. Me aconseja que pruebe una pequeña, blanca nacarada. No digo la marca
por pudor. Una vez soñé que tenía una igual en mis manos. O lo digo ahora por chulería.
-Escucha bien. No la sueltes. No la dejes en el suelo, ni busques el soporte, no lo
tiene. Esta amiga mía sólo descansa en su caja. No la roces contra nada o se cabrea. Y por
favor, una vez enchufada no permitas que se enfríe.
-Qué exigente.
-Lo es. Pero te va a sorprender lo que te devuelve a cambio.
-Se me puede caer...
El Rubio me coge de los hombros y me obliga a mirarle.
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-No me estás entendiendo, Santiago. Quiero mucho a esta guitarra pero... si en un
arrebato lírico te la comes a bocados, daré su pérdida por bien empleada. Pero que sea
glorioso, amigo, algo de altura. Céntrate, chaval. Aquí y ahora es donde está la vida. Lo
demás es tránsito.
Me cuelgo la guitarra. Tiene el mástil delgado, es dulce y contundente de sonido.
Pulso una nota, luego otra. Cierro los ojos. La tercera y la cuarta ya dibujaban en el aire la
oreja del oso...
-Ése es tu sonido, tío- dice Augusto, que ha llegado hasta nosotros sin que me diera
cuenta. Vuelve a pasar, la imagen cambia mi percepción del tiempo-. Trabaja a partir de
ahí, pero no te duermas, muévete con ello, y sigue adelante. Y si te hace daño, te jodes.
Augusto me pega un abrazo y se va. Está muy pasado de nervios. El Rubio me pide
que siga tocando.
- Desde que ha empezado todo esto, me siento... solo.
-Eso no lo vas a poder remediar, Santiago, va con el paquete. Tú has dado el salto, se
nota, es evidente. Puede que haya sido sin tu permiso, tú sabrás lo que arriesgaste, pero lo
hiciste, y estás aquí. Es real.
-¿Y el frío?
-¿Eres de los frioleros? Qué suerte. Yo sudo como una bestia. A veces tengo que
agacharme para que el sudor me resbale por el codo, tengo miedo a empapar la guitarra y
electrocutarme. Manías.
El Rubio me palmea la espalda. Me hace tocar unos acordes y afina sus guitarras con
la mía. Tengo la sensación de que vamos juntos a alguna parte, que es un tipo
responsable, que sabe por lo que estoy pasando, que no me dejará tirado por estúpidas
vanidades.
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Después de la prueba guardamos silencio. Es nuevo para mí este recogimiento.
Somos un grupo de músicos sujetos a nuestros nervios como caballos de carreras en el
cajón. El batería golpea el aire con la cabeza y aprieta con tanta fuerza en la mano las
baquetas que se las oye crujir. Augusto tose y calienta la voz. La voz, lejos. El Rubio y yo
tenemos las manos encimas de las cuerdas, dándoles calor. Se oye un murmullo en el
exterior. Crece en forma de pataleo procedente del pabellón de deportes. Sonido de
madera: ¿la tarima de una cancha de baloncesto?
Se abre el furgón. Salimos y el grupo me espera junto a la puerta. Me hacen caminar
en el interior de un círculo. Nos dirigimos a las escaleras del escenario. Dios, parece que
están en un tercer piso. El fogonazo de la luz de la tele local nos sorprende subiendo en fila.
- ¡Qué llevas ahí, Augusto! - grita la chica de la tele.
Augusto asoma medio cuerpo fuera de la barandilla, para él ha comenzado la
representación.
- ¡Una sorpresa, guapa! Te va a impresionar incluso a ti, que tienes el alma de cuero.
Llegan risas desde detrás de las luces. La cámara me está enfocando. Acaricio la
guitarra. Subimos. Entramos en el escenario. Sigo al Rubio, y él a una linterna en la
oscuridad. Hay pilotos rojos, verdes...Un vacío de sonido. Ahora creo que me he quedado
definitivamente sordo, era eso...
Una luz enfoca a Augusto, y éste la desvía con la mano para dirigirla hacia mí. No a mí,
a la guitarra, a la mano y las cuerdas. Clavo la púa, quiero ver al oso, quiero atreverme a
mirar a los ojos de esa mujer extraviada. Suena la primera nota. Qué lejos quedo yo.
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Liérganes-Cantabria
23 Febrero 2005
Portada: Michael J.Fox en Regreso al futuro,
disfrazado de negro, imitando a Chuck Berry. F.T.
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