Dialéctica entre la esperanza y el desencanto democráticos

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RODRIGO PÁEZ MONTALBÁN
Dialéctica entre la esperanza y el desencanto democráticos
Dialéctica entre la esperanza
y el desencanto democráticos
RODRIGO PÁEZ MONTALBÁN*
Un cierto desencanto democrático
T
odo parecía indicar, al inicio de la década de los noventa, que en
América Latina la democracia había llegado para quedarse. Con
el resultado de las elecciones en Nicaragua (1990) y la firma de los
acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996), se cerraban algunos de los más álgidos conflictos armados en el subcontinente.
América Central aparecía, en cierto sentido, como el último capítulo de la “transición democrática” que había ido cambiando el mapa
en gran parte de América del Sur, de las dictaduras militares a los
regímenes civiles, procesos generalmente calificados de “exitosos”. Se
había pasado de una percepción de crisis general a una demanda universal de democracia.
Estas percepciones, dentro del clima de desconcierto que caracterizó
al final del siglo XX , se fueron atenuando a medida que las expectativas
puestas en la vida en democracia sólo estaban siendo parcialmente satis*Sociólogo y Psicoanalista. Investigador del Centro Coordinador y Difusor de
Estudios Latinoamericanos, UNAM-México. Entre sus publicaciones recientes
se encuentran los libros: La paz posible. Democracia y negociación en
Centroamérica (1979-1990), México, IPGH– CCyDEL-UNAM, 1998;
América Latina: Democracia, pensamiento y acción. Reflexiones de utopía,
México, Plaza y Valdés-CCyDEL, 2003 (En coautoría con Horacio Cerutti
Guldberg); L’éducation au regard de la mondialisation-globalisation, México,
AFIRSE-CESU-UNAM, 2003 (Coordinación general de Patricia Ducoing).
En prensa Deseo, saber y transferencia. Una mirada psicoanalítica a la
educación, México, Siglo XXI Eds. (En coautoría con M.del Pilar Jiménez
Silva y La dimensión imaginaria de la democracia, fruto del proyecto de
investigación: Democracia en América Latina: de imaginarios, procesos y
transiciones.
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fechas. Persistían los problemas económicos de anteriores “décadas perdidas” y las lacras de la impunidad, la corrupción y el mundo del narcotráfico,
entre otras, se sumaban a los ancestrales problemas políticos y sociales
que permanecían en la región.
Un cierto aire de decepción comenzó a invadir ambientes sociales
y académicos, como si las luchas por los cambios de regímenes políticos, sostenidas a veces con un enorme costo en vidas y sufrimientos,
no hubieran valido la pena, o sólo hubieran producido cambios formales, “democracias formales”.
Posiblemente se olvidaba que la historia de la democracia en la
América Latina independiente ha sido una historia despareja, con realizaciones breves y muchos vacíos, sin hondas raíces, y que los flamantes Estados nacionales y sus constituciones liberales no siempre
lograron la construcción de Estados de derecho, con las características
propias de un gobierno representativo.
Curiosamente, en esa historia, los actos o procesos electorales siempre
estuvieron presentes, como referencia muchas veces exclusiva de ejercicio
democrático; en muchos casos, elecciones sin democracia y sin ciudadanos participativos, fuera de lo que hoy se entiende o se desea cuando se
habla de “cultura política” o de “cultura democrática”.
Esto plantea la doble vertiente de la democracia. Es un régimen político, pero también presupone o reclama ser una forma de
vida. Así, la comprensión de la democracia alcanzada, con sus logros históricos y sus déficits insalvables, fruto de tantos esfuerzos
y costos, evoca siempre algo más allá de su valor fundamental: ser
el medio privilegiado para la negociación y el fin de la violencia
política.
El difícil fin de siglo
La “llegada” de la democracia no necesariamente implicó una transformación sustancial de las formas de gobierno ni del nivel de vida de
los pueblos de América Latina, al menos eso es lo que percibe la mayoría.
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A las dificultades habituales, ligadas al grado insuficiente de desarrollo y al crecimiento de la pobreza, se fueron sumando, entre otras calamidades, la defenestración de presidentes, los golpes de Estado virtuales, el
incumplimiento de promesas electorales, una corrupción rampante, el
sometimiento de gobiernos y clases políticas a los dictados de los organismos económicos internacionales, la violación de los derechos de extensos
sectores de la población, la impunidad de actuales o pasados delitos, poca
atención a los actores emergentes y a nuevas propuestas políticas.
Los cambios hacia la democratización política que en muchos de
nuestros países acompañaron los procesos de “transición a la democracia” y que implicaron la creación o ampliación de instituciones
democráticas y las transformaciones institucionales para incluir actores, fundar o fortalecer partidos políticos y controlar poderes fácticos,
en primer lugar las instituciones castrenses, comenzaron a dar señales
de agotamiento.
Es posible que la raíz estadocéntrica de las consideraciones sobre
“transición” haya hecho aparecer los cambios como una continuidad
político-institucional, un cambio de régimen para mantener una situación de poder, por lo que las transiciones ya no serían más los
procesos políticos centrales sino algo ya concluido, cuyo resultado ha
sido una democracia incompleta. (1)
No quedaba siempre claro que, una vez establecidas las bases de
una legitimidad representativa y de una economía abierta, debería
abrirse un vasto campo de reformas institucionales (2) , de espacios
de construcción de nuevas formas de participación ciudadana.
¿Qué será entonces lo que no ha funcionado?, ¿se habrá esperado
demasiado de la vida dentro de un régimen democrático?, ¿habrá tal
vez un imaginario social de plenitud que acompaña inexorablemente
las consideraciones sobre democracia?
Sociedad-economía: el vínculo perdido
Nos hemos ido acostumbrado a que quienes evalúan el desempeño de la economía en nuestros países califiquen de “pérdidas para el
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desarrollo” a cada una de las décadas recién pasadas. Posiblemente el
diagnóstico se repita en el año 2010.
Tal vez lo que se ha perdido sea más bien el grado de integración
creciente, heterogénea y desigual, de los procesos de industrialización
que durante años fortalecieron los vínculos sociales a la sombra de un
Estado protector.
Éste daba seguridad, particularmente a los sectores laborales y agrarios, dentro de un modelo de sociedad más inclusiva, que reclamaba
una tradición de participación ciudadana comunal. Un modelo de
Estado nacional-popular patrimonialista, fuertemente asistencialista,
que atendía a una amplia base de su clientela, corporativamente agrupada, construyendo así “un imaginario de protección” (3).
El deterioro de los vínculos sociales y de la solidaridad propios del
Estado benefactor, con los consecuentes cambios hacia versiones
neocorporativas y neoliberales, ha llevado desde entonces a un quiebre de las relaciones entre economía y sociedad, reflejado en un aumento de la desocupación y en la caída del valor del salario.
Todo esto se ha acompañado, o ha sido fruto de planes de reforma
estructural de cuño predominantemente neoliberal, con programas
de ajuste que han implicado privatizaciones, eliminación de subsidios, rediseño y achicamiento de instituciones públicas, búsqueda de
eficiencia de la gestión, modernización del sector público, predominio del sector terciario, etc. A esto debe añadirse, como grillete final,
una deuda pública impagable, cuyo desarrollo ha adquirido ya un
funcionamiento autónomo.
Las promesas incumplidas o relativamente cumplidas de los regímenes autoritarios (industrialización, urbanización, modernización,
entre otras) se sumaron, vía neoliberalismo, a las maromas de la
globalización, al final de un modelo de desarrollo y, probablemente
también de un ejercicio de hegemonía mundial, con los cambios en la
percepción del mundo, de sus instituciones y de sus actores.
Este es el marco en el que aparecieron, reaparecieron, o se modificaron los regímenes democráticos en América Latina: redefinición de
su relación con el Estado, el mercado y el sistema político, dentro de
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una diferente visión y una disminución en la importancia atribuida
tradicionalmente al Estado-nación; una apertura indiscriminada al
exterior y un predominio del mercado “libre”.
Un marco, pues, muy ajeno al “terreno en donde debe crecer la
democracia”, por utilizar la expresión de Bobbio; terreno referido tanto
a los antecedentes históricos de los pueblos como a niveles de concentración de la riqueza que supongan equidad en el desarrollo socioeconómico de las naciones, junto con las convicciones democráticas
de todos los actores sociales, dentro de una segmentación cultural
integradora, en donde la democracia pueda ser parte importante de
dicha conformación cultural.
La redefinición del “sujeto político”
Todo lo anterior ha implicado cambios sustanciales en la forma de concebir y practicar la participación política. Ha habido en nuestra América
una fuerte recomposición de la clase política y de los actores que han
actuado fuera de ella. La desaparición de partidos y la reconstitución de
sistemas políticos, el anquilosamiento de los líderes tradicionales, la
obsolescencia de sus programas, la inexperiencia de los recién llegados y
la insuficiencia de los programas partidarios ha llevado a algunos a hablar
de “crisis de representación”, o incluso de “crisis del sujeto (político)”.
Esta pérdida del “sujeto” tradicional, el reemplazo de lo que ha ido
perdiendo vigencia u oportunidad, ha hecho surgir nuevas organizaciones y actores sociales, a medias entre la movilización y la
institucionalización, más preocupados por la constitución o reconstrucción de identidades individuales y colectivas. (4)
Lo anterior se ha traducido en la creación de nuevos espacios públicos, espacios de formación de conciencia colectiva, esferas
pretendidamente más desligadas del Estado, que articulen y diferencien a los nuevos actores y movimientos sociales, a las mujeres, a los
grupos étnicos, a los partidos viejos y nuevos, a ciertas empresas y
empresarios, a los formadores de opinión, a sindicatos, intelectuales y
artistas, a los medios de comunicación social.
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Esto se ha traducido en reclamos de autonomía de la sociedad al
Estado, en el marco de la búsqueda de independencia antes que de
revolución social, cuya tarea principal sería la construcción y reivindicación de identidades diversas, plurales, cambiantes, espacios de constitución subjetiva que intentan construir un nosotros en discursos
específicos: etarios, de género, de clase, étnicos, ecológicos, de diferencia sexual, etc, frente a un “otro” como enemigo del sistema, como
agente único y unificado de cambios democratizadores. ¿Será esto a lo
que se ha venido llamando sociedad civil?
La emergencia de la sociedad civil:
concepto antiguo, realidad nueva
La búsqueda de autonomía como condición sine qua non de una concepción válida y legítima de democracia ha acompañado al surgimiento
y a la comprensión de la temática de la sociedad civil en América
Latina.
Un concepto tan antiguo y tan clásico como el de sociedad civil
reaparece, ajeno en general a lo que constituyó la base de las ciudadanías clásicas de la modernidad, en particular las que se centran en el
individualismo posesivo de las concepciones liberales. Más cerca posiblemente de lo que observó Tocqueville sobre la democracia naciente en América, “las asociaciones voluntarias (que) pueden, por lo tanto, ser consideradas como grandes escuelas libres, donde todos los
miembros de la comunidad van a aprender la teoría general de la
asociación” (5) , es decir, la participación de ciudadanos en instituciones y asociaciones igualitarias, la emergencia de una “cultura política”
basada en el carácter democrático de la acción social.
El concepto va unido, indefectiblemente, a muy variadas visiones
de Estado y de sociedad, con sus particulares referencias a la economía y a la cultura. “En los hechos, la sociedad civil es más bien el
terreno de formación, transformación y conflicto de una multiplicidad de poderes de facto ligados tanto al mercado como a la política”,
un terreno de reivindicación de todos los derechos individuales, civi174
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les, políticos, que pretende dejar atrás “las viejas alternativas”
dicotómicas de capitalismo versus socialismo, reforma versus revolución y, particularmente, de democracia formal versus democracia sustancial. (6)
Se trata de privilegiar el proceso de democratización social sobre el
de la democratización política, de la ciudadanía social sobre los derechos políticos, una superación de la indiferenciación entre actores
políticos, sistema político y Estado, elementos que según Touraine
han caracterizado a las sociedades de nuestra América.
Esto abre a la temática y a la polémica de las relaciones entre sociedad y estado, entre estado y mercado y entre sociedad y mercado,
dentro del marco de la (re)definición de las relaciones entre esfera
pública y privada, un campo en donde el predominio se establece por
los criterios de acción, participación y publicidad.
Todo parece llevar a un concepto de ciudadanía plena, más allá de
una ciudadanía política, y más todavía, de una restringida ciudadanía
electoral.
¿Será la sociedad civil un nuevo nombre para la democracia, o el señalamiento de las insuficiencias de una concepción meramente política de
la misma? ¿Encubrirá tal denominación más sentidos escondidos que los
que la hacen aparecer como algo nuevo, vivo, distinto del Estado y aparte
de la política, sin la contaminación que sufren indefectiblemente los partidos políticos y los movimientos sociales; la sociedad civil como flor
exótica, dentro de ese mar de cinismo y corrupción que muestra el actual
ejercicio del poder un poco por todas partes?
Democracia dentro y frente a la sociedad civil
Hay quienes opinan que “la generalización del concepto (de sociedad
civil) dentro de la teoría democrática ha tenido mayor capacidad para
señalar un problema que para definir una solución” (7). Otros parecen conciliar el asunto, al considerar que “sólo un Estado democrático puede crear una sociedad civil democrática (y) sólo una sociedad
civil democrática puede mantener la democracia en un Estado” (8) .
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Pero a la hora de las concreciones prácticas, esta síntesis no
aparece tan apodíctica. En efecto, la democracia no es sólo un
conjunto de reglas y procedimientos formales, sino una forma de
legitimación del Estado, la esfera pública en donde los ciudadanos, en condiciones de libertad e igualdad, cuestionan y enfrentan
la concreción de la política, como factor determinante del proceso
democrático en su conjunto.
Lamentablemente, las concepciones de democracia han dependido más de aspectos procedimentales, del establecimiento de reglas del juego, que del hecho de compartir valores y construir consensos, en una muestra más de la separación secular que ha existido en América Latina entre el Estado y la sociedad. La democracia
realmente existente, descrita empíricamente y que gira alrededor
del carisma o de la manipulación de los medios, esconde el rico
contenido de la idea democrática, el cual aparece desdibujado en
la univocidad reductora del modelo del elitismo competitivo. (9)
La democracia no funciona si no es unida al logro de derechos
formales y sustantivos, incluidos por supuesto los económicos. Podría haber una cierta complementariedad entre sociedad civil y democracia, en tanto “sin una sociedad civil independiente, el principio
de autonomía democrática no puede realizarse; pero sin un Estado
democrático comprometido en profundas medidas redistributivas, es
poco probable que la democratización de la sociedad civil arribe a
buen puerto”. (10)
En este sentido, sería una esfera de acción colectiva, alimento natural de la democracia, como propuesta de establecimiento de nuevos
derechos y de nuevas formas participativas, a medio camino entre
movilización e institucionalización, en sociedades complejas y
heterogéneas en las que la conciencia de la ciudadanía y la conciencia
de pertenencia a una comunidad pueden entrar en tensión. (11)
Esto supondría que se sortearan dos peligros: una concepción acorde
con el neoliberalismo vigente, la sociedad civil como constelación de
intereses privados cuyo paradigma de libertad, creatividad y flexibilidad es la empresa capitalista, opuesta al Estado como a un ogro, for176
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mando principalmente una sociedad de consumidores. O una de carácter populista, una sociedad civil equivalente al pueblo y éste a la
democracia, sin mediaciones institucionales, como forma
movimientista. (12)
Tal vez esto suponga trascender “la simplista antinomia entre Estado y sociedad civil, encerrada en una lucha de suma cero” (13) , o al
dilema entre autonomía y centralización que impida valorar la fuerza
de las movilizaciones sociales y la necesaria institucionalización de los
procesos.
La sociedad civil no es necesariamente un nuevo adjetivo de la
democracia. “No existe democracia si hay fusión entre sociedad civil
y Estado, si ambos niveles no se hayan suficientemente diferenciados,
si no existe una sociedad civil autoorganizada, pluralista y autónoma”. (14) La viabilidad de la democracia, a su vez, suele depender de
la representación e intermediación entre partidos, movimientos y grupos de interés.
Tanto la democracia como la sociedad civil se mueven dentro del
espacio de la fragmentariedad y el conflicto, aunque pueden abrirse
también al surgimiento de solidaridades concretas y auténticas. Al fin
y al cabo, las dos constituyen el fruto histórico del modelo de sociedad subyacente.
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NOTAS
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(2)
(3)
(4)
(5)
(6)
(7)
(8)
(9)
(10)
(11)
(12)
(13)
(14)
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Cfr.Portantiero, J.C.op.cit.p.34
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