MARTES 20 21’30 h. Día del Cine Club EL FUEGO Y LA PALABRA (1960) EE.UU. 146 min. Título Orig.- Elmer Gantry. Director y Guión.- Richard Brooks. Argumento.- La novela “Elmer Gantry” (1927) de Sinclair Lewis. Fotografía.- John Alton (Eastmancolor). Montaje.- Marjorie Fowler. Música.- André Previn, con la colaboración de Ken Darby. Productor.- Bernard Smith. Producción.- Elmer Gantry Productions para United Artists. Intérpretes.- Burt Lancaster (Elmer Gantry), Jean Simmons (hermana Sharon Falconer), Arthur Kennedy (Jim Lefferts), Shirley Jones (Lulu Bains), Dean Jagger (William L. Morgan), Patti Page (hermana Rachel Fowler), Edward Andrews (George Babbitt), Barry Kelley (capitán Holt), John McIntire (reverendo Pengilly), Hugh Marlowe (reverendo Garrison), Everett Glass (reverendo Brown), Wendell Holmes (reverendo Ulrich), John Qualen (Sam). v.o.s.e. 3 Oscars: Guión adaptado, Actor principal y Actriz de reparto (Shirley Jones). 2 candidaturas: Película y Banda sonora Música de sala: El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960) de Richard Brooks Banda sonora original de André Previn In memoriam Richard Brooks -Ruben Sax- ( 1912- 1992 ) Fallecido en la clínica “Electra” de Roma el 10 de enero de 1950, Sinclair Lewis no pudo ver el trasvase de su novela “Elmer Gantry” a la pantalla, materializado diez años después de dicha fecha. Pero habló de la correspondiente posibilidad en 1945 con quien cuidaría de convertirla en realidad, el guionista y director Richard Brooks. El motivo del encuentro había residido en que Brooks tenía que expresar a Lewis un agradecimiento por partida doble. Escaso tiempo atrás, el escritor laureado con el Nobel había elogiado en “Esquire”, mensuario al que suministraba en la segunda mitad del año antedicho críticas de libros, la primera novela del futuro cineasta, “The Brick Foxhole”: esa obra trataba del asesinato de un homosexual, precisamente a causa de tal condición, por un individuo bajo uniforme militar. Incorporado desde la primavera de 1942 al Cuerpo de Marines, Brooks había dado el manuscrito a la editorial neoyorquina “Harper” sin solicitar aprobación previa, exigida por el reglamento, a sus superiores, y en seguida se le amenazó con ser conducido ante un tribunal castrense; desde “Harper” se pidió a Sinclair Lewis, al igual que a otros intelectuales con elevado prestigio, que intercediese a favor del acusado, y aquél aceptó. Por fortuna no fue necesario el testimonio de Lewis, ni el de ningún ilustre colega, ya que la iniciativa del juicio quedó sin efecto. La cita entre ambos escritores estaba concertada con anterioridad, y, por supuesto, Brooks acudió a ella para expresar al autor de “Elmer Gantry” completa gratitud por uno y otro gesto de apoyo. En el transcurso de la conversación Brooks sacó el tema de una hipotética versión cinematográfica de aquella novela de 1927 sobre la farsa del fundamentalismo evangelista en el Medio Oeste y proclamó su convencimiento de que la obra contenía las raíces idóneas para una excelente película. Pero era el único de los más célebres libros de Lewis que no había sido aún reciclado en film, y éste mostró cierto escepticismo con relación a la viabilidad de un proyecto con tal objetivo, dado el estrépito generado por la novela en su tiempo. En efecto, incluso cuando, a finales de los años cincuenta, habían disminuido notoriamente las barreras impuestas en Hollywood por la oficina del Código de Producción, las grandes compañías del cine americano eran totalmente reacias a producir una película basada en la susodicha obra, y Brooks tuvo que proceder entonces, con el actor Burt Lancaster, a la fundación de una empresa independiente para elaborar el film; la bautizaría con el mismo título del volumen transportado a imágenes cinematográficas. Sí, en cambio, se abrió paso de inmediato hacia la pantalla “The Brick Foxhole”, aunque con la modificación de que la temática homosexual fuese reemplazada por la del antisemitismo. La película resultante se llamó Encrucijada de odios (Crossfire) y fue presentada en Nueva York 22 de julio de 1947. Su éxito popular contribuyó indirectamente a que los inquisidores agrupados en el Comité sobre Actividades Antiamericanas repararan en ella desde un punto de vista obviamente agresivo, y más a tenor de que Adrian Scott, el productor, y Edward Dmytryk, el director, resultasen convocados para declarar, dos meses después del estreno, ante aquel organismo, implantador de la caza de brujas en Hollywood. La película, excelente, no logró premio alguno en la concesión de los Oscar, pese a que había obtenido cinco candidaturas y en categorías importantes. Por aquel entonces Sinclair Lewis triunfaba de nuevo con dos rotundos best sellers, pero había perdido, y desde largo tiempo atrás, la elevadísima reputación que le distinguió a lo largo de los “felices años 20” y que le condujo a ser, en 1930, el primer escritor americano galardonado con el Nobel de Literatura. Dotado de pasmosa vitalidad para la fabulación e inclinado volterianamente a poner de relieve las flaquezas de la sociedad, Lewis alzó durante aquel decenio la bandera de una detonante autocrítica y transfiguró a cinco de sus novelas en explosivos acontecimientos que conmocionarían al país: “Calle Mayor” (Main street, 1920), “Babbitt” (1922), “El doctor Arrowsmith” (Arrowsmith, 1925), “Elmer Gantry” (1927) y “Dodsworth” (1929). El Nobel constituyó el vértice de su carrera, no ya sólo por la importancia del lauro sino también porque a continuación empezaría un cierto declive del novelista en creatividad y repercusión. Ahora bien, alguna adaptación teatral, cinco versiones cinematográficas y tres consecutivas presencias en las listas anuales de los diez máximos best sellers mantuvieron en primer término el nombre de Lewis hasta 1937. Y el mismo sonó con fuerza otra vez acto seguido a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, cuando al novelista le quedaban ya pocos años de vida. Sinclair Lewis había sopesado la idea de llevar a cabo una obra de ficción sobre clérigos antes ya de que William L. Stidger, ministro metodista, se lo sugiriese al conocerse ambos en el verano de 1922. Ese pastor había transportado al púlpito los procedimientos agresivos que utilizaban los agentes de ventas, tal como haría el protagonista de “Elmer Gantry”. A principios de 1926 el novelista se desplazó a Kansas City, Missouri, para que aquel reverendo le asesorase a fondo con relación a la temática del libro en proyecto; de modo cristalino, los objetivos del escritor consistían en que Stidger desempeñara un papel semejante, salvando las distancias, al del experto en bacteriología y epidemiología Paul De Kruif con destino a las bases documentalistas de “Arrowsmith” -aunque, desde luego, sin participación en beneficios económicos de clase alguna-. Por supuesto, el pastor no podía ni siquiera sospechar qué rumbo tomaría la novela, y aún menos por cuanto creía que él era punto de partida para la modelación de un protagonista positivo, un tanto equivalente al del libro de 1925. En consecuencia, brindó todo tipo de apoyo a Lewis y le facilitó entrar en contacto con predicadores de otras tendencias, incluidos un reverendo de la All Soul’s Unitarian Church denominado L. M. Birkhead y, para secreto deleite del novelista, sumergido en el agnosticismo. Cumpliendo lo anunciado por la editorial al arrancar el año, Lewis realizó en febrero y marzo una intensiva gira por el Sur Oeste y California con el fin de contemplar a diversos predicadores en acción. Seguidamente volvió a Kansas City para incrementar su documentación y vivir la experiencia de sermonear a los fieles en distintas iglesias. Parece ser que, desde el púlpito de la Christian Church sita en el Lincoln Boulevard -la misma calle de la Methodist Episcopal Church regentada por Stidger-, otorgó a Dios quince minutos para que probara su existencia matándolo y esperó a que transcurriera este tiempo ante una congregación atónita. Probablemente se inspiró en un análogo acto de George Bernard Shaw, quien había concedido a Dios únicamente tres minutos y explicó a continuación que no podía darle más porque era un hombre muy ocupado. Lewis acumuló en su habitación del hotel numerosos volúmenes acerca de la religión y organizó un almuerzo semanal con un grupo de clérigos en el cual, además de Birkhead, Stidger y otros, se integraron un cura católico y un rabino. Los astutos métodos del novelista para que las reuniones resultaran sumamente fructíferas comprendían la dedicación de cada una de ellas a un tema polémico y la inducción a beber alcohol en medida suficiente para que los asistentes hablaran desinhibidamente sobre posturas personales de carácter recóndito. El 15 de mayo Lewis abandonó Kansas City tras haber alcanzado un alto grado de estructuración de la novela. Más tarde regresó a la táctica del itinerario, esta vez por el Medio Oeste, al objeto de recabar mayor información y en compañía de otro asesor: el reverendo Earl Blackman, ex capellán de la Legión Americana muy versado en himnos evangélicos; y en fechas posteriores asistió a ceremonias revivalistas con Birkhead. Cuando se instaló en el neoyorquino Shelton Hotel el 10 de septiembre, la escritura del libro había superado la mitad de la extensión prevista. Lewis retornó a Nueva York, donde terminaría la novela en la víspera de Navidad. El vitriólico ensayista y crítico Henry L. Mencken, entusiasta defensor de Lewis, pondría un casi único reparo a “Elmer Gantry”: el referido a que los últimos capítulos habrían nacido en el seno de una continuada borrachera. Del influjo de Mencken había provenido buena parte del ímpetu sarcástico que Lewis había depositado en “Babbitt” y que ahora exacerbó con furia más volteriana que nunca. Cabe hallar en “Babbitt” precisamente algunas raíces de la sátira contra la religión en “Elmer Gantry”. Quizás bastaría citar un párrafo, de la sección tercera del capítulo XVI, en el cual el narrador en tercera persona habla de Babbitt, el conformista negociante de la ciudad de Zenith: “En realidad, el contenido de su teología era que existía un ser supremo que había intentado hacernos perfectos pero que presumiblemente había fracasado”. Conviene también leer, en el segundo apartado del capítulo XII, la mención de un cartel, en la sala de espera para visitas de una oficina, con el siguiente texto: “Dios creó el mundo en seis días: usted puede desembuchar todo lo que tenga que decir en seis minutos”. La novela en torno al predicador que lograba llegar a la cima en su esfera profesional, sin exquisitez de escrúpulos alguna, despegó con las frases: “Elmer Gantry estaba borracho. Estaba elocuentemente borracho, cariñosa y pendencieramente borracho”. El verdadero arranque de la narración, cronológicamente algo anterior a la escena inicial en el bar donde Gantry cantaba “In the Good Old Summertime”, se situaba en el otoño de 1902, cuando el protagonista y su inteligente amigo Jim Lefferts eran alumnos del Terwillinger College, fundado y regido por los baptistas en las afueras de Gritzmacher Springs, Kansas. Estudiantes fanatizados empujaban a Gantry hacia una conversión que resultaba más bien simulada y que de algún modo era propiciada porque la madre del aparentemente cristianizado había deseado siempre verle predicar. Por deportivo ánimo de competitividad, Gantry, muy popular entre sus camaradas a tenor de su destreza en el rugby, decidía brillar en un discurso para la Asociación de Jóvenes Cristianos y plagiaba unas líneas que usufructuaría repetidamente a lo largo del futuro y que identificaban el amor con el lucero del alba y la estrella vespertina; su fuente al efecto, real, era Robert Green Ingersoll, quien adquirió fama por sus demoledores ataques a la Biblia. El sendero emprendido por Gantry lo separaba del antirreligioso Lefferts y lo introducía en el Mizpah Theological Seminary, institución “perteneciente al ala derecha del baptismo y representante de lo que veinte años después seria conocido como fundamentalismo”; allí el presunto converso quedaría ordenado pastor baptista, pero al cabo de poco se le expulsó a causa de una duradera juerga y se le amenazó con denunciarle si osaba subir a un púlpito. Con 26 años, Gantry pasó a ser viajante de una fábrica de maquinaria agrícola. Así concluía lo que se podría clasificar como la primera parte del libro, desarrollada en diez capítulos. El capítulo XI constituiría el punto de partida de la versión cinematográfica: aún agente de ventas, Gantry coincidía en una ciudad de Nebraska con funciones organizadas por la predicadora evangelista Sharon Falconer, quien se desplazaba de un punto a otro con su eficiente grupo y con una carpa capaz de albergar a tres millares de personas. Elmer decidía en primer término conquistar a la joven y atractiva Sharon y en segundo lugar hacerse con el principal cargo masculino en la organización; acto seguido, hacía valer, con uno y otro fin, su ordenación como pastor en el seminario. Este capítulo y los siguientes hasta el XV inclusive relataban la historia de Gantry con Sharon y el ascenso del primero como predicador al compás del paulatino logro de sus propósitos; por último, la evangelista inauguraba en la costa de New Jersey el templo Tabernáculo de las Aguas del Jordán, se producía en plena ceremonia un aparatoso incendio, y más de un centenar de personas, incluidas Sharon y todas las integrantes de su equipo excepto Gantry, fallecían en el siniestro. Había llegado 1913 cuando el superviviente pasaba por Zenith, a 100 millas de Mizpah. Siete años después, tras perorar como pastor metodista en lugares de las zonas próximas, conseguía ejercer su profesión en la ciudad de George Babbitt -quien aparecía efímeramente y aliado de algún otro personaje de la novela de 1922 -. Allí, en plena Prohibición, Gantry iniciaba una feroz campaña contra burdeles y puntos de venta de alcohol y drogas, obtenía enorme reconocimiento social y lograba el título de doctor en teología gracias a determinada universidad. Casado y con dos hijos, era el amante de su secretaria, quien le chantajeaba pero luego se veía obligada a rectificar, con lo que él salía indemne. El poder adquirido permitía finalmente a Gantry aspirar a la dirección de una gran cruzada a favor de la moralidad del país. Al cabo de 432 páginas, la novela se cerraba en la actualidad histórica con el reverendo metodista clamando ante una enfervorizada multitud de feligreses: “Buen Dios, ¡tu obra no ha hecho sino empezar! ¡Nosotros, sin embargo, haremos de estos Estados Unidos una nación moral!”. Ese parlamento final rubricaba la frecuente descripción de los oficios religiosos, por Lewis, como un circo donde dominaba la farsa y cuyo maestro de ceremonias inequívoco era el arribista y amoral Elmer Gantry, abanderado, por otra parte, de la hipocresía inherente a tantas fraudulentas carreras hacia una meta pomposamente designada “el sueño americano”. De modo correlativo, el país se mostraba plagado de incultos fanáticos, los cuales preferían creer a cualquiera y cualquier cosa que atender a una mínima racionalidad. Tanto del primero como del segundo enfoque se podía inferir que los fundamentos cristianos de la nación estaban profundamente corroídos y constituían un peligro para el libre y democrático desarrollo de la misma. Gérmenes de tan fuerte amenaza parecían asomar en las secuelas de la educación recibida por el protagonista de la novela: “De hecho, lo había aprendido todo en la iglesia y en la escuela dominical, excepto quizás cualquier deseo de decencia, de generosidad y de lógica”. En un extremo opuesto a Gantry, su antiguo condiscípulo en el seminario Frank Shallard, reflexivo idealista que anteponía dignidad y raciocinio al engaño de los fieles y a una fe alienada, tendría que abandonar los púlpitos por su carácter insobornable y sería luego víctima de una salvaje tortura que le privaría prácticamente de la vista. Por medio de Shallard, la dialéctica lewisiana contra la religión se había extendido hasta el ataque al catolicismo. El intelectual clérigo anotaba, tras una desabrida discusión con un cura sometido al Vaticano, los siguientes pensamientos: “La Iglesia Católica Romana es superior a la Iglesia Protestante militante. No impone renunciar al sentido de la belleza, al sentido del humor o a los vicios agradables. Tan sólo exige renunciar a la honradez, a la razón, al corazón y al alma”. Dejando aparte la obvia complacencia de Lewis en la explotación de sus dotes para imaginar mordaces y punzantes episodios, está claro que mucho de la novela se apoyó en la realidad. El autor compuso el personaje principal con plataformas en el ruidoso predicador Billy Sunday, el baptista neoyorquino John Roach Straton y el metodista William L. Stidger, quien, una vez editado el libro, se marchó de Kansas City, y no sin usar antes contra la globalidad de aquél el mismo reproche dirigido por Mencken a los tramos postreros: Lewis se hallaba completamente alcoholizado mientras escribía. Sharon Falconer tuvo un modelo muy concreto y famoso: la evangelista Aimee Semple McPherson, la cual, mientras avanzaba el trabajo de Lewis, desapareció el 18 de mayo de 1926 tras acudir a una playa californiana, y, luego de pensarse que se había ahogado en el mar, reapareció el 23 de junio en Douglas, Arizona, y afirmó que había podido huir de unos sujetos que la secuestraron; pronto la opinión pública dio paso a rumores sobre un oculto e intenso idilio de aquella joven con residencia en Los Ángeles. Abundantes detalles, además, semejan haber procedido de anécdotas reales: basta un ejemplo concerniente al decano de Terwillinger, cuya esposa le recordaba cómo, en su época de predicador, ensayaba siempre los sermones en la cuadra y frente a una misma yegua. Nada menos que 140.000 ejemplares de la novela fueron puestos a la venta, en un esfuerzo editorial sin precedentes que se vio amparado por el Club del Libro del Mes, el 10 de marzo de 1927. El escándalo rebasó con mucho las cotas de los provocados por “Calle Mayor” y “Babbitt”, y la prohibición del libro en Boston y otras ciudades no hizo sino estimular las compras del mismo. Año y medio después se estrenaría en el “Playhouse” de Nueva York la versión teatral, elaborada por Patrick Kearney con la cooperación de Thompson Buchanan, producida por William A. Brady y dirigida por Lumsden Hare; la obra se representó durante poco más de un mes. Décadas más tarde, la adaptación cinematográfica fue posible no sólo por la relajación y mayor permisividad del Código de Producción sino en especial porque la católica Legión Nacional de Decencia vio con buenos ojos una enérgica crítica en las pantallas al fundamentalismo protestante cuando éste había empezado a resurgir como consecuencia de la involución ideológica de la sociedad americana en el decenio de los cincuenta. En cambio, y como ya se ha dicho, las principales empresas de Hollywood no querían arriesgarse a financiar un film con elevadas posibilidades de suscitar repulsas un tanto masivas. Richard Brooks, Burt Lancaster y el productor Bernard Smith se aliarían finalmente, con el respaldo de la distribuidora United Artists, para conducir la obra de Sinclair Lewis a imágenes en movimiento. Del campo editorial había provenido Bernard Smith, alto ejecutivo de la casa neoyorquina “Alfred A. Knopf” que después de la Segunda Guerra Mundial accedió a Hollywood para tomar el mando del departamento literario de la compañía de Samuel Goldwyn y que luego se trasladó a Paramount. Su participación en EL FUEGO Y LA PALABRA le abriría paso a un cargo equivalente para La conquista del Oeste (gracias al cual emprendió una colaboración con John Ford que se materializaría pronto en los dos últimos largometrajes del gran cineasta). Pese a responsabilizarse directamente de la producción del film a partir de la novela de Sinclair Lewis, su influjo en él fue, sin duda, menor que el de Burt Lancaster, y no ya por el extraordinario peso de la encarnación del protagonista por el actor, sino en especial por la intensa involucración del mismo en el proyecto, preiniciada poco más de un año después de la conversación entre Brooks y el novelista comentada en los comienzos del presente texto. Guionista de Fuerza bruta –magistral película de Jules Dassin con ambientación en una penitenciaría-, Brooks habló con el líder del reparto, Burt Lancaster, sobre una hipotética versión del libro lewisiano durante las filmaciones, efectuadas entre febrero y abril de 1947. Transcurrió un dilatado decenio, sin embargo, antes de que la obra fílmica en torno al integrismo religioso se pusiera en marcha. Entonces Lancaster se haría con un elevado poder de decisión, algo que perseguía con frecuencia cuando no se lo facilitaba de antemano hallarse al frente de la compañía de producción. A lo largo de siete meses trabajó con Brooks para rehacer y acortar el guión, extenso en demasía, que éste había preparado de modo aún provisional. En primer término, el astro no quería personificar a Gantry en la etapa de sus estudios en el seminario, y esa postura condujo a la supresión de cuanto antecedía, en el libro, a las actividades de aquél como viajante de comercio. Por otra parte, Lancaster había percibido que sus dotes histriónicas en mayor grado singulares podrían resplandecer al máximo si se remodelaba el personaje de acuerdo con ellas. Así que Gantry perdió buena parte de sus características de farsante y arribista para convertirse más bien en un simpático pícaro con cierta inclinación a comportamientos éticos y a una fe sincera por más que conservase una tendencia natural a lo que se prohibía en los púlpitos y él mismo atacaba en sus prédicas. El predicador cinematográfico fue, a consecuencia del reciclaje, un individuo a la medida de la mejor capacidad de Burt Lancaster, y éste logró una interpretación prodigiosa, repleta de vitalidad y dinamismo, que, si alejaba considerablemente al predicador del descrito en la novela, lograba otorgarle una detonante verosimilitud. Además, el astro se volcó en los preparativos de la película, incluso en aspectos aparentemente secundarios, y esto, aunado a su contribución al guión y a su actuación ante la cámara, favorece cualquier tentativa de atribuirle condición de coautor y muchos de los méritos de la versión cinematográfica. Resulta significativo que nunca hasta el momento Brooks hubiera conseguido realizar una obra tan deslumbrante, e igualmente que al firmar una película de relevancia pareja -el antológico western Los profesionales (The professionals, 1966)- también tuviese a su lado al susodicho actor. No entraña menosprecio alguno para Brooks creer que la colaboración de Lancaster fue determinante tanto para el enfoque del film como para su puesta en escena, de modo análogo a lo que ocurrió en otras obras con él bajo distintos directores. Se llevó a cabo la preproducción en unas oficinas alquiladas a Columbia, empresa que también facilitó platós para el rodaje, californiano por entero. Múltiples ciudadanos de Long Beach, que solían asistir a oficios baptistas y sabían los himnos elegidos, cooperaron como extras en las secuencias que narraban las funciones evangélicas. El compositor Ken Darby, especializado de modo complementario en organizar y regir cantos corales, encontró notable ayuda en la actriz Patti Page, vocalista de fama radiofónica que controló, como la hermana Rachel, en la ficción a las voces y los instrumentistas que cuidaban de la parte musical en los espectáculos religiosos. Todo un mes fue necesario para las tomas correspondientes al tramo del incendio en que fallecía Sharon Falconer, efectuadas en un extremo de un viejo embarcadero de Santa Mónica -con uso de antiguas copias de films suministradas por Columbia como material rápidamente inflamable-. En un principio, sólo se había previsto una semana de trabajo con destino a tal fragmento, por lo que hubo que añadir al presupuesto y a la inversión 200.000 dólares, procedentes de United Artists. Rodada en el verano de 1959, la película se estrenó en julio del año siguiente. Bruscas disputas entre Brooks y Jean Simmons, la intérprete de Sharon, culminarían en una vinculación amorosa de ambos que a su vez se tradujo en boda el 1 de noviembre de 1960, después de que la actriz se divorciara de Stewart Granger. La Academia de Hollywood había seleccionado el film en cinco categorías. Al triunfo de Brooks como libretista -al recibir su premio, Brooks hizo gala de ingenio por medio de una frase sumamente apropiada: “La Biblia dice que primero existió el verbo”- se sumaron los de Burt Lancaster y Shirley Jones, quien encarnó a la Lulu Sains creada por Sinclair Lewis y transformada por el libreto en una prostituta. Dicha transmutación fílmica de Lulu dimanó del recurso a personajes brotados en el libro durante su primera parte, la excluida de la versión cinematográfica. En esa sección de la novela el protagonista había seducido a la joven, hija de un diácono de la iglesia donde aquél se inició como predicador; luego se veía constreñido a casarse con ella, pero se las ingeniaba para eludir la boda por medio de una estratagema conducente a que fuese otro individuo el obligado a las nupcias por el progenitor de Lulu. Esta quedaba fuera del relato hasta que reaparecía en la tercera parte, también ausente de la película. Junto con su marido se había establecido en Zenith y allí reanudaba sus relaciones sexuales con Gantry, ya casado. Una vez que el último tomaba como amante a su nueva secretaria -Hettie Dowler-, los precedentes contactos de carácter clandestino llegaban a su término. Al escribir el guión, Brooks transportó al período de los nexos de Gantry con Sharon dos lances acontecidos en la etapa posterior y narrados por tanto en la tercera parte del libro: la cruzada del personaje principal contra bares ilegales y prostíbulos, y el chantaje al que intentaba someterle Hettie con la complicidad de su hasta entonces oculto esposo. Tales episodios, debidamente reciclados y enlazados en la ubicación cinematográfica, permitieron a Brooks usufructuar a su modo la figura de Lulu, quien surgía como proveedora de placeres en un burdel asaltado por el protagonista cuando iniciaba su peculiar campaña de moralidad y la cual pretendía luego vengarse de su tan eventual adversario por el método de hacerle víctima de unas fotos comprometedoras. La propia muchacha había explicado a sus compañeras de trabajo la lejana peripecia con el predicador, sustancialmente distinta de la relatada por la novela. Según esa rememoración por Lulu, su padre la encontró con Gantry tras el púlpito de la iglesia en Nochebuena y la expulsó de casa para siempre. En Boston el film sería prohibido a causa, primordialmente, de cómo narraba Lulu su antigua caída en los brazos del entonces clérigo baptista: “Él llegó a gritar ¡arrepiéntete! y yo llegué a gemir ¡sálvame!... y lo primero que supe fue que él hundía en mí el temor de Dios”. Un segundo recurso de Brooks y Lancaster a un personaje de la parte inaugural del libro estuvo dirigido al intelectual Jim Lefferts, estudiante al principio de la misma que comparecería de nuevo en la tercera, durante breves instantes, como próspero abogado en visita circunstancial a Zenith. El guión presentó a Lefferts en esa misma ciudad y al servicio del diario “Zenith Times-Dispatch”, con un prestigio personal incrementado por la obtención del Pulitzer de periodismo. Tal configuración estaba motivada por el reportero Bill Kingdom -crítico con la citada cruzada de Gantry- y por el culto y progresivamente agnóstico Frank Shallard, dos aportaciones del libro que no fueron recogidas por la película. Lefferts, de acuerdo con sus deberes informativos, seguía la gira de Sharon y conocía por primera vez al protagonista cuando éste trataba de fabricarse un hueco en el grupo itinerante. Lo más importante del periodista fílmico, interpretado con ostensible talento por el siempre brillante Arthur Kennedy, consistió en dar pie a una permanente dialéctica entre su carencia de fe religiosa y el ánimo revivalista de Gantry; con cierta originalidad, el consecuente forcejeo verbal contribuía poco a poco a solidificar la amistad emprendida por ambos contendientes. Tal vez el añadido cinematográfico que habría podido sorprender en mayor grado fuera el de un personaje con presencia meramente fugaz en el libro -al igual que antes en “El doctor Arrowsmith”- y previamente protagonista de la obra más famosa de Sinclair Lewis: George Babbitt. Gracias a una lectura exhaustiva de la novela de 1922, Brooks y Lancaster hicieron brillar estrepitosamente a dicho sujeto a lo largo de buena parte del film, como contrapunto bufo al drama en progresión; encarnado con alto sentido del humor por Edward Andrews, Babbitt llegó a ser en las imágenes casi una parodia de su remota existencia en la ficción literaria. Su aparición quedó justificada porque el guión, en lugar de generalizar como la novela el relato del acceso del grupo evangelizador a las grandes ciudades, ciñó tal ascenso a Zenith -con lo que también se basó en detalles de la tercera parte del libro y en precedentes obras del autor del mismo-. El oportunista negociante del sector inmobiliario era pese a confesarse masón el responsable prominente de que Sharon Falconer montase su enorme carpa en la urbe; convencido del éxito de la iniciativa, porfiaba por apuntarse así un nuevo triunfo personal en el ámbito de las fuerzas vivas de la localidad. Las cercanías de la ficticia ciudad acogerían además el tabernáculo erigido silenciosamente por Sharon, el cual, como se recordará, había sido situado por Lewis en New Jersey. Y reaparecieron en el film, aunque a veces con cambios parciales o totales en los nombres, figurantes ideados por el novelista que éste no había incluido en la historia central de su obra sobre las calamidades generadas por la evangelización. Ante tal cúmulo de modificaciones respecto a la novela de Sinclair Lewis, parecería lícito pensar que los autores de la versión cinematográfica habían sido tan infieles al escritor como Gantry a su esposa en la narración literaria. Pero resulta legítimo defender que la película constituye no sólo un grandioso y permanente homenaje al autor laureado con el Nobel sino también un acto de lealtad a él y a su novela que conserva de modo asombroso los enfoques antaño percutantes con tan espléndida energía. Circulan por el film numerosos indicios de que es el espíritu lewisiano lo que guía las incidencias por encima del espíritu de la Biblia, y así, con una vena satírica sin desmayo y de raíces obvias, se asiste a una serie de situaciones y diálogos que parecen invocar al gran autor fallecido. Por si fuera poco, hay un momento que induce a creer en una solemne reverencia de Brooks al novelista que le proporcionó personajes, hechos, escenarios y conceptos. En la redacción del “Zenith TimesDispatch” Gantry tributa elogios a Lefferts y al efecto cita como maestros del mismo al propio Sinclair Lewis -con nombre y apellido-, a Ingersoll -de quien, según la ficción literaria, plagió el protagonista su recurrente frase acerca del amo- y a Mencken -el ensayista al que Lewis, agradecido por sus entusiastas loas, dedicó precisamente la novela de 1927-. Hay aún más. La postrera secuencia del film, enteramente inventada, culmina en un lewisiano diálogo entre Lefferts y Gantry, quien ha dado a entender, por medio de una cita bíblica que adquiere un sesgo corrosivo y demoledor, la inutilidad de proseguir su militancia en un movimiento nutrido por el infantilismo. Tras esta patente abjuración, el periodista convierte su despedida en un saludo al decir a Gantry, en el lenguaje de los predicadores, “¡te veré por ahí, hermano!”. Y el protagonista le responde “¡te veré en el infierno, hermano!, creyente ahora en que, según la religión, ambos deberían de arder por último en las llamas del infierno. Este diálogo se ha convertido en algo próximo a una leyenda. Con el film a punto para el estreno, la Liga Nacional de Decencia exigió al Código de Producción retirar del sonido las palabras de Gantry, juzgadas blasfemas. El resultado ha sido que todavía hoy se puede contemplar copias con la frase y otras sin ella. Y los aromas míticos que rodean y alumbran la existencia del doble final entroncan sin dificultad con las tonalidades legendarias de un Sinclair Lewis volteriano y menckeniano, devoto de lo que su criatura Elmer Gantry amaba secretamente pero rechazaba desde su púlpito ante el fervor estúpido de una congregación sojuzgada por el miedo al fuego eterno. Texto: Javier Coma, Doctor Libro y Mister Film: de la novela al libro, Notorious, 2008