DE RÍO DE JANEIRO A SANTO DOMINGO

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DE RÍO DE JANEIRO A SANTO DOMINGO
Exequiel Rivas G.1
Texto introductorio del Libro que compendia los documentos
de las Cuatro Primeras Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano
Santiago: San Pablo, 1993 (edición autorizada por el CELAM)
La encomiable iniciativa de Ediciones San Pablo de publicar en un solo volumen los documentos
completos de las 1, 11, III Y IV Conferencias Episcopales Latinoamericanas, acompañados de un
índice temático general, nos ofrece la ocasión de reflexionar -aunque sea a grandes trazos- sobre el
caminar de esta porción del Pueblo de Dios durante casi cuatro décadas.
Los acontecimientos vividos en América Latina han generado un proceso de toma de conciencia de la
"miseria inmerecida" de muchas de nuestras gentes, expresada con moderación en Río de Janeiro y con
fuerza profética en Medellín y en la opción preferencial por los pobres proclamada por Puebla. En
Santo Domingo la Iglesia reafirmó su voluntad de evangelizar con nuevo ardor, con nuevos métodos,
con nuevas expresiones, anunciando a Jesucristo a todos los hijos de esta tierra, atendiendo con
especial solicitud a los más necesitados.
Las denuncias de Río y Medellín, la opción preferencial por los pobres de Puebla y la Nueva
Evangelización, unidas indisolublemente a la promoción humana en Santo Domingo, constituyen
momentos privilegiados de este proceso de maduración de la conciencia eclesial latinoamericana no
exento de tropiezos, tensiones, suspicacias y caldeados debates, pero rico en testimonios de auténtica
solidaridad que han llevado a muchos cristianos -obispos, sacerdotes y laicos hasta el martirio
sangriento.
Si fuéramos capaces de leer la historia desde la perspectiva de Dios, concluiríamos que más allá de sus
claudicaciones y debilidades, la Iglesia Latinoamericana, durante estas últimas cuatro décadas, ha
renovado su fe, reavivado su esperanza y comprendido mejor las exigencias que la solidaridad plantea a
la conciencia cristiana.
Un lector atento reconocerá la mano de Dios en cada uno de los documentos que presentamos y
comprenderá que cada uno de ellos es parte del misterio de la Iglesia y de la riquísima vida del pueblo
cristiano, en un momento determinado de su historia. Una hermenéutica acertada debiera considerar a
Río, Medellín, Puebla y Santo Domingo como expresiones privilegiadas de la vida del Pueblo de Dios,
cada una necesitada del aporte de las otras.
1
Licenciado en Filosofía y en Ciencias Sociales. Profesor de Doctrina Social de la Iglesia en la Pontificia Universidad
Católica de Santiago, en el Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales (donde es también Director Ejecutivo
del Depto. de Doctrina Social de la Iglesia), en el Seminario Pontificio Mayor de Santiago y en CONFERRE.
LA CONFERENCIA EPISCOP AL LATINOAMERICANA
DE RIO DE JANEIRO
Entre el 25 de julio y e l4 de agosto de 1955 se llevó a efecto, en Río de Janeiro, la Iº CONFERENCIA
GENERAL DEL EPISCOPADO LA TINO AMERICANO. El objetivo fundamental del encuentro fue
reflexionar sobre la escasez de clero -especialmente de sacerdotes-, lo que impedía a la Iglesia realizar
adecuadamente sus tareas pastorales y responder a los nuevos desafíos que planteaba la realidad
latinoamericana. Entre éstos figura como principal preocupación el avance del protestantismo y los
ataques provenientes de la masonería.
Lo anterior aparece muy nítidamente en la Carta Apostólica" Ad Ecclesiam Christi" que S.S. Pío XII
dirigió al Cardenal Giovanni Piazza, Presidente de la Conferencia. Luego de expresar su aprecio por la
vitalidad de la Iglesia Latinoamericana -que entonces constituía la cuarta parte del orbe católico- Pío
XII expresa:
"... una trémula ansiedad al no ver aún resueltos los graves y siempre crecientes problemas de la
Iglesia en América Latina, especialmente el que con angustia y con voz de alarma es denunciado
justamente como el más grave y peligroso: la insuficiencia de clero".
El documento final recoge esta misma preocupación en el título III, N° 37, al afirmar que "el objeto
central" de la Conferencia es abordar el problema de la escasez de "fuerzas apostólicas".
Dom Helder Camara, Arzobispo Auxiliar de Río, destacaba que un continente de 163.000.000 de
habitantes, de los cuales 153.000.000 eran católicos, es decir, un 32% de la población católica mundial,
sólo disponía de un 7% del clero. Para 1946 se calculaban 5.969 habitantes por sacerdote; en 1955,
5.282. Las estadísticas aportadas por diversos obispos y por el estudio de Fr. Houtart, varían entre una
cifra que va de los 29.000 a los 32.000 sacerdotes en América Latina. Una adecuada atención de la
feligresía de la región suponía para entonces una cantidad adicional de 74.000 sacerdotes (ver el
excelente trabajo de Eduardo Cárdenas, S.1., "La Iglesia Latinoamericana en la hora de la creación del
CELAM", en CELAM. Elementos para su historia. Ed. CELAM. Bogotá, 1982).
Las soluciones propuestas van en la línea de fomentar las vocaciones, mejorar la formación impartida
en los seminarios, apelar a la solidaridad de las Iglesias europeas y norteamericana, como asimismo
aprovechar la colaboración de la "falange" de laicos que de muy diversas formas contribuyen a
mantener viva la presencia de la Iglesia en las regiones más apartadas y entre los indígenas. Tanto
Monseñor Helder Camara (Documento 4), como Don Manuel Larraín, Obispo de Talca (Documento
56), destacaron la importancia de la Acción Católica y de sus ramas especializadas, que mostraba una
gran vitalidad en varios países de la región.
La Conferencia abordó con especial cuidado el problema de las misiones entre los indios, los negros y
los campesinos (ver Documentos 26,39,27), como también los medios de comunicación (título VI), los
inmigrantes (título X), la educación y la cultura.
LOS DESAFIOS A LA IGLESIA
El título III (Nºs. 69-78) señala como grandes preocupaciones el avance del protestantismo, el
espiritismo, la superstición y la masonería. Entre las diversas medidas sugeridas para afrontar dichos
desafíos, destaca la recomendación de intensificar el movimiento bíblico y, en general, mejorar el nivel
de formación del clero y de los laicos.
El avance del protestantismo se había incrementado notablemente por la llegada de muchos misioneros
que habían dejado obligadamente sus tareas apostólicas en China y en Corea y que con fuerte apoyo
económico norteamericano habían sido destinados a América Latina. Recurriendo a las estadísticas, se
puede apreciar que en 1890 había 50.000 adherentes en América Latina; en 1925, 325.795; en 1952,
3.353.021 (ver, Cárdenas, op. cit., p. 70).
LOS PROBLEMAS SOCIALES
A diferencia de Medellín y Puebla, que tendrán como centro de la preocupación Pastoral de la Iglesia la
situación de nuestros pobres, la Conferencia de Río no prestó una atención preferente a los problemas
sociales de América Latina. Este tema aparece directamente en el Cap. III del título IV al hablar del
"Apostolado social y responsabilidad del cristiano en la vida cívico-política", y es retornado en forma
más amplia en el título VIII (N°s. 79-84), "Problemas sociales".
Los obispos ven a América Latina como un continente en expansión que acoge a fuertes contingentes
migratorios que vienen de Europa, con altos índices de natalidad, de grandes contrastes sociales,
desnutrición y analfabetismo, con una población mayoritariamente rural y con algunos problemas
sociales más específicos, como la situación del indio y del negro.
La situación política del continente no interesó a los obispos, de suerte que no se encuentran alusiones a
las dictaduras de Nicaragua, Cuba, Colombia, Venezuela, Paraguay y Argentina. Tampoco se
consideran las relaciones de América Latina con los Estados Unidos y Europa.
El Documento final de Río no tiene el soplo profético de Medellín y Puebla, aunque algunos de los
trabajos presentados, como los de Monseñor Ramón Bogarín, Obispo Auxiliar de Asunción
(Documento 44), del Obispo de Tucancingo, Monseñor Darío Miranda (Documento 58) y el de Don
Manuel Larraín (Documento 56), muestran claramente que una élite de nuestros obispos y del clero
había comprendido que el más grave desafío para la Iglesia era la suerte de los marginados de América
Latina. Estas intervenciones, a las que debemos añadir otras como la de Dom Helder Camara, anticipan
la denuncia profética que vendrá con Medellín.
Recordemos que en 1955 nadie en la Iglesia pensaba en un Concilio Ecuménico. Pío XII acarició la
idea pero la desechó. Fue necesaria la libertad de espíritu de un Juan XXIII para que la Iglesia se
renovara en el Concilio Vaticano 11. Medellín es, en buena medida, fruto del Concilio. La Conferencia
de Río, no obstante, es como su anuncio.
RIO Y LA CONSTITUCION DEL CELAM
En Río de Janeiro se echaron las bases del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). En el título
XI, N" 97, se lee:
"La Conferencia Episcopal por unanimidad ha acordado pedir, y atentamente pide a la Santa Sede
Apostólica, la creación de un Consejo Episcopal Latinoamericano...".
Los obispos deseaban instalar la sede central del CELAM en Roma, pero el Vaticano prefirió que se
estableciera en América Latina. Instalado en Bogotá y presidido por Monseiior Manuel Larraín, el
CELAM inició una profunda labor de renovación teológica y pastoral que preparó el terreno para el
gran encuentro de Medellín.
HACIA MEDELLIN
La II Conferencia Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín (Colombia), desde el 24 de
agosto hasta el 6 de septiembre de 1968, fue, en buena medida, fruto de las gestiones realizadas por el
entonces Presidente del CELAM, don Manuel Larraín, Obispo de Talca (Chile), durante el desarrollo
de la última sesión del Concilio Vaticano II. Su intención era propiciar un "aggiornamento" de la
Iglesia Latinoamericana, mediante la aplicación del espíritu y las orientaciones del Concilio Vaticano II
a la realidad del continente latinoamericano. Como es sabido, don Manuel falleció en 1966 y fue don
Avelar Brandáo Vilela, Arzobispo de Teresina (Brasil), sucesor en la Presidencia del CELAM, quien,
salvando severas dificultades, logró presentar y realizar el encuentro de Medellín.
Medellín significó un momento decisivo en la vida de la Iglesia, que por primera vez tomó conciencia
de la gravísima situación de injusticia social a la que, con voz profética, criticó como una situación de
"violencia institucionalizada". No obstante, sería un craso error sostener que el compromiso de la
Iglesia latinoamericana con los pobres y su pastoral social se inician sólo a partir de Medellín.
La toma de conciencia de las exigencias sociales del Evangelio es un proceso que, en alguna medida, se
inicia desde que la encíclica social Rerum Novarum (1891), que denuncia la "miseria inmerecida" del
proletariado industrial europeo, comienza a ser difundida en nuestro medio latinoamericano.
Los Documentos Sociales generados en Latinoamérica muestran que crece, en la conciencia eclesial, la
convicción de que las distintas formas de convivencia humana deben orientarse por la práctica de la
justicia social, como una condición sine qua non del recto ejercicio del amor. Se superaba así,
paulatinamente, una mentalidad decimonónica que apelaba a la "caridad" por parte de los ricos y a la
"resignación” de los pobres, como solución a la injusticia y al conflicto social que ella provocaba.
Los documentos de la Conferencia Episcopal de Chile ("La Iglesia y el campesinado chileno" y "El
deber social y político de los católicos en la hora presente", ambos de 1962), como asimismo las
declaraciones del Episcopado Latinoamericano reunido en Mar del Plata (1966), expresan la firme y
decidida voluntad de la Iglesia de empeñarse por mejorar la suerte temporal de los pobres, asumiendo
este compromiso como parte de su misión evangelizadora.
El Concilio Vaticano II, en particular la Constitución Conciliar Gaudium et Spes (1965), y la encíclica
de Pablo VI, Populorum Progressio (1967), sobre el desarrollo humano de todo el hombre y de todos
los hombres, proporcionarán los fundamentos teológicos y las orientaciones doctrinales necesarios para
fundamentar y orientar el compromiso asumido por la Iglesia latinoamericana. Personalidades
excepcionales como la del Arzobispo de Olinda y Recife, en el Noreste brasileño, don Helder Cámara,
ejercieron un verdadero efecto de demostración que traspasó las fronteras del continente.
Los documentos inmediatamente anteriores a Medellín insisten no sólo en la práctica de la caridad
asistencial, que ha sido siempre una genuina tarea eclesial en cumplimiento de la función de diaconía,
sino que postulan profundas reformas indispensables para desarraigar las causas estructurales de la
pobreza y de la marginalidad y orientar los procesos sociales hacia el desarrollo integral. En
consonancia con lo anterior, un número significativo de Iglesias locales (Chile, Ecuador, Costa Rica,
etc.), apoyaron la creación de movimientos sociales de inspiración cristiana tales como sindicatos,
cooperativas e instituciones de investigación socio-económicas y de promoción humana. Entre ellos
destacaron los centros de investigación y acción social (CIAS) de la Compañía de Jesús, diseminados
por todo el continente.
La necesidad de impulsar las reformas estructurales y de responder a los desafíos planteados por la
revolución cubana, que desde 1959 incrementaba sin cesar su influencia en los sectores obreros,
universitarios e intelectuales, movieron a la Iglesia a alentar la constitución de movimientos sindicales
y políticos de inspiración cristiana y a fortalecer los ya existentes. Un ejemplo típico de lo anterior es la
"aproximación vital" que se produjo entre la Iglesia católica chilena y el movimiento conocido como
"revolución en libertad", liderado por Eduardo Frei Montalva.
Para predicar con el testimonio, dos prelados chilenos, Manuel Larraín, Obispo de Talca, y Raúl Silva
Henríquez, Arzobispo de Santiago, entregaron las tierras de su propiedad a los campesinos que las
trabajaban, proporcionándoles, además, asistencia técnica para asegurar una adecuada gestión. De esta
manera, contribuían en forma simbólica a "concientizar" acerca de la necesidad urgente de una reforma
agraria que acabara con el latifundio improductivo y ofreciera a los campesinos la posibilidad de
escapar a su condición de proletarios del agro. Don Manuel Larraín acompañó este gesto con su bien
conocida carta pastoral, "Desarrollo: ¿éxito o fracaso en América Latina?" que mereció destacada
mención en la encíclica Populorum Progressio de S.S. Pablo VI (1967).
Fue precisamente en este terreno de la promoción de las reformas estructurales necesarias donde el
debate intraeclesial se volvió más áspero. La discusión apuntaba no sólo a la conveniencia de las
reformas en miras al bien común, sino también a la velocidad de los cambios y a las estrategias más
efectivas para realizarlos. Las tensiones generalizadas que se vivieron durante la década del 60 se
prolongaron a los primeros años de la década del 70.
Una nueva forma de hacer teología a partir de la realidad histórica de los pobres de América Latina,
que más adelante definirá el quehacer teológico como una "reflexión crítica sobre la praxis a la luz de
la fe", propuso desechar la noción de desarrollo y reemplazarla por la de liberación. En efecto, Gustavo
Gutiérrez, padre fundador de la teología de la liberación, argumentará que la palabra liberación, de
genuina raíz bíblica, expresa mucho mejor la radicalidad y conflictividad propias del proceso que
vivían las masas de pobres latinoamericanos y que les impulsa a terminar con la dependencia interna y
externa, causa mayor del subdesarrollo.
Muchos cristianos, laicos y sacerdotes, desilusionados de las iniciativas propiciadas por los
"desarrollistas" de la CEPAL y los "reformistas" social-cristianos, comenzaron a propiciar procesos
revolucionarios, adoptaron el método de análisis marxista para leer la verdad sobre la situación
latinoamericana y se sumaron a los movimientos políticos liderados por la izquierda marxista, llegando
en algunos casos a apoyar movimientos guerrilleros. Es el caso de Camilo Torres, en Colombia, y de
Néstor Paz, en Bolivia.
Abierta simpatía por el socialismo marxista y por los movimientos revolucionarios en América Latina,
expresaron, en Chile, los sacerdotes agrupados en el movimiento "Cristianos por el socialismo" y todos
los grupos sacerdotales contestatarios de América Latina, como ONIS en el Perú, GOLCONDA en
Colombia y Sacerdotes para el Tercer Mundo en Argentina. Todos esos grupos sostenían, con diverso
lenguaje, que la Iglesia es no sólo una instancia de crítica social, sino que debe comprometerse en la
lucha por un nuevo orden, rompiendo con el orden injusto al que estaba ligada.
Durante la década que nos ocupa, se cuestionó -esta vez por parte de la porción del clero y de los laicos
autodenominados "progresistas" -la legitimidad de la Doctrina Social de la Iglesia y de su carácter de
mediación entre el Evangelio de Jesucristo y el compromiso social y político de los cristianos. Se la
consideró abstracta, ahistórica, reformista, desarrollista y europeizante.
Los mismos grupos social-cristianos que habían encontrado en la Doctrina Social de la Iglesia una
valiosa fuente de inspiración, se sintieron algo frustrados al constatar que el Concilio Vaticano II, en la
constitución conciliar Gaudium et Spes (1965), estableció muy enfáticamente que la Iglesia no tiene
ningún modelo específico que proponer, ni se identifica con propuesta política alguna, aunque ésta sea
propiciada por movimientos políticos cristianos.
Las ideologías, especialmente las inspiradas en el marxismo, ocuparon el lugar de la doctrina social y
en muchos casos se llegó a subordinar la fe a la ideología y al compromiso político. Se trataba de
acabar con la dependencia política, económica, social y cultural-señalada en la época, por la mayoría de
los cientistas sociales, como la causa mayor de todos los males de la región-, mediante un proceso de
revolución social cuya inspiración no podía ser otra sino la ideología marxista, o alguna forma de
socialismo ligado estrechamente a esos esquemas de pensamiento.
Medellín va a significar el comienzo de un lento proceso de revalorización de la Doctrina Social de la
Iglesia, aunque la expresión utilizada, aun por Pablo VI, será la de Enseñanza Social de la Iglesia, para
evitar todo resabio de rigidez y dogmatismo que pudiera sugerir la palabra doctrina.
EL SIGNIFICADO DE MEDELLIN
Muchos comentaristas piensan que la Iglesia Latinoamericana alcanzó su mayoría de edad en Medellín,
ya que este encuentro significó un profundo cambio en la comprensión de su tarea evangelizadora en
esta parte del mundo y de sus proyecciones para la Iglesia Universal.
En efecto, por primera vez en la historia, representantes de la jerarquía latinoamericana asumieron,
como parte esencial de su misión evangelizadora, la denuncia de la injusticia social, considerada tan
grave que fue descrita como una "violencia institucionalizada":
"Si el cristianismo cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la
justicia es una condición ineludible para la paz. No deja de ver que América Latina se encuentra,
en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia
institucionalizada" (Documento Paz, N° 16).
Los obispos ya habían indicado que, ante una situación "que atenta tan gravemente contra la dignidad
del hombre y, por lo tanto, contra la paz, se requieren "transformaciones globales, audaces, urgentes y
profundamente renovadoras" (Ibid.). De esta manera, nuestra jerarquía legitimaba el proceso de
cambios que muchas organizaciones cristianas venían promoviendo. Los laicos involucrados en dichos
movimientos supieron apreciar debidamente esta ratificación eclesial de sus justas aspiraciones.
No obstante lo anterior, los obispos -en comunión con el Papa Pablo VI, quien había inaugurado la
Asamblea-, recuerdan que ninguna reforma de estructuras puede tener destino si no se sustenta en una
mutación cultural, en una
conversión del corazón. Sólo entonces podrá hablarse de liberación
verdadera:
"Por eso, para nuestra verdadera liberación todos los hombres necesitamos una profunda
conversión, a fin de que llegue a nosotros el "reino de justicia, de amor y de paz". El origen de
todo menosprecio del hombre, de toda injusticia, debe ser buscado en el desequilibrio interior de
la libertad humana que necesitará siempre, en la historia, una permanente labor de rectificación.
La originalidad del mensaje cristiano no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de
"un cambio de estructuras", sino en la insistencia en la conversión del hombre que exige este
cambio. No tendremos un continente nuevo sin nuevas y renovadas estructuras; sobre todo, no
habrá continente nuevo sin hombres nuevos, que a la luz del Evangelio sepan ser verdaderamente
libres y responsables" (Documento Justicia, N° 3).
Aparte de los aspectos señalados, Medellín significó la acogida definitiva, por parte de los obispos, de
las comunidades eclesiales de base, consideradas como la "célula inicial de estructuración eclesiástica"
y llamadas a revitalizar a la Iglesia en su quehacer evangelizador. La presencia y actividad de los laicos
encontró aquí un nuevo y amplio espacio, reservando siempre, a diferencia de lo que pueda haber
acontecido en otras latitudes, un lugar privilegiado para el sacerdote, sin cuya presencia la comunidad
no puede celebrar la Eucaristía.
Si hay algo que echamos de menos en un documento tan profético como el de Medellín, es un llamado
más directo a la propia Iglesia y a sus instituciones para extirpar de su propio seno todo resquicio de
injusticia y atropello a la dignidad de la persona humana. Como es habitual en los documentos
eclesiásticos, las reformas se postulan más para la sociedad civil que para la propia Iglesia.
DE MEDELLIN A PUEBLA
El soplo del Espíritu en Medellín animó a la Iglesia Latinoamericana a asumir, como nunca antes, una
postura de crítica social y denuncia de la injusticia en todas sus formas, postulando una sociedad nueva
que Puebla llamará "de la comunión y de la participación" y que Pablo VI había denominado
"civilización del amor" . Para construirla, muchos sacerdotes, religiosos y religiosas se fueron a vivir a
las poblaciones marginales e hicieron suya la suerte de los pobres, convirtiéndose a menudo en sus
líderes y portavoces. Raúl Silva Henríquez, Cardenal Arzobispo de Santiago, afirmará reiteradamente
que la Iglesia quiere ser "la voz de los que no tienen voz".
En un estudio acucioso de 29 documentos de la Iglesia Latinoamericana, Antonio Bentué señala que en
los dos años y tres meses que van desde que termina Medellín hasta diciembre de 1970:
"Lo primero que salta a la vista es la gran preocupación que manifiestan los episcopados por la
situación social, política y económica de América Latina ... Percibimos allí una Iglesia de cara al
mundo, atenta para ver en él los signos de los tiempos" (Ver "De Medellín a Puebla", Teología y
Vida, Vol. XIX, 1978, N" 3. Para el período 1965-1970 puede consultarse la obra de Ronaldo
Muñoz, "Nueva Conciencia de la Iglesia en América Latina", Salamanca, 1974).
Ya entrados en la década del 70, los regímenes militares, inspirados en la doctrina de la seguridad
nacional, acaban con los experimentos revolucionarios y prometen restaurar el orden amenazado por la
violencia subversiva. Como consecuencia de la lucha antisubversiva, América Latina enfrenta una
situación casi masiva de grave atropello a los derechos humanos.
La Iglesia, que en la década anterior había enfatizado la denuncia de la injusticia social expresada en la
pobreza y la marginalidad y propuesto como vía de solución profundas reformas estructurales,
reacciona ahora señalando, como la mayor amenaza para la justicia, el atropello de los derechos
humanos. La vigencia verdadera de los derechos humanos exige, en la reflexión eclesial post Medellín,
el desarrollo económico con participación popular y la organización de la convivencia civil en base de
un consenso mayoritario que se exprese en estructuras de gobierno genuinamente democráticas. En
otras palabras, para la Iglesia Latinoamericana el respeto por los derechos humanos supone conjugar el
desarrollo económico con la democracia política, económica y social.
Junto con denunciar la violación de los derechos humanos, el magisterio eclesial rechaza las acciones
violentas de quienes piensan que la "violencia subversiva" es el único medio para acabar con la
violencia represiva. Un número importante de los miembros de movimientos guerrilleros como los
Tupamaros y los Montoneros se habían formado en círculos católicos y encontrando en Medellín
motivaciones para su compromiso. Otros cristianos optaron por diversas formas de resistencia pasiva
como ayunos, marchas, sittings y otras.
El panorama intraeclesial se complicó aún más como resultado del intento de reducir la liberación
preconizada por Medellín a su dimensión exclusivamente económica y política, postulando como única
salida la ruptura de la situación de dependencia de nuestras economías periféricas respecto de las
economías centrales.
Como resultado de dichos debates, se fueron perfilando nítidamente tres posiciones divergentes: un
catolicismo tradicional, apegado a la concepción teológica y pastoral propias de la nueva cristiandad
que rechazaba la intervención de la Iglesia en cuestiones temporales, un sector renovado gracias a la
teología de los signos de los tiempos del Concilio Vaticano II, a la influencia de Medellín ya los
documentos sociales del magisterio, que apoyaba decididamente la acción de los obispos y del clero, y,
finalmente, un ala más radical izada que legitimó sus opciones en la emergente teología de la
liberación, en el magisterio de Juan XXIII (Pacem in Terris, 1963) y de Pablo VI (Octogésima
Adveniens, 1971), que, previo un atento discernimiento, aceptaban el socialismo de corte democrático
como una opción legítima para un cristiano.
Las tensiones vividas al interior de las élites católicas alcanzaron también la base eclesial, aunque, en
su mayoría, el pueblo de Dios continuó viviendo una fe sencilla expresada en la religiosidad popular,
ajeno a una discusión más sofisticada. Una característica de los cristianos más radicalizados era el
rechazo de la religiosidad popular, considerada como una forma de distraer al pueblo de su
compromiso revolucionario.
La Exhortación Apostólica "Evangelii Nuntiandi" (1975) del papa Pablo VI, alcanzó honda repercusión
en el continente, y su influencia en el Documento de Puebla será decisiva. La expresión fuerte del Papa,
de que no hay evangelización verdadera sin promoción humana, legitimó definitivamente la postura de
los obispos latinoamericanos que, en su mayoría, se habían convertido en personas no gratas para los
diversos regímenes militares de turno en la región:
"Entre Evangelio y promoción humana -desarrollo, liberación- existen lazos muy fuertes. Vínculos
de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar es un ser sujeto a los
problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan
de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones concretas de injusticia a la que
hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente
evangélico, como el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin
promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre?" (Nº
31).
Empeñada en esta tarea, que ha llevado a muchos de sus hombres y mujeres hasta el martirio, la Iglesia
había ido perdiendo influencia entre las clases dirigentes de los procesos económico y político del
continente, que se habían vuelto sordas a su palabra. Paralelamente crecía su prestigio en los sectores
populares y medios, particularmente por su irrenunciable compromiso en la defensa de los derechos
humanos fundamentales.
La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano sobre la "Evangelización en el Presente y
en el Futuro de América Latina" nos dice:
"Puebla constituye una larga meditación sobre la Iglesia, no en una suerte de monólogo interior
sobre ella misma, sino en relación con su gran interlocutor: el mundo latinoamericano. Por
consiguiente, de alguna manera, todo Puebla es una gran eclesiología; es el tercer capítulo de una
eclesiología que comenzó a actualizarse y a vivirse en la Iglesia Latinoamericana en 1962.
Vaticano II y Medellín son sus dos capítulos anteriores".
Esta cita, tomada de un luminoso trabajo de Monseñor Antonio Quarracino, "Historia y fases
principales de la nueva conciencia eclesiológica en América Latina: Vaticano 11 - Medellín - Puebla"
(en Puebla, "El hecho histórico y la reflexión teológica", Sígueme, Salamanca, 1981), expresa muy
adecuadamente el significado de Puebla. Se trata de una Iglesia que desde lo íntimo de su misterio se
interroga sobre lo que, según el decir de Pablo VI en "Evangelii Nuntiandi", constituye su dicha y su
vocación: el anuncio de Jesucristo. Pero esta meditación se realiza en diálogo con el pueblo
latinoamericano, cuyos rostros asoman en el documento final:
"Rostros de niños golpeados por la pobreza ... de jóvenes desorientados, ... de indígenas y
afroamericanos marginados... de campesinos... de subempleados ... de marginados y hacinados
urbanos ... de ancianos marginados" (ver N°s. 32-39).
Estos pobres de América Latina constituyen el referente primero y permanente de la reflexión de los
obispos y de sus orientaciones pastorales. Puebla pasará a la historia como el momento culminante en
que la Iglesia Latinoamericana anuncia su opción preferencial por los pobres concretos de este
continente subdesarrollado.
Ya Juan XXIII, cuyo carisma transformó el alma de la Iglesia, en su radiomensaje del 11 de septiembre
de 1962, había utilizado la expresión "Iglesia de los pobres".
"Frente a los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y quiere ser, como la Iglesia
de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres".
Ahora es la Iglesia de un pueblo pobre en un continente pobre la que, siguiendo la línea profética de
Medellín, afirma "la necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción preferencial por los
pobres, con miras a su liberación integral" ( Nº 1134). En el capítulo I de la IV parte del documento, se
proponen las líneas pastorales (Nº 1153), los medios Nº 1157) y las acciones concretas a emprender
(N°1158), para acabar con la "extrema pobreza que afecta a numerosísimos sectores en nuestro
continente".
Esta opción preferencial por los pobres recogió un clamor proveniente de amplios sectores de la Iglesia
Latinoamericana. En efecto, ningún otro documento ha sido preparado con mayor participación. Cada
Conferencia Episcopal procesó minuciosamente las sugerencias que llegaron de las diferentes diócesis
a partir de un documento de consulta que, modificado con los aportes recibidos, pasó a constituir el
documento final de trabajo.
En lo más inmediato, el discurso inaugural de Juan Pablo II, pronunciado el 28 de enero de 1979,
esbozó no solamente el espíritu en el que debían desarrollarse los debates, sino que delineó también sus
grandes contenidos.
Juan Pablo II recordó a los obispos que su deber principal es ser maestros de la verdad:
"... no de una verdad humana y racional sino de la verdad que viene de Dios; que trae consigo la
auténtica liberación del hombre: "conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn. 8, 32); esa
verdad que es la única base sólida para una "praxis" adecuada" (Jo. I, 1).
Siguiendo esta misma lógica, advirtió acerca de "relecturas" del Evangelio que reducen la figura de
Cristo a la de un "profeta" o le conciben como un político, un revolucionario, como el subversivo de
Nazareth o "como un luchador contra la dominación romana y contra los poderes, e incluso complicado
en la lucha de clases" (1, 4). Este párrafo, como varios otros del discurso, constituyen una crítica a
algunas corrientes de la teología de la liberación, respecto de la cual la Iglesia sólo se pronunciará
oficialmente en la década de los ochenta (Libertatis Nuntius, 1984 y Libertatis Conscientiae, 1986).
Asimismo, en relación a la Iglesia, y respondiendo a quienes la conciben como una Iglesia popular, que
surge por iniciativa del pueblo, Juan Pablo II recuerda que en su origen la Iglesia es el resultado de una
convocatoria divina:
"La Iglesia nace de la respuesta de fe que nosotros damos a Cristo. En efecto, es por la acogida
sincera a la Buena Nueva que nos reunimos los creyentes en el nombre de Jesús para buscar
juntos el Reino, construirlo, vivirlo (cfr. EN, 13)" (1, 6).
En la mente del Papa no puede existir una auténtica acción evangelizadora que no esté cimentada en
una correcta eclesiología. Como en general en todas sus enseñanzas, Juan Pablo 11 se remite aquí
permanentemente al Concilio Vaticano 11, especialmente a la Constitución Dogmática sobre la Iglesia,
"Lumen Gentium", y a la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno "Gaudium et
Spes", como también a la Exhortación Apostólica "Evangelii Nuntiandi" de Pablo VI.
Todo aquel que evangeliza lo hace enraizado en la fe de todo un pueblo, en comunión con sus pastores:
"... porque evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial,
un acto de Iglesia" (2, 7).
Tarea primordial de la Iglesia como comunidad evangelizadora es anunciar la verdad sobre el hombre,
tan distorsionada precisamente en la época de los humanismos y del antropocentrismo:
"La Iglesia posee, gracias al Evangelio, la verdad sobre el hombre. Esta se encuentra en una
antropología que la Iglesia no cesa de profundizar y de comunicar. La afirmación primordial de
esta antropología es la del hombre como imagen de Dios irreductible a una simple parcela de la
naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana (ver GS 12 y 14). En este sentido,
escribía San Ireneo: "La gloria del hombre es Dios, pero el receptáculo de toda acción de Dios, de
su sabiduría, de su poder, es el hombre" (San Ireneo, "Tratado contra las herejías", Libro III, 20, 23)" (1, 9).
Anunciar la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre el hombre, constituye el ofIcio de toda pastoral y
de toda evangelización. Pero esta verdad se denuncia y se vive en y desde un contexto social, político,
económico y cultural.
Toda la primera parte del documento final está dedicada a la "visión pastoral de la realidad
latinoamericana" y traza el escenario histórico, socio-cultural y eclesial de un continente desgarrado
por las desigualdades sociales y por el "creciente aumento de la brecha entre ricos y pobres" (N' 28),
cuya manifestación más hiriente es la extrema pobreza que asoma en los rostros de muchos de nuestros
hermanos (Nº. 31-39).
Con inusitado vigor, los obispos denuncian las horrendas violaciones a los derechos humanos acaecidas
en el continente durante la década de los 70:
"... a eso se suman las angustias que han surgido por los abusos de poder, típicos de los regímenes
de fuerza. Angustias por la represión sistemática o selectiva acompañada de delación, violación de
la privacidad, apremios desproporcionados, torturas, exilios. Angustias en tantas familias por la
desaparición de sus seres queridos, de quienes no pueden tener noticia alguna. Inseguridad total
por detenciones sin órdenes judiciales. Angustias ante un ejercicio de la justicia sometida o atada.
Tal como lo indican los sumos pontífices, la Iglesia "por un auténtico compromiso evangélico"
(cfe. Juan Pablo n, Discurso Inaugural III, 3, AAS LXXI, p. 199), debe hacer oír su voz
denunciando y condenando estas situaciones, más aún cuando los gobiernos y responsables se
profesan cristianos" (N° 42).
El texto citado ahorra todo comentario y explica por qué el Documento de Puebla fue tan controvertido
en los círculos allegados al poder político en América Latina, recurriendo al errado argumento de que
la Iglesia debe reducirse a su misión estrictamente religiosa. Ya Juan Pablo n, en su discurso inaugural,
había señalado que: "si la Iglesia se hace presente en la defensa o en la promoción de la dignidad del
hombre, lo hace en la línea de su misión, que aun siendo de carácter religioso y no social y político, no
puede menos de considerar al hombre en la integridad de su ser" (III, 2).
Los obispos no sólo denunciaron la violencia represiva proveniente del aparato estatal, sino que
rechazaron también toda forma de violencia proveniente del terrorismo, de la guerrilla y de los
secuestros organizados por extremismos de distinto signo que, igualmente, comprometen la
convivencia social (Nº43).
Cuando la mirada de los obispos se dirige al ámbito económico, aunque reconocen una "tendencia a la
modernización, con fuerte crecimiento económico", subrayan que la economía de libre mercado y la
tecnocracia que fríamente la aplica, afligen a los más pobres que deben pagar un "costo social
realmente inhumano" (Nº 47-50). Cuando hoy día miramos hacia atrás, comprendemos que los pobres
jamás habrían pagado un costo social tan alto de no haber mediado una estrecha alianza entre el poder
político-militar y la tecnocracia económica. Varias de nuestras sociedades latinoamericanas y, en
particular, la sociedad chilena, contrajeron una deuda social con los pobres que deben cancelar en un
clima de justicia y de solidaridad.
Toda la segunda parte del documento (N°s. 162-562), contiene una rica reflexión teológica centrada en
los principales temas del discurso inaugural, a saber: la verdad sobre Jesucristo, la verdad sobre la
Iglesia, la verdad sobre el hombre y la verdad sobre la evangelización.
Aquí Puebla recoge una temática insinuada por el Concilio Vaticano II( 1965- 1965), en la
Constitución Conciliar "Gaudium et Spes", retomada por Pablo VI en "Evangelii Nuntiandi" y asumida
definitivamente por el Pontificado de Juan Pablo II, al punto de que podríamos caracterizar su plan
pastoral como un gran esfuerzo por evangelizar la cultura y las culturas.
De toda la segunda parte del documento, pensamos que los números dedicados a la cultura contienen la
aportación más rica y original de Puebla. La cultura viene definida como:
"el modo particular como, en un pueblo, los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre
sí mismos y con Dios (GS, 53 b), de modo que puedan llegar a "un nivel verdadera y plenamente
humano" (GS 53 a). Es "el estilo de vida común" (53 c) que caracteriza a los diversos pueblos; por
ello se habla de "pluralidad de culturas" (GS 53 c); (Cfe. EN 20)" (Nº 386).
A partir de aquí la reflexión eclesial se remitirá a la cultura como la variable fundamental para leer la
realidad latinoamericana y concebirá la tarea evangelizadora como una "inculturación" del Evangelio.
La dimensión cultural, el ethos, de nuestros pueblos había estado más bien ausente del amplio debate
científico-social de las décadas de los años sesenta y setenta, con la honrosa excepción de Gino
Germani y sus teorías de la modernización y de algunos otros. Tampoco la teología de la liberación
había prestado especial atención a la cultura.
La reflexión acerca de la cultura alcanzó tal centralidad que los obispos, siguiendo a Pablo VI, afirman
que la evangelización tiene como finalidad primordial transformar las culturas desde su raíz:
"(La acción evangelizadora) trata de "alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio, los
criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las
fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra
de Dios y con el designio de salvación. Podríamos expresar todo esto diciendo: "lo que importa es
evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de una manera vital en
profundidad- y hasta en sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre" (EN 19-20)" (Nº
394).
El problema que se plantea es cómo conciliar el respeto por la diversidad de culturas y la necesidad de
anunciar el mensaje cristiano en su integridad. Se trata de in-culturar el Evangelio en América Latina,
cuya peculiar cultura, fruto del mestizaje racial y cultural, es descrita en los números 409-419. Cultura
peculiar sometida, no obstante, al soplo permanente de la llamada "adveniente cultura universal" con
sus valores y antivalores (421-428).
La Iglesia Latinoamericana invita a realizar un discernimiento sobre la universalización de la cultura y
la rechaza cuando "universalidad" pasa a ser sinónimo de nivelación y uniformidad "que no respeta las
diferentes culturas, debilitándolas, absorbiéndolas o eliminándolas" (N" 427).
Una de las contribuciones más valiosas de la Iglesia a la evangelización de las culturas ha sido la
proposición de una doctrina o enseñanza social que ha concretado el aporte de la Iglesia a la liberación
y promoción humana (N"s. 472¬479). Gracias a Juan Pablo 11 (ver discurso inaugural III, 7) esta
doctrina ha vuelto a ocupar un lugar central -por lo menos teóricamente- en la vida de la Iglesia que ha
redescubierto su riqueza, cuyo objeto primario:
"es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios y la tutela de sus derechos inalienables ... Por
tanto, la finalidad de esta doctrina de la Iglesia -que aporta su visión propia del hombre y de la
humanidad (13)- es siempre la promoción y liberación integral de la persona humana, en su
dimensión terrena y trascendente, contribuyendo así a la construcción del Reino último y definitivo,
sin confundir, sin embargo, progreso terrestre y crecimiento del Reino de Cristo" (cfr. GS. 39).
Partiendo de las convicciones centrales de esta doctrina, Puebla realiza una severa crítica a las
ideologías vigentes en América Latina (Nºs. 542-557): el liberalismo capitalista, descrito como una
idolatría de la riqueza en su forma individual; el colectivismo marxista que conduce a una idolatría de
la riqueza en su forma colectiva; y la "doctrina de la seguridad nacional" que se institucionaliza en un
sistema represivo, en concordancia con su concepto de "guerra permanente".
En concordancia con el discurso inaugural, los obispos señalan que la Iglesia "no necesita recurrir a
sistemas e ideologías para amar, defender y colaborar en la liberación del hombre" (552). Esta
expresión tan fuerte se comprende en un contexto como el que hemos descrito antes, en el cual las
ideologías marxista y de la seguridad nacional habían sustituido de hecho a la propia fe en la
conciencia de muchos cristianos.
El texto constituye, además, un rechazo a toda forma de clericalismo -de izquierda o de derecha- que
pretenda condicionar el resultado de la obra evangelizadora de la Iglesia a su adhesión a tal o cual
ideología o sistema político determinados, tal como había dicho Juan Pablo 11 en el discurso inaugural:
"la Iglesia quiere mantenerse libre frente a los opuestos sistemas, para optar sólo por el hombre" (III,
3).
Lo anterior no significa que Puebla rechace todas las ideologías. Teóricamente (ver N" 535) admite no
sólo la legitimidad de las ideologías sino que afirma que son necesarias como mediaciones para la
acción:
"... una ideología será, pues, legítima si los intereses que defiende lo son y si respeta los derechos
fundamentales de los demás grupos de la nación. En este sentido positivo, las ideologías aparecen
como necesarias para el quehacer social, en cuanto son mediaciones para la acción" (Ibid.).
LAS TEOLOGIAS DE LA LIBERACION
Contrariamente a las expectativas de algunos, Puebla no condenó a "las teologías" de la liberación sino
que les puso condiciones. Es bien sabido que connotados teólogos de la liberación -entre ellos Gustavo
Gutiérrez- sostuvieron algo así como un simposium paralelo y que lograron influir en la asamblea a
través de algunos obispos con quienes mantenían un estrecho contacto. El documento final dedica a
este problema todo un apartado que titula "Discernimiento de la Liberación en Cristo" (N°s. 480-490).
En particular el N° 489 indica signos para discernir, entre los que destaca "la fidelidad a la Palabra de
Dios, a la tradición viva de su Iglesia, a su Magisterio". El número termina citando a "Lumen Gentium"
y al discurso inaugural de Juan Pablo II:
"No nos engañemos: los fieles humildes y sencillos, como por instinto evangélico, captan
espontáneamente cuándo se sirve en la Iglesia al Evangelio y cuándo se lo vacía y asfixia con otros
intereses".
Hernán Alessandri, en la obra colectiva "Puebla. El hecho histórico y la significación teológica",
Sígueme, Salamanca, 1981, comenta que las teologías de la liberación han hecho indiscutibles aportes a
la Iglesia: han logrado mantener vivo el interés por la liberación, insistido en que toda la Iglesia debe
comprometerse en la causa de los pobres, han despertado una mayor voluntad de eficacia en la acción
de la Iglesia y llamado la atención acerca de la importancia de la liberación socio-económica y política.
Nuestro autor concluye: "todo esto ha sido asumido por Puebla" (op. cit., p. 114).
Las reservas se refieren al método utilizado, a la clara opción política por el socialismo, que priva de
libertad al quehacer teológico, ya las estrategias que pueden derivar de esta opción (ver, op. cit., pp.
113-117).
EL LLAMADO DE PUEBLA
A CONSTRUIR UNA NUEVA SOCIEDAD
Rechazadas las opciones propuestas tanto por el capitalismo liberal y el colectivismo marxista, Puebla
llama a la Iglesia, y especialmente a los laicos, a construir una nueva civilización mediante una acción
audaz y creativa. Se trata de una nueva sociedad fundada, según Juan XXIII, en la verdad, en la
justicia, en el amor, en la libertad. Pablo VI la llamó civilización del amor. Juan Pablo 11 se refiere a
ella como una civilización del trabajo que tiene prioridad sobre el capital. En "Centesimus Annus"
habla de una sociedad fundada en "el trabajo libre, la empresa, la participación". En el Documento de
Puebla esta sociedad puede denominarse de la comunión y de la participación.
¿Utopía cristiana? Quizás sea ésta la mejor forma de denominarla. Razones de espacio nos impiden
examinar con mayor detenimiento el pensamiento de esta nueva sociedad que no se confunde con el
Reino, pero que constituye su anticipación y hace que el Pueblo de Dios sea visto como sacramento,
signo del Reino de Dios en la historia humana.
HACIA SANTO DOMINGO
En la década de los setenta, los países latinoamericanos, sometidos en su mayoría a regímenes
militares, habían sufrido el doble impacto de la recesión internacional y del aumento de los precios del
petróleo entre 1973 y 1975. Simultáneamente, con la dificultad para colocar en los mercados externos
sus cuotas de materias primas y la consiguiente caída de sus ingresos, se vieron en la imperiosa
necesidad de pagar cuatro veces más por sus combustibles.
Condiciones nuevas en los mercados financieros -abundancia de petrodólares que había que colocar en
alguna parte-, ofrecieron a nuestros países la posibilidad de superar sus problemas de balanza de pagos
mediante la contratación de crédito externo en condiciones bastante favorables, lo que provocó un
creciente endeudamiento más allá de los límites razonables. La bonanza, no obstante, duró muy poco.
Enrique Iglesias describe así la situación vivida en la década de los ochenta:
"En 1982 un nuevo ciclo recesivo externo determinó una brusca alza de las tasas de interés y una no
menos drástica caída de los términos de intercambio de esos países, que declinaron a un nivel
inferior a los de 1930, haciéndoles muy difícil el pago de la cuantiosa deuda acumulada. Fue
necesario, entonces, aplicar políticas de ajuste para reducir el gasto interno y comprimir las
importaciones. Estas políticas, necesarias, naturalmente tuvieron efectos negativos sobre el
crecimiento económico y el progreso social de la región. A fines de los años ochenta el ingreso
percápita en los países latinoamericanos había caído a niveles inferiores a los de trece años atrás.
Con todo, hay que reconocer que la pobreza constituye una herencia histórica de América Latina, y
que sin dichas medidas el deterioro social habría sido mayor" (Enrique Iglesias, "América Latina:
un decenio dramático", Mensaje, N° 417, marzo-abril, p. 74).
Muchos autores han considerado a los ochenta como una década perdida para el desarrollo y el mismo
Iglesias titula su trabajo "América Latina: un decenio dramático". No obstante, siguiendo al Presidente
del Banco Interamericano de Desarrollo, hacia fines del decenio la situación había comenzado a
cambiar. Parecía como si se hubiera tocado fondo y que no se podía descender más. Contabilizando
altos costos sociales -Juan Pablo 11 nos advirtió en 1987, durante su visita a Chile, que "los pobres ya
no podían esperar más"-, los países introdujeron durísimas reformas propiciadas por el Fondo
Monetario Internacional (FMI), que modernizaron sus economías, las abrieron al comercio exterior e
incrementaron su competitividad internacional.
Los resultados, según Iglesias, no se han hecho esperar:
"En 1991 y 1992, el PIE de la región habrá crecido en cerca de un 3% anual, en contraste con una
reducción de casi el 1 % en 1990; las tasas de inflación, aun cuando en muchos casos todavía
presentan índices muy elevados, se redujeron de un promedio de 1.200% en 1989 a un 300% en
1991 y muestran tendencias más favorables aún en el futuro; del mismo modo, ese año las
transferencias negativas de capital hacia el exterior, que durante la mayor parte del decenio pasado
oscilaron alrededor de los 20.000 millones de dólares anuales, se transformaron en una corriente de
recursos positiva del orden de los 15.000 millones de dólares".
Lo anterior nos permite concluir que un proceso de honda transformación económica está en marcha en
América Latina, que ofrece la oportunidad histórica de combinar crecimiento económico con metas
apreciables de justicia social, pagando la deuda contraída con los pobres del continente.
En el panorama político ya no quedan dictadores, la tensión ideológica ha bajado casi a cero, la
revolución cubana está agotada, los focos guerrilleros se extinguen y nuestros políticos se han vuelto
decididamente pragmáticos. Los gobiernos aplican políticas de ajuste fiscal y apoyan decididamente la
apertura al comercio exterior.
La crisis del "socialismo real" ha repercutido fuertemente en América Latina y quienes en nuestro
medio miraban con simpatía dicha experiencia han iniciado un proceso de renovación o de meditación
silenciosa. Socialistas cristianos o laicos manifiestan su adhesión a la economía de mercado, que
debidamente orientada puede ofrecer la oportunidad de incorporar definitivamente a las masas hasta
ahora marginadas.
La Iglesia ha dejado de ser un actor social y "político" de primer orden, porque las instituciones propias
de la convivencia democrática y los medios de comunicación han reasumido la representación de los
distintos sectores ciudadanos.
La figura del Papa misionero que convoca a evangelizar con nuevo ardor, con nuevos métodos y
nuevas expresiones, suscita la adhesión multitudinaria de los católicos de todos los estados sociales.
Esta nueva evangelización debe ser la respuesta eclesial a los desafíos que en esta década plantea la
sociedad latinoamericana: una secularización creciente que rechaza toda orientación moral, la tendencia
al pragmatismo; el avance de la "Iglesia electrónica" y de las sectas; la necesidad de defender la vida
amenazada ya en el seno materno, fortaleciendo la familia y las instituciones educativas.
Igual que en los umbrales de Medellín y Puebla, la pobreza en que aún vive más de la mitad de los
latinoamericanos, los campesinos, los marginados de las ciudades, los indígenas y los afroamericanos,
plantea a la Iglesia y a la sociedad un problema de enormes proporciones. El escenario económico, sin
embargo, comienza a dar señales de que una nueva era podría estar comenzando. En Chile, por
ejemplo, el producto nacional creció, el año 1992, un 10,7%, un récord histórico que constituye, como
ya hemos señalado, una posibilidad de mejorar la suerte de los pobres.
Males casi imposibles de desarraigar como el narcotráfico, con su secuela de corrupción, asesinatos,
atentados terroristas y secuestros, perturban gravemente la convivencia en América Latina. Con todo,
un observador objetivo debería concluir que el clima en la región es bien distinto del que se vivía en las
décadas de Medellín y Puebla.
LA IV CONFERENCIA EPISCOP AL DE SANTO DOMINGO
Como en este breve ensayo sólo abordaremos algunos aspectos de Santo Domingo, aconsejo al lector
buscar mayores luces en el número especial de la revista "Persona y Sociedad", Vol. VII, N° 1,
publicado por el Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudios Sociales (ILADES), dedicado
íntegramente a Santo Domingo.
La preparación de la Conferencia de Santo Domingo no siguió el método aplicado en Puebla. La
consulta a las Iglesias locales fue más restringida y el documento base, "Instrumentum Laboris", fue
rechazado por el Vaticano y reemplazado por cuatro conferencias magistrales orientadoras de los
debates, sobre los cuatro temas ejes de la Conferencia: Jesucristo ayer, hoy y siempre; Nueva
evangelización; Promoción humana; y Cultura cristiana.
En este comentario vamos a seguir mi trabajo titulado "El Magisterio de Juan Pablo 11 y la IV
Conferencia Latinoamericana de Santo Domingo", publicado en la revista "Persona y Sociedad" antes
citada, pp. 13-22.
Una lectura atenta del documento final muestra con claridad indiscutible la influencia decisiva del
Magisterio de Juan Pablo II , no sólo en cuanto a la orientación doctrinal sino también en cuanto al
espíritu y la estructura. En lo más inmediato destaca el impacto del discurso inaugural, pero un estudio
más detenido pone en evidencia que casi todos los documentos mayores de Juan Pablo II están, de una
y otra forma, subsumidos en el documento episcopal.
El tema central de Santo Domingo estaba fijado ya desde 1983, cuando Juan Pablo 11 en su discurso al
CELAM en Puerto Príncipe, convocó a la Iglesia Latinoamericana a iniciar una nueva evangelización,
en vista de la proximidad de los 500 años de presencia de la Iglesia católica en el continente.
JESUCRISTO AYER, HOY Y SIEMPRE
A diferencia de los encuentros de Medellín y Puebla que aplicaron el método del ver, juzgar, actuar,
iniciando su reflexión con un diagnóstico pastoral de la realidad latinoamericana, el documento final de
Santo Domingo se inicia con una profesión de fe en Jesucristo, "Evangelio del Padre" (1 Parte) y
Jesucristo evangelizador viviente en su Iglesia (II Parte). Esta centralidad de Jesucristo constituye el
rasgo distintivo de la espiritualidad de Juan Pablo II y la piedra angular del programa de su pontificado,
como lo mostró su primera encíclica "Redemptor Hominis" (28 de enero de 1979). Jesucristo
considerado en la plenitud de su misterio pascual, en su muerte y en su resurrección definitiva. La
cristología de Juan Pablo 11 funda una eclesiología y una antropología. Sólo desde Jesucristo
comprendemos el misterio de la Iglesia y únicamente en él podemos conocer la imagen verdadera del
hombre.
La confesión de fe de Santo Domingo adquiere un profundo significado si se considera que expresa la
creencia de todo un pueblo en un continente que conmemora 500 años de evangelización.
LA NUEVA EVANGELIZACION
Hablar de una nueva evangelización es reconocer que hubo una antes, sin que esto signifique que ella
no haya tenido valor. Ocurre que hoy nuestra Iglesia enfrenta nuevos desafíos, nuevas interrogantes y
vive una nueva cultura que exige respuestas nuevas. No se trata, como advirtió Juan Pablo II al
inaugurar la Conferencia, de proponer un nuevo evangelio; hay un solo Evangelio en el cual debemos
descubrir nuevas luces para iluminar problemas nuevos. No se pretende tampoco "reevangelizar".
El Cardenal Moreira Neves, Arzobispo de San Salvador de Bahía, quien tuvo a su cargo la ponencia
sobre la nueva evangelización, comenta que el Papa excluyó dicha expresión en el discurso de Haití,
pero que la empleó en Polonia, insinuando que donde el comunismo arrancó las raíces del humanismo
cristiano es necesario comenzar de nuevo.
Toda nueva evangelización implica un nuevo ardor o entusiasmo en los evangelizadores; nuevos
métodos que permitan comunicar mejor el Evangelio a los pobres, a las familias, a los empresarios, a
los militares, a todos los miembros del Pueblo de Dios; nuevas expresiones que tienen que ver con el
lenguaje formal y simbólico utilizado que nos permita "inculturar" mejor el Evangelio, llegando con él
a territorios de misión donde nunca ha sido escuchado.
Este anuncio, no obstante, sería palabra vana si no fuera acompañado de una entrega solidaria a los
demás. Juan Pablo II lo advierte al final de su discurso:
"No hay que olvidar que la primera forma de evangelización es el testimonio (cfr." Redemptoris
Missio", 42-43), es decir, la proclamación del mensaje de salvación mediante las obras y la
coherencia de la vida, llevando a cabo así su encarnación en la historia cotidiana de los hombres"
(N° 24).
PROMOCION HUMANA
El compromiso de contribuir a mejorar la suerte histórica de los hombres, especialmente de los pobres,
es quizás el mejor testimonio que pueda ofrendar la Iglesia Latinoamericana. Tres décadas de caminar
han sido suficientes para interiorizar la convicción de que la promoción humana forma parte integral de
la tarea evangelizadora. El texto clásico a que se remiten tanto el Papa como los obispos, se encuentra
en el N° 31 de la Exhortación Apostólica "Evangelio Nuntiandi" y es citado in extenso en el Capítulo II
de la II Parte del documento episcopal.
Tanto el Papa como los obispos trazan un cuadro bastante más sombrío de la situación económica de
América Latina que el proporcionado por Enrique Iglesias en el número citado antes. Para Juan Pablo
II, el gran desafío es la pauperización progresiva de grandes muchedumbres, especialmente de las
etnias autóctonas y afro-americanas. En los N°s. 14 y 15 de su discurso, Juan Pablo II expone sus
preocupaciones y sugiere que la solución hay que buscarla "instaurando una verdadera economía de
comunión y participación" de bienes tanto en el orden nacional como internacional. La expresión
"economía de comunión y de participación" es más bien nueva en el discurso pontificio. La fórmula
habitual era "economía de la solidaridad" que extrañamente no figuró en "Centesimus Annus" .
Los obispos concuerdan con el diagnóstico pontificio y subrayan la concentración de la propiedad
agraria que mantiene a grandes masas campesinas en una situación semi-feudal:
"La situación de la tenencia administración y utilización de la tierra en América Latina es uno de
los reclamos más urgentes a la promoción humana" (Nº 175).
No se advierte la misma preocupación respecto de la concentración de la gran propiedad industrial y
urbana, de la propiedad de la banca y de las instituciones de crédito como tampoco acerca de la
presencia en nuestros países de las compañías transnacionales. La ausencia de un debate serio en esta
materia -con todas las variables que implica, incluyendo la redefinición del rol del Estado- es uno de
los vacíos importantes de Santo Domingo.
No podemos dejar de señalar que el diagnóstico de la situación económica de América Latina, además
de incompleto, no recoge las señales positivas a que antes hemos aludido: baja de la inflación, ajuste
fiscal, apertura al comercio exterior, superación paulatina del endeudamiento. En otras palabras, no se
perciben las variables macro-económicas positivas y el diagnóstico corresponde más a la década
"perdida para el desarrollo", la de los ochenta, que a la actual. Tampoco encontramos en el documento
alusión a los éxitos notables alcanzados por algunos países, como es el caso de Chile, que tienen un
claro efecto de demostración social e incentivan la creatividad del resto de los países de la región.
El documento final reafirma la opción preferencial de la Iglesia por los pobres, y el número 178 indica
nuevos rostros sufrientes, ausentes en el mural que trazara Puebla. Pensamos que el gran desafío actual
es cómo ser eficientes en nuestro compromiso con los pobres desarraigando las causas de la pobreza.
Lo anterior tiene necesariamente que ver con modelos y sistemas económicos a aplicar. Descartado el
modelo socialista clásico, la atención se vuelve a la economía de libre mercado y de libre empresa. La
discusión figura en el documento pero en forma apresurada y confusa.
En general, tenemos la impresión de que la encíclica "Centesimus Annus" no ha sido aún bien digerida
y asimilada por la Iglesia Latinoamericana y que en algún sentido vamos, en materia de organización
económica, a la zaga de la historia. Entre líneas asoma en el documento la habitual desconfianza
"católica" respecto del mercado.
El famoso N° 42 de" Centesimus Annus" no fue adoptado por Santo Domingo. La nueva
evangelización debe alcanzar también a la economía de mercado. En efecto, si no tenemos un modelo
propio y la opción de nuestros países se orienta claramente a la economía de mercado, de libre
empresa, con apertura al comercio exterior, tenemos que realizar un gran esfuerzo creativo nuevos
métodos, nuevas expresiones- para contribuir a conciliar el desarrollo económico auto-sostenido con
las exigencias propias de la justicia social.
Un análisis del texto episcopal nos indica que en esta materia hubo en Santo Domingo, por lo menos,
dos posiciones bien definidas. Así, por ejemplo, el N° 202 sostiene que es urgente:
"Denunciar la economía de mercado que afecta fundamentalmente a los pobres. No debemos estar
ausentes en una hora en la que no hay quien vele por sus intereses".
El N° 203, por el contrario, vuelve a destacar la necesidad de reconocer:
"El papel fundamental de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente
responsabilidad para con los medios de producción, de la creatividad humana en el marco de una
justicia social".
Queremos destacar, para concluir este apartado, un párrafo notable -casi un signo de los tiempos- que
figura en el número 185:
"(Hay que) favorecer la formación de trabajadores, empresarios y gobernantes en sus derechos y
en sus deberes y propiciar espacios de encuentro y de mutua colaboración".
Si razonamos en términos de toda la región, pensamos que la Iglesia es la instancia más calificada para
propiciar este diálogo indispensable para que nuestros pueblos franqueen el umbral del subdesarrollo.
CULTURA CRISTIANA
A diferencia del documento de Puebla que acogió la tesis del sociólogo chileno Pedro Morandé de que
el mestizaje constituye el rasgo cultural definitorio de América Latina, tanto el Papa como los obispos
prefieren describir América Latina como un mosaico cultural, lugar de encuentro de una diversidad de
culturas entre las que se destacan las etnias autóctonas y las afroamericananas. En este peculiar hábitat
cultural, la Iglesia -Madre y Maestra-debe "inculturar" el Evangelio con nuevo ardor, nuevos métodos y
nuevas expresiones.
¿Cómo superar la tensión frecuente entre las exigencias radicales del Evangelio y los usos, costumbres
y valores de algunas culturas? Es el drama de muchos misioneros que por más lejos que puedan llegar
en afán de inculturar, no pueden dejar de predicar la verdad sobre Jesucristo, sobre el hombre y sobre la
Iglesia. Juan Pablo II en su discurso inaugural propuso directrices muy nítidas:
"No es la cultura la medida del Evangelio, sino Jesucristo la medida de toda cultura y de toda obra
humana" (Nº6).
Por consiguiente:
"La nueva evangelización no consiste en un nuevo Evangelio... que surgiría de nosotros mismos,
de nuestra cultura, de nuestros análisis de las necesidades del hombre. Por ello, no sería
Evangelio, sino mera invención humana y no habría en él salvación. Tampoco consiste en recortar
del Evangelio todo aquello que parece difícilmente asimilable para el mundo de hoy" (Ibid.).
En esta materia, la teología y quienes hacen de ella su oficio, los teólogos, tienen una tarea que sólo
ellos pueden realizar. En efecto, sin el apoyo logístico de la reflexión teológica, la tarea de inculturar el
Evangelio en América Latina con nuevos métodos y, en particular, con nuevas expresiones, se torna
imposible de realizar. Nos quedaríamos en un nivel de catequesis básica en un medio cultural que se
asoma a la edad adulta. La renovación teológica, o si se prefiere la expresión de Juan XXIII, el
"aggiornamento", es condición sine qua non de toda genuina renovación pastoral.
El estudio, discusión y difusión en todos los sectores eclesiales del "Catecismo de la Iglesia católica"
podría constituir una oportunidad excepcional para reencontrarnos con las raíces y contenidos más
sustantivos de nuestra fe, para trazar así el perfil de un verdadero:
"Kerygma o primer anuncio vigoroso, claro, persuasivo y alegre de Jesús de Nazareth, Hijo de
Dios e Hijo de la Virgen María, Kerygma llevado de casa en casa, en las calles y en las plazas..."
(ver, Conferencia de Moreira Neves, citada antes. V 1,5).
La tensión entre Evangelio y cultura, entre la fidelidad a Dios y a los hombres, ha existido siempre y es
muy probable que la historia no nos alcance para lograr la plena conversión a Jesucristo y la tan
deseada síntesis entre cultura y fe cristiana.
La transformación de la cultura a partir del Evangelio, supone actualmente una inusual capacidad
creativa. Así, por ejemplo, no basta con "vigilar sobre el uso de los medios de comunicación social en
la educación de la fe y en la difusión de la cultura religiosa". Es urgente cultivar vocaciones de
comunicadores sociales del más alto nivel, capaces de ofrecer alternativas. No avanzamos mucho
condenando la violencia y la pornografía en las pantallas si no creamos, con nuevo ardor y nuevos
métodos (la más moderna tecnología), "nuevas expresiones" televisivas.
El mayor esfuerzo, sin embargo, debe consistir en que la Iglesia misma, en sus hombres y en sus
mujeres, en su jerarquía, en su clero y en sus laicos se recree y exprese su fe en una conducta -o praxiscoherente con los valores del Evangelio. La Iglesia en cada uno de sus miembros es sujeto primero y
destinatario privilegiado de la nueva evangelización. Debemos partir buscando en nuestra propia casa
los "territorios de misión", donde el Evangelio ha sido quizás anunciado pero nunca acogido.
La mejor manera de evangelizar la cultura es el testimonio de vida. Que Jesús resucitado nos ayude.
Santiago, Domingo de Resurrección, abril de 1993.
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