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LECTURA 2: EL POLITÓLOGO Y SU APORTE A LA SOCIEDAD.
Comprendemos que, en lo que respecta a la función del politólogo en su
sociedad y su campo de acción, inciden elementos personalísimos como el
proyecto de vida, las expectativas laborales, etc. La profesión del politólogo
exige tener un fuerte compromiso intelectual para apreciar, interpretar y
explicar los procesos y procedimientos políticos. Ello nos proyecta a
convertirnos en personas con la capacidad de encaminar a nuestra sociedad
en el proceso de toma de decisiones referente a su desarrollo integral, claro
está, acentuando el espíritu humanista, progresista y democrático en
nuestras acciones.
Para eso el politólogo requiere de una adecuada formación científica y, sobre
todo, ética para enfrentar con valentía los embates del egoísmo, la
dominación y el autoritarismo. Los retos del politólogo son: apreciar,
interpretar, explicar, dirigir y, sobre todo, educar en política para que las
generaciones venideras no cometan los mismos errores en los que
incurrieron nuestras antecesoras y en los que día a día cae la nuestra. Por lo
expuesto, es el tiempo de anunciar y afirmar que le politólogo está formado
para jugar un rol importante y trascendental en su sociedad.
PODER Y DERECHO.
El ejercicio institucionalizado del poder en el seno de la organización social,
que se desenvuelve a través del proceso de mando y obediencia, se organiza
mediante la elaboración y el correspondiente acatamiento de un conjunto de
normas a las que atribuimos el calificativo de jurídicas, es decir, el derecho.
Consecuentemente, el derecho constituye el instrumento a través del cual el
poder se organiza y se expresa cotidianamente en una colectividad. Todo
poder político tiende a formalizarse en expresiones jurídicas a través de las
cuales se asegura su permanencia y efectividad. Entre poder y derecho, como
lo apreciaba acertadamente Heller, existe una relación dialéctica indisoluble,
pues si, por una parte, el poder engendra al derecho en el proceso
regularizador de la relación mando-obediencia, también el derecho genera
poder desde el momento en que se constituye en el armazón que da vida a
dicha relación, puesto que, identificada una posición de mando en la
estructura jurídica, el individuo o grupo que en ella se colocan adquieren, por
virtud del derecho, la capacidad de poder que se asigna a tal posición.
Esta interrelación dialéctica de poder y derecho explica también las
características que hacen posible el mantenimiento de la relación mandoobediencia; éstas son la capacidad coactiva y la aceptación de la legitimidad
del mandato. La coacción como elemento sustancial del derecho le viene a
éste de su sustentación en el poder; la pretensión de la legitimidad del poder
proviene de su apoyo en el derecho.
COACCIÓN Y CONSENSO.
Es precisamente la combinación de los factores mencionados lo que hace
posible una relación estabilizada entre mando y obediencia. Quien manda, lo
hace con la pretensión de ser obedecido. Si dicha pretensión se funda única y
exclusivamente en la posibilidad de aplicar una sanción, la relación es
inestable (no habría cárceles suficientes si la gente sólo se abstuviera de
matar por el temor de ser privada de la libertad). La pretensión de ser
obedecido se basa también en la creencia por parte del destinatario del
mandato, de que éste es legítimo, es decir, que se sustenta en la razón, en la
justicia o en la moral.
El consentimiento de quien obedece se constituye así en un factor
determinante de la relación mando-obediencia. La sociedad se mantiene
normalmente ordenada por la acción complementaria de la coacción y el
consenso. En una situación determinada la relación de ambos elementos
puede variar, pero siempre será necesario un equilibrio mínimo entre el
temor a ser castigado y el reconocimiento de que es preciso obedecer
porque el que manda está legitimado para hacerlo.
COOPERACIÓN Y CONFLICTO.
La sociedad organizada políticamente en el marco de un orden jurídico opera
con una dinámica en la que interactúan dos variables que requieren
regulación: la cooperación y el conflicto. Los seres humanos entran en un
conjunto de relaciones determinadas por una gran variedad de objetivos. La
convivencia supone cercanía y relación; ésta ocurre, como vimos en el
capítulo anterior, en el seno de grupos a los que se puede pertenecer de
manera voluntaria o involuntaria, como un club deportivo en el primer caso o
la familia en el segundo. Los grupos realizan funciones que implican la
actuación cooperativa para alcanzar fines específicos: como resultado del
interactuar humano surgen roces, diferencias o pugnas que enfrentan a las
personas o a los grupos entre sí; estamos entonces en presencia del conflicto.
La noción misma de conflicto supone a su contraria, que es la de armonía o
concordia. Ésta, en teoría, podría darse de modo totalmente pasivo sin que
ocurriera una interactuación concreta. Podríamos imaginar a un grupo de
seres viviendo uno al lado del otro, obteniendo su subsistencia por separado,
que eventualmente pelean. En esa circunstancia hipotética podría haber
armonía sin cooperación, pero la sociedad humana es un sistema de
interacciones recíprocas en las que la cooperación para lograr objetivos
compartidos ocupa un gran espacio.
Algunos autores consideran que el plano en el que opera la política es
exclusivamente el del conflicto. Denni y Lecomte confinan la política al
ámbito de las relaciones conflictuales y nos plantean un modelo que
comprende tres formas de gestión o manejo de los conflictos: los que se
regulan por integración; los controlados a través de fórmulas de mediación y
los que se resuelven por medio de la fuerza. Los primeros se caracterizan por
la autorregulación de las relaciones y dan lugar a una situación de paz; los
segundos son el espacio natural de la regulación política, y los últimos
significan un estado de guerra.
Este esquema cae en la trampa que pretendía eludir, pues al buscar superar
la dualidad Estado-poder como objetos de nuestra ciencia, se eleva el
conflicto al nivel de concepto unificador de su estudio, cuando en realidad la
autorregulación expresa un estado de relaciones armónicas cooperativas.
Como hemos explicado, la formación, obtención, ejercicio, distribución y
aceptación del poder público son el objeto de estudio de la Ciencia Política;
tales procesos dan lugar a situaciones en que las personas cooperan o entran
en conflicto. Ambas formas de interacción generan poder y quedan
sometidas a él, y cuando el derecho institucionaliza su regulación produce
normas que ordenan los fenómenos cooperativos como las leyes que rigen a
la familia, las sociedades, las relaciones laborales o la administración pública,
por citar sólo algunos ejemplos. También dicta normas para conducir
conflictos como el derecho penal o el procesal. Por supuesto, en todos los
casos las normas aplicables a la cooperación sirven de guía para resolver el
conflicto cuando éste se presenta, pero en principio aquéllas mantienen el
proceso de cooperación.
LEGITIMIDAD.
La legitimidad adquiere así una dimensión fundamental para explicar, por
virtud de la misma, el hecho de que unos mandan y otros obedecen. La
noción de legitimidad supone un sistema colectivo de valores sobre el cual se
levanta la creencia generalizada de que deben observarse las normas y, en
consecuencia, obedecer a aquellos que las aplican. Según los valores
generalmente aceptados por una sociedad, la legitimidad puede encontrar
diversos fundamentos.
Weber distingue tres tipos de legitimidad según su origen: la legal-racional,
que se sustenta en la existencia de un orden legal estatuido objetivamente
de acuerdo con las reglas de la razón; la tradicional, que se apoya en la
creencia de que las normas valen en función de su acatamiento reiterado y
que los gobernantes están investidos de una autoridad originada en esas
mismas normas inveteradamente respetadas; la carismática, a su vez,
descansa en el reconocimiento de que la persona que ejerce el poder posee
cualidades extraordinarias o ejemplares.
En un enfoque funcional, Deutsch reconoce tres tipos de legitimidad. La
legitimidad por procedimiento consiste en la consideración de que quien
manda está autorizado para hacerla en virtud de la forma en que obtuvo el
cargo. En una monarquía hereditaria, la condición de hijo del soberano
legitimaría su acceso al poder, título que no es legítimo en una república
representativa.
La legitimidad por representación se funda en la consideración, por parte de
los gobernados, de que quienes mandan los representan de alguna manera,
bien sea porque han sido escogidos entre ellos o porque han sido electos por
ellos. La legitimidad por resultados se orienta por la capacidad del gobierno
de realizar la justicia para alcanzar las metas que se ha propuesto. "La gente
siente que un gobierno es justo o injusto, legítimo o ilegítimo, no sólo por la
forma en que llegó al poder sino también -y principalmente- por lo que hace.
En realidad, la legitimidad es un concepto complejo que no se sustenta
normalmente en un solo valor, sino en un conjunto de ellos. Es difícil
imaginar como legítimo un gobierno que se desempeña con justicia pero que
asumió el mando asesinando al titular del anterior, que había sido
democráticamente electo; o a otro que, habiendo surgido de un proceso
legal, formalmente impecable, favorece abiertamente los intereses de un
grupo sobre los demás. En ésta, como en muchas otras cuestiones, el
problema suele plantearse en términos de grado. Es difícil determinar si una
población considera a su gobierno, en términos absolutos, como legítimo o
ilegítimo; más bien cabe preguntar qué grado de legitimidad le otorga.
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