Navidad en las montañas Ignacio Manuel Altamirano U

Anuncio
UNavidad en las
n montañas
aIgnacio Manuel
c
r
u
z
a
Altamirano
(1834-1893)
0
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
n
a
LA NAVIDAD EN LAS MONTAÑAS
Ignacio Manuel Altamirano
ÍNDICE
DEDICATORIA .............................................................................................. 2
CAPÍTULO I ................................................................................................. 4
II. NAVIDAD ................................................................................................ 5
III. LAS POSADAS ....................................................................................... 8
IV. SOY CAPITÁN ........................................................................................ 9
V. EL SEÑOR CURA ................................................................................... 14
VI. EL CARÁCTER RELIGIOSO .................................................................... 21
VII. EL PUEBLO DEL SEÑOR CURA ............................................................. 23
VIII. EL HERMANO CURA ........................................................................... 31
IX. LOS VILLANCICOS ................................................................................. 35
X. MISA DE GALLO .................................................................................. 45
XI. HERMOSA NAVIDAD ........................................................................... 49
1
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Dedicatoria de Ignacio Manuel Altamirano a Francisco Sosa,
antes de la quinta edición de Navidad en las Montañas.
Dedicatoria
A mi querido amigo, que hace justamente veinte años, en este
mes de diciembre, casi me secuestró, por espacio de tres días, a
fin de que escribiera esta novela, se la dediqué, cuando se
publicó por primera vez en México.
Recuerdo bien que deseando que saliese algo mío en El
Álbum de Navidad que se imprimía, merced a los esfuerzos de
usted en el folletín de La Iberia, que dirigía nuestro inolvidable
amigo Anselmo de la Portilla, me invitó para que escribiera un
cuadro de costumbres mexicanas; prometí hacerlo, y fuerte con
semejante promesa, se instaló usted en mi estudio, y
conociendo por tradición mi decantada pereza, no me dejó
descansar, alejó a las visitas que pudieran haberme
interrumpido; tomaba las hojas originales a medida que yo
las escribía, para enviarlas a la imprenta, y no me dejó respirar
hasta que la novela se concluyó.
Esto poco más o menos decía yo a usted en mi dedicatoria, que
no tengo a la mano, y que usted mismo no ha podido
conseguir, cuando se la he pedido últimamente para
reproducirla.
2
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
He tenido, pues, que escribirla de nuevo para la quinta
edición que va a hacerse en París y para la sexta que se
publicará en francés.
Reciba usted con afecto este pequeño libro, puesto que a
usted debo el haberlo escrito.
Ignacio M. Altamirano
París, diciembre 26 de 1890.
3
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Capítulo I
El sol se ocultaba ya; las nieblas ascendían del profundo seno
de los valles; deteníanse un momento entre los obscuros
bosques y las negras gargantas de la cordillera, como un
rebaño gigantesco; después avanzaban con rapidez hacia las
cumbres; se desprendían majestuosas de las agudas copas de
los abetos e iban por último a envolver la soberbia frente de las
rocas, titánicos guardianes de la montaña que habían desafiado
allí, durante millares de siglos, las tempestades del cielo y las
agitaciones de la tierra.
Los últimos rayos del sol poniente franjaban de oro y de
púrpura estos enormes turbantes formados por la niebla,
parecían incendiar las nubes agrupadas en el horizonte,
rielaban débiles en las aguas tranquilas del remoto lago,
temblaban al retirarse de las llanuras invadidas ya por la
sombra, y desaparecían después de iluminar con su última
caricia la obscura cresta de aquella oleada de pórfido.
Los postreros rumores del día anunciaban por dondequiera la
proximidad del silencio. A lo lejos, en los valles, en las faldas de
las colinas, a las orillas de los arroyos, veíanse reposando
quietas y silenciosas las vacadas; los ciervos cruzaban como
sombras entre los árboles, en busca de sus ocultas guaridas;
las aves habían entonado ya sus himnos de la tarde, y
descansaban en sus lechos de ramas; en las rozas se
encendía la alegre hoguera de pino, y el viento glacial del
invierno comenzaba a agitarse entre las hojas.
4
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
II. Navidad
La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de
diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría
nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los
pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha
nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia,
la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en
semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los
primeros días de la vida?
Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne,
en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en
presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi
vista absorbiendo mis sentidos, embargados poco ha por la
admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude
menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y
encerrándome en un religioso recogimiento, evoqué todas las
dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se
despertaron alegres como un enjambre de bulliciosas abejas y
me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno
de mi familia humilde y piadosa, ora al centro de populosas
ciudades, donde el amor, la amistad y el placer en delicioso
concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa
noche bendita.
Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres
habitantes celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos
banquetes la Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas
5
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
adornadas con sus Nacimientos y animadas por la alegría de
la familia: recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando
ver desde el pórtico el precioso Belén, curiosamente levantado
en el altar mayor: parecíame oír los armoniosos repiques que
resonaban en el campanario, medio derruido, convocando a
los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón
palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre,
excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para
dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía
la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para
conducirme al oficio. Después me parecía llegar, penetrar por
entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar
hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme admirando la
hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la
escarcha, el semblante risueño de los pastores, el lujo
deslumbrador de los Reyes magos, y la iluminación espléndida
del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sabroso aroma de las
ramas de pino, y del heno que se enredaba en ellas, que cubría
el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los
blandones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su
alba bordada, con su casulla de brocado, y seguido de los
acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices blanquísimas. Y
luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora entre los
devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a
ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso
recogido en los hermosos árboles de mis bosques nativos, y que
me traía con su perfume algo como el perfume de la infancia,
resonaban todavía en mis oídos los alegrísimos sones populares
6
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
con que los tañedores de arpas, de bandolinas y de flautas,
saludaban el nacimiento del Salvador. El Gloria in excelsis,
ese cántico que la religión cristiana poéticamente supone
entonado por ángeles y por niños, acompañado por alegres
repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los
muchachos de coro, parecía transportarme con una ilusión
encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de
mis hermanitos que reían, y de mi padre, cuyo semblante
severo y triste parecía iluminado por la piedad religiosa.
7
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
III. Las posadas
Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto
absoluto de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y
penosa, me trasladaba a México, al lugar depositario de mis
impresiones de joven.
Aquél era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre
extraños; pero extraños que eran mis amigos, la bella joven por
quien sentí la vez primera palpitar mi corazón enamorado, la
familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la
ausencia de la mía.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción
mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares
tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en
fin,
con
su
gente
cantadora
y entusiasmada, que
hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; con su
Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales
resplandecientes;
con
sus
dulcerías
francesas,
que
muestran en los aparadores iluminados con gas un
mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los
suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de
luz y de armonía. Era una fiesta que aun me causaba vértigo.
8
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
IV. Soy capitán
Pero volviendo de aquel encantado mundo de los recuerdos a
la realidad que me rodeaba por todas partes, un sentimiento de
tristeza se apoderó de mí.
¡Ay! había repasado en mi mente aquellos hermosos cuadros
de la infancia y de la juventud; pero ésta se alejaba de mí a
pasos rápidos, y el tiempo que pasó al darme su poético adiós
hacía más amarga mi situación actual.
¿En dónde estaba yo? ¿Qué era entonces? ¿A dónde iba? Y
un suspiro de angustia respondía a cada una de estas
preguntas que me hacía, soltando las riendas a mi caballo, que
continuaba su camino lentamente.
Me hallaba perdido entonces en medio de aquel océano de
montañas solitarias y salvajes; era yo un proscrito, una víctima
de las pasiones políticas, e iba tal vez en pos de la muerte, que
los partidarios en la guerra civil tan fácilmente decretan contra
sus enemigos.
Ese día cruzaba un sendero estrecho y escabroso, flanqueado
por enormes abismos y por bosques colosales, cuya sombra
interceptaba ya la débil luz crepuscular. Se me había dicho que
terminaría mi jornada en un pueblecillo de montañeses
hospitalarios y pobres, que vivían del producto de la
agricultura, y que disfrutaban de un bienestar relativo,
9
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
merced a su alejamiento de los grandes centros populosos, y
a la bondad de sus costumbres patriarcales.
Ya se me figuraba hallarme cerca del lugar tan deseado,
después de un día de marcha fatigosa: el sendero iba
haciéndose más practicable, y parecía descender suavemente al
fondo de una de las gargantas de la sierra, que presentaba el
aspecto de un valle risueño, a juzgar por los sitios que
comenzaba a distinguir, por los riachuelos que atravesaba, por
las cabañas de pastores y de vaqueros que se levantaban a
cada paso al costado del camino, y en fin, por ese aspecto
singular que todo viajero sabe apreciar aun al través de las
sombras de la noche.
Algo me anunciaba que pronto estaría dulcemente abrigado
bajo el techo de una choza hospitalaria, calentando mis
miembros ateridos por el aire de la montaña, al amor de una
lumbre bienhechora, y agasajado por aquella gente ruda, pero
sencilla y buena, a cuya virtud debía yo desde hacía tiempo
inolvidables servicios.
Mi criado, soldado viejo, y por lo tanto acostumbrado a las
largas marchas y al fastidio de las soledades, había procurado
distraerse durante el día, ora cazando al paso, ora cantando, y
no pocas veces hablando a solas, como si hubiese evocado los
fantasmas de sus camaradas del regimiento.
Entonces se había adelantado a alguna distancia para explorar
el terreno, y sobre todo, para abandonarme con toda libertad a
mis tristes reflexiones.
10
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Repentinamente lo vi volver a galope, como portador de una
noticia extraordinaria.
—¿Qué hay, González? —le pregunté.
—Nada, mi capitán, sino que habiendo visto a unas personas
que iban a caballo delante de nosotros, me avancé a
reconocerlas y a tomar informes, y me encontré con que eran
el cura del pueblo adonde vamos, y su mozo, que vienen
de una confesión y van al pueblo a celebrar la Nochebuena.
Cuando les dije que mi capitán venía a retaguardia, el señor
cura me mandó que viniera a ofrecerle de su parte el
alojamiento, y allí hizo alto para esperarnos.
—¿Y le diste las gracias?
—Es claro, mi capitán, y aun le dije que bien necesitábamos de
todos sus auxilios, porque venimos cansados y no hemos
encontrado en todo el día un triste rancho donde comer y
descansar.
—¿Y qué tal?, ¿parece buen sujeto el cura?
—Es español, mi capitán, y creo que es todo un hombre.
—¡Español —me dije yo;— eso sí me alarma; yo no he conocido
clérigos españoles más que carlistas. En fin, con no promover
disputas políticas, me evitaré cualquier disgusto y pasaré una
noche agradable. Vamos, González, a reunimos al cura.
Diciendo esto, puse mi caballo a galope, y un minuto después
llegamos adonde nos aguardaban el eclesiástico y su mozo.
11
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Adelantóse el primero con exquisita finura, y quitándose su
sombrero de paja me saludó cortésmente.
—Señor capitán —me dijo— en todo tiempo tengo el mayor
placer en ofrecer mi humilde hospitalidad a los peregrinos que
una rara casualidad suele traer a estas montañas; pero en esta
noche, es doble mi regocijo, porque es una noche sagrada
para los corazones cristianos, y en la cual el deber ha de
cumplirse con entusiasmo: es la Nochebuena, señor.
Di las gracias al buen sacerdote por su afectuosidad, y acepté
desde luego oferta tan lisonjera.
—Tengo una casa cural muy modesta—añadió—como que es la
casa de un cura de aldea, y de aldea pobrísima. Mis feligreses
viven con el producto de un trabajo improbo y no siempre
fecundo. Son labradores y ganaderos, y a veces su cosecha y sus
ganados apenas les sirven para sustentarse. Así es que
mantener a su pastor es una carga demasiado pesada para ellos;
y aunque yo procuro aligerarla lo más que me es posible, no
alcanzan a darme todo lo que quisieran, aunque por mi parte
tengo todo lo que necesito y aun me sobra. Sin embargo, me es
preciso anticipar a Vd. esto, señor capitán, para que disimule
mi escasez, que, con todo, no será tanta que no pueda yo
ofrecer a Vd. una buena lumbre, una blanda cama y una cena
hoy muy apetitosa gracias a la fiesta.
—Yo soy soldado, señor cura, y encontraré demasiado bueno
cuanto Vd. me ofrezca, acostumbrado como estoy a la
intemperie y a las privaciones. Ya sabe Vd. lo que es esta dura
profesión de las armas y por eso omito un discurso que ya
12
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
antes hizo Don Quijote en un estilo que me sería imposible
imitar.
Sonrió el cura al escuchar aquella alusión al libro inmortal
que siempre será caro a los españoles y a sus descendientes, y
así en buen amor y compañía continuamos nuestro camino,
platicando sabrosamente.
Cuando nuestra conversación se había hecho más confidencial,
díjele que tendría gusto en saber, si no había inconveniente en
decírmelo, cómo había venido a México, y por qué él, español y
que parecía educado esmeradamente, se había resignado a vivir
en medio de aquellas soledades, trabajando con tal rudeza y no
teniendo por premio sino una situación que rayaba en miseria.
Contestóme que con mucho placer satisfaría mi curiosidad,
pues no había nada en su vida que debiera ocultarse; y que
por el contrario, justamente para deshacer en mi ánimo la
prevención desfavorable que pudiera haberme producido el
saber que era español, pues conocía bastantemente nuestras
preocupaciones a ese respecto, se alegraba de poder referirme
en los primeros instantes de nuestro conocimiento algo de su
vida, mientras llegábamos al pueblecillo, que ya estaba
próximo.
13
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
V. El señor cura
—Vine al país de Vd., —me dijo—, muy joven y destinado al
comercio, como muchos de mis compatriotas. Tenía yo un tío
en México bastante acomodado, el cual me colocó en una
tienda de ropas; pero notando algunos meses después de mi
llegada que aquella ocupación me repugnaba sobre manera, y
que me consagraba con más gusto a la lectura, sacrificando a
esta inclinación aun las horas de reposo, preguntóme un día si
no me sentía yo con más vocación para los estudios. Le
respondí, que en efecto la carrera de las letras me agradaba
más; que desde pequeño soñaba yo con ser sacerdote, y que si
no hubiese tenido la desgracia de quedar huérfano de padre y
madre en España, habría quizás logrado los medios de alcanzar
allá la realización de mis deseos. Debo decir a Vd. que soy
oriundo de la provincia de Álava, una de las tres vascongadas,
y mis padres fueron honradísimos labradores, que murieron
teniendo yo muy pocos años, razón por la cual una tía a cuyo
cargo quedé se apresuró a enviarme a México, donde sabía que
mi susodicho tío había reunido, merced a su trabajo, una
regular fortuna. Este generoso tío escuchó con sensatez mi
manifestación, y se apresuró a colocarme con arreglo a mis
inclinaciones. Entré en un colegio, donde, a sus expensas, hice
mis primeros estudios con algún provecho. Después, teniendo
una alta idea de la vida monacal, que hasta allí sólo conocía
por los elogios interesados que de ella se hacían y por la
14
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
poética descripción que veía en los libros religiosos, que eran
mis predilectos, me puse a pensar seriamente en la elección
que iba a hacer de la Orden regular en que debía consagrarme
a las tareas apostólicas, sueño acariciado de mi juventud; y
después de un detenido examen me decidí a entrar en la
religión de los Carmelitas descalzos. Comuniqué mi proyecto a
mi tío, quien lo aprobó y me ayudó a dar los pasos necesarios
para arreglar mi aceptación en la citada Orden. A los pocos
meses era yo fraile; y previo el noviciado de rigor, profesé y
recibí las órdenes sacerdotales, tomando el nombre de fray José
de San Gregorio, nombre que hice estimar, señor capitán, de
mis prelados y de mis hermanos todos, durante los años que
permanecí en mi Orden, que fueron pocos.
Residí en varios conventos, y con gran placer recuerdo los
hermosos días de soledad que pasé en el pintoresco Desierto
de Tenancingo, en donde sólo me inquietaba la amarga pena
de ver que perdía en el ocio una vida inútil, el vigor juvenil que
siempre había deseado consagrar a los trabajos de la
propaganda evangélica.
Conocí entonces, como Vd. supondrá, lo que verdaderamente
valían las órdenes religiosas en México; comprendí, con
dolor, que habían acabado ya los bellos tiempos en que el
convento era el plantel de heroicos misioneros que a riesgo de
su vida se lanzaban a regiones remotas a llevar con la palabra
cristiana la luz de la civilización, y en que el fraile era... el
apóstol laborioso que iba a la misión lejana a ceñirse la corona
de las victorias evangélicas, reduciendo al cristianismo a los
15
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
pueblos salvajes, o la del martirio, en cumplimiento de los
preceptos de Jesús.
Varias veces rogué a mis superiores que me permitieran
consagrarme a esta santa empresa, y en tantas obtuve
contestaciones negativas y aun extrañamientos, porque se
suponían opuestos a la regla de obediencia mis entusiastas
propósitos. Cansado de inútiles súplicas, y aconsejado por
piadosos amigos, acudí a Roma pidiendo mi exclaustración, y
al cabo de algún tiempo el Papa me la concedió en un Breve,
que tendré el placer de enseñar a Vd.
Por fin iba a realizar la constante idea de mí juventud;
por fin iba a ser misionero y mártir de la civilización
cristiana. Pero ¡ay! el Breve pontificio llegó en un tiempo en que
atacado de una enfermedad que me impedía hacer largos viajes,
sólo me dejaba la esperanza de diferir mi empresa para cuando
hubiese conseguido la salud.
Esto hace tres años. Los médicos opinaron que en este tiempo
podía yo sin peligro inmediato consagrarme a las misiones
lejanas, y entretanto, me aconsejaron que dedicándome a
trabajos menos fatigosos, como los de la cura de almas en un
pueblo pequeño y en un clima frío, procurase conjurar el riesgo
de una muerte próxima.
Por eso mi nuevo prelado secular me envió a esta aldea, donde
he procurado trabajar cuanto me ha sido posible, consolándome
de no realizar aún mis proyectos, con la idea de que en estas
montañas también soy misionero, pues sus habitantes vivían,
antes de que yo viniese, en un estado muy semejante a la
16
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
idolatría y a la barbarie. Yo soy aquí cura y maestro de escuela,
y médico y consejero municipal. Dedicadas estas pobres gentes
a la agricultura y a la ganadería, sólo conocían los principios
que una rutina ignorante les había trasmitido, y que no era
bastante para sacarlos de la indigencia en que necesariamente
debían vivir, porque el terreno por su clima es ingrato, y por su
situación lejos de los grandes mercados no les produce lo que
era de desear. Yo les he dado nuevas ideas, que se han
puesto en práctica con gran provecho, y el pueblo va saliendo
poco a poco de su antigua postración. Las costumbres, ya de
suyo inocentes, se han mejorado; hemos fundado escuelas, que
no había, para niños y para adultos; se ha introducido el cultivo
de algunas artes mecánicas, y puedo asegurar a Vd., que sin
la guerra que ha asolado toda la comarca, y que aun la
amenaza por algún tiempo, si el cielo no se apiada de nosotros,
mi humilde pueblecito llegará a disfrutar de un bienestar que
antes se creía imposible.
En cuanto a mí, señor, vivo feliz, cuanto puede serlo un
hombre, en medio de gentes que me aman como a un hermano;
me creo muy recompensado de mis pobres trabajos con su
cariño, y tengo la conciencia de no serles gravoso, porque vivo
de mi trabajo, no como cura, sino como cultivador y
artesano; tengo poquísimas necesidades y Dios provee a ellas
con lo que me producen mis afanes. Sin embargo, sería
ingrato si no reconociese el favor que me hacen mis
feligreses en auxiliar mi pobreza con donativos de semillas
y de otros efectos que, sin embargo, procuro que ni sean
frecuentes ni costosos, para no causarles con ellos un gravamen
17
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
que justamente he querido evitar, suprimiendo las obvenciones
parroquiales, usadas generalmente.
—¿De manera, señor cura,—le pregunté,—que Vd. no recibe
dinero por bautizos, casamientos, misas y entierros?
—No, señor, no recibo nada, como va Vd. a saberlo de boca de
los mismos habitantes. Yo tengo mis ideas, que ciertamente
no son las generales; pero que practico religiosamente... Si
conozco que un sacerdote que se consagra a la cura de almas
debe vivir de algo, considero también que puede vivir sin
exigir nada, y contentándose con esperar que la
generosidad de los fieles venga en auxilio de sus necesidades.
Así creo que lo quiso Jesucristo, y así vivió él; ¿por qué, pues,
sus apóstoles no habían de contentarse con imitar a su
Maestro, dándose por muy felices de poder decir que son tan
ricos como él?
Y no pude contenerme al oír esto; y deteniendo mi caballo,
quitándome el sombrero, y no ocultando mi emoción que
llegaba hasta las lágrimas, alargué una mano al buen cura, y le
dije:
—Venga esa mano, señor, Vd. no es un fraile, sino un apóstol
de Jesús... Me ha ensanchado Vd. el corazón; me ha hecho Vd.
llorar... Señor, le diré a Vd. francamente y con mi rudeza
militar y republicana, yo he detestado desde mi juventud a los
frailes y a los clérigos; les he hecho la guerra; la estoy haciendo
todavía en favor de la Reforma, porque he creído que eran una
peste; pero si todos ellos fuesen como Vd., señor, ¿quién sería el
18
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
insensato que se atreviese, no digo a esgrimir su espada
contra ellos, pero ni aun a dejar de adorarlos?
¡Oh, señor! yo soy lo que el clero llama un hereje, un impío,
un “sansculote”; pero yo aquí digo a Vd., en presencia de Dios,
que respeto las verdaderas virtudes cristianas... Así, venero la
religión de Jesucristo, como Vd. la practica, es decir, como él la
enseñó, y no como la practican en todas partes. ¡Bendita
Navidad ésta que me reservaba la mayor dicha de mi vida, y es
el haber encontrado a un discípulo del sublime Misionero, cuya
venida al mundo se celebra hoy! Y yo venía triste,
recordando las Navidades pasadas en mi infancia y en mi
juventud, y sintiéndome desgraciado por verme en estas
montañas solo con mis recuerdos! ¿Qué valen aquellas
fiestas de mi niñez, sólo gratas por la alegría tradicional y
por la presencia de la familia? ¿Qué valen los profanos
regocijos de la gran ciudad, que no dejan en el espíritu sino una
pasajera impresión de placer? ¿Qué vale todo eso en
comparación de la inmensa dicha de encontrar la virtud
cristiana, la buena, la santa, la modesta, la práctica, la fecunda
en beneficios? Señor cura, permítame Vd. apearme y darle un
abrazo y protestarle que amo el cristianismo cuando lo
encuentro tan puro como en los primeros y hermosos días del
Evangelio.
El cura se bajó también de su pobre caballejo, y me abrazó,
llorando y sorprendido de mi arranque de sincera franqueza.
No podía hablar por su emoción, y apenas pudo murmurar, al
estrecharme contra su pecho:
19
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Pero, señor capitán... yo no merezco... yo creo que cumplo...
esto es muy natural; yo no soy nada... ¡qué he de ser yo!
¡Jesucristo!, ¡Dios!, ¡el pueblo!
20
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
VI. El carácter religioso
Después de este abrazo volvimos a montar a caballo, y
continuamos nuestro camino en silencio, porque la emoción nos
embargaba la voz.
La obscuridad se había hecho más densa; pero yo veía en el
cura, cuyo semblante aun no conocía, algo luminoso; tan cierto
es que la simpatía y la admiración se complacen en revestir a la
persona simpática y admirada con los atractivos de la
Divinidad.
Iba yo repasando en mi memoria los hermosos tipos
ideales del buen sacerdote moderno,... a los cuales se parecía
mi compañero de camino, y no recordaba más que a dos con
los cuales tuviera una extraña semejanza. El uno era el virtuoso
“Vicario de Aldea”, de Enrique Zschokke, cuyo diario había
leído siempre con lágrimas, porque el ilustre escritor suizo ha
sabido depositar en él raudales de inmensa ternura y de
dulcísima resignación.
El otro era el “P. Gabriel”, de Eugenio Sue, que este fecundo
novelista ha sabido hacer popular en el mundo entero con su
famoso Judío Errante. En aquella época aun no había publicado
Victor Hugo sus Miserables, y por consiguiente no había yo
admirado la hermosa personificación de Monseñor Myriel, que
tantas lágrimas de cariño ha hecho derramar después. Verdad
es que conocía la historia de varios célebres misioneros cuyas
virtudes honraban al cristianismo; pero siempre encontraba en
21
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
su carácter un lunar que me hacía perder en parte mi entusiasta
veneración hacia ellos. Sólo había podido, pues, admirar en
toda su plenitud a los personajes ideales que he mencionado.
Así es que el haber encontrado en medio de aquellas montañas
al hombre que realizaba el sueño de los poetas cristianos y al
verdadero imitador de Jesús, me parecía una agradabilísima
pero fugaz ilusión, hija de mi imaginación solitaria y
entristecida por los recuerdos. Y, sin embargo, no era así; el
sacerdote existía, me había hablado, caminaba junto a mí, y
pronto iba a confirmar con mis propias observaciones la idea
que acababa de darme de su carácter asombroso, en pocas
palabras dichas con una sencillez y una sinceridad tanto más
incuestionables, cuanto que ningún interés podía tener en
aparecer de tal modo a los ojos de un viajero pobre, militar
subalterno e insignificante…*
________________________________________________________
* El carácter cuyo bosquejo he diseñado en este artículo es
rigurosamente histórico.
22
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
VII. El pueblo del señor cura
De repente, y al desembocar de un pequeño cañón que
formaban dos colinas, el pueblecillo se apareció a nuestra vista,
como una faja de rojas estrellas en medio de la obscuridad, y
el viento de invierno pareció suavizarse para traernos en sus
alas el vago aroma de los huertos, el rumor de las gentes y el
simpático ladrido de los perros, ladrido que siempre escucha el
caminante durante la noche con intensa alegría.
—Ahí tiene Vd. mi pueblo, señor capitán, —me dijo el cura.
—Me parece muy pintoresco, —le contesté— a juzgar por la
posición de las luces, y por el aire balsámico que nos llega y que
revela que allí hay pequeños jardines.
—Sí, señor; los hay muy bonitos. Como el clima es muy
frío y el terreno bastante ingrato, los habitantes se limitaban,
antes de que yo llegara aquí, a cultivar algunos pobres árboles
que no les servían más que para darles sombra: unas
cuantas y tristes flores nacían enfermizas en los cercados, y en
vano se hubiera buscado en las casas la más común hortaliza
para una ensalada o para un puchero. Los alimentos se
reducían a tortillas de maíz, frijol, carne y queso; lo bastante
para no morirse de hambre, y aun para vivir con salud; pero
no para hacer más agradable la vida con algunas comodidades
tan útiles como inocentes.
23
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Yo les insinué algunas mejoras en el cultivo; hice traer
semillas y plantas propias para el clima, y como los vecinos
son laboriosísimos, ellos hicieron lo demás. Jamás un hombre
fue mejor comprendido que lo fui yo; y era de verse, el primer
año, como hombres, mujeres, ancianos y niños, a porfía,
cambiaban el aspecto de sus casas, ensanchaban sus corrales,
plantaban árboles en sus huertos, y aprovechaban hasta los
más humildes rincones de tierra vegetal para sembrar allí las
más hermosas flores y las más raras hortalizas.
Un año después, el pueblecito, antes árido y triste, presentaba
un aspecto risueño. Hubiérase dicho que se tenía a la vista una
de esas alegres aldeas de la Saboya o de mis queridos Pirineos,
con sus cabañas de paja o con sus techos rojos de teja, sus
ventanas azules y sus paredes adornadas con cortinas de
trepadoras, sus patios llenos de árboles frutales, sus callecitas
sinuosas, pero aseadas, sus granjas, sus queseras y su gracioso
molino. Su iglesita pobre y linda, si bien está escasa de adornos
de piedra y de altivos pórticos, tiene, en cambio en su pequeño
atrio, esbeltos y coposos árboles; las más bellas parietarias
enguirnaldan su humilde campanario con sus flores azules y
blancas; su techo de paja presenta con su color obscuro,
salpicado por el musgo, una vista agradable; la cerca del
atrio es un rústico enverjado formado por los vecinos con
troncos de encina, en los que se ostentan familias enteras de
orquídeas, que hubieran regocijado al buen barón de Humboldt
y al modesto y sabio Bonpland; y el suelo ostenta una rica
alfombra de caléndulas silvestres, que fueron a buscarse entre
las más preciosas de la montaña. En fin, señor, la vegetación,
24
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
esa incomparable arquitectura de Dios, se ha encargado de
embellecer esa casa de oración, en la que el alma debe encontrar
por todas partes motivos de agradecimiento y de admiración
hacia el Creador.
De este modo, el trabajo lo ha cambiado todo en el pueblo; y sin
la guerra, que ha hecho sentir hasta estos desiertos su
devastadora influencia, ya mis pobres feligreses, menos escasos
de recursos, habrían mejorado completamente de situación; sus
cosechas les habrían producido más, sus ganados,
notablemente superiores a los demás del rumbo, habrían tenido
más valor en los mercados, y la recompensa habría hecho nacer
el estímulo en toda la comarca, todavía demasiado pobre.
Pero ¿qué quiere Vd.? Los trigos que comienzan a cultivarse en
nuestro pequeño valle necesitan un mercado próximo para
progresar, pues hasta ahora la cosecha que se ha levantado,
sólo ha servido para el alimento de los vecinos.
Yo estoy contento, sin embargo, con este progreso, y la primera
vez que comí un pan de trigo y maíz, como en mi tierra natal,
lloré de placer, no sólo porque eso me traía a la memoria los
tiernos recuerdos de la patria, sino porque comprendí que con
este pan, más sano que la tortilla, la condición física de estos
pueblos iba a mejorar también: ¿no opina Vd. lo mismo?
—Seguramente: yo creo, como todo el que tiene buen sentido,
que la buena y sana alimentación es ya un elemento de
progreso.
25
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Pues bien, —continuó el cura— yo, con el objeto de establecer
aquí esa importantísima mejora, he procurado que hubiese un
pequeño molino, suficiente, por lo pronto, para las
necesidades del pueblo. Uno de los vecinos más acomodados
tomó por su cuenta realizar mi idea. El molino se hizo, y mis
feligreses comen hoy pan de trigo y de maíz. De esta manera he
logrado abolir para siempre esa horrible tortura que se
imponían las pobres mujeres, moliendo el maíz en la piedra
que se llama metate; tortura que las fatiga durante la mayor
parte del día, robándoles muchas horas que podían
consagrar a otros trabajos, y ocasionándoles muchas veces
enfermedades dolorosas...
Al principio he encontrado resistencias, provenidas de la
costumbre inveterada, y aun del amor propio de las
mujeres, que no querían aparecer como perezosas, pues aquí,
como en todos los pueblos pobres de México, y particularmente
los indígenas, una de las grandes recomendaciones de una
doncella que va a casarse es la de que sepa moler, y ésta será
tanto mayor, cuanta mayor sea la cantidad de maíz que la
infeliz reduzca a tortillas. Así se dice: “Fulana es muy
mujercita, pues muele un almud o dos almudes, sin
levantarse”. Ya Vd. supondrá que las pobres jóvenes, por
obtener semejante elogio, se esfuerzan en tamaña tarea, que
llevan a cabo sin duda alguna, merced al vigor de su edad, pero
que no hay organización que resista a semejante trabajo, y sobre
todo, a la penosa posición en que se ejecuta. La cabeza, el
pulmón, el estómago, se resienten de esa inclinación constante
de la molendera, el cuerpo se deforma y hay otras mil
26
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
consecuencias que el menos perspicaz conoce. Así es que mi
molino ha sido el redentor de estas infelices vecinas, y ellas lo
bendicen cada día, al verse hoy libres de su antiguo sacrificio,
cuyos funestos resultados comprenden hasta ahora, al observar
el estado de su salud, y al aprovechar el tiempo en otros
trabajos.
Como el cultivo del trigo, se ha introducido el de otros cereales
no menos útiles y con igual prontitud. He traído también
pacholes de algunas leguminosas que he encontrado en la
montaña, y con las cuales la benéfica naturaleza nos había
favorecido, sin que estos habitantes hubiesen pensado en
aprovecharlas.
En cuanto a árboles frutales, ya los verá Vd. mañana. Tenemos
manzanas, perales, cerezos, albaricoqueros, castaños, nogales y
almendros, y eso en casi todas las casas: algunos vecinos han
plantado pequeños viñedos, y yo estoy ensayando ahora una
plantación de moreras y de madroños, para saber si podrá
establecerse el cultivo de los gusanos de seda. En fin, se ha
hecho lo posible; y no contento yo con realizar mis propias
ideas, pregunto a las personas sensatas, y escucho sus
opiniones con gusto y respeto. Vd. se servirá darme la suya
después de visitar mi pueblo.
—Con mucho gusto, señor, a pesar de mi ignorancia suma.
Mi buen sentido y mi experiencia por mis viajes son lo único
que puede permitirme hacer a Vd. algunas indicaciones. ¿Y en
cuanto a ganados?
27
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Estos montañeses los poseían en pequeña cantidad, y en su
mayor parte vacuno. Ahora se consagran con más empeño al
ganado menor. Se han traído algunos merinos; se han
propagado fácilmente, y ya existen rebaños bastante
numerosos, que se aumentan cada día en razón de que no se
consumen para el alimento diario.
—¿No gusta aquí esa carne?
—Poco: diré a Vd. francamente, soy yo quien no gusto de
comer carne; y como mis pobres feligreses se han
acostumbrado por simpatía a amoldarse a mis gustos, ellos
también van quitándose la costumbre, sin que por eso les diga
yo sobre ello una sola palabra. Por eso verá Vd. también en
el pueblo relativamente pocas aves de corral. Pongo yo poco
empeño en la propagación de esas desgraciadas víctimas del
apetito humano. En general, yo prefiero la agricultura, y sólo
cuido con esmero a los animales que ayudan al hombre en los
rudos y santos trabajos del campo. Así, los bueyes que hay
en el pueblo son quizás los más robustos y los mejores del
rumbo, porque son también los mejor cuidados. Los mulos y
los caballos son ligeros y robustos, como conviene a un
país montañoso; aunque a decir verdad, hay más de los
primeros que de los segundos, porque sirven aquéllos para
cargar las mieses que se conducen por nuestros escabrosos
caminos; pero éstos no son útiles más que para algunos
enfermos como yo, o para las mujeres, pues los habitantes
prefieren andar a pie, en lo cual hacen muy bien.
28
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Señor cura—le dije—, estoy muy contento de oír a Vd., y me
parece admirable la rapidez con que Vd. ha cambiado la faz de
estos pobres lugares.
—La religión, señor capitán, la religión me ha servido de
mucho para hacer todo esto. Sin mi carácter religioso quizás no
habría yo sido escuchado ni comprendido. Verdad es que yo no
he propuesto todas esas reformas en nombre de Dios, ni
fingiéndome inspirado por Él: mi dignidad se opone a esta
superchería; pero evidentemente mí carácter de sacerdote y de
cura, daba una autoridad a mis palabras, que los montañeses
no habrían encontrado en la boca de una persona de otra
clase.
Además, ellos han tenido ocasión todos los días de conocer
la sinceridad de mis consejos, y esto me ha servido muchísimo
para lograr mi principal objeto, que es el de formar su carácter
moral; porque yo no pierdo de vista que soy, ante todo, el
misionero evangélico. Sólo que yo comprendo así mi cristiana
misión: debo procurar el bien de mis semejantes por todos
los medios honrados; a ese fin debo invocar la religión de Jesús
como causa, para tener la civilización y la virtud como
resultado preciso. El Evangelio no sólo es la Buena Nueva bajo
el sentido de la conciencia religiosa y moral, sino también desde
el punto de vista del bienestar social. La bella y santa idea de la
Fraternidad humana en todas sus aplicaciones debe encontrar
en el misionero evangélico su más entusiasta propagandista; y
así es como este apóstol logrará llevar a los altares de un Dios
de paz a un pueblo dócil, regenerado por el trabajo y por la
virtud, al campo y al taller, a un pueblo inspirado por la idea
29
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
religiosa que le ha impuesto, como una ley santa, la ley del
trabajo y de la hermandad.
—Señor cura —volví a decir entusiasmado— ¡Vd. es un
demócrata verdadero!
El cura me miró sonriendo a la luz de la primera fogata que los
alegres vecinos habían encendido a la entrada del pueblo y que
atizaban a la sazón tres chicuelos.
—Demócrata o discípulo de Jesús, ¿no es acaso la misma
cosa?... me contestó.
—¡Oh! tiene Vd. razón, tiene Vd. razón; pero no es así como se
piensa allá en otras partes. ¡Dios mío!, ¡qué bendita Navidad
ésta que me ha hecho encontrar lo que me había parecido un
sueño de mi juventud entusiasta!
30
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
VIII. El hermano cura
Pero los chicos, luego que vieron al cura, vinieron a saludarlo
alegremente, y luego corrieron al centro del pueblecillo
gritando:
—¡El hermano cura! ¡El hermano cura!
—¡El hermano cura! —repetí yo con extrañeza—; ¡qué raro! ¿Es
así como llaman aquí a su párroco?
—No, señor, —me respondió el sacerdote—, antes le
llamaban aquí, como en todas partes, el señor cura; pero a mí
me desagrada esa fórmula, demasiado altisonante, y he rogado
a todos que me llamen el hermano cura: esto me da mayor
placer.
—Es Vd. completo. ¡Y yo que he venido llamando a Vd. el señor
cura!
—Pues bien: está Vd. perdonado, con tal de que siga
llamándome su amigo nada más.
Yo apreté la mano de aquel hombre honrado y humilde, y me
aparté un poco para dejar a la gente, que había acudido a su
encuentro, saludarlo a todo su sabor... Los ancianos le
abrazaban (pues se había bajado del caballo) con ternura
paternal, y él era quien los saludaba con veneración; los
hombres le hablaban como a un hermano, y los chicos como a
un maestro. En todos se notaba una afectuosa y sincera
familiaridad.
31
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Al llegar a su casita, que estaba, como es costumbre, junto a la
pequeña iglesia parroquial, y en lo que podía llamarse plaza, el
cura, enseñándome una bella casa grande, la más bella quizás
del pueblo, me dijo:
—¡Ahí tiene Vd. nuestra escuela!
Y como yo me mostrara un poco admirado de verla tan bonita y
aseada, revelando luego que era el edificio predilecto de los
vecinos, observé en éstos, al felicitarlos, un sentimiento de
justísimo orgullo. El más viejo de los que estaban cerca, me dijo:
—Señor, es él quien merece la enhorabuena; por él la tenemos, y
por él saben leer nuestros hijos. Cuando nosotros la
levantamos, aconsejados por él, y la concluimos, al verla tan
nueva y tan linda, le propusimos que se fuera a vivir en ella,
porque le debemos muchos beneficios, y que nos dejara el
curato para la escuela, pero se enfadó con nosotros y nos
preguntó si él valía acaso más que los niños del pueblo, y si
necesitaba ocupar tantas piezas él solo. Nos avergonzamos y
conocimos nuestro disparate. Es muy bueno el hermano cura,
¿no le parece a Vd.?
Yo fui a abrazar al cura en silencio y más conmovido que
nunca.
Entramos por fin en la casa del curato, que era pequeña y
modesta, pero muy aseada y embellecida con un jardincillo,
provista de una cuadra y de un corral. La gente se detuvo en la
puerta. Adentro aguardaban al cura el alcalde con algunos
ancianos y algunas mujeres de edad. El cura se quitó el
32
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
sombrero delante del alcalde, dando así un ejemplo del
constante respeto que debe tenerse a la autoridad, emanada del
pueblo; saludó cariñosamente a las viejas vecinas, y entró
conmigo y los hombres a su saloncito, que no era más grande
que un cuarto común. Pero antes de entrar, una de las viejas,
robusta y venerable vecina, que revelaba en su semblante
bondadoso una gran pena, detuvo al cura, y le preguntó en voz
baja:
—Hermano cura, ¿lo ha visto Vd. por fin? ¿Está más aliviado?,
¿vendrá esta noche?
—¡Ah! sí, Gertrudis, —respondió el cura—, se me olvidaba ... lo
vi, hablé con él, está triste, muy triste; pero vendrá, me lo ha
prometido.
—Pues voy a avisárselo a Carmen para que se alegre, —replicó
la anciana— ¡si viera Vd. como ha llorado, hermano cura,
temiendo que no viniera! ¡Pobre muchacha!
—Que no tenga cuidado, Gertrudis, que no tenga cuidado.
—Aquí hay algo de amor, amigo mío —me atreví a decir al
cura.
—Sí, —me dijo éste con aire tranquilo— ya lo sabrá Vd. esta
noche: es una pequeña novela de aldea, un idilio inocente como
una flor de la montaña; pero en el que se mezcla el sufrimiento
que está atormentando dos corazones. Vd. me ayudará a llevar
a buen término el desenlace de esa historia esta misma noche.
—¡Oh! con mucho gusto: nada podría halagar tanto mi corazón;
también yo he amado y he sufrido,—dije acordándome
33
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
súbitamente de lo que había olvidado durante tantas horas,
merced a los recuerdos de Navidad y a la conversación del
cura.—¡Yo también llevo en el alma un mundo de recuerdos y
de penas! ¡Yo también he amado!—repetí.
—Es natural... —dijo también suspirando el cura, e inclinando
con melancolía su frente pensadora, surcada por arrugas
precoces.
Aquello me puso silencioso, y así tomé asiento junto a un buen
fuego que ardía en la humilde chimenea del saloncito.
34
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
IX. Los villancicos
Hasta entonces pude examinar completamente la persona del
cura. Parecía tener como treinta y seis años; pero quizás sus
enfermedades, sus fatigas y sus penas eran causa de que en su
semblante, franco y notable por su belleza varonil, se advirtiese
un no sé qué de triste, que no alcanzaban a disipar ni la dulzura
de su sonrisa, ni la tranquilidad de su acento, hecho para
conmover y para convencer.
Quizás yo me engaño en esto, y mi preocupación haya sido la
que puso para mis ojos, en la frente y en la mirada del cura, esa
nube de melancolía de que acabo de hablar.
Es que yo no puedo figurarme jamás a un pensador, sin
suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí el talento elevado
siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se
oculten en los recónditos pliegues de un carácter sereno. La
energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los
obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres,
siempre queda herida de esa enfermedad incurable que se
llama la tristeza; enfermedad que no siempre conocemos,
porque no nos es dado contemplar a veces a los
grandes caracteres en sus momentos de soledad, cuando dejan
descubierta el alma en la sombra del misterio.
El cura era indudablemente uno de esos personajes raros en el
mundo, y por eso yo no lo creía feliz. Hubiera sido imposible
para mí, después de haberlo escuchado, considerarlo como una
35
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
de esas medianías que encuentran motivos de dicha en todas
partes.
Continuando mi examen, vi que era robusto, más bien por el
ejercicio que por la alimentación. Sus miembros eran
musculosos, y su cuerpo, en general, conservaba la ligereza de
la juventud. Sobre todo, lo que llamaba mi atención de una
manera particular, era su frente de un profeta, y que aun estaba
coronada por espesos cabellos de un rubio pálido; era la mirada
tranquila y dulce de sus ojos azules, que parecían estar
contemplando siempre el mundo de lo ideal; era su nariz,
ligeramente aguileña, y que revelaba una gran firmeza de
carácter. Todo este conjunto de facciones acentuadas y de un
aspecto extraordinario, estaba corregido por una frecuente
sonrisa, que apareciendo en unos labios bermejos y
ligeramente sombreados por la barba, y en unos dientes
blanquísimos, daba al semblante de aquel hombre un aire
profundamente simpático, pero netamente humano.
Su traje era modestísimo, casi pobre, y se limitaba a chaqueta,
chaleco y pantalón negros, de paño ordinario, sobre todo lo
cual vestía, quizás a causa de la estación, un sobretodo de paño
más grueso y del mismo color.
Cuando acabó de hablar con el alcalde, se levantó, y
haciéndome una seña me presentó a aquel honrado personaje,
a quien no solamente saludé, sino que, en cumplimiento de
mis deberes militares, me presenté oficialmente, habiéndome
excusado él con suma bondad de la fórmula de presentación en
36
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
la casa municipal esa noche, aunque ofrecí poner en sus manos
mi pasaporte al día siguiente.
Después, el cura me presentó a un sujeto que había estado
hablando con él, juntamente con el alcalde, y cuya inteligente
fisonomía me había llamado ya la atención.
—El señor, —me dijo el cura,—es el preceptor del pueblo, de
quien yo soy ayudante; pero todavía más, amigo íntimo,
hermano.
—Es mi maestro, —señor capitán, —se apresuró a añadir el
preceptor—. Yo le debo lo poco que sé; y le debo más, la vida.
—Chist.... —replicó el cura—; Vd. es bueno y exagera los
oficios de mi amistad. Pero Vd. está fatigado, capitán, y preciso
será tomar un refrigerio, sea que quiera Vd. dormir, o bien
acompañarnos en la cena de Navidad. Yo no lo acompañaré a
Vd., porque tengo que decir la “misa de gallo”; ya sabe Vd.,
costumbres viejas, y que no encuentro inconveniente en
conservar, puesto que no son dañosas. Aquí no hay desórdenes
a propósito de la gran fiesta cristiana y de la misa. Nos
alegramos como verdaderos cristianos.
Guióme entonces el cura a un pequeño comedor, en el que
también ardía un agradable fuego, y allí nos acompañó al
preceptor y a mí mientras que tomábamos una merienda
frugal, pues no quise privarme del placer de hacer los
honores a la tradicional cena de Navidad.
Después, dejándome reposar un rato, salió con el preceptor a
preparar en la iglesia todo lo necesario para el oficio.
37
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Cuando volvió, me invitó a dar una vuelta por la placita,
en que se había reunido alguna gente en derredor de los
tocadores de arpa, y al amor de las hermosas hogueras de pino
que se habían encendido de trecho en trecho.
La plazoleta presentaba un aspecto de animación y de alegría
que producían una impresión grata. Los arpistas tocaban
sonatas populares y los mancebos bailaban con las muchachas
del pueblo. Las vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y
castañas confitadas, atraían a los compradores con sus gritos
frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela
formaban
grandes corros para cantar villancicos,
acompañándose de panderetas y pitos, delante de los pastores
de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al
pueblo para pasar la fiesta.
Nos acercamos al más grande de estos corros, y a la luz de la
hoguera pude ver rostros y personajes verdaderamente
dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro
del “Nacimiento de Jesús”, de nuestro Cabrera, que decora la
sacristía de Tasco. En efecto, esas cabezas rudas, morenas y
enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y
sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas y esos brazos
nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo
que sirvió a nuestro famoso pintor para su “Adoración de
los Pastores”. Y junto a ellos, y haciendo contraste, las
muchachas del pueblo con su fisonomía dulce, sus mejillas
sonrosadas y su traje pintoresco; y los niños con su semblante
alegre, sus carrillos hinchados para tocar los pitos, o sus
38
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
bracitos agitados tocando los panderos; todo aquello me
pareció un sueño de Navidad.
El cura notó mi curiosidad y me dijo:
—Esos hombres son en efecto pastores de las
cercanías, y pastores verdaderos, como los que aparecen
en los idilios de Teócrito y en las Églogas de Virgilio y de
Garcilaso. Hacen una vida enteramente bucólica, y no vienen a
poblado sino en las grandes fiestas, como la presente. A pocas
leguas de aquí están apacentándose hoy sus numerosos
rebaños, en los terrenos que les arriendan los pueblos
cercanos. Estos rebaños se llaman ”haciendas flotantes”;
pertenecen a ricos propietarios de las ciudades, y muchas veces
a un rico pastor que en persona viene a cuidar su ganado. Estos
hombres son dependientes de esas haciendas y viven
comúnmente en las majadas que establecen en las gargantas
de la sierra. Hoy han venido en mayor número, porque,
como Vd. supondrá, la Nochebuena es su fiesta de familia.
Ellos traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y
sus tamboriles, y cantan con buena y robusta voz sus
villancicos en la iglesia, aquí en la plaza y en la cena que es
costumbre que dé el alcalde en su casa esta noche: justamente
van a cantar; óigalos Vd.
En efecto, los pastores se ponían de acuerdo con los muchachos
para cantar sus villancicos, y preludiaban en sus instrumentos.
Uno de los chicuelos cantaba un verso, y después los pastores
y los demás muchachos lo repetían acompañados de la
zampoña, de la guitarra montañesa y de los panderos.
39
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
He aquí los que recuerdo, y que son conocidísimos y se han
transmitido de padres a hijos durante cien generaciones:
Pastores, venid, venid,
Veréis lo que no habéis visto,
En el portal de Belén,
El nacimiento de Cristo.
Los pastores daban saltos
Y bailaban de contento,
Al par que los angelitos
Tocaban los instrumentos.
Los pastores y zagalas
Caminan hacia el portal,
Llevando llenos de frutas
El cesto y el delantal.
Los pastores de Belén
Todos juntos van por leña
Para calentar al Niño
Que nació la Nochebuena.
La Virgen iba a Belén;
Le dio el parto en el camino,
Y entre la mula y el buey
Nació el Cordero divino.
A las doce de una noche,
Que más feliz no se vio,
Nació en un Ave-María
40
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Sin romper el alba, el Sol.
Un pastor, comiendo sopas,
En el aire divisó
Un ángel que le decía:
Ya ha nacido el Redentor.
Todos le llevan al Niño;
Yo no tengo que llevarle;
Las alas del corazón
Que le sirvan de pañales.
Todos le llevan al Niño,
Yo también le llevaré
Una torta de manteca
Y un jarro de blanca miel.
Una pandereta suena,
Yo no sé por dónde va,
Camina para Belén
Hasta llegar al portal.
Al ruido que llevaba,
El Santo José salió;
No me despertéis al Niño,
Que ahora poco se durmió.
Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron
mucho:
Una gitana se acerca
Al pie de la Virgen pura,
Hincó la rodilla en tierra
41
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Y le dijo la ventura.
Madre del Amor hermoso,
Así le dice a María,
A Egipto irás con el Niño
Y José en tu compañía.
Saldrás a la media noche,
Ocultando al Sol divino;
Pasaréis muchos trabajos
Durante todo el camino.
Os irá bien con mi gente,
Os tratarán con cariño;
Los ídolos, cuando entréis,
Caerán al suelo rendidos.
Mirando al Niño divino
Le decía enternecida:
¡Cuánto tienes que pasar,
Lucerito de mi vida!
La cabeza de este Niño,
Tan hermosa y agraciada,
Luego la hemos de ver
Con espinas traspasada.
Las manitas de este Niño,
Tan blancas y torneadas,
Luego las hemos de ver
En una cruz enclavadas.
Los piececitos del Niño
42
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Tan chicos y sonrosados,
Luego los hemos de ver
Con un clavo taladrados.
Andarás de monte en monte
Haciendo mil maravillas,
En uno sudarás sangre,
En otro darás la vida.
La más cruel de tus penas
Te la predigo con llanto.
Será que en tus redimidos,
Señor, hallarás ingratos.
No parece sino que el poeta popular y desconocido que
compuso este villancico de la gitanilla, quiso, a propósito
del Niño Jesús, encerrar en una triste predicción la que ante
la cuna de todos los niños puede hacerse de los sufrimientos
que los esperan en la vida.
Y después de versos tan melancólicos,
concluyeron con éste que lo era más aún:
los
cantares
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va,
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más.
—Todos estos villancicos antiguos son de origen español —dijo
el cura—, y yo advierto que la tradición los conserva aquí
constantemente como en mi país. Respetables por su
43
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
antigüedad y por ser hijos de la ternura cristiana, tal vez de una
madre, poetisa desconocida del pueblo, tal vez de un niño, tal
vez de infelices ciegos, pero de seguro, de esos trovadores
obscuros que se pierden en el torbellino de los desgraciados,
yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi
infancia. Pero desearía de buena gana que los substituyeran con
otros más filosóficos, más adecuados a nuestras ideas religiosas
actuales, más propios para inspirar en las masas, en esta noche,
sentimientos no de una alegría o de una ternura inútiles, sino
de una caridad y una esperanza siempre fecundas en la
conciencia de los pueblos. Pero no hay quien se consagre a
esta hermosa poesía popular, tan sencilla como bella, y además
sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que
se pudiera generalizar y perpetuar.
44
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
X. Misa de Gallo
—Pero he ahí las once y media, —dijo el cura al oír el alegre
repique que anunciaba la “misa de gallo”—. Si Vd. gusta, nos
dirigiremos a la iglesia, que no tardará en llenarse de gente.
Así lo hicimos: el cura se separó de mí para ir a la sacristía a
ponerse sus vestidos sacerdotales. Yo penetré en la pequeña
nave por la puerta principal, y me acomodé en un rincón desde
donde pude examinarlo todo. El templo, en efecto, era pequeño
como me lo había anunciado el cura: era una verdadera capilla
rústica, pero me agradó sobremanera. El techo era de paja, pero
las delgadas vigas que lo sostenían, colocadas simétricamente,
y el tejido de blancos juncos que adhería a ellas la paja, estaba
hecho con tal maestría por los montañeses, que presentaba un
aspecto verdaderamente artístico. Las paredes eran blancas y
lisas, y en las laterales, además de dos puertas de entrada, había
una hilera de grandes ventanas, todo lo cual proporcionaba la
necesaria ventilación...
****
En la iglesia de aquel pueblecillo afortunado, y en presencia de
aquel cura virtuoso y esclarecido, comprendí de súbito que lo
que yo había creído difícil, largo y peligroso, no era sino fácil,
breve y seguro, siempre que un clero ilustrado... viniese en
ayuda del gobernante.
45
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
He ahí a un sacerdote que había realizado en tres años lo que la
autoridad civil sola no podrá realizar en medio siglo
pacíficamente. Allí veía yo una casa de oración...; allí el espíritu,
inspirado por la piedad, podía elevarse, sin distracciones...
hacia el Creador para darle gracias y para tributarle un
homenaje de adoración.
La pequeña iglesia no contenía más altares que el que estaba
en el fondo, y que se hallaba a la sazón adornado con un
Belén....
Las paredes, por todas partes, estaban lisas, y, entonces,
los vecinos las habían decorado profusamente con grandes
ramas de pino y de encina, con guirnaldas de flores y con
bellas cortinas de heno, salpicadas de escarcha.
Noté, además, que, contra el uso común de las iglesias
mexicanas, en ésta había bancos para los asistentes, bancos
que entonces se habían duplicado para que cupiese toda la
concurrencia, de modo que ninguno de los fieles se veía
obligado a sentarse en el suelo sobre el frío pavimento de
ladrillo. Un órgano pequeño estaba colocado a la puerta de
entrada de la nave, y pulsado por un vecino, iba a acompañar
los coros de niños y de mancebos que allí se hallaban ya,
esperando que comenzara el oficio.
El altar mayor era sencillo y bello. Un poco más elevado que el
pavimento, lo dividía de éste un barandal de cantería pintado
de blanco. Seguía el altar, en el que ardían cuatro hermosos
cirios sobre candeleros de madera, y en el fondo estaba el
“Nacimiento”, es decir, un portalito rústico, con las imágenes,
46
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
bastante bellas, de San José, de la Virgen y del Niño Jesús, con
sus indispensables mula y toro, y pequeños corderos; todo
rodeado de piedras llenas de musgo, de ramas de pino, de
encina, de parásitas muy vistosas, de heno y de escarcha, que
es, como se sabe, el adorno obligado de todo altar de
Nochebuena.
Tanto este altar, como la iglesia toda, estaban bien
iluminados con candelabros, repartidos de trecho en trecho, y
con dos lámparas rústicas, pendientes de la techumbre.
A las doce, y al sonoro repique a vuelo de las campanas, y a los
acentos melodiosos del órgano, el oficio se comenzó. El cura,
revestido con un alba muy bella y una casulla modesta, y
acompañado de dos acólitos vestidos de blanco, comenzó la
misa. El incienso, que era compuesto de gomas olorosísimas
que se recogían en los bosques de la tierra caliente, comenzó a
envolver con sus nubes el hermoso cuadro del altar; la voz del
sacerdote se elevó suave y dulce en medio del concurso, y el
órgano comenzó a acompañar las graves y melancólicas notas
del canto llano, con su acento sonoro y conmovedor.
Yo no había asistido a una misa desde mi juventud, y había
perdido con la costumbre de mi niñez la unción que inspiran
los sentimientos de la infancia, el ejemplo de piedad de los
padres y la fe sencilla de los primeros años.
Así es que había desdeñado después asistir a estas funciones,
profesando ya otras ideas y no hallando en mi alma la
disposición que me hacía amarlas en otro tiempo.
47
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Pero entonces, allí, en presencia de un cuadro que me
recordaba toda mi niñez, viendo en el altar a un sacerdote
digno y virtuoso, aspirando el perfume de una religión pura y
buena, juzgué digno aquel lugar de la Divinidad; el recuerdo de
la infancia volvió a mi memoria con su dulcísimo prestigio, y
con su cortejo de sentimientos inocentes; mi espíritu desplegó
sus alas en las regiones místicas de la oración, y oré, como
cuando era niño.
Parecía que me había rejuvenecido; y es que cuando uno
se figura que vuelven aquellos serenos días de la niñez, siente
algo que hace revivir las ilusiones perdidas, como sienten
nueva vida las flores marchitas al recibir de nuevo el rocío de la
mañana.
****
La misa, por lo demás, nada tuvo de particular para mí. Los
pastores cantaron nuevos villancicos, alternando con los coros
de niños que acompañaba el órgano.
El cura, una vez concluido el oficio, vino a hacer en lengua
vulgar, delante del concurso, la narración sencilla del
Evangelio sobre el nacimiento de Jesús. Supo acompañarla de
algunas reflexiones consoladoras y elocuentes, sirviéndole
siempre de tema la fraternidad humana y la caridad, y se alejó
del presbiterio, dejando conmovidos a sus oyentes.
El pueblo salió de la iglesia, y un gran número de personas se
dirigió a la casa del alcalde. Yo me dirigí también allá con el
cura.
48
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
XI. Hermosa Navidad
La casa del alcalde era amplia, hermosa e indicaba el
bienestar de su dueño. En el patio, rodeado de rústicos
corredores, y plantado de castaños y nogales, se habían
extendido numerosas esteras. Para los ancianos y enfermos
se había reservado el lugar que estaba al abrigo del frío, y
para los demás se había destinado la parte despejada del
patio, en el centro del cual ardía una hermosa hoguera. Allí
la
gente
robusta
de
la
montaña
podía
cenar
alegremente, teniendo por toldo el bellísimo cielo de invierno,
que ostentaba a la sazón, en su fondo obscuro y sereno, su
ejército infinito de estrellas.
La casa estaba coquetamente decorada con el adorno propio del
día. El heno colgaba de los árboles, entonces despojados de
hojas, se enredaba en las columnas de madera de los
corredores, formaba cortinas en las puertas, se tendía como
alfombra en el patio, y cubría casi enteramente las rústicas
mesas. Tal adorno es el favorito en estas fiestas del invierno en
todas partes. Parece que la poética imaginación popular lo
escoge de preferencia en semejantes días para representar con
él las últimas pompas de la vegetación. El heno representa la
vejez del año, como las rosas representan su juventud.
El alcalde, honrado y buen anciano, padre de una numerosa
familia, labrador acomodado del pueblo, presidía la cena, como
un patriarca de los antiguos tiempos. Junto a él nos sentábamos
nosotros, es decir, el cura, el maestro de escuela y yo.
49
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
La cena fue abundante y sana. Algunos pescados, algunos
pavos, la tradicional ensalada de frutas, a las que da color
el rojo betabel, algunos dulces, un “puding” hecho con
harina de trigo, de maíz y pasas, y todo acompañado con el
famoso y blanco pan del pueblo, he ahí lo que constituyó ese
banquete, tan variado en otras partes. Se repartió algún vino;
los pastores tomaron una copa de aguardiente a la salud del
alcalde y del cura, y a mí me obsequiaron con una botella de
Jerez seco, muy regular para aquellos rumbos.
Concluida que fue la cena, el maestro de escuela llamó por su
nombre a uno de los niños, sus alumnos, y le indicó que
recitara el romance de Navidad que había aprendido ese año.
El niño fue a tomar lugar en medio de la concurrencia,
y con gran despejo y buena declamación, recitó el romance....
Todos aplaudieron al niño; el cura me preguntó:
—¿Conoce Vd. ese romance, capitán?
—Francamente, no; pero me agrada por su fluidez, por su
corrección, y por sus imágenes risueñas y deliciosas.
—Es del famoso Lope de Vega, capitán. Yo desde hace tres años
he hecho que uno de los chicos de la escuela recite, después
del banquete de esta noche, una de estas buenas
composiciones poéticas españolas, en lugar de los malísimos
versos que había costumbre de recitar y que se tomaban de los
cuadernitos que imprimen en México y que vienen a vender
por aquí los mercaderes ambulantes... De este modo, los niños
van enriqueciendo su memoria con buenas piezas, que se
50
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
hacen después populares, y se ejercitan en la declamación,
dirigidos por mi amigo y su maestro, que es muy hábil en ella.
—Señor —respondió el maestro de escuela, dirigiéndose a
mí—, ya he dicho a Vd. que todo lo que sé, lo debo al hermano
cura; y ahora añadiré, porque es para mí muy grato recordarlo
esta noche, que hoy hace justamente tres años... Permítame Vd.,
hermano, que yo lo refiera; se lo ruego a Vd. —añadió,
contestando al cura que le pedía se callase—: hoy hace tres años
que iba yo a ser víctima del fanatismo. Era yo un infeliz
preceptor de un pueblo cercano, que habiendo recibido una
educación imperfecta, me dediqué sin embargo, por necesidad,
a la enseñanza primaria, recibiendo en cambio una mezquina
retribución de doce pesos. Servía yo, además, de notario al
cura y de secretario al alcalde, y trabajaba mucho. Pero en las
horas de descanso procuraba yo ilustrar mi pobre espíritu
con útiles lecturas que me proporcionaba encargando
libros o adquiriéndolos de los viajeros que solían pasar, y que,
mirando mi afición, me regalaban algunos que traían por
casualidad. De este modo pasé catorce años; y como es natural,
a fuerza de perseverancia, llegué a reunir algunos
conocimientos, que por imperfectos que fuesen me hicieron
superior a los vecinos del lugar, que me escuchaban siempre
con atención y a veces con simpatía y participando de mis
opiniones. Entonces acertó a llegar de cura a este pueblo un
clérigo... que desaprobó mi método de enseñanza; me ordenó
suspender las clases... y acabó por querer también asesorar a la
autoridad municipal en todos sus asuntos,... y tanto, que
51
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
con motivo de las nuevas leyes dadas por el gobierno liberal,
predicó la desobediencia y aun se puso de acuerdo con las
partidas de rebeldes que por ese rumbo aparecieron luchando
contra la ”Constitución”. Yo entonces creí conveniente advertir
a la autoridad el peligro que había en escuchar las sugestiones
del cura, y me manifesté opuesto a sujetarme a sus órdenes en
cuanto a la enseñanza de mis niños... Hablé sobre ello a los
vecinos, pero el cura había trabajado con habilidad en la
conciencia de esos infelices, y haciendo mérito de varias
opiniones mías ... me presentó como un hereje, como un
maldito de Dios y como un hombre abominable. Yo nada pude
hacer para contrarrestar aquella hostilidad; las autoridades no
me sostenían... y me resigné a los peligros que me traía mi
independencia de carácter. No aguardé mucho tiempo. Al
llegar la Nochebuena de hace tres años, el pueblo, embriagado
y excitado... se dirigió a mi casa, me sacó de ella y me llevó a
una barranca cercana a esta población para matarme. ¡Figúrese
Vd. la aflicción de mi mujer y de mis hijos! Pero el más
grandecito de ellos, iluminado por una idea feliz, corrió a este
pueblo, donde hacía poco había llegado el hermano cura
aquí presente y que me había dado muestras de amistad las
diversas veces que había ido a ver mi escuela. Mi hijo le avisó
del peligro que yo corría, y no se necesitó más; vino a
salvarme. En manos de aquellos furiosos caminaba yo
maniatado, y ya había llegado a la barranca con el corazón
presa de una angustia espantosa por mi familia; ya aquellos
hombres, ebrios y engañados se precipitaban a darme la muerte
por hereje y maldito, cuando se detuvieron llenos de un terror y
52
1.
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
de un respeto sólo comparables a su ferocidad. Iba a amanecer,
y la indecisa luz de la madrugada alumbraba aquel cuadro de
muerte, cuando de súbito se apareció en lo alto de una pequeña
colina cercana un sacerdote, vestido de negro, que hacía señas y
que se acercaba al grupo apresuradamente. Seguíanle este
mismo señor alcalde, que entonces lo era también, y un gran
grupo de vecinos. El hermano cura llegó, se encaró con mis
verdugos y les preguntó por qué iban a matarme.
—Por hereje, señor cura, le respondieron: este hombre no cree
en Dios, ni es cristiano, ni va a misa, ni respeta a nuestros
santos, y es enemigo del “padrecito” de nuestro pueblo...
Ya supondrá Vd., capitán, lo que el hermano cura les diría. Su
voz indignada, pero tranquila, resonaba en aquel momento
como una voz del cielo. Les echó en cara su crimen; los
humilló; los hizo temblar; los convenció, y los obligó a ponerse
de rodillas para pedir perdón por su delito. Yo creo que temían
que un rayo los redujera a cenizas. Se apresuraron a
desatarme; me entregaron libre al cura, quien me abrazó
llorando de emoción; vinieron a suplicarme que los perdonara
y en ese momento apareció mi infeliz mujer, jadeando de fatiga,
gritando y mostrando en sus brazos a mi hijo más pequeño,
implorando piedad para mí. Al verme libre; al ver a un cura, a
quien reconoció desde luego, lo comprendió todo: corrió a mis
brazos, y no pudiendo más, perdió el sentido. Aquella gente
estaba atónita; el hermano cura que había recibido en sus
brazos a mi pequeña criatura, lloraba en silencio, y todo el
mundo se había arrodillado. En ese momento salió el sol, y
parecía que Dios fijaba en nosotros su mirada inmensa.
53
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
¡Ah, señor capitán!, ¡cómo olvidar semejante noche!! La tengo
grabada en el alma de una manera constante; y si alguna
vez he creído ver la sublime imagen de Jesucristo sobre la
tierra, ha sido ésa, en que el hermano cura me salvó a mí de la
muerte, a toda una familia infeliz de la orfandad, y a aquellos
desgraciados fanáticos del infierno de los remordimientos.
—Y nosotros, —dijo el alcalde, llorando con una voz
conmovida pero resuelta, y dirigiéndose al concurso que
escuchaba enternecido—, nosotros allí mismo hemos jurado no
permitir jamás, aun a costa de nuestras vidas, que se mate a
nadie: no digo a un inocente, pero ni a un criminal, ni a un
salteador, ni a un asesino. El hermano cura nos convenció para
siempre de que los hombres no tenemos derecho de privar de
la vida a ninguno de nuestros semejantes; de manera que si
la ley manda ajusticiar a alguno de sus delitos, que ella lo haga,
pero fuera de nuestro pueblo: aquí hemos de procurar que
nunca se haga tal cosa, porque el pueblo se mancharía; y para
no vernos en esa vergüenza y en ese conflicto, lo que tenemos
que hacer es ser honrados siempre. —¡Siempre!, ¡siempre!
resonó por todas partes, pronunciado hasta por la voz de los
niños.
El cura me apretaba la mano fuertemente, y yo besé la suya,
que regué con unas lágrimas que hacía años no había podido
derramar.
Cuando hubo pasado aquel momento de profunda
emoción, el cura se apresuró a presentarme a dos personas
respetabilísimas, sentadas cerca de nosotros y que no habían
54
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
sido las que menos se conmovieran con el relato del maestro de
escuela. Estas dos personas eran un anciano vestido
pobremente de estatura pequeña, pero en cuyo semblante,
en que podían descubrirse todos los signos de la raza
indígena pura, había un no sé qué que inspiraba profundo
respeto. La mirada era humilde y serena; estaba casi ciego, y la
melancolía del indio parecía de tal manera característica a ese
rostro, que se hubiera dicho que jamás una sonrisa había
podido iluminarlo.
Los cabellos del anciano eran negros, largos y lustrosos, a pesar
de la edad; la frente elevada y pensativa; la nariz aguileña; la
barba poquísima y la boca severa. El tipo, en fin, era el del
habitante antiguo de aquellos lugares, no mezclado para nada
con la raza conquistadora. Llamábanle el tío Francisco. Era el
modelo de los esposos y de los padres de familia. Había
sido acomodado en su juventud; y aunque ciego después y
combatido por la más grande miseria, había opuesto a estas dos
calamidades tal resignación, tal fuerza de espíritu y tal
constancia en el trabajo, que se había hecho notable entre los
montañeses, quienes le señalaban como el modelo del varón
fuerte. La rectitud de su conciencia, y su instrucción no vulgar
entre aquellas gentes, así como su piedad acrisolada, le habían
hecho el consultor nato del pueblo, y a tal punto se llevaba el
respeto por sus decisiones, que se tenía por inapelable el fallo
que pronunciaba el tío Francisco en las cuestiones sometidas a
su arbitraje patriarcal. No pocas veces las autoridades acudían a
él en las graves dificultades que se les ofrecían; y su pobre
cabaña en la que se abrigaba su numerosa familia, sujeta
55
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
casi siempre a grandes privaciones, estaba enriquecida
por la virtud y santificada por el respeto popular. El
anciano indígena era el único, antes de la llegada del cura, que
dirimía las controversias sobre tierras, a quien se llevaban las
quejas de las familias, de consultas sobre matrimonios y sobre
asuntos “de conciencia”, y jamás un vecino tuvo que lamentarse
de su decisión, siempre basada en un riguroso principio de
justicia. Después de la llegada del cura, éste había hallado en el
tío Francisco su más eficaz auxiliar en las mejoras introducidas
en el pueblo, así como su más decidido y virtuoso amigo. En
cambio, el patriarca montañés profesaba al cura un cariño y
una admiración extraordinarios, gustaba mucho de oírle
hablar sobre religión, y se consolaba en las penas que le
ocasionaban su ceguera y su pobreza, escuchando las dulces y
santas palabras del joven sacerdote.
La otra persona era la mujer del tío Francisco, una virtuosísima
anciana, indígena también y tan resignada, tan llena de piedad
como su marido, a cuyas virtudes añadía las de un corazón tan
lleno de bondad, de una laboriosidad tan extremada, de una
ternura maternal tan ejemplar y de una caridad tan ardiente,
que hacían de aquella singular matrona una santa, un ángel.
El pueblo entero la reputaba como su joya más preciada, y
tiempo hacía que su nombre se pronunciaba en aquellos lugares
como el nombre de un genio benéfico. Se llamaba la tía Juana, y
tenía siete hijos.
El cura, que me daba todos estos informes, me decía:
56
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—No conocí a mi virtuosa madre; pero tengo la ilusión de que
debió parecerse a esta señora en el carácter, y de que si hubiera
vivido habría tenido la misma serena y santa vejez que me
hace ver en derredor de esa cabeza venerable una especie de
aureola. Note Vd. ¡qué dulzura de mirada, qué corazón tan
puro revela esa sonrisa! ¡qué alegría y resignación en medio de
la miseria y de las espantosas privaciones que parecen
perseguir a estos dos ancianos! Y esta pobre mujer, envejecida
más por los trabajos y las enfermedades que por la edad,
flaca y pálida ahora, fue una joven dotada de esa gracia
sencilla y humilde de las montañesas de este rumbo, y que
ellas conservan, como Vd. ha podido ver, cuando no la
destruyen los trabajos, las penas y las lágrimas.
Sin embargo, el cielo, que ha querido afligir a estos
desventurados y virtuosos viejos con tantas pruebas, les reserva
una esperanza. Su hijo mayor está estudiando en un colegio,
hace tiempo; y como el muchacho se halla dotado de una
energía de voluntad verdaderamente extraordinaria, a pesar de
los obstáculos de la miseria y del desamparo en que comenzó
sus estudios, pronto podrá ver el resultado de sus afanes y traer
al seno de su familia la ventura, tan largo tiempo esperada por
sus padres. Tan dulce confianza alegra los días de esa familia
infeliz, digna de mejor suerte.
Al acabar de decirme esto el cura, se acercó a él la misma
señora de edad que lo había llamado aparte e iba hablándole
cuando llegamos al pueblo. Iba seguida de una joven
hermosísima, la más hermosa tal vez de la aldea. La examiné
con tanta atención, cuanto que la suponía, como era cierto, la
57
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
heroína de la historia de amor que iba a desenlazarse esa noche,
según me anunció el cura.
Tenía como veinte años, y era alta, blanca, gallarda y esbelta
como un junco de sus montañas. Vestía una finísima camisa
adornada con encajes, según el estilo del país, enaguas de
seda de color obscuro; llevaba una pañoleta de seda
encarnada sobre el pecho, y se envolvía en un rebozo fino, de
seda también, con larguísimos flecos morados. Llevaba,
además, pendientes de oro; adornaba su cuello con una sarta de
corales y calzaba zapatos de seda muy bonitos. Revelaba, en
fin, a la joven labradora, hija de padres acomodados. Este
traje gracioso de la virgen montañesa la hizo más bella a mis
ojos, y me la representó por un instante como la Ruth del idilio
bíblico, o como la esposa del “Cantar de los Cantares”.
La joven bajaba a la sazón los ojos, e inclinaba el semblante
llena de rubor; pero cuando lo alzó para saludarnos, pude
admirar sus ojos negros, aterciopelados y que velaban largas
pestañas, así como sus mejillas color de rosa, su nariz fina y sus
labios rojos y frescos. ¡Era muy linda!
¿Qué penas podría tener aquella encantadora montañesa?
Pronto iba a saberlo, y a fe que estaba lleno de curiosidad.
La señora mayor se acercó al cura y le dijo:
—Hermano, Vd. nos había prometido que Pablo vendría... ¡y
no ha venido! —La señora concluyó esta frase con la más
grande aflicción.
58
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Sí: ¡no ha venido! —repitió la joven, y dos gruesas lágrimas
rodaron por sus mejillas.
Pero el cura se apresuró a responderles.
—Hijas mías, yo he hecho lo posible, y tenía su palabra; pero
¿acaso no está entre los muchachos?
—No, señor, no está, —replicó la joven;— ya lo he buscado con
los ojos y no lo veo.
—Pero, Carmen, hija, —añadió el alcalde—, no te
apesadumbres, si el hermano cura te responde, tu hablarás con
Pablo.
—Sí, tío; pero me había dicho que sería hoy, y lo deseaba yo,
porque Vd. recuerda que hoy hace tres años que se lo llevaron,
y como me cree culpable, deseaba yo en este día pedirle
perdón... ¡Harto ha padecido el pobrecito!
—Amigo mío, —dije yo al cura,— ¿podría Vd. decirme qué
pena aflige a esta hermosa niña y por qué desea ver a esa
persona? Vd. me había prometido contarme esto, y mi
curiosidad está impaciente.
—¡Oh! es muy fácil, —contestó el sacerdote—, y no creo que
ellas se incomoden. Se trata de una historia muy sencilla, y que
referiré a Vd. en dos palabras, porque la sé por esta muchacha y
por el mancebo en cuestión. Siéntense Vds., hijas mías, mientras
refiero estas cosas al señor capitán, —añadió el cura,
dirigiéndose a la señora y a Carmen, quienes tomaron un
asiento junto al alcalde.
59
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Pablo era un joven huérfano de este pueblo, y desde su niñez
había quedado a cargo de una tía muy anciana, que murió hace
cuatro años. El muchacho era trabajador, valiente, audaz y
simpático, y por eso lo querían los muchachos del pueblo; pero
él se enamoró perdidamente de esta niña Carmen, que es la
sobrina del señor alcalde, y una de las jóvenes más virtuosas de
toda la comarca.
Carmen no correspondió al afecto de Pablo, sea porque su
educación, extremadamente recatada, la hiciese muy tímida
todavía para los asuntos amorosos, sea, lo que yo creo más
probable, que la asustaba la ligereza de carácter del joven,
muy dado a galanteos, y que había ya tenido varias novias a
quienes había dejado por los más ligeros motivos.
Pero la esquivez de Carmen no hizo más que avivar el amor de
Pablo, ya bastante profundo, y que él ni podía ni trataba de
dominar.
Seguía a la muchacha por todas partes, aunque sin asediarla
con importunas manifestaciones. Recogía las más exquisitas y
bellas flores de la montaña, y venía a colocarlas todas las
mañanas en la puerta de la casa de Carmen, quien se
encontraba al levantarse con estos hermosos ramilletes,
adivinando por supuesto qué mano los había colocado allí. Pero
todo era en vano: Carmen permanecía esquiva y aun
aparentaba no comprender que ella era el objeto de la pasión
del joven. Éste, al cabo de algún tiempo de inútil afán, se
apesadumbró, y quizás para olvidar, tomó un mal camino, muy
mal camino.
60
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Abandonó el trabajo, contentóse con ganar lo suficiente para
alimentarse y se entregó a la bebida y al desorden. Desde
entonces aquel muchacho tan juicioso antes, tan laborioso, y
a quien no se le podía echar en cara más que ser algo ligero,
se convirtió en un perdido. Perezoso, afecto a la embriaguez,
irascible, camorrista y valiente como era, comenzó a turbar con
frecuencia la paz de este pueblo, tan tranquilo siempre, y no
pocas veces, con sus escándalos y pendencias, puso en alarma
a los habitantes y dio que hacer a sus autoridades. En fin, era
insufrible, y naturalmente se atrajo la malevolencia de los
vecinos, y con ella la frialdad, mayor todavía, de Carmen, que
si compadecía su suerte, no daba muestras ningunas de
interesarse por cambiarla, otorgándole su cariño.
Por aquellos días justamente llegué al pueblo, y como es
de suponerse, procuré conocer a los vecinos todos. El señor
alcalde presente, que lo era entonces también, me dio los más
verídicos informes, y desde luego me alegré mucho de no
encontrarme sino con buenas gentes, entre quienes, por sus
buenas costumbres, no tendría trabajo en realizar mis
pensamientos. Pero el alcalde, aunque con el mayor pesar, me
dijo que no tenía más que un mal informe que añadir a los
buenos que me había comunicado, y era sobre un muchacho
huérfano, antes trabajador y juicioso, pero entonces muy
perdido, y que además estaba causando al pueblo el grave mal
de arrastrar a otros muchachos de su edad por el camino del
vicio. Respondí al alcalde que ese pobre joven corría de mi
cuenta, y que procuraría traerlo a la razón.
61
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
En efecto, lo hice llamar, lo traté con amistad, le di excelentes
consejos; él se conmovió de verse tratado así; pero me contestó
que su mal no tenía remedio, y que había resuelto mejor
desterrarse para no seguir siendo el blanco de los odios del
pueblo; pero que era difícil para él cambiar de conducta.
La obstinación de Pablo, cuyo origen comprendía yo, me causó
pena, porque me reveló un carácter apasionado y enérgico, en
el que la contrariedad, lejos de estimularle, le causaba
desaliento, y en el que el desaliento producía la desesperación.
Fueron, pues, vanos mis esfuerzos.
Yo sabía muy bien lo que Pablo necesitaba para volver a ser lo
que había sido. La esperanza en su amor habría hecho lo que no
podía hacer la exhortación más elocuente; pero esta esperanza
no se le concedía, ni era fácil que se le concediese, pues cada
día que pasaba Carmen se mostraba más severa con él, a lo
que se agregaba que la señora madre de ella y el alcalde su tío
no cesaban de abominar la conducta del muchacho, y decían
frecuentemente que primero querían ver muerta a su hija y
sobrina, que saber que ella le profesaba el menor cariño.
Además, como los mancebos más acomodados del pueblo
deseaban casarse con Carmen, y sólo los contenía para
hacer sus propuestas el miedo que tenían a Pablo, cuyo
valor era conocido y cuya desesperación le hacía capaz de
cualquiera locura, se hacía urgente tomar una providencia para
desembarazarse de un sujeto tan pernicioso.
Pronto se presentó una oportunidad para realizar este deseo de
los deudos de Carmen. Había estallado la guerra civil, y el
62
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
gobierno había pedido a los distritos de este Estado un cierto
número de reclutas para formar nuevos batallones. Los
prefectos los pidieron a su vez a los pueblos, y como éste es
pequeño, su gente muy honrada y laboriosa, la autoridad sólo
exigió al alcalde que le mandase a los vagos y viciosos. Ya
conoce Vd. la costumbre de tener el servicio de las armas como
una pena, y de condenar a él a la gente perdida. Es una
desgracia.
—Y muy grande, —respondí—, semejante costumbre es
nociva, y yo deseo que concluya cuanto antes esta guerra,
para que el legislador escoja una manera de formar nuestro
ejército sobre bases más conformes con nuestra dignidad y con
nuestro sistema republicano.
—Pues bien, —continuó el cura—. Por aquellos días, la
antevíspera de la Nochebuena, se presentó aquí un oficial con
una partida de tropa, con el objeto de llevarse a sus reclutas. El
pueblo se conmovió, temiendo que fueran a diezmarse las
familias, los jóvenes se ocultaron y las mujeres lloraban. Pero el
alcalde tranquilizó a todos diciendo que el prefecto le daba
facultad para no entregar más que a los viciosos, y que no
habiendo en el lugar más que uno, que era Pablo, ése sería
condenado al servicio de las armas. E inmediatamente
mandó aprehenderlo y entregarlo al oficial.
Dióme tristeza la disposición del alcalde cuando la supe, pero
no era posible evitarla ya, y además la aprehensión de Pablo era
el pararrayos que salvaba a los demás jóvenes del pueblo.
63
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Algunas gentes compadecieron al pobre muchacho; pero
ninguno se atrevió a abogar por su libertad, y el oficial lo
recibió preso.
Parece que Pablo, en la noche del día 23, burlando la vigilancia
de sus custodios, y merced a su conocimiento del lugar y a su
agilidad montañesa, pudo escaparse de su prisión, que era la
casa municipal, donde la tropa se había acuartelado, y corrió a
la casa de Carmen: llamó a ésta y a la madre, que asustadas,
acudieron a la puerta a saber qué quería. Pablo dijo a la joven,
que así como había venido a hablarla, podía muy bien huir a
las montañas; pero que deseaba saber, ya en esos momentos
muy graves para él, si no podía abrigar esperanza ninguna de
ser correspondido, pues en este caso se resignaría a su suerte, e
iría a buscar la muerte en la guerra; y si sintiendo por él algún
cariño Carmen, se lo decía, se escaparía inmediatamente,
procuraría cambiar de conducta y se haría digno de ella.
Carmen reflexionó un momento, habló con la madre y
respondió, aunque con pesar, al joven, que no podía engañarlo;
que no debía tener ninguna esperanza de ser correspondido;
que sus parientes lo aborrecían, y que ella no había de querer
darles una pesadumbre reteniéndolo, particularmente cuando
no tenía confianza en sus promesas de reformarse, porque ya
era tarde para pensar en ello. Así es que sentía mucho su suerte,
pero que no estaba en su mano evitarla.
Oyendo esto, Pablo se quedó abatido, dijo adiós a Carmen, y se
alejó lentamente para volver a su prisión.
64
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—¡Ay! Así fue, —dijo Carmen sollozando—; yo tuve la culpa...
de todo lo que ha padecido...
—Pero, hija, —replicó la señora—; si entonces era tan malo...
—Al día siguiente, —continuó el cura— a las ocho de la
mañana, el oficial salió con su partida de tropa, batiendo
marcha y llevando entre filas y atado al pobre muchacho, que
inclinaba la frente entristecido, al ver que las gentes salían a
mirarlo.
—¡Adiós, Pablo! ... repetían las mujeres y los niños asomándose
a la puerta de sus cabañas; pero él no oyó la voz querida ni vio
el semblante de Carmen entre aquellos curiosos.
En la noche de ese día 24 se hizo la función de Nochebuena, y
se dispuso la cena en este mismo lugar; pero habiendo
comenzado muy alegre, se concluyó tristemente, porque al
llegar la hora de la alegría, del baile y del bullicio, todo el
mundo echó de menos al alegre muchacho, que aunque
vicioso, era el alma, por su humor ligero, de las fiestas del
pueblo.
—¡Ay! ¡pobrecito de Pablo! ¿En dónde estará a estas horas?
—preguntó alguien.
—¡En dónde ha de estar! —respondió otro— en la cárcel del
pueblo cercano; o bien desvelado por el frío, y bien amarrado,
en el monte donde hizo jornada la tropa.
No bien hubo oído Carmen estas palabras, cuando no pudo
más y rompió a llorar. Se había estado conteniendo con mucha
pena, y entonces no pudo dominarse. Esto causó mucha
65
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
sorpresa, porque era sabido que no quería a Pablo, de modo
que aquel llanto hizo pensar a todos, que aunque la muchacha
le mostraba aversión por sus desórdenes, en el fondo lo quería
algo.
El señor alcalde se enfadó, lo mismo que la señora, y se
retiraron, concluyéndose en seguida la cena de esa manera tan
triste.
Han pasado ya tres años. No volvimos a tener noticias de
Pablo, hasta hace cinco meses, en que volvió a aparecer en el
pueblo; se presentó al alcalde enseñando su pasaporte y su
licencia absoluta, y pidiendo permiso para vivir y trabajar en
un lugar de la montaña, a seis leguas de aquí. En dos años
se había operado un gran cambio en el carácter, y aun en
el físico de Pablo. Había servido de soldado, se había
distinguido entre sus compañeros por su valor, su honradez y
su instrucción militar, de modo que había llegado hasta ser
oficial en tan poco tiempo. Pero habiendo recibido muchas
heridas en sus campañas, heridas de las que todavía sufre,
pidió su licencia para retirarse a descansar de los trabajos de la
guerra, y sus jefes se la concedieron con muchas
recomendaciones.
Pablo no tardó más que algunas horas en el pueblo, cambió su
traje militar por el del labrador montañés, compró algunas
provisiones e instrumentos de labranza, y partió a su montaña
sin ver a nadie, ni a Carmen, ni a mí. Retirado a aquel lugar,
comenzó a llevar una vida de Robinson. Escogió la parte más
agreste de las montañas; construyó una choza, desmotó el
66
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
terreno, y haciendo algunas excursiones a las aldeas cercanas,
se proporcionó semillas y cuanto se necesitaba para sus
proyectos.
Sus viajes de soldado por el centro de la República le han sido
muy útiles. Ha aprovechado algunas ideas sobre la agricultura
y horticultura, y las ha puesto en práctica aquí con tal éxito,
que da gusto ver su “roza”, como él la llama humildemente.
No, no es una simple “roza” aquélla, sino una hermosa
plantación de mucho porvenir. Está muy naciente aún; pero ya
promete bastante. Sus árboles frutales son exquisitos, su
pequeña siembra de maíz, de trigo, de chícharo y de lenteja, le
ha producido de luego a luego una cosecha regular. Merced a
él, hemos podido gustar fresas, como las más sabrosas del
centro, pues las cultiva en abundancia, y no parece extraño a la
afición a las flores, pues él ha sembrado por todas partes
violetas, como las de México (y no inodoras como las de aquí),
pervincas, mosquetas, malvarrosas, además de todas las flores
aromáticas y raras de nuestra sierra. Ha plantado un pequeño
viñedo, y a él he encargado precisamente de cuidar mis
moreras nacientes y que están colocadas en otro lugar más a
propósito por su temperatura. En suma, es infatigable en sus
tareas, parece poseído por una especie de fiebre de trabajo. Se
diría que desea demostrar al pueblo que lo arrojó de su seno
por su conducta, que no merecía aquella ignominia, y que
en su mano estaba volver al buen camino, si la persona a
quien había hecho tal promesa hubiera dado crédito a sus
palabras.
67
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Los pastores de los numerosos rebaños que pastan en estas
cercanías, como he dicho a Vd., lo adoran, porque apenas se
ha sentido la presencia de una fiera en tal o cual lugar, por los
daños que hace, cuando Pablo se pone voluntariamente en su
persecución y no descansa hasta no traerla muerta a la majada
misma que sirve de centro al rebaño perjudicado. Y Pablo no
acepta jamás la gratificación que es costumbre dar a los otros
cazadores de fieras dañinas, sino que después de haber traído
muertos al tigre, al lobo o al leopardo, o de haber avisado a
los pastores en qué lugar queda tendido, se retira sin hablar
más. Esta singularidad de carácter, junta a su rara generosidad
y a su valor temerario, han acabado por granjearle el cariño de
todo el mundo; sólo que nadie puede expresárselo como
quisiera, porque Pablo huye de las gentes, pasa los días en una
taciturnidad sombría; y a pesar de que padece mucho todavía a
causa de sus heridas, a nadie acude para curarse limitándose a
pedir a los labradores montañeses o a los aldeanos que pasan,
algunas provisiones a cambio del producto de su plantación.
Cerca de ésta tiene su pequeña cabaña, rodeada de rocas que él
ha cubierto con musgo y flores: allí vive como un ermita o
como un salvaje, trabajando durante el día, leyendo algunos
libros en algunos ratos, de noche, y siempre combatido
por una tristeza tenaz.
Conmovido yo por semejante situación, he ido a verlo algunas
veces. Él me espera, me obsequia, me escucha, pero se resiste
siempre a venir al pueblo. Un día, en que supe que estaba
postrado y sufriendo a consecuencia de sus heridas y de la
entrada del invierno, quise llevar conmigo a la señora madre de
68
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Carmen para que esto le sirviese de consuelo; pero él apenas
nos divisó a lo lejos, huyó a lo más escabroso y escondido de
la sierra, y no pudimos hacer otra cosa que dejarle algunas
medicinas y provisiones, retirándonos llenos de sentimiento
por no haberle visto.
—Pero ese muchacho, —interrumpí—, va a acabar por
volverse loco, llevando semejante vida, parecida a la que hacía
Amadís; es preciso sacarlo de ella.
—Indudablemente —contestó el cura—, eso mismo he
pensado yo y he puesto los medios para que termine. Vd.
habrá comprendido cuál debía ser el único eficaz, porque a mí
no se me oculta que Pablo ha seguido amando a esta muchacha,
con más fuerza cada día; sólo que, altivo por carácter, y
resentido en lo profundo de su alma por lo que había pasado,
no puede ya pensar en el objeto de su cariño sin que la sombra
de sus recuerdos venga luego a renovar la herida y a
engendrarle esa desesperación que se ha convertido en una
peligrosa melancolía.
—Pero en fin... esta niña... —pregunté yo con una rudeza en
que había mucho de curiosidad. Carmen no respondió; se
cubría el rostro con las manos y sollozaba.
—¡Ah! entiendo, señor cura, —continué—; entiendo: y ya era
tiempo, porque la suerte de ese infeliz amante me iba afligiendo
de una manera...
—Como Vd. me concederá también, —repuso el cura—, yo no
podía hacer otra cosa, aun conociendo la verdadera pena de
69
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Pablo, que aguardar a mi vez, porque por nada de este mundo
hubiera querido hablar a Carmen de los sufrimientos del joven;
temía ser la causa de que esta sensible y buena muchacha se
resolviera a hacer un sacrificio “por compasión” hacia Pablo, o
bien que llegase a tenerle un poco de cariño originado
por la misma “compasión”. Vd., capitán, en su calidad de
hombre de mundo, estimará desde luego el valor que podría
tener un “amor de compasión”. Nada hay más frágil que esto, y
nada que acarreé más desgracias a los corazones que aman.
Yo deseaba saber si Carmen había amado a Pablo antes, y a
pesar de sus defectos, aunque lo hubiera ocultado aun a sí
misma por recato y por respeto a la opinión de sus parientes. Si
no hubiera sido así, yo deseaba al menos que hoy lo amara,
convencida de sus virtudes y estimando en lo que vale su noble
carácter un poco fiero, es verdad, pero digno y apasionado
siempre.
Mientras yo no supiera esto, me parecía peligrosa toda gestión
que hiciera para favorecer a mi protegido; y ni a éste dije jamás
una sola palabra de ello, como él tampoco me dejó conocer
nunca, ni en la menor expresión, el verdadero motivo de sus
padecimientos y de su soledad.
Hice bien en esperar: el amor, el verdadero amor, el que por
más obstáculos que encuentre llega por fin a estallar, vino
pronto en mi auxilio.
Un día, hace apenas tres, el señor alcalde vino a verme a mi
casa, me llamó aparte y me dijo:
70
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Hermano cura, necesitamos mi familia y yo de la bondad de
Vd., porque tenemos un asunto grave, y en el que se juega tal
vez la vida de una persona que queremos muchísimo.
—¿Pues qué hay, señor alcalde?—le pregunté asustado.
—Hay, hermano cura, que la pobre Carmen, mi sobrina, está
enamorada, muy enamorada, y ya no puede disimularlo ni
tener tranquilidad: está enferma, no tiene apetito, no duerme,
no quiere ni hablar.
—¿Es posible? —pregunté yo alarmadísimo, porque temí
una revelación enteramente contraria a mis esperanzas—.
¿Y de quién está enamorada Carmen, puede decirse?
—Sí, señor, puede decirse, y a eso vengo precisamente. Ha de
saber Vd., que cuando Pablo, ya sabe Vd., Pablo, el soldado, la
pretendía hace algunos años, mi hermana y yo, que no
queríamos al muchacho por desordenado y ocioso, procuramos
sin embargo averiguar si ella le tenía algún cariño, y nos
convencimos de que no le tenía ninguno, y de que le
repugnaba lo mismo que a nosotros. Por eso yo me resolví a
entregarlo a la tropa, pues de ese modo quitábamos del pueblo
a un sujeto nocivo y libraba yo a mi sobrina de un impertinente.
Pero Vd. se acordará de aquella misma Nochebuena en que, al
hablar de Pablo en mi casa, cuando estábamos cenando,
Carmen se echó a llorar. Pues bien: desde entonces su madre se
puso a observarla día a día; y aunque de pronto no le siguió
conociendo nada extraordinario, después se persuadió de que
su hija quería al mancebo. Y se persuadió, porque Carmen no
quiso nunca oír hablar de casamiento, ni dio oídos a las
71
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
propuestas que le hacían varios muchachos honrados y
acomodados del pueblo. Cuando se hablaba de Pablo,
Carmen se ponía descolorida, triste, y se retiraba a su
cuarto; y en fin, no hablaba de él jamás, pero parece que no lo
olvidó nunca.
Así ha pasado todo este tiempo; pero desde que volvió Pablo,
mi sobrina ha perdido enteramente la tranquilidad: el día en
que supo que estaba aquí, todos advertimos su turbación
aunque no sabíamos bien si era la alegría, o el susto, o la
sorpresa lo que la había puesto así. Después, cuando ha
sabido la clase de vida que hace Pablo en la montaña,
suspiraba, y a veces lloraba, hasta que por fin mi hermana se ha
resuelto ahora a preguntarle con franqueza lo que tiene y si
quiere a ese mancebo. Carmen le ha respondido que sí lo
quiere; que lo ha querido siempre, y que por eso se halla triste;
pero que cree que Pablo la ha de aborrecer ya, porque la ha de
considerar como la causa de todos sus padecimientos, y eso lo
indica el no querer venir al pueblo, ni verla para nada. Que ella
desearía hablarle, sólo para pedirle perdón, si lo ha ofendido, y
para quitarle del corazón esa espina, pues no estará contenta
mientras él tenga rencor. Esto es lo que pasa, hermano; y ahora
vengo a rogar a Vd. que vaya a ver a Pablo y lo obligue a venir,
con el pretexto de la cena de pasado mañana, para que Carmen
le hable, y se arregle alguna otra cosa, si es posible, y si el
muchacho todavía la quiere; porque yo tengo miedo de que
mi sobrina pierda la salud si no es así.
—Ya Vd. comprenderá, capitán, mi alegría: ni preparado por
mí hubiera salido mejor esto. Aproveché una salida del pueblo
72
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
para una confesión; corrí a la montaña; vi a Pablo; le insté por
que viniera, y me lo ofreció... extraño mucho que no haya
cumplido.
Al decir esto el cura, un pastor atravesó el patio y vino a
decir al cura y al alcalde que Pablo estaba descansando en la
puerta del patio, porque habiendo estado muy enfermo y
habiendo hecho el camino muy poco a poco, se había cansado
mucho.
Un grito de alegría resonó por todas partes: el alcalde y el cura
se levantaron para ir al encuentro del joven; la madre de
Carmen se mostró muy inquieta, y ésta se puso a temblar,
cubriéndose su rostro de una palidez mortal...
—Vamos, niña, —le dije—, tranquilícese Vd.; debe tener el
corazón como una roca ese muchacho si no se muere de amor
delante de Vd.
Carmen movió la cabeza con desconfianza, y en este instante el
alcalde y el cura entraron trayendo del brazo a un joven alto,
moreno, de barba y cabellos negros que realzaba entonces una
gran palidez, y en cuya mirada, llena de tristeza, podía
adivinarse la firmeza de un carácter altivo.
Era Pablo.
Venía vestido como los montañeses, y se apoyaba en un
bastón largo y nudoso.
—¡Viva Pablo! —gritaron los muchachos arrojando al aire sus
sombreros; las mujeres lloraban, los hombres vinieron a
73
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
saludarlo. El alcalde lo condujo a donde se hallaban su hermana
y sobrina, diciéndole:
—Ven por acá, picaruelo, aquí te necesitan: si tienes buen
corazón, nos has de perdonar a todos.
Pablo, al ver a Carmen, pareció vacilar de emoción, y se
aumentó su palidez; pero reponiéndose, dijo todo turbado:
—¡Perdonar, señor! ¿Y de qué he de perdonar? ¡Al contrario, yo
soy quien tiene que pedir perdón de tanto como he ofendido al
pueblo...!
Entonces se levantó Carmen, y trémula y sonrojada, se adelantó
hacia el joven, e inclinando los ojos, le dijo:
—Sí, Pablo, te pedimos perdón; yo te pido perdón por lo de
hace tres años... yo soy la causa de tus padecimientos... y por
eso, bien sabe Dios lo que he llorado. Te ruego que no me
guardes rencor.
La joven no pudo decir más, y tuvo que sentarse para ocultar su
emoción y sus lágrimas.
Pablo se quedó atónito. Evidentemente en su alma pasaba algo
extraordinario, porque se volvía de un lado y de otro para
cerciorarse de que no estaba soñando. Pero un instante
después, y oyendo que la madre de Carmen, con las manos
juntas en actitud suplicante, decía:
—¡Pablo, perdónala! —dejó escapar de sus ojos dos gruesas
lágrimas, e hizo un esfuerzo para hablar.
74
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
—Pero, señora —respondió—, pero, Carmen; ¿quién ha dicho a
Vds. que yo tenía rencor? ¿Y por qué había de tenerlo? Era yo
vicioso, señor alcalde, y por eso me entregó Vd. a la tropa. Bien
hecho: de esa manera me corregí y volví a ser hombre de bien.
Era yo un ocioso y un perdido, Carmen: tú eres una niña
virtuosa y buena, y por eso cuando te hablé de amor me dijiste
que no me querías. Muy bien hecho; ¿y qué obligación tenías tú
de quererme? Bastante hacías ya, con no avergonzarte de oír
mis palabras. Yo soy quien te pido perdón, por haber sido
atrevido contigo, y por haber estorbado quizás en aquel tiempo
que tú quisieras al que te dictaba tu corazón. Cuando yo
considero esto, me da mucha pena.
—¡Oh! no, eso no, Pablo,—se apresuró a replicar la joven—; eso
no debe afligirte, porque yo no quería a nadie entonces... ni he
querido después —añadió avergonzada— y si no, pregúntalo
en el pueblo... te lo juro, yo no he querido a nadie...
—Más que a Vd., amigo Pablo, —me atreví yo a decir con
resolución, e impaciente por acercar de una vez aquellos dos
corazones enamorados—. Vamos, —añadí—, aquí se necesita
un poco del carácter militar para arreglar este asunto. Vd. que
lo ha sido, ayúdeme por su lado. Lo sé todo; sé que Vd. adora
a esta niña, y da Vd. en ello prueba de que vale mucho. Ella lo
ama a Vd. también, y si no que lo digan esas lágrimas que
derrama, y esos padecimientos que ha tenido desde que Vd. se
fue a servir a la Patria. Sean Vds. felices ¡qué diantre! —ya era
tiempo, porque los dos se estaban muriendo por no querer
confesarlo—. Acérquese Vd., Pablo, a su amada, y dígale que es
Vd. el hombre más feliz de la tierra: aparte Vd. esas manos,
75
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
hermosa Carmen, y deje a este muchacho que lea en esos lindos
ojos todo el amor que Vd. le tiene; y que el juez y el señor cura
se den prisa por concluir este asunto.
Los dos amantes se estrecharon la mano sonriendo de
felicidad, y yo recibí una ovación por mi pequeña arenga, y
por mi manera franca de arreglar matrimonios. Los pastores
cantaron y tocaron alegrísimas sonatas en sus guitarras,
zampoñas y panderos; los muchachos quemaron petardos, y los
repiques a vuelo con que en ese día se anuncia el toque del
alba, invitando a los fieles a orar en las primeras horas del gran
día cristiano, vinieron a mezclarse oportunamente al bullicioso
concierto.
Al escuchar entonces el grave tañido de la campana, que
sonaba lento y acompasado, indicando la oración, todos los
ruidos cesaron; todos aquellos corazones en que rebosaban la
felicidad y la ternura se elevaron a Dios con un voto unánime
de gratitud, por los beneficios que se había dignado otorgar a
aquel pueblo tan inocente como humilde.
Todos oraban en silencio: el cura prefería esto por ser más
conforme con el espíritu de sinceridad que debe caracterizar el
verdadero culto, y dejaba que cada cual dirigiese al cielo la
plegaria que su fe y sus sentimientos le dictasen...
Así pues, todos, ancianos, mancebos, niños y mujeres oraban
con el mayor recogimiento. El cura parecía absorto, derramaba
lágrimas, y en su semblante honrado y dulce había
desaparecido toda sombra de melancolía, iluminándose con
una dicha inefable. El maestro de escuela había ido a
76
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
arrodillarse junto a su mujer e hijos, que lo abrazaban con
enternecimiento, recordando su peligro de hacía tres años; el
alcalde, como un patriarca bíblico, ponía las manos sobre la
cabeza de sus hijos, agrupados en su derredor; el tío Francisco y
la tía Juana también, en medio de sus hijos, murmuraban
llorando su oración; Gertrudis abrazaba a su hermosa hija,
quien inclinaba la frente como agobiada por la felicidad, y
Pablo sollozaba, quizás por la primera vez, teniendo aún
entre sus manos la blanca y delicada de su adorada Carmen,
que acababa de abrir para él las puertas del paraíso. Yo mismo
olvidaba todas mis penas y me sentía feliz, contemplando aquel
cuadro de sencilla virtud y de verdadera y de modesta dicha,
que en vano había buscado en medio de las ciudades
opulentas y en una sociedad agitada por terribles pasiones.
Cuando concluyó la oración del alba, la reunión se disolvió,
nos despedimos del digno alcalde y de los futuros esposos,
quienes se quedaron con él a concluir la velada, así como otros
muchos vecinos; y nos fuimos a descansar, andando
apresuradamente, porque a esa hora, como era regular en
aquellas alturas, durante el invierno, la nieve comenzaba a caer
con fuerza, y sus copos doblegaban ya las ramas de los árboles,
cubrían los techos pajizos de las cabañas y alfombraban el suelo
por todas partes.
Al día siguiente aun permanecí en el pueblo, que abandoné el
26, no sin estrechar contra mi corazón aquel virtuosísimo
cura a quien la fortuna me había hecho encontrar, y cuya
amistad fue para mí de gran valía desde entonces.
77
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
Nunca, y Vd. lo habrá conocido por mi narración, he podido
olvidar "aquella hermosa Navidad, pasada en las montañas."
Todo esto me fue referido la noche de Navidad de 1871 por un
personaje, hoy muy conocido en México, y que durante la
guerra de Reforma sirvió en las filas liberales: yo no he hecho
más que trasladar al papel sus palabras.
FIN
78
Material autorizado sólo para consulta con fines educativos, culturales y no lucrativos, con la obligación de citar
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx
invariablemente como fuente de la información
la expresión “Edición digital. Derechos Reservados. Biblioteca Digital
© Instituto Latinoamericano de la Comunicación Educativa ILCE”.
Descargar