Mañana cuando me maten - La esfera de los libros

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DOSSIER DE PRENSA
Han pasado cuarenta años desde que Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo,
Ramón García Sanz ―militantes del FRAP―, y Jon Paredes, Txiki, y Ángel Otaegui ―de
ETA―, fueron fusilados la madrugada del 27 de septiembre de 1975 en el postrer intento
del régimen por prolongar el franquismo sin Franco. Para unos, estos jóvenes de poco
más de veinte años fueron luchadores antifranquistas que dieron su vida por la libertad;
para otros, simples terroristas que pagaron con ella las que antes habían arrebatado.
Cometieran o no los delitos por los que fueron condenados, lo cierto es que fueron
víctimas de un simulacro de justicia que los sentenció antes de juzgarlos. Las pruebas
incriminatorias se obtuvieron mediante torturas o se manipularon burdamente y se les
privó de las mínimas garantías de defensa. Si la pena de muerte es despreciable en sí
misma, más aún lo es cuando en torno a ella se oficia una mascarada que intenta dotarla
de legitimidad.
Es probable que muchos de quienes nacieron tras la muerte del dictador no conozcan
este episodio o tengan una vaga referencia de él. Carlos Fonseca lo recupera con el
testimonio de los protagonistas, sus familiares, amigos, abogados y compañeros de
militancia, y lo acompaña de documentación inédita que arroja luz sobre los pormenores
que rodearon las últimas penas de muerte en España.
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Más información: Dpto. Comunicación | Mercedes Pacheco | [email protected]
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LOS CINCO ÚLTIMOS EJECUTADOS DEL FRANQUISMO
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MAÑANA CUANDO ME MATEN: LA HISTORIA DE LOS ÚLTIMOS EJECUTADOS DE LA
DICTADURA CONTADA POS SUS FAMILIARES
Xosé Humberto Baena sabía que lo iban a matar, que no habría ningún gesto de
clemencia, y su mayor preocupación cuando lo bajaron a capilla a última hora de la tarde
del viernes 26 fue que avisaran a sus padres lo antes posible para que tuvieran tiempo de
viajar desde Vigo a Madrid para despedirse. La justicia militar era rigurosa en las formas y
a las ocho de la mañana se cumplía el plazo de doce horas que debía discurrir desde que
les comunicaron el enterado del Gobierno antes de pasarlos por las armas. León Herrera
Esteban, ministro de Información y Turismo, había sido el encargado de trasladar el
acuerdo del Consejo de Ministros a la prensa esa misma tarde, y aunque los rumores
especulaban con la oposición del algunos ministros, e incluso el amago de dimisión de
alguno de ellos, el portavoz del régimen aseguró que el veredicto era unánime y calificó
de fábula de Samaniego la hipótesis de la divergencia interna:
«El Gobierno, en relación con cuatro causas instruidas por la jurisdicción militar
por delitos de terrorismo y de agresión a Fuerza Armada, ha tenido conocimiento de las
correspondientes sentencias y se ha dado por ‘enterado’ de la pena capital impuesta a
José Humberto Francisco Baena Alonso, Ramón García Sanz, José Luis Sánchez-Bravo
Solla, Ángel Otaegui Echeverria y Juan Paredes Manot. Su Excelencia el Jefe del Estado,
de acuerdo con el Gobierno, se ha dignado ejercer la gracia del indulto a favor de los
también condenados a la pena capital Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández
Tovar, Concepción Tristán López, María Jesús Dasca Penelas, Manuel Cañaveras de
Gracia y José Antonio Garmendia Artola».
Cinco penas de muerte confirmadas y seis conmutadas.
Las últimas horas
Don Fernando, el padre de Xosé, había apurado la jornada de trabajo en la fábrica de
madera Viuda de Urbano Pérez y de allí había marchado a casa de sus hermanas a
recoger los billetes de tren que cada semana le reservaban para viajar a la capital a ver al
hijo. «Sobre las ocho y media de la tarde recibí una llamada telefónica del abogado de
Madrid diciendo que si quería ver a mi hijo con vida tenía que estar en la cárcel de
Carabanchel antes de las seis de la mañana –escribió años después en un diario–. En el
tren llegaba a Madrid a las nueve, de modo que perdí el billete, pedí algo de dinero,
alquilé un coche y carretera adelante toda la noche sin parar acompañado de mi hijo
Fernando».
De madrugada, Xosé pidió un bolígrafo y papel a los policías armadas que le
custodiaban para despedirse de sus padres, temeroso de que no llegaran a tiempo.
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«Papá, mamá:
Me ejecutan mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero,
pero que la vida sigue. Recuerdo que en tu última visita, papá, me dijiste que fuese
valiente, como un buen gallego. Lo he sido, te lo aseguro. Cuando me fusilen mañana
pediré que no me tapen los ojos para ver la muerte de frente. Siento mucho tener que
dejaros. Lo siento por vosotros, que sois viejos y sé que me queréis mucho, como yo os
quiero, no por mí. Pero tenéis que consolaros pensando que tenéis muchos hijos, que
todo el pueblo es vuestro hijo. Al menos yo así os lo pido...»
Sólo José Luis Sánchez-Bravo había pasado la noche acompañado de su madre, sus
hermanos y su mujer, Silvia Carretero, embarazada de tres meses, a la que trasladaron
desde la prisión de Yeserías para que estuvieran juntos las últimas horas. Ramón García
Sanz, compañero del FRAP, barruntaba su soledad con la mirada perdida en un horizonte
situado a tres metros, los que distaban hasta la pared de su celda. Su hermano Santiago
estaba ingresado en un hospital de Zaragoza y no podía desplazarse a la capital. «Fueron
horas terribles –cuenta Victoria Sánchez-Bravo, hermana de José Luis–. Como Baena era
también gallego estuvimos cantando canciones populares de la tierra. Cuando llegó Silvia
los dejé solos. Se besaban entre las rejas y hablaban en voz baja, mientras mi hermano la
acariciaba la barriga».
A las seis y media de la madrugada, perdida ya casi la esperanza, don Fernando
pudo abrazar a su hijo. «Hablamos y el tiempo se pasó volando –escribió en su diario–.
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Después me dijeron que estuvimos media hora juntos». Un tiempo demasiado escaso
para una despedida definitiva. Hacía cinco años que las cosas se empezaron a torcer para
la familia, en 1970, cuando la Policía detuvo a Xosé por participar en una sentada en la
facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Santiago, en la que acababa de
matricularse con 19 años. Pasó varios meses en la cárcel de A Coruña, y aunque al final
fue absuelto por el tribunal que lo juzgó su vida no fue igual desde entonces. Tras
cumplir el servicio militar en Madrid en el cuartel de Hoyo de Manzanares, al que eran
enviados los jóvenes con antecedentes políticos para que no intoxicaran con sus ideas a
la soldadesca, volvió a Vigo y se puso a trabajar como peón en la empresa de fundición
Fumensa. Para entonces su compromiso político contra la dictadura era ya firme.
Participaba en protestas, repartía propaganda, hacía labores de proselitismo para captar
compañeros dispuestos a crear comités de trabajadores que defendieran sus derechos al
margen del sindicato vertical y en 1975 se incorporó al recién creado Frente
Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), auspiciado por el PCE (marxista-leninista),
una escisión del PCE de Santiago Carrillo. Cuando en mayo de 1975 huyó de Vigo con su
novia, María Pilar Alonso Maruxa, para no ser detenido, sabía que no volvería en mucho
tiempo. Ella fue detenida un mes después en un salto ante un banderín de enganche de
la Legión, en un acto de solidaridad con el Frente Polisario, y Xosé a finales de julio
acusado del asesinato días antes del policía armada Lucio Rodríguez Martínez y del
homicidio frustrado de otro fechas después.
Para cuando la pareja llegó a la capital ya llevaba un año en ella José Luis SánchezBravo. Aquí se había ennoviado y contraído matrimonio con una chica de su misma edad,
21 años, Silvia Carretero, con la que compartía militancia política. Un día, cuando la
acompañaba al trabajo en la oficina de un dispensario de la Seguridad Social la
casualidad quiso que se cruzaran con un guardia civil que estacionaba su vehículo en las
proximidades de su domicilio en el barrio madrileño de Batán. Entonces no lo sabía, pero
aquel hombre de aspecto corriente era teniente y se llamaba Antonio Pose Rodríguez.
Un hombre de hábitos fijos que José Luis eligió para los recién constituidos grupos de
combate y autodefensa del FRAP. El 16 de agosto fue asesinado a tiros por Ramón
García, que había asumido tal responsabilidad ante las dudas del compañero elegido
para hacerlo.
Mientras, en la cárcel Modelo de Barcelona, Jon Paredes Manot Txiki, de 21 años,
no dejó de hablar en toda la noche del día 26. «Estuvimos con él sus abogados, Marc
Palmes y Marga Oranich, y yo –cuenta su hermano Mikel–. No dejaba de contar historias,
e incluso algún chiste. No entiendo cómo podía estar tan entero. Creo que en el fondo
tenía la esperanza de que lo indultaran, aunque dijese que no esperaba nada. Fueron
horas de una impotencia total, de ver cómo pasaba el tiempo sabiendo que lo iban a
matar y no poder hacer nada. Me dijo que había estado en el atentado contra el policía
José Luis Díaz Linares, pero que no había participado en el atraco a una sucursal del
Banco de Santander en Barcelona en el que murió el cabo Ovidio López, que fue la causa
por la que le condenaron a muerte».
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Txiki había llegado a Zarauz con su familia desde Zalamea de la Serena siendo un
niño y con 17 años ingresó en ETA. La localidad guipuzcoana, en otro tiempo residencia
veraniega de la alta burguesía, mantenía entre sus ilustres moradores estivales a la
infanta Pilar de Borbón, hermana del entonces príncipe Juan Carlos, y su marido, el
empresario Luis Gómez-Acebo, cuya familia era originaria de la villa, a quien ETA planeó
secuestrar para canjear su libertad por la de un grupo de presos de la organización. Txiki
se encargó de vigilar al objetivo, pero la Policía echó por tierra la operación y tuvo que
huir a Francia. Allí, coincidiendo con la escisión entre milis y poli-milis, se incorporó a
principios de 1975 a los comandos Bereziak (especiales) de éstos últimos, encargados de
las acciones armadas, a las órdenes de Pedro Ignacio Pérez Beotegui Wilson. Con él fue
precisamente detenido unos meses más tarde en la ciudad condal, cuando observaban
una sucursal bancaria que pensaban atracar fechas después para recabar fondos para la
organización, que preparaba una espectacular fuga de medio centenar de militantes de
la prisión de Segovia, finalmente frustrada.
Su compañero de militancia en ETA, Ángel Otaegui, pasaba sus últimas horas
acompañado de su madre en la prisión de Burgos. «Nos avisaron a 20.30 horas de la
tarde del día anterior que a las 08.30 horas de la mañana lo iban a matar, y que si su
madre quería verlo tenía que ir esa noche a la cárcel –cuenta Mercedes Otaegui, su tía–.
Le dimos varios calmantes para que viajara más tranquilla y nos fuimos para allá
acompañados de amigos y vecinos del pueblo, pero solo pudo estar con él su madre, mi
hermana. Un capitán del Ejército le dijo que si cuando le mataran quería llevarse el
cadáver al pueblo tuviera preparadas 50.000 pesetas para la funeraria y que no armara
jaleo porque si lo hacía no le entregarían el cuerpo y tampoco sabría dónde lo habían
enterrado. El resto esperamos en la puerta hasta que mi hermana salió del recinto
cuando llegó la hora de fusilarlo».
La familia no sabía que Ángel militaba en ETA hasta que la Policía fue a buscarlo a
casa. Fue en noviembre de 1974, y le acusaron de haber colaborado en el asesinato del
cabo de la Guardia Civil Gregorio Posadas el 3 de abril anterior. Él alegó en el juicio que
se había limitado a identificar al agente a los miembros del comando, pero que no sabía
que fueran a matarlo. Su compañero José Antonio Garmendia, a quien la Policía le
acusaba de ser uno de los autores de los disparos, había resultado gravemente herido de
un disparo en la cabeza durante su detención y estaba impedido. Su abogado, Juan
María Bandrés, consiguió convencer al tribunal de que ajusticiar a un hombre disminuido
mental era un crimen.
Contestación social
El régimen vivía en 1975 una creciente contestación social, y ETA y el recién creado FRAP
hostigaban al régimen con atentados que movilizaron a los sectores más intransigentes
del régimen, preocupados por el paulatino deterioro físico del dictador y las veleidades
aperturistas de quienes pretendían un pacto con las fuerzas de la oposición ante la que
consideraban ya no muy lejana muerte del dictador. El Gobierno de Carlos Arias Navarro,
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sustituto del almirante Luis Carrero Blanco, asesinado por ETA en diciembre de 1973,
respondió con una vuelta de tuerca en las políticas represivas con en la declaración del
Estado de Excepción en el País Vasco durante tres meses, entre el 25 de abril y el 25 de
julio de 1975, y la promulgación de la Ley Antiterrorista en agosto de ese mismo año,
que devolvía a la jurisdicción militar la instrucción de los delitos de orden público y
desempolvaba los consejos de guerra sumarísimos, que permitían juzgar y condenar a
penas de muerte a los acusados de atentados contra los miembros de las fuerzas del
orden sin ninguna garantía legal. Un remedo de justicia que el régimen no dudó en
aplicar a sus cinco últimos condenados a muerte.
«Cuando salieron de la cárcel camino del campo de tiro de El Palancar aún no
sabíamos con certeza que iban a fusilarlos –recuerda el periodista Miguel Ángel Aguilar,
entonces redactor jefe de la revista Posible–. Pensábamos que los iban a ajusticiar en
algún cuartel cercano a la cárcel de Carabanchel, tal vez en el de Cuatro Vientos, hasta
que los abogados nos comunicaron que serían fusilados en Hoyo de Manzanares.
Partimos tras la comitiva de coches policiales que custodiaban los furgones en el que
iban los condenados a muerte, pero no llegamos a tiempo de presenciar las ejecuciones.
Nos detuvieron en varios controles y sólo pudimos escuchar las descargas».
«Escuché los primeros disparos –dice Victoria Sánchez-Bravo, que sólo pudo llegar
hasta una zona sin visibilidad pero suficientemente próxima al lugar de las ejecuciones
para oír las detonaciones–, pero no sabía si el que acababan de fusilar era mi hermano u
otro. Después los segundos, y los terceros. Se hizo un silencio muy grande y vimos bajar
riéndose a los miembros de los pelotones de fusilamiento, como si vinieran de celebrar
algo». El pelotón que fusiló a Baena estaba integrado por guardias civiles voluntarios, y el
que ajustició a Sánchez-Bravo y García por policías armadas.
En Burgos, los ocho agentes de la Policía Armada que componían el pelotón de
fusilamiento encargado de pasar por las armas a Ángel Otaegui habían sido citados a las
ocho de la mañana en el recinto penitenciario. Allí, a las 08.35, según consta en el acta
levantada tras la ejecución, fue fusilado el militante de ETA, mientras su familia esperaba
noticias a las puertas de la prisión. «Varios militares nos dijeron que no podíamos
permanecer allí toda la noche y nos fuimos a un bar de Villafría (un barrio de Burgos) –
recuerda Mercedes Otaegui, su tía–. Íbamos y veníamos de la cárcel cada poco y
escuchábamos la radio por si entre tanto decían algo, hasta que una de las veces nos
comunicaron que ya le habían fusilado en el mismo patio de la prisión. No me dejaron
verlo y tuve que esperar media hora para que me entregaran sus cosas».
Justo a la misma hora que Otaegui caía bajo las balas del pelotón de fusilamiento
Jon Paredes Manot Txiki era fusilado en una zona boscosa habilitada para la ocasión en
las proximidades del cementerio de Sandanyola Su hermano Mikel fue testigo directo.
«Lo ataron a una especie de trípode metálico colocado en un montículo. Me situé detrás
del pelotón, a unos seis metros de distancia de donde estaba, levanté la mano y le hice la
señal de la victoria –recuerda Mikel cuarenta años después–. Cuando se dio cuenta de
que estaba allí echó una sonrisa tremenda y empezó a cantar el Eusko Gudariak. Sonó
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una descarga y después continuaron disparando tiro a tiro hasta que le dieron el de
gracia. Me puse a gritar como un loco y de no ser por los abogados, que estaban
conmigo, no sé lo que habría sido capaz de hacer».
Protestas internacionales
Las protestas internacionales por los crímenes fueron generalizadas. La Asamblea
General de las Nacionales condenó los ajusticiamientos, dieciséis países retiraron a sus
embajadores o representantes comerciales, y la Comunidad Económica Europea (CEE)
suspendió las negociaciones con Madrid para alcanzar un acuerdo comercial preferente,
el anticipo de nuestra entrada en el mercado común. Sólo Estados Unidos guardó
silencio, más preocupado por preservar sus intereses económicos y políticos en España,
que pasaban por la firma de un tratado de defensa que estaba en plena negociación, que
por las penas de muerte. El Vaticano, que había pedido clemencia al dictador, rechazó
firmar un nuevo Concordato (estaba en vigor el suscrito en 1953), la Confederación
Europea de Sindicatos Libres convocó manifestaciones y un boicot general en todos los
medios de transporte en dirección a España, y muchas delegaciones diplomáticas
españolas en el exterior fueron asaltadas, saqueadas y, en el caso de la de Lisboa,
incendiada.
El 1 de octubre, cuatro días después de los fusilamientos, una muchedumbre se
concentraba en la Plaza de Oriente convocada por el Gobierno para celebrar el 39
aniversario de la exaltación de Francisco Franco a la jefatura de Estado y mostrar su
rechazo a la comunidad internacional. Una vez más, el dictador, en el que fue su última
aparición en público antes de su muerte, acusó de los males de España a una
«conspiración masónica izquierdista en la clase política, en contubernio con la
subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les
envilece…»
Las protestas internacionales devinieron pronto en silencios, el pragmatismo se
impuso a la justicia, y los muertos bien enterrados estaban. Estados Unidos suscribió el 4
de octubre con España un acuerdo marco de cooperación, la CEE levantó el bloqueo y
reanudó los contactos con nuestro país el 20 de enero de 1976 (el Gobierno solicitó el
ingreso en la Europa comunitaria al año siguiente), y regresaron los embajadores. Para
entonces Franco había muerto y el rey Juan Carlos ya había sido coronado, aunque aún
quedaba camino por recorrer hasta que España pudiera ser considerada una democracia
de pleno derecho.
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EL AUTOR
Carlos Fonseca (Madrid, 1959) es periodista y escritor. Ha
trabajado en los diarios Ya y El Independiente, la revista Tiempo
y el digital El Confidencial, y colaborado en RNE, Onda Cero, la
radiotelevisión vasca EiTB y numerosos medios escritos. Ha
impartido también conferencias sobre periodismo y memoria
histórica.
Como escritor es autor del best seller Trece rosas rojas (2004),
llevado al cine por el director Emilio Martínez Lázaro en 2007,
Tipos infames (2014), Luz negra (2011), Tiempo de memoria
(2009), Rosario dinamitera (2006), Garrote vil para dos
inocentes (1998) y Negociar con ETA (1996).
UNAS PALABRAS DEL AUTOR
«Dice el escritor Juan Gelman que lo contrario al olvido no es la memoria sino la verdad.
Yo creo que este libro es una aproximación a la verdad de esos hechos».
«Me ha sorprendido la dificultad que he tenido para acceder a la documentación de la
época. Aun contando con las pertinentes autorizaciones, destaca la deficiencia de los
archivos militares para la investigación periodística o literaria».
«Es en realidad, la historia de los cinco jóvenes, sus vivencias personales más allá de su
militancia política».
«La historia más dramática es la de Sánchez Bravo, que tenía 21 años, estaba recién
casado y esperaba un hijo».
«No es un ensayo histórico, sino un libro divulgativo».
FICHA TÉCNICA DEL LIBRO
Título: Mañana cuando me maten
Subtítulo: Las últimas ejecuciones del
franquismo. 27 de septiembre de 1975
Autor: Carlos Fonseca
Colección: Historia
Páginas: 392
Precio: 23,90 €
Fecha de publicación: 01/09/2015
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