El talismán de los espejos

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El talismán de los espejos
A mi padre, con admiración y cariño
Improvisé una odisea por los espejos del tiempo y en sus reflejos intuí presagios.
Recuerdos de ese viaje aplazado que por fin realicé.
Abril del convulso 2017.
La tuerta
Oí la discusión de dos técnicos de la compañía hablar de un convoy al que llamaban la tuerta. Fue en
aquella parada interminable en que estuvimos una eternidad sin aire acondicionado...
Al parecer, en el depósito donde duermen los trenes de alta velocidad se colaron unos delincuentes
juveniles y durante un rato comenzaron hacer de las suyas. Se adentraron en un vagón e iniciaron un
juego vandálico que casi no tuvo fin, para más inri, al salir del hangar uno de ellos vio un desvío
solitario bloqueado tan sólo por un triste candado en estado lamentable: una auténtica provocación;
pues, intuyeron fiesta y de la gorda. Entre todo el grupito se organizaron para buscar una palanca y
arreglárselas para destrozarlo ¿y qué hicieron?... Muy fácil: cambiaron las agujas y envueltos en una
eufória desmedida huyeron.
Al dia siguiente, cuando el convoy asignado para ejercer la ruta de Barcelona a Sevilla (y que debía
llevarme a mí...) comenzó la maniobra en dirección a la estación, tropezó con las fatídicas agujas
invertidas y se deslizó por una vía cortísima que moría en un descampado. Parece que entre el
maquinista y el ayudante no se enteraron y cuando trataron de detenerlo la mitad de los vagones
estaban al servicio del caos. Descarriló con suavidad, por suerte. Rápidamente el jefe de zona y los
encargados de circulación improvisaron una reaunión. Conforme oí no disponían de ningún modelo
alternativo: así eran las cosas. Tan solo quedaba una unidad superviviente de la primera linea de alta
velocidad apodada “la tuerta”. Según la conversación de los técnicos la tecnología del convoy era
parcialmente incompatible con la actual y por eso estábamos parados.
Creo que es importante destacar este pequeño cuento porque la gamberrada de aquella banda juvenil,
en cierta forma, marcó el camino accidental de todo lo que ocurrió después. Ahí empezó todo, creo.
La reliquia diminuta
La importante efeméride que debía celebrar el XXV aniversario de la primera línea de alta velocidad
se acercaba: sin duda alguna una fecha importante para la historia del ferrocarril ibérico. En Madrid y
Sevilla iban a trancurrir toda una serie de actos, no diría que fastuosos; aunque, si con una cierta gracia.
Uno de ellos fue muy interesante: en un hotel de lujo situado cerca del barrio de Triana, en Sevilla,
organizarron la subasta de veinticinco locomotoras de alto modelismo a escala “Trocha G”, todas ellas
tenían un valor incalculable por su alta precisión y artesanía. Rápidamente en los corridos de los
amantes del tren y sobre todo en los ambientes de coleccionistas corrió la voz.
Mi relación de amor a los trenes venía de mi infancia, concretamente de ver a mi difunto padre
trabajar durante tiempo en la construcción de una máquina junto a su furgón llamada, la bonita. Pasé
horas viéndole con sus pinzas de relojero y su lupa, fue de una emotividad profunda ver como
construía las piezas imposibles con una paciencia de santo ubicándolas luego con precisión casi sin
respirar, había momentos en que lograba detener el tiempo.
Recuerdo un día de pequeño que le empecé hacer preguntas cuando montaba una rudecita
insignificante, lo hacía en su taller de troles y vías diminutas alborotadas.
─Papá.
─Dime hijo.
─¿Por qué dejaste la aviación?
Como si se tratara de un sordo hizo ver que nada ocurrió. Otro día, en el que estaba también embuído
con chimeneas y humos de micro vapor, le insistí.
─¿Por qué no has vuelto?
Con paciencia se sacó el anteojo de relojero y mirándome con algo de enfado me dijo.
─Vete a jugar, anda.
Cuando murió papá la joya con ruedas desapareció borrándose de mi memoria. Y un día, por las
causas misteriosas del tiempo y el espacio la encontré en una publicación de alto modelismo por
casualidad. Ahí estaba otra vez ante mí. Cautivado por su aparición decidí organizar ese viaje
pendiente a su país idealizado como un homenaje hacia él.
Mi padre luchó en la guerra civil como aviador republicano. En la retirada inevitable y logrando
cruzar los pirineos le recluyeron en un campo de concentración francés. Allí, según parece lloró
abatido y se olvidó de todo. Y según mi tía Manuela juró no volver jamás. La casualidad alumbró a
mis padres en un barco lúgubre que puso rumbo hacia Méjico, y con mucho tiempo por delante se
enamoraron en alta mar. Cuando vi esa máquina construida por papá, me dije:
─Adelante, tienes que ir Julián, debes de volver con ella.
Así que todas esas razones me cautivaron para visitar el país de mis padres; que iluso de mí, pensé que
sería un viaje introspectivo.
El fin de los tiempos
Crucé el charco dormido soñando con la refraccción de una mujer misteriosa. Y el maldito sol entró
por la ventanilla dejándome en el limbo ─Me voy, ya te llamaré─ recordé con sequedad la despedida
escueta que le dediqué a Claudia, mi pobre mujer. Viajé solitario, en el fondo para tomar una decisión
sobre nosotros. Esa fue la otra causa.
Y aproveché también para darle una sorpresa a mi hijo, que estudiaba filología románica en Barcelona.
Aterricé en un aeropuerto sofisticado y me dejé llevar hasta dar con el señor del cartelito. ¿París o
Miami? O ambas a la vez. Barcelona parecía una ciudad sofisticada y caótica, no sé si eso me cautivó.
Parece que me ubicaron en un hotel cercano a un parque de atracciones con su iglesia neogótica. El
lugar tenía por nombre ─Tibidabo─ y se alojaba en lo alto de una montaña con un cristo que protegía
a la ciudad bajo sus pies. Dormí presa de jet lang y me desperté a una hora rara. Llamé a un taxi y le
pedí al conductor que me bajara a las ramblas. Eran las tres de la madrugada, según ese reloj. Paseando,
creo que cerca de la ópera caí en la cuenta de que desconocía el día de la semana, pregunté de nuevo.
Era sábado. Y llegando al puerto me encontré rodeado de containers requemados en un ambiente de
pre-guerra viendo a lo lejos un resplandor que surgía del agua, cuando llegué vi una embarcación
ardiendo en una llama desbocada flotando a la deriva, todos miraban embaucados el espectáculo, así
que pregunté a un joven y me respondió fascinado ─¡Es una golondrina!─. Pensé en ello y no logré
entender el significado de la broma.
Siguiendo la hilera del puerto observé bidones también en llamas y gente bailando en una orgía de
locura, pensarán que solo habían jóvenes; pues no. De vez en cuando sirenas de furgones de policía
pasaban a toda velocidad. Andar por ahí tenía algo de riesgo. Más adelante y cerca ya de un barrio al
que llamaban “la Barceloneta”; caí en la cuenta que se trataba del movimiento ─indignados 4.0 ─ y que
según leí, controlaba el casco antiguo y parte de las ramblas. Se respiraba un aire de fiesta y de
reivindicación considerable; incluso alguna zona me recordó a Mejico distrito federal... Y cuando
llegué a la playa el espectáculo me pareció sencillamente deslumbrante. Las hogueras improvisadas se
eternizaban en la lejanía. Un detalle que no olvidé fue la visión de un cartel en el que leí: “Aceptamos
materias primas por paella para dos, bebida aparte”. Caminé hasta la planta de dos rascacielos
dejándome llevar por sus destellos abstractos de la fiesta y llegando a sus pies las cosas se precipitaron.
Una luz en el cielo se convirtió en un helicóptero y nos comenzó a bombardear con gases
lacrimógenos. Según mi memoria, la cosa inició un sendero de locura casi apocalíptica, tropiezos
desesperados, la gente huía desencajada y no pude más que improvisar una direccción aleatoria.
Algunos saltaron un muro no muy alto que daba a una estación espectacular bastante destartalada.
Corría como un loco y terminé sin aliento por unas callejuelas oscuras, policías antidisturbios nos
comenzaron a pisar los talones y casi sin quererlo me cogió de la mano una joven y juntos nos
metimos en un portal para subir desesperados y adentrarnos en una buardilla dejada de la mano de
Dios. Las resonancias de tiros y gritos eufóricos duraron hasta el amanecer. Estuvimos abrazados y se
durmió. Y abrazados sentí su miedo que me caló a lo mas hondo; la jóven se cogió a mí como una
niña asustada, posiblemente por todo. Ella se durmió y yo me adentré en el insomio por culpa de
pensamientos inevitables.
Dejándola en su sueño tranquilo salí un poco asustado a la calle y una vez ahí todo andaba normal. En
los barrios antiguos convivían fincas abandonadas con tiendas sofisticadas de moda y restaurantes de
diseño decadente. Parecía que en ese lugar convivían dos dimensiones que solo coincidían en el
espacio, por un lado la indigencia se arrastraba como podía y por el otro la gente digamos común
visitaba museos tratando de vivir con normalidad. Llegando a una zona llamada creo que “el example”
decidí caminar hacia un autocar de otros tiempos. Unos jóvenes alternativos me dijeron:
─¿Quieres conocer la auténtica Barcelona?
─Pues sí.
Circulamos por esos lugares donde la dignidad hacía tiempo que trataba de sobrevivir, lugares donde la
vida comenzaba a transitar por la crudeza, por guetos de pobres sin dentadura y auspicios sociales
lamentables. Preferí eso, a ver lo otro: digamos que en en ese instante, definitivamente, aterricé.
Y luego tuve el cinismo necesario para volver al hotel de lujo y observar el caos a mis pies, con
distancia, con sus lucecitas lejanas y sus hogueras maravillosas. Estuve largo rato mirando.
Si no recuerdo mal, mi hijo compartía un piso en la calle diputación esquinado con la calle aribau. Fui
sin avisarle y con su cara pagó.
─Papá... ¿Papá? ¡Papapá, qué haces aquí?
─¿Puedo entrar?
─Claro.
La noche anterior hubo una fiesta... todos (y todas) dormían por ahí.
─No hagas ruido.
─Vamos, vístete, te invito a comer.
Cogimos un tren y desembarcamos en un pueblecito cuco y agradable de la costa. Alquilamos una
motora a un señor y nos adentramos en el mar. Mi hijo no entendía nada. De la mochila extraje una
ánfora envuelta con papel de celofan y desenredándola él me pregunto.
─¿Es el abuelo?
─Sí.
─Pero, si lleva tiempo ahí.
─Cosas mías. Ponte de pie, hijo.
Cuando hice el gesto de vertir el polvo, el señor que nos llevaba me sugirió con gestos que lo hiciera
en la dirección opuesta, aclarándome.
─Le irá a la cara.
─Claro.
Y con lúgubre lentitud tiré, primero el polvo y seguidamente la ánfora. Nos sentamos todos y
estuvimos largo rato viéndola hasta que se hundió. Volvimos.
En un restaurante más cuco aún que el pueblecito disfratábamos de una paella y sangría para adultos.
Sin avisar mi hijo empezó hablar.
─El otro día hable con mamá y sin venir a cuento se puso a llorar. Y me colgó.
Hice, creo, un gesto de circuntancias pasivas como diciendo: “Qué le vamos hacer”... El insistió.
─¿Estáis bien?
─Estamos muy bien.
Resignado a mis silencios comimos acompañados de la brisa y la iglesia cercana, que tambien era cuca.
Pasé, si no recuerdo mal, una noche en casa de mi hijo porque decidí dejar el hotel.
Acompañado por Julián junior y mi equipaje llegamos a una macroestación a la que apodé ─BABEL ─.
Y sí, allí estaba la “tuerta” esperándome.
─Bueno chaval, cuídate.
Vi en su cara de niño su infancia que me transportó a los momentos incalculables de intensidad y
emoción. Le cogí del brazo y le dije.
─No padezcas por mamá. Estudia, dale fuerte. Adiós, hijo.
Babel y la tuerta
La estación me recordó a una ballena gigante destripada y dentro de su panza la discordia de obreros
hablando en lenguas diversas tratando de trabajar, con sus vallas y tablones provisionales los viajeros
intentaban no salirse, olía a fuel oil y goma quemada, la fetidez invadía a los viajeros obligándoles a
poner cara de náuseas (un poco de ventilación no hubiera estado mal). Una vez entregados los billetes
o pergaminos mal doblados de billetes comprados en la nube nos llevaron a una sala sin techo. El ruido
ensordecedor de los compresores y las grúas nos indicaban que ese monstruo se encontraba en
construcción. Llegó la hora y nos invitaron a entrar en el andén. Y ahí nos esperaba el convoy
suplente, la “tuerta”.
El interior olía a naftalina, la curiosidad de un niño comenzó a taladrar a una de las azafatas.
─¡Señora! ¡Oiga!
─¿Sí?
─¿Por qué huele así?
A la pobre mujer se le congeló su sonrisa.
─Se lo preguntaré al jefe de tren ¿Quieres un batido?
─Claro. ¿Por qué estamos montados en un modelo Alsthom y no en el habitual ICE?
─Pues... ¿Y tus papás? ¿Viajas solo niño?
─Sí, y no soy un niño ¡Oiga! ¿este tren coge los trescientos cincuenta?
─Seguro, le traigo el zumo.
─Es un batido.
─El batido.
─Yo creo que no ¿eh?
La azafata huyó. Los niños a esa edad tienen curiosidad, es inevitable.
Un sonidillo de batidora digital nos anunció que el tren iniciaba su trayecto. Las pantallitas se autoiniciaron y comenzó un micro-documental sobre “La Sagrada Familia”. Con todo lujo de detalles nos
explicó la azaña de la construcción del túnel, la tuneladora eficaz, la protección; recordándonos que
justo pasábamos por debajo del templo. Y luego, bla, bla, bla.
Relajándome pensé en esa jóven: qué cambiante e incierta estaba la danza del caos.
Al rato y con tiempo por delante decidí ir al bar para tomar una copa. Los paisajes se sucedían y la
mente divagó. ¡Oh, qué maravilla, los Monegros, qué sequedad, qué luz más plomiza!
─Otra, por favor.
─Sí.
Pensé en Claudia y en los recuerdos compartidos, en nuestra relación fría, diría que acabada ¿Adónde
vamos? ─Pensé─.
La magia duró poco.
La luz disminuyó y el aire acondicionado se paró. Sin energía el convoy se deslizó con languidez hasta
detenerse. En tierra de nadie el tiempo se alargó y el calor empezó a ser radical. Los viajeros en un
principio trataron de mantener la paciencia ¡Dios el tren comenzó a ser un infierno! La paciencia y el
calor son incompatibles: es una ley física. La gente empezó a enloquecer. Los mareos y las nauseas
hicieron acto de presencia y después llegó el sabotaje. Presas de la desesperación los viajeros iniciaron
una cacería sin tregua hacia los empleados. Los más energúmenos fueron a la cabina de conducción.
Gritaban todos a la vez. La puerta cedió y salieron las prendas desgarradas de los uniformes del
maquinista y el jefe de tren. A una azafata casi la desnudaron. Un grupo cogió los extintores
utilizándolos para romper las ventanillas: fue la opción más lógica. Como energúmenos le dimos al
cristal irrompible. A esas alturas de la ecatombe un número considerable de personas yacían medio
asfixiadas. El tren quedó bloqueado ¡increíble, no había ninguna ventanilla que se pudiera abrir! Por
fin quebraron las lunas y me apunté a la huida de la sauna. Los viajeros exhaustos andaron como
pudieron para retornar el aire a sus pulmones. Algunos buscaron una sombra en los Monegros: tarea
imposible. Y sin beberlo ni quererlo “la tuerta” nos brindó su última genialidad. Abrió sus puertas y a
continuación hizo la señal aséptica de aviso de cierre para iniciar de nuevo su marcha automática hacia
la nada. Todos nos quedamos con cara de tontos, alucinados, presos de una broma original. ¿Cómo
puede largarse ir un tren solo? ¿qué clase de tecnología es esa? Alguien afirmó.
─Desde que privatizaron la linea, la cosa no va...
El jefe de tren discutía por el ipod con las ropas rasgadas y casi en calzoncillos. Gritó a los de
circulación, creo, por el hecho de que tomaran el control de “la tuerta”. ─¡Qué no habéis visto la
desbandada! ¿Y las cámaras qué!─. Por la expresión de su cara deduje que no funcionaban ─Traérla
otra vez aquí, al menos ¿de acuerdo?─. Colgó. Los pasajeros le miraron enojados. Asustado reaccionó
rápido ─Volverá, nos vendrán a buscar, relájense por favor, relájense.
Sin opción alguna y en medio de un paisaje lunar disfrutamos todos de una cautivadora puesta de sol.
De los Monegros a la nada
En los desiertos el día es caluroso: en los Monegros la noche es fría.
Llegó un dispendio de luces y diez autocares y de ellos salieron asistentes con parapetos amarillos
fluorescentes y enfermeros: la gente mayor los necesitaba. En tono didáctico nos aplaudieron durante
un ratito absurdo e iniciaron la tarea de alinearnos en los autocares correspondientes con educación y
paciencia. Un viajero hizo la pregunta del millón ─¿Por qué no ha venido un tren a socorrernos? ─. Y
un asistente respondió ─La avería del convoy en el que viajaban opturó la planificación digital del
módulo Zaragoza-Lleida Pirineos, algo así como un tenderete que se cae por el efecto dominó. Por
esa razón, Sra. les vamos a llevar a la estación de Zaragoza y allí un flamante tren de alta velocidad les
llevará a su destino─. La explicación fue, como mínimo, tranquilizadora.
Una vez en el autocar divagué con el paisaje lunar y cegados por una puesta de sol comencé a
interesarme por una conversación cercana.
─Casi no tenemos policía.
─¿Cómo?
─No sólo es eso, tampoco tenemos bomberos.
─¿No me digas?
─Si tienes un incendio en tu jardín deberás de apagarlo. Y si se complica los gastos corren de la cuenta
del interesado. Así están las cosas.
─¿Cómo sabes eso?
─Lo sé y no preguntes.
─Vaya.
─Ves con cuidado a la hora de cocinar.
Fue oir esa conversación parcial y ver en el horizonte un humo negro devastador que se elevaba a gran
altura.
─Hay tres incendios, papá.
─No, es uno.
─Son tres, mira.
Alguien con unos auriculares en sus oídos habló con voz desentonada, gritó creyendo que hablaba
bajito.
─¡Arden barrios enteros!
Los viajeros, quizás algo atontados por la jornada intensa tardaron en reaccionar.
─¡Los barrios vacíos arden! ¡Me oyen, los barrios vacíos arden!
Miramos el humo negro sin hablar, divagamos por sus formas hipnóticas, los viajeros aturdidos creo
que llevaban una cierta experiencia con el caos. Un joven inquieto se dirigió al conductor.
─¿Podría poner la tele?
─Bueno, no sé si se verá .
─Póngala, por favor.
El conductor y el señor con parapeto, que iba a su lado, se miraron con preocupación y conectaron.
Se hizo el silencio. Todos atendieron las noticias. Las imágenes cabalgaron con interferencias
desquiciantes y lo que deduje fue más o menos lo siguiente: un partido extremo, creo, reinvindicó la
acción. Según oí, con bombas incendiarias detonaron al atardecer fuegos gigantescos en los barrios
abandonados por la lejana burbuja inmobiliaria. Un viajero emocionado dijo:
─¡Ardió Troya por fin!
A nadie le dio para más, cada uno de los viajeros se embaucó en su manera particular de afrontar lo
que ocurría. A nuestra izquierda un barrio ardía desbocado y tan solo vi una furgoneta con una
manguerita ridícula, más adelante un control de la guardia civil detuvo el autocar y le informó al
conductor lo obvio: a Zaragoza era imposible ir; pues, casi toda su periferia ardía. Nos desviaron en
dirección a Teruel, y treinta kilómetros después nos desviaron de nuevo. La noche nos venció.
El señor del parapeto, valedor de nuestra seguridad, habló una y otra vez con su móvil de última
generación, incluso conversó con alguien por la pantallita de su android. Al pobre le daban largas o le
indicaban un nuevo destino que anulaban para ordenarle otro, así anduvimos dando vueltas hasta las
tres de la madrugada. Llegamos a la provincia de Teruel por una carretera lamentable y con
naturalidad nos abandonaron en un pueblo que no logré recordar. La estación se encontraba vacía y
lúgubre, era de los tiempos del vapor. El señor del paparapeto nos llamó con una educación exquisita
y nos informó diciendo:
─Cuando lleguen la compañía les abonará el importe entero. Me han asegurado que un tren de última
generación viene hacia aquí para llevarles a Valencia...
─¿Valencia?
─Es un talgo híbrido capaz de adaptarse a todo tipo de lineas; de tercera, como está ─dijo, señalando a
la vía─, o por una de la de alta velocidad, es el mejor tren que tenemos de largo. Desde Valancia
llegaremos tan sólo en hora y media a Madrid y, una vez allí les fletaremos un avión que les llevará a
Sevilla. Confíen en nosotros, por favor.
─¿Qué va hacer usted?
─Estaré aquí con ustedes, no les pienso abandonar.
Ese señor se ganó el sueldo, logró relajarnos y nos obsequió con lo más rentable, la confianza.
El sonido de los grillos hipnóticos adormeció a casi todos los viajeros, menos el niño preguntón que se
cebó con el pobre señor del parapeto.
─Pero, en esta vía no hay catenaria.
El señor armado de paciencia y con un cierto orgullo le explicó.
─Eso no importa. El talgo híbrido puede ir con catenaria y sin ella ¿sabes qué es un motor híbrido?
El niño en su igenuidad movió su cabecita e hizo un gesto simpático como diciendo: “¡no sé!”.
─Ese tren ultramoderno lleva dos máquinas en cada extremo con turbina a gas oil y pantógrafos que
alimentan a un potente motor eléctrico. El motor híbrido utiliza ambas fuerzas alternándolas. Ese tren
circulará por aquí muy lentamente para no descarrilar ¿sabes? Y una vez en Valencia, al disponer de
tracción variable las ruedas se adaptarán al ancho internacional. Y desde ahí volverá ser eléctrico y
aceleraremos a una velocidad muy cercana a los 400 km/h. ¡Ta chaan! ¿Te ha gustado mi explicación?
─No.
─Dime.
─¿Por qué tenemos unas vías más anchas que otras?
El señor suspiró.
─No lo sé.
─Me voy a dormir.
─Buenas noches.
Desde que puse los pies en ese país, se inició el apocalipsis...
La noche interminable
Un silbido nos despertó junto a una luz que acercaba a gran velocidad; sin embargo, el halo de
esperanza no duró mucho. El señor del parapeto a largó su mano derecha con el dedo pulgar
levantando, supongo que influenciado por el facebook.
Y la luz nos inavadió.
El convoy híbrido pasó a gran velocidad llevándose por delante los papapeles y el polvo eterno de la
estación centenaria. Las luces cinéticas nos embaucaron a todos con la emisión de sus rayitas
parpadeantes, retumbó el andén con ruidos metálicos de otra época hasta que su cola por fin nos
sobrepasó dejándonos a todos en una nube de polvo y papeles volantes; mientras, el señor del parapeto
quedó con el gesto peculiar como una estátua y algo asustado.
Los grillos nos rescataron del eco ya lejano de sus pitidos y ruidos.
El señor del parapeto se percató de su pose estúpida y con lentitud disimuló. Las miradas se dirigieron
hacia él.
─¿Qué?
─Volverá, confíen en mí ─dijo.
─¿De qué váis?
─¿Estaremos así toda la noche?
─¿Seguro que nos vendrán a rescatar?
─¿Qué cuento nos va a explicar ahora?
El señor, en su equilibrio espiritual, trató de no excitarse.
─Sinceramente, ninguno.
Decidí caminar y dejarlos, pensé que avanzaría más; fui sin prisa alejándome de ese pueblecito y me
puse a mirar las estrellas, únicas, cautivadoras. Alejándome se me abrieron las pupilas y comencé a ver
en abundancia. No sé cuanto tiempo estuve solo. Casi una hora a lo mejor o más. Y en el horizonte
un auto me cegó y sin darme cuenta hice el gesto de auto stop. Un automóvil de gama alta me paró y
una voz me dijo ─¡Entre, vamoss, que no tenemos toda la noche!─. Me senté y me relajé con su olor a
cuero, a confort, a dinero, y me dejé llevar por la música cerrando los ojos. Era música árabe con
toques de acid house... Mirando al conductor con algo de distancia y disimulando me di cuenta de
que era escuálido y sus pies olían. Decidí iniciar una conversación amistosa.
─No me ha preguntado adónde voy.
─Eso no importa.
─¿Ah, no?
─No.
─Y... ¿usted adónde se dirige? ─le pregunté.
─Arabia Saudí, ahí se venden muy bien estos coches.
─¿Es vendedor de autos?
─No, yo soy conductor bueno.
─Qué bien.
─Sí, siempre condussco coches así.
Por el retrovisor interno me miró con curiosidad para preguntarme.
─¿Y qué hacía por ahí solo?
─Huir de la civilización.
Al ratito le cogió interés por mi destino.
─Soy impressentable, no le meresco. ¿Adónde se dirige?
─A Sevilla.
─Usted tiene suerte, mi camino pasa por ahí. Yo le llevaré a cambio de su bondad.
─¿Mi bondad?
─La bondad de la que usted sea capaz.
─¡Ah, claro! Le pagaré con generosidad.
─Gracias.
Conducía a lo bestia presa de su nervio y creí, en varias ocasiones, que nos íbamos a matar. Trazó las
curvas con la seguridad de un profesional y circulamos a gran velocidad por carreteras de tercera.
Ingénuo de mi le pregunté.
─¿No sería más indicado ir por la autopista?
─No, mejor así. Yo disfruto más, las carreteras viejas me atraen.
─Vaya.
Amanecía en un frío crudo y por suerte apareció una gasolinera con un bar.
─¿Qué le parece si me invita a desayunar? ─me dijo.
─Claro, deyanunemos, pues.
Algo no encajaba en el embrollo.
Desayunamos dos crousants extraordinarios y dos cafés con leche, lo hicimos sin prisas.
─Tiene usted un buen coche ─le pregunté con ironía.
─Sí.
─Y... me dijo que iba a Arabia Saudí.
─Sí, allí he quedado con mi familia y juntos iremos a la meca.
─Su familia se sentirá orgullosa de usted... Por el auto, lo decía.
─¡Ah, claro, el coche, sí!
Comimos y de repente me preguntó.
─¿Usted cree en Dios?
─¿Por qué me pregunta eso?
─Curiosidad, a todos los occidentales les pregunto eso.
─Creo que soy incapaz de responderle a eso.
─No hace falta que me responda, usted debe de saberlo, allá usted.
Terminamos y continuamos con el viaje, y él siguió con sus preguntas. Era un poquito pesadito.
─¿Y qué va hasser al-Ándalus?
─¿Se refiere Andalucía?
─Sí.
─Le parecerá absurdo. Voy en busca de una máquina a vapor diminuta, una relíquia que construyó mi
difunto padre, aunque no estoy seguro de que sea la misma.
El musulmán puso caras de circuntancias y después, divagando en un tono poético, dijo.
─Córdoba, “al-Ándalus...”
La hipnótica carretera me llevó a una obra literaria que me marcó.
─Hay un libro que leí de joven. Va sobre la conquista de mi país y la andalucía árabe.
─¿Cual país?
─Méjico, soy mejicano. Ese libro va sobre la conquista del Imperio Azteca y se titula: “El corazón de
Jade”. En él, el protagonista es de “al-Ándalus” . La cuestión es que me interesó más las pinceladas que
hace el autor sobre la decadencia de “al-Ándalus”.
Dejé un poco espacio para alargar el “tempo”. Era necesario.
─Dicen, que en Córdoba convivieron Musulmanes, Judíos y Cristianos en armonía. Lo hicieron
durante casi noventa años. Fue una época fascinante y lúcida ─pensé en voz alta. Un precedente
inspirador ¿no cree?
El musulmán condujo en silencio casi media hora y cuando me adentré en el pre-sueño, habló.
─Leeré ese libro.
Le hice gestos afirmativos con mi cabeza y caí grogui.
Relajado y acomodado volví al sueño de la refracción de esa mujer misteriosa, las ondas no me
dejaban verla y el sueño trató de aclararlas. Cuanto más deseo tenía de verla más flameaba. ¿Eres tú,
Claudia? ─Pregunté ─ La imagen se diluyó. Desperté por culpa de un ruido metálico.
Anduve un rato colgado y cegado por el sol. Sordo aún por estar en el otro lado, vi gritar al musulmán
sin oirle.
Noté que el vehículo daba vandazos cuando el ventanal de atrás explotó.
El cielo se volteó y quedé colgado como un jamón; por el cinturón creo. El astro volteaba bajo mis
pies como una pelota de fuego. La tierra la tenía arriba. Me decía para tranquilizarme: ─No pasa nada
Julián, no pasa nada. Todo anda bien, todo anda muuy bien...─. Repetía para creérmelo cuando vi
destellos de una luz que venía de un charquito de gasolina ¿gasolina?
Alguien me agarró y me puso unos grilletes en las muñecas apretándome mi jeta contra el morro de un
vehículo de la guardia civil. De lado, empanado, y con los mofletes hinchados vi el automóvil
explotar. ¡Oh! ¡qué impacto! ¡qué luz más pura! ¡ver volar por los aires a un Jaguar no se ve todos los
días! A lo lejos intuí la silueta de él y la de tres policías que le dieron el alto, no estoy seguro si logró
escapar. Oí disparos sueltos con ecos lejanos y luego me introdujeron en una jaula.
Oscuridad. Angustia. ¿Qué estaba ocurriendo?
A las cinco o seis horas me llevaron a una sala fétida para interrogarme. Delante había una luz
cegadora, detrás, una voz algo aflautada dándoselas de gruesa, sonaba un poquito pretenciosa, casi
ridícula.
─¿Sabe que ese automóvil era robado?
─¿No me diga?
─¿Que hacía usted ahí?
─No tengo ni la más remota idea.
Me entró una risita histérica casi cínica. Tardé en serenarme. Tragé saliva. Lo logré.
─Perdonen, son los nervios.
─¿Tiene usted la tarjeta de residencia en regla?
─No tengo ninguna tarjeta de residencia ¿qué es eso?
─¿Es usted un; sin papeles?
El agente puso cara de asco y se rascó la barbilla.
─Ese tío pertenece a una red de contrabando de vehículoss de gama alta ¿me entiende?
─Creo que sí.
─Gente sin escrúpulos. Le hubieran matado.
Agaché la cabeza por seguir el papel, ¡qué peliculero, de qué iba ese fantasma?
─Espere aquí.
Al rato vino.
Se sentó para mirarme (o más bien para electrificarme). Y me dijo.
─Le llevaremos a un centro de inmigrantes ilegales.
─¿Aún tienen?
Giró de nuevo su cabezota (llena de acné) y me taladró con su mirada de bobo. Bajé la cabeza de
nuevo... Se largó.
Me llevaron a un centro de internamiento para extranjeros (CIE).
Un lugar dantesco.
Hasta aquí llegué ─amigo─
Anduve en una carcel más vacía que yo...
De centro de internamiento nada.
En otros tiempos de grandeza, dicen, que hubo cantidad de gente ahí dentro. También oí cosas
lamentables muy cercanas a la miseria y no por parte de los reclusos. Lamentable: vergüenza ajena me
dio todo eso.
Mi estancia fue aburrida y sinceramente no vi ningún abuso ¿la razón? Eramos tres y el cabo.
Comiamos, veíamos la tele. Jugábamos al parchís con los funcionarios, a veces al dominó. Volviamos
otra vez, jugábamos, hablábamos de tonterías, fútbol... hasta que se dieron cuenta de que era un
inmigrante un poco raro.
Pasó el tiempo como un caracol, cada segundo fue un peldaño de una escalera eterna. La pesadez lo
abarcó todo.
Aún no sabía porque estaba ahí dentro ¿quizás por el acento?
Hasta que un día me harté y soborné al funcionario para que me facilitara una entrevista con sus
superior. Una vez lograda y sentado ante él le dije.
─Se supone que los reclusos...
─¡Esto no es una carcel, es un centro de internamiento! ─me cortó gritando.
─Bueno. Iré al grano. Quiero que agilicen el trámite porque me quiero largar, así de simple. Me
meten en un avión y me re-envían. Si es necesario les hunto.
─¿Está sobornándome?
─Sí.
Y sin despedirme volví a la sala a jugar al parchís.
Por las noches eternas, las camas puestas en hilera y el frío metálico de los somiers me hundían en la
desesperación de un preso. Encima, la luz fría del patio era deprimente: ahora sé lo que se siente en
una carcel por las noches.
Justo al lado tenía un Senegalés y por las noches me habló bajito de sus experiencias. Me explicó lo
frágil que es la vida en una patera dimnuta en oceano atroz, me detalló el cutrerío reinante de las
mafias incapaces de invertir en motores fuera borda de calidad, lógicamente el que llevaban les
traicionó. Me habló de ir a la deriva, sin agua y alimentos, y de la suerte cósmica por coincidir con un
mercante en alta mar. A bordo fueron tratados como auténtica escória y llevados a puerto para que la
autoridad los devolviera. En otro atisbo de suerte logró escapar para llegar a tiempo a una recolecta de
manzanas. Así anduvo como pudo explotado por capataces sin escrúpulos, rebotado de un lado a otro,
sintiéndose engañado por el sueño de occidente. Hasta que un día le paró la autoridad y lo internaron
en el centro de internamiento para extranjeros. Y siempre terminaba los relatos con un lacónico:
“Hasta aquí llegué ─amigo─...”
Era un buen tipo, curtido en el arte de vérselas siempre en tierra de nadie, de jugar los partidos en
campos dejados de la mano de dios, de jugarlos siempre en campo contrario, de recibir por todos los
lados y no darse por vencido jamás. Modou ─su nombre─ me cayó bien de verdad. Gente así,
escucharles, te hace ver el mundo sin trampas. A Modou lo llevaré siempre en mi memoria. Espero
que tenga suerte.
A los tres días, más o menos, me llevaron ante una junta de tecnócratas, pálidos y desagradables, y ahí
me hicieron firmar unos documentos de contenido surrealista: harto de seguirles el juego me planté.
─Esperen ─dejé la estilográfica encima de la mesa─. A ver, cuando sueltan a un «sin papeles». Les
colocan en un avión y los devuelven ¿no es cierto?
─Normalmente, sí ─afirmó uno de ellos con una cierta arrogancia.
─Pues muy sencillo, quiero que hagan lo mismo conmigo.
Quedaron todos con el pie traspuesto.
─Me abonan el pasaje y me largo.
Les costó reaccionar.
Por la tarde de ese mismo día me vi en el aeropuerto de Valencia esperando a embarcar acompañado
de dos tipos estirados y serios. A veces me decían, con sus risitas y sus gafas oscuras.
─Si quiere quedarse, no hay problema...
─Debo regresar.
─Lo entendemos.
Pensé «No me den las gracias todos a la vez...»
El guiño
Llegué a Barajas y después de superar el lío de las terminales di con la mía, esperé unas siete horas para
embarcar, viajeros con experiencia en cruzar «el charco» me explicaron que era lo habitual. Ese día
llovía, no salió el sol para nada. Y por fin nos embarcaron en un flamante boing 747 de una compañía
low cost exótica y desconocida.
Como siempre, a uno le invade un cierto grado de inquietud al despegar, el aparato se desliza hacia la
pista y cuando la ve, uno se dice: «Ahí está...» Pero es en esos instantes siempre recuerdo a mi difunto
padre. No tengo derecho objetivo ni siquiera a ponerme nervioso; mi viejo voló en aparatos de papel
y encima hizo la guerra en ellos ¡qué osadía! ¡qué locura! Voló con aviones rusos, unimotores llamados
los chatos por su enorme motor, el mito decía que si bajabas en picado era imposible enderezar el
vuelo. Mi padre, de joven, debía de ser un loco.
Subimos sin problemas y me relajé entre las nubes, y en ese momento atemporal comencé a sufrir de
una cierta melancolía, el enojo desapareció y comencé a reconsiderar mi postura. A la hora, más o
menos, me di cuenta que el avión iniciaba la maniobra de aterrizaje, me pareció raro.
─¿No sabía que hacíamos otra escala? ─le pregunté a un viajero.
─Este avión hace escala en todos los sitios, no llegaremos nunca.
A veces hay golpes de suerte curiosos, aquel guiño del destino lo vi como una oportunidad; no había
ninguna duda. Salí del avión y me dirigí como un astronauta por las cintas móviles, en cierta manera
iniciaba de nuevo la odisea sin la certeza de lo que iba a ocurrir. Por unos interminables pasillos vi a
unos viajeros cargando equipajes y decidí preguntarles por la salida del aeropuerto. Les di las gracias y
me perdí por el ambiente de los comercios y cafés, divagué por los tejidos laberínticos de arquitectura
aséptica con aviones despegando y aterrizando a lo lejos, caminé bajo anuncios de tiendas que ese día
me hicieron profundamente feliz. Fascinado por ese momento mágico, en un snak, decidí comerme
un frankfurt y tomarme una cerveza fría. Una vez colmado mi apetito tome con tranquilidad un café y
luego salí de la terminal. Aún alucinado por mi propia decisión, me senté en un banco para relajarme.
Vi a un técnico de limpieza y le pregunté.
─¿Oiga buen hombre, donde estamos?
─Estamos na Coruña.
─¿En la Coruña?
─Sí.
─¿Y Finisterre, donde anda?
─Por ahí, usted va hacia Carballo y recto.
─Bien.
Aún no sé porque decidí ir a Finisterre.
Finisterre
Viajé de la Coruña a Carballo en autobús y luego continué como pude. Para no arruinarme decidí
hacer auto stop. Tuve suerte, di con una furgoneta de jóvenes simpáticos que iban hacia Sardiñeiro
Debaixo. El viaje fue peculiar: me hallé en medio de sus bobadas sin entender en absoluto sus códigos
de risas. No sé si se rieron de mi o les caí demasiado bien. A lo mejor habían fumado marihuana
¿quién lo sabrá? De todas maneras me hicieron un favor enorme. Y ahí me vi de repente, en
Sardiñeiro Debaixo tratando de orientarme hacia el fin del mundo.
Aquellos cielos grises con su niebla misteriosa, capaz de hacer volar a los barcos, me absorvió en su
melancolía eterna. Vi casas de otros tiempos y comí pulpo acompañado de orujo. Paseé por ese pueblo
haciendo una especie de inventario íntimo por todo lo que ocurrió. Jamás había tenido una
experiencia semejante ante tanta desventura, quizás, partiendo de las creencias orientales, alguna
especie de acto que cometí varias vidas atrás llegó en forma de factura cósmica. ¡Qué se yo!
De la bruma eterna, acompañada de mi borrachera, vi siluetas de peregrinos que se dirigían hacia el fin
de la tierra. En ese instante comprendí mi intuición, en cierta manera había hecho una especie de
camino iniciático incomprensible; aunque, a la vez intuí qué, siguiéndoles a lo mejor, el vieje cobraría
un sentido: no sé de que clase.
Noté, que de la niebla surgían diminutas gotitas. La humedad me caló y me dejó empapado hasta el
alma. Dormí dos días y creo que enfermé un poco. Y en un día de sol y neblina llegué a “Fisterra”.
Ante mi se hallaba la “Costa de morte”, el faro del fin de la tierra, leyendas de naufragios, de un mar
poderoso de mareas traicioneras, de rocas y rompientes eternos donde el agua se hacía trizas desde los
tiempos de Caín.
Me encendí un puro y decidí disfrutar del lugar sin vocecitas íntimas.
En el silencio y agudizando el oído por fin llegué a “Fisterra”.
Cuando logras oir el mar, cuando te abres de verdad y lo oyes; te cura, te hace entender, logra que
veas las cosas con distancia, que las enfoques sin prisas y las pienses bien.
Sin lograr atisbar la razón de mi llegada comencé a intuirla. Sin embargo, esos pensamientos aún se
encontraban lejanos. Necesitaba un empujón, y llegó, ya lo creo.
Un peregrino feliz, más bien de mediana edad, rechoncho, y con cara de inteligencia noble gritó, creo
que en latín.
─DIEBUS AC NOCTIBUS AMBULAVI!!
Traté de poner cara de naturalidad porque se encontraba cerca. Hice, como si todo fuera normal, él
continuó.
─SIDERA SCIMUS!! SEMPER VERUM DICO!!
Está frase la pronunció señalando al cielo. Y rematando entonó aún más.
─FINISTERRE, EGO TE SALUTANT!!!
Y quedó relajado y feliz.
Lo miré de soslayo y le hice una sonrisita cómplice para quedar bien. Dicen, que a los locos es mejor
seguirles la corriente.
Al ratito se acercó para ofrecerme hierba.
─¿Quiere?
─Claro.
Y fumamos durante un rato sin hablar, y sin prisas, oyendo al mar.
Cuando iba más o menos por la mitad me dijo.
─Ha valido la pena... ¿no le parece?
Le miré con simpatía y volví a mirar al mar para responderle con franqueza.
─Supongo. No lo sé.
A los diez minutos de paz y olas rompientes, me dijo.
─¿No le ha llenado llegar hasta aquí?
Tardé en responderle para tratar de sintetizar...
─Bueno, la verdad es que he llegado por casualidad. Yo, debería de estar en otro lugar.
Se me quedó mirando como si fuera un alienígena.
─Es así ─apuntillé pensativo.
Su mirada no fue para quedar bien, a lo mejor me vio perdido y se dio cuenta de que le tocaba
interpretar una pieza, una linea simple pero, a la vez importante. Mirándome me embaucó logrando
que por fin nos viéramos. Las miradas frente a frente, y más con un extraño, a veces son muy de
verdad. En fin: viéndole con su cara noble y seria; me dijo:
─Quizas
haya una razón, Piénselo.
Me sonó alto y bajo a la vez. Con estruendo y distancia. Me invadió y me dio espacio. Fue sincrético
sin él darse cuenta. Supongo que fuimos grandes amigos en un instante: seguro que era un gran tipo.
No hablamos más, no hizo falta.
Al cabo de horas me dijo.
─Adiós, buenos días.
─Buenos, días y hasta siempre.
─Así será.
Durante días divagué pensando en esa frase mágica. Llegué hasta Santiago de Compostela y visité la
gran Catedral ¡oh, el butafumiero! ¿Y si un día sale volando por las cristaleras? ─Pensé.
Pasé por debajo de una piedra milenaria y volví a comer pulpo y a beber orujo e incluso logré “la
compostela del peregrino”...
Fue realmente fantástico.
El g.p.s traidor
Me hospedé en un hotel cerca de la plaza de Abastos y me dejé llevar por la llamada ciudad de la
cultura, la miré durante horas por los ventanales soñoriales del edificio y pensé en un pueblecito
perdido por el que anduve hace tiempo. Había estado por ahí a los siete u ocho años, y lo hice
acompañado de mi madre para conocer a mi tío Miguel. Mi padre se borró, recuerdo que a última
decidió ir a montar a caballo con unos amigos en Puebla; aunque, de eso mantengo recuerdos vagos.
Ese pueblecito debía de estar, creo... entre Cáceres, Toledo y Badajoz.
¿Estaría vivo aún ese tío mío misterioso? Como mínimo sería un abuelo centenario, calculo que
avanzaría al gran número en cuatro o cinco años ¿por qué no arriesgarse a ir?
Alquilé un auto híbrido, diminuto, que a veces me dio la sensación de ser un juguete. Tecnología
China...
Y en el “g.p.s” puse: “Almendralejo de la Cogorza”. El aparato tardó en calibrar las coordenadas una
eternidad y al rato dijo: ─ “Recto... continúe por la avenida recto”.
Confié demasiado en él.
Di vueltas absurdas hasta dar con la autovía correcta y luego me llevó por lugares desconocidos, vi
pueblos de otros tiempos invadidos por un sol impecable, llegué a lugares inóspitos llenos de leyendas
y superstición. Vi una procesión de clérigos cantar a Dios para que de una vez lloviera y también pasé
tardes agradables hablando con la gente. En un pueblo llamado Toro, a medio camino de Zamora y
Tordesillas pregunté por Almendralejo de la Cogorza. Tardaron en responder. El vacío, no hubo
respuestas acalaradoras, nadie conocía ese lugar. Al rato, alguien me dijo: ─Cuando llegué usted a
Tordesillas gire en dirección a Salamanca y de ahí para abajo. Otro respondio: ─¡Sí hombre!, después
de Mérida hay un Almendralejo. Yo traté de aclarar si su nombre terminaba en “cogorza”, a lo que él
me respondió: ─Hombre, es un Almendralejo, pruebe. ─Gracias ─les dije. Y al día siguiente
continué.
Una vez en Salamanca y orientado hacia Plasencia fue fácil: debía de seguir la “A-66” hasta Cáceres y
luego un poquito hasta Almendralejo pasando por Mérida. Me relajé, conduje tranquilo hasta que los
parpados comenzaron a engañarme. El rugido de un trailer me despertó. Lo esquivé cegado por sus
faros, no me comí una acequia de milagro. A unos cien metros había un motel lleno de camiones,
decidí pasar la noche ahí.
Por un lado era un restaurante económico y aceptable: por el otro era un burdel...
Primero cené y luego, me pudo la tentación. Me dejé llevar por una mulata de ojos azules hablando de
tonterías junto a neones oscuros y feos. Bebí wisky anti-malta de borrachera mortal y me llevó a un
habitación decadente lejos de todo. Aquella mujer logró sacarme veinte años de encima. El sudor nos
invadió y comenzamos el acto en su versión más primitiva, la mujer me descubrió actos obscenos que
despertaron mi sexo oxidado. Su saliba morbosa se mezcló con la mía como si setratara de un coktel
molotov. Francamente no sé si llegué a complacerla; pero, eso era lo de menos. Supongo que se
trataba de una profesional veterana y curada de espantos. Y todo hay que decirlo, me desplumó
bastante.
Amaneció, cosa inevitable y lógica, la luz me taladró como un martillo y una voz femenina sopló mis
oídos: ─¡Cabeza del Buey, bobo! ¡Ves a la Cabeza del Bueeey!─. Desperté empapado de sudor.
El vapor de una cafetera calentó la leche envuelta de olor a café. Al rato, desayunando en solitario
observé al camarero como secaba los vasos; me gustó su precisión y su velocidad concreta, su madurez
y su saber estar, no había prisa. Le pregunté.
─Oiga.
─Dígame.
─¿Le suena algún lugar llamado: “La Cabeza del Buey”?
El señor pensó y respondió casi con la misma cara.
─Sí hombre, La Cabeza del Buey: deberá ir a San Benito, de ahí a Calamonte, pasará por Castuera y si
lo hace bien llegará, es el siguiente.
─¿Por donde?
─Por ahí ─señaló hacia el este.
Caí de nuevo en el error del g.p.s y me llevó por ahí de forma aleatoria; hasta Calamonte fui bien,
después una niebla me invadió y sin poder ver mas allá de mi nariz paré. Salí en la cegadora nube para
fumar con paciencia y relajarme esperando a que se fuera. Y a la mitad del cigarro oí unos silbidos
misteriosos lánguidos y fofos, que parecían cantos de un pavo afónico en la tercera edad. Espectante y
sin moverme comencé a ver siluetas de cazadores. Cuando me vieron quedaron algo patidifusos.
─¿Qué hace aquí? ─preguntó el más adelantado.
─Esperar a que amaine la niebla.
─Esto es un coto privado de caza ─respondió uno del fondo.
─Bueno, pues me voy ¿no?
─Si no le han volado la cabeza es de milagro ─añadió el segundo.
─Hay francotiradores ─continuó el primero.
─Venga con nosotros y no pregunte ─aclaró el del fondo.
─¿Y el coche?
─Ya lo vendremos a buscar, vamos ─terminó el primero.
Camuflaron el auto bajo un piñonero y no tuve más remedio que seguirles.
Durante el día la niebla me cobijó, tuve suerte. Oí algún disparo suelto, lograron venados, tórtolas,
jabalíes, conejos; y por la tarde organizaron la caza de la paloma torcaz. Cuando salieron en vuelo
hubo fuego a discreción. Vi caer bastantes a mi lado, uno de ellos me dijo.
─¡Venga, recoja, recoja!
─¡Disimule, disimule...!
Le hice caso. Para ser un día con niebla no estuvo mal la cacería.
Por la noche cené con ellos en una choza miserable iluminada tan solo por una bombilla de veinte
watios como mucho. Comimos y hablamos. El más lúcido y curtido comenzó hacerme preguntas.
─¿No será usted un periodista de esos?
─Dios me libre.
─¿Seguro?
─Le doy mi palabra de honor.
Mirándome desconfiado continuó comiendo. Al rato le pregunté.
─¿Viven aquí?
─Somos los cuidadores de la finca, estamos aquí todo el año.
─Aún nos sorprende que no le hayan visto ─dijo el del rincón.
─Se ha metido en medio de una cacería, con marqueses, ministros y tecnócratas de esos.
─Y banqueros del deutsche bank ... ─aclaró el que comía en el camastro.
─Coma.
Las mujeres sumisas no hablaban, solo traían platos de la cocina vieja o los retornaban, la cueva
despredía humedad y frío. Al ratito comencé a tener más interés.
─¿Quien es el dueño de la finca?
─Un marqués.
─Un tío con un poder de la hostia ─aclaró el del camastro.
El curtido y noble, con el halo de autoridad necesario, me miró a los ojos con seriedad y me dijo.
─Mire usted, al alba saldremos y le llevaremos lejos. Por aquí no quieren nadie.
─De acuerdo ─le contesté─, de todas maneras les estoy muy agradecido.
─No hay de qué. Coma, venga, que las tórtolas son buenas.
─Y las liebres ─añadió el del rincón.
Comimos con la tranquilidad del campo y su tiempo peculiar, y ya puestos, les pregunté.
─¿Les suena, Almendralejo de la Cogorza?
─Eso es una aldea que se encuentra entre Guadalupe y Trujillo.
─¿Está cerca?
─A una media hora.
La ubiqué por fin, costó.
Los grillos nocturnos iban parejos de la juerga organizada por los hombres de bien. Al lado de mi
camastro noté ruidos de muelles y vi que casi todos se levantaban en silencio, le pregunté a uno de
ellos bajito.
─¿Qué ocurre?
─Vamos a ver el espectáculo ¿se viene?
─Claro.
Les seguí. Salimos al campo con un cuidado cósmico y caminamos hasta llegar a la casita de las
herramientas. Una vez ahí abrieron una puerta secreta y nos adentramos en una gruta sucia llena de
telarañas. Uno de ellos me dijo.
─Esto lleva hasta la finca, hasta la sala de trofeos, donde hemos visto de todo ¿sabe?
La gruta moría en una especie de bóbeda circular diminuta en donde había un tocho marcado con
tiza. Lo sacaron y todos se pusieron en fila. Escogí el último turno por educación. El mismo de antes
me aclaró.
─Solo cabe uno.
─Claro ─le dije.
El jefe les dijo muy bajito.
─Un minuto cada uno y que rule ¿eh?
─¿Qué ves?
─Hostiá, hostiá.
─¿Qué?
Sacó su cabeza del agujero y volvió a ponerla.
─Espera, espera... Es un travesti, es un tío.
─¿No hay tías?
─Sí, sí. Al lao, jo. Espera que llega el ventríloco... ¡Coño! Hoy el cuervo habla en alemán.
─¿El cuervo?
─El muñeco.
─¡Ah! … ¡Va, venga, sal ya!
Pasaron todos y llegó por fin mi turno.
Lo que vi por el agujero fue una especie de bodevil entre siniestro y patético. La cosa trataba de
asemejarse a la puesta en escena de un cabaret decadente de la época nazi. En él, un gordo disfrazado
de mujer, e indumentaria sadomasoquista, montaba sobre un señor con gafas azotándole en el culo
con una vara de castigo como si fuera su amo: una bufonada alemana, supongo... Todos reían en una
histeria forzada hasta que uno de ellos, disfrazado de S.S., le comenzó a sodomizar en broma, espero.
Después, varias “walküren” iniciaron un estriptis al son de la canción “Lili Marleen”, acompañada
por la voz rota del cuervo de trapo y acelerada por una caja de ritmos a lo acid house. Una voz detrás
mío me aclaró: ─El ventríloco es el Marqués...─. Saqué el ojo del agujero y lo volví a poner para
concentrar de nuevo mi visión en el esperpento que veía.
Por otro lado, el ventríloco era un marqués con títulos reales y nobiliarios sublimes. Lo sé porque lo
conocí unos días después: aunque eso aún no lo debo contar.
Cuando salimos del tunel secreto vimos el descontrol que reinaba en la finca; ocurría de todo, risas
junto a gemidos de sexo y persecuciones histéricas.
Nos fuimos a dormir.
En el sueño leve oí pasos cercanos alrededor de la casucha triste, por las piedrecitas que pisaban y la
alternancia deduje que iban borrachos. Dialogaban con el tempo lento del alcohol; más o menos así.
─A la marquesa no le puedes decir que pagas la luz coooño.
─Pues es así. ─el acento del segundo parecía catalán o mallorquín.
─A ver, has venido a follarte a tu secretaria a mil kilómetros de tu casa y después a vendernos eso, no
exaageeeres.
─Bueno, ¡cuidado eh! ¡chussstt! Que yo he puesto el dinero y los hueevoos ¿vale?
─Tranquilízate Maneel. Tú, déjame. Te prometo que les vamos a colocar tu menudencia.
─Confío en ti, y tú sabes que aprecio al Marqués.
─Toma ¡fúmate un puro, relájate joder!
─Fumemos, venga.
─Oye, por cierto cuando les hables...
Traté de afinar mis oídos sin lograr entender nada, hablaban bajísimo.
─¿Eh?...
─Está bien planteoa, sí. Además Maneel, tómatelo como una inversión de futuro y piensa... Maneel.
─Todos debemos reírles “les gracietes” ─dijo el mallorquín o catalán.
─¿Las qué?
─¡Ve, vete a la mierda!
Al amanecer y con la niebla inevitable el jefe me llevó hasta el auto y me indicó el camino hacia
Almendralejo de la Cogorza.
Almendralejo de la Cogorza ─¡existe!─
Conduje muy atento y por fin llegué.
Hacia las once de la mañana la niebla se fue y ante mi apareció la aldea. Tenía el encanto del pasado,
con sus casas antiguas de balcones de madera, con el empedrado irregular pues, las calles bajaban y
subían como una ola de piedra. El olor a leña me encantó. Las casas tenían los colores de la piedra o el
azul celeste. Anduve por ahí bastante después de aparcar. Es curioso, aún no había respostado, esos
autos híbridos gastan menos que un mechero. Caminé relajado durante horas hasta cruzarme con un
rebaño de obejas. Pregunté al pastor.
─Buenos días ─le dije sonriendo.
─Hola.
─Hay aquí algún abuelo centenario.
─Hay uno que se llama Miguel y tiene 101 años.
─¿Donde vive?
─¿No será usted de la tele? Porque los ventila rápido ¿sabe?
─No que va, soy su sobrino.
Se me quedó mirando con su cara tallada y me dijo.
─¿No joda?
─Sí.
─Es la casa de arriba, que tenga suerte.
Pasaron todas las obejas a mi alrededor y el perro me marcó ladrándome. La música de los cencerros y
sus gemidos me antusiasmó ─beee, beeee, beeee... tolón, tolooón, toloón... bee, beeeee, bee... El
rebaño se tomo su tiempo, todo iba lento ahí.
Llegué a la casa de arriba. Acercándome vi su color azul autóctono y en la puerta de madera y bajo el
balcón rústico estaba él sentado en una silla de madera y con purito seco. Vestía con ropa de otros
tiempos y llevaba un sombrero, clásico, gris amarronado. Nos quedamos mirando una eternidad
efímera; sí, esa fue la sensación, una eternidad efímera.
─¿Es usted Miguel?
─Así me llaman.
─Yo soy su sobrino.
Se toco su barba poniendo cara de duda.
─¿Cual de ellos?
─Soy Julián el hijo de Leocadio.
─El que jodió a la legión Condor...
─¿Perdone?
─Nada, es un eco.
Me miró de nuevo, con esa cara ida, y continuó a su ritmo.
─Y tú eres el mayor.
─No, soy el pequeño.
─El pequeño... pues, no te recuerdo.
─Yo sí.
─Claro, claro...
Dejó de mirarme y me traspasó. Yo me giré. No había nada detrás de mi. Volvió.
─No te recuerdo.
Se rascó la nariz con parsimonia y lentitud, con el movimiento preciso y suelto, creo que pensó en
algo.
─¿Te gusta el jabalí?
─Nunca he comido Jabalí.
─Bueno, pasa.
Me invitó a entrar, y según parece, ese día fue el cumpleaños de uno de sus biznietos. En la casa, en el
patio del interior había gente. Me presentó.
─¡Irene! Este tío se vé que es primo tuyo ¿le conoces?
Irene me miró con sus ojos ladeándome de manera circular, intuí que trataba de ubicarme. Con su
sonrisa fría dijo.
─No.
Con parsimonia se encendió de nuevo su purito y me echó el humo a la cara. Me miró con
profundidad. Los invitados disimularon y los murmullos dejaron casi de existir.
─¿Te gusta el jabalí?
─Me gustará.
─Bien.
Se giró hacia Irene para decirle.
─Comerá con nosotros.
Y el ambiente se relajó, volvió el murmullo.
Comí junto a familiares desconocidos, les costó hacerse a la idea y cerca de los postres comencé a tener
recuerdos de ese vieje del pasado, casi de la infancia profunda. Hablé, dije lo que pensaba.
─Yo jugué por ahí.
─Sí, tu fuiste el que arreglaste la bicicleta, y después, tu tía casi se mata en esa bajada. Ahora te
empiezo a recordar.
Hice esfuerzos en recordar ese episodio, no sé, si él lo dijo es que debió ocurrir. Los demás me
miaraban como si fuera un extraterrestre. El abuelo lo arregló.
─Éste jugó con vosotros aquel verano. Su padre se tuvo que largar, se fue a Méjico, se fue volando, sí,
volando se largó... ¿Cuanto hace?
En ese instante fui yo el que rascó la nariz, le miré y le respondí serio.
─Mucho.
Y llegó el pastel, el niño feliz sopló y apagó las velas; le inundaron de regalos. El tío Miguel me dijo.
─No le vas a regalar nada.
Le miré y me recordó una foto antigua de mi papá, era clavadito a él.
─¿Como te llamas?
─Pedrito.
Toma Pedrito, de tu tío segundo de américa, disfrútalo.
─Gracias.
Fui generoso.
En la sobremesa se dispersaron en grupitos por el campo cercano, los niños juagaban, alguien comenzó
a jugar con melodías de guitarra, sus acordes clásicos fueron casi mágicos. Y sin querer o supongo que
por mimetismo me vi sentado muy cerca de él: pura casualidad.
─Y... qué te ha traído por aquí ─me preguntó con sequedad.
─Aún no lo sé.
─Hiciste bien en venir.
Logró serenarme, le miré y le hice un gesto de afirmación con una sonrisa sutil. Cuando volví a mi
posición vi a los niños jugar en una encina, me transportaron a ese lugar en la magia del tiempo, me
emocioné.
─Ahí tenía una cabaña.
Noté su mirada de viejo, la cabaña y su magia le importaba un rábano.
─Hiciste bien; ya era hora... ─me lo dijo flojito y al oído.
Tuve la extraña sensación de haber viajado diez mil kilómetros para volver a casa, a la otra, a la del
pasado melancólico de mi difunto padre. Le respondí con franqueza.
─Sí, supongo que ya era hora.
Al anochecer estuve un rato visionando las estrellas con la guía de mi Ipod. Es una delicia tener un
mapa virtual con los nombres de las estrellas a tiempo real. En el lapso atemporal de mi viaje con ellas
vi al niño venir corriendo.
─¡El abuelo le llama!
Sin detenerse me volteó y entró de nuevo. Apagué la aplicación.
Entré en la casa rústica saludando a mis desconocidos primos y subí por unas escaleras de peldaños
aleatorios. Cuando llegué vi a mi tío delante del fuego junto a una caja de cartón. La abrió y estrajo
fotos de mi padre y de él cuando jugaban, de sus hijos y nietos, de fotos de la república, y en ese caos
maravilloso salió un carnet amarillento de la falange. Las puso encima de la mesa robusta y ancha.
También vi a mamá conmigo de pequeño, de ese viaje en el que apenas tengo destellos en mi
memoria. Y cuando nos hartamos de fotos y de pasado nos adentramos él y yo en el fuego tranquilo e
hipnótico.
─¿Orujo o Licor de Bellota?
─Orujo. Me recuerda al tequila.
─Bien.
Con sus movimientos lentos me sirvió orujo.
No sé el tiempo exacto en el que estuvimos sin hablar. Qué paz, qué relajo... Y sin ningún tipo de red
me preguntó sin dejar de mirar al fuego.
─¿Quieres aprender algo?
─Bueno.
─¿Leíste el Quijote?
Le miré un ratito y le contesté con sinceridad.
─A trozos.
Continuó sin mirarme, los dos nos embaucamos en la magia de las brasas cambiantes y en su luz
hipnótica. Continué.
─El primero logré leerlo entero. El segundo se me hizo un poco largo. Y luego leí ese resumen. El
que se marcó Unamuno.
─¿El que se titula “Vida de don Quijote y Sancho”?
─Ese.
Quedó pensando en su frase más célebre.
─Unamuno... “ganaréis pero no convenceréis” ─dijo.
Nos quedamos colgados, presos del silencio por la coletilla de esa frase lapidaria. Y luego cogió
carrerilla y dijo.
─¿Quieres aprender algo? ¿Sí, o no?
Hice gestos afirmativos, casi infantiles.
─Bien.
Preparó la conferencia: se relajó y la inició en el tempo adecuado.
─Has oído hablar de: “El entremés de los romances”...
─Pues no.
Se ladeó el sombrero rascándose la cabeza sin prisas para cogerlo con mimo y llevarlo suavemente al
mismo lugar. Me miró con ironía de pícaro.
─Ahí está quizás la inspiración. Según creo, hacia 1591 apareció ese entremés que se supone anónimo
muy parecido al principio de la obra.
─¿De qué obra?
─Del Quijote.
Estiró su espalda como pudo y comenzó a recitarlo con voz entonada y grave.
─Nos cuenta que un labrador, Bartolo, se vuelve majareta leyendo romances y se va el mismo día de
su matrimonio, risiblemente dispuesto sobre un caballo de caña, en busca de aventuras con su criado
Bandirrio. Encuantra a un pastora y en su papel de caballero aventurero, le exige que deje en paz a la
jóven. Simoncho, el pastor, recibe un golpe con la lanza, pero se la coge y con ella da palos a Bartolo
hasta dejarle sin sentido. Los familiares, que han salido en su busca, lo encuentran recitando romances
que de alguna manera traducen idealmente la situación en que se encuentra.
Volvió a encorvarse en su postura habitual.
─La gracia del entremés, para la gente de la época, se basaba en que todos se sabían los romances...
Como ves, hay un gran parecido a la aventura de los mercaderes.
No tenía ni idea, ni por asomo, de todo eso.
─Parece que Cervantes descubrió una gracia fecunda en el entremés, que se burla del transtorno
mental causado por la lectura del romancero. Gracias a la suerte, ese anónimo fue a parar a sus manos y
suponemos que ahí empezó todo. No obstante, el Quijote fue muy pronto otra cosa...
─Claro.
El silencio que llegó me vino bien para asimilar el sermón. Casi llegué al nirvana.
─¿Otra?
─Sí, sí.
Me miró de nuevo un ratito con esa sonrisa y... la lió aún más.
─Hoy sabremos donde apareció ese entremés.
Se levantó y me dijo.
─Anda, ayúdame a ponérmela.
Le ayudé a ponérsela.
─Vamos, ven, sígueme.
─Como usted mande.
Haciendo gestos sugerentes bajamos sin hacer casi ruido aunque, una vez en el empedrado comenzó a
silbar. De una de las ventanas salió su nieto preferido.
─¿Qué pasa?
─Vamos, saca el coche.
El nieto, su chofer, sacó el land rover antiguo y nos montamos para circular por caminos dejados de la
mano de Dios. Parecía que nos ibámos a las tinieblas del campo y la noche. Y en un llano apareció una
casa, una chabola de piedra, rústica y autóctona. Entramos a una casa con duende. El abuelo me
presentó a una anciana vestida de zíngara de ojos penetrantes más oscuros que un pozo sin fin, y luego
la llevó al rincón susurrándole algo al oído. Me miró con risitas de loca y se fue en la búsqueda de algo.
Sacó un mapa de la españa del siglo XVI amarillento y un péndulo de oro. Lo dejó hasta el fin de la
cadena y una vez perpendicular con el centro preguntó con voz de ultratumba.
─Entremés de los Romances, ¿donde te manifestaste?
El péndulo comenzó a dar vueltas aleatorias hasta lograr volar y salir por la ventana, que por suerte
estaba abierta. Salimos y lo encontramos en el descampando. La bruja lo estudió sin tocarlo para
indicar con su dedo torcido hacia el sur y justo en ese instante comenzaron unos fuegos en el lado
inverso. El nieto asustado dijo.
─Son las fiestas, el fuego de las fiestas de Guadalupe.
El toro de Guadalupe
La fiesta incesante de gente feliz contrastó con nuestra parsimonia, estuvimos sentados y bebiendo
(bueno, mi tio no) en una terraza hablando y hablando de lo mismo. Fue una conversación circular,
mi tio y yo, el nieto miraba con cara de bobo.
─Antes de morirme lo encontraré ─dijo serio refiriéndose al entremés.
Miramos a la gente correr delante de un toro en un circuito con troncos y clavos. Al rato, le dije
sudoroso y borracho.
─Cervantes fue requisador ¿no es así?
─Así es.
─Fue comisario de abastos, al servicio del proveedor de las galeras reales con destino a la santa armada
invencible ¿está de acuerdo?
─Sí.
─Entonces, supongo que se las vio con palurdos ignorantes, con ricachones avaros, con curas de aldea,
con putas, durmió en ventas ruínes en las que paraban toda suerte de caminantes, conoció a
tramposos, a maleantes, en fin; los conoció a todos. Y cuando tropezó con ese entremés ¿qué le
ocurrió, que le debió ocurrir cuando la gracia divina se lo puso ante sus narices?
─Todo.
─Llevo días perdido por este país y encima le voy a encontrar una lógica a todo este follón. Hablemos
del concepto puro y eterno ¿cual diría que es para usted la primera gran Quijotada del siglo XXI...?
La gente reía, todos reían, el jolgorio y el descontrol fluían de todas esquinas, la juerga parecía estar en
su cénit...
─El ave.
Mi tío y su nieto me miraban con distancia y seriedad.
─Alta velocidad para viajeros invisibles; tecnología punta al servicio del aire, la nada a una velocidad
temible de 350 km/h. ¡Fascinante! Le diré más: mi país y el suyo se acercan como dos bailarines ciegos.
Añadiré que, a Sancho y Alfonso Quijano les han enredado los mismos de la Ínsula barataria otra vez,
y ahora, les obligan a ir para atrás como a los cangrejos...
Me quedé tranquilo y sin habla un rato.
─Me voy a mear, no se vayan.
Levantándome tuve la certeza de que iba en un barco. Dejándoles oí.
MIGUEL
¡ Oh perpetuo descubridor de las antípodas,
hacha del mundo, ojo del cielo, meneo dulce de
las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí,
tirador acá, médico acullá, Padre de la Poesía,
inventor de la Música, tú que siempre sales,
y, aunque lo parece, nunca te pones!
A ti te digo ¡ oh sol, con cuya ayuda el hombre
engendra al hombre! á ti digo que me
favorezcas, y alumbres la escuridad de mi
ingenio, para que pueda discurrir por sus
puntos en la narración del gobierno del
gran Sancho Panza; que sin ti, yo me siento
tibio, desmazalado y confuso.
Jamás meé tan gusto en el descampado del caos y el sexo adolescente, oriné aún oyendo esa música
celestial, a esa invocación al sol y a la cantimplora y especialmente a la Ínsula Barataria, país del cual me
declaro patriota porque no existe.
Aún traté de subir la cremallera, sin lograrlo, y deslizándome por ese barco en tempestad volví. Vi
caras de gente pálida buscándose la vida sin entender la razón cuando a mi lado pasó rozándome un
toro. Aún viendo su culo y su rabo, vi el espactáculo de botellas y sillas que volaron ante mi, vi como
el animal entró en el bar y como se tiraron casi todos por la ventana ─¡Sálvese quién pueda! ─. El
animal salió llevándose el toldo y un loco trató de torearlo. El bovino hizo gestos de envestirle y, por
suerte, sólo le arrancó la camisa y medio pantalón. Y para concluir; el animal se fue del pueblo. Se
reveló en el hartazgo de ir a fiestas ajenas y llegó a la conclusión, supongo, de que esa noche era suya.
Cuando llegué a la terraza vi a mi tío y al nieto pálidos. Les pregunté.
─¿Qué hacemos?
Pasó un jeep de la guardia civil informando por el altavoz de que, efectivamente, el toro de la fiesta se
había fugado.
─¿Qué? ─repetí.
Mi tío dijo.
─Ayudemos, no podemos tolerar que un toro de lidia y viejo ande solo por ahí. Ves a por el coche y
vamos a colaborar ¿llevas las escopetas de caza?
─Claro, abuelo.
─Venga.
Todos pensaron lo mismo.
La luna llena nos sugirió sombras de gente en el campo abierto. Extruendos de disparos nos indicaban
el lugar por donde creían verlo.
─¡Por ahí, por ahí!
─¡En la acequia! ¡En la acequia!
─¿No lo véis en el madroño?
─¡Cuidao! ¡Cuidaoo!
Gritos y disparos de caos; la caza en la locura nocturna. Persecuciones y paranoias de miedo
desmentido. Machos alfa demostrando su hombría a ninfas alcahuetas. Un espectáculo de tuertos con
anhelos de visión de pájaro. Risas y pánico a la vez. Voceros papistas de la autoridad castradora.
Locura y delirio de borrachos con pólvora. Confusión de locos. Miedosos subidos a las encinas.
Direcciones cruzadas. Cachondeo, desbarajuste, desorden, guirigay, sexo. Linternas chispeantes y
focos de autos descontrolados. Fantasmas dando órdenes a la nada. Oscuridad y penumbra, luz de luna
llena y mágica. Nervios por intuirlo cerca. Tiros al aire. Heridas. Rasguños. Lío en penumbra.
Descontrol Ibérico.
Así anduvimos casi toda la noche hasta la invasión del sueño confuso.
Y cuando todo volvió a su serenidad natural lo vimos cerca correr bajo la luz de la luna,
probablemente feliz. Paró su busto de animal noble y emitiendo su aliento poderoso se fue tranquilo
por ahí.
Volvimos Almendralejo de la Cogorza.
Espíritus y muertos
El día amaneció en la oscuridad de la resaca cruda y allá al mediodía logré ser más o menos yo. Pasó la
mañana tranquila y en el almuerzo comí y hablé de cosas banales aunque mi mente andaba en el
limbo, después, caminé un rato y me fumé un puro bajo a una gran encina. Adormilado me despertó
el canto de un gallo y gracias a él disfrute de una espectacular puesta de sol. Y cuando llegó la
oscuridad un viento frío me invitó a cobijarme. Volví.
Sin prisa fui a la cocina y me serví un café, antes de salir cogí dos vasitos y el licor de bellota. Caminé
tranquilo por la casa para concluir en el salón del fuego. Ahí estaba mi tío apoyado sobre el bastón
pensativo, decidí sentarme a unos metros de él, antes que nada para no molestar. Al rato me dijo.
─¿Qué te ha traído por aquí?
Le miré desde mi lugar retirado y le respondí con sinceridad.
─Mi padre.
De reojo me miró. No dijo nada. Yo sí.
─Verá, en un principio no debía de pasar por aquí. Sin embargo recordé aquella vez que vine y me
dije ¿Por qué no vas Julián?
Las brasas le tenían embaucado, estuvimos viéndolas y al rato le pregunté.
─¿En qué piensa?
─En la guerra...
Habló con largas pausas para dejar a las brasas respirar.
─También recuerdo la locura de tu papá por los aviones. Verás, de pequeño, en la feria de verano
venían unos acróbatas del aire hacer piruetas con sus aeroplanos. Y cuando repostaban él siempre
andaba cerca haciendo preguntas. Un día logró que le dieran una vuelta, tu abuela casi se vuelve loca
cuando lo vio volando en uno de esos trastos. Lo llevaba en la sangre.
Hizo una pausa para no mezclar las cosas, supongo.
─Después la guerra nos metió en bandos opuestos. Logró ser piloto porque le protegió un tal
Cisneros, creo. Volar venía de tradición aristócrata, los altos mandos de la aviación republicana fueron
rojos de sangre azul. Eran nobles.
La conversación continuaba tranquila, lenta, a ritmo de hombre centenario.
─Con el tiempo traté de hacercarme a tu papá, me dio por investigar en su historial y desde dentro
logré desvincularle de todo. Cuando veniste con tu mamá traté de recomponer la relación, el hijo de
puta ni me contestó.
El tiempo se alargó, creo, que por la hipnósis de las brasas.
─¿Otra? ─le dije.
─Sí, pon.
Bebimos en silencio.
─Recuerdo el último día que andamos juntos, fué en la boda de nuestro primo José, el pobre murió
aplastado por un tanque... Fue una día feliz de luz primaveral antes de la ecatombe, esa noche
acabamos borrachos hablando de mil cosas hasta el amanecer, cuando nos llegó el habitual bajón del
amanecer alguien preguntó ¿Creéis que habrá guerra? Los pocos invitados supervivientes del alcohol
quedaron en silencio porque nadie tuvo el valor de responder. Al alba nos despedimos y cada uno tiró
por donde pudo. Nunca más nos volvimos a ver.
─¿Se cartearon alguna vez?
─Le envié una o dos cartas pero jamás contestó. Sé que lo pasó mal, la guerra carcome el alma, y luego
tuvo la experiencia en el campo de Argelès.
─Recuerdo que mi viejo no volvió a volar, cortó con todo.
─¿Qué hizo, a qué se dedicó? ─me preguntó.
─Maquetas, se convirtió en un maquetista de prestigio. Se encerró en eso.
Tuve, por momentos, la sensación de que mi padre andaba cerca, incluso al estar con su hermano me
hizo adentrarme en un algo íntimo. En esas conversaciones entrañables me dio la sensación de hablar
con él. Le hablé de la locomotora.
─De pequeño le recuerdo construyendo una locomotora en miniatura, años estuvo para acabarla.
Construyó un pequeño torno a gas maravilloso, todas las piezas fueron construídas una a una, las
ruedas, los pistones del motor a vapor, la suspensión, las vielas, todo lo torneó él. Le recuerdo con el
ojo izquierdo más grande por culpa de la lupa de relojero. Increíble.
─¿Donde anda esa locomotora?
─Ahora en Sevilla, he venido a por ella. He pujado fuerte por ella.
─¿Y antes?
─Dio muchas vueltas.
Nos invadió la noche oscura.
─Debo ir mañana mismo.
Qué maravilloso es el fuego, el ruidito de las brasas con sus explosiones diminutas. Hipnotizados por él
no hablamos más.
─Me voy a dormir ─dijo.
Se levantó y apoyó su mano en mi hombro con la sutilidad de la vejez.
─Buenas noches, Julián.
─Buenas noches, tío Miguel.
Me quedé en la soledad íntima junto a las brasas moribundas durante horas fumando.
Al amanecer la familia organizó una cacería de mentirijillas en la que, por suerte, sólo hubo una
víctima: una pobre tórtola. La desplumaron como si se tratara de una joya perdida y con mimo la
pusieron en una cazuela de barro para cocinarla con un amor diría que cósmico. El problema fue
dividirla entre veintitrés. Mi tío Miguel dio el visto bueno: ─Muy bien, muy bueno ─dijo. A mi me
tocó creo que una pezuña.
Hacia el mediodía la cacería se convirtió en un simple picnic. Por razones curiosas acabamos mi
abuelo y su nieto juntos. Bajo una encina maravillosa comenzamos a comer.
─¿Vino? ─me ofreció el nieto.
─Sí, claro.
─¿De qué hablábamos?
─Del enigmático entremés de los romances.
El nieto sacó café de un termo y nos sirvió. Gritos lejanos nos preguntaron si todo andaba bien,
respondimos que sí.
─¿Qué le ocurre con el Quijote? ─le pregunté.
─Desde siempre fui Cervantista.
Le miré insinuándole de que explicara más. Su nieto atendía alucinado.
─Me hizo relativizar mi nacionalismo rancio, casi nada. Después vi razones esotéricas misteriosas. Los
conocimientos de medicina son precisos. La locura está descrita con una claridad de auténtico
psicoanalista y aún faltaban siglos para que eso fuera una ciencia. Me vi parodiado. Crecí gracias a ese
libro.
─¿Quiere decir que usted era un Caballero andante?
─Era un joven con ínfulas de grandeza, un peón bobo.
─¿Y el entremés donde aparece?
─El entremés es el incio, es la prueba de las ideas volantes que solo los abispados las saben atrapar. Una
idea simple que ya existía el manco la llevó a lo sublime hasta convertirla en oro puro, en una obra
compleja de aristas infinitas que cuando la relees alucinas porque es nueva una y otra vez. En cambio el
entremés es la clave sencilla y virgen de una idea infantil que sin el genio ni nos importaría. El poso y
el hartazgo andaban por ahí al acecho y se encontraron. Por eso lo busco, para tocar con mis manos
ese instante ingénuo de luz pura. El juego simple y provocador. El inicio de lo que llamamos un
concepto que se manifestó de forma anónima. Pura casualidad y a la vez una teoría.
─¿Una teoría?
─Otros dicen que el entremés es posterior al Quijote y otros sugieren que es un divertimento del
mismísimo Cervantes parodiando a Lope y sin querer a Góngora.
─No entiendo nada.
─El entremés es en verso.
─¡Ah! ─dije cortado como la leche.
─A mi me cautiva la opción primera por su magia ¿compredes?
─Atisbo algo.
─Da igual, degustemos el licor y durmamos una siesta.
─Buena idea.
El vientecillo suave de campo me dejó en el limbo donde comienzan los sueños. Volvió la refracción
de esa mujer misteriosa, intuí que era Claudia hermosa como nunca y se diluyó para siempre, creo.
Los gritos del nieto me despertaron.
─¡Venir! ¡Venir!
Ayudé a Miguel y fuimos hacia ese lugar como pudimos. El joven señaló a unos zarzales y juntos
vimos el espectáculo de la vida en su crudeza máxima.
─Es el toro del otro día, se le comen los gusanos.
Estuvimos no se cuanto observando como las larvas devoraban sus restos. La visión era fascinante,
aquello nos mostraba el rito inevitable del equilibrio ancestral, la vida en la mismísima muerte. Ver un
toro descomponiéndose es una visión dantesca y a la vez fascinante. Tomamos a una distancia
prudente para que el olor no nos llegara. Increíble, por un lado nos daba tristeza y por el otro nos
atraía. Su embaucación fue tal que incluso perdimos la noción del tiempo.
Al anochecer volviamos todos repartidos en unos cinco automóviles, íbamos por un camino de cabras
dando botes hasta llegar a una pista plana. Cuando llegamos cenamos un suculento caldo de garbanzos
con rebanadas de pan y vino peleón. A los postres improvisé una lectura del cielo para todos los
públicos. Soy astrónomo.
─Allá, en el ángulo cero anda la Osa menor; al oeste Piscis, Pegaso y el planeta Urano; volteándo al
este flotan la Osa mayor, Géminis y Orión, teniéndo en cuanta el ángulo respecto al horizonte.
─¿Y encima nuestro? ─preguntó un niño abispado.
─Veamos. En el cénit transitan Jupiter, Perseus y Aries.
─¿Y si seguimos el horizonte y lo volteamos? ¿Qué? ─preguntó mi tío.
─El horizonte norte en grado cero presenta a Hércules y Draco; el sur a la estrella M77 y a Tauro; al
oeste Pegaso asoma junto al planeta Neptuno; y al este con timidez sale Leo con una amalgama de
estrellas jóvenes, es un decir... bautizadas como M55, M67, M44 ¡ah! y Cancer, la constelación de
Cancer.
─¿Y el grado cero qué es? ─preguntó un biznieto.
─El norte.
Ahí estábamos fascinados por las estrellas mirándolas en silencio y fascinados.
Al rato volvimos a las brasas, al hogar del fuego relajador. Esa noche solo le hice una pregunta.
─¿Donde jugaron?
─La infancia, buscas su infancia ¿no es así? Mañana te llevaré.
No hablamos más.
El día amaneció embotado y con la niebla baja. Fuimos el Land Rover, otra vez por caminos alejados
de todo hasta llegar a una aldea de piedra y casas con balconadas de madera. Las hojas lo cubrían todo y
con la niebla el lugar tenía un cierto tono fantasmagórico.
─Por ese bosque transcurrió nuestra infancia, ahí jugamos y construímos cabañas, nos peleábamos tu
padre y yo. Un día bajó con su bicicleta y se estrelló contra una banda de música, fue demasiado. Y
tras esos castaños pasaba un tren, y por allí andábamos tras las jovencitas.
Se me quedó mirando.
─¿Quieres que vayamos al bosque?
Nos adentramos en el bosque de castaños abrumados por la niebla y de entre la nada aparecieron unos
restos de troncos.
─Ahí nos fumamos nuestros primeros cigarros a escondidas y nos hicimos las primeras pajas, y allí tu
padre desvirgó a la culona.
Sus ojos se le iluminaron.
─Armamos auténticas batallas con palos y piedras contra los del pueblo de abajo.
Me miró de nuevo con compasión.
─Sé que tu padre debió de sufrir melancolía.
─La sufrió.
─¿Por qué viniste, Julián?
No tenía respuestas para esa pregunta.
─¿Lo hiciste sólo por esa locomotora? ¿Por ese juguete has recorrido diez mil kilómetros?
─Hay otra razón.
─Dime.
─Un sentimiento de culpa.
Esperé y dudé.
─Murió solo.
Se sentó en una piedra con lentitud y me invitó a continuar ─Sigue ─. Me dijo con sequedad.
─Jamás me entendí con él.
La penumbra del día nos daba intimidad para seguir, la niebla nos protegía.
─Pagué mis egoísmos.
Nos invadió la noche oscura invitándonos a volver, lo hicimos en un silencio cortante y cuando
llegamos mi tío se quedó horas mirando a las brasas.
Al día siguiente anduve por los campos de la aldea dándole vueltas a todo para concluir en la decisión
de continuar mi viaje.
Me despedí de todos y cuando salí al porche ahí estaba sentado en una silla rústica con su bastón. Me
dijo.
─Me gustaría conocer a tu hijo.
─Vendré con él, le conocerá, le doy mi palabra.
─Cuídate, Julián. Y no tortures.
Encargué a su nieto que devolviera el híbrido alquilado y me respondió con gestos afirmativos.
Después, anduve por los campos durante un par de horas hasta darme casi de bruces con un apeadero
triste con una vía todavía más desmantelada que se perdía en ambos horizontes. Y una vez ahí me
senté bajo una marquesina porque había sombra. Me aseguraron que a veces pasaba algún tren.
Hice todo eso porque me apetecía estar en el lugar más lejano de todo.
El enigmático tren
Un silbido me despertó. Llegó un tren de otros tiempos y alucinado creí ver una ensoñación.
Desidratado debía estar pensé. Levanté el brazo rogándole se detuviera y el convoy lo hizo. Justo ante
mi se detuvo el cartel y leí.
“EL SEVILLANO”
EXPRESO - BARCELONA – SEVILLA
Vía Alicante, Albacete y Murcia. Procedente de Barcelona y con destino a Sevilla
Una mano salió por la ventanilla de la máquina (vieja y a fuel-oil) y me indicó que subiera. Lo hice.
Tenía un gran parecido a las miniaturas creadas por mi padre, según mi memoria, esos vagones eran
casi calcados a los que construyó para «la bonita». Su antigüedad lo convertían en una reliquia
encantadora: subí fascinado. Todo era rústico y llevaba compartimentos con asientos voluminosos. La
gente llevaba los ojos rojizos por llevar horas viajando y lo más curioso es que vestían con ropas de los
años cincuenta del siglo XX, vi maletas antiguas atadas con cuerdas y algunos viajeros fumaban, cosa
extraña; el ambiente era muy pesado. Delante mío una familia comía una flamante tortilla de patatas
con cebolla. Observe al señor como cortaba el pan con una navaja de las de antes. Mostrándomela me
dijo.
─De Albacete y buena ─Después me sugirió─ ¿Quiere?
─Agua, sólo agua.
─Tenga y beba, buen hombre.
El tren iba a una velocidad lenta, hacía un calor demoledor, cruzábamos el mediodía de algún lugar y a
lo lejos un cantaor recitaba ─ «Arde la calle, al sol del poneinte... Arde la vida y el sol...» ─. Cante
hondo a capella y mucho tiempo por delante. Pasión y cansancio. El hombre de la navaja continuó
hablándome.
─Pensará que estamos locos.
─No encuentro la razón.
─En el fondo este tinglado es una ironía.
─Ya veo.
─Cuando se acercó el aniversario de todo nos dijimos: “Hay que hacer argo original”.
─¿Ha dicho aniversario de todo?
─Estamos en el caótico 2017. O sea, en el xxv aniversario de; se lo digo por orden: la expo de
Sevilla, los juegos olímpicos de Barcelona; también de la primera línea de alta velocidad y, del quinto
centenario de la conquista de las américas.
─Entiendo.
─No sé si recuerda cuando el rey inauguró una carabela y, al entrar en el agua, se volteó quedando
panza arriba.
─Lo recuerdo, sí, nos reímos bastante allá en Méjico.
─¿Quiere? ─Me ofreció unos tacos de jamón. Acepté.
─Bueno, muy bueno.
─Pata negra.
─Sí.
El paisaje árido era demoledor, el tren casi no se movía. El señor de la navaja continuó.
─Viendo la que se avecinaba decidimos hacer un homenaje a nuestros abuelos y a nuestros papás. Ellos
pasaron épocas enteras en trenes como éstos. Emigraron así.
─Parece una fiesta de disfraces en decadencia ─le dije.
─Cogimos vagones de la época restaurados y una máquina antigua. La Alsthom francesa, una reliquia,
la primera máquina eléctrica que hubo en este país y también la primera a fuel oil. Visite el tren,
venga.
─Daré una vuelta ¿hay bar?
─Digamos que sí.
─Hasta ahora.
─Disfrute.
─Una cosa ¿y el revisor?
─¿Revisor? ¡Ja! ¡Ja!¡Ja! ¡Ja!... Aquí el revisor regala billetes, esto es un museo gratuito.
Alucinado caminé por todos los rincones, era como viajar en el tiempo, me abrí paso como pude
notando el cansancio generalizado y, por fin, cinco vagones atrás hallé el vagón bar.
─¿Qué tienen? ─pregunté al camarero.
─Tempranillo, manzanilla y fino. Cerveza de barril o embotellada. Agua con gas y sin. Wisky dic o de
malta y, un poco de marihuana.
─Agua. Deme una jarra de agua, por favor.
Al fondo de la barra un señor pensaba en sus cosas, me di cuenta que en vez de utilizar un cinturón
utilazaba una cuerda, vestía con una camisa a cuadros de manga corta y su corte de pelo era retro. En
las paredes habían fotografías de los años cincuenta; de la estación de Francia sobre todo; caras de gente
con expresión de hambre que se fueron con lo puesto, gente te aterrizó en barrios sin alcantarillas
contruídos por casualidad en afluentes de ríos secos. Una día bajó el agua en trompa y se los llevó a
todos; nadie en el gobierno franquista se hizo responsable de la ecatombe. Lo sé porque el señor de la
barra que me lo explicó despues. Murieron familiares suyos en la tragedia (fue en el año 1962, en las
riadas del Vallés occidental, Barcelona).
No nos equivoquemos, en ese tren viajaba gente cuilifacada y con un amor absoluto a su tierra de
adopción y esa propuesta fue una declaración de principios irónica. El país de mi difunto papá se
encontraba en una extraña bifurcación, caótica y diría yo, que en una gran quijotada existencial.
Al cabo de un rato pregunté.
─¿Y los incendios?
─Aún husméan.
─¿Se sabe quién reinvindicó la acción?
─No ¿Quiere algo más?
─Una copa de tempranillo, sí, con unos tacos de chorizo de aquel.
─Venga.
El viaje tenía algo de existencial, de ir a trompicones hacia algún lugar extraño.
─Por cierto, llevamos días dando vueltas por culpa de los incendios ─me aclaró.
─Sí, yo también llevo días dando vueltas.
Al terminar el trempranillo y los tacos de chorizo pagué y me fui.
Caminé viendo los acabados de madera, me entretuve observando la precisión de los detalles, admiré
lo curioso y escribí una pequeña reseña en un libro en el que ponía: “Recordando al borreguero,
escribe algo”. En el libro puse: “Soy un viajero accidental que gracias a vosotros no he muerto de sed,
mil gracias”
Pasé largo rato perdido con mi mirada en el horizonte viendo un tardecer espectacular. Pensé en mi,
en mi pobre mujer y en nuestro hijo, en el tiempo y en el espacio recorrido, en lo inesperado de los
acontecimientos y en lo curioso que es viajar solo. Sin concretar concreté, disperso, me vinieron
razonamientos que me hicieron ver las cosas desde otro lugar; los viajes son hacia fuera y hacia dentro,
dicen. Creía ir hacia atrás pero sin duda avanzaba. El viajecito comenzaba a madurar, comencé a
sentirme lejos de todo y cerca a la vez. Todo, en el fondo era un homenaje a mi viejo. Así de simple.
Me senté en un compartimento en el que un señor durmía. El tren se detuvo en la nada. El señor dijo
unas frases inconexas y despertó.
─¿Donde estamos?
─Ni idea, estamos parados.
─Como antes.
Hice un gesto como de leve sorpresa, él continuó.
─Antes los trenes hacían paradas misteriosas.
─Claro ─respondí.
Miré al inmobiliario y sin querer inicié una conversación tranquila.
─Recuerdo de pequeño los viajes a la playa: de Barcelona a Sitges nos tirábamos unas tres o cuatro
horas ─me dijo.
─Increíble.
De sopetón apareció un revisor con gorra y atuendos clásicos con un bigote hiperpoblado de pelo. Me
miró con cara de lunático y me dijo.
─Bienvenido, usted es nuevo.
─Sí.
Me dio un billete de cartón y me lo picó ─¡clakc!─.
─Tenga.
─Gracias, lo enmarcaré.
─Muy bien pensado. Buenas... tardes, creo, o buenas noches.
─Buenas tardes. Aún hay luz.
─Pero anochecerá, es inevitable.
Se fue.
Al rato le pregunté al señor.
─El otro día oí una discusión desagradable que me dejó un poco perplejo. Iba sobre Cataluña.
─Ya ─contestó un poco harto.
─¿Qué ocurre?
El señor se rascó la nariz, pensó mirando al horizonte y comenzó.
─Le explicaré como andas las cosas por ahí. El gobierno central declaró ilegal la autonomía. Los
mossos rodearon el parlament para protegerlo de la guardia civil. Alrededor una fuerte manifestación
impidió que llegaran las tanquetas. Eso fue en el 2014, creo. Entonces el parlament proclamó la
independencia. En el país vasco directamente enviaron a los disturbios con tanquetas también.
Perdone por la disgresión pero tiene que ver... Volviendo a Cataluña, ahora mismo hay tres fuegos
cruzados. Los independentistas en huelga de hambre, la guardia civil dándose de hostias con los
mossos y los indignados controlando casi medio casco antíguo. Y ahí quedaron enredados.
─Sí, lo vi, estuve hace dos días.
─Barcelona ahora mismo es muy excitante, incluso los guiris la continúan visitándo, dicen que es un
parque temático con glamour y emociones intensas.
─¿Guiris?
─Turistas.
─Entiendo.
─¿Y en Madrid?
─En Madrid una tanqueta protege el parlamento junto a tres zonas de alambradas.
─¿De quién se protegen?
─De la gente porque está muy quemada... dicen que hay un laberinto subterraneo con salidas y
entradas secretas para sus señorías.
─¿Ah, sí?
─Es una leyenda urbana. Ahora vengo.
El tren arrancó con brusquedad y una maleta me cayó encima con ropa y cosas. Al ratito me levanté y
la puse donde estaba. El señor volvió.
─El water está embozado, no se le ocurra ir.
Se encendió un cigarrillo y comentó.
─A veces vienen ganas de salir corriendo por las barbaridades que dicen unos y otros.
─¿Y Europa qué?
─Europa es un lío a cámara lenta; siempre llega tarde.
El traqueteo le daba una ensoñación especial al tren, nos quedamos colgados un ratito. Sin avisar
continuó.
─Hay un rumor en Bruselas: a la larga, dicen, tratarán que el voto de un Alemán valga lo mismo que el
de un ciudadano del sur... ─pensó una micromilésima de segundo y estalló riéndose.
Reímos bastante. Luego nos relajamos y le pregunté.
─¿Cómo sabe tanto?
─Soy funcionario en Bruselas, emigré.
─Claro.
─Le diré más, ese es el único camino para nuestro continente o acabarémos en el caos.
La exposición de ese tío fue tan precisa que no hizo falta hablar más.
Al cabo de horas de pesadez llegamos a la flamante estación de Sevilla y, entrando a dos por hora, nos
acomodaron en el andén más lejano de todo.
Justo a unos metros llegó un convoy del ave decorado con guirnaldas y neones de colores. El flamante
modelo Alsthom del año 1992 lucía para la prensa y la televisión con el rótulo: 25º aniversario. Los
flashes de las cámaras daban un colorido eléctrico al acto. Ese tren me recordó a la tuerta.
A nosotros nadie nos dio bola.
El funeral de la Duquesa
La Giralda nos complacía haciendo de faro nocturno ante los cielos grises que lloraban. La lluvía sumía
a la ciudad en la tristeza por un cielo gris absoluto, las coronas y las banderas lloraban aturdidas en su
agonía empapada.
Vi a policías vestidos de gala invitando a heroinómanos a salir del lugar por donde iban a pasar sus
restos. Los metieron con educación en furgonetas limpias y detrás los basureros limpiaron la mugre de
jeringuillas dejando el camino decente y sepulcral.
La comitiva, de luto riguroso, andaba tras el carruaje de coronas y campanillas arrastrado por caballos
blancos. El silencio y las lloronas la seguían hacia la catedral de Santa María de la Sede. El público, a los
lados, observaba con respeto el ataúd. Una señora triste cantó una saeta a capella creando el embrujo
de una auténtica procesión de semana Santa. Las cámaras de televisión captaban las imágenes
encuadradas por operadores vestidos con impecables trajes de luto. El carruaje era de estilo neogótico
cargado y el cochero vestía con capa y sombrero de copa. Sus ornamentos se enredaban en formas
circulares hasta sugerir el gran lucero del Alba. La noticía fue irradiada en Chino, Inglés y Sanscrito; en
Castellano, Vasco y Catalán; en Francés, Italiano y en Alemán plomizo. No tuve más remedio que
embuirme entre la multitud. Vi por las pantallas las columnas eternas del interior y el órgano sublime.
Oí el compás de lacrimosa cantado por un coro que daba luz al eterno requiem de Mozart. Los
familiares y todos lloraban por la Duquesa dueña de todo y de sus almas. La sillería de caóba
acomodaba a sus majestades y a los Príncipes; a los políticos y artistas; a las cantaoras de flamenco y las
emperadoras de la copla; a los toreros arrogantes y los señoritos nobles de siempre. Cuando llegó a la
fachada la multitud aplaudió y fue llevada a hombros por sus hijos y nietos hasta el altar de la sufrida
Virgen de los Reyes. Colándome con sutilidad logré entrar en el interior, y ahí, la vista se me perdió
en los retablos ¡qué espectáculo! Y por fin el féretro llego ante el Arzobispo que en actitud serena lo
bendijo.
El Rey, ayudado por el prícipe, se acercó hacia el féretro y bajó la cabeza provocando aplausos suaves
que reverberaron en la bóveda.
Y cuando el arzobispo comenzó la oración mi vista se perdió en los ornamentos maravillosos del
retablo mayor. Era, sencillamente inabarcable. Vi laberintos tallados por la maestría de genios, vi
sugerencias del limbo y sentimientos de culpa por el pecado eterno y la pasión, ahí estaba el cielo y el
infierno en las texturas sugerentes de la madera vieja, vi el peso de la mismísima historia porque ese
retablo era más antiguo que mi país. Más tarde, la voz del evangelio en latín logró hacerme flotar, y
ojo, no soy muy creyente.
Dicen, que a los familiares más cercanos tuvieron que llevarlos al patio de los naranjos para airearlos
por la angustia y la pena infinita. Al final de la ceremonia sus majestades y los príncipes salieron
escoltados atravesando la puerta de la concepción, y allí, con saludos breves, los acomodaron en sus
autos suntuosos y se fueron con elegancia distante.
A la salida del féretro la multitud aplaudió y de todos los rincones lanzaron claveles negros. Llovía a
cántaros. Ni un alfiler era capaz de moverse.
Y por fin acomodaron sus restos en un flamante rolls-royce negro para llevarla al panteón de Loeches.
La ceremonia fue un ritual apostólico y románico en homenaje a la Duquesa del lucero; culto viejo
inamovible de fantasmas y mitómanos, imán de almas simples y espectáculo de masas.
La muchedumbre se dispersó en un cáos de prisas y pisotones porque la lluvia se convirtió en una
tempestad. Y a la media noche, cuando los relámpagos huyeron, volvieron los heroinómanos como
sombras de fantasmas errantes a su lugar natural.
Horas después en el hotel aún continué viendo por las plataformas visuales el espectáculo embuído por
ese culto a la muerte. Fue un amaratón de documentales que explicaron su vida y milagros. Y para
rematarlo, al alba, programaron Viridiana de Buñuel; a lo mejor un guiño irónico del destino.
Durante la noche desoladora me adentré en una melancolía profunda. Telefoneé a Cláudia, a la que
aún era mi mujer.
─¿Quién es? ─respondió.
─Soy yo.
─¿Qué quieres?
─Francamente no lo sé. Me sentía solo.
─¿Estás bien?
─Estoy.
Aguantamos una eternidad en silencio sin saber que decirnos y me colgó.
Cuando el sol se instaló a las diez divagué por Triana y me perdí por sus plazas y calles de azulejos
cuando una guitarra inició los acordes de la leyenda del tiempo. Oí la voz de Camarón con su duende
inevitable, sólo los pajaritos se atrevían a discutirle las notas imposibles que era capaz de lograr con su
voz eterna y, acompañado por él, llegué a un puente para deleitarme con el mismísimo Guadalquivir.
Horas estuve viendo sus brillos acuáticos degustando un fino con el maestro.
Al día siguiente fui hablar con los organizadores de la subasta encriptada 3.0 (híbrido entre la clásica
modalidad de: a sobre cerrado en segunda opción adaptado a internet). El concurso de reliquias
ferroviarias fue anunciada a modo benéfico por la comunidad autónoma y el boletín oficial del estado.
En él, se detallaban los criterios aclarando que a cada lote se le asignaría un número y luego un precio
inicial mínimo. Durante el plazo de exposición pública de las locomotoras y demás, los interesados
debían de realizar las propuestas de los lotes por escrito en sobre virtual. Por tanto: los interesados
debían de rellenar un formulario de la propuesta de oferta de adquisición, que era el documento por el
que licitaba el lote y la cantidad de la puja y el abono por transferencia del treinta por ciento del precio
de salida. Todo debía hacerse por internet en documento encriptado. Y una vez finalizado el plazo de
exposición la organización procedería en consecuencia y se daría a conocer públicamente el nombre
de los adjudicatarios. Hacía dos días que terminó el plazo y desde que se cerró daban dos semanas de
gracia para aclaraciones o anulaciones. Así que fui para ver los resultados.
Parecían autómatas, cada uno iba y venía con archivos y otros miraban concentrados a las pantallitas de
los ordenadores. Más allá, en una sala alargada, habían ánforas y objetos varios con cuadros
hiperrealistas y hasta un seat seiscientos-D . Todo dispuesto para futuras subastas. Pregunté por el
director y con gran amabilidad me acompañaron a su despacho. Ahí inicié una conversación amistosa
con él.
─Buenos días.
─Buenos días. Verá, esta esta es la clave de mi puja encriptada, ahí tambien va el lote, es la locomotora
con el nombre de la bonita, sí.
─Espere.
Se sumergió en los archivos y tardó una media hora larga en volver, lo hizo acompañado de tres como
él. Uno era alto y calvo, el otro obeso y él escuálido. Me dijo.
─Hemos tenido un error, su criptación no apareció y no sabemos por qué.
─¿Cómo?
─Usted ha desaparecido.
─Esperé ─les facilité el resguardo de la transferencia del treinta por ciento. ─Tenga.
Lo miraron preocupados y su fueron dejándome solo. Volvieron. Habló él mismo.
─Le hemos encontrado. Le vamos a dar una buena noticia, una mala y otra peor.
El señor tragó saliba y me preguntó.
─Cual prefiere ¿la buena, la mala o la peor?
─Empiece por la mala, continúe con la buena y termine con la peor.
Preparó su exposición, tosió con sutilidad y me dijo.
─La mala es que usted ha llegado ha tiempo y eso nos va a crear problemas. La buena es que usted
ofreció la puja mejor. Felicidades. Ahora viene la peor opción...
─¿La quiere conocer?
─¿Por qué no?
─El ganador provisional es un tío con poder; puede cabrearse e iniciar un litigio eterno ¿me
comprende?
─¿Quién es?
─Un extravagante cultivador de colecciones extrañas, es un noble de sangre azul y dicen que está
como un cencerro.
Decidí tomar un fino para relajarme y poner un poco de orden a mis vivencias porque la motivación
para recuperar esa locomotora estaba en el aire. Miré imágenes del Marqués por el ipot y tuve un «dèjé
vu»... Bien, me dije, yo he realizado la puja más elevada y «la bonita» la tiene ese tío por un fallo de
encriptación. Perfecto, estoy en manos de un aristócrata loco y encima muy bien conectado con el
poder.
El noble excéntrico
El ave aminoró cuando cruzó por los barrios en cenizas y desde ahí un olor a quemado nos acompañó
hasta Madrid.
Recoletos olía a pólvora, a lío. Un auto oxidado me llamó la atención porque yacía abandonado en
medio de una acera. Los comercios no existían porque los locales llevaban tiempo cerrados, en
cambio, los tenderetes improvisados en la calle con sus casuchas habían convertido el tejido comercial
en un mercado persa. Me llamó la atención una señora mayor que vendía café chocolate y churros; la
pobre me provocó sentimientos de compasión. También vi carteles de intercambios que anunciaban
neumáticos por piezas, zapatos por vestidos, fruta por carne, dignidad por vergüenza, tatuajes por
lentejas.
Más arriba, en la subida de San Jerónimo una tanqueta del ejército protegía a las cortes junto a unas
alambradas: el ambiente transcurría sobre un tonel de pólvora a punto de explotar.
Y por fin llegué al mismísimo Madrid de los Austrias para degustar el bocadillo de calamares.
Una vez calmado mi apetito me senté en una terraza de la plaza mayor para tomar un café y una copa
de orujo. A unos metros un arlequín simpático daba discursos graciosos, el bufón de la corte decía
verdades absolutas con la complicidad de los presentes, en el otro lado un payaso hacía malavares y
bajo los pies de la estátua de Felipe III, imperial y a caballo, un músico tocaba baladas de Bob Dylan.
De ensueño diría que fue la sobremesa.
A eso de las tres decidí ir al hotel a dormir la siesta. El ruidito del teléfono me despertó tres o cuatro
horas después. La voz del recepcionista me dijo.
─Unos caballeros preguntan por usted.
─Ahora voy ─respondí ensimismado y con sueño.
Bajé vestido con un esmóquin porque el anfitrión me lo ordenó de forma autoritaria (casi nada). En el
hall del hotel me esperaban sus guarda espaldas también con esmóquin. Con discreción me llevaron a
una sala vacía y uno de ellos sacó un detector de metales diminutos, les dije: ─¿Creen que voy
armado? No hubo respuestas. Al acabar me llevaron a una limosín elegante blanca y de línea clásica.
Fuimos a no sé donde circulando con la sirena a toda velocidad. Me dejé llevar por lo que veía; la
ciudad me sugería dejadez y colapso, basuras y escombros se amontonaban con gente desesperada
hurgando entre ellas. Una frontera sutil nos anunció la zona elegante; ahí todo cambió, la pobreza no
existía y los ciudadanos vestían de marca, todos eran blanquitos, guapos y altos ¡Ah! Y las basuras se
encontraban en orden y muy bien puestas. Llegamos zumbando a un rascacielos colosal e inteligente y
entramos con el auto a un ascensor futurista que nos llevó a la azotéa; allí esperamos. Al rato un viento
con remilinos convirtió el polvo en un embrollo de papeles ingrávidos, aterrizó un helicóptero y de él
salió el personaje acompañado de dos guardaespaldas; caminaba con arrogancia a pasos largos y cuando
llegó subió para sentarse delante mío. Me miró con frialdad y se presentó.
─¿Sabe quién soy?
─No, aunque lo intuyo.
─¿Cree en el destino?
─Si le soy sincero, no lo sé.
─El azar decidirá. Vamos.
Salimos a toda velocidad con las sirenas y protegidos por dos autos negros de gran cilindrada, creo que
circulábamos por la M-61. Tuve curiosidad por el despliegue: le pregunté.
─¿Y esos autos?
─Seguridad, sé que me persiguen.
─Vaya.
─Es así.
─¿Y siempre va con las sirenas?
─Siempre ¿le molestan?
─No, para nada, se oyen lejanas.
Le dio una orden concisa al conductor ─Ponga música.
Puso una canción de Camilo Sexto acelerada.
─¿Mejor así?
─Mejor, gracias.
Cuando sales de Madrid no hay nada, solo llanura y un cielo inabarcable. Era habitual ver automóviles
abandonados en el arcén y en el horizonte se intuían micro fuegos. A la media noche llegamos a una
fortaleza privada de la cual jamás supe su ubicación, un dispositivo emitió una señal y conmuto las
barreras, entramos por un camino privado superándo varios controles con guardias armados; por fin
llegamos. En un cartel de neón leí: “Villa soledad-City”. Era un casino privado, allí se perdían nuevos
ricos, mafiosos de incógnito, especuladores, truhánes y gígolos, prostitutas y damas aburridas,
drogadictos de bien, supongo, y algún famosillo hortera.
─Le gustará ─me dijo con su cara de palo.
El conductor al aparcar se equivocó. El anfitrión puso sus manos en posición de rezo y le dijo.
─Las ruedas deben de hacer equilibrio con las rayas, deben de quedar alineadas, perfectas: haga el favor
de aparcar bien.
Sudando y preocupado el conductor dio marcha atrás y se esforzó en repetirlo lo mejor de lo que era
capaz.
─Suave, suave ─le indicó.
Cuando el auto se detuvo el chofer esperó en silencio.
─Bien, mejor. Ahora salgan despacio.
Salieron los guarda espaldas en una especie de coreografía muy ensallada y entramos a una sala circular
con vistas con una mesa de juego exclusiva para él envuelta en papel celofán y todo. Al segundo los
señores con pajarita lo extrajeron con mimo.
─Lo hago para evitar gérmenes, bacterias y protozos ─me dijo.
Los señores con pajarita trajeron vasos de cristal envasados al vacío para beber champagne, los
destaparon con sus guantes esterelizados, me parece que ese tío era insoportable.
─Bien, bien... comencemos.
Le dieron un grupo inmenso de fichas cuadradas y las ordenó en una simetría perfecta, estuvo
ordenándolas y re-ordenándolas para alinearlas todavía mejor, me dijo.
─Usted, siéntese a mi lado.
Su aparición provocó espectación atrayendo a mujeres sofisticadas y señores con esmóquin.
─¿Le gusta la numerología?
─A veces.
─Permítame que continúe con el ritual.
─¿El ritual?
─Ya irá viendo.
─Bueno.
Disponiéndo las fichas en números que llevaba anotados comenzó a jugar a la ruleta francesa, cuando
me miro a los ojos y con su cara de muñeco me comentó.
─Coja el dado con suavidad y tire. Por favor, cuando lo haga trate de tener su mente en blanco.
Tiré con la mente en la luna; durante horas jugó y creo que no perdió mucho dinero, eso sí, anotó en
una tablet todas las cobinaciones que surgieron en el lance de la ruleta. Miró sus notaciones
meditando. Ese tío tenía un cierto deje místico, sus movimientos recordaban a un cura pop, a veces
cerraba los ojos y entraba en una especie de rezo místico, creo que era un poco lunático. Abrió los
ojos y me dijo.
─Vamos a tomar el aire.
Salimos junto a los guarda espaldas y nos sentamos. Llamó a uno de ellos y me preguntó.
─¿Le apetece algo?
─Lo mismo que tome usted.
─Bien, lo de siempre.
Nos trajeron un brevaje de color amarillo que según me explicó era energético y limpio. Decidí
exponerle mi propuesta.
─Verá, he pensado en ofrecerle la cantidad por la que usted pujó más un euro, creo que es lo justo.
─No le puedo responder a eso, debemos calcularlo.
Esa afirmación me dejó un poco desorientado, le pregunté, me vino curiosidad.
─¿Qué debe calcular?
─Los números provocados por usted.
Enigmático. Quedó ahí.
─¿Le apetece comer algo? ─me preguntó.
─Sí.
─Espere.
Abrió su móvil inteligentísimo y habló.
─Quiero Shushi, fideos, rámen y champagne. Deben de dejarlo justo en la frontal simétrica frente al
palacio de cristal a unos once metros del estanque, once metros exactos ¿qué donde anda eso? En el
retiro ¿cerrado? Pues habránlo... ─colgó.
Volvimos a Madrid a gran velocidad. A veces me miraba con una sonrisa muy sútil para volver a su
constelación. A los diez minutos tuvimos que desviarnos porque la autovía estaba cortada, el chofer
improvisó una ruta sugerida por un gps... El aparatito nos llevó por barrios dantéscos donde la vida se
había convertido en demencial, lugares que en nada podían envidiar a los barrios más peligrosos de
sudamérica. Él ni se inmutó, continuaba en esa latitud como tratando de resolver un enigma.
Nos abrieron el parque del Retiro exclusivamente para nosotros, debían de rondar casi las tres de la
madrugada, creo. Disponieron un mantel enorme de terciopelo para que acomodaran la comida y el
champagne y comenzamos un picnic a la luz de la luna, yo estuve sentado pero él comía de pié y
hablaba de números, de álgebra, de numerología, de misterios geométricos. Decía.
─Un fichero encriptado no se pierde.
Pensó. Continuó. Expuso.
─Debo tener la certeza de que obro bien ─me indicó. Cuando hago una adquisición ese elemento se
fusiona a mi de manera cósmica e íntima ¿me sigue?
─Sí, claro.
─Soy coleccionista de raíz patológica capaz de matar por mis propiedades. En el caso de la locomotora
¿cómo la llama?
─La Bonita.
─En el caso de la Bonita aún no sé si me pertenece ¿me comprende?
─Voy siguiéndole.
─Me he dado de plazo hasta el alba para solucionar el enígma. Debo de jugar un rol con la
numerología invisible, debo acertar, si cometo un error entre usted, la bonita y yo... puedo atraerme
males ancestrales hacia mi, no es broma.
Se fue por el parque mientras comía, a veces aparecía hablando por el inalámbrico y se perdía de
nuevo. Oí logaritmosos imposibles. Volvió, se acercó y me habló mirándome con esos ojos de
lunático pasivo.
─La locomotora decidirá, ella nos hablará.
No dije nada, traté que mis pómulos estuvieran relajados.
─Le enseñaré toda mi colección.
Horas después volábamos por la autovía a una velocidad cercana a los 250 km/h en dirección a uno de
sus palacios.
─¿Y si aparece algún obstáculo?
─Llevamos radar y disponemos de conducción automática.
─¿Y él? ─señalé al conductor.
─Él hace ver que conduce.
A lo mejor le di confianza, no sé. Me habló con algo de complicidad.
─Pensará qué estoy loco.
─No tengo derecho a juzgarle.
─Hay una serie de condicionantes que me obligan a calcular toda la numerología que surge al azar, no
tomo ninguna decisión sin consultar a los números sean primos o enteros, voy de cálculo en cálculo y
cuando, ellos lo resuelven; avanzo, calculo y tomo decisiones.
─¿Quienes lo resuelven?
─Mis matemáticos íntimos.
Se colgó un ratito y volvió.
─En su caso le he tenido que forzar en la ruleta.
Miró el tablet y me miró con esa sonrisa fría.
─Créame, surgen en cada instante, ellos flotan en el hemisferio cuántico, nos hablan desde el todo.
Adoro su simbología y cuando ellos resuelven enígmas me excito. Así es.
Llegamos a un palacio de ensueño sugerido por la luz ténue de la luna, rondábamos creo que cerca de
Ávila. Al abrirse las verjas nos adentramos a un parque botánico de plantas misteriosas inabarcables,
dimos la vuelta por una piscina olímpica y a lo lejos divisé a francotiradores armados, era una fortaleza.
El anfitrión me invitó a entrar y divisé un salón imposible con cuadros de antepasados de Goya, del
Greco, de Velázquez. Me habló de su tatarabuelo Carlista, de la tristeza por la defuncíon de la
Duquesa del lucero, tía suya por cierto, me mostró un cuadro abstracto pintado por él y me narró sus
títulos. Lo hizo dando pasos despóticos con una mano en su cintura y fumando tabaco inglés en una
boquilla de plata.
─Provengo de los Álvarez de Toledo, originarios de Alba de Tormes, y por tanto soy noble Castellano
desde los ancestros por los servicios prestados, de mis antepasados ojo, a Enrique II de Castilla, dicen
que también tengo por ancestro al Conde Duque de Olivares y al mismísimo Colón...
─¿Colón?
─...Colón, sí. Soy grande de España, tengo seis ducados. Duque de Berwck, de Huéscar, de Liria y
Jérica, de Aliaga y de Montoro. Y diez Marquesados: soy Marqués de Molla, de Tarazona, de Sarriá,
de Trujillo del monte, Marqués de San Leonardo, de Valdunquillo y Villanueva del Fresno, de Osera,
de Coria y de Almendralejo de la Cogorza...
─¡Ah! usted es el Marqués ventríloco, dicen.
─¿Cómo sabe eso?
─Tengo mis fuentes.
─Continúo: soy Presidente de honor del aula Taurina, hijo predilecto de Cáceres, miembro del
consejo de la Diputación Permanente y Consejo de la grandeza de España y de la Academia
Numeraria de la Rela de bellas Artes de Santa Isabel de Hungría de Sevilla ¡Ah! Y también pertenezco
a la Gran Logia Simbólica de España.
─¡Me ha dejado abrumado! ¡Magnífico! ¡Hipérbole de seres puros! ¡Usted me ha hecho sentir especial!
¡Permítame que le haga una reverencia!
La hice lenta y cursi.
─¿Ha terminado?
─Sí.
Dos mayordomos abrieron el portalón.
─¿Qué le parece?
El museo de la tecnología de París era un juego de bobos comparado con eso, había sencillamente de
todo.
─Vayamos a la sección de miniaturas.
─Espere ¿ese tranvía?
─Es el tranvía de Aranjuez.
─¿Ese avión es el Dragon Rapide?
─Es una reproducción.
─¿Y el Plus Ultra?
─También.
─¿Tiene algún caza Republicano?
─No tengo ningún caza Republicano.
─Deje que pasee un poco.
─Adelante.
Me perdí entre autos y aviones de otros tiempos en colecciones absurdas y armería de siglos antiguos.
Esperándome puso sus manos en posición de rezo y me miró con esa mirada de cosmonauta.
─¿Vamos?
─Claro.
Caminamos por un claustro interminable con macetas de plantas grandiosas.
─¿Colecciona insectos?
─No.
Y llegamos a la sección de miniaturas.
─Adelante, encuéntrela.
Había cientos de locomotoras maravillosas de todas las medidas, todas estaban limpias, desinfectadas
diría, la busqué (junto a mi yo de niño) y me decidí por una.
─Deme una lupa, por favor.
Hizo palmas, dio instrucciones y me la trajeron. Había una locomotora que me llamó la atención y la
estudié. No era esa.
─¿Tiene prisa? ─le pregunté.
─Ninguna.
Me adentré rodeado de vías y andenes, divagué creyendo volar por Xanadú, vi locomotoras de todos
los tiempos realizadas todas ellas por maestros artesanos, ninguna había sido construída en una cadena
de montage, todas ellas eran prototipos originales, reliquias únicas, con sus medidas a escala perfectas y
su proporción de peso idéntico a la imitación, reproducciones para que la vista iniciara un viaje por los
detalles infinitos, caminé disfrutando de ellas en calma hasta que hubo una que me hizo tilín. La
estudié con mimo. Enfoqué la lupa hacia las vielas y detrás había una numeración, era mi fecha de
nacimiento y, junto a la manivela del freno vi mis iniciales, uno de los secretos compartidos con mi
papá, habían otros...
─Algo no encaja ─dije pensando en voz alta.
─¿No está seguro?
─La que llevo en mi cabeza es distinta.
─La memoria es así, sólo nos complace.
─Es extraño, el inicio es nebuloso, no recuerdo haberla visto desmontada.
─¿Cuanto hace que no la ve?
─Mucho tiempo.
─¿Quiere pensárselo?
─No lo sé.
Me observó con honestidad y me adentró en su locura de manera íntima.
─Estamos atrapados en cajitas frágiles qué a veces se rompen ─dijo.
Nos miramos perdidos y continuó.
─¿Sabe? Los cálculos de mis matemáticos después de avanzar a través de logaritmos y fórmulas dio
como resultado el cero.
Caminó por el salón y le seguí hasta que llegamos a su selva jardín botánico.
─El cero, el valor nulo, la nada... enigmático ¿no cree?
Se volteo y me dijo.
─¿Le apetece oír el silencio?
─Sí, me vendrá bien.
─Siéntese, hay bancos.
Estuvimos callados casi una hora hasta que decidí ser honesto.
─Siento haberle robado su tiempo.
─¿Decía?
─Trataba de explicarle que aún no estoy en condiciones de tomar una decisión.
─Yo también necesito pensar... dejémoslo en Stand by. Se levantó para caminar en la oscuridad y
perderse.
─Nos volveremos a ver ─me dijo.
Se fue. A los diez minutos apareció una silueta de la penumbra y me habló en tono pausado.
─Debe de acompañarme, por favor.
Era el mayordomo maduro y más pálido que él. Me devolvieron al hotel a toda velocidad. Extraña
noche, pensé.
Una vez en mi habitación reflexioné... Enfrentarse al pasado a veces contiene sorpresas por la
impecable realidad. Mi fecha de nacimiento estaba en esa locomotora, no había dudas sé que era la
bonita, sin embargo, su imagen no se acercaba ni por asomo a mi recuerdo. Era muy extraño.
Al día siguiente le llamé y le propuse invitarle almorzar. Convenimos y quedamos, es más, me envío
un manual de instrucciones de como debía ser la velada. Traté de contentarle.
Por la mañana paseé hasta llegar al retaurante de lujo, una vez dentro pedí la mesa y esperé. Llegó
puntualísimo, me levanté de la silla y con educación le invité a sentarse ─Me gusta ─ dijo. Puso sus
manos en posición de rezo e hizo una señal para que sus mayordomos trajeran su cubertería. Me miró
sonriéndome y me dijo.
─Usted me cae bien.
No supe qué decir.
─Le sugiero los huevos estrellados ─me dijo.
─Bien pues, huevos estrellados y el vino...
Pidió un vino esquisito de la rioja de una cosecha excelente y remiró varias veces la copa para
comprobar su estado; hizo de catador antes de observarla a contraluz.
─Aceptable.
Los camareros nos sirvieron sin rechistar. Le propuse un brindis.
─Por la bonita.
Me miró con distancia y luego aceptó.
─Por la bonita.
Brindamos, bebimos y contiuó.
─¿Sabe? El cero es un número que me inquieta y me desorienta.
─¿El cero, dice?
─El resultado de los logaritmos y cálculos.
─¡Ah, claro! Los cálculos y su cosmovisión numérica, sí.
─No sé qué pensar de todo este asunto ¿qué hacemos?
─Olvidémonos de todo y vayamos hacia la incertidumbre─le sugerí.
─¿Qué quiere decir?
─Juguémonos esa reliquia a una partida de ajedrez; quién gane se la queda.
─¿Plantea un duelo?
─Un duelo con un contrato que redactaremos aquí.
─Me gusta el reto.
Trajeron los huevos estrellados y como si se tratara de una puesta en escena su puso sus gafas, abrió la
servilleta inmensa colocándola en su cuello como un babero y, luego observó los huevos con su
mirada clínica para después iniciar el rito del almuerzo. Cuando llegamos al café y a la copa me
interrogó.
─¿Dígame, está en algún proceso de separación?
─¿Por qué me pregunta eso?
─Le veo algo perdido, no sé.
─Ya.
─Cuando hallo hablo, lo siento.
─No importa.
Lo dejó correr.
─¿ Y bien? ─le pregunté.
─¿Cómo prefiere jugar? ¿partida con control de tiempo? ¿Ajedrez rápido? ¿Sistema guillotina?
¿Ajedrez relámpago? ¿Prefiere “una partida fuguez”?
─¿Fuguez?
─Fugaz...
─Dejemos que los números hablen: sin límite de tiempo.
─Bien ¿Y los honorarios del árbitro?
─A la par entre usted y yo.
Llamó y dejó e móvil sobre la mesa para que pudiéramos hablar con su abogado; a tres bandas
convenimos un contrato simple; un pacto de caballeros. En la nocturnidad de ese día nos la íbamos a
jugar en una partida de ajedrez sin límite de tiempo. Estrechamos las manos para citarnos en la hora
mágica; como siempre, me vendrían a recoger y me llevarían a uno de sus palacios.
A la hora convenida me vinieron a buscar para llevarme a un helicóptero que nos llevaría a una de sus
fincas, creo que volamos hasta de Jerez de la Frontera. Se trataba de una finca inavarcable con reses de
toros de lidia vagando por ahí, logícamente con alambradas, claro. Cuando aterrizamos me
acompañaron por un laberinto de jardines hasta que llegamos a un campo acogedor con un ajedrez de
jardín donde el tablero parecía plantado en el cesped, las casillas emergían perfectamente alinados
aunque en realidad eran valdosas perfectas; la más alta, la del Rey, debía de medir más de un metro,
diría. Su diseño era extravagante y creo que de marfil tallado a lo Persa . Una pijada.
Al rato llegó el Marqués vestido con traje de esgrima acompañado con su abogado (que llevaba el
contrato) su mayordomo lánguido y el árbitro serio. Como si fuera el tratado de Versalles firmamos
con destreza y pomposidad y una vez acabado me entregó una herradura.
─¿Y esto? ─le pregunté.
─Tírela ahí.
Me señaló a una barra clavada en el suelo.
─Si acierta escogerá el color.
─Bien.
Tiré y no acerté ni por asomo.
─Va, le dejo escoger ─me dijo en tono déspota.
─¿Está seguro?
─Sí.
─Blancas.
─Comencemos.
Antes hice un pequeño estiramiento de músculos para relajarme. Él sacó el florete y comenzó a dar
latigazos al aire y a montar el numerito.
Comenzó la batalla y desde ese instante lo declaré enemigo.
La batalla
Visualicé el inició con tropas embuídas por la niebla en una escarcha de barro frío, junto a corazas,
lanzas y espadas de hierro mediaval, imaginé estrategias mortales de caballos y torres con álfiles
impecables tratando de aniquilar al Rey enemigo.
Hice ese ejercicio mental para entrar en el juego como un guerrero samurai, así debía de ser.
Planteé el ataque con la apertura “Stonevall” y la puse en práctica de la forma más audaz posible. Hasta
el quinto movimiento logré dominar parcialmente el centro de la batalla. Me di cuenta que el
Marqués sabía jugar. Dio salida a su alfil de forma amenazante mientras en el centro andaba con sus
caballos y peones nobles. A partir de ahí él enrocó y yo hice saltar al caballo para lograr la maniobra
idéntica. Enrocados los reyes de ambos ejércitos comenzó otra etapa de la contienda. En ese instante
me planteé el ataque doble con los caballos. Las primeras bajas fueron dos peones nobles, guerreros y
dispuestos a morir por la causa. Embestí con el álfil sin contemplaciones. En ese instante la sangre se
derramó por la escarcha del tablero noble. Moví la dama con timidez para que comenzara a marcar su
territorio. Sí, la batalla comenzaba a vibrar, nos dejamos de tonterías e imbocamos a los depredadores
que llevábamos dentro, torre por caballo, guerrero por guerrero. Las muertes dejaron el centro del
tablero vacío e hicimos movimientos para dominarlo. No sé si por un error mío un cruce en diagonal
de su álfil me llegó casi hasta la retaguardia, ahí tuve la extraña sensación de perder el dominio de la
partida; de todas maneras aún disponía de tiempo y ejército. Decidí jugármela con la torre para
intimidar su territorio, la acción dio sus frutos y logré hacer retroceder a su caballo, su álfil amenazante
se llevó al peón que estaba ante mi Rey y ahí la dama actuó sin contemplaciones; álfil peón, dama por
álfil. Desde ese momento hubieron acciones creo que para despirtar; el Marqués era muy peligroso.
Yo lograba parcialmente dominar el tablero sin quitarme el agobio de ir a la deriva, avancé como pude
provocando a su dama. Algo iba a ocurrir. Él amenazó mi álfil, tuve que recular, eso hizo que avanzara
su caballo, me jugué la torre para realizar un jaque sabiendo que su dama me la rebanaría; así fue, ese
movimiento me permitió amenazar a su caballo con mi reina, retrocedió.
A esas alturas de la contienda (unas 3h 30m desde el incio) a él le quedaban la dama, dos caballos, una
torre y séis peones. A mí: la dama, dos álfils, una torre y tres peones pelados. Mal.
Imposible hacerle jaque mate. Eso es lo que vi. Calculé jugadas remotas para darle la vuelta a la
situación, a pesar de todos mis esfuerzos, me di cuenta de que esa jugada era imposible: adiós a la
posibilidad de ganar. Él lo sabía. Me miró sonriendo y me dijo con sorna ─Julián, ya está: la bonita
voló...─. Reconozco que me ofusqué.
─Me voy a dar una vuelta ─le dije con la cabeza baja.
─Adelante pasée.
Di vueltas por el jardín para serenarme y no perder los nervios. Llegué a la conclusión de forzar las
tablas pero ¿cómo hacerlo?... Caminando oí una voz milagrosa: ─¡Fuerza el ahogado, Julián! ─. Sí, esa
era la única posibilidad, complicado y a la vez un plan realizable por las posiciones de mi Rey y los
peones del centro. Volví para jugar a sangre fría.
─¿Va a tirar algún día? ─dijo con ironía.
Observando la partida con distancia llegué a la conclusión de sacrificar un álfil para bloquear mejor a
uno de mis peones. Creo que me tomó por marciano. Perdonándome la vida movió su dama
amenazante; le intimidé con la torre; acercó la suya a mi Rey; continué con la mía y me llevé por
delante a un peón de los suyos. Cuando moví mi dama su cara de asombro fue impagable.
─¿Qué hace? ¿Está loco? Voy a cargarme su reina.
─Debe de hacerlo, no le queda otra.
─Bueno.
Y así ocurrió: su Rey acabó con mi dama y así mi ejército moribundo se salvó por la campana. Hizo el
gesto de mover; pero, el árbitro se lo impidió.
─¿Qué hace?
─No puede mover, la partida ha terminado en tablas.
─No me joda hombre si ahora le iba hacer jaque mate, coño.
─No puede, su Rey está en ahogado.
─Explíqueme eso.
─Señor Marqués, el ahogado es cuando uno de los bandos se queda sin poder hacer una jugada
realizable.
─Explíquese mejor.
─Una jugada legal. Es muy sencillo, las blancas están bloquedas, todas ¿lo ve?
Observó el tablero y vio que mi torre blanca estaba bloqueda por su Rey, mis tres peones por sus
iguales y el otro por el caballo negro.
─¿Y su Rey?
─Su Rey no puede hacerse el “Hara-Kiri”...
El Marqués tiró el florete y dio unas cuentas vueltas en círculo, no sabía perder. Al rato preguntó a sus
abogados.
─¿Qué hacemos ahora?
─En el contrato no estipularon las tablas, caballeros ─respondió el abogado.
─Vaya. Usted o yo ─me dijo.
Cogió una toalla y comenzó a secarse.
─Mañana a la misma hora comenzaremos la revancha.
─¿Revancha, mi Marqués?
─El desquite, lo que contemple, mañana nos la jugaremos otra vez.
Me señaló con su dedito amenazándome.
─Esto empieza a ser demasiado largo para mí. Disfrute de las instalaciones. No quiero verle ni en
pintura.
Se largó enojado.
Al rato, apareció de nuevo la silueta fantasmal del mayordomo y me habló en su tono habitual.
─Debe de acompañarme, por favor.
Caminamos por la interminable finca cruzando jardines y fuentes tranquilas hasta llegar a unos árcos
que daban cobijo a un claustro, entramos por una de sus puertas y subimos por una escalera que nos
llevó al piso de arriba, una vez ahí cruzamos por salas decoradas con todo tipo de corazas y espadas
mediavales, lo habitual. Llegamos por fin a mi habitación asignada, en ella había un gran ventanal y un
balcón que daba a una terraza clásica.
Durante las primeras horas nocturnas decidí ver la noche peinada por la luna llena que raspeaba los
jardines y me hacía intuir palmeras junto a árboles del amor. A los lejos, en los campos, observé a los
toros bravos relajados; y más tarde fui testigo de un espectáculo trivial entre dos machos que
decidieron batirse sin trégua.
Antes de ir a dormir me dio por pasear tímidamente por la finca misteriosa, su arquitectura me sugirió
vacío, creo que estuve solo esa noche. Las pinturas de los salones parecían seguirme con su mirada y,
en la sala contínua hallé una biblioteca secreta. En ella habían volúmenes del Marques de Sade, dibujos
grotescos, fotografías de gente deforme y caricaturas circenses, leí manuales esotéricos para la
interpretación de la magia. Continué por un pasillo oscuro que me llevó a una sala circular. Allí habían
aparatos de tortura, viejos, oxidados, mal olientes, tales como: el garrote, látigos para el sado, calaveras,
símbolos extraños. Quizás lo hizo aposta, tal vez trataba de mostrarme sus secretos perversos como
arma psicológica, a lo mejor fue casualidad, quién sabe. No sé la razón pero el lugar me evocaba
aquella secuencia atroz de Un perro Andaluz, la del ojo.
Durante la noche noté un silencio inquietante. Una vez en la cama tuve la sensación de que alguien
me observaba, incluso noté la yema de sus dedos cansados que me rozaron el cuello provocándome
escalofríos. Desperté alterado y no vi a nadie, solo a los visillos flamear por la brisa con la sensualidad
de una mujer ensimismada. A lo mejor soñaba. No dormí muy tranquilo.
Por la mañana encontré mi desayuno en una mesa perfectamente puesta y más tarde coincidí con un
jardinero que arreglaba los jazmines. De vez en cuando los toros aullaban: no había nadie más. Por la
tarde decidí concentrarme en la partida. Estaba seguro que el Marques jugaría con más agresividad por
lo tanto debía pensar en una estrategia segura lo más certera posible.
Mentalicé a mis neuronas para acometer la empresa de aniquilarle. Jamás ese personaje excéntrico me
causó simpatía, su despotismo y prepotencia me tenían harto. Así que preparé la partida siguiente a
consciencia. Para nada iba a permitir que semejante majadero se quedara con la bonita, si eso ocurriera
mi padre se revolvería en su tumba. Iba a jugar para ganar sin contemplaciones.
Llegamos al tablero jardín y ni nos cruzamos la mirada. Con una estupidez sublime me lanzó la
herradura al pie, la cogí lentamente, le miré a sus ojos oscuros y luego tomé posición para lanzarla.
Tensionado lancé en el punto exacto de convicción para acertar.
La clavé.
Le tocó su turno. Subió su mentón aristocrático, flexionó con levedad sus piernas y lanzó sobrado con
la mala suerte de que su herradura dio en el canto de la barra fina y rebotando se perdió. Le salió como
un «Puaaff» alargado del alma. Respondí.
─Blancas, por favor.
La batalla II
Esa partida fue salvaje: duró horas, muchas horas, diría que incluso perdimos la noción del tiempo.
La visualicé más eléctrica, me dejé de bobadas mediavales, traté de jugarle a la velocidad de la luz,
pretendí unir el pasado con el futuro, traté de hacerme fugaz y pesado, jugué con el tiempo y logré
crearle ansiedad, noté que tenía prisa y eso lo llevé a mi terreno.
La apertura del Dragón o la defensa Siciliana. Esa fue mi estrategia.
El combate fue directo y enseguida hubieron bajas, él salió a dominar con los dos cabellos. Fue una
partida en la que fueron frente a frente los generales. Los peones de ambos bandos fueron reducidos a
la mínima expresión, podría definirse como una auténtica partida de dinosaurios depredadores. Hubo
un momento que en tablero andaban, álfiles cruzados con caballos traidores, las damas casi frente a
frente junto a las torres cuadradas. Guerra de poder a poder, una partida en que un error pordía
generar toda una cascada de muerte súbita de piezas valiosas, a ratos parecía un combate de sumo. Se
relentizó en el tiempo y enseguida vi a la paciencia como consejera. A las cinco horas cayeron un
caballo y peón por el idéntico y un álfil. Pasó tiempo lánguido hasta la llegada de más defunciones.
Es extraño: llegaron las estrellas con la luna y amaneció. Comimos a destiempo concentrados viendo
como el sol salía y la luna nos daban covijo. Las ojeras y el cansancio nos demacró a ambos, la cara del
árbitro era un poema y el abogado testigo roncaba desde hacía horas.
Ambos ejércitos nos atacamos por los distintos flancos y los dos sabiamos que pronto empezaría la
cacería de bajas. Y así ocurrió, el cementerio de elefantes se llenó de piezas valiosas, cayeron caballos
blancos y negros, álfiles desquiciados, se evaporaron casi todos los peones y el tablero comenzó a
parecer un desierto. A esas alturas de la contienda ya daba igual, los dos sabiamos que se trataba de una
carrera de fondo, debía de conseguir el mate lo antes posible y adelantarme a su ataque, los dos aún
disponiamos de nuestras damas y poco más. Los enroques opuestos estaban a punto de ser historia,
daba igual. La batalla casi se convirtió en un cuerpo a cuerpo. Las estrategias debían de replantarse casi
a cada movimiento. No tuve la sensación de dominarle ni tampoco de serlo.
Una tormenta traidora con gran aparato eléctrico apareció con sus nubarrones negros, comenzó a
llover a mansalva y como pudo el árbitro se fue corriendo a buscar covijo junto con al abogado. El
Marqués y yo nos quedamos fijos en nuestras miradas como si la tormenta no fuera con nosotros.
Continuamos, creo que el asunto comenzó a transitar por el sendero personal. Quizás se trataba de
una contienda diminuta o simbólica, una especie de guerra civil. Los dos sabiamos que en el fondo
éramos enemigos, educados, eso sí, pero enemigos de salón, al fin y al cabo.
Debía de atacar, atacar y atacar. No habían opciones de retroceder para avanzar por otros flancos.
Ahora sí que me sentí como un verdadero guerrero, empapado hasta los dientes sentía el frío y con las
suficientes agallas para vencer: debía de llegar hasta el final sin contemplaciones de ninguna clase. Un
rayo pasó por encima nuestro perseguido por un estruendo demoledor. A cubierto nos miraban el
árbitro y el abogado sorprendidos, alucinados y un poquito asustados.
Vi la posiblidad de abrir una especie de linea mostífera con el álfil y la dama, como se dice en los
cículos avanzados del ajadrez, disponía de una batería. Pero el maldito Marqués me la desmanteló, así
que la discusión entró en un periodo dramático. En una jugada tuve que sacrificar mi dama a cambio
de la suya y esta fue aniquilada por su torre. La batalla parecía un ring avanzado en número con los
boxeadores destrozados. Dimos vueltas en el juego de poder a poder. Cálculos traidores se hacían ver
por el cansancio.
Sus piezas supervivientes fueron cinco peones, una torre y un caballo. Las mías cuatro peones, una
torre, un caballo y un álfil.
Enseguida puse a mi Rey detrás de un peón lo más cerca de mi canto derecho. Logré que sus piezas
quedaran desamparadas por el centro y su caballo amenazado por uno de mis peones. No sé cuanto
tardé en lograrlo, creo que fue un auténtico milagro. A lo mejor el juego es sólo un estado de ánimo
¿quién lo sabrá? Mi oponente se bloqueó y tardó una eternidad en mover, y encima, cuando lo hizo se
equivocó. Los juegos avanzan y se nutren de fallos y aciertos. Dispuse y logré posiciones de jaque con
la torre y el caballo de tal forma que cuando atacara con mi álfil su Rey no tuviera opción, fui paciente
y supe maniobrar sin prisas: lo logré.
Un único destino. Uno sobrevivve: el otro no. Cadáveres en el barro, supervivientes mutilados... Le
grité en medio de la lluvia.
─¡Sr. Marqués!
Vi sus ojos empapados tratando de descifrar el misterio de los números. Atónito estaba por lo
ocurrido, aún trataba de asimilarlo. Volví para terminar la frase y la grité feliz.
─¡Jaque mate!
Segunda parte
Los restos de la memoria
El aviador desconocido
La verdadera razón del viaje fue la búsqueda de ese personaje que jamás conocí. Perseguía al padre
enigmático alimentador de leyendas esquivas. Aún recuerdo su cara cuando le preguntaban por esa
guerra; recuerdo su mirada de rencor, perdida, desquiciante diría. Un día le insistí demasiado y me
respondió lacónico ─Eso no te lo contaré nunca ¿te ha quedado claro Julián?
Debía ir al museo del aire como homenaje hacia él.
Divisé un hangar rodeado de aviones tras una verja y un cartel. Ahí estaban los aparatos durmiendo el
sueño de los justos. Serenos todos ellos parecían expuestos sólo para mi. Anduve con la sensación de
adentrarme en épocas remotas. Un ruidito lejano de una carretera y el viento suave los acomodaba en
una especie de limbo atemporal. Qué aviones más maravillosos y qué valor montarse en ellos, pensé.
Cuando me di cuenta tenía justo encima al mismísimo “Plus ultra” (ese fue el primer avión que cruzó
el atlántico sur, dicen). Más allá divisé dos modelos antediluvianos, el “Bleriot 11” y el “Flyer 1”:
increíbles. Sobresalía de todos el enorme “E 29” junto a dos helicópteros “NH1”. Y en un ricón
aparecieron ante mi los Polikarpov I15 e I16; bautizados como el “chato” y el “mosca”. Contuve la
respiración y los fotografié desde todos los ángulos. Viéndome solo decidí montarme en el “mosca”.
Traté de hacerlo con suavidad rigurosa porque lo vi frágil, estaba sucio pero no importaba, entré con
un gran respeto a la cabina ¡Oh Dios! compartí un habitáculo idéntico en el que mi papá sudó frío y
miedo, observé los barómetros, la palanca y los pedales, me dejé llevar por la mitología del pasado; me
vi despegando del aeródromo de Cartagena para proteger a la ciudad de los bombardeos del bando
nacional, imaginé batallas aéreas demoledoras con remolinos de pólvora y muerte, entré en el pellejo
de él a altitudes de vértigo y sentí las balas de la aviación enemiga rozándome los oídos. Que sensación
más claustrofóbica, qué cerca me sentí de ese papá desconocido. Y ahí dentro divisé algo que rondaba
en mi cabeza. El tiempo se paró y decidí llegar hasta el final ¿para qué? Me dije. Quizás para ajustar
cuentas cuentas con él, tal vez para reconciliarme con su fantasma, a lo mejor para elaborar un
personaje literario ¿por qué no descubrir su guerra misteriosa? Decidí bajar del Polikarpov y una vez
en tierra toqué el avión con las yemas de mis dedos para sentir su aereodinámica. Caminé un poco
aturdido hasta llegar a la zona de las fotografías, de los archivos, de los textos históricos. Y en un
retrato coral estaba él: qué momento más extraño y sublime ¡Qué joven! Abrazado estaba con sus
compañeros con una mirada limpia y desconocida para mi, lo hubiera dado todo por estar por ahí
como un invitado invisible, como un narrador dispuesto a explicar esa historia con distancia y
precisión. Y sin embargo, llegaron a la vez los sentimientos encontrados, los momentos del pasado sin
solucionar, las contradicciones, las trampas de la memoria, la tinta evaporada por el tiempo. Pensé
mucho en épocas de su vida en la que jamás nos entendimos, la paradoja es que siendo ya difunto le
comencé a comprender, lo fui captándo en su complejidad, entendí sus silencios, sus íras, su dolor. Sí,
demasiado tarde. A veces la vida es así.
Anochecía.
Cuando volvía a la ciudad noté una luz encantadora de velas sugerentes en donde la visión me
evocaba, a veces, a cuadros de Rembrandt... Entré en un establecimiento y caí en la cuenta de lo que
estaba ocurriendo: era un apagón. Oí opiniones variopintas de quién lo había provocado. Todo podía
ser.
Aquella noche decidí pasear a oscuras, bueno, a oscuras no exactamente, digamos que a la luz de los
fogones y las velas. El mercado improvisado tenía un barniz de lucecitas destellantes que lo hacían
irreal y encantador. A veces me recordaba a los mercados de bombay. Por pura casualidad esa noche
los museos estaban de puertas abiertas, así que decidí ir al Princesa Sofía para ver el Guernica. Una vez
dentro continuaban las destellantes lucecitas que recordaban a una iglesia Hindú. Cuando anduve por
la sección de los bocetos, las sugerencias cálidas de las velitas hicieron que viera auténticos fantasmas. Y
cuando llegué a la sala donde se encontraba la pintura me di cuenta de que ma hallaba solo. Ver el
Guernica en esas circunstancias fue realmente mágico, solo faltaban las barritas de incienso para que la
velada truviera tintes Budistas. Me solté. Divagué por su color extraño, por sus símbolos sugerentes,
vibré con el hijo en brazos de su mamá embuídos por el pánico, el toro, la bombilla emergente del
caos; el último destello de la vida, el horror descrito desde ángulos eternos con esa luz de sarcófagos:
iba, sin darme cuenta hacia un destino a punto de mostarse, vi la idea que surgió en ese avión y la
maduré; lo hice delante de esa pintura cósmica, ahí me di cuenta, ahí decidí honrar a la memoria del
difunto en forma de creación literaria, todo comenzaba a encajar, todo provenía del cielo, divagante y
gaseoso; traidor y desquiciante. Lo sabía desde siempre; el jodido carácter de mi viejo provenía de un
cruce mortal de sombras y muerte.
Al día siguiente fui en el metro a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense
de Madrid, había organizado una cita con un historiador y profesor autor de un memorial sobre la
guerra civil, se llamaba Andrés, era todo un caballero de barbas blancas y gafas un poquito descuidadas;
vamos un personaje curioso. Le propuse mi humilde colaboración para su ambicioso proyecto. Le
interesó el correo postal de mi padre con los pilotos supervivientes. Tenía unas cinco cartas de
comandantes como él, en ellas le imploraban que se uniera con ellos para combatir a los nazis. Sin
embargo, mi padre no les hizo caso, eso le parecía enigmático. A mi también.
Le invité almorzar en un asador. A la hora de la copa y el puro me hizo sólo una pregunta.
─¿Su papá no le contó batallitas?
─No lo hizo nunca.
Al rato y sin venir a cuento me empezó a dar consejos paternales.
─Le sugiero que escriba en noche oscura.
─¿Oscura?
─Sin luna y si es en domingo mejor.
─¿Por qué en domingo?
─Porque no se oye ni una mosca.
─¿Y lo de la luna?
─Las noches sin luna son neutras. De esa forma no se bloqueará. Hágame caso.
─Lo haré.
Por la tarde fuimos a su domicilio. Vivía frente al rastro en una boardilla rodeado de libros y polvo, de
vez en cuando una iguana paseaba por ahí.
─Me ha parecido ver.
─Se llama Juana... ¿Un wisky?
Levantó su corpulencia y me sirvió un wisky de malta excelente.
─Llevo las cartas.
─¿El correo de su padre?
─Sí, encargué que me las enviaran. Tenga
Las ojeó con un mimo antusiasta.
─Me encanta el papel viejo ¿me permite que las escanee?
─Adelante.
─Créame, me serán de gran utilidad.
Abrió su ordenador gastado y fuimos a la web de su memorial.
─¿Es su padre?
─Sí.
─Leímos en silencio:
LEOCADIO HEREDIA Y GUZMÁN
Comandante de las fuerzas aéreas de la República
Almendralejo (Cáceres - España) 25/04/1912 ─ Panamá (Los Santos) 22/05/1990
“Nació en Almendralejo, provincia de Cáceres el 25 de abril de 1912. En el año 1934 obtuvo el título de piloto
privado tras haber pilotado los betustos “Avro 504” del aeroclub de la Cabeza del Buey (Badajoz). Cuando logró el
título solicitó la entrada como voluntario en la aviación militar. Tras el periodo de instrucción básica accedió a la
escuela de vuelos y combate de Alcalá de Henares cuyo aeródromo estaba dedicado a los héroes de los cuatro vientos
de la que sale con la graduación de Cabo. Una vez logrado el título de piloto militar fue destinado al aeródromo de
Ahumara en Lerache (Tánger -Tetuán, norte de Marruecos) encuadrado en los servicios de instrucción y material. A
principios de 1936 regresó a la península y fue asignado en calidad de piloto en la escuela de observadores de Cuatro
vientos y posteriormente a la escuela de tiro y bombardeo de los Alcáceres. En el mes de marzo fue destinado a la
escuadrilla de reconocimiento y bombardeo. El 18 de julio empezó de inmediato a operar contra el cuartel de
artillería del mismo Getafe cuyas piezas atacaban al aeródromo, en el fuego cruzado de los días contínuos tuvo que
bombardear los cuarteles de Campamento que se habían sublevado. En la madrugada del 20 de julio el General
Ignacio Hidalgo de Cisneros logró que el aeródromo militar de Getafe y otras guarniciones cercanas permanecieran
leales a la República. Cuando finalizó el mes de julio Leocadio había volado más de 90 días sin tregua; combatió
sobre Campamento, Alaca de Henares, Somosierra, el Alto de los Leones, Sigüenza, Herrera del Duque, Don
Benito, Toledo y de nuevo sobre Alcalá de Henares. En agosto combatió en el sector de Talavera de la ReinaOropesa a los mandos de un Hawker Spanish Fury en compañía de dos Nieuport 52 consiguiendo batir a dos Fiat
CR32 pilotados por los Italianos fascistas Umberto y Marco. En Septiembre Leocadio fue ascendido a oficial por
méritos de guerra. En octubre fue destinado a la cuadrilla de “chatos” que empezó mandando el Soviético Sergey
Kuznetsov Gólubev con la que combatió en la defensa de Madrid a partir de noviembre. En sus primeros combates a
los mandos del “chato” voló como punta de la patrulla de Alexey Záitsev. Tras la partida de Sergei, Leocadio fue
nombrado jefe de la segunda patrulla. A finales de enero de 1937 y después de ser derribado el jefe de la escuadrilla,
la unidad fue puesta bajo su dirección. Ascendido a capitán en febrero combatió en la batalla del Jarama donde
tuvieron una brillante actuación frente a los cazas de la Legión Condor y a la vez fuertes pérdidas. En la batalla de
Guadalajara los resultados fueron favorables y más fáciles de lo previsto aunque tuvieron que lamentar dos bajas: un
muerto y un prisionero. Terminada la batalla entregó la escuadrilla a su compañero Juan Aguirre. En julio fue
enviado a Rusia como profesor acompañante de los 20 alumnos integrantes de la segunda promoción donde
realizarían los cursos en la escuela llamada Kirovabad. A su regreso a España en el año 1938 permanece algún tiempo
en la Subsecretaría de aviación donde recibe el mando del servicio de defensa de Barcelona y del litoral Catalán. En
la primavera del mismo año se le ancarga la misión de preparar el nuevo grupo de asalto nº28 integrado por las
escuadrillas de aviones Gruman GE-23 “delfín”. El 1 de octubre traspasó el mando de esa unidad a Andrés Rivera
para participar en la batalla del Ebro como asesor aéreo de los generales Modesto y Rojo para asumir el cargo de
segundo jefe de la escuadra de caza dirigida en aquella época por Iganacio Jiménez. En noviembre fue ascendido a
Comandante y en diciembre se le confió el mando de la aviación de caza de la República. En 1939 llevó a cabo su
última y amarga misión de guerra. Cumpliendo directrices del alto mando ordenó a las unidades bajo su mando que
despegaran del aeródromo de Vilajuiga y se dirigieran a la base de Francazal situada en Toulouse para impedir que
pilotos y aviones cayeran en manos del bando nacionalista. En una de las misiones de protección y traslado una
patrulla enemiga los interceptó dando inicio a un combate. En el desconcierto de las batidas se le perdió el rastro. El
Alférez Dionisio González lo relató así: “Vimos que tomó rumbo hacia ellos para protegernos; antes nos saludó
desde su avión y luego se perdió entre las nubes allí arriba...”. Sin embargo hay datos confusos que lo sitúan en el
campo de concentración de Argelès-sur-Mer donde logró escapar enrolándose en un mercante hacia Méjico; murió
en “Los Santos” en Panamá en el año 1990.
Nos quedamos en silencio y luego hablé.
─Siempre que vuelvo a leerlo me impresiona ─pensé en voz alta.
─La guerra aún nos conmueve.
Fue al mini bar y trajo más wisky
─¿Otro?
─Sí, claro.
─¿Qué busca?
─Busco la memoria sin trampas, busco a veteranos de guerra, busco la verdad. Le propongo investigar
la figura de mi padre, ampliarla, darle más carne. Como le he dicho, busco la memoria.
Al dia siguiente fuimos en su peugeot destartalado hacia un pueblecito llamado Noez para entrevistar
al veterano de guerra Gustavo Díaz Tosco, de 96 años. Mientras, de forma distendida hablábamos.
─Es raro que su padre fuera tan mayor. Mayor para usted, quiero decir.
─Sí, es raro.
Al ratito me dio por explicarme.
─Verá, cuando nací él tenía 50 años. Fui, digamos un accidente, llegué por casualidad. Soy el clásico
hijo con papás muy mayores. Cuando él tenía 60 yo tenía 10, cuando él tenía 70 yo andaba por los
veinte. Y cuando me empecé a entender con él, se murió.
─¿Y qué me quiere decir con eso?
─Que mi padre y yo andábamos muy desfasados de edad.
─Usted para mi es una reliquia. Normalmente hablo con nietos o biznietos, pero usted es hijo, la
relación es más directa.
─No sirvió de mucho.
─Usted me puede dar intengibles que me interesan. Sensaciones, recuerdos de su infancia, los
silencios.
─Le hablaría de melancolía y aislamiento.
─Fue difícil para ellos, a nadie le gusta hablar de la derrota. Ya verá que mi memorial es amplio, no
solo investigo sobre militares o personajes históricos, lo que me interesa es la historia social, lo
cotidiano, las historias invisibles de la pobre gente que se las vio con el horror. Ya le iré explicando.
Llegamos por la tarde con una luz rojiza que alumbró el asilo de Santa Cristina. Las monjas nos
llevaron hasta la sala de la televisión donde tenían a todos los ancianos sentados y abrigados con mantas
en las piernas. Pedimos permiso para llevarlo al jardín y nos lo dieron, con tranquilidad le saludamos y
lo llevamos en la silla de ruedas.
─Hacen bien, no lo viene a ver nadie ─dijo una de las cuidadoras.
Una vez fuera tratamos de taparlo bien y lo pusimos en el lugar donde más calentaba el sol. La
entrevista debía transitar por la sutilidad. Lo vi tan frágil y tuve miedo de alterarlo con las preguntas
que le ibamos hacer. El historiador se puso de cuclillas, a su altura, y sonriéndole con cariño le habló.
─Manuel, hemos venido para hablar de la guerra.
Con su ceguera avanzada y sus gafas el anciano trató de verle.
─¿Para qué?
─Leocadio Guzmán Heredia. Era piloto. Debió de coincidir con usted ¿lo recuerda abuelo?
─Si me dan tabaco hablo.
Nos miramos y salí a comprar tabaco por la puerta de abastecimiento. Lo compré en un bar gris que lo
llevaban unos chinos y volví tratando de pasar desapercibido. Le dimos un cigarrillo y lumbre.
─Váyanse ¿De qué sirvo...?
Me agaché y le cogí sus manos débiles con suavidad mirándole a sus ojos.
─¿Conoció a Leocadio? ─le pregunté.
─Leocadio... creo que me suena, era un piloto que apareció en los primeros días.
─Entonces lo recuerda ─le dije.
El historiador se le acercó y le susurró.
─Este señor es su hijo.
Levantó su mirada con torpeza tratando de verme. Incluso me tocó la cara.
─Hábleme de esa época.
Un silencio nos invadió como si algo nos hubiera llevado a un limbo secreto.
─En esos días de locura nadie sabía si en el cuartel de al lado era enemigo. Recuerdo a un loco
grandullón que se subió una silla y disparando al aire gritó: ─¡Los de aquí somos republicanos! ¿De
acuerdo? ¡Quién sea de la otra cuerda le pego un tiro! Así que desde ese momento me quedé en ese
bando. Pura casualidad. Fuego cruzao.
─¿Y dónde vio a mi padre por primera vez?
─¿Al piloto Leocadio?
─Sí.
─Creo que fue cuando me trasladaron a Getafe. Una locura. Un follón. Casí cien días estuvimos
liados, yo no paré. Habían zonas enemigas a la vuelta y lo logramos, después vinieron las batallitas. Al
principio fue como una guerra de broma, todos andábamos felices en nuestros puestos, trabajábamos a
destajo, yo traía la tortilla de patatas con cebolla, el otro el pan, el de más allá la guitara y así andábamos
en el taller y montando algún tablao improvisao. De repente se oían bombas y salíamos corriendo al
refugio. Pero cuando empezaron las muertes la cosa cambió, además era verano, hacía mucho calor.
Es curioso, desde que empezó la guerra todo comenzó a estar sucio; comenzaron a salir ratas de los
rincones, polvo, pulgas. En una guerra uno se vuelve un guarro.
─¿Hasta cuando estuvo con mi padre?
─Les cuento lo que quieran si me vuelven a dar lumbre.
─Claro, tenga.
Se quedó pensando.
─No tuve mucha relación con él, la verdad. Recuerdo a una piloto Rusa hermosa de la que caí
enamorado. En fin: nos enrollamos con pasión y creo que esos fueron los mejores momentos de mi
guerra. Pero los momentos buenos duran poco. En la batalla del Jarama murió. Creo que huían de un
escuadrón de la Legión Condor, la maldita y jodida Legión Condor. Según me explicaron huían de
una emboscada cuando ella decidió volver para hacerles frente, dicen que batió a dos cazas. Y la
desgracia le vino al enderezar el caza con la mala suerte de que se estrelló con unos postes de teléfono.
Quedó hecha trizas. Era una mujer hermosa.
─¿Cómo se llamaba?
─Natasha, era del Cáucaso. Sabiendo lo que había entre ella y yo, su padre vino a decírmelo con
mucha mano izquierda, en cierta manera se sentía responsable.
Al abuelo le saltaron unas lagrimitas.
─Pobre mujer.
Miró hacia un lugar indefinido y empezó.
─Al General Cisneros le vi sudar tinta para tratar que los sublevados no se hicieran con los aeródromos
y cuarteles de Madrid, hubieron hostias y tiros. Inmediatamente fui destinado a la escuadrilla de
reconocimiento y bombardeo. Y hasta el mes de octubre o noviembre no paramos. El cuartel de
enfrente nos bombardeaba con artillería pesada y como pudimos nos las ingeniamos para hacer
despegar a nuestros trastos y bombardearles. Así empezó la guerra; contra el cuartel de enfrente a
bombazo limpio. Un compañero voló por la onda expansiva de un proyectil y salió por un ventanal
reventado. Los nuestros les hicieron batidas y ellos respondieron con sus cazas. Y cuando llegaban los
aparatos hacíamos verdaderos inventos para lograr repararlos. Los combates los teniamos encima, nos
los pasamos por la piedra a todos, toda la periferia de Madrid fue cayendo. Sigüenza, Don Benito,
Campamento, Alcalá de Henares, Somosierra e incluso Toledo.
─¿Con qué aviones? ─preguntó Andrés.
─Los Hawker Spansh Fury y los Nieuport 52. Con ellos batimos a los Fiat y logramos que todos esos
lugares fueran leales a la República. Y en octubre llegaron los “chatos y los moscas”. Este último el
primer avión monoplano que vi: era increíble, otra cosa, un avión avanzado. La escuadrilla de los
Polikarpov I-15 y 16 fue comandada por un tal Sergey, un tiarrón de casi dos metros y Ruso. Se dio la
paradoja de que había material y pocos pilotos. El alto mando organizó la primera promoción con
urgencia. En un mes un jodido crío podía verse pilotando un Polikarpov I-15. Así de bestia. El
hambre te espabila ¿Me da lumbre?
Le di fuego.
─Tiene una buena memoria.
─Eso no se olvida.
─Tuvimos suerte de que llegaran a tiempo esos aviones, si no, la guerra hubiera durado poco.
─¿Y eso? ─le pregunté.
─Si logran controlar la carretera de Valencia, Madrid habría quedada aislada y se la hubieran zampado
antes, por eso fue tan importante la batalla del Jarama. Pero antes ocurrieron otras, por ejemplo la
batalla de Madrid. Un asédio. De ahí surgió esa frase...
─¿Cual?
─No pasarán. No pasarán. No pasarán. Me acojonaba ir a mi casa bajo las bombas.
Miró al ocaso y luego nosotros.
─Qué les parece si vamos a mi habitación, les quiero enseñar algo. Tengo frío
Le acompañamos con la silla de ruedas por el asilo que era rústico y un poco deprimente. Le
acomodamos en su cama cuando le vino a la memoria lo que nos quería mostrar.
─Habran el armario y verán una caja de galletas metálica. Hagan el favor, venga.
Encontramos la caja en medio de un desorden considerable y se la entregamos. La abrió y nos mostró
hojas amarillentas gastadas por el tiempo.
─Esto son partes de guerra, miren.
─¿De cuando? ─preguntó Andrés.
─De la batalla de Madrid, me las dieron los compañeros de la sociación de ex-combatientes. Coja esa.
El historiador la miró con gran interés.
─Léanla en voz alta. Esa, sí. Venga.
Andrés se puso sus gafas bifocales, creo. Y comenzó.
─“A las siete de la tarde” ─dice...─. “En Madrid fueron bombardeadas, a las dos y a las cuatro,
concentraciones enemigas” ─Punto y aparte...─. “Esta tarde se libró un nuevo combate aéreo sobre la
capital de la República. Después de varios recorridos inútiles en busca de la aviación enemiga que
realiza los ataques contra Madrid, nuestros aparatos de caza, en número de 23, hallaron siete “Junkers”
de bombardeo protegidos por ocho cazas italianos y alemanes. Nuestros aviones, envolviéndolos, les
obligaron a aceptar la batalla que querían huir. Uno de nuestros aparatos, averiadísimo, lo abandonó
su piloto que se tiró en paracaídas: con tal fortuna que descendió ileso en el patio del Ministerio de la
Guerra donde, invitado por algunos camaradas militares, merendó. Al enemigo le fueron derribados,
por el fuegolas ametralladoras de nuestros cazas, cinco aparatos, dos de ellos marca “heinkel” dos
“fiat” y un “junker” ─Otro punto y parte...─. “La jornada de hoy pues, ha sido también triunfal para
nuestras fuerzas aéreas” ─Se despide─. “Partes oficiales de guerra: 1936-1939”
─Creo que ese piloto era Leocadio, su padre.
─¿Está seguro? ─le pregunté.
─¿Su papá merendaba? ─me miró serio.
Nos quedamos un poco pasmados.
─Pongan en marcha la grabadora, venga.
─Le estamos grabando desde hace rato.
Mirando a un lugar indeterminado, quizás a la pared blanca, comenzó.
─Yo creo que todo el follón del Alcazar nos dio tiempo a preparar la defensa de Madrid, ya saben lo
del general Moscardó y su hijo martir... Bueno. A ver ¿como lo empiezo?
─Usted déjese llevar ─dijo Andrés.
─Iba en bicicleta a mi casa y oímos aviones. Fue el primer bombardeo. La gente se quedó pasmada
mirándolos y señalando hacia arriba como bobos. Por la calle de abajo algunos corrían cuando nos
cayó una bomba cerca, luego oí gritos, sobretodo de mujeres y tropezones. Había personas por los
suelos reventada, cristales rotos. Recuerdo a una señora con su cara muy mal desangrándose. Polvo.
Bombas. Humo. Se pisaban unos a otros. Nunca he olvidado sus caras de pánico y lo que yo sentía.
Esos fueron los primeros bombardeos en la retaguardia, dicen. Guerra psicológica. Como dije fue un
asédio. Cuando acabaron cogí un tranvía y llegué a Getafe como pude.
Se rascó una ceja y tosió.
─Teniamos unos trinquetes montados delante de los camiones, los llevábamos a los aviónes y nuestros
ayudantes encajaban las uñas en las hélices para que después las voltearan y así encender los motores.
Un poco aparatoso visto desde ahora pero muy avanzado para la época. Así los poniámos a funcionar.
─¿Cómo?
─Atiendan por favor. El avión ─gesticuló como pudo─. Delante, el camión con el trinquete largo
hasta la hélice. La uña al final, el ayudante la encaja en la hélice, yo monto y doy gas al camión, eso,
por medio de engranajes va al trinquete que a su vez hace girar a la hélice y así empieza a dar vueltas.
Rooooon. Rooooon.
─Me recuerda a los inventos de Franz de Copenaghe ─se le escapó al historiador. Yo le miré
cómplice.
─¿Continúo?
Le hicimos gestos afirmativos.
─Cuando los motores estaban en marcha retirábamos los camiones para que rodaran a la posición de
despegue, allí los pilotos esperaban con el ojo puesto a la caseta de comandancia, si el vuelo era
nocturno disparaban unos cohetes luminosos que les llamábamos «raquetas»; no me pregunten la
razón. En el despegue te quedabas sordo por el ruido de los motores. Salía primero el oficial, detras la
segunda patrulla, la tercera y la cuarta. Tu padre iba en uno de esos y aún no lo habían ascendido.
─¿Era buen piloto? ─me pudo la curiosidad.
─Era un lince, se dio cuenta rápido del desiquilibrio que sufrían los chatos. Los ingenieros
aeronáuticos rusos no lograron equilibrar el punto de gravedad y cuando bajabas en picado te ibas. Fue
el primer avión capaz de realizar el vuelo vertical, los combates pasaron de ser horizontales a verticales
¿entienden?
─Más o menos.
─Su pilotaje no admitía errores.
─Había que tener valor ─dijo el historiador.
─Había que estar loco... Bueno. Como les decía, después del cartucho luminoso despegaban en
formación y rápidamente íbamos a las metralletas antiaéreas a defender el aeródromo. Siempre
estábamos dispuestos a combatir a los Fiat de los cojones. Me tiré días durmiendo a ratos. Otros
tocábamos la guitarra y bebiamos. Y cuando oías las sirenas crudas se te ponían los huevos por corbata,
ya podías estar borracho o lo que fuera que se te iba la tontería rápido. La adrenalina te la quita,
créanme, es así. Las bombas te pueden enloquecer. Bien, pues, los hijos de la gran puta llegaron y la
batalla comenzó en la zona universitaria, cuerpo a cuerpo, casa por casa, habitación por habitación.
Se quedó abstraído y dijo.
─He de hacer una disgresión. Yo reconozco que me apunté a la «f.a.i» por los bombardeos porque me
indignaron profundamente. Les diré otra cosa, antes del alzamiento el asunto no estaba tan radical. Eso
no lo olviden. La cosa se fue liándo por la misma guerra. Al menos esa fue mi sensación. Es una pena
que los nazis y los fascistas Italianos ayudaran a Franco. Sobre todo en el cielo, nuestra aviación solo
pudo jugar a defenderse. Sin esa ayuda la historia de este país hubiera sido muy distinta.
─Más claro no lo puede usted decir.
─Eso fue una vergüenza. A mi me jodieron la juventud.
El abuelo trataba de ordenar sus recuerdos, callaba y después continuaba con otro tema.
─No fui amigo de su padre aunque nos respetábamos.
─¿Cómo era?
─Rígido, con un alto sentido de la responsabilidad y rápido de mollera; también serio y oportunista. Y
buen piloto. En el aire oí que era práctico, vamos, qué volaba con las ideas claras y sabía improvisar.
Había mucho loco por ahí pilotando. Él era sóbrio y frío. Calculador. A veces incluso pragmático,
diría.
─De mayor se volvió un amargado ─le dije.
─Muchos acabamos amargados, yo viví décadas en París y me sentí siempre de segunda.
Pensó un ratito para continuar por otros recuerdos.
─Estábamos una noche tranquilos tocando la guitarra cuando nos atacaron los stukar, la intensidad de
los bombardeos mató a medio regimiento y cuando llegaron los refuerzos, improvidados y mal
planteados, salimos por patas. Arrancamos como pudimos unos cuantos aparatos y recuerdo que
tuvimos que salir con los camiones camino de Madrid, en pocas horas los sublevados conquistaron
Getafe y nosotros circulamos a toda pastilla cruzando Madrid de noche, avanzamos entre bombas y
chispazos de explosiones, no podiamos parar porque nuestra responsabilidad era llegar como fuera a
barajas, y por suerte lo logramos. Como les dije, durante esos días comenzó una lucha encarnizada en
el cuarpo a cuerpo en la zona universitaria, los bombardeos nacionalistas nos obligaron a dar el todo
por el todo, éramos la única esperanza de la población. Y no sé. Se me fue el santo al cielo.
─Estaba en plena batalla de Madrid.
─Claro. Cuando más tarde llegaron tanques Rusos y una escuadra desmontada de los Polikarpov I-15
e I-16. Los montamos a destajo sin parar día y noche. Y entre los blindajes y los nuevos cazas los
pusimos a raya. Un día me cogí un fusil de un muerto y desde ese momento me convertí en un
miliciano, me autonombré ingeniero mecánico aeronáutico y miliciano ¡ojo! Y con mi porte me ligué
a la Rusa. No lograron entrar en la ciudad. Aguantamos, sí.
─Y después vino la batalla de Guadalajara ─añadió Andrés.
─Sí. En ella trataron de controlar la carretera de Barcelona. Digamos que la batalla aérea más nítida a
nuestro favor fue esa. Tu padre comandó un escuadrón y logró hacerle frente a toda la Legión
Condor. Debo decir que en esos días comenzaron a llegar las famosas brigadas internacionales. Aún
me emociono cuando les recuerdo, se trataba de gente que vino aquí a jugársela por nosotros, jamás vi
tanta generosidad y tan buenas personas, valientes, con la idéas claras. Cuando pienso en ellos me
reconcílio con la humanidad. Volviendo a la batalla, después me enteré que nosotros despegábamos
con las pistas asfaltadas de barajas, ellos, en cambio lo hacían desde un patatal, por esa razón fuimos
superiores en número y efectivos. Pero lo fuerte iba a ocurrir en el Jarama. Si hay una batalla que
divide un antes y un después en la guerra moderna es esa. En el aire y en tierra se libró con tanques y
aviones monoplanos. Esa batalla fue la primera en que los ataques aéreos fueron verticales. El mosca
casi lograba el rizo esterior y se zampaba a los biplanos fiat, y con los stukar, la primera versión de ellos,
las batallas fueron encarnizadas. Ahí se acabó el rollo de caballeros a lo Baron Rojo y desde ese día el
cielo se convirtió en el infierno. Diría que esa batalla fue el prólogo de lo que sería la segunda guerra
mundial. Aún vendría otro de peor.
─Cual ─le pregunté.
─Los bombardeos sistemáticos.
─¿En Madrid?
─No, ese marrón se lo comió Barcelona, diría que por el año 37 empezaron, creo. Según me explicó
un compañero, Jovellanos les prometió confetis para el San José del año 38. Durante casi tres días
bombardearon cada quince minutos, día y noche, noche y día.
─¿Ustedes no bombardearon? ─le pregunté.
─Algo pasó en no sé donde, algo turbio. Pero nunca con la magnitud sistemática y criminal que
emplearon ellos.
─¿Y Paracuellos? ─le preguntó Andrés.
─Eso es un golpe bajo... Paracuellos fue una indecencia, lo digo así de frente y asumiendo nuestra
culpa y vergüenza. La guerra es como un dragón desquiciado.
─Con esa frase usted ha caído de pie.
─Sí, yo les cuento para que sepan.
─¿Hasta cuando estuvo con mi padre?
─Tu padre ascendió como una flecha, era bueno, ya se lo he dicho. Cuando terminó la batalla del
Jarama entregó su escuadrilla a Juan Aguirre y fue enviado a Rusia como profesor acompañante de
Sergei, si no recuerdo mal, para enseñar a los pimpollos de la 2ª promoción. Pobrecitos, esa escuela se
llamaba...
─Kirovabad, en el Cáucaso ─añadió Andrés.
─Eso. Gracias. Tu padre se fue ya como capitán, distante, muy suyo, diría y un poco arrogante.
─Hábleme de cosas cotidianas ¿se divertían? ¿hacían juergas? ─le preguntó de nuevo Andrés.
─¡Claro! En nuestro bando no teníamos que darle cuentas a Dios... Para desconectar montábamos
tablaos flamencos con muertos por ahí aún frescos. Caían las bombas, cerrábamos la luz y cuando se
largaban continuábamos con la fiesta ¿qué ibámos hacer? Recuerdo momentos divertidos. El espíritu
que se formó con las brigadas diría que fue la hostia. Un día tomamos unas copas con Hemingway, sí.
─¿Hemingway?
─El mismo. Acabamos borrachos perdidos. Y más de una vez.
─¿Cómo era?
─ Era excesivo y el centro de todo y borracho; le encantaba pelearse, de buen rollo, cuidao, nunca de
manera personal, solo para divertirse. Al final nos contagió a todos su pasión por las hostias.
Le adivinamos una leve sonrisa que desapareció de su rostro.
─Te acostumbras a ver cuerpos de niños mutilados tirados por ahí. Te sorprendes de ti mismo por
como reaccionas ante eso. Te vuelves un pedrusco. La guerra es un horror que te va volviendo un
animal.
─¿Hasta cuando estuvo en Madrid?
─Hacia el final de todo, cuando iba cayendo Madrid nos trasladamos al aeródromo de los Llanos, en
Alabacete, y allí fuimos testigos de la última reunión de los altos mandos o más bien de sus restos. El
jefe de la aviación militar Manuel Cascón manifestó a sus subordinados su voluntad de permanecer en
España sin abandonar a nadie. Oímos que cuando el consejo nacional de defensa dio la orden de
rendición, Cascón ordenó la entrega de todo el material en el mejor estado posible. Creo que se fio
demasiado de Franco. De los casi veinte aviones, utilizamos tres para volar a Orán, y desde entonces,
no pisé este país hasta el año 1982. El coronel Manuel Cascón Briega fue humillado y trasladado a
Valencia donde fueron juzgados por procedimeinto sumarísimo por el consejo de guerra permamente
de aviación, que llamaban pomposamente. En un juicio delirante fueron acusados de “delito de
rebelión militar”; los hijos de puta afirmaron que desde el momento de la sublevación el poder
legítimo había pasado a los sublevados: hay que joderse. Leí en algún lugar la réplica de Cascón. Más o
menos dijo: «De ninguna manera, soy coronel de la aviación republicana. Yo no me rebelé nunca.
Quienes os habéis rebelado sóis vosotros». Cascón fue condenado a muerte y fusilado junto a sus
acompañantes en Paterna. Así comenzó la siniestra post-guerra. El resentimiento fascista fusiló durante
años a inocentes. Triste y lamentable.
─¿Volvería a vivirlo?
─La melancolía es una ilusión tramposa.
Se quedó en el limbo con sus gafas y nos dijo.
─Ahora dejénme tranquilo, va.
Con gran respeto y educación le hicimos caso. Nos despedimos de él con un respeto profundo.
Circulamos sin hablar, volvíamos a Madrid.
─¿Tiene algo qué hacer? ─me preguntó.
─Nada especial.
─Me gustaría mostrarle algo, le servirá.
Pasamos toda la noche viendo microrelatos anónimos de la contienda, escritos, cartas, entrevistas.
Visioné historias demenciales y caóticas, divertidas y tragicómicas. Dantescas. En otras la muerte y el
horror me sumieron en una tristeza profunda. Andrés me dijo:
─¿Entiende ahora por donde voy? La historia social nos puede aportar más, debemos reinterpretar la
guerra con otros códigos, diría más: debemos desmontarla para volverla a construir y así lograr más
objetividad. Cuando termine mi memorial quiero que la gente tenga una experiencia real. Empápese
de estas entrevistas y su libro será de verdad.
Tenía razón.
Al día siguiente, nuestro ave sufrió una avería y tuvimos que viajar en auto hasta Guadalajara, las
razones que nos dieron en Atocha fueron confusas y llenas de tecnicismos huecos. Deduje falta de
mantenimiento. Así iba todo.
Un atasco eterno nos empezó a poner nerviosos, cuando a Andrés se le escapó.
─La hemos cagado.
─¿Y eso?
Me respondió que había una manifestación de funcionarios y que los bomberos habían decidido
protegerla. Al ratito llegó gente corriendo desesperada, Andrés bajó el seguro de las puertas y comenzó
a leer el periódico: antes dijo.
─Olvídese del ave. Tendremos que coger otro.
─Bueno.
Nos metimos en la mismísima boca del lobo. Los anti-disturbios llegaron sofisticados y bien equipados
dando porrazos a la gente indefensa; delante, a los lados y por encima de nuestro querido peugeot.
─Tranquilo, no creo que se rompa más ─me dijo Andrés refiriéndose a su pote con ruedas.
Los restos del retrovisor derecho, que ya se encontraban en estado lamentable, fueron extirpados a la
velocidad de la luz. Todos venían desde atrás, así que decidí girarme para verlas venir. Una trompa de
agua comenzó a llevárselo todo. Vi a un camión de bomberos enfocar su mangera mecánica hacia el
pelotón de anti-disturbios y como soldaditos de papel fueron barridos . Después, el grupo de los
bomberos fue a por ellos. Ante nosotros se inició una batalla campal; entre atávica, mediaval y robótica
por los escudos de plástico y las porras. Volaron pelotas de goma traicioneras y las oímos zumbar muy
cerca. Vi también una manguera surtidor sin dueño que me recordó a una anaconda sin cabeza. No
olvidaré jamás la pelea entre un bombero y un policía con toda su aparatosidad, los dos se enredaron
en la manguera descontrolada con el surtidor en expansión. El cascó del policía rebotó delante de
nuestras narices asustándonos. Alguien saltó por encima de nuestras cabezas abollando un poquito más
la chapa. El pelotón de antidisturbios parece que recibió la orden de huir. Subieron como locos a las
furgonetas blindadas y tras ellos salieron los camiones de los bomberos regándoles a más presión.
Llegaron refuerzos aéreos en forma de un helicóptero que sobrevoló nuestras cabezas lanzándo microbombitas de gases lacrimógenos. Esa estrategia de disuasión no la había visto en otro lugar, bueno sí,
en Barcelona. El humo espeso comenzó a formar remolinos y la luz adquirió tintes neo-apocalípticos.
Es como si Velázquez hubiera retratado el caos.
Varias horas después aun no habíamos cruzado palabra; por suerte los trenes de alta velocidad son
relajantes. Para distraerme ojeaba un periódico. A doble plana apareció una señora inmolándose con
un escueto título: «El caos». Cerré el periódico y continué con el café. Andres, que la había visto me
dijo.
─Cuando termine esto no nos conocerá ni la madre que nos parió.
Me dejé llevar por el paisaje y las nubes bajas y le pregunté.
─¿Con la que está cayendo... le ve sentido a su proyecto?
─Ahora más que nunca.
Abrí de nuevo el periódico y lo cerré.
─Bueno, hablemos del exilio.
Andrés sacó su móvil y lo puso en aplicación de grabadora.
─Adelante.
─Si le soy sincero, le diré qué sé poco del exilio. Yo nací en los sesenta. Digamos... que a mi todo eso
me vino como lejano. Ya era otra época. Sí. Al menos aparentemente.
─Explique ese “aparentemente”.
─Siempre teníamos que convivir con un halo de tristeza.
─¿Y la guerra era el problema?
─La guerra... la guerra estaba presente a todas horas; aunque, disimulábamos. Nos autoestigmatizamos, diría. Llegué a la conclusión de que nos soportábamos y poco más. No me gustaba.
Eso hizo que yo me alejara de ellos, en cierta manera huí. Fue a raíz de su muerte que me empezó a
interesar su pasado. Es curioso. La aviación, la guerra, el exilio. No lograba imaginarme a mi padre
volando. Sinceramente siempre lo vi realizando maquetas.
─¿Maquetas?
─Sí, se hizo maquetista.
─¿Quiere decir que no se dedicó a la aviación?
─No le vi pilotar ni un automóvil.
─Vaya.
─Recuerdo conversaciones nocturnas con mi hermano sobre el exilio. Él es dieciocho años mayor
que yo. Me habló de un pudor que rallaba casi en la vergüenza.
─Continúe.
─Eso nunca lo entendí. Es más, es una de las razones misteriosas que solo comprendes con el tiempo.
─¿Cuando llegaron sus padres?
─ Fué en el año 39. Llegaron a mi país en un barco llamado Sinaía y desembarcaron en Veracruz. Mi
padre siempre tuvo palabras de agradecimiento por el recibimiento cálido, nos decía que en el puerto
había mucho colorido y hasta una orquesta; que mujeres de tez morena les ofrecieron frutas. Nos
decía: «Esas bellezas Garbozas de piel morena llevaban canastos llenos de frutos tropicales para nosotros
“los flacuchos Españoles” nos llamaban. Y nos mirábamos y era verdad y, nos reíamos por primera vez
en mucho tiempo». Y cayéndole alguna lágrima añadía: «Créanme hijos a veces mi alma grita: “¡Qué
viva Méjico!».
─Parece que a su padre se le quedó el deje de allá.
─Cuando quería hablaba en castellano, en esas expresiones secas y concisas tan de ustedes.
─¿Y luego?
─Luego salió lo que tenía que surgir, supongo. Se ve que nunca hablaron de la guerra, era como un
tema tabú. Mi hermano me narraba la atmósfera de aquellos tiempos desamparados. Mi familia en un
principio solo se ralacionó con desplazados, así que en cierta forma, el núcleo de amistades fue bastante
cerrado. En cambio, yo nací en una época asentada en los silencios, diría. Fui el niño de padres
mayores con hermanos adultos. Mi infancia estuvo bien, no puedo quejarme, después me dio por
hacerles preguntas de niño. Olía las penumbras del pasado, intuí algún susurro de bombardeos y
batallas lejano; tímido, triste. Después vino la juventud, la arrogancia inevitable; la universidad. Me
largué y poco a poco la familia se diluyó. Un día recibí una carta de él explicándome las razones por las
que emigró a Panamá. Le prometí que le iría a ver; sin embargo, jamás lo hice. Eso es, más o menos
todo.
─¿Está seguro?
─Por ahora, sí.
Apagó la grabadora.
Llegamos a Figueras pasado el mediodía acompañados de la tramontana desquiciante. Y después nos
dirigimos a Cadaqués, lugar donde residía el veterano de guerra, ex-piloto y oficial de la heróica, Don
José Luis de Lémpica Echagaray. Llegamos y fuimos a almorzar al restaurante “Cap de Creus”. Andrés
me comentó.
─Cuando estoy en este pueblecito tengo la sensación de andar por un cuadro de Dalí...
Con la playita delante con sus olitas hipnóticas quizás tuviera razón. Almorzamos con los abruptos
paisajes erosionados por el viento y las olas. El paisaje me dejó embobado por las casitas blancas y sus
rocas entre lunáticas y surreales. Al rato llegó la cuidadora, una mujer hermosa algo madura y con
clase, para acompañarnos al lugar donde vivía, creo que bastante bien.
Su casa era el ventanal y luego todo lo demás ¡Qué luz! ¡Qué vista! ¡Qué mar azul eléctrico! Cuando
lo vimos nos sorprendió su delgadez quijotesca y su castellano seco. Y oímos también sus gritos
provocados por su sordera aguda.
─¡Aún estoy vivo! ¡Aún estoy vivo!
─No grite José Luis, no lo haga que los asustará ─le regañó Irene, la cuidadora.
─¡A quién no debo gritar?
─A ellos.
Quedó un poco sorprendido al vernos.
─¿Quieren un koktel? Por favor Irene, prepárales un koktel y a mi otro.
─Usted no puede tomar kókteles.
─Bueno.
A destiempo comenzó hablar en un tono grandilocuente y alto.
─He de decirles que los Alemanes; es decir, la Luftwaffe se tomó nuestra país como si fuéramos
conejitos de indias. La Legión Cóndor experimentó la guerra psicológica para aterrorizar a la
población. Esto fue como un prólogo de lo que vendría después. O sea, la segunda guerra mundial.
Siento orgullo por haberme enfrentado a los nazis.
Paró y nos hizo una pregunta como volviendo ensimismado.
─¿De qué periódico son?
─No somos de ningún periódico. Soy historiador y mi compañero investiga sobre su difunto padre.
─Sentáos, por favor.
Nos sentamos y nos quedamos un ratito en silencio.
─Bueno ¿Y quién era su padre?
─Su padre fue un aviador como usted; aunque, con graduación superior.
─Leocadio ¿le viene alguien con ese nombre? ─Le pregunté.
─Sabemos que fue oficial instructor en Kirovabad donde usted se instruyó como piloto ─añadió
Andrés.
─Si que andan informados, veo.
José Luis tenía el vicio de iniciar sus discursos sin ningún tipo de introducción.
─Cerca de la plaza mayor oí por casualidad que necesitaban pilotos. Me enrolé como voluntario en las
milicias de la Columna Mangada en una cantina lamentable. Kirovabad, menudos recuerdos y
bárbaros ¡coño! Con aquellos monos y esos cascos pareciamos astronautas retro-futuristas ¡Irene traiga
las fotos, por favor!
Nos las mostró, eran imágenes magnéticas. Estuvimos bastante rato viéndolas. Continuó hablando
grueso.
─Siento un gran respeto por ellos, solo quedo yo. Aquí José María es afeitado por un compañero a la
vera de un supermosca. Este fue increíble: José mandó la 3ª escuadrilla de moscas y el 21 de caza
dentro del grupo 11, tras sufrir la hospitalidad francesa huyó a Rusia y allí se hazo partisano y continuó
pilotando, regresó a la España democrática y recuperó su condición de militar con el grado de
Comandante, un personaje. En esta vemos al amigo Tarrazón: acabó exliado en Méjico y allí escribió
un libro titulado, creo “El cielo rojo”, en una carta me escribió que todo era inventado: un cachondo.
Este es Gerardo con su rostro marcado por la guerra: fue batido a los dos meses. Miguel, un gran
piloto y mejor tipo. Aquí estamos todos con el uniforme. Miren, este es Rómulo Negrín apoyado en
su chato.
─¿Negrín?
─Era su hijo.
Me mostró una foto de mi padre.
─¿Es su padre?
─Sí.
─Su padre era un oficial muy jóven. Aquí andaba con su escuadrón. La verdad, es que coincidí con él
en Barcelona, en la batalla del Ebro y en la retirada. Él me enseñó a pilotar. Digamos que el instructor
Ruso era algo así como un perro camarada y él hacía de bueno, te enseñaba a ponerte en buena
posición para controlar los mandos y te miraba a los ojos. Era serio. En esta fotografía ando con Félix
Toquero, un gran amigo. Y en la otra “el chato de Carabanchel” o Ramón Castañeda: murió en el
38. Esta foto es especial: el retrato de Enrique Hidalgo de Cisneros, descendiente de marinos y
militares de alta graduación, aristócrata y sin embargo ferviente partidario del Frente Popular e incluso
miembro del partido comunista. Fue comandante en Jefe de las Fuerzas Aéreas de la República.
─¿Cómo fueron las clases de pilotaje? ¿qué les enseñaron? ─le preguntó Andrés.
Irene nos trajo un té. Nos servimos. Anochecía. Desde el ventanal se intuían los destellos del faro de
Cap de Creus.
─Nos enseñaron a pilotar los chatos y los moscas ¡ojo! no eran lo mismo. Uno era biplano y el otro era
un caza moderno monoplano. Comportamientos absolutamente distintos en combate. He de decir
que en la batalla del Ebro también piloté el “Grumman G-23” o el delfín. Aún recuerdo el primer
despegue, increíble. Sin ninguna duda estábamos como una regadera de colores.
A veces paraba y su mirada nos imploraba apoyo, miró por el ventanal y sin venir a cuento nos dijo.
─Por ahí veo emerger a Gala de espaldas con su culo maravilloso y mojado que me obsesiona.
Miramos los rompientes un ratito. Continuó en su tono.
─Primero tuvimos que empollar la historia de Rusia, la revolución comunista, la vida de Lenin: todo.
Y luego la aviación y los diseños del camarada Polikarpov, O sea, los I-15 e I-16, después pasamos
días y noches ayudando a mecánicos en el montage de los cazas pieza a pieza así lograron meternos el
avión en la cabeza. Después nos enseñaron a volar y a volver enteros. Parece una obviedad pero no lo
es. Las piruetas las comencé a reliazar en el aeródromo de Brunete. Fui uno de los alumnos más
destacados de mi quinta y me gradué como sargento primero. Como tal, en condición de alumnio
brillante fui destinado a la escuela de alta velocidad del aeródromo. Allí nos enseñaron los secretos del
viento y su lógica, realizamos vuelos de patrulla en formación, ametrallamientos sobre un blanco fijo,
seguimiento a cono remolcado por bombardero y combates simulados con aviones enemigos
capturados, hicimos auténticas batallas contra los Fiat CR-32, lógicamente con proyectiles de fogeo.
La siguiente etapa la hice en la escuela de vuelo nocturno, que por aquellas casualidades de la vida fue
ahí mismo; otro concepto de vuelo, otros parámetros. En esa escuela me hice piloto.
─¿Con los moscas y los chatos? ─le pregunté.
─Com ambos, sí.
─¿Cual era su preferido?
─El I-16 de largo, le apodaron «el mosca» no por casualidad. El chato era un avión antiguo
ultramoderno; diría más, los aviones biplanos de exibición de hoy en día continúan ese concepto. Su
problema es que era lento para atrapar a los bombarderos «Saboia». En cambio el « el mosca» era un
caza monoplano revolucionario, te ponías vertical, subías, bajabas, te inclinabas, volabas del revés. Era
el único capaz de plantarle cara a los stukar. Pero, la Luftwaffe presentó en sociedad al mortífero
«Messerschmitt Bf 109» y nos sobrepasó en velocidad de ataque. Siempre tuvimos la sensación de que
esa aviación iba a medio gas. No había nada qué hacer ante semejante barbaridad. Nada.
Se puso las manos sobre la cabeza y estiró su escuálido cuerpo buscando apoyo en el sofá. Nos miró y
nos preguntó.
─¿Por qué les ha dado por ahí?
─Por mi padre.
─¡Ah, claro! Su papá. Leocadio, sí.
Miró los vasos.
─¡Irene! ¡Irene! ¡Llena los vasos coño!
Se rascó la nariz y mirándome dijo.
─Coincidí con tu papá en la campaña de «Catalunya»: toda una experiencia. No sé la razón, sólo
disponiamos de los chatos y con ellos teniamos que enfrenatarnos a los «Bf-109» protectores de los
bombarderos italianos. Hubieron muchos días de combates y de ver a compañeros desaparecer.
Siempre nos ganaban los cazas alemanes en velocidad y lo único que haciámos era ver todo el
espectáculo con nuestra visión privilegiada; me harté de ver caer bombas y perseguir a los
«Messerschmitts».
Estirado y rascándose los dedos miraba ensimismado hacia la nada como tratando de hurgar en su
memoria.
─Recuerdo un día de marzo del año treinta y ocho en el que volábamos en estrecha formación
cuando el «chato» del oficial se balanceó, según nuestro código esa era la señal de ataque. Se lanzó en
picado hacia un escuadrón de bombarderos y nosotros le seguimos. Divisé uno a las tres. Como las
metralletas estaban fijas en el caza tuve que maniobrar para fijar el blanco, aceleré el motor y aprimí el
gatillo disparándole una ráfaga corta; pero, me acribilló un «Bf-109» y el alerón casi me parte la
cabeza. A partir de ahí las cosas se precipitaron y salté en paracaídas. Una vez en el aire y con la anilla
agarrada dudé por el miedo a ser acribillado, así que esperé hasta el límite. Tiré de ella y sufrí una
sacudida seca abriéndolo justo para flotar fuera del alcance de sus metralletas, sin tiempo a reaccionar
caí sobre un árbol y quedé colgado como un jamón. Al rato unos niños me rescataron riéndose, bajé
hecho trizas hacia la ciudad cojeando cuando vi una pintada en un muro y leí: «¡Viva el P.O.U.M!
¡Viva Urruti! ¡Asesinos comunistas! ¡Aquí fusilastéis a los nuestros!»
Se quedó pétreo con la vista al ida y nos preguntó.
─¿Han oído hablar de los sucesos de Mayo?
Andrés hizo gestos afirmativos, yo había oído algo.
─Leí un libro de Orwell muy interesante... Él lo explicó con claridad. Bajo mi punto de vista el gran
hermano fue Stalin y nuestro grano en el culo.
Pensó, volvió y nos dijo.
─Quizás deberiámos tomar algo más fuerte ¿no creen? ¿Irene trae vodzka!
─¡Ya le he dicho que no! ─gritó su cuidadaro harta.
─Vamos, haga una excepción, mis experiencias lo merecen.
Irene nos trajo un vodzka fuerte y seco.
─Gracias, eres una gran mujer.
Le dió una palmada en el culo y su cuidadora se fue enfadada. Se oyó un portazo seco.
─Mujeres con carácter ¡me encantan!... Les propongo un trago a la rusa.
Dimos ese trago.
─Volviendo a ese día. Bajé hecho polvo viendo columnas de humo del centro cruzándome con la
gente hastiada, ida, asustada. Llegué a la rústica estación de metro en la barriada de Gracia y decidí
bajar para ir andando por el túnel ya que los bombardéos eran contínuos. Lógicamente tuve que pedir
permiso a los guardias encargados de la seguridad. He de decirles que la «Generalitat» tenía una gran
organización. Sobre todo trataban de tranquiliozar a la gente con normas de comportamiento. Bajé a
las vías y me puse a caminar a paso rápido. Mi intención era llegar a la estación del norte y ahí coger
un tren y volver a mi puesto o en el caso de que ya no hubiera ferrocarril ir a la telefónica y llamar al
alto mando. Bien. Caminar por un túnel a oscuras oyendo los estruendos y sus estampidas de aire
caliente es aterrador, no se pueden imaginar el escalofrío que produce eso, caía polvo y a veces
cásquetes. Recuerdo un convoy de la cruz roja circular lento entre las estaciones para atender a los
heridos. Las sirenas eran una melodía siniestra, la peor que he oído en mi vida. La gente ni reaccionaba
al verme caminar por las vías, los pobres hacían lo que podían todos con las mantas sucias y sus caras de
pánico, las lámparas se movían desquiciadas y algunas caían. Recuerdo a un loco al darse con la cabeza
en la pared. A otro, taparse las orejas con fuerza y gritar. Caminé por toda la línea hasta llegar al último
túnel.
Detuvo su exposición con cara de asustado.
─Lo recuerdo recto y muy oscuro, inquietante, retumbaba todo y caían casquetes. Algo me dijo que
no continuara, sin hacerle caso a esa voz caminé asustado y me adentré en la negrura caminando a
tientas hasta que las luces ya no alumbraron. Y de repente una implosión extraña me dejó sordo,
luego, oí un zumbido como pasando por encima mío y el aire se invirtió en una explosión distinta a
las demás, fue de tal magnitud que abrió un boquete de luz y su onda expansiva me hizo volar muchos
metros. Tuve la suerte de volar limpio y luego caí como un saco golpeándome con los raíles y sus
traviesas. Una vez en el suelo y algo desorientado noté la onda y su ruido soplarme las orejas y dejarme
sordo, después me llegaron piedras y polvo oscuro. Desorientado. Medio ahogado y tosiendo salí
como pude de ese túnel muy aturdido a la calle por el agujero. No veía nada. Apareció la silueta
fantasmagórica de una señora divagando trastornada y fuera de sí. Nadie entendía muy bien el calibre
de esa bomba tan demencial. Vi caer paredes como un castillos de naipes. La gente andaba abatida,
desorientada. Vinieron a socorrernos. Recuerdo que andaba como un autómata asfixiado en busca de
aire. El viento, poco a poco, despejó el ambiente y nos mostró un boquete dantesco con muertos
destrozados. La cruz roja puso en ilera los cuerpos sin vida de ancianos, mujeres, niños. Llorábamos
¡Dios...!
Abrió sus ojos mirando fijo a la nada para decirnos.
─Días más tarde supimos que una bomba cayó justo encima de un camión de TNT. Esa explosión fue
increíble... Luego continué desorientado y las sirenas volvieron. No daban trégua a la población, los
bombardéos eran contínuos. Aún aturdido me senté en un banco y esperé. Volvieron los gritos
demoledores de pánico, los malditos «Saboia» aparecieron con su ruido demencial volando en
formación y dejando caer toneladas de bombas. A lo lejos vi a un tranvía volar arrancado de sus raíles
como si fuera un juguete roto, los cuerpos de la gente rebotaban en las paredes como monigotes sin
vida, la sangre, la sordera de los estruéndos me jodió el tímpano por el palo que mordía para no
reventar. Una pobre mujer voló a unos cien metros de mi estampándose contra un árbol y la misma
detonación me desplazó como un papel hasta caer sobre los adoquines maltrechos. Sangró mi nariz y
me hice un tajo bestial ─señaló una cicatriz de su cabeza. ─Y luego todo se nubló, perdí el
conocimiento, acabé en un hospital dos semanas.
─¿No tuvo miedo de morir? ─le preguntó Andrés.
─En un momento de estrés uno puede incluso olvidarse del pánico. Podría haberme caído una bomba
encima pero no ocurrió. Ese día fue demencial. Me daba igual incluso mi vida. Así como lo oyen, me
resbalaba todo en ese instante.
Las olitas de Cadaqués no eran ni alargadas ni cortas. Su cadencia nos hizo de cojín. Continuó.
─Y después llegó la batalla del Ebro.
Quedó sumido en recuerdos oscuros. Al rato hizo una digresión.
─Volviendo a los sucesos de mayo habrá que abordar desde la historia la complejidad de los hechos,
hasta el momento lo vemos como una mini guerra entre anarquistas y comunistas. Sin embargo, estoy
convencido de que hubo mucho más. Ustedes ─señaló a Andrés advirtiéndole ─ deberían de investigar
ese conflicto con más seriedad: ahí se entrelazaron muchos más elementos, piense en las ideologías
diversas que bailaron alrededor y los errores cometidos y especialmente en las ejecuciones y actos
bandálicos a las iglesias. Le tiro el güante.
─Los incendios a las iglesias empezaron antes ─aclaró Andres.
─¡¡Ya lo sé!! ─gritó.
El veterano de guerra nos hizo sentir como a niños de primaria; apretamos el culo y mantuvimos la
posición. Al ratito, dio un sorbo de su bebida y la dejó suavemente.
─A tu padre lo nombraron asesor de los generales así que desapareció un poco de nuestra vista. Bien,
no me liaré más. Conclusión: después de todo eso más los combates y el castigo a la población y
sumado a la llegada de refugiados rebotados, allá por el año treinta y ocho, andábamos al límite. Desde
la batalla del Jarama la República iba como los cangrejos, de derrota en derrota. Por otro lado, Europa
estaba al borde de la guerra, Hitler se había anexionado Austria y comenzaba la crisis de los Sudetes, así
que el alto mando de la República se planteó una ofensiva hacia el ejército rebelde. Se trataba de
demostrar la vigencia de la República y manifestar a la opinión internacional que aún no estábamos
acabados. El objetivo era obligar a Franco a recular y alargar la guerra hasta que estallara la segunda
guerra mundial así la República acabaría englobada en el bando de las democracias como aliada de
Inglaterra y Francia. La idea no estaba mal. A Rojo, el general más brillante, Negrín le encargó el
diseño de la ofensiva. El problema fue la aviación, se olvidaron de nosotros.
─¿Hubieron batallas aéreas en el Ebro? ─le pregunté.
─Claro que las hubo, pero tarde y mal planteadas. Jamás he logrado sacar al descubierto la razón de
semejante majadería, durante los avances de los nuestros hacia Gandesa, objetivo estratégico vital,
nuestros combatientes fueron machacados por la aviación enemiga y nosotros estuvimos literalmente
haciendo el bobo. Sí, con la que estaba cayendo, priorizaron los vuelos de reconocimiento a la presa
de Tremp y Camarassa: planeos de placer. Resignados acatámos esas órdenes estúpidas. A mi me
asignaron el antidiluviano «GE 23 Delfín» y con él volé sobre el Ebro con la misión de controlar el
estado de la corriente. Como nos temíamos, los hijos de puta abrieron ambas presas. Llamé al alto
mando desesperado pero jamás mis alaridos llegaron a tiempo. Vi la tromba como bajó y se los llevó
mientras cruzaban el río, engulló a cuerpos ahogados, puentes, camiones, munición, tanquetas ¡Dios!
qué impotencia... Demencial, lamentable, terrible.
Cogió la botella de vodka y nos sirvió. Dimos un trago.
─Y al poniente vi las columnas de fuego de la artillería antiaérea defender nuestras cotas conquistadas
por los bombardeos masivos de la «Luftwaffe». Fue brutal aún se me embellece la piel cuando lo
recuerdo. Me juego el pellejo que si les hubiéramos dado la cobertura correcta lo hubiéramos logrado.
Faltó el canto de un duro porque los nuestros llegaron hasta las primeras casas de Gandesa, pero les fue
imposible aguantar la posición. Si ese nudo de comunicaciones cae de nuestro lado a Franco se le
hubiera complicado la guerra. Mucho.
─¿Está seguro? ─le preguntó Andrés.
─Es una teoría factíble, Gandesa era una bifurcación vital, sin ese tesoro en poder de los fascistas la
batalla tendría que haberse detenido en invierno. La República lo habría logrado, hubiésemos
empalmado con la segunda guerra mundial.
José Luis comenzó a toser, la asistenta le hizo un masaje suave en la espalda y todo volvió a la
normalidad.
─Estoy bien, estoy bien.
Se quedó mirando al limbo y volvió.
─La quinta del biberón ¿les suena?
Andrés asintió con la cabeza; después me explicó que era adolescentes imberbes llamados a filas.
─Cruzaron el río en noche oscura y avanzaron lentamente con alpargatas, durante el día se escondían y
cuando volvía la noche de nuevo repetían la operación a ciegas. Regimientos enteros fueron abatidos
por el fuego enemigo cuando los vieron desde las cotas altas. La batalla del Ebro fue una carnicería,
una guerra de desgaste total que duró cuatro meses. Quedaron enrocados ambos ejércitos en una
guerra de trincheras en cotas altas en la roca. La cosa iba así: cuando veían acercarse a la «Luftwaffe» los
nuestros corrían a los refugios y al caer las bombas algunos morían reventados y cuando acababan los
bombardeos salían los supervivientes a defender la posición con las ametralladoras esperando a los
regimientos enemigos para aniquilarles mientras subían. Ataque frontal de la artillería, calor
demoledor, hubieron días en que se luchó a cuarenta y séis grados de temperatura. Los muertos se
encarroñaron amontonados como sacos destripados tanto de un bando como en el otro. Y un día de
Julio, que ya no recuerdo, se acordaron de la aviación. Tímidamente decidieron sacarnos cuando
nuestro ejército ya no tenía capacidad de avanzar. Dicen que el aristócrata Ignacio Hidalgo de
Cisneros prefirió defender Valencia: gilipollas. Ese misterio seguro que tu padre se lo llevó a la tumba.
Lo debía de conocer.
Paro de nuevo y dijo.
─Debo de ir cagar... ¡Irene! ¡Irene! ¡donde andas?
La cuidadora, sumisa y silenciosa, le acompañó al lavabo. Mientras, Andrés y yo esperamos en silencio.
Al rato volvió y una vez sentado continuó.
─Siento el desdén.
─No importa ─le respondí.
Se concentró para continuar.
─Les explico una anéctoda ¿saben por qué escogían a críos para pilotar cazas de guerra? «Porque a esa
edad no sé piensa»... Decían.
Se rascó su calva inevitable.
─Los combates tardíos... ahí van.
Limpió sus gafas bifocales para concentrarse.
─A finales de junio me dieron como misión el pilotaje de un «chato» en una escuadrilla para proteger a
un bombardeo «Katiusca». Nada. Disparamos a lo sunmo unas cuantas ráfagas y volvimos. Al dar la
vuelta aún recuerdo la visión de un regimiento desguarnecidos al raso en casi en pelota viva y sin
tricheras de ningún tipo, era dantesco ver a la tropa quemarse el sol bajo los árboles moribundos.
Algun proyectil oí silbar. Volvimos sin problemas. Cuando entras en combate y tu misión es proteger
a un bombardero debes de subir para encarar al enemigo desde arriba, siempre desde una altura
superior. Contra los «Bf-29» era difícil lograrlo, ellos subían con más rapidez y la única forma de
sobrevivir era rezando. Recuerdo una batalla en agosto con los «supermoscas» , aviones llegados de la
última y definitiva apertura de la frontera Francesa. Esos trastos disponían de máscaras de oxígeno y
podían volar a ocho mil metros de altitud. Otro día volví de un servicio hecho polvo con un «chato» y
decidí aterrizar en grado de despegue: me cargué las alas de atrás enteritas y me rompí el brazo y dos
costillas. Cuando tenías problemas con esos trastos te ibas de morros así que ese día traté de evitarlo y
me pasé de frenada. El morrazo fue en el aeródromo de Reus. Volví al hospital.
Bajó la cabeza y luego la subió para mirarnos a los ojos.
─Lo más crudo de esa batalla fue ver a críos pilotar en combates con auténticos depredadores de la
«Luftwaffe»... el horror. Vi con mis propios ojos desapercer a una escuadrón entero. Criaturas
desaparecidas, no sobrevivió ninguno.
─¿Qué edad tenía usted?
─No mucho más... Su aviación se componía de los «Stuka», los «Saboya S-81», los «Heinkel He111», los temibles «Messerschmitt Bf-109», los «Fiat Br-20», los «Junkers Ju-52», un abuso... No
dieron tregua, realizaron una cobertura aérea demoledora. Nosotros éramos deficitarios en
bombarderos, sólo disponíamos de los «Katiusca».
Dio un trago de vodka muy serio.
─Mientras se celebró la cumbre de Munich los franceses abrieron con timidez la frontera para
suministrarnos material, siempre maestros de la ambiguidad cuando Chamberlain pactó con el Fürer
cerraron la frontera definitivamente. A partir de ahí jamás llegó material de repuesto, nos destruían un
aparatato y fin, se acabó. A Inglaterra y Francia les tembló el pulso ante Hitler y en cierta manera le
dieron el espaldarazo para que invadiera los Sudetes. Creyeron burlar lo inevitable y lo pagaron con la
segunda guerra mundial. Una desastre es lo que fue todo ese despropósito. Ahí la República quedó
sentenciada. En lo que concierne a la batalla, como he dicho, estuvimos enrocados desde julio hasta
noviembre, soldados adolescentes tuvieron que defender cotas imposibles, regimientos enteros
tuvieron que beber de sus propios orines. Fue una batalla peleada en la mismísima roca. Hubieron
jornadas crudas de verdad, combates en el aire encarnizadas que no sirvieron ni para avanzar un palmo.
Y los sublevados incluso bombardearon a los suyos sin contemplaciones con la misión de conquistar
esas cotas como fuera. Dicen que después estuvieron años sacando chatarra. Aún hoy aparecen restos
de cadáveres y bombas sin explotar.
Rascó la mesa concentrado en algo.
─En octubre y por elementos que se me escapan las Brigadas Internacionales nos dejaron. Recuerdo
que pedí permiso para dirigirme a Barcelona y estar con ellos en la despedida. De bien nacido es ser
agradecido, dicen. Durante toda mi vida los he llevado aquí ─se dio un golpe en el pecho y cogió una
copa de vozka para levantarla. ─Propongo un brindis por ellos. Va por vosotros. Va por tu padre.
─Y por usted ─Le dije.
Brindamos y nos quedamos suspendidos en el silencio. Durante un buen rato oímos ese viento
cortante, su silvido nos cobijó en una sensación extraña de desolación, soplaba con ráfagas de una furia
desmedida, un viento desquiciante y mágico, la eterna tramontana. De repente se le iluminó su cara y
pareció rejuvenecer.
─Recuerdo un día de agosto que nos salió brillante. Esa jornada teníamos como misión proteger la
cota «666»... Volando en formación hallamos de frente a una legión de «Heinkel» protegidos por «Bf109». De improviso nos vimos enredados en persecuciones y proyectiles de fuego. A un compañero y
a mi nos atacaron los cazas enemigos. Detrás del comandante le asaltó otro y los proyectiles iniciaron
silbidos amenazantes. Chispas de impactos rozantes agujerearon mi «mosca». Al volver la cabeza me
encontré con la nariz amarilla de un «Bf-109», a unos sesenta metros de mi cola, que iba hacia mi sin
contemplaciones. Amagué para subir y volteándome bajé a sesenta grados de curvatura. Detrás noté
una estampida y girándome me di cuenta que se había llevado el motor de un «Heinkel» destruyendo
su ala. Estabilizando mi avión la sombra de su ala suelta me pasó por encima y el avión por debajo.
Cayeron el círculos cruzados y ambas piezas se estrellaron en la roca provocando una fuerte explosión:
en cuanto al «Bf 109» creo que se hizo trizas contra el bombardero. Busqué a los míos y vi a un
«Mosca» acosado por otro «Bf-109». Encaré el vuelo hacia su trayectoria y lo centré en el colimador
para dispararle ráfagas, sin piedad lo perseguí con el gas a fondo hasta que una estela blanca me anunció
su batida. Se perdió en una parábola abierta volteándose en bandazos largos. Infinidad de proyectiles
surcaban el cielo con cazas y bombarderos en una mezcla mecánica de piezas volantes. Una hélice
suelta se llevó un trozo de mi cabina y la suerte impidió que me decapitara, quizás, en el reflejo logré
hacer un vuelo acrobático de pura supervivencia. Apareció un «Heinkel» maravilloso todo para mi,
apreté el gatillo y comencé a dispararle de forma aleatoria: aún no sé cómo lo hice, volando invertido
le arrasé la panza y su motor explotó partiendo las alas grandes y las pequeñas. Ante mis narices el
bombardero fue cayendo en una majestuosidad magnética hasta estamparse en un alarido de fuego, a
veces aún sueño con esa estampida de gasolina y fuego. Nos cargamos a varios «Fiato» y a un
«Heinkel» que se fue hacia Amposta en una elípsis mortífera dejando una estela de humo oscuro. Ese
día me sentí orgulloso. Creo que fue el único.
─¿Cómo recuerda el final de la batalla? ─Le preguntó Andrés.
─El final fue un horror visto a ojo de pájaro.
Con su mirada fija se le comenzaron a humedecer sus ojos.
─Franco dio orden de abrir las presas de nuevo. Lloré de impotencia al ver como se ahogaban esos
chavales, miles de cuerpos fueron arrastrados por el Ebro hacia el mar. Otros desertaron presos del
horror. Después bombardearon los aeródromos de la zona e intensificaron los ataques a las poblaciones
de Reus, Flix, Amposta, Cambrils, Tarragona, Vilanova... Hicimos lo que pudimos. No dábamos a
basto, las carreteras se llenaron de refugiados y Barcelona se convirtió en un caos, la gente comenzó a
huir hacia la frontera. Ese invierno fue el peor.
José Luis con los ojos algo húmedos paró de hablar, se nos hizo un nudo en la garganta.
─ En esos días ascendieron a tu padre a Comandante y le dieron la misión más triste: organizar la
retirada y tratar de salvar el máximo de material. Una locura.
El silbido del viento en las rocas nos acompañó en la crudeza íntima que compartíamos con él.
─Durante el invierno y parte de la primavera me destinaron a una escuadrilla de vuelo nocturno para
batir a los bombarderos en la oscuridad. Apareció un visionario, brillante, de mirada limpia, que
perfeccionó esa estrategia. Por la noche despegábamos, con los chatos, y una vez el estado mayor nos
daba las coordenadas, con los parámetros memorizados tratábamos de ponernos detras guiándonos por
los chispazos de sus tubos de escape. Cuando eso ocurría disparábamos todo el carrusel de balas de
nuestras metralletas. A veces veíamos como el cielo se iluminaba y el «Saboia» abatido comenzaba a
bajar siempre en una elipse aúrea. Recuerdo a uno que cayó limpio al mar planeando y luego se
hundió con la luz de luna detrás. Nos comenzamos a cohesionar y cada uno de nosotros pintó su
propia mascota en su avión, yo escogí a un buho carroñero con una serpiente degollada, en ella había
una esvástica, la bandera del fascio y la nacional con el buitre. Dicen que el ave nocturna simboliza la
lucidez porque ve en la oscuridad. Pues esa mascota me dio suerte. Llegué a volar tan solo por el olor a
gasolina. Si logras ponerte detrás de una fortaleza llena de bombas sólo debes esperar al primer
chispazo teniendo el dedo en el gatillo a la espera. Y luego las ráfagas te hacían ver a los bombarderos,
si había suerte y no sufrías viento de levante apuntabas con ellas por su luz. El visionario se llamaba
Walter Katz, alemán de descendencia judía nacionalizado español en 1936. Esos vuelos fueron la
hostia.
Hizo gestos de estiramientos y continuó.
─Se acercaba el fin, las tropas de Franco se olían. El alto mando nos llamó para darnos la orden
inevitable, llevar el máximo de cazas al aeródromo de Francazal en Toulouse, mierda...
Paró un poco y bebio agua.
─Veniámos con órdenes frescas del mismísimo Cisneros cuando un bombardeo nos sorprendió cerca
del puerto. Acabámos en una estación de metro casi a oscuras soportando otra vez las bombas
absorventes de oxígeno, no olvidaré jamás la estampa de una mujer y sus hijos abrir la boca y sus ojos
por la falta de aire. Machacaban el puerto porque tenían órdenes de acabar con toda la flota. Sin
tiempo que perder decidimos salir a través de las cortinas de pólvora y correr para volar con los
aparatos disponibles hacia los aeródromo y allí esperar órdenes. Cogimos prestado un camión y
circulamos como pudimos hasta llegar al aeródromo de «Els Monjos» y allí soportamos ataques sin
tregua de los «Bf 109».
Los destellos circulares del faro de «Cap de Creus» comenzó a colarse por ese ventanal increíble, eso
llamó su atención. Lo miró un instante y volvió serio.
─Recuerdo con el alma destrozada la última noche oscura y fría en enero de 1939. Esperábamos a las
vengalas aguantando un frío cortante. Por fin desde la caseta dieron la señal. Despegamos con los
restos de «chatos» y «moscas» hasta que logramos llegar al último bastión de «Vilajuïga». Ese vuelo con
la aviación nacional rondando cerca se me hizo eterno. Cuando la luz del amanecer nos deslumbró
vimos a una pareja de «Fiatos» de mierda volar a una altura más baja y en una acción criminal
encararon la carretera maltrecha para ametrallar a la pobre gente que huía hacia la frontera: eso no era
en absoluto un objetivo de guerra. Indignante. Tu padre nos miró, nos hizo un saludo y bajó en
picado a por ellos. De forma caótica fuimos tras él pero la niebla del macizo del Montseny enseguida
nos embaucó y le perdimos. Jamás supimos de él.
Me cogió con su mano temblorosa y con los ojos húmedos.
─Saber que tu padre no murió ese día, que vivió, tuvo hijos y nietos... Eso, ha sido para mí una
sorpresa de gran belleza. Conocerte me ha hecho feliz, no puedes llegar ni a imaginarlo.
─¿Apreció a mi padre?
─Diría qué si. Fue nuestro Comandante, el más cercano. Hizo lo que pudo.
─¿Qué hizo después?
─Cuando ya estuvo todo perdido volamos hacia el aeródromo de Francazal situado en Toulouse.
Después de varios episodios desagradables con los franceses acabamos en la Unión Soviética. En fin,
durante la Segunda Guerra Mundial compaginé misiones de instructor de vuelo, en Kirovab, con las
de piloto en combates de guerra contra los nazis. Para mí, se trataba de la misma guerra. Es más,
estábamos convencidos que al final de la contienda echarían a Franco. Era lo lógico ¿no creen? fue
aliado de Hitler y Mussolini... Pero en la cumbre de Yalta se olvidaron de él. Años después
Eisenhowwer le dio el espaldarazo. Lamentable.
─¿En qué batallas luchó?
─Stalingrado, Krasni, Berlín... El horror me persiguió durante casi ocho años. Mi vida ha sido la
aviación. Amo los aviones.
─¿Vivió mucho tiempo en Rusia?
─Vi purgas ante mis narices y alguien me sopló de que tenía números para acabar en un Gulag.
Cuando terminó la guerra nos reunimos en Toulouse con el gobierno provisional de la República, esa
fue mi suerte y mi manera de largarme de rusia, después volamos a Orán y de allí emigré a Uruguay.
He tratado de vivir porque siempre me he considerado un hedonista. Arraigué en Sudamérica y piloté
en «LAN Airlines». Tuve la suerte de conocer a una uruguaya hermosa, soy padre dos hijos adultos,
tengo nietos y mi mujer murió. Otros no tuvieron tanta suerte ─Su rostro se llenó de una tristeza
cortante.
─Gracias por regalarnos su tiempo ─le dije.
─Espero no olviden lo que pasó.
Con mano izquierda le dejamos en su melancolía moribunda una vez le expresamos nuestra
admiración, gratitud y respeto.
Al día siguiente fuimos al escenario de esa batalla dantesca. Visitamos el museo y caminamos por las
diversas trincheras en el silencio de las almas perdidas, vimos esas cotas imposibles con nuestros ojos
hasta que divisamos «Corbera d´Ebre». El pueblo arrasado por la aviación fascista e inerte en el tiempo
como monumento a la desvergüenza. Allí nos sentamos entre sus ruinas esperando a la hora sin
sombras; a la hora mágica. En ese instante le expresé mi profunda gratitud por haberme presentado a
los únicos veteranos de guerra vivos. El historiador y amigo me respondió.
─No tiene porque darme las gracias. Se las debo a usted.
La embajadora del tiempo
Por desgracia el historiador no pudo continuar mi andadura así que decidí investigar por mi cuenta la
correspondencia que escribió mi padre; en pocas palabras, debía perseguir la senda de los remites
olvidados. Fui a la asociación de veteranos en la búsqueda de respuestas y descubrí tres vías de
investigación.
La primera y la segunda fueron un atolladero de pistas cruzadas que me absorvieron el tiempo para no
llegar a ningún lugar.
Y en la tercera hallé un sendero de casualidades que me llevaron al parque Nacional de los Picos de
Europa. Concretamente a una aldea llamada «Caín» perdida a orillas del rio Cares y a quinientos
metros de altitud. Según parece, el alférez ayudante de mi padre, Dionisio González Castillo acabó sus
días en la paz de esas montañas; magnífico lugar para morir. El viaje fue una mini odisea de paisajes
maravillosos que me llevaron a instantes de gran felicidad. Recuerdo cuando el jeep-taxi superó las
última curva y llegamos a los caseríos empedrados de arquitectura rústica. Conté las casas con los dedos
de mi mano y me sobraron. En ese lugar el tiempo iba tranquilo. Las casas parecían estar unas encima
de otras como si las hubiera puesto un niño juguetón. Cerca del río hablé con un pastor durante horas
hasta que, sin saber como, acabé cenando en su casa junto a su esposa. Les hablé de mi búsqueda y me
indicaron que su viuda vivía sola en «Caín de arriba». Al ver el calzado que llevaba me dejaron unas
botas y un anorac de los de antes. Ataviado con esas ropas y sin afeitar me reconocí en un explorador
viejo. Al amanecer, justo en el canto del gallo y cuando los destellos del sol daban inicio al día, salí de
excursión hacia esa aldea perdida por los recovecos de dios. Antes de hacerlo le pregunté al pastor.
─¿Sabe si allí arriba hay alguien que lleve zuecos?
─Ella lleva zuecos y fuma puros.
Esa aldea se encontraba olvidada en la memoria de las montañas, el único modo de llegar era por un
camino con subidas agrestes de casi treinta grados de desnivel. Fue una caminata intensa por agujeros
en la roca bordeando por un camino pegado a un río y rodeado de naturaleza salvaje. Conforme
avanzaba tenía la sensación de alejarme del mismísimo tiempo, en una parada para reponer fuerzas,
con panceta y un poco de agua, volví a pensar en Dionisio y en su idea de perderse en esos lugares
dejados de la mano de dios. Pensé también en mi padre y en su manera de desligarse de ataduras antes
de iniciar el viaje definitivo. Para arreglarlo, comenzó una fina lluvia inofensiva que me fue calando.
Al cabo de horas llegué a esa aldea rodeada de picos en las alturas, allí arriba uno tenía la sensación de
poder tocarlos con la yema de los dedos. Conté unos cinco caseríos abandonados casi edificados en
círculo que parecían guardar el equilibrio ante los desniveles la vegetación y las rocas. Con
tranquilidad y sin estridencias una cabra autóctona me vino a recibir; después vinieron cinco y las noté
relajadas. Eso es, los caseríos y ellas mantenían el equilibrio en esos desniveles. A mi me costó. Con
sutilidad y una vez estudiado por ellas se fueron lentamente menos una que me esperó: parecía
invitarme a que la siguiera. Lo hice. A la vuelta y bajo un inmenso llegué a un rústico cementerio y vi
a esa señora de los zuecos poniendo flores en una lápida, supongo que era la de su marido: vaya
momento elegí para darme a conocer. Ella era alta y llevaba siempre el puro en su boca, vivía sola. Se
giró, me regaló una sonrisa impávida y continuó rezando. Le saludé ─¡Buenos días!─. Hizo un gesto
de cortesía y al ratito me volvió a mirar ─Sabía que iba a venir. Vamos─. Con esa afirmación la seguí
hasta un caserío de piedra con balcones de madera rústicos ─Pase, pase...─. Me sorprendió su
naturalidad y franqueza ─Se va a quedar a cenar y a dormir─. Busco afirmación con su cara seria y le
dije que sí ─Bien─ respondió. Cenamos un puchero hecho a fuego de brasas con la luz de un candil
porque no había corriente. Tenía la sensación de que sabía a que venía, era un poco extraño. Ya hacia
los postres hablamos.
─¿Y bien? ─me preguntó.
─Mi padre fue compañero de su marido.
─Ya. ─me sesgó.
Esa respuesta hizo que los silencios se alargaran. Traté de romper el hielo.
─¿Vive sola?
─Sí ¿no lo ve? Tome ─me ofreció un puro.
Se levantó. Oí el crujir de los zancos en la piedra y me gustó ese ruido. Volvió con una taza de café de
las que utilizaban en los conventos de antes.
─¿Quiere café?
─Sí.
Tomamos café.
─Creo que su marido intercambió correspondencia con mi padre.
Se levantó y trató de ponerse la falda larga en su sitio.
─Venga conmigo.
Cogió el candil y subimos por las escaleras al primer y único piso, allí andamos por un pasillo deforme
hasta llegar a una especie de habitación de trastos. Me señaló hacia un baúl que parecía del siglo XVI.
Logramos abrirlo después de hacer un gran esfuerzo. Dentro vi un uniforme completo de la gloriosa
con sus botas, también habían fotografías y mapas. Quedé fascinado, embobado diría.
─Mire.
Un trapo envolvía unas cien cartas.
─Cójalas.
Las cogí como si se tratara de «El Dorado». Cuando volvimos y nos sentamos ante el fuego le hice una
propuesta.
─Se las compro.
─El baúl entero o nada.
─Bueno.
Le propuse una suma y aceptó, el problema sería bajarlo.
Me acomodó en una habitación con una ventana diminuta y una cama con colchón de plumas: fue
una experiencia dormir ahí. Una vez le di las buenas noches comencé a desenmascararlas como un
niño con juguetes nuevos. Estuve horas leyendo escritos de pilotos e ingenieros, vi datos muy
inetersantes sobre opiniones de combates y de la contienda. Comenzaba a venirme el sueño cuando
apareció un manuscrito amarillento: era una carta de mi padre letra. Con antusiasmo y temor inicié su
lectura.
«Enero de 1942, Puebla, México. De tu camarada Leocadio Heredia y Guzmán»
«Apreciado Dionisio, cómo mínimo y ante los acontecimientos de aquel día, como alferez a fin y
ayudante de toda mi labor en la retirada de Cataluña, es por esas nobles razones que te debía una
explicación ante mi súbita desaparición en el aire. Trataré de explicárselo o al menos me esforzaré en
ser objetivo.
Antes quiero aclararle que mis intenciones son desistir de la guerra actual. Obviamente respeto la
causa pero, ya no. Así que vamos y retrocedamos a ese día de 1939 en el que nuestros culos huían de
las tropas de Yagüe.
A las 7'50 teniamos los motores en calentamiento con la mirada puesta en la caseta esperando a que
lanzaran de una vez las “raquetas” . La orden era escueta: volar por la ruta más corta hacia el
aeródromo de Francazal situado en Toulousse. Cuando las vengalas iluminaron el cielo despegamos
en orden y volamos en formación y en máxima alerta ya que había riesgo de encontrar formaciones
enemigas. Al ser la escuadra de cazas “supermoscas” pudimos iniciar el ascenso a 8000 mts. Recuerdo
la lenta maniobra como la realizábamos con el amanecer de frente junto al frío atenazador ¿qué te voy
a contar? Cuando estábamos logrando los 4000 mts. A mi derecha, justo a las tres, divisé a una
formación muy reducida de “Fiatos”. Vi como ametrallaban a la pobre gente que huía indefensa hacia
la frontera, lo hacían en trazadas largas. Valoré la posibilidad de combate realizable y calibré la
superiodad de mi aparato. Evidentemente si llegan a ser los “Messerschmitt” hubiera abortado la
decisión. Por esa razón te delegué el mando y decidí ir a por ellos. Consideré que si sus actos eran
innobles moralmente podía atacarles a traición. Y así lo hice. Bajé en picado hacia el más cercano, que
lo tenía a 2000 mts., y enfoqué el colimador hacia su cola consiguiendo un blanco limpio,
aprovechando la inercia fui a por el segundo, el terceró creo que puso rumbo hacia Mallorca, como
decía lo perseguí y nos plantamos en un combate limpio en mar abierto. El o yo. Subí todo lo que
pude para dominarle y él trató de ponerse a contraluz para cegarme. En una de las ráfagas casi lo logró,
sin perderle el ojo bajé a menos altura de la suya y logré desorientarle, aminoré las revoluciones y
cuando me encontraba a unos 1000 mts., más abajo de su fuselaje, subí para alcanzar los 90 grados de
curvatura. Sabía que esa versión del “Polikarpov I-16” era capaz de hacerlo. Enderezando el aparato
agarré los mandos hasta lograr la curvatura vertical y apareció el “Fiato” flotando entero ante mi
colimador. Vacié de rafagas y lo destruí sin miramientos. Perforé su cabina desde abajo hasta provocar
la explosión absoluta logrando su desintegración. Alguna lámina de su aleación dio golpes en mi
fuselaje, pues, en cierta forma le traspasé. Una vez estabilizado decidí continuar hacia Francazal pero,
un aspa de su hélice había agujereado mi depósito de combustible. Atisbé Barcelona a lo lejos y pensé
en el aeródromo que había en el delta del Llobregat. Era arriesgado, podía suceder que me cruzara con
los bombarderos enemigos pero lo asumí. Llegué por la costa con muchos problemas y cerca estuve de
estrellarme con el cerro de Montjüich. Esa fue mi auténtica prueba de fuego, hice todo lo que pude
para mantener el motor a la revoluciones correctas, andé muy cerca de no lograrlo. Pasé a pocos
metros del castillo y una vez superado solo tenía que planear hasta la pista del aeródromo, el aterrizaje
fue brusco porque el tren de aterrizaje se partió. Me deslicé apoyado sobre el ala derecha logrando
encauzar la pista sin derrapar. Cuando salí del avión vi que no había nadie ¡qué desolación! Era un
aeródromo fantasma. Intuí a las tropas fascistas muy cerca. Traté de llamar por el teléfono pero las
lineas estaban cortadas. Una explosión cercana y un cierto temblor me llamaron la atención. Subí a la
torre y decidí mirar por los prismáticos. A unos cinco kilómetros como mucho vi el polvo del
transporte blindado nacional. Las tropas de Yagüe las tenía encima. Salí corriendo y decidí ir al hangar
donde encontré motocicletas de correspondencia, eran las clásicas “Royal Enfield” y se encontraban
en bastante buen estado, sin perder tiempo llené el depósito de la que vi más entera logré ponerla en
marcha. El corazón me iba a mil porque los nervios apenas los podía controlar, salí a toda velocidad
hacia Barcelona. Debía de cruzarla, no había otra, tenía al ejército enemigo pisándome los talones,
aceleré y entré en la ciudad devastada. Ese día sus calles estaban desiertas, no vi a nadie por sus
avenidas, parecía una ciudad fantasmagórica, el silencio me heló la sangre. La crucé a trompicones
esquivando piedras y vehículos abandonados hasta llegar a la diagonal donde me detuve. En el
horizonte vi a lo lejos los carros que comenzaban a entrar en la ciudad. Arranqué y no me detuve
cruzando calles y edificios en ruinas hasta lograr salir por la carretera de Gerona. Aceleré adelantando
camiones y carros de gente que huía, fui a todo gas muerto de rabia y supongo que alguna piedra me
jodió el depósito del aceite; el motor gripó. Me encontraba en Hostalrich, allí pregunté por una
gasolinera y me respondieron que todo estaba desvastado. Me supo mal abandonar aquella joya de
motocicleta. Tuve que continuar a pie hasta la frontera.
Hago el primer punto y aparte para escribirte mi experiencia en el campo de Argelès-Sur-Mer.
Necesito escribírtelo al menos para que haya constancia en algún lugar y para sacudírmelo de encima.
Considero que es importante para que entiendas mi postura.
Llegar hasta Francia fue un calvario. Hacía un frío demoledor. Había muertos en los arcenes, caras de
desesperación, miedo, hambre. De vez en cuando algún “Bf-109” nos acribillaba. Los caminos se
volvieron inóspitos; aunque, por suerte el aire puro de los pirineos nos daba energía. Llevaban
enfermos en camillas porque las ambulancias los habían abandonado, andávamos desnutridos tratando
de llegar al final pisando hielo. Yo, al menos llevaba el atuendo de piloto; pero, vi a gente caminar
descalza por encima de la nieve. Era dantesco. Según oí, justo el día anterior llegó la orden de retirada
general. Los diversos caminos de esas montañas se inundaron de personas desesperadas, miles de
refugiados iban en busca de asilo político. Civiles y militares se amontaban de manera caótica y
también familas con sus hijos hambrientos. Llegamos a la cumbre y allí se hizo un silencio espectral:
casi todos miraban hacia los restos de nuestro país en silencio. Compartimos unidos una cortante
tristeza. Algunos dispararon al aire y vaciaron los cargadores. Hice lo mismo, cogí mi pistola y
descargué el cartucho con una emoción que ya no me dió para lágrimas; cada tiro fue un homenaje a
los difuntos perdidos, a los compañeros que se quedaron. Es muy extraña la vida, probablemente has
vivido cosas parecidas, lo sé.
Dejamos nuestros fantasmas atrás y llegamos por fin a un caos de gente amontonada porque
momentáneamente la frontera estaba cerrada. Pensé que todo había acabado, que iluso. Desde ese
lugar se veía la costa de Francia. Un murmullo de incerteza se desató de preguntas lógicas ¿qué nos
iba a suceder? ¿cómo nos recibiran? ¿Qué harían con nosotros las autoridades? Íbamos al país de la
ilustración de los derechos del hombre... ¡Dios, menos mal!
Llegó una cuadrilla de gendarmes con mucha prudencia ya que eran conscientes de que estábamos
armados. Tuvieron mucho tacto de no desatar conflictos. Uno de ellos en un castellano con acento
francés nos dijo que fuéramos por el camino. Más adelante llegamos a una bifurcaión donde había un
destacamanto de gendarmes muy bien armados y, unos séis vehículos del cuerpo móvil aparcados en
las orillas del camino con un centenar de canastos puestos en hilera. Con gritos nos obligaron a formar
y que cada uno depositara su armamento en ellos, algunos más bien los arrojaban porque llevaban un
auténtico arsenal. Nos pareció convincente la medida y la aceptamos; pero, las formas dejaron mucho
que desear. Como si fuéramos ganado nos gritaban ─Alé! Alé! Alé!─ y el desprecio que emanaba de
ellos me dió asco. Miles de personas andámos con la cabeza baja hacia el primer pueblecito, recuerdo
como único ruido el de nuestros pasos y de franceses mirándonos por los balcones en silencio, durante
el camino no hubo ni un sólo médico ni una triste ambulancia y créeme había mucha gente hecha
polvo, vi algunos que cayeron abatidos por el cansancio y quedaron abandonados en las cunetas. El
polvo que levantábamos hacía el aire irrespirable. Éramos la desbandada de la desesperación.
Algunos gendarmes nos dieron su opionión con arrogancia; nos decían que en cierta manera nos
mereciamos ese trato, no escribiré esas sandéces porque no mereces tal honor. Recordando aquello
uno entiende que se haya formado gobierno colaboracionista de Vichi, todo cuadra amigo, con sus
piezas exactas de intolerancia.
En el pueblo de Bunyols recuerdo a una señora con los ojos llorosos que nos advertía de nuestro
destino. Después me enteré que una familia acogió a esa pobre viuda con sus niños hambrientos, esos
detalles te abren una leve esperanza, buena gente la hay en todos los lados y de eso doy fé.
La carretera de Port-Vendres recibía el exodo de los diversos pasos fronterizos, la marabunta era
inmensa. Hicimnos noche en la playa de esa localidad. Me vi sentado con un agotamiento profundo y
dormí en un ricón entre las rocas al raso. Algunos trataron de meterse dentro de las barcas pero ya era
tarde. Al día siguiente, a las nueve en punto formamos y nos dirijimos al pueblo de Collioure. En ese
lugar hay un castillo mediaval, creo, y algunos de los nuestros decidieron quedarse allí. Por lo que oí
después tal decisión fué lamentable, muy lamentable.
A las diez en punto de ese día llegamos a la Villa de Argelès y nos condujeron a lo que dicen fué una
hermosa playa cerca de la desembocadura del río Tech. Nuestra odisea concluyó después de caminar
casi ochenta kilómetros desde la frontera para acabar en una playa dantesca donde el agua para beber
era salada, el viento frío y húmedo, y las condiciones crudas. Habiamos llegado a la playa de ArgelèsSur-Mer convertida en un improvisado un campo de concentración y con todo el invierno por
delante. Vigilaban el campo marroquíes y senegaleses a caballo tratándonos como a bestias. Miles de
personas estaban allí abandonadas en el fango de la arena humeda, las necesidades fisiológicas debían
de hacerse al raso, los enfermos no recibían cuidado de ningún tipo y las mujres junto a sus hijos
fueron separados de los hombres. Logré dar con un grupo de aviadores al ver la tela de paracaídas
convertida en un toldo para soportar el frío. A todas horas llegaba gente en hileras interminables. La
comida ¡Dios! se componía de un café lamentable y un rancho de arroz cocido o lentejas con un
tarugo de pan seco. Los rostros eran escuálidos y los muertos debían de ser enterrados en la misma
arena. Los días de viento eran insoportables. Ni que decir de las pulgas y los piojos, andábamos sucios
en todos los aspectos, humillados, tratados como prisioneros, jamás como refugiados. Recuerdo a dos
hombres atados con alambre a un palo como escarmiento porque trataron de escapar; el castigo,
desmesurado les llevó a mejor vida. Así como te lo escribo y así lo vi. Los días de tempestad teniamos
que acurrucarnos los unos sobre los otros para no morir. Las enfermedades comenzaron a
manifestarse. Respecto a salir del campo las perspectivas de los aviadores eran mínimas porque la
mayoría eran miembros o simpatizantes del partido comunista. Un serio problema se ve para una
democracia. A los que solo eran republicanos parece que se les facilitó el papeleo para enrolarse en
algún barco a sudamérica.
Uno de los momentos más terribles fue la agonía de un piloto mal herido que duró días, la impotencia
al no poder hacer nada me llenó de una indignación profunda, recuerdo cogerle su mano para
ayudarle a morir y hasta el último suspiro lo tuve agarrado con todas mis fuerzas. Le hicimos un
homenaje humilde y lo enterramos cerca. Esa noche toqué fondo y lloré. Días después decidí escapar.
Cuando llovía los Senegaleses bajaban la guardia, así que esperé paciente hasta la llegada de una
tormenta y lo hice, creo que fui de los últimos en huir.Tuve suerte.
Debía ir a Perpignan donde se encontraba «el centro español» porque allí teníamos derecho a
venticuatro horas de permanencia, comida y desayuno. El problema era burlar la estrecha vigilancia de
la gendarmería. No me quedaba otra. Caminé por senderos oscuros dando rodeos hasta que por fin
llegué. La música y el ambiente del barrio al que me dirigía era de navajeros, prostitutas y chaperos,
vamos, gente de mal vivir, «el centro español» estaba en el barrio más jodido de la ciudad. Después de
callejear por ese barrio lo encontré. Era un céntrico edificio de dos plantas situado la céntrica Plaza de
Cataluña. En el piso de abajo había un bar, un salón de juegos y el comedor. La planta superior había
sido habilitada como dormitorio de emergencia con gente y colchones durmiendo sin orden de
ningún tipo. El hedor literalmente me echó de aquel local rebosante de gente. Mis esperanzas de
dormir a pierna suelta se habían convertido en un imposible. Muerto de cansancio logré tumbarme en
un peldaño triste acurrucado como podía recibiendo pisadas de la gente. Nos convertimos en
nómadas errantes hacia la nada porque todo eran inconvenientes y amenazas por rumores de que
Franco había sido reconocido como jefe del Estado Español. Si los gendarmes te apresaban te
devolvían a españa, mala opción, aunque algunos se lo plantearon.
A la mañana siguiente logré asearme para ir al Consulado Español. El caos de sus alrededores convertía
la posibilidad de conseguir documentación en una quimera. Filas de gendarmes nos esparaban para
arrestarnos. Los mal nacidos decidieron ir a por nosotros y como un locos corrimos por las callejuelas
desesperados. El despropósito llegó a límites de auténtico esperpento ¿a qué juagaban? rodeados por
ellos acabamos a puñetazos. Un gendarme de mierda me encañonó con su pistola en la cabeza. Como
si fuéramos delincuentes nos llevaron a un camión requisado a las fuerzas republicanas, con él
atravesamos toda la ciudad hasta que nos llevó a una nave gigantésca situada en los aledaños de la
estación de Perpignan. A gritos nos obligaron a salir viéndonos en un hormiguero inmenso de
españoles cautivos con miles de historias dantescas. Al rato nos dieron medio kilo de pan y una tajada
de bacalao procedente de nuestra intendencia. Miserables. Después de engañar a mi úlcera busqué un
ricón para dormir; pero, durante un rato observé en silencio a esa nave casi en ruinas como daba
cobijo a miles de personas acosadas por el infortunio. En aquellos desdichados días, nosotros, los
refugiados, nos encontrábamos en la cúspide de lo soportable. Y mira que he aguantado barbaridades,
pero eso, ese desprecio aún no he logrado sacudírmelo.
Al amanecer organizaron un convoy y nos llevaron de nuevo a Argelès-Sur-Mer. Abatidoos viajamos
sin hablar.
A la llegada noté que el campo había degenerado. Olía a muerte. La playa la habían dividido en zonas
que demarcaban la especialidad de cada agrupación militar y en cada cuadrilátero había un jefe
responsable de la disciplina. Me encontré con cantidad de compañeros pilotos y mecánicos que
decidieron aguantar como fuera, habían levantado dos tiendas de campaña con una lona agujereada
que lograron cuando asaltaron unos camiones procedentes de España. Otros pilotos consiguieron
transportar diversidad de materiales entre los que había gran cantidad de paracaídas. Desplegadas y
atadas a un mástil nos guarnecía del frío demoledor con eficacia. Un proyecto de cocina de campaña
simulaba un menú peor de cuando me escapé. El agua, como siempre, era extraída de la misma playa
con unas bombas y por lo tanto continuaba salubre. Ese martirio comenzó a provocar diarréas a gran
cantidad de refugiados degenerando en una plaga de desentería. La gente comenzó a enfermar y
bastantes a morir. En esos días terribles la supervivencia era al límite. Los alimentos comenzaron a
escasear y luego a desaparecer. Así estuvimos semanas con el frío y las tripas retorcidas por el agua
salada. Poco a poco me fui debilitando hasta no tener fuerza alguna. A duras penas lograba llegar al
mar para defecar líquido. Al hambre había que añadirle los parásitos que día tras día nos iban
carcomiendo al no haber higiene de ninguna clase. La muerte inició su andadura siniestra sin respetar
edades. Las ráfagas de viento fueron causantes de neumonías agudas. Ante mi vi morir a muchos que
luego fueron mal enterrados en esa arena húmeda. Mi voz desapareció.
Corrió un rumor que nos dio esperanza. Según oí en París había sido creada una organización para
protegernos de ese despropósito; pero, aún tardaría en llegar.
Los días pasaron siniestros. Enfermé gravemente. Entré en una semi inconsciencia y perdí el apetito.
Algunos llevaban los cuerpos de sus familares fallecidos al mar y allí los dejaban viéndolos flotar
durante horas. Lentamente, el silencio fué apoderándose de todo el campo. Olíamos a sarna, a malaria.
Se oían esos tosidos de muerte y nadie movía un dedo por nosotros. Un día una chica delgada caminó
como ida y se desnudó delante mío, estaba en los huesos, ida, moribunda; después se giró como pudo
para dirigirse al mar y se sumergió, nadó sin energías y fue engullida por el agua fría. Horas estuve
viéndola danzar como una muñeca escuálida entre las olas. El horror es capaz incluso de darte
momentos desgarradores y extraños. Luego un viento nos azotó sin tregua para poner a prueba
nuestros organismos ya muy débiles. Esa noche pensé que era la última. Las tiendas volaron y nada
pudimos hacer, quedamos a expensas del viento hasta lleguar a un punto de no retorno. Sufrí un
temblor profundo y comencé a escupir sangre. Mi vista se nubló. Deliré durante días y perdí la noción
del tiempo.
Días o semanas después desperté en un hospital de campaña sin saber las jornadas que estuve
delirando. Según algunos, un escándalo me salvó. Una enfermera me habló del caso «Collioure». Al
parecer Francia se escandalizó al ver las fotografías de esos campos demenciles cuando fueron
publicadas en la prensa. Esos días fueron difíciles, estuve entre la vida y la muerte.
Jornadas después llegaron camiones de la cruz roja con víveres para alimentarnos bien y médicos para
curarnos. Sufrimos colas eternas. Abstraído por todo miré hacia el mar donde la muerte se llevó a esa
pobre jóven, divagué con esas almas perdidas en una especie de homenaje íntimo. Podría haber sido
yo.
En medio del caos un funcionario me preguntó «¿América o Europa?». Algo desorientado respondí
«América, sí, llevenme lejos...» eso dije, creo.
Nos trasladaron en esos camiones republicanos hacia los muelles de Sète donde íbamos a embarcar en
el «Sinaia» al que bautizamos como «el buque de la tristeza». Partimos un 26 de mayo en ese vapor
llenó de refugiados en un auténtico hacinamiento. Oí que éramos unos 1600... Fue un milagro que
no se hundiera.
Una vez en alta mar recuerdo el golfo de León y luego a la costa de España que fue pasando ante
nosotros junto a un silencio cortante. Y cuando llegamos al estrecho lloramos con amargura y algunos
incluso blasfemaron. Después, vimos durante horas la costa de nuestro país alejarse en la inmensidad.
Abordamos el oceano con serenidad y contención. Dicen que en ese barco viajaron poetas,
científicos, artistas, catedráticos. Huyeron los mejores; sin duda creo que la guerra la perdimos todos.
En cuanto a la travesía, fueron unos veinte días que fueron duros pero serenos. Yo recaí por mi salud
frágil y tuve la suerte de conocer a una enfermera maravillosa, nos enamoramos y nos casamos allí
mismo en una ceremonía con el capitán y los oficiales. Pero no nos engañemos, a todos nos unía un
desgarro difícil. Diría que la camadería que hubo nos ayudó a superarlo. A bordo hubo de todo,
vivimos defunciones y un nacimiento mágico: la vida se abre paso. Ese día lloré por el triunfo de la
supervivencia. Te diré que la fraternidad que hubo en esa travesía fue maravillosa; me quedo con esas
vivencias, Dionisio.
Llegamos a Veracruz un 15 de junio en unos muelles de luz y alegría en una fiesta con mujeres
hermosas y con una orquesta de mariachis que tocaron rancheras para nosotros. Ese día comprendí lo
evidente: abrazado a mi mujer decidí cortar con todo, lloré como un niño en un desahogo por los que
quedaron, por los momentos bárbaros, por la guerra que perdimos y especialmente por la generosidad
de ese país hermano que nos acogió. Temblé emocionado: casi no lo aguanto por mi salud débil.
Espero que entiendas mi postura porque esas vivencias me han sumido en una profunda depresión.
Mis dudas transcienden más allá de la guerra, diría que versan sobre nuestra Europa. Sinceramente la
hostilidad de Francia hacia la República me inquieta. Aún no he logrado asumir ese desprecio y esa
crueldad hacia una pobre gente perdedora de una guerra y, no me sirve que lo justifiquen por los
incendios a las iglesias, allí había niños, mujeres, gente normal que nada tuvo que ver con esos actos.
Racismo e intolerancia es lo que vi. Como te he escrito más arriba ahora entiendo el gobierno títere
de Vichi. A pesar de todo sé de camaradas que luchan estos días a su favor en esta contienda
apocalíptica. Sé que lo hacen por la libertad. Y te diré más: admiro profundamente la generosidad de
esos combatientes. Me argumentarás que lo importante es acabar con Hitler: sí. Pero debajo de la
alfombra hay algo que no me convence. Lo siento. He necesitado escribírtelo porque no es fácil,
incluso pienso que mis argumentos no te cundirán; pero, quizás te sugieran razonamientos que te
hagan ver los residuos invisibles de las miserias políticas, porque no te equivoques, la guerra también
lo es. Créeme, una traición de esa magnitud no la esperaba... ¡Hablamos de Francia coño, de los
derechos del hombre, de la ilustración! ¿cómo pudieron tratarnos así? El golpe ha sido desquiciante,
inabarcable para mi, demoledor. Espero comprendas mi negativa a colaborar en esta guerra mundial.
Y me atrevo a darte un consejo: ves con cuidado, sé de lo que hablo.
Apreciado Dionisio, te deseo suerte, mucha suerte, toda la suerte del mundo en esta época lamentable
que nos ha tocado vivir.
Adiós y hasta pronto amigo.
Puebla, México, a 10 de enero de 1942. De Leocadio y con un gran respeto hacia ti.
Quizás mi inconsciente la buscaba con afán y por eso la suerte me la regaló, pensé en ello y en las
paradojas y lo entrelazado de los misterios que realmente nos mueven. Ahí estaba mi padre en el
momento más difícil de su vida. Durante toda la mañana pensé en ello. Anduve por esos agrestes
lugares pensando en todo y en nada a la vez. Su lectura me impresionó por lo escueta y poderosa que
era.
La señora de los zancos hablaba con las gallinas mientras les daba de comer. Andaba por esos desniveles
con una habilidad increíble. Dejé el dinero convenido bajo un vaso y solo me llevé las cartas, el baúl lo
dejé por razones obvias aunque no descartaba bajarlo. Salí del caserón y caminé hacia ella para darle un
fuerte abrazo. A continuación enfilé el sendero y cuando llegué al final del valle decidí mirarla de
nuevo. Allí estaba intuyéndome, mirándome porque sabía que lo iba hacer.
─¡Qué dios la cuide hermosa señora! ─le grité junto a mis voces clónicas por el eco de las montañas.
Me saludó con lentitud y luego continuó con sus taréas cotidianas. «La embajadora del tiempo», así la
bauticé para mis recuerdos.
El fuego hipnótico
Almendralejo se encontraba con sus vientos suaves y su serenidad habitual, eché de menos esas
conversaciones tranquilas con mi tío delante de ese fuego mágico, irme fue como un paréntesis
porque aún faltaban misterios por descubrir, además, le prometí que volvería con mi hijo y eso iba
hacer. Llegué por esa vía de tren olvidada en el único omnibús del día a una velocidad de caracol. Salí
de la estación vieja y luego caminé por el prado feliz para disfrutar de la paz de esos campos y de sus
vientos serenos. En el pueblo me crucé de nuevo con el pastor y su rebaño, su perro cuidador me olió,
movió su cola y se fue serio, nos saludamos con naturalidad.
─Buenos días.
─Buenos días.
Subí y bajé por esas calles empedradas hasta llegar a la casa de mi tío. Ese día parecía vacía, saludé con
voz firme y nadie me respondió, entré en el salón del fuego con timidez. Al notar mi presencia se giró.
─Has vuelto.
─Se lo prometí.
─¿Y tú hijo?
─Vendrá, me dió su palabra.
Me senté cerca del hogar del fuego y necesité comentarle las nuevas noticias.
─Indagué sobre mi padre.
Le entregué la carta y la leyó con pausa. Después me la devolvió con su lentitud habitual. Quedó
pensativo. Con levedad movió un tronco y al rato me dijo.
─Fue una jodienda lamentable.
Silencio, dejó a las brasas hacer, se las quedó mirando. Al ratito añadí.
─Cuando léi esa carta tuve una sensación curiosa; es como si la hubiera escrito para mi.
─A veces los fantasmas se manifiestan y, no me refiero a los espíritus.
Cogió la pinza alargada y comenzó a mover las brasas e hizo volar chispas y cuando se detuvo quedó
pensativo.
─Los silencios de tu padre siempre me inquietaron, sinceramente fue así.
Me levanté con suavidad y me senté a su lado. Me picaba la curiosidad: le pregunté.
─¿Cómo fue su guerra?
Se giró con cansancio, me miró con frialdad y volvió su mirada al fuego.
─Lametable ¿para qué recordarla?
Se adentró a las tinieblas de ese pasado doloroso; estuvo como pensando lo que me iba a decir.
─Verás hijo, cuando se desata el caos la gente se convierte en figuritas de papel, muchos acabaron en el
bando enemigo y tuvieron que bregar, las cosas no fueron tan maniquéas y muchos se vieron
arrastrados por ínfulas sin ellos saberlo. La tempestad te lleva a donde ella quiere... Por ejemplo,
recuerdo a un médico comunista, torturado y condenado a muerte, en el que su único delito fue curar
a enfermos, tuvo la suerte de que su padre era un general franquista y sin contemplaciones le salvó la
vida. Cuando las ideologías se mezclan con tu intimidad la cosa se complica, lo sé por experiencia.
Aunque también es lícito aclarar que otras familias aprovecharon para aniquilarse. Desconfía de los que
caen siempre de pié. Pagaron justos por pecadores en una bando y en el otro: habían muchas ganas de
matar.
Añadió
─Y muchos fueron reclutados por el bando contrario a sus ideas. La guerra fue muy jodida.
Volvió su vista hasta lograr mirarme.
─Pero eso ya no existe...
A sus cien años fumaba, le acompañé y llenamos la sala de humo. Un rato después continuó.
─Tus desdichas solo pueden aspirar a ser ecos sin respuestas, ténlo en cuenta.
Ese fuego hipnótico nos hizo pasar horas sin hablar, sus formas, sus pequeñas combustiones...
─Ocupa el lugar que te corresponde, hazme caso.
Con la barra puso un tronco más en el fuego y luego comenzó a levantarse para irse a dormir.
─¿Le ayudo?
─No.
Antes de llegar a su habitación paró y me dijo.
─Me alegro de que hayas vuelto.
─Buenas noches tío.
─Buenas noches hijo.
Salí a dar una vuelta y en una de las ventanas estaba su nieto fumando relajado (cuidador y buena
gente). Nos saludamos con gestos nobles.
Luego, en esa noche estrellada la bóveda me covijó con sus destellos. Paseé horas a oscuras
mirándoleas. Me encantaba ese pueblo y su paz.
Al día siguiente organizamos un viaje corto por los parajes de «Cabeza de Buey»; la idea nos vino bien
para relajarnos y salir. Llegamos a un lago lleno de pescadores de caña encantador. Sacamos las mesas y
las sillas de camping y ahí nos quedamos tranquilos. Los destellos de esa agua inerte nos hipnotizaron
un poquito. Y sin venir a cuento mi tío nos explicó un sueño.
─He soñado con detonaciones de artillería en la fría nieve de Krasny Bor y lo raro es que éramos todos
viejos ¿Raro verdad? Los agujeros de los morteros convertían la planície en un paisaje lunar
congelado de explosiones y casquetes; los abuelitos, asfixiados por la edad luchaban en esos cráteres
arrastrándose como culebras. En ese horror aguanté asustado hasta que un enemigo desquiciado me
atacó. Peleamos como locos arrancándonos la piel o más bien nuestros pellejos hasta que una
detonación se le llevó su cabeza y mi brazo izquierdo. Aterrado miré sus restos y los míos esperando
chorros de sangre ¿Sabéis qué salió?
Esperamos la respuesta.
─Tierra.
─¿Tierra?
─Tierra y piedrecitas... Menuda pesadilla más estúpida.
Se rascó la nariz y nos dijo con algo de sorna.
─Se acabó el cine por hoy.
Anocheció y preparamos la cena fría hasta que la hora mágica nos abandonó del todo. A nuestro
alrededor varias polillas daban vueltas a una bombilla provocando sombritas caóticas. Con esa extraña
luz el tío Miguel nos habló pensativo con su mirada como embaucado por algo.
─Los mil fantasmas del pasado nos advierten, escuchémosles...
Tercera parte
Los círculos se cierran
El tío abuelo conoce al sobrino nieto
La Bonita o la locomotora mágica
Andábamos bajo las brumas tranquilas mientras su nieto trataba de cazar alguna tórtola. Íbamos
relajados cuando en un campo vimos una vía para trenecillos de jardín que se perdía en la niebla
inerte. El tío Miguel la miró y comentó.
─Es raro, esta vía no la recuerdo.
Caminamos media hora más y vimos a unos operarios con monos blancos instalándolas. Lógicamente
nuestra curiosidad nos pudo y les preguntamos si había alguna feria cercana de ferroviarios aficionados.
Los operarios decían que no sabían el motivo ni quién había organizado eso, añadieron que eran unos
simples mandados.
Nos quedamos un poco perplejos cuando mi tío dijo: ─Bueno, sigámosla, no tenemos nada mejor qué
hacer. Y eso hicimos. Andamos y a la media hora nos dimos cuenta que nos llevaba hacia
Almendralejo. Miguel comentó: ─Qué raro, parece que va hacia mi casa.
Un viento radical y caótico comenzó hacer volar todo tipo de cosas y polvo cuando por el aire
apareció un helicóptero que aterrizó en el descampado, los perros ladraron todos a la vez asustados y
algún caballo de las cuadras huyó. Del helicóptero salió el Marqués excéntrico andando con ese
desgarbo a paso firme acompañado de sus guarda espaldas. Llegó y lo primero que hizo fue sacarse sus
guantes y después saludarme.
─Es usted muy raro, conquista su reliquía y luego se olvida de ella.
Sacó sus guantes de sus manos finas y me dio la mano, yo, lógicamente le presenté a mi tío y a su
nieto. Les saludó con corrección y me miró con algo de antusiamo diciéndome.
─Debe de venir conmigo.
─¿Y ellos?
Les observó de arriba abajo y luego calculó el espacio de su helicóptero.
─Creo que no caben, lo siento.
Tuve que irme con él....
Subimos por encima de las casas hasta lograr una buena altura y una vez enderezado el runbo me hizo
una pregunta.
─¿Ha oído hablar del principio de incertidumbre?
─Algo.
─¿Conoce la matemática del caos?
─He leído algún artículo sobre eso.
─La teoría del caos puede ser una herramienta interesante para obtener la claridad: cuando mis cálculos
de probabilidades obtienen resultados me pongo en alerta. Y cuando son confusos profundizo
explorando la matemática cuántica...
─¿Y eso lo hace usted solo?
─Lo hago con mis matemáticos.
─Usted se debe aburrir ─le insinué con sorna.
─En absoluto, se lo aseguro ─abstraído miró un poco la vista y continuó. ─En esas latitudes
exploramos los espacios algebraicos, las ecuaciones diferenciales y las probabilidades ¿me sigue?
─Más o menos.
─Lo que nos llevó de cabeza fue entender porque usted y yo hemos coincidido en el plano material;
piense en el conflicto, en el fondo estamos aquí por un error de encriptación, algo que raramente
ocurre ¿no lo ve extraño?
─Diría más: alucino.
─Le entiendo.
─Estamos juntos en este helicóptero por culpa de una clave escurridiza ¿sabe cómo funciona un
mensaje encriptado?
─Se basa en ocultar información, creo.
─Si alguien lograra desmontar mensajes encriptados estaríamos perdidos: toda la mierda saldría a la luz.
Pero siempre trato de ser positivo, así que este asunto lo he establecido como un toque de atención
íntimo. Lo que para usted es una cosa para mi puede ser otra. Créame, todo esta interrelacionado,
estamos en una red que no vemos pero empezamos a intuir.
Quizás ese señor tuviera razón, a lo mejor las paradojas las buscamos nosotros mismos, acaso la
casualidad es una ilusión, tal vez nuestros inconscientres se entrelacen y no lo sepamos; la cuestión es
que había vuelto a la finca donde llegué días atrás por culpa de la niebla. Y en esos instantes intuía que
iba a encontrarme a esos pobres sirvientes que malvivían en esa casucha. Uno de ellos me intuyó:
curioso, sí.
Andamos por esa finca enorme atravesando el salón con trofeos de caza y armería de siglos hasta un
jardín interior donde se encontraba la locomotora envuelta de vapores y humos a presión ¡Dios! quedé
literalmente transportado al país de los sueños; un magnético hiperrealismo emanaba de ella a escala
uno veinte; esa máquina parecía de verdad. El Marqués alumbró sus secretos.
─Le hicimos un escaner y nos dimos cuenta de que en su interior se acomulaban las sorpresas, vimos
que tenía un motor a vapor a la escala convenida y decidimos comprobar su estado, estoy seguro que
el antiguo propietario la mimó; no está mal para una locomotora de cincuenta y cinco años, de metro
y medio por sesenta centímetros de altura y veinte kilos de peso. Es sólida como una piedra, es
perfecta. Si observa los laterales de la cabina tiene una palanquita de velocidad constante a dos
kilómetros a la hora con una potencia muy bien equilibrada. Una pregunta ¿su padre era ingeniero?
─No, mi padre fue piloto de la república.
─Me hubiera gustado tomar unas copas con él y debatir algunas cuestiones.
─¿Y bien? ─le pregunté.
─Le haremos estirar las piernas ¿está preparado?
─Lo he estado siempre.
─Perfecto.
Ejecutó la manivela hacia arriba y la locomotora inició unos ruidos de compresión del vapor
inquietantes, tembló toda ella y con majestuosidad «La Bonita» comenzó a moverse como una
locomotora auténtica con su ruido natural. De vez en cuando un mecanismo lógico conmutaba el
silbido y en esos instantes mágicos me emocioné. De mi memoria surgieron imágenes calcadas a ese
presente inesperado de esa locomotora embajadora de mi infancia. Verla surcar por esos campos en su
línea privada fue un placer maravilloso, todos andábamos tras ella tranquilos viendo como sin prisas y
sin pausas avanzaba llardas, subía cuestas y las bajaba con una precisión de reloz suizo, su olor a fuego y
a carbón nos impresionaba, incluso el viento nos trajo su hollín hacia nuestras pupilas haciéndonos
llorar. Enfilamos la última recta con un cierto desnivel cuando me percaté de la decisión de los
ingenieros para el final de la línea. La máquina entró por la calle principal de Almendralejo y de allí
enfiló el jardín por una puerta de las puertas traseras hasta superar una rampa que terminaba en una
recta con tope de vía antigua. Allí un operario la esperó y con mimo bajo la palanquita. Eso hizo que
toda ella se llenara de vapor y quedara expuesta. Fascinados todos por su poderío la miramos en un
ejercicio diría que místico. Al cabo de un micro-tiempo o de horas el Marqués habló.
─Le cogí cariño, mucho cariño... Buenos días a todos.
Se fue con sus guarda espaldas y no volví a verle jamás.
Esa noche organizamos una cena a su alrededor con velas y candelabros, con un silencio cósmico
comimos observándola durante horas. Después todos se fueron a dormir y me quedé solo ante ella, ahí
estaba impasible acompañada de los grillos nocturnos.
Con la primera luz salí a tomar el aire y decidí comprobar si aún estaba esa línea que construyó el
Marqués: caminé bastante y no vi ni rastro de raíles.
La última reunión
Fuimos a buscar a mi hijo a un aeropuerto inmenso de arquitectura avanzada cerca de ese lugar donde
Cervantes perdió la memoria. Las puertas automáticas se abrieron como el telón de una obra hueca y
nos invitaron a paneles ultramodernos iluminados con luces frías, caminamos en busca de información
cuando vimos que todo estaba muy bien ordenado; pero, faltaba lo más importante: viajeros y aviones.
El único vuelo era una vez por semana y normalmente llegaba medio vacío. Al ratito una luz en el
cielo se fue agrandando hasta convertirse en un avión de una compañía low cost de la que no recuerdo
su nombre.
Para ir a recibirlo tuvimos que superar cintas automáticas y pasillos interminables con indicaciones de
diseños futuristas en todos los idiomas y con anuncios de publicidad sofisticada. La puesta en escena
tenía una simetría diría que inquietante. Cansados de dar vueltas, absurdas, llegamos a la inmensa sala
de llegadas nacionales y, allí se abrió una puerta exagonal donde salió el único viajero con cara de
asustado: mi hijo. Nos abrazamos, le presenté a Miguel y a su nieto cuidador e improvisamos las
primeras bromas.
Una vez de nuevo en Almendralejo fuimos al único mesón, allí Miguel le miraba fascinado y con
cariño me comentaba.
─Tiene los rasgos de tu padre y me recuerda al primo José.
─Yo veo los ojos de mi madre en él.
Miguel y mi hijo al principio se tantearon con timidez, la verdad es que observarlos me divirtió,
necesitaron como tres días para que ambos se relajaran. Y cuando ese mini-periodo acabó conectaron.
Mi tío fue profesor de literatura y mi hijo estudiaba filología hispánica, noté que había una especie de
acoplamiento natural entre ellos que, fue a más cuando mi tío le hizo la pregunta mágica.
─¿Quieres aprender algo?
Mi hijo le respondió con gestos afirmativos.
─¿Has oído hablar de «El Entremés de los Romances»?
Esa pregunta fue como la chispa que inició un fuego de preguntas y respuestas infinitas, de repente me
vi relegado al mero papel de comparsa. Fue viéndoles que tuve esa visión cósmica del tiempo en el
que vi el pasado y el futuro unidos por un tema clásico: «El Quijote y el Entremés...». Incluso
lograron hacerme sentir culpable por no haberles presentado antes.
Otro día mi hijo y yo paseábamos por uno de esos campos tranquilos.
─Hablé de nuevo con mamá ─me comentó serio.
─Hiciste bien.
─Me preguntó como estabas.
─Pues, le llamé y me colgó.
─¿Estáis bien, papá?
─Estamos muy bien.
─Vale.
En esa época habían silencios entre nosotros, cosas normales entre padres e hijos.
─¿Cómo diste con él?
─Es largo de explicar, hijo
─Me ha caido bien.
─¿Decías?
─El tío Miguel me ha caído bien.
─Me alegro hijo.
Un viento ondulaba a las encinas con suavidad y hacía volar las hojas sueltas. En ese instante Miguel
nos dijo.
─La prima Ángela y yo os invitaremos a cenar, ella tiene curiosidad en conoceros.
Todos nos vestimos de gala y una vez elegantes nos vino a recoger una limosín de corte clásico. Por el
camino Miguel me comentó.
─¿Tu padre no te habló de la prima Ángela?
─Alguna vez.
─Leocadio y ella tuvieron un amor platónico.
Llegamos a un asador en medio de la nada parecido a una iglesia de arquitectura colonial, entramos
por un claustro donde habían animales de granja en el patio central y subimos al comedor rústico
iluminado con velas, en la decoración habían espejos antiguos con jarrones llenos de flores variadas y
planchas redondas de metal dorado que reflejaban el fuego de un hogar acojedor. A los cinco minutos
mi tío me dio una pellizco señalándome hacia la entrada. Allí estaba la anciana tan frágil como
diminuta, un señor engominado la llevaba en una silla de ruedas sofisticada, cuando llegó recuerdo
como cogió mi mano con suavidad y luego abrazó a mi hijo. Una vez sentados y presentados todos
con educación no dejó de mirarme. Nos sirvieron con la pomposidad habitual de un restaurante de
categoría. Le miré con simpatía. Cuando acabaron de servir me dijo.
─Así que usted es el hijo de Leocadio.
Di un suspiro y le respondí ─Sí, soy su hijo menor.
Noté un cierto relajo en su cara y una sonrisa suave de aprobación.
─Coma, qué se enfría.
Hacia el segundo plato intuí una cierta inquietud entre Miguel y la prima Ángela, con titubéos me
hablaron sobre una herencia de unas tierras que se vieron forzados a quedarse porque mi padre no dio
signos de interés. Les respondí que esos asuntos no me incunvían y les aclaré.
─A mi me atrajo la curiosidad.
La prima Ángela continuó observándome con sus ojos cansados cuando me preguntó.
─¿Cómo le dio por venir?
Tarde un poco en responderle, tuve que hacer un esfuerzo considerable para sintetizar todo lo que me
ocurrió. Dudé.
─Me alumbró un peregrino en Finisterre... Yo, o al menos mi intención, era ir a Sevilla a por La
Bonita; pero, las cosas se torcieron y acabé en el fin del mundo. Ese buen hombre, con solo una frase
certera, me hizo ver que la La Bonita era solo una excusa, una especie de macgufin puesto ahí para
provocarme. Me di cuenta que el viaje era mucho más y me dije: «¿Por qué no vas en busca de aquella
familia remota de tu padre? Quizás encuentres aquel hermano de ideas opuestas a la suyas, pruébalo; sí,
ya sé, nunca se dirigieron la palabra, pero ¿eso que tendrá que ver contigo? Hazlo Julián, igual aún
vive». Y aquí me tienen.
Continuamos cenando tranquilos en ese lugar acogedor cuando recordé un secreto muy íntimo. Les
miré unos instantes con mi sonrisa cómplice e incluso dilaté el tiempo a propósito para provocar
interés. Decidí explicarles de que se trataba.
─He de mostrarles algo especial.
Del bolsillo saqué un medallón circular y lo puse sobre la mesa.
─Hasta ahora no se lo he enseñado a nadie y no sé la razón.
Lo miraron con curiosidad cuando Miguel me comentó.
─Parece tener signos cabalísticos.
─Os explicó, Miguel lo sabe, en una aldéa perdida de los picos encontré a una anciana viuda de un
compañero de mi padre y también piloto. En su casa guardaba un baúl con todas las pertenencias y allí
encontre cartas de él y especialmente una de mi padre desgarradora, bien, a su lado vi un talismán
brillante, primero lo toqué y luego me decidí por las cartas. Al dia siguiente antes de irme volví de
nuevo al baúl para verlo mejor, recordaba aún sus brillos desde la noche anterior y recuerdo que yacía
sobre el traje de la gloriosa, me atrajo su belleza y lo cogí con delicadeza para observarlo de cerca, una
vez en mi mano pensé en la invocación a la suerte desesperada de esos pilotos en esas batallas de dios.
Por respeto a su dueño no pensaba quedármelo; pero, justo en ese instante noté a la viuda detrás
cuando me dijo: «Ahora debes quedártelo, él ha venido a ti». La anciana en cierta manera me dio la
bendición y desde ese momento me di cuenta que me pertenecía.
La prima Ángela lo miró con antusiasmo ─Su talismán misterioso parece de oro. Debería ponérselo.
─No es mala idéa.
Me lo puse con la aprobación de todos y les pregunté ─¿Qué os parece?
La prima Ángela alzó con lentitud la copa y provocó un brindis; después, la conversación rozó la
guerra civil y, como un reloj invertido, derivó en recuerdos y trastadas de esa infancia de otros tiempos
donde ellos jugaban con hormigas y petardos, donde los bosques se convertían en lugares de aventuras
imaginarias con complicidades secretas ante los padres encorsetados. Lloramos de risa cuando nos
detallaron la accidentada proyección de una película de Charles Chaplin en una noche de verano; en
fin, hablamos de la inocencia entrañable y de sus infancias remotas.
Cuando llegamos a los postres exquisitos, a las copas de cognac y, a los puros, salimos a tomar el aire.
Reíamos aún de los secretos que habían salido a la luz.
En el porche y ante una tarde maravillosa Miguel hizo una señal a los camareros. Al rato trajeron un
carrito de mesa donde llevaban una urna de cristal que protegía a un libro enorme del siglo de oro.
Miguel lo miró mientras llegaban, con pomposidad lo dejaron ante nosotros y sacaron el cristal.
Después subió la vista hacia mi y me preguntó.
─¿Recuerdas esa noche con la Zíngara?
─¿La del toro de Guadalupe? Pues claro.
─Hace tiempo hallé un mapa del siglo XVII en un anticuário de Sevilla. La casualidad me puso a la
zíngara en las narices; sí, la que conociste esa noche. En un crepúsculo sin luna le hablé de un libreto
viejo que buscaba con interés e hicimos un pacto; espero no fuera con el diablo... En la luna
convenida fui hacia su choza y una vez ahí inció un extraño ritual, y según ella, con tres espíritus que
andaban flotando cerca. Con gran parafernalia esotérica puso el péndulo sobre el mapa y le hizo
preguntas en un idioma ancestral, el colgante se movió misterioso dando rodeos durante horas y justo
en Argamasilla del Campo vibró todo él varias veces. He de decir que ese delirio tenía su magia. Tiró
algo al fuego y provocó una llamarada azul y con sus ojos oscuros y penetrantes me dijo «Debes de
buscarlo en ese pueblo de castillos antes de la próxima luna ¡hazlo!». Le hice caso, decidí ir a esa
población con mi difunta mujer, paseamos por sus calles encantadoras cuando en una calle estrecha
encontré un anticuario que para mi fue magnético, en su escaparate barroco vi un libro antiquísimo de
Lope de Vega que me llamó la atención y pregunté por él. El anticuario me lo mostró, se trataba de un
tomo maravilloso impreso en Barcelona hacia 1612; sin pensarlo le dije «Si en los intervalos
encontramos un entremés bautizado como “El de los Romances” le doy lo que me pida». A lo que él
respondió «Señor, no sé si atesora tanto duende...».
─¿Y estaba?
─El entremés se encuentra entre la segunda y la tercera parte. Se lo compré.
─¿Cuanto pagó por él?
─Un dineral. Luego me explicó sus andanzas... ¿Queréis conocerlas?
Éramos todo oídos.
─Según me dijo, hacia el año 1623 viajó a sudamérica en una compañía de comediantes hasta el
Virreinato del Perú. En el terremoto de Arica de 1615, en Chile, se le perdió la pista apareciendo en
un galeón holandés rumbo a europa. Me aseguró que dio vueltas en un baúl durante la guerra de los
treinta años y que luego durmió el sueño de los justos apareciendo en plena toma de la Bastilla. En las
guerras napoleónicas dio tumbos, y dicen, se le vio cerca de Cadiz alumbrando el espectáculo de una
compañía de juglares en los festejos por la inauguración de la Pepa. Escurridizo él, en un bombardeo
de las tropas francesas desapareció. Hacia el año 1870, cerca del mar rojo, una inundación dejó al
descubierto dos nichos dentro de una cueva milenaria, allí un pastor encontró el hallazgo de un tesoro
increíble, habían noventa libros de metal y en cada uno de ellos quince hojillas de cobre junto a unos
rollos escritos en sumerio con unos cuencos y manuscritos varios. Haciéndoles compañía había un
baúl misterioso con ejemplares de los siglos XV, XVI y XVII y dentro reposaba este libro errante. El
pastor, intuyendo plata, vendió el botín a unos beduínos y estos traficaron con él por diversos lugares
del antiguo Imperio Otomano. Hacia los inicios del siglo XX llegó a manos de un sultán de Rabat
quedando en el limbo de sus estanterías inmensas hasta que en los años veinte, del siglo pasado, un
descendiente suyo subastó la librería completa. El ejemplar volvió a nuestro país adquirido por un
comerciante hasta que el bisabuelo del anticuario lo compró en un lote de pertenencias cerca de
Córdoba.
Nos quedamos alucinados, Miguel se lo miró y dijo.
─Según algunos «El Entremés de los Romances» fue la inspiración del Quijote. Hay rumores de una
edición datada en 1593 o 1597 y si se encontrara nos sacaría de dudas por ser anterior a 1605.
El nieto de Miguel, algo alegre, le preguntó ─¿Qué pasó en 1605, abuelo?
─Se publicó el Quijote.
Nos miró a todos dando un rodeo con su cabeza como retándonos.
─Durante mi cautiverio por anciano he tratado de encontrarla sin éxito. Realmente me lo he pasado
de fábula investigando sobre el entremés misterioso y persiguiendo a esa edición fantasma de 1593.
─¿Cómo la ha perseguido? ─le preguntó mi hijo.
─Con el esoterismo de la zíngara y su péndulo de oro.
─¿Le encontró sentido a todo eso?
─¿Acaso «Las Quijotadas» lo tienen?
Deslizó sus yemas sobre el lomo de ese libro antiguo y me dijo sonriendo.
─Tócalo Jualián.
La timidez me dejó algo bloqueado, los demás invitados escuchaban muy atentos.
─Tócalo, vale la pena.
Las yemas de mis dedos planearon por las texturas de esa tapa vieja hasta sentir sus arrugas cortantes;
noté también su olor de siglos.
─He decidido regalártelo.
Un escalofrío me electreficó...
─¿Cómo dice?
─Quiero que aceptes este libro.
Deslicé de nuevo las yemas de mis dedos sobre sus hojas y su portada sólida. Abstraído dialogué
conmigo unos instantes cuando me insistió.
─Hazlo por tu padre.
Pensé en las andanzas de ese libro, en el tiempo de sus escritos, en su valor simbólico... Acepté el
regalo. Nos dimos un fuerte abrazo.
A la salida fuímos a una de las casas de la prima Ángela por una carretera con cipreses alineados a los
lados. Su casa me recordó a un museo de reliquias antiguas con retratos de antepasados en blanco y
negro, había visillos en los balcones y papel viejo en las paredes junto a miles de objetos de valor. Nos
invitó a todos a una copa de oporto. Haciendo esfuerzos para lograr que la entendiéramos empezó a
decir.
─Eché de menos a Leocadio durante mucho tiempo.
Me miró y acariciándome me dijo.
─Tiene usted su misma mirada.
Bajó su cabeza y quedó abstraída. Nos quedamos en un silencio tan solo roto por el «tic tac» de un
reloj antiguo. Cuando sonaron sus campanillas volvió de sus pensamientos y nos dijo.
─Debo ir a la capilla a rezar el rosario, es la hora.
Me abrazó y luego hizo lo mismo con mi hijo.
─Me ha gustado conocerles.
Ayudada por el señor engominado se la llevó hacia la capilla en la silla de ruedas.
Esa noche estuve horas con Miguel en el silencio de ese hogar con esas brasas incandescentes cuando
me comentó.
─Me impresionó esa carta desgarradora.
─Esa carta es le da sentido a todo, tuve suerte de encontrarla, mucha.
Miguel dio un suspiro de tristeza y me habló de mi abuelo.
─Nuestro padre era un admirador de los camisas negras italianos y nunca le perdonó que luchara a
favor de la república, cuando se enteró de su afiliación al partido comunista entró en cólera y lo
desheredó. Se abrió una esclecha entre ambos y por eso no supimos de él en décadas. Yo, en cambio,
me dejé llevar por mi padre y acabé viéndomelas con los inquisidores.
─¿Se arrimó mucho a la barbarie?
─Lo justo para sobrevivir y prosperar, para qué engañarnos. En esa época de razonamiento y hambre
me convertí en un arrivista.
─Bueno, no se culpe; al fin y al cabo usted lo hizo para acabar siendo profesor de literatura.
─Y cómplice de otras cosas, dejémoslo.
Su cara era el reflejo de asuntos turbios de la memoria.
─Admiré a tu padre porque llevó su convicción hasta sus últimas consecuencias. Siempre nos
respetamos. Jamás hablamos de política, no éramos tontos. Y nunca le consideré un enemigo.
Ese día el fuego tenía un brillo rojizo como una estrella casi sin alma, extraño. Le comenté.
─He recopilado información sobre mi padre, esa carta es sólo la punta de la cima.
─¿Y qué harás con todo eso?
─A lo mejor escribir.
─Si decides hacerlo deberás de dejarte la piel.
El fuego casi dejó de dar lumbre y se fue apagando con un humo blanco moribundo. Miguel comenzó
hablarme de mitología y del tiempo.
─¿Sabes? en el olimpo las tejedoras concebían el destino de los mortales de forma caprichosa... ellas
tejían en silencio y, ni el mismísimo Zéus se inmiscuía en sus asuntos, es más, las temía. Mi hilandera
me ha obsequiado con cien años... ¿quién seré yo para discutirle? Ando ya muy cansado, demasiado,
intuyo la última vuelta del telar.
Al rato se levantó y apoyando su mano sobre su hombro me preguntó.
─Me hubiera gustado tomarme la última copa con tu padre ─apretó mi hombro y se despidió ─. Me
hizo feliz tu aparición. He de decirte que la intuí.
Subió las escaleras con lentitud cuando oí sus pasos por el piso de arriba hasta que llegó a su aposento,
oí también como se sacó las botas y el ruidito del somier acariciándole en el sueño buscado.
El último día lo saboreé sin prisas, primero cantó el gallo, a continuación fuímos a desayunar bajo un
piñonero y luego dimos un paseo largo. A la hora del Ángelus llegó la prima Ángela, después se nubló
y comenzó una fina lluvia que se hizo permanente. Volvimos a la casa para recoger las pertenencias.
Antes de la partida decidí ir a observar a La Bonita... Llegó el nieto junto con Miguel y les pedí que
trajeran a Ángela.
─¿Qué ocurre Julián? ─me preguntó Miguel.
─Estoy planteándome dejarla aquí ¿la cuidarían hasta que me decida? ─les pregunté.
─¿La cuidaríamos Ángela?
Ángela ordenó a su cuidador para que la llevara frente a la locomotora, una vez ante ella la observó en
silencio.
─Es una maravilla ─afirmó.
─Julián nos pide que la cuidemos.
─Me encargaré de que la tengan pulcra, a punto para revisión, engrasada y con la pintura brillante.
Mientras yo viva no se oxidará ─se giró como pudo para decirme. Te doy mi palabra.
Admiré su belleza por última vez abstraído de todo. Qué paradoja; viajé miles de kilómetros en su
búsqueda y cuando logré poseerla la dejé en ese pueblo. Eso sí, en magníficas manos.
Almendralejo de la Cogorza parecía llorar triste por la fina lluvia que hacía brillar sus tejados, en ese
land rover de otros tiempos decidí girarme para ver como las encinas lo iban apartando de mi vista, ya
a lo lejos y con los cristales mojados solo divisé su silueta de esas casas añejas. Estuvimos en silencio
durante el caminito que nos llevó hasta ese apeadero con esa vía ladeada. Cuando llegamos nos
sentamos bajo las marquesinas y esperamos, la fina lluvia nos acompañó. Y por fin oímos un pitido de
un expreso a fuel oil. Le dije con tristeza.
─Llegó el momento.
Recuerdo a mi hijo emocionado, el tío Miguel pareció darle algo.
─¿Qué es?
─Una estilográfica, niño.
─Toma ─la prima Ángela le regaló un reloj maravilloso.
Se abrazaron ellos tres, luego, nos abrazamos todos con fuerza, nos abrazamos con emoción, nos
abrazamos con fraternidad; había sentido en todo, habíamos logrado encontrarnos.
Aún veo a la prima Ángela y al tío Miguel contenidos en esa estación de solo una vía interminable
desfallecer en el horizonte de esos campos eternos, el último día fue triste por que sabíamos que la
despedida sería para la eternidad. Yo logré contenerme; mi hijo se emocionó. Las despedidas siempre
han sido tristes. Hubo un momento en que decidí no volver la vista atrás, desde ese instante debía
serenarme y llevarlo casi todo hacia la memoria. Y en eso aún estoy.
La vuelta silenciosa
Soñé con una niebla inerte que me hacía entrever a una ciudad devastada junto a un cementerio
donde las tumbas no tenían nombres. Caminé por ese lugar en penumbras hasta llegar a un
embarcadera de un mar sin olas. Allí vi a la prima Ángela y al tío Miguel con su nieto fiel que les
ayudaba a subir a una barca sencilla con un remero de rostro impasible; recuerdo que la niebla
convertía el cielo en un azul rojizo de donde caía ceniza. Una vez montados en la barca el nieto la
empujó con fuerza y se deslizó por ese mar hasta que el barquero comenzó a remar a ritmo lento; la
niebla los fue embaucando mientras se alejaban y creo que en el último instante me intuyeron.
Desperté y no sé cuanto tiempo estuve en silencio. Quedé tan frío que no fui capaz ni de
emocionarme.
Mi hijo y yo vaijábamos en silencio en el ave, volábamos sobre los raíles de la tierra por esos monegros
imposibles, recordé el viaje de ida y toda su odiséa hasta que terminé en ese lugar dantesco donde
almacenaban inmigrantes, que vueltas da todo.
Llegamos con puntualidad a esa Torre de Babel en construcción y una vez en Barcelona fuímos al piso
de la calle diputación.
Para relajarme decidí ir a dar una vuelta por los mismos lugares donde transcurrió el caos al inicio de
ese viaje entrañable. Bajé por las ramblas como ese día y a la altura de la ópera vi tan solo a los turistas
que paseaban tranquilos. Esperé a la revolución pero no llegó, luego, descendí hasta el puerto con sus
barcos llenos de luces y las torres del aéreo al fondo iluminadas por murales gigantes de estrellas del
fútbol. Levanté la cabeza y vi un cartel donde leí: «Las Golondrinas». Ahí recordé esa embarcación
que iba a la deriva con lenguas enormes de llamaradas cuando me vino ese comentario de alguien: «¡Es
una golondrina!». Y sí, caí, por fin comprendí el chiste... En el paseo marítimo las tiendas del
movimiento “21A” se amontonaban de curiosos, esa normalidad me inquietó, todos andaban por ahí
como presos de un automatismo extraño, había un algo en el ambiente que no me convencia en
absoluto, la pobreza había logrado de manera demencial hacerse invisible, intuí olor de resignación y
nula esperanza, aquellos instantes llenos de dignidad habían desaparecidoa, a lo mejor lo que viví solo
fue un calentón. Después me dejé llevar por el mismo itinerario, caminé viendo las terrazas de la
Barceloneta y por la playa hasta llegar a esa estación enorme y me adentré por ese barrio sofisticado
puesto encima de la miseria.
Volví a casa de mi hijo algo decepcionado por esa ciudad de mentira.
Apurando la mecha de los últimos días decidí volver a ese pueblo de la costa donde vertimos las
cenizas de mi padre. Alquilamos la misma barca con el mismo barquero y nos fuímos a alta mar. Noté
que mi hijo me miraba algo preocupado y le solté un sermón.
─¿Sabes hijo? por estos cielos tu abuelo voló por última vez.
─¿Ah sí, papá?
─Sí, hijo. Míralo bien.
Estuvimos un ratillo mirando al cielo y por mimetismo hizo lo mismo el barquero.
─Cuando murió nos dejó una carta rogándonos vertiéramos sus cenizas por aquí . Ahora lo entiendo
todo... todo...
─¿Estas bien papá?
─Estoy de puta madre, hijo.
Volvimos a ese restaurante aún más cuco y nos pedimos una paella marinera. Comimos tranquilos y le
dije algo que necesitaba sacarlo.
─Hijo, sé que para ti soy un pendejo o, según estas latitudes, un capullo ¿verdad qué es así?
El niño, porque siempre será así para mi, quedó con los orines cambiados y la paella a medio caer.
─¿Verdá?
─¿Por qué me dices eso?
─Porque es así. Come, anda, no te lo tomes a mal.
Algo descolocado mi hijo continuó con la paella.
─Espero tengamos la suerte y que el tiempo nos de para que nos olvidemos de lo evidente...
Mi hijo me miró descolocado y serio.
─Lo que quiero decir es que cuando crezcas ya me verás como una persona normal. Lo siento.
Continué almorzando como si tal cosa como disimulando ante las barbaridades que le había dicho. Al
rato dejé los cubiertos para llenarle su copa de vino y le propuse un brindis.
─Por tu abuelo.
─Por él.
Dimos un sorbo.
─Le recuerdo como un huraño solitario ─dijo.
─Fue su elección.
Le miré a los ojos para hablarle con sinceridad.
─Si hay algo que valoro de este viaje es el encuentro de esa carta, gracias a esos escritos he
comprendido tanto sus secuelas físicas como psicológicas. Y especialmente me ha intrigado su opinión
sobre europa.
Reposé mis espaldas en el asiento y dejé la servilleta sobre el mantel.
─Quiero decirte, hijo, que es un error prejuzgar y que la vida a casi siempre te pone en tu lugar.
─¿Por qué se fue a Panamá?
─Se fue, eso es todo.
─¿Estuvo muy solo ahí?
─Estuvo tranquilo.
Le mentí, de eso último siempre tuve mis dudas.
Aquella noche hicimos el equipaje y le noté suave. Al día siguiente tuvimos que ir al aeropuerto a una
hora extraña, en cierta manera ya comenzaba a sufrir del jet lang... Tramitamos los equipajes y fuímos
hacia los controles, allí nos miramos frente a frente y nos dimos un abrazo. Antes de marchar le
expliqué lo que en cierta manera intuía.
─Voy a divorciarme de tu madre, lo haremos en cuanto llegue.
─Ya me lo imaginaba.
─Lo sé, dame otro abrazo.
Nos abrazamos fuerte. Cogí el equipaje de mano y antes de llegar a los controles oí.
─¡Papá!
Me giré.
─¡Te quiero!
─¿Yo también! ¡Cuídate hijo! ¡Dale fuerte!
Cogí de nuevo los bártulos y me dirigí a los controles desquiciantes. Luego me enviaron a un limbo
lleno de anuncios y luces ultramodernas y en esa dispersión busqué mi puerta de embarque.
Epílogo
Leí el periódico, desayuné, y por fin anunciaron la puerta de embarqué del jumbo 747 que me tocó en
suerte, y bueno, siempre hago cosas extrañas antes de acceder a un avión; pero, ese día noté una paz
especial e inclusó diría que deseos de volar.
La ballena con alas hizo la maniobra mastodóntica y comenzó a deslizarse por la pista secundaria para
terminar en la de despegue, mientras, oímos las palabras del comendante darnos los buenos días y
todos los detalles para que disfrutáramos del viaje. Y por fin dijo.
─«Despegue inmediato, en un minuto estaremos en el aire, que tengan un vuelo agradable».
Ese despegue fue especial porque las habituales mariposas se volvieron deseos de volar. Cuando el
avión enfiló la pista pensé en mi padre y en ese cielo que nos esperaba. En el tiempo que sentí la
potencia de los motores cerré los ojos para percibir a la nave iniciar la curvatura con el ángulo preciso,
noté la sensación impagable de comenzar a volar y la atrapé deslizándome por esos instantes únicos,
recordé ese último vuelo de mi padre, ese combate a mar abierto por el que ahora volaba; elevándonos
disfruté de la vista y durante un rato pasaron bajo mis pies todos esos lugares por los que había dado
vueltas.
Qué diminuto se veía todo desde la lejanía de la memoria.
Uno de los misterios fue ese talismán que apareció en el baúl de la carta, aún recuerdo la voz de esa
anciana enorme con zancos, esas montañas con niebla, esa humedad con aire puro, esa sentencia:
«Ahora debes quedártelo, él ha venido a ti».
Cuando el avión enfiló el oceano y dejó atrás la península entré en un pre-sueño suave y comencé a
ordenar las vivencias durante una eternidad tranquila; y en ese limbo oí una voz que me dijo...
Llévalo siempre
El talismán de los espejos
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