IntroduccIón - Editorial Oveja Negra

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Introducción
U
n día, el 14 de septiembre de 1978, un grupo de anarquistas que pertenecían en su mayoría a la familia Abadía Rey,
decidió asesinarme. Para tal efecto se organizaron bajo la inspiración del más audaz de entre ellos, de apellido Camelo, casado con Adelaida Abadía. Camelo planeó todos los detalles del
homicidio, contando con la complicidad del ala extremista del
Cinep, una organización promovida por los Padres Jesuítas de
izquierda, amigos de la teoría de la liberación por la violencia.
Fue en el Cinep de Medellín a donde Camelo se ocultó, a raíz
del homicidio contra el Ministro Pardo Buelvas.
Una paradójica coincidencia evitó que el muerto hubiera sido
yo. El no tener domicilio conocido. Ante la imposibilidad de dar
con mi paradero, por estar yo recién salido de la Presidencia y no
tener residencia permanente, buscaron, entre los miembros del
Gobierno que acababa de expirar un chivo expiatorio. Pensaron, en primer término, en el General Abraham Varón Valencia,
quien por cuatro años había sido mi Ministro de Defensa, pero
como tampoco lo hallaron, por estar en esa fecha atendiendo
una propiedad rural en Facatativá, escogieron como víctima del
atroz y aleve holocausto a quien había sido mi Ministro de Gobierno en los días del 14 de septiembre de 1977, el Doctor Rafael
Pardo Buelvas.
Eran las primeras horas de la mañana y Rafael se encontraba
haciendo ejercicio en una bicicleta estática, cuando, vestidos
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Mis Memorias Políticas
con prendas militares y a pretexto de haber sido designados por
la Fuerza Pública para brindarle protección, lo asesinaron cobardemente, a mansalva y sobreseguro, en presencia de su señora
esposa.
¿Cuál podía haber sido la razón para que una gente joven, que
nunca había participado en política ni había tenido trato alguno
con sus presuntas víctimas, se comprometiera en un crimen tan
injustificado que por años horrorizó y sigue horrorizando a Colombia entera?
Un año antes había tenido ocurrencia un paro cívico de aquellos que se presentan bajo todos los Gobiernos, para protestar
por la carestía de la vida y exigir el levantamiento del estado de
excepción que, a la luz de la Constitución de 1886, se conocía
como estado de sitio. El llamado paro cívico alcanzó un éxito
relativo, gracias a las operaciones de sabotaje contra el transporte urbano en la ciudad de Bogotá con lo cual se obligó a los
obreros y empleados de los barrios periféricos a permanecer en
sus hogares ante la imposibilidad de trasladarse a sus puestos de
trabajo. Durante el día no se presentaron mayores incidentes,
salvo un disparo en una pierna a un miembro de la fuerza pública, y pedreas contra los buses que se atrevieron a circular, pero
ya, en las horas de la noche, sobrevino un enfrentamiento entre
los amotinados y los celadores de establecimientos comerciales
y bancarios en algunos sitios alejados del centro de la ciudad.
Grupos de agitadores incitaban al saqueo de los comercios y,
a consecuencia de la oposición que ofrecieron los vigilantes y
los miembros del Ejército y de la Policía, resultaron muertos 16
ciudadanos. La respectiva investigación corroboró este aserto en
el sentido de que la mayor parte de las víctimas perecieron a
manos de particulares con heridas causadas por proyectiles de
armas distintas a las privativas de uso del Ejército.
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Alfonso López Michelsen
Los 16 muertos, entre los cuales se encontraba un menor de
edad y una mujer, sirvieron en apariencia, un año después, para
legitimar el asesinato de Pardo Buelvas. Empleando un vocabulario estereotipado para justificar este género de terrorismo,
los desalmados homicidas, encubiertos bajo la sigla “ADO”, se
ufanaron de su crimen, calificándolo de “ajusticiamiento”. Se
escogió la fecha del 14 de septiembre para hacerles pagar a los
supuestos autores intelectuales los caídos en el paro laboral del
año anterior.
Más adelante, si la vida me alcanza para hacer el relato pormenorizado de estos hechos, habré de referirme a los antecedentes políticos de un episodio de mi Gobierno al cual no fue
ajeno el sector político que por entonces se autodenominaba
ospino-pastranista. Por voluntad propia se encontraba fuera del
Gobierno y recurrían, como ha sido tradicional en el Partido
Conservador, a la violencia verbal, con la calumnia y el dicterio, preludio de la violencia física que los ha llevado a extremos
como el golpe de Pasto en 1944, contra mi padre, y a este paro
del 14 de septiembre de 1977, acerca del cual uno de sus promotores, el líder sindical Tulio Cuevas Romero debía declarar, años
más tarde, lo siguiente:
“Yo siempre he sido oponente al Presidente López, pero ello
no quiere decir que siempre lo admiré. Los trabajadores estamos
arrepentidos de haberle hecho el paro más sangriento, como fue
el del 14 de septiembre, a un Gobierno que fue el que más nos dio,
el más concreto, el que nos reivindicó en parte del mal que le hizo
al país y a las masas laborales el de Misael Pastrana Borrero, quien
nos dio garrote, instaurando la inmoralidad y creando las UPACS
que desmontaron la industria. Sobre esto debemos ser claros” .
El 12 de septiembre de aquel año de 1977 me encontraba yo
en los Estados Unidos, invitado por el Presidente Carter, para
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Mis Memorias Políticas
asistir a la firma del Tratado Torrijos-Carter, al lado de los Presidentes de América Latina que avalaron con su presencia la firma
de tal instrumento. Era muy poco, en consecuencia, lo que yo
había tenido que ver con las medidas precautelativas adoptadas
en los días que precedieron al paro del 14 de septiembre, cuando
en ejercicio de la Designatura quien ejercía la Presidencia de la
República era el Doctor Indalecio Liévano Aguirre.
Había sido yo protagonista de la mayor parte de las entrevistas que precedieron a la celebración del Tratado, y el General
Torrijos que me profesaba un gran afecto, me había insistido de
manera especial para que yo estuviera presente en la ceremonia.
Tan grande era su estima con mi persona que, cuando fue invitado a tomar la palabra ante el Congreso de los Estados Unidos
con ocasión de la firma del Tratado, me pidió que yo lo hiciera
en su lugar, honor que yo rechacé por inmerecido y extemporáneo en un acto de tanta solemnidad y significación como era el
haber pactado la devolución de la llamada Zona de Canal por
parte de la Primera Potencia de la Tierra a la soberanía panameña, uno de los Estados más débiles del Tercer Mundo, como es
la República ístmica.
Había regresado a Colombia 48 horas antes del paro y ya todos los dispositivos militares y de policía que, desde luego, no
contemplaban el uso de la Fuerza Pública, habían sido adoptados por el Presidente encargado, el Doctor Liévano Aguirre.
Nada hacía prever el giro trágico de los acontecimientos y cuanto se había preparado para conjurar los desórdenes obedecía
al concepto, expresado por el Gobierno, de que, mientras no
se presentaran actos de violencia, el paro podía transcurrir en
forma pacífica, sin perjuicio de las sanciones a que quedaban
expuestos sus dirigentes por el carácter ilegal de la suspensión
del trabajo por motivos no contemplados en el Código Laboral.
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Se pedía, por ejemplo, el levantamiento del estado de sitio sin
perjuicio de exigir simultáneamente que, por el mismo decreto
de estado de sitio, se estableciera la prima móvil para los salarios,
es decir, institucionalizar la inflación. Siendo así que las medidas
de estado de sitio sólo tenían vigencia durante el estado de excepción, ¿cómo se podía aspirar seriamente a ambas cosas? Si se
levantaba el estado de sitio, cesaba la vigencia de la prima móvil,
y, si se mantenía esta última medida era el precio de no levantar
el estado de sitio, o de hacer adoptar la prima móvil por medio
de una ley del Congreso.
La crueldad y la saña con que se procedió al asesinato de
Rafael Pardo Buelvas, en defecto de eliminarme a mí como ex
Presidente, me indujeron a formularme a mí mismo una pregunta que tal vez justifique estos recuerdos: ¿Cómo había podido
yo recorrer más allá de la mitad del camino de la vida envuelto
en una carga de pasiones encontradas, de amor y de odio, como
lo demostraba aquella tentativa de homicidio por personas con
quienes nada había tenido que ver en mi carrera y que escudaban su resentimiento bajo una causa desprovista de justicia y
razón, como eran los muertos accidentales del 14 de septiembre?
Alguna explicación debía tener el que semejantes pasiones se
enderezaran contra mí o contra la imagen de mi personalidad
que se proyectaba entre el público. Comencé, desde entonces, a
rastrear en mi pasado y en el de los míos la semilla de aquella extraña planta que me había privado de un juicio imparcial sobre
mi conducta y, posiblemente, en ocasiones, había distorsionado
mi propio juicio sobre mis compatriotas y contemporáneos. Es,
al fin de cuentas, la materia de este relato. Los discursos, las alocuciones, los nombramientos, las leyes, las determinaciones del
hombre público pertenecen a la Historia y están consignadas en
los anales de nuestro tiempo. Corren publicadas en los diarios
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Mis Memorias Políticas
de la época y en el propio Diario Oficial, en discos, en casetes, lo
que cualquiera puede consultar mañana. Lo que yo me llevaría a
la tumba, si no lo dejara consignado en estas páginas, es aquello
que el cronista del mañana no podría encontrar en las fuentes
mencionadas.
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