Cuando la máscara cae Lic. Valeria Corbella Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires “El saber nos permite considerar a la persona más desagradable como un paciente con necesidad de ser curado… Poner en práctica esta humildad…forma parte de las tareas más difíciles de la práctica psicoanalítica.” Sándor Ferenczi No resulta tarea sencilla intentar exponer brevemente ideas propias complementadas con las de otros autores, agregar algo de un material clínico representativo de estas ideas y, además que los oyentes puedan entender. Me lanzo a la aventura y me pregunto: El analista ¿es una persona? Desde la filosofía el término persona significa “máscara”. Era la máscara que los griegos usaban para representar el personaje en el teatro. Significados asociados como “sonar a través de algo” se enlazan a la acción de hablar a través de la máscara haciendo resonar la voz. Ciertos filósofos conceptualizaron la estructura de la persona como centro dinámico de cambios y dentro de sus actividades incluyen las volitivas, racionales y emocionales. Así las cosas, diría que el analista es persona en tanto funciona como caja de resonancia; el inconsciente suena a través de él. Inconsciente no sólo del otro sino de él mismo, en tanto que la situación analítica representa un encuentro de dos personas, dos discursos, dos historias, dos experiencias a partir de la cual surge una nueva construcción. Hablamos a través de la máscara que cumple la doble función de hacer resonar la voz y ocultar el rostro; el analista se mantiene en el anonimato, anonimato referido a la propia intimidad. Qué sucede cuando esa intimidad es traspasada y nos encontramos con un paciente que nos encara sonriente y dice “así que el fin de semana pasado se murió tu papá, ¿no? Es obvio que no atendiste por eso ¿no? ¡Ahora sí que me vas a poder entender! En el diario decía tus queridas hijas, son cuatro hermanas, obvio”. Así continuó comentándome las cosas, ciertas por cierto, que había deducido a partir de los obituarios del diario. El motivo de consulta de este paciente era un duelo por la muerte de su padre; así que enfatizó triunfante que los dos estábamos de duelo. Tengan en cuenta que el propósito del trabajo no es clínico, sino poder reflexionar acerca de situaciones complejas que pueden presentársenos sin previo aviso. Situaciones en donde el anonimato, enlazado a los conceptos de neutralidad y abstinencia, queda al desnudo. Evidentemente, y dado mi momento personal, ello hizo que me encontrara en un doble trabajo de supervisión y de análisis personal. Ambos espacios se modificaron. En supervisión, apareció la necesidad de cambiar el material que estábamos trabajando en ese momento y abordarlo desde la complejidad de la situación. En el espacio de análisis, apareció la necesidad de incluir a este paciente y abordarlo desde lo que a mí me movilizaba. Por otro lado, comencé a tomar nota de lo que iba sucediendo tanto en la transferencia como en mi contratransferencia. Producto de ello es que escribí un trabajo clínico presentado en un seminario de técnica. Recuerdo la intensa movilización en el plano contratransferencial. El temor a perder mi función analítica se hacía presente, la ironía y el sarcasmo de algunos momentos, me hacían temer una actuación de sentimientos propios. Recuerdo la rabia y la bronca de tener que seguir atendiéndolo, deseando que faltara a las sesiones. Al mismo tiempo, el dolor referido a la propia pérdida y el intento de poder darle un nuevo decurso a su odio y que no volviera a repetir conmigo una nueva situación traumática en donde la expulsión hubiera sido moneda conocida para él. En fin, el desafío era mantener mi función psicoanalítica, en momentos personales difíciles, en donde la función protectora del encuadre se había quebrado, con un paciente que respondía desde la agresión y sadismo. Cada vez que en sesión mi situación personal aparecía, y este paciente se encargaba de que ello sucediera, el dilema en cuanto al encuadre, a la neutralidad y abstinencia aumentaba. Con el transcurrir de las sesiones y sin premeditación alguna, esta situación fue haciéndose parte del encuadre. Ya no provocaba el temor y rabia de los primeros tiempos sino que funcionaba como puntapié inicial para hacer enlaces con sus propios afectos. Quizás no esté de más aclarar que yo no incluía mi situación sino en tanto el paciente la mencionaba. Estar atentos a nuestros sentimientos, temores, reacciones, tipos de interpretaciones nos ayuda, en la medida de lo posible, a evitar incurrir en actuaciones propias entendiéndolas erróneamente como aquello que el paciente proyecta sobre nosotros. El riesgo de no mantener una función analítica con nosotros mismos, nos puede llevar a confundirnos con nuestro paciente, atribuyéndole sentimientos nuestros. Los riesgos disminuyen notablemente cuando el analista encuentra en los espacios de supervisión y, especialmente, de análisis personal lugares contenedores y diferenciadores. Diría que esto es fundamental estando en Formación, aunque no circunscribo su valor a ella. Pasados los primeros meses, la transferencia fue tomando otros matices. Comenzaron a aparecer nuevas necesidades y sentimientos configurando un vínculo transferencial distinto. El vínculo era trabajado durante las sesiones y, en una de ellas, me dice: “Es que a partir de que se murió tu papá te empecé a ver como un ser humano que también sufre, antes eras alguien que exponías mi sufrimiento, ahora te veo como alguien que también sufre y me puede entender”. El viraje transferencial fue notable. La pregunta casi obligada que me hice y le hice:” ¿antes no podía entenderlo?” A ello, respondió “Sí, pero ahora sabrás que es muy distinto cuando uno vive este tipo de cosas”. Tenía razón, antes podía comprenderlo pero de un modo diferente, atravesar por determinadas situaciones configura una nueva ecuación personal del analista. Con el transcurrir del tiempo, parte de estas respuestas pudieron entenderse como formas de resguardarse de su propio dolor y del miedo a que yo me deprimiera, tal como le sucedió a su madre luego de la muerte de su padre, perdiéndome como analista. Dejo a un lado el entusiasmo que me despierta hablar de la clínica ya que creo conveniente volver al eje central: la persona del analista. Buscando bibliografía para este escrito, encontré un artículo de colegas argentinos: “Analista y paciente en mundos superpuestos”. Allí, Puget y Wender ( 1982), refieren esta situación como el “Síndrome de la pared rota”. Ocurre cuando una de las paredes del consultorio se rompe y el paciente sabe de la situación dramática y real por la que está atravesando el analista. Ello configura una experiencia límite, en la que la anulación del anonimato es repentina y la dificultad de mantener la disociación útil es grande. Sostienen que el analista se encuentra ante exigencias simultáneas: su propia situación traumática como persona y como analista, más la de sus pacientes. Comparto con ellos la idea de que la distancia en el tiempo, además del material que vaya surgiendo y las nuevas configuraciones transferenciales, permitirá nuevas posibilidades y transformaciones. Las dificultades de los primeros momentos pueden posibilitar ulteriores cambios para el paciente y para el analista. Son momentos críticos que pueden resultar enriquecedores en tanto la condición del analista lo permita. Adoptar una actitud flexible y tolerar la modificación del encuadre, es un ejercicio a tener en cuenta. Con flexibilidad no me refiero a hacer la técnica a un lado sino, por el contrario volvernos más técnicos que nunca al tiempo que ello no significa deshumanizarnos negando nuestra subjetividad. Este ha sido un paciente que me ha enseñado experiencialmente, lo difícil que resulta tolerar determinados estados de violencia verbal, sadismo, ironía y sarcasmo en momentos personales difíciles y lo necesario de mantener nuestra función analítica sin que el análisis se vuelva destructivo para ambos. Poder capitalizar y comprender la experiencia nos lleva a aumentar nuestras herramientas como para poder afrontar dificultades de este tipo. Por último quisiera retomar ya sobre el final, una idea mencionada al pasar: transformar la experiencia real de la persona del analista en un elemento más del encuadre. Esto es, como diría Bleger ( 1975), en el sentido de que el encuadre es el conjunto de las constantes dentro de cuyo marco se da el proceso. Si logramos hacer parte del encuadre la subjetividad al desnudo del analista, transformándola en una constante más, ello permitirá recuperar la función protectora del encuadre para ambos integrantes. Para lograrlo, es necesario no desmentirnos como persona doliente ni desmentir la percepción del paciente. Esa es la situación límite por la cual atravesamos. Si paciente y analista logran salir airosos, habrán configurado una nueva construcción: la transformación es para ambos. BIBLIOGRAFIA • Aulagnier, P. (2003), El aprendiz de historiador y el maestro brujo-Del discurso identificante al discurso delirante, 3ª reimpresión, Amorrortu, Buenos Aires. • Bleger, J. (1975), Psicoanálisis del encuadre psicoanalítico, en Simbiosis y ambigüedad, 3ª edición, Paidos, Buenos Aires. • Ferenczi, S. (1984), Elasticidad en la técnica psicoanalítica, en Psicoanálisis, tomo IV, Espasa Calpe, Madrid. • Ferrater Mora, J. (1982), Diccionario de Filosofía, 4ª edición, Alianza Diccionarios, Barcelona. • Jiménez, J. P. (2004), A psychoanalytical phenomenology of perversión, 2004, IJP, 85: 65-81 • Moguillansky, R. (2001), Animalada, en 2004, Nostalgia del absoluto, extrañeza y Perplejidad, Editorial El Zorzal, Buenos Aires. • Puget, J. y Wender, L., (1982), Analista y paciente en mundos superpuestos, Psicoanálisis, vol. IV, nº 3: 503-536. • Gomberoff, M. (2002), La persona del psicoanalista intersubjetividad, Revista de Psicoanálisis, LIX. 2: 527-544. en la