MI TIERRA

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MI TIERRA
El valle… Aquel valle significaba mucho para Daniel, el
Mochuelo. Bien mirado, significaba todo para él. En el valle
había nacido y, en once años, jamás franqueó la cadena de
altas montañas que lo circuían. Ni experimentó la necesidad
de hacerlo siquiera.
A veces, Daniel, el Mochuelo, pensaba que su padre, y el cura,
y el maestro, tenían razón, que su valle era como una gran olla
independiente, absolutamente aislada del exterior. Y, sin
embargo, no era así; el valle tenía su cordón umbilical, un
doble cordón umbilical, mejor dicho, que le vitalizaba al
mismo tiempo que le maleaba: la vía férrea y la carretera.
[…] Era, el suyo, un pueblecito pequeño y retraído y vulgar.
Las casas eran de piedra, con galerías abiertas y colgantes
de madera, generalmente pintadas de azul. Esta tonalidad
contrastaba, en primavera y verano, con el verde y rojo de
los geranios que infestaban galerías y balcones.
[…] Visto así, a la ligera, el pueblo no se diferenciaba de tantos
otros. Pero para Daniel, el Mochuelo, todo lo de su pueblo era
muy distinto a lo de los demás.
El camino, 1950
Ilustración de Alberto Gamón
Lápices de color sobre cartulina
29,7 x 42 cm
DE pueblo
Cuando yo era chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni
había hitos en él, ni jalones de referencia. Era una cosa tan
ardua y abierta que sólo de mirarlo se fatigaban los ojos.
Luego, cuando trajeron la luz de Navalejos, se alzaron en él
los postes como gigantes escuálidos y, en invierno, los chicos,
si no teníamos mejor cosa que hacer, subíamos a romper las
jarrillas con los tiragomas. Pero, al parecer, cuando la guerra,
los hombres de la ciudad dijeron que había que repoblar […] y
todos, chicos y grandes, se pusieron a la tarea, pero […] al cabo
de los años, apenas arraigaron allí media docena de pinabetes
y tres cipreses raquíticos. Mas en mi pueblo están tan hechos
a la escasez que ahora llaman a aquello, un poco fatuamente,
la Pimpollada.
[…] Y al cumplir los catorce, Padre me subió al páramo y me
dijo: “Aquí no hay testigos. Reflexiona: ¿quieres estudiar?”
Yo le dije: “No”. Me dijo: “¿Te gusta el campo?” Yo le dije: “Sí”.
Él dijo: “¿Y trabajar en el campo?” Yo le dije: “No”.
“La pimpollada del páramo”,
Viejas historias de Castilla la Vieja, 1964
Ilustración de Ajubel
Digital, impresión sobre papel
29,7 x 42 cm
UNA CIUDAD
Asomados al pretil nos recreamos admirando nuestro
edificio predilecto. Las cosas dormían igual que los hombres.
Las ventanas clausuradas eran ojos con los párpados vencidos.
[…] La ciudad, ebria de luna, era un bello producto de contrastes.
Brotaba de la tierra dibujada en claroscuros ofensivos. [...]
La torre de la catedral sobresalía al fondo como un capitán de
un ejército de piedra. En su derredor las moles, en blanco y
negro, de la torre de Velasco, del torreón de los Guzmanes,
del Mosén Rubí... Ávila emergía de la nieve mística y escandalosamente blanca, como una monja o una niña vestida de
primera comunión. [...]
—¿Qué te ocurre, Alfredo? ¿Tienes miedo?
Hizo un visaje lánguido con los ojos:
—¿Por qué había de tener miedo?
—La luna hace sombras por todas partes…
La sombra del ciprés es alargada, 1948
Ilustración de Arnal Ballester
Digital, estampación giclée
29,7 x 42 cm
COMO NIÑOS
—Los hombres sólo vienen de noche; a estas horas no
viene nadie —dijo la niña defraudada.
Los cuarterones estaban entornados y, a la luz del rayo
polvoriento que se adentraba en el salón, los muebles macizos,
de madera noble, y las cornucopias y cuadros de marcos
dorados parecían adormecidos en una prolongada siesta.
En chaflán, frente al mirador (en la encrucijada de dos calles
angostas) se alzaba el Friné, un café cantante que, en invierno,
salvo sábados y domingos, únicamente abría de noche, y a los
dos pequeños les fascinaban aquellas puertas abigarradas como
de barraca de ferias, flanqueadas por dos faroles rojos que, al
oscurecer, derramaban sobre la lóbrega tenebrosidad de la
calleja un rojizo resplandor fantasmal. Mamá Zita les tenía
prohibido asomarse al mirador, pero ellos lo hacían, a escondidas, zafándose de su vigilancia y del ojo alerta de la señora Zoa,
porque aquellos hombres que llegaban al Friné les cautivaban.
Madera de héroe, 1987
Ilustración de Emilio Urberuaga
Técnica mixta sobre papel
29,7 x 42 cm
DE MAYOR QUIERO SER...
—¿Qué querrías ser el día de mañana, Sisí? [...]
—Me gustaría ser ingeniero —dijo Sisí.
A Sisí Rubes le gustaba ser viajante, pero Sisí Rubes sabía
que estas cosas no podían descubrírsele inopinadamente
a su padre. Había que fingir y tener tacto.
—¿Te gustan las matemáticas? —dijo Cecilio.
—Ah, no —dijo Sisí con espontáneo horror.
—¿Entonces?
—Me gustaría tender puentes sin manejar números —añadió
Sisí.
[...] Dijo Cecilio Rubes:
—La Medicina no requiere cálculos.
—No me gusta —dijo Sisí.
—¿Y abogado?
—¿Qué es abogado?
—Como el papá de Luisito Sendín —dijo Rubes.
Torció el gesto Sisí.
—Bien —sonrió Rubes—. Creo que aún tienes tiempo de
reflexionar sobre ello. Me gustan los muchachos que como
tú reflexionan y no resuelven a tontas y a locas.
Mi idolatrado hijo Sisí, 1953
Ilustración de Raquel Marín
Lápiz, ceras y digital
29,7 x 42 cm
DOS AMIGOS
—Las estrellas están en el aire, ¿no es eso?
—Eso.
—Y la Tierra está en el aire también como otra estrella,
¿verdad? —añadió.
—Sí; al menos eso dice el maestro.
—Bueno, pues es lo que te digo. Si una estrella se cae y no
choca con la Tierra ni con otra estrella, ¿no llega nunca al
fondo? ¿Es que ese aire que las rodea no se acaba nunca?
Daniel, el Mochuelo, se quedó pensativo un instante. [...]
—Moñigo.
—¿Qué?
—No me hagas esas preguntas; me mareo.
—¿Te mareas o te asustas?
—Puede que las dos cosas —admitió.
Rió, entrecortadamente, el Moñigo.
—Voy a decirte una cosa —dijo luego.
—¿Qué?
—También a mí me dan miedo las estrellas y todas esas cosas
que no se abarcan o no se acaban nunca. Pero no se lo digas
a nadie, ¿oyes? Por nada del mundo querría que se enterase
de ello mi hermana Sara.
El camino, 1950
Ilustración de Pablo Auladell
Acrílico y grafito sobre papel
29,7 x 42 cm
GUERRAS, SIEMPRE GUERRAS
Doctor. —¿Quieres decir que antes de aprender a hablar,
el Bisa ya te contaba esas historias?
Pacífico Pérez. —Qué hacer, oiga, desde que nací. Y no paró
hasta que la Corina, mi hermana, se puso los pantalones.
Dr. —Y ¿con qué objeto contaba esas cosas a un niño recién
nacido?
P. P. —En realidad, doctor, tanto el Bisa, como el Abue y el
Padre lo que querían era que yo fuese un buen soldado
así que llegara mi guerra.
Dr. —Pero ¿es que a la fuerza tenías tú que hacer otra guerra?
P. P. —Por lo visto, sí señor, eso decían, que yo me recuerdo
al Abue: todos tenemos una guerra como todos tenemos
una mujer, ¿se da cuenta? O sea, para que usted se entere,
cada vez que pasábamos por Telégrafos, donde el Isauro,
el Bisa la misma copla: ¡Qué, Isauro! ¿No llegó la guerra
de éste? Que el Isauro, a ver, aún no hay noticias, señor
Vendiano; ya le avisaré.
Dr. —¡Qué cosas!
Las guerras de nuestros antepasados, 1975
Ilustración de Javier Olivares
Gouache sobre papel
29,7 x 42 cm
eso que llaman...
Daniel, el Mochuelo, al escuchar la voz grave y dulce de la
niña, notó que algo muy íntimo se le desgarraba dentro del
pecho. La niña hacía pendulear la cacharra de la leche sin
cesar de mirarle. Sus trenzas brillaban al sol.
—Adiós, Uca-uca —dijo el Mochuelo. Y su voz tenía unos
trémulos inusitados.
—Mochuelo, ¿te acordarás de mí?
Daniel apoyó los codos en el alféizar y se sujetó la cabeza
con las manos. Le daba mucha vergüenza decir aquello,
pero era ésta su última oportunidad.
—Uca-uca… —dijo, al fin. —No dejes a la Guindilla que te
quite las pecas, ¿me oyes? ¡No quiero que te las quite!
El camino, 1950
Ilustración de Noemí Villamuza
Lápiz sobre papel
29,7 x 42 cm
saberes populares
El tío Rufo, el Centenario, sabía mucho de todas las cosas.
Hablaba siempre por refranes y conocía al dedillo el santo
de cada día. [...]
El Nini, sentado junto a él en el poyo de la puerta, no reparaba
en sus movimientos nerviosos. A veces ni siquiera decía sí o
no, pero al Centenario le estimulaban sus ojos expectantes [...].
Generalmente, el viejo se arrancaba por el Santoral, el tiempo
o el campo, o los tres en uno:
—En llegando San Andrés, invierno es — decía.
O si no:
—Por San Clemente, alza la tierra y tapa la simiente.
O si no:
—Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana
Una vez roto el silencio, el Centenario tenía cuerda para rato.
De este modo aprendió el Nini a relacionar el tiempo con
el calendario, el campo con el Santoral y a predecir los días
de sol, la llegada de las golondrinas y las heladas tardías. Así
aprendió el niño a acechar a los erizos y a los lagartos, y a
distinguir un rabilargo de un azulejo, y una zurita de una
torcaz.
Las ratas, 1962
Ilustración de Antonio Santos
Acrílico sobre tabla
29,7 x 42 cm
todavía quedan clases
—Tía —dijo: —¿por qué esas mujeres tan mayores van al colegio?
—¿De qué mujeres hablas, Florita?
—De las señoritas de ahí enfrente, tía.
—¡Ah!, las señoritas de ahí enfrente. Te traen a ti muy
preocupada, por lo que veo, las señoritas de ahí enfrente.
Verás, en realidad, se trata de un colegio especial —carraspeó—:
un colegio para señoritas descarriadas.
—¿Yo soy descarriada, tía?
—¡Jesús, qué disparate!
A las mejillas blancas, empolvadas, de la tía Cruz asomaba
esta tarde un matiz sonrosado:
—Pues, ¿qué es descarriada, tía?
—Mira, Florita —dulcificó la voz con el propósito de quitar
importancia al tema—: Hay señoritas que de niñas estuvieron
abandonadas, y como no fueron educadas de pequeñas, hay
que educarlas de mayores. Por eso van al colegio.
¿Has comprendido?
Madera de héroe, 1987
Ilustración de Claudia Ranucci
Collage, cera y acrílico sobre papel
29,7 x 42 cm
unos contra otros
–Cuéntanos cosas de la guerra, papá.
–¿Ves? –dijo Papá–, éstos son otra cosa. ¿Y qué quieres que
te diga de la guerra? Fue una causa santa. –Miró profunda,
inquisitivamente a Mamá y agregó–: ¿O no?
–Tú sabrás –respondió Mamá–. Esas cosas suelen ser lo que
nosotros queramos que sean.
–La guerra– dijo Quico, y destapó el tubo de dentífrico:
Éste era un cañón. ¡Boooom!
Los ojos de Juan se habían hecho redondos:
–¿Tú ibas con los buenos? –apuntó.
–Naturalmente. ¿Es que yo soy malo acaso?
Juan sonrió, como relamiéndose. Dijo:
–Yo quiero ir a la guerra.
–Tú no sabes –dijo Quico.
Papá sonrió:
–Eso es bien fácil –añadió–. En la guerra sólo existen
dos preocupaciones: matar y que no te maten.
El príncipe destronado, 1973
Ilustración de Elena Odriozola
Acrílico y lápiz sobre papel
29,7 x 42 cm
días de caza
A las siete de la mañana del domingo, mi padre ya estaba en
danza, nos despertaba a los acompañantes y nos íbamos todos
juntos a por el perro y el Cafetín, un viejo Chevrolet, del color
de la canela, altaricón y aristado [...].
Mi padre era un perfecto cazador deportivo. Un cazador a
salto, de perro y morral, que sabía disfrutar de la naturaleza
como nadie. Aún le recuerdo armando la escopeta en el calvero
donde estacionábamos el coche, en pleno monte, junto a un
pozo y un abrevadero de ovejas; a la derecha, una corpulenta
encina centenaria.
—¿Qué? ¿Quién se viene conmigo? [...]
Mis hermanos y yo descubríamos con frecuencia a la codorniz
antes de arrancarse, asustada a la sombra de una morena,
semicubierta por una hierbecita insignificante, y el Boby,
que yo creo que también la veía, alzaba sumisamente la mirada
hasta mi padre como solicitando su venia.
Mi vida al aire libre, 1989
Ilustración de Violeta Lópiz
Lápiz graso y acrílico sobre acetato
29,7 x 42 cm
UN MUNDO POR DESCUBRIR
—Me voy a escapar de esta casa.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Dónde, Juan?
—Donde no me peguen.
—¿Cuándo, Juan?
—Esta noche.
—¿Te vas a escapar esta noche de casa, Juan?
—Sí.
—¿Con otra mamá?
—Claro.
Quico se quedó sin habla. Añadió Juan [...]:
—Haré cuerdas con las sábanas y las ataré y me marcharé
por el balcón.
—¿Cómo los Reyes, Juan?
—Como los Reyes.
Quico pestañeó varias veces y, al cabo, dijo abriendo una
amplia sonrisa:
—Yo quiero que los Reyes me traigan un tanque. ¿Tú, Juan?
—¡Bah! —dijo Juan.
El príncipe destronado, 1973
Ilustración de Óscar Villán
Témpera sobre papel
29,7 x 42 cm
continuará...
Por los hipos y gemiqueos se diría que Germán, el Tiñoso,
era hijo de cada una de las mujeres del pueblo. Mas a Daniel,
el Mochuelo, le consoló, en cierta manera, este síntoma de
solidaridad. Mientras amortajaban a su amigo, el Moñigo y
el Mochuelo fueron a la fragua.
—El Tiñoso se ha muerto, padre –dijo el Moñigo.
Y Paco, el herrero, hubo de sentarse a pesar de lo grande y
fuerte que era, porque la impresión lo anonadaba. Dijo, luego,
como si luchase contra algo que le enervara:
—Los hombres se hacen; las montañas están hechas ya.
El camino, 1950
Ilustración de Pablo Amargo
Digital. Impresión sobre papel
29,7 x 42 cm
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