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RECENSIONES
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R ECENSIONES
CLARA INÉS OLAYA: Frutas de América Tropical y Subtropical. Historia y Usos, Grupo
Editorial Norma, Bogotá, 1991, 180 pp.
Este libro en formato de 33 cm x 24 cm, lujosamente editado y profusamente ilustrado, es uno de los muchos que sobre temas americanos se editaron a comienzos de la
década de los años noventa con motivo de la conmemoración del quinto centenario del
descubrimiento de América, pero a diferencia de otros de similar formato y con características editoriales parecidas, es una obra para ser leída y disfrutada; adicionalmente el
lector se puede deleitar con las ilustraciones, todas pertinentes y bien seleccionadas.
La autora confiesa que concibió su libro en París, hacia 1973, cuando en medio de un
clima hostil añoraba el paisaje, el calor humano y los mercados de su tierra natal,
pletóricos de frutos, vestidos de múltiples colores y adornados con innumerables aromas
propias de la zona tropical. Entonces, al comparar su evocación de los mercados del
trópico con los aderezados comedores franceses, descubrió que los alimentos eran sujetos de conversación tan válidos y apasionantes como la política, los deportes o la literatura. Y es que realmente la historia de los alimentos es apasionante y la literatura sobre el
tema es tan copiosa como la relativa a otros tópicos de la cultura. Y en esto se basa la
calidad del libro que comentamos: la autora consultó buena parte de la bibliografía
disponible y logró una excelente recopilación de datos relativos a los principales frutos
comestibles originarios de la América Tropical. Esta información fue complementada
con la observación de diferentes mercados donde con una nueva perspectiva podía
percibir los colores, los aromas y las texturas propios de las frutas, su variedad de las
mismas y el complemento estético que les proporcionan los empaques.
La obra está organizada en catorce secciones dedicadas respectivamente a frutos
como el aguacate, las frutas de la pasión (curubas, badea, granadillas y gulupas), la
papaya, las anonas (chirimoyas, anones y guanábanas), la piña, las guayabas, el cacao,
las tunas y piyahayas, los frutos comestibles de las solanáceas (lulo, uchuvas y tomate de
árbol), las sapotáceas (zapote, níspero y mamey colorado), el marañón, el chontaduro,
otras frutas americanas menos populares (como el mamoncillo, el hobo, el zapote negro,
el madroño y la guama) a las cuales se unen unas pocas especies introducidas como la
naranja, el tamarindo, las uvas, el coco, el melón, el banano y el mango, que están
debidamente arraigadas en suelo americano y que corresponden a cultivos importantes
desde el punto de vista de la economía.
Este libro resulta interesante tanto para los entendidos como para los lectores desprevenidos. Quienes están familiarizados con el tema encuentran la mayoría de especies
que esperarían hallar bajo un título tan sugestivo como el de “Frutas de América”; los
lectores espontáneos encuentran información abundante, debidamente apoyada en una
copiosa bibliografía, en la que abundan las citas de los cronistas de las Indias, quienes no
encontraban palabras para definir frutos desconocidos y debían darles nombres compa-
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rativos con los ya conocidos en otras regiones. Gracias a los viajeros y naturalistas de los
siglos XVIII y XIX muchos frutos que hacían parte de la dieta habitual de los americanos
fueron conocidos y clasificados por los botánicos y se integraron a la vida habitual de
los europeos, incorporándose a la culinaria merced a sus propiedades, aromas, sabores y
colores y a las bellas artes y la literatura a través de imágenes y relatos que aumentaron
su popularidad. Los detalles de este tránsito cultural que permitió el paso de algunos
frutales de las selvas americanas a las mesas europeas, hasta convertirse en cultivos
industriales de amplia demanda, constituyen el tema central de este libro, ameno en su
lectura, enriquecido con algunas recetas y muy útil a quien quiera conocer este tema a
través de unas cuantas historias, algunas más que curiosas.
Santiago Díaz Piedrahita
JUAN ESTEBAN CONSTAIN CROCE: “Librorum”, Universidad Colegio Mayor de Nuestra
Señora del Rosario, Bogotá, 2003, 129 pp.
Cada vez encuentro más difícil sustraerme a la fascinación que ejerce sobre mí el
tema de los libros. Más aún cuando este es tratado por un experto en la materia como es
el caso del Doctor Juan Esteban Constain Croce. En su introducción a este pequeño
tesoro de escasas 129 páginas dice el autor:
“Un libro es muchas cosas a la vez: un objeto de culto, un compañero de viaje, la
puerta de acceso a universos generosos e intensos, puede ser también un castigo o un
martirio y en situaciones extremas, hasta un elemento de defensa o de ataque”.
De todas estas posibilidades, la más importante es, sin duda, aquella de introducir al lector en esos universos generosos e intensos, universos que sorprenden, embelesan y enriquecen a quien se acerca a ellos. El pequeño texto Librorum hace
exactamente eso.
Después de largo tiempo de investigación en la Biblioteca Antigua del Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario, reseñando y traduciendo los textos del griego y
del latín, el Doctor Constain escoge (no sin dificultad, según sus propias palabras, dada
la importancia de los libros) cuatro textos que van de 1512 a 1569.
Según reza el título, Libros políticos latinos, son ellos: la Historia romana del historiador latino Eutropio, los Epigramas de Valerio Marcial, y dos Manuales de inquisidores,
publicados en España durante los reinados de Carlos V y Felipe II.
Me voy a detener en estos dos últimos, solamente por tratarse de un universo tan
fascinante como complejo.
El primero de ellos, las Instituciones Catholicae de Jacobus Septimacensis, impreso
en 1522, del cual el autor extrae el capítulo 37 que hace referencia al tema de las hechiceras, las brujas o lamias devoradoras de la sangre de los niños. Aquí se muestra una vez
más un asunto que preocupó por igual durante siglos a sabios y teólogos y que no podía
dejar de ser un “best seller” en la España de la Contrarreforma. Cómo debe perseguirse y
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castigarse a estas mujeres, depositarias de la lascivia propia de su género, apóstatas,
herejes contumaces, cómplices del diablo. Cómo debe la inquisición juzgarlas en su
cámaras secretas, lejos de la mirada del brazo secular. La ortodoxia militante, defensora
del catolicismo, que caracterizó a la España de Carlos V y Felipe II y que llegó a las
playas de América, se muestra aquí en todo su esplendor. Tampoco puede pasarse por alto
que la existencia de estos manuales en la Biblioteca del Rosario trae necesariamente a la
memoria la existencia de este otro manual famoso y terrible, el Malleus Maleficarum
compuesto por dos frailes dominicos: Enrique Insitoris y Jacobus Sprenger y publicado
por primera vez en Lyon en 1486, del cual guarda un ejemplar en latín, en su Fondo
Antiguo, la Biblioteca Nacional.
Estos manuales, como los manuales de confesores, eran en realidad guías o directorios para el control y la persecución. En ambos casos se apoyan los autores en
escritores antiguos y textos de la Biblia para ratificar y justificar sus razones y sus
dogmas. En el caso de los manuales de inquisidores, su propósito era instruir y
proteger a la sociedad indefensa contra los peligros de la herejía o la lectura de libros
prohibidos, los cuales iban a ser luego reseñados detalladamente en los índices y
edictos promulgados por el tribunal. En este sentido, los manuales eran un complemento de los índices y edictos.
El segundo lleva el título de De Catholicis Institutionibus y su autor es Jacobus
Simancae. Fue también impreso en España en el año de 1569. Su autor, Santiago de
Simancas, es obispo de la ciudad de Rodrigo, según el Doctor Constain, figura muy
influyente en el siglo XVI.
Es una obra parecida a la anterior en su propósito de extirpar y perseguir todos
aquellos brotes de herejía que representaran una amenaza para la ortodoxia de la fe. Pero
este, a diferencia del primero, se centra en el asunto de los libros prohibidos.
Al obispo le gusta el fuego purificador y no escatima citas de la antigüedad clásica y
otras para justificarse. Cuenta cómo Platón ordenó quemar en asamblea pública, por
irreligiosos, los libros del filósofo Protágoras, maestro de retórica y gramática. Cómo
Constantino el Grande, emperador romano, se enfrentó a los libros impíos de Arrio, cuyas
doctrinas fueron asimismo condenadas con vehemencia en el Cocillo de Nicea en el año
325 D.C. Como Teodosio y Valentiniano, emperadores romanos, condenaron las doctrinas de Nestorio, Marciano, Eutiquio y Apolinar, este último uno de los grandes heresiarcas
de la alta Edad Media.
“Hay muchas razones (dice el Obispo Simancas) para poner en la lengua del fuego los
libros vanos y perversos (Pág. 127). Además (continúa), si hay que cuidar el habla de
discursos despiadados, mucho mayor control debe ejercerse sobre los libros, pues cuando las cosas se escriben son mucho más dañinas”: “El libro es perdurable y las palabras
fungibles” y “En el texto las cosas nocivas podrán ser leídas siempre”. “Los libros malos
(concluye) deben ser asumidos como fuente del mal”.
Hace enseguida la salvedad de que hay quienes, con autorización del Papa, pueden
leer libros heréticos para refutar doctrinas falaces. Estos habrán de ser teólogos avezados.
“Pero el fuego (dice el obispo) ha sido aliado primordial de la causa religiosa en su
enfrentamiento contra el mal” (Pág. 129). No descarta, sin embargo, otros castigos como
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el encierro o el destierro para todos aquellos sospechosos de leer o guardar estos libros,
pero concluye diciendo que “A quien se atreva a prohijar errores contra la santidad de la
Iglesia, podría imponérsele, si fuere necesario, la pena capital”. “El mundo católico
(dice), todo lo verá con el mejor talante” (Pág. 129).
¿Demostración de fanatismo extremo? Sin duda, pero es necesario situarse en el
contexto del momento. El libro se publica a solo tres años de concluido el Concilio de
Trento. El concilio que consideró, estudió y dictó las reformas internas y las pautas para
enfrentar el avance de las doctrinas de Lutero, las que, además, con el nuevo fenómeno
de la imprenta, se esparcían como pólvora de forma incontrolable.
Este de los libros es apenas un capítulo. Las Catholicis Institutionibus tratan también de otros temas delicados: los musulmanes, los judíos, los hechiceros, los apóstatas,
los funcionarios venales, etc. Es, resume el profesor Constain, “un tratado filosófico que
busca hacer consideraciones históricas y morales que justifiquen la gestión del Santo
Oficio”. (Pág. 114).
Cuando campeaba este espíritu religioso, escindido, atormentado y en exceso
beligerante que marcó el talente político de la España imperial de los Austrias,
América recién estaba descubierta, de tal manera que para bien o para mal su sello
se imprimió en nuestra cultura. Ninguna ventana mejor para palpar este hecho “en
vivo y en directo” que este par de manuales. Es todo un universo el que se abre allí
y que posibilita el estudiarlo, meditar sobre él y tratar de comprender. Qué nos
queda, si algo, de todo este imaginario en la larga duración. Qué hemos superado
(diríamos que muchísimo), pero por qué nuestra cultura con su intransigencia y
violencia se resiente todavía de algunos de estos ecos. Son todas estas preguntas
las que nos deja la lectura de este par de libros tan acertadamente escogidos por el
Doctor Constain.
Por último, unas breves palabras sobre el libro “como objeto de culto”, ya que
tampoco ha de desdeñarse esta dimensión. Los que amamos los libros sabemos que
no hay nada comparable a la emoción que produce el hallazgo de una primera edición, a la belleza de una cubierta de pergamino, de un papel de lino, de unas viñetas
cuajadas de adornos, de unas xilografías en las que la elegancia de las aristas agudas
y negras traen a la mente al artesano atareado sobre la plancha de madera. A unos ex
libris que nos revelan un poco la historia secreta de cada ejemplar. “Soy de Sor Inés
de la Concepción”, reza manuscrita la primera página de un pequeño tratado, La
religiosa instruida, de Fray Antonio Arbiol. Este libro es de Leonor de Jesús María
con licencia de nuestra madre, y si acaso se perdiere...”, inscrita en las guardas de un
devocionario a la Virgen de los Dolores, impreso en Madrid en el año de 1725 y
cuyas licencias están en la provincia de Oaxaca (México) en 1691. “Para Bernardo
Zuleta con un abrazo de su admirador y amigo Gabo” estampado en la modesta
edición príncipe de El Otoño del Patriarca. Las licencias de teólogos y conciliares
del Tribunal, en fin, la trayectoria de cada libro hasta su último poseedor. Es este,
pues, otro aspecto, no menos interesante ni menos revelador que los demás enunciados al comienzo de este comentario.
Pilar Jaramillo de Zuleta
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CECILIA RESTREPO: La Alimentación en la vida cotidiana del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, 1653-1773. Centro Editorial Universidad del Rosario, Bogotá,
2005, 166 pp.
Otro libro producido por un investigador del Colegio del Rosario, esta vez por Cecilia Restrepo Manrique, quien forma parte del centro de investigaciones, estudios y
Consultoría C.I.E.C. del cual es este libro, el título once publicado en dos años.
Con admirable tesón y un amor manifiesto, la autora se adentró en los archivos
General de la Nación y el propio del Colegio del Rosario, entre otros, para establecer qué
comían los colegiales de finales del XVII y el XVIII y de dónde provenían sus raciones,
además de anotar cuáles eran los modales exigidos a estos notables granadinos a quienes
se educaba en las buenas maneras con la misma terca insistencia con la que se les adiestraba en el aprendizaje del Latín.
Estas buenas maneras no lo eran así y solamente en el sentido formal del término,
sino en el sentido profundo de la formación del carácter, del carácter de un buen cristiano.
Es así que las Constituciones del Colegio reglamentaban no solamente los platillos
que habían de servirse, su cantidad y distribución, sino también la actitud del colegial
hacia su propia alimentación, recomendándole “templanza” y recordándole que: “la
templaza es la virtud que modera los apetitos y uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón” (Pág 68). Debían cuidarse, pues, de caer en el pecado de la gula.
El colegial debía alimentarse bien pero sin exceso; no estaba autorizado para criticar
y menos aún, rechazar su porción. Debía asimismo prestar atención a las lecturas que se
llevaban a cabo durante las comidas, unas veces de pasajes de la Biblia, y otras de los
temas escogidos por el rector.
Tampoco se comía lo mismo en los días habituales que en la cuaresma. En esta última
se consideraban especialmente los ayunos y se cenaba temprano. Por el contrario, en los
días de fiesta, se brindaba comida especial y se acrecentaba la porción.
Las Constituciones tenían también en cuenta los modales en la mesa: guardar silencio, no colocar los codos sobre la mesa, no mencionar “mujeres” ni “comedias” y en el
caso de hacerlo, llamar a las primeras “escusadas” y a las comediantes “trabajadores”.
El libro de Cecilia Restrepo está bien estructurado ya que comienza haciendo un estudio
paciente de las influencias indígena, africana y española en la alimentación de la época con el
fin de poner en contexto la circunstancia particular de los colegiales del Rosario. “El Mestizaje
culinario” es el título de primer capítulo. El capítulo segundo está dedicado al “Ambiente
Santafereño” con una descripción de lo que era la ciudad, con sus barrios, sus colegios, su
Cabildo, y el abasto. Es de lamentar, sin embargo, la omisión en el grabado que ilustra la
publicación, de la referencia a la fuente de donde fue tomado, ya que la alusión al “mercado que
se realizaba todos los viernes en la Plaza Mayor” no dice nada sobre su procedencia.
Dentro de los estudios de vida cotidiana, el estudio de la alimentación ha sido en
nuestro medio quizás el más escaso. Es notable en este caso el libro de Aida Martínez, Mesa
y Cocina en el siglo XIX, publicado por el Fondo Cafetero en el año 1985, pero el tema no
abunda. Esta preocupación por la vida material cobró especial impulso con la Nueva
Historia y su importancia creció a la par con los estudios sobre género y mentalidades tan
del gusto de la historia moderna. Por eso es de aplaudir este nuevo esfuerzo llevado a cabo
por una investigadora del Rosario y augurarle muchos éxitos y lectores a su publicación.
Pilar Jaramillo de Zuleta
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VICENTE FERNÁN ARANGO ESTRADA: La endogamia en las concesiones antioqueñas,
Manizales, Hoyos Editores, 2003, 212 pp.
En la producción bibliografica nacional no es muy copiosa ni sostenida la temática
de los estudios genealógicos. Después de la obra colonial, pionera, de Flores de Ocaris,
se ha manifestado, hacia finales del siglo recién pasado, un nuevo esfuerzo de publicaciones en esta área de la historiografía, con énfasis en las genealogías santafereñas y de
colegiales, algunas en orden alfabético y en varios volúmenes.
En ediciones esporádicas se encuentran obras monográficas dedicadas a un apellido
en particular o una localidad, comarca o departamento en especial. Las investigaciones
genealógicas son exigentes en cuanto al caudal de los datos y a la exploración de las
líneas en el tiempo y requieren de especial dedicación para confrontar y depurar lo
hallado y reducir al máximo inconsistencias, a veces inevitables.
La aristocracia virreinal aquí fue limitada y modesta, lo que tampoco ha atraído a los
expertos internacionales en genealogías, porque hay que decirlo de entrada: siempre
hubo limitaciones en el notablato local en cuanto a los perfiles individuales y a los
títulos nobiliarios. No fue el Virreinato de la Nueva Granada asiento de una nobleza
exuberante y copiosa como la de Nueva España o Perú. La aristocracia granadina fue
limitada en número de marquesados, y escasa en otros títulos y hasta tacaña en la negociación de los títulos con la Corona de España.
Los virreyes y la burocracia colonial ostentaban pertenencias a órdenes de caballería
y alguna otra distinción obtenida de la corte. Así que ha sido labor enjundiosa tratar de
darle categoría social a los prohombres, más allá de su ancestro ibérico o pureza de
sangre. Así, los archivos de los seminarios y los Colegios Mayores, con la probanza de
sangre, son algunas de las fuentes primarias más formales del acopio genealógico, por la
índole misma de esta labor.
De la nobleza nativa, de los hijos de caciques y dignatarios indígenas fueron también
escasos los reconocimientos y poco el esmero en ser educados como tales, a diferencia de
Perú y México. El letrado Don Diego de Torres, cacique de Turmequé, y otros pocos
parientes de caciques no hacen más que una excepción.
Entre las sangres nobles de etnias indias nos tenemos que referir a la migración en las
huestes de Sebastián de Belalcázar a la recién fundada Santafé, de las mujeres tomadas
en cautiverio en Cajamarca, emparentadas con el Inca, que hacen hogar en Santafé de
Bogotá y como se consigna en el libro que se va a reseñar, de aquella unión de españolindia descenderán hombres destacados en fortuna, poder político y prominencia social
de Antioquia, a donde migraron sus descendientes. Es el caso de la línea genealógica
ancestral del dueño de la Concesión Aranzazu, Juan de Dios, descendiente del español
Juan Muñoz de Collantes, quien tuvo de amante a la india Francisca Inga, sobrina del
Inca Huaina Capac. Muñoz de Collantes habitó en la plaza de la Yerba en el siglo XVI, y
patrocinó, como encomendero rico, la construcción de la capilla de El Humilladero
hacia 1543. También fue sindicado de 30 cargos de atropello a jeques indígenas, indios
de sus encomiendas y quien tuvo solar en el espacio que hoy ocupa el templo de San
Francisco en la plaza Santander.
En sistemas de parentesco, entre los españoles se dio preferencialmente la exogamia,
buscando esposa, los solteros, fuera del grupo familiar y así evitando vínculos de sangre.
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Sin embargo, Vicente Arango en su obra La endogamia en las concesiones antioqueñas
nos acerca a una visión más real e historiográfica de las alianzas matrimoniales en
entronques de parientes, identificadas como uniones endogámicas en la región
antioqueña, como también fue de frecuente uso en las localidades del Cauca.
Nos apoyamos en el concepto del antropólogo social de Illinois University, Marc
Rhum, quien señala la endogamia como regla o preferencia que lleva a los individuos a
desposarse sólo en el seno de un grupo de parentesco particular, social u otra categoría
definida (localidad, clase o religión, etc.). Fácil de visualizar en sociedades de castas. En
la India las castas son endogámicas en forma irrestricta y tampoco hay movilidad social
por vía del matrimonio. Señala Rhum cómo la endogamia describe también un modelo
estadístico de intramatrimonio, incluso en ausencia de reglas explícitas al efecto.
Arango Estrada va tejiendo el entramado de los vínculos entre parientes de sangre en
diferentes grados de consanguinidad y que multiplicarán prolíficamente en generaciones sucesivas, porque la mujer antioqueña era multípara sin tregua, con 10, 12 o más
vástagos. La muerte prematura de una primera esposa abría el camino a otro y hasta
varios matrimonios sucesivos y paradójicamente entre los antioqueños ha sido solución
frecuente a la viudez, acudir a la casa del suegro en búsqueda de hermanas menores de su
difunta cónyuge. Práctica conocida en algunas sociedades tradicionales como el sororato,
donde se permite proporcionar al viudo una esposa sustituta, en la familia de su esposa
muerta.
Las limitaciones demográficas locales no serán explicación suficiente de las preferencias endogámicas en determinados estratos sociales de migrantes y raizales, al buscar
en los núcleos de líneas de parentesco cercanas a la mujer que será madre de sus hijos. La
endogamia en sucesivas uniones, por muerte de la esposa, los matrimonios de dos o más
hermanos con hermanas, los matrimonios de viudos con sus cuñadas y un cruce y
entrecruce de primos, tíos y sobrinas dio lugar a múltiples dispensas canónicas para
acceder al altar en el siglo XIX y el siguiente.
Sistemas preferenciales de parentesco visibles en algunos estamentos sociales de los
migrantes y colonos antioqueños, que inconscientemente buscaron preservar la pretendida pureza de sangre, a costa de riesgos genéticos.
Porque la selección dentro de los selectos trae efectos nefastos en los matrimonios
morganáticos marcados por la endogamia. Sagrada la endogamia entre la parentela del
Inca, por el origen divino de su estirpe, si se quiere. Pero no en los Andes colombianos,
cuando estamos hablando de colonos antioqueños migrantes a los antiguos espacios
geográficos, hábitat de las extinguidas etnias quimbayas
Se ha caricaturizado en la picaresca regional, la marcada tendencia endogámica por
siglos, en algunos estratos sociales de localidades de la antigua Gobernación del Cauca,
estigmatizadas con la figura del “bobo familiar, amarrado, en la huerta casera, a un
papayo”. Mas los nuevos avances de las investigaciones de genetistas colombianos han
puesto en evidencia la presencia generacional de genes deletéreos en líneas de troncos
familiares cerrados.
Utilizando sin agobios, elementos genealógicos, sin pretensiones academicistas,
Arango Estrada va reconstruyendo relaciones de parentesco en el tiempo y el espacio.
Con un olfato investigativo que no se pierde en los detalles. Tiene el sentido de las
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proporciones y llega a las correlaciones específicas en las uniones de sangre. Espacio y
apropiación del territorio. Identificando la gestación de las concesiones o mercedes de
tierra con las familias y los descendientes emparentados que las heredaron.
Aunque la obra muestra limitaciones en cuanto al manejo conceptual y delimitación
de los procesos de la apropiación de la tierra, por los procesos de adjudicaciones de
tierras, de mercedes, de concesiones y los entronques con la encomienda. Quizá
esclarecedoras en una bibliografía que el autor no ha tenido al alcance como los textos
de Ops Capdequi y otras de referencias a la tradición, uso y tenencia de las tierras en
Iberoamérica. Lo que no demerita los resultados de su labor investigativa cuando trata de
establecer las alianzas conyugales que derivan en un fortalecimiento de la propiedad de
la tierra, las minas o las actividades comerciales, en la manida estrategia de acceder “al
patrimonio por el matrimonio”.
Si bien el filón explorado por Arango Estrada se refiere sólo a los territorios de
Antioquia Grande y va develando la intervención de favorecidos por cédulas reales en
concesiones, 47 y luego en la República por actos de gobierno, 31 (más las concesiones
de baldíos que menciona Parson en número de 38), quizás una futura reconstrucción
espacial, plasmada en cartografías, nos daría una visión aún más develadora de la concentración de la tierra y la consolidación de grupos de poder regionales, comarcales y
locales que aparecen en este catálogo de concesiones. Instrumento éste de diferenciación social y del poder político, derivado de la concentración de la tenencia y propiedad
de la tierra que marcó en forma dual a los hacendados o finqueros y a los peones y
terrazgueros.
Este ejercicio reconstructivo de Arango Estrada, aparentemente sencillo, tiene un
valor agregado considerable, producto de horas de paciente elaboración. Sin artificios
teóricos, muestra una veta nueva en la historiografía regional que más adelante se afinará
en el procesamiento del material de su segunda publicación sobre Manizales, a través
del análisis de cómo fue la distribución de solares.
Su tesis de las relaciones entre parientes preferentemente endogámica y su incidencia
en la apropiación, tenencia y concentración de la tierra muestra en sus orígenes el proceso de colonización que hasta finales del siglo XX fue tratado en forma literaria, adjetivada,
cercana a lo bucólico y que ahora Estrada Arango muestra en otra dimensión del poder
interventor de los poderes regionales para beneficiarse de las tierras realengas y de las
concesiones republicanas, apoyado en la huella documental de aquellos procesos de
apropiación de la tierra.
Arango Estrada, a modo ilustrativo, nos aglomera por líneas genealógicas los vínculos de troncos que han tenido prestancia en la vida nacional en la política y también en
la eclesiástica. Así, se destacan doce mitrados colombianos en las líneas de los descendientes del iniciador de la Concesión Giraldo, don Mansueto Giraldo Parejo, nacido en
la segunda mitad del siglo XVI en Santiago de Arma, hoy departamento de Caldas.
Se refresca entonces la literatura regional con la iniciativa de este caldense que mira
hacia sus ancestros con los entronques de las migraciones de la Ceja del Tambo, Sonsón
y Abejorral .
El trabajo se deja leer con interés y con un caudal de información, en forma de
fichas monográficas donde nos identifica el origen, extensión y beneficiarios de las
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concesiones y mercedes de tierras. Un hilo conductor va mostrando los vínculos
intrafamiliares de los que más tarde se consideraron los prohombres en las fundaciones
antioqueñas.
La primera edición de esta obra fue resultado del fallo del concurso de Historia
Regional convocado por la Gobernación de Caldas en 2001 cuando fue declarada
finalista por el jurado integrado por los académicos de la historia Santiago Díaz
Piedrahita y Eduardo Santa, quienes en el acta de fallo destacaron que “el mencionado
trabajo constituye un valioso aporte a la bibliografía histórica regional en el campo de
la investigación genealógica y en el examen de las principales capitulaciones con las
que se hicieron las primeras adjudicaciones de tierras en el sector geográfico que cubre
la obra mencionada” (Manizales, 11 de julio de 2001). Publicación del Instituto
Caldense de Cultura, en la serie de divulgación de los premios de ese año, en seis
volúmenes. La segunda edición ha sido publicada en otro formato también en Manizales,
por Hoyos Editores, en 2003.
Luis Horacio López Domínguez
VICENTE FERNÁN ARANGO ESTRADA: La Fundación de Manizales. Un mito en Apuros,
Manizales, Hoyos Editores, 2004, 256 pp.
Con ocasión del sesquicentenario de la fundación de la capital del departamento de
Caldas, el historiador Albeiro Valencia publicó una obra documental en una bella edición patrocinada por el Banco Cafetero, en tres partes: Una facsimilar, “El Rejistro de
adjudicación de solares a los pobladores del área de población de Manizales”. Otra con
la correspondiente versión en tipografía moderna y un tercer texto, titulado “La aldea
encaramada”, de su autoría.
El libro que ahora reseñamos se nutrió como fuente referencial de aquella publicación que Albeiro Valencia, como editor, enriqueció y acotó en algunos de sus elementos
y contenidos.
Vicente Arango Estrada se dedicó a una larga y laboriosa tarea de sistematizar la
información de aquellas adjudicaciones, produciendo una relación cuantitativa, la que
complementó con el apoyo en los registros notariales sobre la distribución de solares y
los censos de población de medio siglo XIX.
Este segundo libro de Arango Estrada es, sin duda, un aporte novedoso al conocimiento de la dinámica demográfica de la colonización de Manizales y de las migraciones y entronques socioeconómicos de las concesiones familiares. Como se observa, en el
escrito hay una amplia base social que nos da una visión más cercana a los testimonios
documentales que a visiones impresionísticas de los escritores caldenses que anteriormente se han ocupado de este tema.
La obra en que se apoyó el núcleo de la investigación, El Rejistro de adjudicación de
solares..., fue víctima durante siglo y medio, de ocultamientos, de robos, de manipulaciones y casi milagrosamente se mantuvo en su integridad, salvándose de manos ocultas
hasta su publicación, que ya referenciamos.
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El libro de Arango Estrada se inicia con un limitado intento de dar contexto
geopolítico a la época que cubre el escrito, al introducir “paralelismos históricos” entre
el acontecer nacional y la política internacional, más allá de una enumeración de acontecimientos del avatar político doméstico, lo que es de interés sólo en la medida en que
apunta a mostrar la influencia o intervención económica de las potencias mundiales
Inglaterra y Estados Unidos en la exploración minera, por ejemplo, y que atrajeron a los
territorios interandinos de Caldas no sólo capitales y tecnologías de explotación minera,
sino que también trasladaron agentes y técnicos responsables de su manejo local. Ello
explica la presencia extranjera en la dinámica demográfica y social comarcana que se
puede rastrear en las uniones híbridas de los europeos con mujeres caldenses, que dejaron huellas genéticas, de las que se ocupan genealogistas como Gabriel Arango Mejía y
mencionados en ensayos sobre las vertientes europeas de algunos troncos familiares:
Gartner, Cock, Eastman, Siegardt, De Greiff, Saffon por las montañas andinas.
En la presentación sucesiva de los escenarios políticos de la segunda mitad del siglo
XIX van aflorando en el escrito de Arango Estrada la intriga, la intervención maliciosa
tratando de ampliar los territorios de las adjudicaciones realengas y nunca explotadas,
como la de la familia Aranzazu que hizo expandir la frontera de los antiguos asientos de
las tribus desaparecidas de Cocuyes, Paucuras, Carrapas, desde el río Arma hasta el río
Chinchiná, de la tan cuestionada “Concesión Aranzazu”.
Para los historiadores de lo urbano no dejan de atraer las consideraciones sobre la
nomenclatura actual referida a la toponimia de 1864 que muestra los referentes a las
calles, a los espacios circunvecinos a la capital, y a los nombres de las plazas: de Bolívar,
Caldas, Colón, Sucre y Zea
Los historiadores de la gesta fundacional conocida como “colonización antioqueña”
han intentado historiarla, retrayéndose hasta 1846 y algunos como Uribe Ángel
referenciando los primeras avanzadas de migrantes por el año de 1832, desde el Sur de
Antioquia y de paso reconstruyendo las etapas de fundaciones anteriores, de otras poblaciones del hoy departamento de Caldas: Aguadas, Salamina, Neira.
Pero las dinámicas de los procesos geopolíticos regionales son mas antiguas. Así, en
el siglo XVI Santiago de Arma se había constituido desde la incursión de las huestes del
mariscal Jorge Robledo en un punto geográfico emblemático de la penetración ibérica
en la conquista sangrienta y sanguinaria de las etnias de las vertientes de las cuencas
andinas del río Cauca, los cacicazgos militaristas de los indios Cocuyes y que los íberos
denominaron armados.
No hay un portulano o mapa de los siglos XVII y XVIII que no registre el nombre de Arma.
Una historia cartográfica que con la decadencia de la localidad se tornó en un insólito
escenario del despojo territorial a los vecinos raizales, por la Concesión Aranzazu y con el
traslado de Arma a Rionegro se favorecieron tales tropelías y se fue borrando un pasado
colonial entre los pobladores de la localidad convertida en corregimiento de Aguadas.
Arango Estrada acude a las fuentes a su alcance y va cruzando y concentrando información derivada de la legislación vigente, de los acuerdos del Cabildo Parroquial de
Manizales y la documentación de los Alcaldes que dan soporte legal a las adjudicaciones. Entonces hace un cotejo numérico con los censos de vecinos del Distrito Parroquial
de Manizales de 1851 y 1852.
RECENSIONES
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Su universo referencial lo constituyen casi 2.000 adjudicaciones, 1.154 de presidios
rurales y que no procesa para este estudio, aunque le sirven de soporte a algunas consideraciones específicas. El autor se concentra en 793 adjudicaciones del área urbana de
Manizales que en un trayecto de siete lustros, de 1851 a 1886, constituyen la estructura
espacial del municipio de Manizales.
El autor es explícito en presentar los alcances y limitaciones de su trabajo, e intenta
incentivar nuevos estudios que superen la simplicidad generalizante, consignada en las
tesis de los historiógrafos y ensayistas del siglo recién pasado.
Se puede considerar un tanto “tremendista” el subtítulo dado a la obra, al perfilar el
objeto de estudio sobre la forma como se fue generando en sus inicios el desarrollo
urbanístico de Manizales y calificarlo de “Un mito en apuros”.
Porque el libro se ocupa más bien de la presentación de un nuevo escenario de la
dinámica social, apoyado en fuentes documentales primarias y sin duda con el valor
agregado de un paciente y límpido ordenamiento del voluminoso y enunciativo listado
de la distribución o repartimiento de solares.
El contraste entre “la expedición de los 20” y los 793 predios adjudicados nos señala
el carácter “masivo” de la corriente migratoria y la amplia base social de la gesta
fundacional. No para desvirtuar la “gesta heroica” de la colonización antioqueña sino
para subrayar la dinámica misma del desplazamiento desde el Sur de Antioquia. Lo que
diferencia las dos visiones, en este intento revisionista de Estrada Arango, es el caudal de
datos que estuvieron allí durante siglo y medio y a los que no se les habían medido los
historiógrafos del ayer, y a los que Vicente Arango les mete mano y digitalización, con
empuje, para ofrecernos un apéndice estadístico de un centenar de páginas, con los
cuadros que diseñó para concentrar la información cuantitativa que presenta y comenta
en los capítulos centrales de la obra.
Pero no es simplemente una relación escueta de la adjudicación y repartimiento de
tierras sino que hay un soporte, un sustrato jurídico donde se muestra la manipulación de
intereses agenciados desde la capital de la República en la vertiente de las concesiones
como instrumentos de poder, en este proceso de adjudicación de predios urbanos de
1851 a 1886 en Manizales, y que llevaron a una confrontación legal entre los colonos
analfabetos y los juristas de turno. Donde la trayectoria de la intervención de los dueños
y apoderados de la Concesión Aranzazu inspira una de las más tenebrosas páginas de la
inequidad y la manguala legalista en la historiografía económica y social de la colonización, tantas veces referenciada en las obras de Otto Morales Benítez y registrada por
Eduardo Santa.
Son reveladoras las acotaciones que se derivan de la presentación de los datos y
que orientan al lector sobre las incongruencias en los registros y le señalan la manipulación y los efectos del cabildeo en el medio colonizador de Manizales. Donde las
prebendas se repiten, ciertos adjudicatarios se benefician de más de una adjudicación
y aún queda por descubrir cómo se dieron las adjudicaciones rurales y qué grado de
equidad lograron los colonos.
La obra no se alinea en la ortodoxia de la historiográfica cuantitativa, sino que se
acerca más a los análisis de la antropología social al destacar elementos cualitativos de
interés como la presencia de género en las adjudicaciones a cabezas de familia. Cuando
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la mujer apenas era un elemento discriminado al señalarse su incapacidad de administrara sus bienes. Adjudicación de solar a una mujer por cada nueve hombres era algo casi
impensable para la época. Hecho que añade un elemento más a la amplia base social que
caracteriza este proceso de adjudicaciones de solares en Manizales, a mediados del siglo
diecinueve.
El libro en torno a la Fundación de Manizales es un aporte de las nuevas generaciones de estudiosos que, retomando las obras del historiador Otero D‘Acosta, del Padre
Fabo y los genealogistas locales, dan un paso adelante en los viejos temas con nuevos
elementos.
Se perfila entonces un nuevo núcleo de trabajo sobre los orígenes y las vertientes del
desarrollo socioeconómico y cultural antes iniciativa exclusiva de los “antioqueñologos”
y apenas un puñado de académicos de Caldas y Tolima.
Aunque ya hay esbozos de nuevas líneas de investigación, diferentes a las tradicionales, faltan aún develar las líneas de fuerza demográfica desde y hacia el Tolima y las
líneas de “interfluencia” entre los núcleos neocolonizados y las poblaciones de
“interfluencia” a lo largo de la segunda mitad del XIX y el siglo XX desde el Cauca y las
posteriores desde el Oriente andino, la migración cundiboyacense, de expertos en el
cultivo de papa en los páramos. “Interfluencias” en las que algunos buscan justificar su
sentido de pertenencia socio-económico y amenazan con nuevas modificaciones al ordenamiento regional, propiciando una anexión a Caldas de casi una decena de municipios tolimenses.
La dinámica demográfica de migración desde el Cauca hacia las nuevas fundaciones
en la segunda mitad del siglo XIX y las migraciones intermunicipales y creación de
nuevos asentamientos está aún por estructurarse en la historia regional. Sólo un sostenido trabajo investigativo micro-social apoyado en fuentes notariales, libros sacramentales
y acuerdos de los cabildos podría ir dando perfiles y trazando nuevos vectores demográficos al interior del Departamento de Caldas a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX
y el XX. Sustentado en los archivos General de la Nación, del Cauca y el de Antioquia.
Enmarcado este trabajo documental con un análisis macro-social y político de las influencias de la lucha partidista y las administraciones seccionales, regidas por liberales
y conservadores.
Mientras tanto la visión historiográfica regional seguirá nutriéndose de lo
monográfico, bien intencionado pero limitado, de maestros y curas locales o editores regionales con un esquema que no trasciende el listado de curas párrocos y
alcaldes y los compartimentos estanco tan manidos en las monografías municipales de factura y estructura arcaica que esporádicamente se reeditan con unas tablas
de contenido enumerativas, inmodificables, que anticipan un texto carente de análisis social.
Todos esperamos para este año 2005, del Centenario de la creación del Departamento
de Caldas, nuevos aportes de los miembros de la Academia Caldense de Historia que se
sumen a los textos que hemos reseñado y a un plan editorial que la Gobernación está
proyectando, con novedades editoriales y no antologías de lo ya publicado.
Luis Horacio López Domínguez
RECENSIONES
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JORGE ALEJANDRO MEDELLÍN y DIANA FAJARDO: El Diccionario de Colombia, Bogotá,
Grupo Editorial Norma, 2005, 1088 pp.
El Diccionario de Colombia es, sin duda, una novedad editorial del 2005. Por la
amplitud y actualidad de su contenido temático: 11000 voces; el volumen de su
paginaje: 1088; la extensión superficial de sus ilustraciones: 2200; la combinación
del texto impreso, CD y el acceso a una página Web; los propósitos enciclopédicos de
sus autores; el tiraje de 40.000 ejemplares y el precio al público cercano a los $200.000
por ejemplar.
Tiene, sin embargo, como diccionario, el problema editorial de presentación temática que se debe someter al ordenamiento alfabético en las entradas de los términos. Inevitable en este tipo de publicaciones donde se diluyen y ocultan todos los sistemas
clasificatorios, las categorías temáticas, los parámetros en los contenidos que trazaron
sus autores en su redacción y se excluyen las jerarquías arbitrarias de aquellos.
Lo que explica la extensa nota introductoria que los autores redactaron para justificar “el plan de la obra” e iniciar así a los usuarios del Diccionario sobre cómo fue
concebida, cómo se configuró temáticamente y la taxonomía con la que se agruparon en
su articulación las entradas del diccionario.
Lo enciclopédico de los temas tratados se magnifica en las “gentes” con o sin nombre
y apellido. Destacándose numérica y gráficamente lo biográfico sobre los demás elementos colombianos: territorio, coberturas vegetales y animales, paisajes, voces del
habla popular, dialectología, literatura oral, patrimonio inmaterial, estructuras del aparato estatal y a su vez subcategorías y listados de otros taxones menores.
Con las dificultades adicionales de delimitación o exclusión e inclusión de las categorías de gentes, sociedad, cultura, patrimonio natural y cultural que trasnocharon a sus
gestores.
Se da una primacía numérica, verificable en la sumatoria de los caracteres y entradas
a los personajes o actores sociales. De los imaginarios sociales no se han apartado los
autores, de centrar en lo individual la historia social. Priman los colombianos sobre los
demás elementos.
Aunque, panorámicamente, entre los biografiados hay un desbalance en el ordenamiento por categorías, por extensión y contenido de los reseñados de todas las épocas.
Otro tanto podría decirse en lo formal: un singular estilo de registro que los
documentalistas, los expertos en terminología y en ciencias de la información cuestionarán en la forma de entrada a los listados alfabéticos (a modo de ejemplo, la conservación de los pronombres en los títulos), complementada por una gama de matices en la
categorización tipográfica.
Se da un estilo muy particular de los autores para la aplicación de criterios de normalización en la presentación de las entradas, lo que no demerita el esfuerzo, inconmensurable a primera vista, de la información aquí reunida. En un intento que se aleja de las
obras anteriores de referencia sobre Colombia y las ediciones enciclopédicas de otras
editoriales.
Nunca antes se le había medido Norma a una edición enciclopédica de estas características. Un acierto de los autores en busca del editor, quien invirtió en un tiraje amplio y
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un sistema de distribución que combina un espacio de librería con una agresiva venta
puerta a puerta que sólo lo superarán los vendedores bíblicos.
Insisto en el “zoo humano”, como diría el etólogo Desmond Morris o las taxonomías
de Antonio Montaña y Alfredo Iriarte, con sus variedades intra-específicas de la fauna
colombiana, que son casi infinitas.
Catálogo biográfico del Diccionario de Colombia que en su acento nos mueve a
referirnos a los antecedentes lejanos de “¿Quién es Quién en Colombia?” tan de moda
por varias décadas del siglo XX. Con la diferencia que hoy es más amplia la base social
y la multiplicidad de opciones en las profesiones, para acomodarle a los biografiados
alguna actividad, aun para aquellos sin título conocido y para los extranjeros el genérico
de “colombianista”.
Son frecuentes los casos donde biográficamente se mezclan ejecutorias de parientes
o hermanos y terminan confundidos en una nota biográfica y esto es significativo, pues
la mitad del diccionario la ocupan las biografías de personajes.
No hay entre éstos biografiados una categorización por criterios de significación
historiográfica, social, política o cultural, y priman los datos de parentesco y los listados de
cargos y distinciones sobre el aporte real a la vida y cultura del país. Pero quizás de otra forma,
diferente a la meritocracia burocrática, hoy tan en boga, no habrían clasificado muchas subespecies de hombres y mujeres públicas en los apartados alfabéticos de la obra.
Omisiones y justificaciones
Las fuentes referenciales del Diccionario se diluyen como reseñas de títulos a lo
largo del discurrir alfabético. Catálogo bibliográfico que resulta imprescindible como
aparato crítico en una obra referencial. La explicación de esta omisión que me dio la
editora no es suficiente en su validez: la extensión que demandaba un centenar de
páginas de bibliografía y que se optó entonces por consignar la bibliografía en el CD
(que debe consultarse por Internet).
El intento enciclopédico, incluyente de toda manifestación viva o huella documental que haga referencia al título de Diccionario de Colombia, pareciera haber primado
sobre la arbitrariedad limitante que el espacio impuso a los autores. Un conjunto heterogéneo de elementos, no cercanos en obras afines; esfuerzo encomiable sin ningún
cuestionamiento ni semejanza por su volumen y variedad de temas incluidos.
La revisión técnica de Roberto Burgos y Jorge O. Melo permitió una depuración que
sin duda tuvo que acometerse de manera selectiva o en forma aleatoria.
La confluencia de fuentes de información de diverso origen sin duda favorece incongruencias o inexactitudes. Las fuentes de consulta no siempre pudieron confrontarse con
personas vivas, autores o parientes de los biografiados, documentalistas, archiveros o
simples informantes. Tarea de nunca acabar y que podrá subsanarse con el concurso de
los lectores, para ediciones próximas.
Así se espera que de las inexactitudes, omisiones o de equívocos se ocupe la erudición anónima de tantos colombianos que son expertos en buscar el punto en la página en
blanco.
RECENSIONES
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Al hojear el texto se observa una combinación atrayente entre lo histórico y la vivo,
entre lo académico y lo popular en todo el Diccionario. Otro tanto en la concepción
misma de las categorías de que parte y busca organizar el plan temático.
Una miscelánea temática que como en una visita al “Pasaje Rivas” encanta, seduce y
nos sumerge en lo inconmensurablemente sorpresivo de lo que es Colombia, arcaica y
postmoderna.
No importa que nos extrañen entradas o veamos desproporciones en lo que figura en
la sucesión de nombres y apellidos.
Los cuadros finales como apéndice tienen mucho de esfuerzo y de referencial, pero
sin mayor sistematización crítica. Pero quizás ayude al profano en el uso del tiempo, el
espacio y datos afines. Por otras razones editoriales, lo cartográfico es casi invisible
Coincido con Moisés Melo en su presentación en reconocer el esfuerzo acumulativo
y omnipresente de las voces. Lo que hizo merecedor este texto a 40.000 ejemplares de
esta primera edición, en dos presentaciones de tapa: para librerías y ventas domiciliarias.
En cuanto a la falta del aparato crítico de la obra, el catálogo de fuentes consultadas
induce en el lector no iniciado en este tipo de obras la sensación de que este Diccionario
de Colombia no tuviese antecedentes, cuando, por el contrario, hay en esta compilación
informativa un caudal que lo nutre, resultado de aquellos quijotes que precedieron a los
esposos Medellín Fajardo y que bien merecieron ese centenar de páginas que debieron
incluirse al final. Los referentes digitales del CD hacen visible que más bien éste fue un
proceso de catalogación de fuentes bibliográficas no muy consolidado al momento de
cerrar edición.
De todos modos el producto es un valioso y refrescante aporte a la amnesia colectiva
que nos penetra a todos los niveles, entre el sentido de memoria historia y nuestro
presente cultural.
Luis Horacio López Domínguez
ANA ALEJANDRA GERMANI: Gino Germani: del antifascismo a la sociología, Editorial
Taurus, Buenos Aires, 2004.
La historia de las disciplinas se esclarece, sin duda, con la descripción y análisis de
las trayectorias individuales de sus principales protagonistas y actores sociales. En este
contexto, la biografía de Gino Germani, escrita por su propia hija, es sin duda un documento de gran interés para la historia de las ciencias sociales en Latino América, particularmente de la sociología. Pero su biografía también es reveladora de la misma historia
de nuestras sociedades.
Gino Germani fue, junto con otras figuras prominentes de la sociología Argentina,
uno de los fundadores de la sociología del desarrollo, de la teoría de la modernización,
cuya influencia ha sido notable no sólo en el contexto latinoamericano sino mundial. Su
historia personal y profesional es también representativa de las trayectorias de los intelectuales exiliados y de su notable influencia cultural, en este caso de la Argentina.
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Gino Germani nació en Roma en el año 1911. Sus años de adolescencia coincidieron
con el auge del movimiento fascista en Italia. Justo a sus quince años, en 1926, en Italia
se suprimieron los partidos políticos, la libertad de prensa, entre otras medidas.
Cuatro años más tarde, fue capturado por la policía mientras que repartía propaganda
antifascista y condenado a varios años de prisión. Los ingentes esfuerzos de la familia
lograron la excarcelación del joven Germani, pero aún así se le cerraron casi todas las
puertas en Italia. Entonces, gracias a sus vínculos familiares, migra hacia Buenos Aires,
donde intentará rehacer su vida , y logra un cargo en el Ministerio de Agricultura, en la
Sección del Comercio del Mate.
Pero en Buenos Aires sus problemas políticos no terminaron. Siguió siendo observado de cerca por los servicios secretos italianos y visto con sospecha por los sectores
pronazis y conservadores en Argentina. Gino Germani, entre tanto, participaba en grupos
de resistencia de exiliados contra el fascismo y denunciaba el totalitarismo que entonces
invadía parte de Europa. Por entonces, a finales de la década del 30 y principios del 40,
Germani se graduó en la Universidad de Buenos Aires y comenzó labores en el recién
fundado Instituto de Sociología. El joven Germani comenzó el intenso estudio de los
censos y de la realidad Argentina que pronto lo convertirían en un verdadero experto
sobre los procesos de estratificación, las clases medias y la vida urbana.
Pero entonces, como si lo persiguiese el factum de las dictaduras, se dio el golpe de
Perón, y nuevamente pasó al exilio, pero esta vez al exilio interior, junto con un gran
número de profesores de la Universidad de Buenos Aires. Ya Germani se había interesado
por la correlación entre modernización y autoritarismos, y vislumbró la paradoja del
régimen peronista fundado en gran medida en la captación de la clase obrera Argentina.
Germani y otros intelectuales encontraron refugio en la floreciente industria editorial y
en el Colegio Libre, fundado por diversos intelectuales marginados y expulsados de la
Universidad.
Entre 1945 y 1955, vive de manera aislada, pero atento al entorno y los grandes
movimientos sociológicos mundiales, particularmente la sociología norteamericana
(la que se había enriquecido con el diálogo y desplazamiento de algunos de los grandes pensadores sociales europeos); Germani asimila lo mejor del estructural
funcionalismo y traduce a grandes pensadores sociales, sociólogos, antropólogos, psicólogos, psicoanalistas, etc. Para él la sociología se enlaza también con la sicología
social, y nunca dejará de interesarse por los caracteres sociales. En ese contexto, también inició la elaboración de su teoría de la modernización de América Latina y sus
vínculos con los fenómenos políticos, con las expresiones autoritarias y populistas.
Con la caída de Perón, la Argentina inició un nuevo ciclo político. Una de las consecuencias inmediatas fue la reapertura democrática de la Universidad y el regreso de
gran parte de la intelectualidad perseguida. Germani se vinculó a la Universidad de
Buenos Aires e inició –no sin serias resistencia y obstáculos– la formación de su
Departamento de Sociología. Consiguió apoyo de la Ford y se abrió la carrera de
Sociología. Pero esto no impidió que el mismo Germani quedara a salvo de las críticas.
Por una lado, cierta élite política bonaerense lo percibía como un comunista; mientras
que unos pocos años después muchos de sus alumnos, al contrario, lo catalogaban
como Pro-imperialista, en virtud de sus afinidades con la sociología norteamericana y
sobretodo los apoyos que había logrado para la misma carrera por parte de Institucio-
RECENSIONES
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nes y Universidad Norteamericanos. Su concepción de una sociología “científica” lo
enfrentaba a una idea de la ciencia como “instrumento de compromiso” político particular, y sus ideas acerca de la modernización lo alejaban –según sus críticos– de la
agenda revolucionaria.
A principios del sesenta, el malestar de Germani era evidente; él mismo trataba de
sortearlo mediante temporadas como profesor visitante en prestigiosas Universidades
norteamericanas. Pero esto echaba más leña al fuego, de manera que finalmente el mismo
Germani decidió retirarse e iniciar un tercer exilio en los Estados Unidos. Allí mismo su
presencia no era bien vista por ciertos sectores del Gobierno que también lo veían cercano al comunismo. La obtención de visa se le convertía en una verdadera tortura ante
cónsules inquisoriales. Pero la perspectiva de un nuevo golpe militar, como ocurrió, lo
llevó a levar ancla, ya que lo veía como una amenaza directa a su trabajo de investigación, a sus fichas y reportes sociales. Cada vez que un rumor de golpe se propalaba,
Germani procedía a salvaguardar –trasteándolos– sus materiales.
Sin duda, a estas alturas Germani era reconocido como uno de los grandes sociólogos
contemporáneos. Su libro pionero La Estructura social argentina ( 1955) se había convertido en un clásico de la sociología latinoamericana, y estimulaba diferentes temas de
investigaciones. Algunos de sus libros, como Política y Sociedad en una época de transición o Sociología de la Modernización, habían sido traducidos al inglés o al portugués. No obstante, a pesar de su inserción a la vida universitaria norteamericana, nunca
se sintió a gusto. Añoraba el ruido de Buenos Aires, las manifestaciones en la Plaza de
Mayo, e incluso el ruido de los sables. Esto lo motivó, una vez más, a buscar otro hogar,
en este caso su madre patria.
Pero este retorno a Italia también fue azaroso. Como en su primera emigración, las
autoridades italianas pusieron. –nos cuenta Ana Alejandra Germani– todos los obstáculos posibles, hasta que logra por fin una cátedra en Nápoles.
Germani reflexionó sobre las sociedades con base en esa experiencia terrible del
siglo XX –el siglo más violento al decir de un connotado historiador inglés– de la
Historia. El fascismo, la guerra mundial, las dictaduras, el totalitarismo, marcaron su
punto de vista y determinaron en gran parte sus temas de investigación, tomando
como referencia a la Argentina y a la América Latina. Este defensor de la libertad,
terminaría sus años con presagios pesimistas sobre el destino de las sociedades contemporáneas: “ Sus últimas reflexiones sobre la extrema vulnerabilidad de las sociedades modernas y las democracias occidentales – concluye su biógrafa–, apenas
esbozadas en aquellos años lejanos cuando había encontrado refugio en el Colegio
Libre de Estudios Superiores, terminarían en conclusiones dramáticas si no
apocalípticas en su último testimonio. A más de veintrés años de su muerte, se demuestran dramáticamente acertadas”.
Nos queda el deber de recordar su figura y trayectoria, y de releer –sin el apasionamiento político de la década del sesenta– su obra, ahora que América Latina busca de
nuevo su propio destino.
Roberto Pineda Camacho
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