Burla y parodia del discurso oficial en el teatro primitivo español

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BURLA Y PARODIA DEL DISCURSO OFICIAL
EN EL TEATRO PRIMITIVO ESPAÑOL
Alfredo Hermenegildo
Université de Montréal
En su Tesoro de la lengua castellana o española, al tratar de la palabra [burla], dice
Covarrubias lo siguiente: «Echarlo en burlas, disimular lo que en un colérico sería ocasión
bastante para reñir». El Diccionario de la lengua española, de la Real Academia, da, entre otros
significados del vocablo y referido a «mezclar uno burlas con veras», el de «introducir en un
escrito o conversación cosas jocosas y serias a un mismo tiempo». Y respecto a «parodia», el
mismo Diccionario señala que es «cualquier imitación burlesca de una cosa seria».
La mezcla de la verdad y la ficción, de la realidad y de la no-realidad, del tono jocoso y
del tono serio, del disimulo y del enfrentamiento, está en la base misma del uso de lo burlesco en
la vida cotidiana. Por vía de consecuencia, también lo encontramos en los textos dramáticos que
constituyen el corpus que vamos a estudiar en estas páginas. Y queremos, desde el principio,
afirmar la radical ausencia de vacuidad y de gratuidad en todo gesto burlesco, enfrentado a la
existencia de una realidad parodiada y, por lo tanto, puesta en tela de juicio. La burla, como bien
apunta Covarrubias, remplaza de modo eficaz la ira del colérico y permite alcanzar los mismos o
parecidos objetivos que se habrían podido conseguir con una reacción directa y sin
circunloquios. Y todo ello, provocando la risa del que se burla y del que contempla el ejercicio.
La burla no es inocente. La parodia tampoco. Una y otra se enfrentan con una realidad que
intentan modificar, tras un proceso de descodificación, de desconstrucción y de recodificación.
Cuando la burla usa la parodia en el escenario, el teatro y sus componentes de todo tipo se
reajustan para dar cabida a los cuatro componentes fundamentales del gesto burlesco: imitación
grotesca de algo o de alguien, eliminación del enfrentamiento en el terreno de la vida real,
provocación de una modificación de las tensiones e irregularidades individuales o sociales, y
celebración colectiva de la risa como instrumento de acercamiento de los seres humanos.
En las páginas que siguen vamos a analizar el fenómeno de la burla encarnado en algunos
personajes y situaciones aparecidos en el teatro del siglo XVI. Y todo ello queda integrado en un
estudio más amplio consagrado al estudio del gracioso, de la figura del donaire, a lo largo de los
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textos y las realizaciones escénicas del Siglo de Oro. Siempre hemos afirmado la radical
continuidad existente en la evolución del teatro a lo largo de las dos centurias. Y tan teatro áureo
es el del XVI como el del XVII. El problema surge cuando nos acercamos al corpus del siglo
XVI, al que va desde las primeras manifestaciones del teatro escrito en castellano (Encina,
Fernández, Ávila, Vicente, Torres Naharro, etc.) hasta el momento en que aparece la comedia
nueva, con las profundas modificaciones que introdujo en el arte escénico. El gracioso está
ausente de dicho corpus. Hay en él otras criaturas dramáticas que han sido siempre relacionadas
con uno de los productos más típicos de la comedia nueva, la figura del donaire.
En las historias del teatro clásico español, la tendencia más generalizada ha sido la de
considerar al pastor grosero, al simple, al bobo, como precedentes de lo que más tarde sería el
signo [gracioso]. Según la tradición crítica, todas esas figuras están enlazadas en una cadena
textual y transtemporal, dependiendo en todo momento cada una de ellas de las que la
precedieron en el tiempo. No ponemos en tela de juicio la presencia de ciertos rasgos de los
personajes anteriores al gracioso en la propia figura del donaire. No es inverosímil pensar que
los simples de Lope de Rueda han dejado algunas huellas incrustadas en la confección de los
graciosos de Lope o de Calderón. Pero el problema es mucho más profundo. No se trata de hacer
un rastreo de cómo perviven en la elaboración de dicho gracioso características y rasgos propios
de aquel rudo pastor de Encina o de aquel simple de Lope de Rueda. En el fondo, la sencilla
consideración de la intertextualidad como explicación del fenómeno no nos resulta plenamente
satisfactoria.
Ya que los estudios literarios han evolucionado de modo decisivo en los últimos
decenios, hemos creído conveniente dejarnos tentar por la curiosidad para releer y reevaluar el
funcionamiento de ciertos textos dramáticos, para volver a plantear el problema del gracioso
desde una perspectiva diferente. Hemos querido analizar cómo y por qué hay muchos rasgos
semejantes en la figura del donaire y en sus predecesores, pastores, simples y bobos. Y todo ello
sin tomar en consideración la dependencia textual existente entre unos y otros, y menos aún, sin
fundamentar nuestro análisis en un complejo examen de las llamadas fuentes literarias. Se trata
de remplazar el estudio de fuentes –útil y necesario en muchos momentos- por el de la inserción
dinámica de un texto producido con anterioridad en el entramado de signos que constituyen una
producción teatral determinada. Consideramos el texto dramático -y el literario, en generalcomo una encrucijada, como un tejido nuevo construido con retazos anteriores que se encuentran
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y dialogan entre sí situados en entramados sociales, políticos, etc., distintos de los que rodean la
aparición del objeto analizado.
En principio, hay que fijar los dos ejes que estructuran y gobiernan la aparición de un
texto. Por una parte, el eje horizontal, sintagmático, el que recoge y engloba linealmente la
tradición. Es decir, el que resulta conformado por la cadena intertextual. Dicha cadena inscrita
en el eje citado, choca sucesivamente con distintos ejes verticales, paradigmáticos, ejes en los
que se insertan los diversos discursos de múltiples y variados contextos históricos. En el cruce de
los dos ejes, el horizontal, la cadena intertextual, el sintagmático, y el vertical, el que pertenece a
una época determinada o el condicionado por un discurso preciso, el paradigmático, salta el
chispazo generador del nuevo texto, que, a su vez, pasa a constituir un nuevo eslabón de la
cadena intertextual. El sintagma y el paradigma, la estructura primordial, básica, y la
contextualización en cada momento de la historia y en cada sociedad o grupo, producen, en su
choque creador, una obra encarnada, inculturada hic et nunc en el medio que la engendra.
Nuestra hipótesis de trabajo1 trata de descodificar el sentido profundo de la línea
evolutiva que aparece en los rústicos pastores del primer teatro castellano, de los primitivos
autos, farsas, loas, églogas, etc., de Juan del Encina, Lucas Fernández, Diego de Ávila, Gil
Vicente, Bartolomé de Torres Naharro, etc., continúa en los simples y en los bobos de Lope de
Rueda o del teatro catequístico, y termina en los graciosos de la comedia nueva o del teatro
barroco, de Lope de Vega a Calderón de la Barca.
Dicha hipótesis parte de una afirmación, de un axioma: el loco del carnaval, el personaje
de la fiesta popular, es la figura emblemática que corre subterráneamente por la vida interior del
teatro español clásico, por el eje sintagmático, y aflora a la superficie en los varios segmentos de
la historia adoptando formas y comportamientos propios de cada momento. Son los encuentros
del eje sintagmático con los diversos avatares del paradigmático, los que van provocando la
aparición de los diferentes textos con sus pastores burdos, sus bobos, sus simples o sus
graciosos.
La empresa de definir los rasgos del loco de la fiesta popular, del carnaval, su estructura
profunda, fue acometida por Mijaíl Bajtín en su trabajo L’oeuvre de François Rabelais et la
culture populaire au Moyen Age et sous la Rennaissance2. Aun siendo asunto conocido, nos
1
.- Alfredo Hermenegildo, Juegos dramáticos de la locura festiva. Pastores, simples, bobos y
graciosos del teatro clásico español, Palma de Mallorca, Olañeta, 1995.
2
.- París, Gallimard, 1970. Hemos usado la traducción francesa.
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parece útil resumir brevemente los rasgos que caracterizan, en su profundidad estructural y en
sus realizaciones anecdóticas, la figura del loco del carnaval. Bajtín recuperó la sabiduría de la
corriente popular vigente en los dichos y refranes, en las narraciones tradicionales transmitidas
por vía oral, en la expresiones surgidas de la boca de ciertos marginados del discurso oficial,
serio y dominador, es decir, de los simples, los bufones y los locos. La fiesta popular del
Medioevo -y la de todos los tiempos, hay que añadir- es una vía alternativa a la que canaliza el
discurso oficial y la cultura dominante. Es decir, dicha fiesta es la manifestación, la epifanía de
un mundo infinito de formas de la risa, de la burla, de la parodia. Es la expresión pública y
colectiva de ese fondo incontrolable que el alma humana lleva dentro y que el discurso oficial
intenta dominar y aniquilar por medio de sus leyes, de sus normas de convivencia, de sus
estructuras sociales, de sus balizas de comportamiento.
El carnaval es el momento de la liberación de las fuerzas elementales de la libertad,
aunque, irremediablemente, dicho carnaval es seguido por el triunfo y la dominación de la
cuaresma, en que las aguas vuelven a su cauce, en que las insignias oficiales –disfraces útiles
para ocultar la insignificancia del que ostenta el título o el cargo público- dominan y eliminan los
disfraces usados durante la fiesta popular. El disfraz carnavalesco permite la expresión de todos
los excesos colectivos. El disfraz oficial elimina toda expresión que no figure en el catálogo de
los gestos permitidos por el orden reinante. Y al mismo tiempo, en esa sucesión de carnaval y de
cuaresma, el discurso dominante ha permitido la explosión provisional y controlada de las
fuerzas y energías ocultas en el individuo, para recuperar, un tiempo más tarde, el control total
de la situación. En el fondo, y aquí tocamos los límites del ejercicio teatral, el carnaval es la
«representación» de un guión, de un texto hecho teatro en un cuaderno de dirección. Y como
toda representación, se acaba tras los últimos compases de la fiesta y permite la continuación de
la actividad cotidiana. Siempre queda, sin embargo, el convencimiento de que dicha
representación ha cambiado de algún modo la vivencia colectiva, para bien o para mal. Y
también surge la duda de si la fiesta carnavalesca no hace más que levantar la tapa de la marmita
para dejar escapar la presión excesiva y, una vez que aquella se vuelve a cerrar, se convierte en
un instrumento más del control oficial sobre las fuerzas profundas de la colectividad.
Gracias a las máscaras carnavalescas, el cuerpo se libera, se siente independiente y se
convierte en el centro de la atención. El cuerpo es rey, habría que decir, y se manifiesta como el
signo máximo del enfrentamiento entre la naturaleza libre y la cultura dominada. Y quienes
marcan los «ilimitados límites» de semejante liberación son los bufones, los bobos, los locos,
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que viven dentro del marco que la sociedad les atribuye y pasan a ocupar el primer plano de la
escena social en ciertos momentos del calendario organizado por el discurso oficial dominante.
Las fuerzas que controlan y dominan la vida social aceptan el ejercicio liberador
carnavalesco, al mismo tiempo que lo enmarcan y lo canalizan. La exaltación del loco festivo
queda controlada en el espacio y no en el tiempo -los bufones ejercen su cometido burlesco en
todo momento, pero son personajes limitados en número y están adscritos al centro mismo del
poder político-, o bien se ha generalizado en el espacio, pero queda confinada a un tiempo
preciso, al marco cronológico cedido para el desarrollo de la fiesta popular, del carnaval. El
carnaval cristiano es una liberación controlada en el espacio y limitada en el tiempo. Es una
forma de recuperación de la fiesta popular inscrita en la locura colectiva. Antes de la vuelta al
momento de penitencia, de la cuaresma, el discurso dominante organiza un tiempo de locura.
Ahí aparece la contradicción fundamental: organizar un tiempo de locura, cuando dicho tiempo
no tendría que estar organizado por nada ni por nadie distinto de las fuerzas elementales y
colectivas que gobiernan el alma de los pueblos. Y, justamente, el personaje dramático que
estudiamos es una manifestación clara de esa organización del tiempo carnavalesco y de su
agente principal, el loco festivo de las tablas, el pastor grosero, el simple, el bobo, el bufón, el
gracioso.
Esa figura que corre a través del tiempo por la estructura profunda de las piezas teatrales,
la que fija la coordenada sintagmática, fue bien definida en el trabajo de Bajtín. Las imágenes
del cuerpo, del comer, del beber, de la satisfacción de las «necesidades» naturales, de la vida
sexual, de la expresión elemental de cuanto bulle en las entrañas humanas… Todo ello aparece
como signo y principio universal de la vida colectiva y popular no sometida a la norma oficial.
El carnaval invierte y da la vuelta a la realidad organizada por las normas oficiales. Lo
bajo sube a la superficie de la convivencia; lo alto queda reducido, neutralizado, marginado o
inutilizado. El realismo grotesco rebaja todo lo elevado y espiritual, lo ideal y abstracto, al nivel
de lo estrictamente material y corporal, al nivel de todo lo que se considera como bajo en el
equilibrio del discurso oficial (comer y beber en exceso, digerir, eructar, defecar, orinar, sudar,
tener relaciones sexuales). La exaltación del vientre, el alto y el bajo, del vientre grosero y de las
actividades biológicas que constituyen la base misma del mecanismo propio de la reproducción
y de la conservación del ser humano, todo ello es considerado por el discurso dominante como
rebajamiento. Y al mismo tiempo, dicho rebajamiento es un ejercicio de acercamiento a la tierra,
de unión con la tierra concebida como principio de nacimiento, de absorción y de regeneración.
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En ese acercamiento a la tierra hay un deseo de horizontalidad, de igualación y de mezcla, de
fusión e igualación del ser humano, de los animales y de las cosas. El personaje carnavalesco se
disuelve, se vivifica y se continúa en la naturaleza como ser abierto a ella por sus numerosos
orificios (boca, ano, sexo, poros, orejas, nariz). De ahí la zoomorfización y reificación o
cosificación del humano, y la antropomorfización de animales y cosas. Los dos procesos son
elementos capitales de la fiesta popular y, adoptando formas paródicas, satíricas, caricaturales y
burlescas de expresión, son una auténtica inversión de las normas impuestas por la ideología
oficial y dominante.
Añadamos, en este breve resumen sobre la caracterización de la figura del loco festivo
vivo en el carnaval, el recurso a la destrucción de la lógica del lenguaje socializado. La figura
carnavalesca recupera la libertad total echando mano de un lenguaje que prescinde de la norma
vigente. Pero en la recuperación de la libertad va implícito el riesgo de no poder ser
comprendido por el destinatario del mensaje, con el que no se comparten los códigos necesarios
para la comunicación. Surge así el juego, la fantasía verbal3, liberado el lenguaje de la
preocupación por el significado y puesto bajo el signo de la gratuidad. El grito de libertad se
manifiesta en la destrucción de la norma lingüística dominante y es, también, una manifestación
más de la locura del carnaval que rompe las cadenas de la convención. Pero en la fantasía verbal
hay una contradicción fundamental. La rotura de la norma hace que el loco quede aislado de los
otros locos, en un momento en que el ejercicio colectivo es la marca característica del carnaval.
El alma humana arrastrada por la ola de la fiesta colectiva queda, sin embargo, aislada en la
interiorización de un lenguaje indescodificable producido por aquellos a quienes va dirigido.
Pero está no es la única marginación del loco festivo.
La serie de rasgos, desplegados rápidamente en estas páginas, se encuentra en la base
misma de los personajes dramáticos objeto de nuestro estudio. Unas veces aparecen en algunos
de ellos ciertos matices que desaparecen en otros. Más allá de la especificidad de cada una de las
anécdotas, todo queda organizado por la segunda coordenada, la paradigmática, que está
definida por el contexto socio-histórico, por la evolución de las costumbres, por el cambio de los
intereses colectivos, por la modificación de las normas aceptadas como válidas por una
comunidad humana. En algún momento se pone de relieve, se abulta un rasgo carnavalesco; en
otro contexto histórico se pone de relieve uno distinto, pero la figura del loco festivo corre, como
3
.- Robert Garapon, La fantaisie verbale et le comique dans le théâtre français du Moyen Age à
la fin du XVIIe siècle, París, Armand Collin, 1957.
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torrente subterráneo y creador, bajo las distintas anécdotas que constituyen la superficie textual
de las obras en cuestión.
En el cruce del eje sintagmatico, transtemporal, y el discurso subyacente en el mundo
cortesano de finales del siglo XV y principios del XVI, surge una forma de hacer teatro que
utiliza diversas encarnaciones del loco festivo con una finalidad fundamental: afirmar, contando
con la liberación provisional de la figura carnavalesca, la radical preponderancia de una visión
del mundo, la de los estamentos dominantes. Así aparecen dichas encarnaciones en las églogas
cortesanas del primitivo teatro castellano, ya sean de temática religiosa -Égloga representada en
la noche de la Natividad, Égloga representada en la mesma noche de Navidad, Égloga de las
grandes lluvias, números 1, 2 y 9 de la serie de piezas de Juan del Encina4, Auto o farsa del
Nacimiento y Égloga o farsa del Nacimiento, ambas de Lucas Fernández5,- o profana -Farsa o
cuasi comedia de una doncella, un pastor y un caballero y Farsa o cuasi comedia de Prabos y
Antona, ambas del mismo Fernández, y la Égloga interlocutoria de Diego de Avila6-.
En la obras religiosas señaladas se repite, mutatis mutandis, el mismo modelo de
personaje, el del pastor rústico y grosero, incapaz de comprender los misterios religiosos hasta
que es instruido por quienes tienen conocimientos suficientes para hacerlo, un clérigo o un
pastor ya iniciado. En las obras profanas, la Farsa de una doncella, un pastor y un caballero
fundamentalmente, también se atribuye al pastor el rol del inexperto en las lides cortesanas. Las
otras dos piezas, parodias y burlas de las bodas nobles, usan al rústico como figura capaz de
dejar al descubierto lo que de menos noble hay en el estamento dirigente, pero al final el marco
dominante acaba eliminando la figura grotesca para dejar paso a la fiesta oficial de la boda entre
aristócratas.
Tomemos, del corpus encianiano, las églogas 1ª y 2ª. Ambas, según señalan los textos
conservados, están dotadas de una estructura dramática única. La transgresión o, mejor, la
carencia7 que pone en tela de juicio la doctrina oficial, la de la Encarnación, se textualiza en la
4
.- Juan del Encina, Teatro completo, Ed. Miguel Ángel Pérez Priego, Madrid, Cátedra, 1991.
Los textos de todas las obras citadas están tomados de las ediciones señaladas en las notas. Van
seguidos del número de los versos o de las páginas donde el pasaje aparece.
5
.- Lucas Fernández, Teatro selecto, Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, Escelicer, 1972.
6
.- Teatro renacentista. Juan del Encina. Diego de Ávila, Lucas Fernández, Bartolomé de Torres
Naharro, Gil Vicente, Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, Espasa Calpe, 1990.
7
.- Sobre las nociones de situación inicial, transgresión, carencia, mediación y desenlace véase
el trabajo de Thomas G. Pavel La syntaxe narrative des tragédies de Corneille. Recherches et
propositions, París-Ottawa, Klincksieck-Université d’Ottawa, 1976.
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primera égloga. La segunda es el vehículo de dramatización de la mediación que restablece el
triunfo de la doctrina oficial y su conocimiento por los pastores en el desenlace final. Los cuatro
pastores, marcados con los nombres de los cuatro evangelistas, se dividen en dos parejas. Juan y
Mateo son los instrumentos de la carencia, los pastores que desconocen la doctrina oficial. Lucas
y Marco intervienen como portavoces de dicha doctrina para restablecer la preponderancia del
discurso dominante. Pero lo interesante es ver cómo la mediación de Lucas y Marco no
encuentra resistencia alguna en los transgresores. Incluso el mismo Juan ya sentía en lo hondo
una esperanza de revelación («Mia fe, digo que lo creo, / que ya estava yo en oteo / de luengo
tiempo esperando» (vv. 25-27, de la égloga segunda).
En el caso de la Égloga de las grandes lluvias la estructura narrativa se organiza también
en torno al conocimiento de la Encarnación. Los pastores ignoran -de ahí la involuntaria
transgresión, la carencia- el nacimiento de Cristo y viven entregados a las actividades de la vida
cortesana. Las dudas de los pastores quedan resueltas, sin oposición auténtica, por las palabras
del Ángel y por la intervención de Miguellejo aclarando las vacilaciones de Juan sobre la
identificación del recién nacido. Los pastores aceptan el mensaje, sin recelo alguno, y deciden ir
a ofrecer presentes al Niño de Belén.
El teatro de temática navideña legado por Encina hace del pastor grosero un objeto
aislado, manipulado y puesto al servicio de la catequesis del mundo dominante. En los círculos
cortesanos en que la pieza se representó, el autor y el público, desde el lugar que les atribuye el
discurso oficial, cristiano y eclesiástico, usan al pastor como anécdota de la integración y del
sometimiento a ese mismo discurso dominante. Y la integración y el sometimiento se hacen bajo
los signos del acatamiento, de la indefensión y de la no-resistencia. No hay ningún obstáculo
serio que impida la recuperación y el triunfo de la verdad oficial.
En el caso de las obras de temática navideña del salmantino Lucas Fernández, el
planteamiento del problema responde a criterios semejantes o, incluso, idénticos. El Auto o farsa
del Nascimiento y la Égloga o farsa del Nacimiento, más allá de las variantes superficiales de la
anécdota dramática, repiten el modelo. Las piezas son el vehículo usado para alcanzar una meta
pedagógica, didáctica, integradora. En una y otra aparecen el pastor y su mundo como elementos
instrumentales para facilitar la presentación o la narración del nacimiento de Cristo y su
conocimiento por parte de los pastores. Los dos temas, el de los pastores y el del Nacimiento,
viven en espacios paralelos, con una clara invasión del primero por el segundo a medida que la
obra avanza hacia el desenlace.
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En la Égloga o farsa, por ejemplo, los pastores no reaccionan ante los signos
anunciadores de la Encarnación. Esa es la carencia que viene a alterar la tranquila posesión de la
verdad subyacente en el discurso religioso dominante. Dicha tranquilidad debe recuperarse con
la catequización de quienes viven al margen del conocimiento de la Encarnación. Y la mediación
capaz de reconstruir el orden perdido está en la boca y en las intervenciones del clérigo Macario
y del pastor Marcelo, ya iniciado en el conocimiento de las verdades. Los pastores Bonifacio y
Gil viven en un mundo aislado, ajeno al contexto religioso. Los signos del Nacimiento no alteran
la actividad diaria de los pastores. La intervención de Macario, el ermitaño, encuentra más
resistencia por parte de los pastores que la que hemos señalado en las piezas de Encina.
Bonifacio y Gil se oponen a Macario y se burlan de él, dejando al descubierto una oposición que
encubre otra mayor, la que enfrenta al señor y al campesino. Los versos de Gil son muy claros en
ese sentido («A otros muchos senores / hazemos burlas mayores» -vv. 313-314). Pero las burlas
y la resistencia quedan neutralizadas por el discurso catequístico del propio Macario y del pastor
Marcelo. Con lo que la visión del mundo propia del estamento dominante se impone sin que los
catequizados ofrezcan una auténtica resistencia. Es un juego casi infantil más bien que un
auténtico enfrentamiento dialéctico. No entraremos en los detalles del Auto o farsa del
Nacimiento porque el modelo se repite. El misterio de la Encarnación, desconocido por Pascual
y Lloreinte y anunciado por Juan, es aceptado por los ignorantes y celebrado con la visita a
Belén.
Esas burlas hechas a «muchos señores» a que hace alusión el Gil de la Égloga o farsa,
tiene su plena dramatización en la Égloga o cuasi comedia de una doncella y un pastor y un
caballero, del mismo Fernández. Aquí se ha modificado el contenido de la pieza. Ya no se trata
del conocimiento de lo religioso, sino del enfrentamiento claro y efectivo entre el pastor y el
caballero, entre el segmento social al que pertenece el rústico y el estamento dominante, el
caballeresco. Más que una relación dialéctica [pastor/caballero], se dramatiza la modelación
dramática de dos maneras de concebir la inserción social, la pastoril y la aristocrática. Los
personajes, no dotados de nombres, son figuras arquetípicas, generalizadas; son la mujer, el
pastor y el caballero, los que dan a la pieza un sentido más universal. La oposición queda
textualizada: 1) en la percepción negativa que el pastor tiene del caballero; 2) en la presuntuosa
alabanza que el pastor hace de sus propias virtudes para compensar la opinión favorable que del
caballero tiene la doncella; 3) en la afirmación de la existencia del sentimiento amoroso entre los
pastores; 4) en la discusión del caballero y del pastor y en los «espaldarazos» que este último
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recibe de manos de aquel. La doncella es el objeto disputado por ambos contendientes. Y será el
caballero quien triunfe después de las duras disputas entre ambos y la agresión física del
dominante sobre el dominado. La didascalia explícita que controla la escenificación es muy
clara: «Aquí da el Caballero de espaldarazos al Pastor» (p. 133). La doncella pertenece al mundo
del caballero y el pastor ha de quedar tristemente recluido en su espacio estamental, después de
aceptar el triunfo del poderoso. Los versos finales manifiestan la aceptación pastoril del
resultado de la acción, lo que supone la complacida aprobación del rol que la sociedad
estamental le reserva («Ora digo, señor bueno, / que, aunque peno, / que la lleuéys en ora buena»
-vv. 511-513), así como la alegría del vencido («Sí, y aún quiero lleuantar / vn cantar» -vv. 520521).
La Farsa a cuasi comedia de Prabos y Antona, también de Lucas Fernández, es otra
variante anecdótica del enfrentamiento entre dos estamentos separados por su importancia en la
escala social. Ahora son un innominado Soldado y el pastor Prabos los que discuten, tienen
«ciertas barajas», según se dice en el argumento de la obra (p. 153), para conseguir el amor de la
pastora Antona. El intercambio de imposiciones, improperios y amenazas es considerable, pero
todo se resuelve, en la paz y la concordia final, con la aceptación gozosa, por parte de Prabos,
del triunfo del Soldado. El rústico ha sido, una vez más, utilizado como instrumento de la
dramatización de una oposición [instancia dominante/intancia dominada] o, dicho de otro modo,
la oposición [ciudad/campo]. Lo mismo esta obra que la anteriormente citada, dejan al pastor
grosero reducido a la condición de figura ritualizada en su función de objeto de la dominación,
aceptada gozosamente tras unos momentos de enfrentamiento más o menos profundo y como
prueba de la inevitable reconciliación y la paz universal del fin de la pieza. La restauración del
orden sólo se logra con el sometimiento del dominado y con el triunfo del estamento dominador.
No olvidemos que estas obras se representaron en medios cortesanos y que el público cautivo a
que iban dirigidas se tuvo que ver retratado en el conflicto «felizmente resuelto» al final de la
dramatización.
La Comedia de Bras Gil y Beringuella, de Fernández, y la Égloga interlocutoria, de
Diego de Ávila, no usan al pastor del mismo modo, aunque se sirven de él como instrumento
burlesco al servicio de la parodia de las fiestas de esponsales celebradas entre la clase
aristocrática. Una y otra -la de Ávila con toda seguridad- debieron de representarse en medio de
las fiestas de esponsales de miembros del estamento dominante. La Égloga, sirvió para amenizar
y animar la boda de una hija de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán.
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En la primera, el pastor Bras Gil, «penado de amores» (p. 61), busca a Beringuella para
requerirla de amores. El encuentro y acercamiento a la amada consigue los resultados buscados,
pero el abuelo de la muchacha, Juan Benito, amenaza a su nieta y riñe con Bras Gil. Un
mediador, Miguel Turra, separa a los contendientes, pone paz y casa a los dos jóvenes. En la
pieza se dramatizan partes de la ceremonia de esponsales y de los pasos preliminares que rodean
la boda: establecimiento y proclamación de los linajes, enumeración de las dotes y regalos que
las familias respectivas harán a los futuros casados, canto a la juventud y alabanza del amor,
anuncio del desposorio de los dos contrayentes, cántico y fiesta final. Es decir, en tono de
parodia, de hipertrofia de la realidad de los matrimonios nobles, se lleva a la escena todo el
ceremonial, convenientemente desarticulado, de las fiestas cortesanas de esponsales. Más
adelante volveremos sobre la manera de dramatizar y de imitar la realidad, pero baste ahora
señalar que el pastor es usado como sencillo y, al mismo tiempo, complejo instrumento útil para
burlarse de lo que la fiesta de bodas tiene en sí de ritualizado y de vacío. El pastor sirve de signo
grotesco para desconstruir el referente real y dejar al descubierto lo que de inútil y de repetitivo
lleva en sus pliegues. No se trata de una burla del matrimonio entre pastores, sino de una
reconvención de cuantos gestos tienden a vaciar de sentido las fiestas de esponsales del
estamento dominante, el único que contemplaba la representación hecha en círculos cerrados y,
por lo tanto, ante un público cautivo.
Pero donde se aprecia de modo más radical el carácter burlesco y paródico de estas
piezas es en la Égloga interlocutoria de Diego de Ávila. La obra, «dirigida al muy Ilustrísimo
Gran Capitán», según reza en el título, es uno de los ejemplos más significativos de cómo el
teatro primitivo castellano usó la figura del personaje rústico. En ella se escenifican los
preparativos de la boda de un pastor y una pastora, Tenorio y Turpina, y la ceremonia misma,
junto con algunas de las manifestaciones festivas que la rodean. Responde plenamente al tipo de
obras de esponsales descrito por Crawford8. El texto es una sucesión de módulos yuxtapuestos,
entre los que no hay más conexión que la que impone la pieza concebida como obra de
esponsales. Todo ello, construido en clave grotesca, va sucediéndose a través de los módulos
siguientes:
1) Escenificación de la brutalidad de ciertas costumbres pastoriles y campesinas.
8
.- J. P. Wickersham Crawford, «Early Spanish Wedding Plays», Romanic Review, 6, 1921, pp.
370-384.
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2) Descripción del linaje de la novia, de Turpina, con la identificación de toda la
panoplia de parientes, que deja bien anclada en las exigencias de la sociedad la
viabilidad del matrimonio.
3) Tras la indicación en el segmento anterior de la ridícula riqueza de una tía de Turpina,
se pasa a presentar las virtudes de la futura desposada, su perfil social, su pertenencia
familiar y el valor de la muchacha en tanto que persona individual.
4) Entre tanta descripción de los atractivos de la novia, aparece en escena la figura del
pastor dormido, tan característica de todo este teatro primitivo, en el que el rústico
personaje se automargina y se evade, por la vía del sueño, de los distintos
acontecimientos que surgen en su medio social, incluso de aquellos que tocan
directamente sus intereses particulares.
5) La reacción del novio ante la descripción de los valores morales y físicos de Turpina
es el mejor ejemplo de la falta de integración del pastor en todo el proceso
conducente al matrimonio. La descripción del físico de la muchacha, hecha por
Benito el casamentero, es una buena prueba de la hipertrofia de los signos tan
característica de la clave burlesca en que se desarrolla la obra. Turpina tiene «una
espaldaza mayor que una vaca / y tetas tan grandes qu’es maravilla» (p. 95). Y el
novio, lo único que afirma de Turpina es que no la conoce ni le preocupa conocerla,
que quiere saber quién es la padre de la muchacha y si la pastora es virgen.
6) Descripción de la dote de la novia, con la que se está connotando la cosificación de la
muchacha, su reducción a la condición de mercancía en el intercambio social y
familiar que supone el arreglo del matrimonio.
7) Los preparativos de la boda, largos, complejos y detallados, que incluyen también la
precipitada bendición paterna. En este segmento se intercala una alusión al Gran
Capitán y a sus hazañas bélicas, alusión ajena a la diégesis, pero fundamental para
comprender la clave paródica de la obra, construida probablemente para celebrar el
matrimonio de la hija de Fernández de Córdoba.
8) La presentación de la ceremonia nupcial aparece reducida en el tiempo, pero
minuciosa en unos detalles que no son más que signos paródicos de los gestos
realizados en las bodas cortesanas: amonestación pública, preguntas rituales al novio
y a la novia y consecuente respuesta de ambos, bendición y homilía del clérigo, y
aspersión del agua bendita.
[La paginación no coincide con la publicación]
HERMENEGILDO / 13
9) El orden conseguido es alterado, tras la boda propiamente dicha, por la entrada de un
pastor que viene a «estorbar el desposorio» (p. 104). La violenta respuesta de los
asistentes descubre los bajos intereses del clérigo del lugar, origen de la molesta
embajada, «cura que tiene tan mal apetito» (p. 106) y que quería tener a Turpina
como criada... La teatral escena de las pullas, ejercicio puramente ficticio y
construido según las normas de la fórmula característica del «teatro en el teatro»,
cierra el episodio de la destrucción del orden restablecido.
10) El villancico final es el elemento ordenador, el signo que oculta y manifiesta, al
mismo tiempo, el programa dramático.
La pieza de Ávila es la escenificación caricatural de unas costumbres campesinas, hecha
ante un público no rústico, sino aristocrático, para quien el objeto contemplado es motivo de
diversión y de burla. Pero todos los signos grotescos son una deformación hipertrofiada de la
práctica vigente en el espacio social del estamento dominante, es decir, de las costumbres
relativas a la preparación, condicionamientos y celebración de las bodas aristocráticas. Dichas
costumbres, rebajadas y desconstruidas gracias a la clave paródica que organiza la pieza, ponen
en evidencia la futilidad, el carácter mecánico, repetitivo, ritualizado y vacío de una acción
importante en la vida del mundo oficial.
Una vez más, y tal como hemos señalado en los casos anteriores, el campesino y su
mundo son utilizados como instrumento ridículo, como agente controlado desde el poder. Pero
aquí, frente a las formas seguidas en la piezas navideñas, el pastor grosero no es un «opositor
inerte y sometido» a las fuerzas dominantes, sino un recurso útil para demostrar la radical
vaciedad del discurso oficial y de las prácticas sociales que lo acompañan. Frente a la églogas
navideñas, en las que se reduce y manipula al pastor para ponerlo al servicio del discurso
dominante, en estas dos obras de esponsales resulta ser un instrumento eficaz, desde la clave
carnavalesca, para moderar y vivificar las prácticas sociales de la nobleza.
Dejamos ahora de lado otras encarnaciones del loco carnavalesco aparecidas en los
introitos de Torres Naharro, en el teatro catequístico de Sánchez de Badajoz, en las piezas del
Códice de autos viejos o en las obras del teatro colegial. Sería empresa imposible de realizar
dentro del corto espacio de que disponemos. Pero sí vamos a dedicar una especial atención al
momento en que el teatro del siglo XVI deja de ser un instrumento exclusivamente usado ante un
público cautivo y pasa a ser instrumento de diversión de un público abierto, ante un espectador
que paga y exige. Es decir, al teatro de Lope de Rueda, que viene a ser la bisagra que une el
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HERMENEGILDO / 14
teatro de público cerrado y el teatro de espectador abierto propio de las plazas y, más tarde, de
los corrales. Añadamos, para ser más exactos, que Rueda también montó obras teatrales ante un
público cautivo en ciertas representaciones hechas en los palacios nobles. En el de Cogolludo,
del duque de Medinaceli, por ejemplo.
El autor sevillano, en sus comedias9 salidas de la tradición literaria italiana y cuyos textos
fueron impresos por Joan Timoneda, organiza unos espacios dramáticos poblados por señores y
por criados, esclavos, lacayos o simples. Hay que decir inmediatamente que los «señores» de
Rueda pertenecen generalmente a un estamento superior, pero no identificado expresamente con
la nobleza. La raíz italiana de las comedias ruedescas hace que los estamentos nobles hayan dado
paso a otro tipo de grupo dominante, el que controlaba la vida social de las ciudades
comerciantes de la península italiana. En las comedias se habla de algún «gentilhombre» o
«caballero», «ciudadano» (en Eufemia Leonardo, en Armelina Justo, en Los engañados Lauro,
en Medora Casandro), pero en general los personajes aparecen como «padre», «madre»,
«hermano» o «hermana», «hijo», «hija», «dama», etc., más identificados por sus relaciones
familiares que por su inserción social aristocrática. Hay un «señor de baronías» (Valiano en
Eufemia). El resto de los personajes son criados, esclavos, negras, moros, lacayos, pajes, mozos,
mozas, simples, etc. Es decir, el espectador está ante un mundo de comerciantes, identificado en
sus relaciones familiares y dominador del espacio ocupado por las figuras de los dominados por
esas familias burguesas y sus patriarcas respectivos.
Ahora bien, los simples y los lacayos –confundidos en varias comedias- vienen a ser los
instrumentos de la oposición y del enfrentamiento contra las figuras del espacio señorial y su
ejercicio del poder, más familiar que social, en el sentido amplio de la palabra. Tomemos como
ejemplo característico el de la Comedia Medora.
La obra identifica con mucha precisión el modo de inserción social de sus diversos
personajes, separados en tres grupos aglutinados alrededor de tres polos de atracción, que
señalan la existencia de tres campos axiológicos o espacios de significación definidos por las
distintas escalas de valores. El espacio señorial es el que ocupan Acario, ciudadano y
comerciante, y sus familiares. El segundo es el espacio de los criados o espacio ancilar, el de
lacayos, simples, pajes y criados. El tercero es el habitado por la Gitana ladrona y raptora del
hijo de Acario. El conflicto central, motivado por la existencia conflictiva de dos gemelos,
Angélica y Medoro, trata del problema de la inserción social de ambas figuras, que lo harán
9
.- Lope de Rueda, Las cuatro comedias, Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, Cátedra, 2001.
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HERMENEGILDO / 15
cambiando su condición geminal, la de Angélica en concreto, por la de persona casada. El
conflicto solidario del problema de los gemelos es el que desequilibra la mente paterna y explica
la pasión del viejo Acario por la joven Estela; toda la obra está llena de los efectos ridículos de
dicha pasión. Lo interesante es contemplar cómo el viejo Acario es burlado y castigado por
haber rebajado su condición de padre de familia honrado y haberse lanzado a la aventura
amorosa con una muchacha joven. Si el simple Gargullo, encarnación de la locura festiva y
objeto de la burla de la Gitana que le engaña y le roba, es la célula primera, el gene que, dentro
del tejido de la comedia, guarda y controla la clave de lo grotesco y de lo paródico, su condición
carnavalesca, rebajada, llega a invadir el espacio y las figuras de Acario y de su mujer Barbarina.
Si Gargullo es burlado por la Gitana, es a su vez el burlador y el agente del rebajamiento del
señor Acario a la condición infrahumana, digno castigo a su incomprensible afán por la aventura
amorosa. Gargullo le roba a Acario, engañándole, la cadena de oro (p. 230). Mientras Acario
recibía los «correonazos» (pp. 229-230) que le propinaba Lupo, el padrastro de Estela, Gargullo
se quejaba amargamente proclamando a los cuatro vientos que era él quien recibía los golpes, y
no Acario, la verdadera víctima de la aventura. Gargullo, después de decir al viejo Acario que le
han robado la cadena durante la inexistente pelea, acaba siendo trasportado a cuestas por el
apaleado señor. Acario llega al rebajamiento absoluto cuando Gargullo le anima a caminar con
su carga al hombro animándole con los gritos apropiados en el trato de los animales («¡Arre,
arre!», p. 230).
En otras palabras, en la comedia ruedesca la figura del loco carnavalesco -Gargullo, en
este caso- deja de ser un instrumento de fortalecimiento y reafirmación del discurso dominante,
el del estamento noble característico de las cortes aristocráticas. El público ya es un
conglomerado en el que los intereses son variados, en el que su condición de cautivo ha dejado
paso a la de abierto. Estamos ya percibiendo el cambio radical que supondrá la comedia nueva y
el teatro barroco en el uso de la figura del gracioso. El simple de Rueda es una especie de látigo
con el que se golpea y endereza la manera de actuar de unos señores -no identificados con la
aristocracia dominante, todo hay que decirlo- que presiden los destinos del grupo social y
familiar, pero que abandonan la clave impuesta por las normas de la convivencia colectiva.
Acario se sitúa al margen del discurso oficial, lo mismo que su esposa Barbarina, entregada a la
apasionante y desdichada tarea de intentar mantener con afeites, adornos y disfraces la eterna
juventud ya desaparecida. Y la intervención del loco Gargullo, con su componente carnavalesco
que luego estudiaremos, consigue rectificar la situación y, al mismo tiempo, integrarse en el
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HERMENEGILDO / 16
mundo comerciante al que parece pertenecer el viejo Acario. Gargullo se casará con Estela, en
los compases finales de la comedia, y Acario le dará su beneplácito al tiempo que le perdona sus
desmanes y responde favorablemente al deseo del simple: «poner una tienda de aceite, y carbón
y solimán» (p. 255). El espacio señorial acepta la inserción social de Gargullo y Estela, nuevo
matrimonio. El bufón carnavalesco, agente eficaz de la reinserción del individuo -Acario,
Barbarina- en la norma social, deja de ser el instrumento inerte, el objeto manipulado al servicio
del estamento dominante en las églogas pastoriles de principios de siglo. Gargullo es el
personaje más significativo alrededor del que se establece la teatralidad de toda la comedia, al
mismo tiempo que se convierte en la cara más «respetable» dentro de las que aparecen en el
mundo del patriarca de la familia, de Acario. Incluso Angélica, la muestra perfecta del discurso
oficial, no hubiese logrado modificar los comportamientos de sus padres sin la intervención
punitiva del simple Gargullo. Ese asumir el control de la situación por parte de la figura
carnavalesca, de Gargullo, aunque tenga aquí una forma paródica y grotesca, está adelantando la
asunción, por parte del gracioso Tello en El caballero de Olmedo, del rol dramático que don
Alonso, asesinado en el camino entre Medina y la casa de sus padres, no puede asumir. No
pretendemos hacer ninguna comparación de las dos piezas. Simplemente señalamos que en la
comedia ruedesca ya se encarna el loco festivo en la figura de un simple capaz de rectificar la
vida poco ejemplar del señor, mientras que en la comedia de Lope de Vega ese mismo loco
festivo, el gracioso Tello, es el encargado de remplazar al señor muerto y de pedir justicia.
Ambos personajes, Gargullo y Tello, encarnaciones del bobo carnavalesco, tienen ya otra
función dramáticamente más eficaz. El pastor grosero, objeto inerte y pasivo, cede el paso, en la
cadena sintagmática, al simple y al gracioso, agentes activos y, desde dos laderas distintas,
apoyos claros y proactivos de los intereses señoriales.
Ese campesino grosero y ese simple socarrón que aparecen en las piezas señaladas -otras
muchas podrían invocarse- es la encarnación del loco carnavalesco que corre, como torrente
profundo, por la coordenada transtemporal y sintagmática a que hacíamos alusión líneas arriba.
Vamos a ver algunos ejemplos de cómo se manifiestan los rasgos del loco festivo en las figuras
ya señaladas.
El bufón, el bobo, vive aislado, incluso dentro del ejercicio colectivo e incontrolado que
supone la algazara popular. Es figura asocial que busca su propia realización y su consagración
como individuo marginado, transgresor de la norma dominante y, lo que es más significativo,
transgresor de la norma desnormalizadora propia del carnaval. En el fondo, la fiesta popular, con
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HERMENEGILDO / 17
sus características englobantes, no es más que un ejercicio de yuxtaposición de actitudes,
acciones y quehaceres individuales que tienden a no reproducir los gestos del bobo vecino,
aunque sean muy similares. La «originalidad» de la acción carnavalesca se manifiesta en los
signos de apartamiento, de soledad dentro del tumulto, de incomunicación oral, de aislamiento.
Es cierto que el uso del sayagués, como habla artificial atribuida a los pastores del teatro
primitivo, ya facilita el aislamiento de sus hablantes con respecto a quienes utilizan la lengua
oficial. Pero es ese un primer síntoma de la marginación del personaje festivo. Los pastores,
entre otras alteraciones del lenguaje, modifican frecuentemente el latín culto asumido por el
discurso eclesiástico. Unos ejemplos:
-
«la grolla del celis Deo» (Encina, Égloga II, v. 81)
-
«tan grande tresquelimocho» (Encina, Grandes lluvias, v. 82)
-
«Y ¿en qué tengo de jurar? / ¿En guisopo o en vinagera?» (Fernández, Bras Gil y
Beringuella, vv. 326-327)
-
«¡Verbum caro fatuleras» (Id., v. 378)
-
El pastor dice a la doncella que el amor «quítanos los retentivos; / róbanos los
mamoriales» (Fernández, Doncella, pastor y caballero, vv. 217-218)
-
«¿Na cholla o los estentinos?» (Prabos y Antona, v. 317)
-
El pastor Pascual busca el significado de la palabra [amor] y juega con los parecidos
fonéticos: «¿Nifica amor morteruelo? / ¿Morcilla? ¿O quiçás mortaja? / ¿Murcia,
muérdago o mordaja? / ¿O quiçás deue ser muelo? […] amor es el mamar» (Id., vv.
351-358)
-
Prabos confunde la alabarda del soldado con la albarda de las caballerías (Id, vv. 581582)
-
«gran famulario / deuéis ser» (Fernández, Égloga o farsa, v. 276)
-
«¿soys bisodia o soys almario?» (Id., p. 279)
-
«¿soys echacuerbo?» (Id. v. 286)
-
Parodiando los argumentos cultos, dice el pastor Bonifacio: «Y’os augüyré de veras. /
Dixi Domino de apodoño, / de apodoño de apoderas, / de apoderas de las heras. / Ño
lo atinará el demoño» (Id., vv. 471-475)
-
«O Jesu, prizilim cruces» (Fernández, Auto o farsa, v. 223)
-
«cantando la grolia Deo» (Id., v. 286)
-
«en las músmicas que oymos» (Id., v. 332)
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HERMENEGILDO / 18
-
«Llazarén, ciudad florida» (Id., vv. 477-478)
-
«Vidisti socios» (Ávila, p. 89)
-
El simple Ortega: «aunque dize acullá el cura de muestro puebro beato mórtoris qu’in
Dólime morieta» (Rueda, Medora, p. 225)
-
El mismo Ortega: «motecario», «salchopaja y monartético» (Id., p. 245)
-
Acario, el señor rebajado con los signos carnavalescos: «piota» (Id., p. 228); «a ese
diablo de fortuna, o porcuna, o como le dizes» (Id., p. 242)
La destrucción de la lógica y de la posible comprensión del discurso carnavalesco, la
fantasía verbal, en otras palabras, deja en la sombra y en el rincón de la automarginación al loco
festivo. Pero además él mismo se separa del resto invocando las ganas de dormir, de no querer
participar en las acciones comunes:
-
Juan echa en cara a su compañero Rodrigacho el aislamiento en que vive: «Llugo,
llugo te abarrancas / encovado allá detrás» (Encina, Grandes lluvias, vv. 11-12)
-
Gil renuncia a la catequesis de Bonifacio, «que vn sueño / vo a dormir tras vn
carrasco» (Fernández, Égloga o farsa, vv. 219-220); «yré / qu’estoy todo
amodorrado» (Id., vv. 221-222); «Ño sabes que, por dormir, / muchos zagales
perdieron / sus rebaños sin sentir?» (Id. 231-233); «por eso, duerme y resolla / bien
como burra que atolla» (Id., vv. 253-254).
-
Pascual a Lloreinte: «¡Ha, Lloreynte! ¡Dormilón! / ¡Despierta, despierta ya! / ¡Anda!
¡Ven comigo acá! / ¿No despiertas, bobarrón? / ¡Yergue dende, moxquilón!»
(Fernández, Auto o farsa, vv. 55-59)
-
La respuesta de Lloreinte: «Déxame agora dormir, / que no me quiero erguir» (Id.,
vv. 60-61)
-
La Égloga interlocutoria ofrece un ejemplo muy significativo. Benito y Hontoya
quieren proponer a Tenorio el matrimonio que han concertado, pero el padre constata
que «Allí está tendido. Despiértale y dile que venga a comer.» (Ávila, p. 88).
Hontoya y el casamentero golpean a Tenorio para despertarle, hasta que deciden
dejarle que «duerma siquiera hasta la fin» (Id., p. 88). Insiste Benito: «Levanta dende,
que harto has soñado […] Despierta, si quieres venir almorzar […] Ya s’ha tornado el
bestia a dormir […] Despierta, despierta […] Oh, dó al dimoño tan gran dormilón»
(Id., pp. 89-90). Finalmente, Tenorio, adormecido por el golpe que se dio en una
caída, se despierta y reintegra la marginada vida en común. El conjuro que le han
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HERMENEGILDO / 19
hecho no ha servido más que para desencantar a quien, en realidad, no estaba
embrujado, como llegaron a pensar Benito y Hontoya.
La tendencia a la automarginación se manifiesta también en la dedicación de los
personajes carnavalescos a diversos juegos y en su negación a participar en las actividades
propias de la vida colectiva -el pastoreo, el escuchar a quien tiene que anunciar algo
transcendente, que las estrellas brillan con luz anormal, las aves cantan con placer inhabitual, los
animales braman, los campos producen olor como si tuviesen flores, los aires se sosiegan, pero
no deja de helar (Fernández, Auto o farsa, vv. 140-153)-. Frente a tales anuncios, Lloreinte y
Pascual prefieren dedicarse a organizar juegos. El carnaval es un rito que imita, finge y parodia
la actividad social. Pero dicha actividad queda interrumpida. Así ocurre en dicho Auto o farsa,
en que ambos pastores discuten sobre el juego que les ha de enfrentar: «al estornija y al palo» (v.
168), «al saltabuitre» (v. 173), «al tejo» (v. 173), «a la chueca» (v. 178). Rechazan la
intervención de Juan, que intenta comunicarles una gran noticia, y vuelven a comenzar el juego
interrumpido (vv. 214-215. Una escena semejante aparece en la encinesca Égloga de las grandes
lluvias, donde juegan los pastores a «pares y nones» (v. 163), enfrentamiento lúdico al que se
dedican unos cuantos versos de la dramatización (vv. 161-192).
Una de las marcas características del loco festivo es su desmedida afición a comer y a
beber. En la Égloga segunda de Encina, la catequización de los pastores en torno a la Eucaristía
trata de remplazar la práctica de la comida abundante por la comunión del pan sagrado. Una vez
catequizados, se prescinde de lo que devoraban los pastores en el momento de su
carnavalización. Ahora se pueden «hartar» (Encina, Égloga segunda, v. 136), dejando de lado
«somas de canes […] vianda vil […] que aquéste con cinco panes / hartará más rabadanes / que
otro con cinco mil» (vv. 139-144). El cambio no evita la alusión a la hartura característica del
carnaval.
El pastor Bonifacio de la Égloga o farsa de Lucas Fernández empieza la obra
comentando que «gran grolia siento en el cuajo» (v. 3). En los primeros versos del Auto o farsa
es Pascual quien anuncia que «hora se haze de almorzar» (v. 15) y que en adelante «quiero andar
más perpujante, / comer, beber de contino / tassajo, soma y buen vino, / comer buenos
requesones, / comer buena miga cocha, / remamar la cabra mocha / y comer buenos lechones, / y
castrones, y ansarones, / y abortones corderitos/, mielgos chivos y cabritos, / ajos, puerros,
cebollones / que a pastores son limones.» (vv. 25-36). El complemento aparece más tarde: «Ya a
beber bien alço el codo» (v. 108).
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El tono paródico y burlesco que inunda toda la Égloga interlocutoria de Ávila muestra
también la preocupación por el comer que anida en los personajes. Incluso en los que no están
identificados con el bobo mismo, pero que viven contaminados por el discurso carnavalesco.
Hontoya le propone a Benito «ajo y cebolla y pan de centeno / […] / un gordo tasajo que tengo
guardado» (p. 88).
Y junto al comer y al beber, la figura carnavalesca hace gala de la evacuación del aparato
digestivo, rompiendo con las normas elementales de convivencia proclamadas e impuestas por el
discurso oficial. Gil, el pastor de la Égloga o farsa de Fernández, cuenta a Bonifacio cómo visitó
a la ermitaña de san Bricio, que quiso azotarle, pero el perseguido huyó y «le solté vn traque» (v.
175), falta importante que se agrava por haber sido cometida «en sagrado» (v. 180).
El rebajamiento característico del loco festivo incluye la zoomorfización y reificación o
cosificación del humano, y la antropomorfización de animales y cosas. En la superficie textual,
en las anécdotas dramáticas del corpus acotado, surgen casos repetidos de zoomorfización del
pastor, de las figuras con las que se enfrenta el bobo o de aquellos personajes contaminados por
la clave burlesca del loco festivo. Así, en la Égloga primera de Encina, el pastor Juan le dice a
Mateo que «agora con tal frío / a ladrar tan bien te amañas» (vv. 59-60). En la Égloga o farsa de
Fernández, el rústico Bonifacio juzga que un personaje, a quien hincaron un clavo en la cabeza,
«duerme y resolla / bien como burra que atolla» (vv. 253-254).
En Bras Gil y Beringuella, del mismo Fernández, Bras Gil se confiesa preso del amor por
Beringuella «más que burras ‘n estabro» (v. 109); Juan Benito llama a Beringuella «la cara de
cabra / rabiseca y sobollona» (vv. 274-275); el mismo Juan Benito trata a Bras Gil de «hijo de
cabra y de herizo» (v. 336). En la Comedia de una doncella, un pastor y un caballero, el pastor
pregunta a la doncella si un caballero es «algún huerte alemaña» (v. 20), o un «llobo rabaz muy
fiero» (v. 21) o «quiçás musaraña» (v. 23); más tarde recomienda a la doncella que, por un
maravedí, haga pregonar la pérdida del caballero, lo mismo que hizo el propio pastor con «vna
burra que perdí» (v. 122). Prabos y Antona recurre también a la zoomorfización de las personas
cuando el pastor grosero se dirige al soldado y le reprocha que «las ñalgas descobijadas, /
destapadas, / andáys en guis como mona» (v. 594-596). Al mismo tiempo, y como otra
manifestación de la fantasía verbal, Prabos confunde la alabarda del soldado con la albarda
propia de las caballerías (vv. 581-582).
La Égloga interlocutoria, de Ávila, es la pieza donde de modo más manifiesto surgen los
rasgos del carnaval. En lo relativo a la zoomorfización, el clérigo que casa a los desposados les
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HERMENEGILDO / 21
desea que Dios les dé «tantos hijos y tantos ganados, / cuantos vosotros quisierdes pedir» (p.
103), frase en la que se deja al descubierto la duda sobre la burlesca identificación de hijos y de
animales.
Y en la Medora, de Rueda, la contaminación carnavalesca y la burla del viejo Acario
llega hasta el extremo del rebajamiento absoluto. Gargullo, en una conversación con Estela,
proyecta «hazer esta albarda o esta xáquima de mi amo Acario» (p. 223), aparejos característicos
de un animal y que luego el propio señor va a tener que utilizar. Cuando, ante la casa de Estela y
después de recibir los «correonazos» de Lupo, tiene el viejo que cargar sobre sus espaldas con
Gargullo, que finge haber recibido él mismo los golpes, el simple anima a Acario a avanzar con
su carga al grito de «¡Arre, arre!» (p. 230). En la misma obra, el señor burlado, metido dentro de
un saco, y colocado encima de una tumba del cementerio, «está dando gritos como un asno» (p.
247).
Una de las manifestaciones más características de la asociabilidad del loco festivo es el
uso constante del insulto, de la amenaza o de la agresión física. El insulto tiende a aislar al
agredido y también a quien al agresor. Y la amenaza o la agresión tratan de marginar, aniquilar
o, al menos, neutralizar al adversario. En el corpus estudiado hay numerosos ejemplos.
La Égloga o farsa, de Fernández muestra al pastor enfrentado con el ermitaño Macario,
portavoz de la catequesis y objeto de los ataques del pastor Gil: «bordión» (v. 298), «moxquilón
y macandón» (v. 299) son la muestra oral de la agresión carnavalesca. En el Auto o farsa, del
mismo Fernández, Lloreinte trata a Gil de «mamaburras» (v. 204), mientras Juan califica a
Pascual y Lloreinte de «toscos, hoscos, campestres»» (v. 317). En Prabos y Antona, del mismo
Fernández, los pastores Prabos y Pascual tratan a los soldados de «holgazanes» (v. 420),
«ganapanes» (v. 423), ladrones (vv. 434-439), «milanera y langosta» (vv. 460-461), barbudos,
ceñudos, sañudos y renegones (vv. 490-493). El caballero de la Comedia una doncella, un pastor
y un caballero, del citado autor, trata al pastor de «bobazo, bobarrón» (v. 439). Y este último
llama «asnejón» (v. 440) al caballero.
El caso más significativo es el que aparece en la escena de las pullas de la Égloga
interlocutoria, de Ávila (pp. 107-110). Todo el segmento, construido como signo metateatral
puesto que responde al esquema del «teatro en el teatro», es la iconización más radical de la
violencia oral que señalamos.
Pero más allá de la provocación verbal, y formando parte del mismo proceso de
marginación, está la amenaza de agresión o la agresión física propiamente dicha. En Bras Gil y
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Beringuella, de Fernández, Bras Gil amenaza a Juan Benito: «¡Sacudiros he en las ñefas / con
aqueste cachiporro» (vv. 340-341). Y la respuesta del segundo es concluyente. La violencia
engendra la violencia: «Tiradvos allá, don borro. / Son, daros he ‘n essa morra / vn golpe con
esta porra / que os aturda, don codorro» (vv. 342-345). En la Comedia de una doncella, un pastor
y un caballero, de Lucas Fernández, la agresión, no ya amenaza, del caballero al pastor queda
bien marcada en la previsión de teatralización incluida en la didascalia [Aquí da el Cauallero de
espaldarazos al Pastor] (p. 133). La respuesta del pastor es la amenaza: «si llegáis que vos la
pegue» (v. 450).
En Prabos y Antona, donde Fernández incluye la figura de un soldado fanfarrón, las
amenazas verbales del militar, típicas del tradicional miles gloriosus, se incrustan dentro del
modelo carnavalesco que comentamos. Y así le dice al pastor Pascual:
-
«Pues dart’e vna bofetada / tan pegada / qu’escupas diez años muelas» (vv. 504-506)
-
«Haré de tus huesos birlos, / desossarte he pieça a pieça / y bola de tu cabeça» (vv.
510-512).
-
«Haréte del culo chupas / y de las mangas girones» (vv. 520-521)
-
«Pues arrojart’e tan alto / que no acabes de caer / en tres años» (vv. 550-552)
Ávila, en su Égloga interlocutoria, lleva la dramatización de la agresión física hasta
extremos de gran dureza y de crueldad. Tenorio consiguió dejar al meseguero «patitendido» (p.
83) y «bien amortecido, / que poco ni mucho queríe resollar» (p. 84). Y más tarde «a buenas
porradas déjemelo allí […] Arrojéle esta porra a aquel sobrecejo / y hícele saltar aquella lagaña
[…] Tráigole el seso pegado a la porra» (p. 84). Cuando Tenorio empieza a despertar del sueño
en que se halla sumido, amenaza a Benito «que te chafle aqueste cayado» (p. 89). Incluso el
crego o clérigo que llega a casar a los novios, le dice al pastor Ramón que «esos meollos te haga
saltar» (p. 105).
Cuanto más generalizado está el espíritu carnavalesco, más se manifiesta el uso de la
agresión llena de efectos cómicos y burlescos. En la Medora ruedesca aparecen las fantásticas
historias de Gargullo, que cuenta sus hazañas con «los cinco que yo destripé en Isladeras,
cuando tuve el desafío campal con Segredo, el alférez y con sus consortes» (pp. 220-221), o con
la espantosa sierpe que ahogó con sus manos en la sierra de Gata (p. 221), o con otras muestras
de su fingida valentía. Todo ello no hace más que encubrir la cobardía del simple, castigado y
agredido las más de las veces (p. 221). Otro ejemplo de la marginación cómica por medio de la
violencia física aparece en el castigo que sufre Acario a manos de Lupo (pp. 229- 230).
[La paginación no coincide con la publicación]
HERMENEGILDO / 23
El uso de ciertas expresiones ajenas al código público del discurso oficial es una de las
características del carnaval que emergen en la Égloga interlocutoria de Ávila, y con dichas
palabras («y a tu mujer tome tan gran cachondeza», «en el culo la besa» a la perra -p. 107), los
gestos groseros («la higa» es prescrita dos veces con sendas didascalias- pp. 91 y 109- como
signo necesario en la escenificación) y las alusiones a la excitación sexual. Benito cuenta que el
domingo vio retozar a Turpina con un cierto Pero Rodríguez. El relato que hace Benito y la
respuesta de Tenorio son clara muestra de la excitación sexual propia del gesto carnavalesco:
Habla Benito:
«Echó más de tanta pierna de huera
que en vellas m’estaba la carne tembrando.
Y aún más te diré: que aínas llegara
(¿quies que te lo diga?) a dalla un pellizco.
Si no me tuviera mi hermano Francisco,
a la hé, yo con ella pegara.
¡Oh, hi de puta, y cuál la parara
según la rabieza qu’entonces tenía!
Y aunque me asiera de cuanto tenía,
entiendo, pardiós, que no la soltara.»
Y la respuesta de Tenorio:
«¿Sabes, Benito, cuál m’has parado
con estas razones que tú’stás diciendo?
Que todo m’he’stado aquí deshaciendo.» (p. 95)
El bobo Tenorio oye a su padre y al casamentero discutir de la dote del novio. El pastor
pide que acaben el trato. Y Benito hace el retrato perfecto del rijoso pastor: «Alimpia ese moco
que traes colgado. / Ya la querrías encima saltar» (p. 96). Hontoya insiste en las prisas eróticas
de su hijo: «Está ya Tenorio la baba colgada, / que entiendo, pardiós, que no ve la hora» (p. 100).
Finalmente, unos ejemplos de la hipertrofia de las figuras carnavalescas, de los rasgos
abultados, caricaturales, que el código prevé, y de los disfraces propios de la fiesta popular.
Turpina, en la Égloga interlocutoria, tiene una gran «rabadilla» (p. 95), «una espaldaza mayor
que una vaca / y tetas tan grandes qu’es maravilla» (p. 95) Y «un papo mayor que una mona» (p.
99), papo al que se llama burlescamente «aquel papito» unos versos más adelante (p. 104).
[La paginación no coincide con la publicación]
HERMENEGILDO / 24
La Medora de Rueda invoca el disfraz del carnaval de manera precisa. La vieja y ridícula
Barbarina no piensa más que «en enxalbegarse aquel rostro, enrojarse aquellos cabellos, polirse
aquellas manos, que no paresce muchas vezes sino disfrez de carnestoliendas»» (p. 220). El
viejo Acario, descubre la razón y el origen de su disfraz: «Gargullo hame hecho vestir con aquel
leñador y m’astusar la barba para parecer otro de lo que soy» (p. 227). Más tarde, el viejo se
acerca a la casa de Lupo para hacerle miedo y se identifica con «el ánima de Ferragute» (p. 242),
con lo que acabará castigado, metido en un saco, reificado y depositado encima de una tumba en
el cementerio.
Los ejemplos del corpus estudiado vienen a confirmar la presencia de esa corriente
profunda que alimenta la construcción del loco festivo a través de las distintas anécdotas
surgidas en los textos de los dos primeros tercios del siglo XVI. Los casos, tomados de los
teatros representados ante un público cerrado y ante un público abierto, muestran el uso distinto
que unos y otros autores hicieron de las varias encarnaciones del loco festivo. Si en el teatro
cortesano el pastor grosero sirve como instrumento de reafirmación del control social ejercido
por el grupo dominante, Iglesia o aristocracia, en el teatro abierto de Lope de Rueda se dramatiza
otro tipo de «aristocracia», la comerciante, y el simple del carnaval es utilizado como signo
capaz de contagiar y de carnavalizar con la parodia y la caricatura el mundo dominante. La burla
se ha hecho teatro recuperando las fuerzas profundas del carnaval.
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