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Los vientos del este
Kinshasa
He tardado demasiado. En la pantalla de televisión del aeropuerto
de Zaventem veo a los niños soldados de Kabila entrar en Kinshasa.
Botas de goma, chanclas de plástico, cabellos ensortijados cubiertos
de polvo. Los kinois les ofrecen agua entre gritos de alegría. ¡Yo debería haber estado allí, en medio de aquella multitud!
Me paso el vuelo reconcomiéndome. Desde mi visita de hace
once años supe que regresaría. Mi relación con el Congo no había terminado. Sin embargo, el miedo me retuvo. Llegaron las postrimerías de la era Mobutu —en su agonía, el viejo leopardo se volvió cada vez más astuto—. No pagaba a sus soldados, los lanzaba
como lobos hambrientos contra el pueblo; para que no le molestaran a él en las altas esferas, sino unos a otros en los bajos fondos. Por aquella época los viajeros contaban que los empleados
de aduanas subían al avión a recoger los pasaportes —momento a
partir del cual quedaban totalmente a merced del régimen—. Salir sano y salvo del aeropuerto cargado de equipaje se convirtió
en una tarea infernal. ¡Y no era nada en comparación con lo que
le esperaba a uno fuera! «Si contratas a un guardaespaldas tal vez
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no haya problema...». Pero ¿cómo hacer para adentrarme en las tierras del interior?
Pese a la situación, durante todo ese tiempo la mayoría de mis amigos permanecieron en el país. Riva se hizo un hueco en el mundo de
la publicidad. Kis dejó de trabajar para el periódico y comenzó a recorrer las calles con la Biblia bajo el brazo. ¡Kis! Cada vez que le oíamos atacar a Mobutu con una vehemencia insólita en Radio France
Internationale se nos encogía el corazón. Sin embargo, no llegaron a
detenerlo. La seguridad de saberse protegido por Dios no hacía más
que incrementar su fervor religioso. Alpha murió de sida. Lukusa se
mudó a Canadá, seguido por su mujer y sus hijos. A veces me llamaba por teléfono. Sus retoños afrontaban el invierno de Montreal transformados en edredones andantes. Estaban felices y no pensaban regresar jamás.
Después estalló la guerra. Al principio, parecía una prolongación
del conflicto bélico de Ruanda: tutsis ahuyentando a hutus en el
este del Zaire. Aquello me recordó a Israel y al Líbano, y no estaba
dispuesta a volver a quedarme atrapada en semejante nudo gordiano. Fue entonces cuando entró en escena Kabila. Despliegue de
tropas, un gobierno interino en un hotel de Goma. Lukusa empezó
a llamarme cada vez más a menudo. Estaba en contacto con algunos rebeldes afincados en Estados Unidos que se habían conocido a
través de una página web. «¿Quieres que me dirija a nuestro ministro Mawampanga para que interceda en tu favor?». ¡«Nuestro» ministro, mientras él estaba a salvo en Canadá! «¿Te has enterado de que
hemos nombrado ministro de Transportes a Mukendi?». ¡Primera
persona del plural!
A medida que los rebeldes iban ganando terreno y Kabila daba a
conocer sus planes de futuro, el entusiasmo de Lukusa se fue disipando. No se identificaba con la jerga revolucionaria de los años sesenta
y sentía preocupación por las matanzas perpetradas en los campos de
refugiados hutus durante el avance de los rebeldes. Al ser nombrado
asesor para Europa del Ministerio de Asuntos Exteriores de Canadá,
el Congo se apartó de su camino. Una noche recibí una llamada de Lukusa desde Nueva York, aconséjame que esperara y que no me su-
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mergiera en el caos de la guerra, pero ya estaba cansada de esperar. Bastaba ya de cobardía. Había llegado el ineluctable momento de partir.
El aeropuerto de N’Djili permanece cerrado, de modo que aterrizamos en Brazzaville, al otro lado del río Congo. En el apartamento de
mi amigo francés Nicolas, la televisión está encendida. «¡Mobutu ha
huido! ¡No me lo puedo creer! —exclama un muchacho—. «Es
como abrir la Biblia y descubrir que Dios ya no existe.» Los saqueadores que han invadido la residencia de Mobutu en la base militar
de Tshatshi arrancan las lámparas de cristal del techo y pisotean los
retratos. «Mobutu vende sardinas en Togo —cantan unos jóvenes en
la calle—. «Y su primer ministro vende agua en Brazzaville.»
¿Cómo alcanzar la otra orilla? Según Nicolas, el transbordador
ha dejado de funcionar. Nos acercamos en coche hasta el bulevar
que bordea el río. Los curiosos que otean la ribera opuesta nos cuentan que ayer escucharon disparos y vieron emerger penachos de humo de la base militar, pero que hoy todo está tranquilo. Me dicen que
cómo voy a pasar yo al otro lado si todos salen huyendo de allí. ¡Con
las escenas que se han desarrollado ante sus ojos! Soldados arrojando
sus armas al agua antes de desprenderse de su uniforme en pleno río.
Un hombre sobre una lujosa butaca celeste dentro de una piragua que
atracó un poco más abajo; en cuanto los porteadores depositaron el
sillón vacío en la arena suelta de la ribera, el individuo volvió a derrumbarse sobre él, muerto de fatiga.
Es domingo: en las calles de Brazzaville reina la indolencia.
—Hoy no vas a conseguir nada. Olvídate —me dice Nicolas.
Me deja en casa de unos conocidos que también necesitan ir a Kinshasa. No se han separado del televisor desde por la mañana y tienen
cada vez menos prisa por emprender viaje. Han recibido la visita de
un general de Mobutu, ya jubilado, que se dio a la fuga. Sin embargo, su familia continúa en Kinshasa. Lo acompaño a una cabina telefónica. El general no dispone de dinero para comprar una tarjeta;
utiliza la mía como si ello fuera lo más normal del mundo. Le oigo
hablar primero y luego gritar.
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—Están desvalijando mi casa —me comunica una vez concluida
la conversación telefónica. No sale de su asombro. Se pasa el camino
de vuelta refunfuñando—. ¡De modo que los rebeldes también entran a saco!
Mientras nos dirigíamos a la cabina me comentó que no tenía
nada que reprocharse y que regresaría en breve a Kinshasa, pero de eso
no parece estar ya tan seguro.
En el hotel Méridien se alojan refugiados de alto standing. Los
niños corretean por los pasillos, las mujeres están sentadas en el vestíbulo con ademán de resignación. Por el jardín sobriamente iluminado caminan tipos fornidos en trajes Moschino, con cadenas de
oro alrededor del cuello, absortos en animadas conversaciones a través de su télécel, como se conoce al teléfono móvil de la firma del
mismo nombre. A juzgar por sus pasos nerviosos, las noticias de
casa no son demasiado halagüeñas.
Tomo un taxi al edificio de apartamentos donde vive Nicolas: la
torre de los cooperantes, repleta de franceses. Me siento doblemente
desplazada. Nicolas tampoco se siente feliz aquí. Antes vivía entre africanos.
—¿Por qué cambiaste de piso?
—Por encarecida recomendación de la embajada. Con la cantidad
de ejércitos privados que pululan por la ciudad...
—¿Aquí también?
—Sí, ¿no lo sabías? Todo político que se precie tiene...
No quiero oírlo. Mi mirada vaga por encima de sus palabras hacia el exterior, donde la noche cae sobre Kinshasa.
El puerto de Brazzaville se ve muy animado. Jóvenes vendedores
ambulantes, congoleños sorprendidos por los acontecimientos que
desean regresar a su país, periodistas extranjeros. Ayer, el propietario
de la lancha motora con la que Kongolo, el hijo de Mobutu, huyó a
Brazza hace unos días aprovechó la confusión para llevar a un grupo
de personas a Beach Ngobila, pero ahora las puertas de Kinshasa están cerradas a cal y canto. Ya no es posible entrar por la vía habitual.
Circulan rumores disparatados sobre canoas que realizan la travesía
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a cambio de quinientos dólares. Nadie sabe decir de dónde salen ni
qué es lo que hay en la otra orilla.
Extiendo mis pertenencias sobre la cama y las recorro con la vista: ropa de ciudad y de campo, zapatos, sandalias, libros, cuadernos,
medicamentos, regalos —viajar ligera de equipaje nunca ha sido mi
fuerte—. Guardo lo estrictamente necesario en una pequeña maleta
y la aparto.
Al día siguiente, un amigo de Nicolas vuelve a sacar el tema de
los ejércitos privados de Brazzaville. Esta vez aguzo los oídos. Según
explica, sobreviven gracias al contrabando. Uno de los cabecillas posee un embarcadero junto a la antigua discoteca La Main Bleue, de
donde las mercancías parten a Kinshasa previo soborno. Asegura
que nos asombraríamos de lo concurrido que está aquello. Conoce a
alguien del lugar. Su chófer puede llevarme hasta allí. Nos encontramos en el vestíbulo de un hotel cercano al puerto. Un periodista holandés asiente con la cabeza: vendrá conmigo.
A partir de ese momento, todo sucede muy deprisa. Tan pronto
como el chófer nos confía a su persona de contacto, unos niños se
hacen cargo de nuestras maletas y bajan con ellas el angosto sendero
por el que sube una hilera de hombres con pesadas cargas en lo alto
de la cabeza. No hay vuelta atrás. Varios soldados nos empujan con
gesto mecánico hacia abajo, donde unas cuantas mujeres ataviadas
con pareos de vivos colores se cercioran de que sus fardos sean
desembarcados y acarreados por los porteadores. Al vernos descender
por la senda resbaladiza, se ríen incrédulas. ¡¿Blancos?! ¿Cómo es
que cruzan el río de este modo?
En cuanto tomo asiento en la canoa, me olvido de la incertidumbre. El reconfortante bullicio del atracadero, el río Congo que golpea contra la corroída madera de la embarcación, el anciano que introduce los remos con firmeza en el agua de color rojo, el eco de las
voces... Todo esto me resulta familiar; lo conozco de antes. Me he
colado entre las imágenes televisivas y he ido a parar a la vida cotidiana que se oculta detrás de ellas.
Nuestro guía tiene prisa. Debe estar de regreso en Brazzaville en
media hora, antes de que anochezca.
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—¿Mantienen ustedes contacto con los soldados de la Alianza?
—pregunta inquieto.
—¿Contactos? No. —Escrutamos la orilla—. Con tal de que no
disparen contra nosotros...
En la playa donde atracamos no hay nadie. Solo cuando trepamos
por el sendero distinguimos el automóvil que está aparcado con discreción al abrigo de un árbol.
—¿Taxi?
Guardamos nuestro equipaje en el maletero y nos adentramos en
la ciudad.
Guido, mi anfitrión belga, pasa a recogerme al hotel Intercontinental. Complexión alta y delgada, cabello cortado al rape, mirada vigilante —en un pasado remoto fue militar—. Empuña mi maleta y
se dirige a la salida con paso ágil. Una vez en la vía pública estalla:
¡en el vestíbulo, el general Kikunda, un delincuente de primera, estaba charlando tan tranquilamente con un puñado de rebeldes recién
llegados!
Es de noche. Comprendo a qué venía la leve vacilación en la voz de
Guido cuando hablé con él por teléfono: apenas hay coches por la calle. A estas horas, los kinois prefieren quedarse en casa, porque los saqueadores siguen campando a sus anchas. No todos los soldados de
la temida División Especial Presidencial (dsp) de Mobutu se han dado a la fuga; algunos se han unido a los insurgentes y les hacen de guía.
Nos dirigimos al barrio residencial de Limete por un Boulevard
Lumumba desierto. Un enjuto vigilante nos abre la verja de hierro
de la casa fortificada donde Guido vive con su esposa congoleña, Christine. Es papá Jacques. Duerme en el garito de madera junto a la entrada. No me parece que tenga la complexión adecuada para hacer
frente a los malhechores, pero Guido explica que todos los vigilantes
nocturnos disponen de un silbato de plástico con el que avisan a sus
colegas en caso de peligro.
Christine está viendo la televisión, sentada en el sofá. Confiesa que
últimamente no hace otra cosa: es la única forma de estar al tanto de
lo que ocurre. En la cité, la multitud da gritos de alegría en torno a
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los cadáveres aún humeantes de unos partidarios de Mobutu que han
perdido la vida con un neumático en llamas alrededor del cuello,
una costumbre importada de Sudáfrica que se está propagando por
todo el continente. Guido observa la escena con despecho.
—Sacan a los peces chicos de sus casas, pero los grandes como el
general Kikunda son tan escurridizos que se escapan —lamenta.
Christine me acompaña a la habitación de invitados, situada al
fondo de un largo pasillo que separa el salón de los dormitorios. La
puerta de mi cuarto muestra un impresionante boquete, como si alguien la hubiera forzado a machetazos. Antes de darme cuenta, me
encuentro con el pomo en la mano.
—¿Aquí también han entrado los saqueadores?
—No. Esto nos lo hicieron en la anterior ola de pillajes —responde
Christine—. Lo hemos dejado tal cual. Nunca se sabe cuándo puede volver a pasar.
Christine es originaria de la región de Katanga, al igual que Kabila. Ha seguido el avance de su «hermano» con gran expectación. Salió a la calle cuando los kadogos, los pequeños —como se les llama a
los niños soldados—, entraron en la ciudad. ¡La gente les atribuye poderes mágicos! Se dice que las balas no les hacen daño, que sus botas
de goma son resistentes a las minas y que están equipados con aparatos capaces de detectar armas a gran distancia. Sin embargo, a Christine le parecieron una panda de miserables. Cargaban sus jergones sobre la cabeza, y en algunos casos una pequeña maleta; los había que
calzaban una sola chancla, o un único calcetín. Los kinois gritaban y
se reían, deseosos de conversar con ellos, pero descubrieron, para su
sorpresa, que no hablaban el mismo idioma. «Speak not, speak not», se
disculpaban los jóvenes soldados.
Sentada ante el televisor, bebo mi primera cerveza Tembo en
once años. Me asalta una sensación de triunfo: ayer aún deambulaba desamparada por Brazzaville y hoy me encuentro en un salón en
Kinshasa. Al retirarme a mi cuarto, me duermo al son del ruidoso aire acondicionado, feliz como una niña que acaba de regresar a casa,
aunque presa de esa vaga inquietud que produce la llegada a una ciudad extraña.
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Por la mañana, el cielo está nublado y el aire se nota tibio y bochornoso —la temporada seca está al llegar—. Reaparece el boy tras
varios días de ausencia. Ha atravesado toda la ciudad y anuncia que
la gente acude de nuevo al trabajo. El edificio adyacente a la vivienda de Nicolas y Christine aloja la empresa estatal cmz, Compagnie
Maritime Zaïroise. En la puerta están charlando unos quince hombres desocupados; se escuchan los crujidos y los chirridos de los walkie-talkies y de la phonie —la comunicación por radio con el interior
del país—. El aparcamiento se halla atestado de chatarra oxidada, y
al otro lado de las mugrientas ventanas se apilan montones de expedientes que nadie parece consultar.
Según Guido, el director se forró con la venta del último carguero de la compañía. En su día, el propio inmueble estuvo a punto de
ser evacuado, porque también lo vendió. Guido lo cuenta en un tono displicente —todos terminan por considerar estos tejemanejes
como algo normal—. En los últimos años, las empresas estatales
han sido desvalijadas por sistema. Incluso el impuesto de guerra que
se implantó para costear la lucha contra los rebeldes se perdía por el
camino. Antes, este barrio era conocido con el nombre de quartier industriel por la nutrida presencia de pequeñas empresas, pero acabaron cerrando sus puertas una tras otra. Los almacenes vacíos fueron
ocupados por congregaciones y sectas religiosas, y el barrio ha pasado a denominarse quartier espirituel.
Tras un momento de vacilación, Christine decide acudir a su tienda de telas en el centro de la ciudad. A bordo de su pequeño y viejo
utilitario, esquiva con habilidad los burros, los pousse-pousseurs y sus
carros de mano, los minibuses y los demás vehículos que no paran
de dar bocinazos.
—¡Eh, tú! ¡Apártate! —grita a un conductor de autobús mientras le indica que le va a cortar las orejas, como han hecho los rebeldes con los ladrones y los indisciplinados durante su marcha sobre
Kinshasa. Y le suelta una retahíla de reproches de propina. Al ver mi
cara de susto, rompe a reír—. Sí, sí, a Kabila le quedan muchas orejas por cortar.
En la cuneta, dos militares están haciendo autoestop.
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—Míralos. Ahí tienes a unos speak not —dice Christine. Vienen
del este. La mayoría hablan swahili, al igual que ella—. Nosotros hemos tenido que aprender lingala; ahora les toca a los kinois aprender
nuestro idioma —afirma con resolución. Lo único que le preocupa
es que entre los soldados hay un gran número de tutsis—. Kabila
debe enviarlos cuanto antes de vuelta a Ruanda, porque no son de fiar.
Son unos prepotentes.
Lo deja caer de pasada, como si no estuviera habituada a que nadie se lo discutiera, así que me trago mis comentarios. Pienso en la entrevista televisiva que le hicieron a Pronk, el ministro de Asuntos
Exteriores de los Países Bajos, justo antes de venirme. Habló con entusiasmo de los vientos de cambio que soplaban por la región de los
Grandes Lagos: el presidente de Uganda, Museveni, el vicepresidente de Ruanda, Kagame, y el futuro presidente del Congo, Kabila, se
tendían la mano. A su juicio, los tres dirigentes se mostraban dispuestos
a afrontar los problemas de manera conjunta, creando un único
frente, también en el plano económico, lo cual les permitiría reforzar su capacidad de negociación de cara a Occidente. Me habría
gustado creerle, pero el recelo hacia el papel de Ruanda y Uganda que
había percibido entre los zaireños residentes en Bélgica y Francia me
impidió compartir el optimismo del ministro.
Christine acaba de enfilar una calle que las últimas lluvias de la
temporada han transformado en un fangal de charcas reflectantes.
Siento un escalofrío.
—¿Podrás cruzar?
—¡Claro que sí!
Christine acelera y se abalanza a toda velocidad sobre una de las
pozas. El agua llega hasta las ventanillas. Durante una fracción de
segundo temo que nos ahoguemos, pero para entonces el coche ya
se adentra en otra charca.
En la tienda, situada en la avenida del Comercio, dos empleados
están sentados en altos taburetes en medio de unos rollos de tela que
han sufrido el paso del tiempo. En el escaparate se exhiben zapatos y
bolsos de señora que Christine trata de vender para ayudar a una amiga diseñadora. Los negocios van mal, la gente no tiene con qué pagar;
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los clientes entran empujados por la fuerza de la costumbre, examinan las telas, preguntan por el precio y vuelven a salir —hay días
que Christine no vende nada—. «Mbongo ezali», «no hay dinero». Esta frase, que se oye por todas partes, comienza a zumbar alrededor
de mi cabeza como una mosca molesta.
Sin embargo, la tienda es también un puesto de observación desde el cual Christine vigila el cercano mercado. Le llama la atención
la repentina amabilidad de los comerciantes libaneses. Mientras gozaban de la protección de los mobutistas, se comportaban con la misma brutalidad que estos. Ahora que están los rebeldes, actúan con mayor discreción. Tratan de averiguar si hay alguna manera de colaborar
con los nuevos amos.
Además, en la tienda de telas confluyen historias procedentes de
todos los rincones de la ciudad, un capital de noticias y rumores que
Christine gestiona con habilidad. Pasaré a verla con frecuencia, contenta de tener un puerto de amarre en esta urbe. Nada más verme
entrar por la galería acostumbra a gritarme: «¿Alguna novedad?». Suele estar sentada detrás del mostrador, con el télécel en la mano, y al
fondo un pequeño espejo en el que puede contemplar con disimulo
su rostro lozano y hermoso, su pareo levemente escotado y sus pendientes de oro. Tiene diez años menos que yo y acabará siendo para
mí como una hermana pequeña.
Por la noche, Christine me cuenta todo lo que ha oído a lo largo
del día. Los ruandeses saquean las casas de los mobutistas y envían
automóviles y sofás a Kigali, la capital de Ruanda, por vía aérea. Nzanga, hijo de Mobutu, ha mandado un fax a su secretaria en el que le da
permiso para repartir sus pertenencias entre el personal. En la base militar de Tshatshi se ha descubierto una cárcel subterránea en la que permanecen encerradas trescientas personas. Nadie puede acercarse,
porque el recinto se halla rodeado de minas. Según mi anfitriona, habrá que recurrir a una empresa occidental para limpiar el terreno. Unos
días después, la prisión se abre de milagro: no alberga trescientos presos, sino tan solo siete. Lucen largas barbas, algunos están ciegos y
tienen tanto pelo que semejan simios, y entre ellos hay un general del
que todos creían que había perdido la vida en un accidente de avión.
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Al principio, no sé muy bien qué pensar de estas historias, pero
en Kinshasa el lema es: lo que ayer fue un rumor mañana puede ser
noticia. Como el hallazgo de fetiches en la casa de Baramoto, un general huido. La televisión nos muestra con todo detalle la mansión
con piscina. «Mientras su pueblo padecía hambre», informa el comentarista con voz de ultratumba. Los soldados de la Alianza de Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo (afdl) de Kabila
enseñan los fetiches, los grisgrís que ayudaron al general a consolidar su poder y a mantener a raya a los enemigos: un estante lleno de
horripilantes serpientes y sapos en formol. Más tarde nos enteramos
de que un grupo de soldados sufrió una colisión mortal mientras conducían uno de los automóviles robados en aquella ocasión. Por supuesto, tiene que transcurrir un tiempo antes de que el efecto de los
grisgrís quede anulado.
En el vestíbulo del hotel Intercontinental —L’Inter como lo llaman
los kinois—, dos hombres enfundados en trajes impecables se saludan
entrechocando las sienes, primero a la izquierda y luego a la derecha,
y vuelta a empezar, como dándose unos suaves cabezazos laterales.
Observo que es el saludo habitual; se estila en toda la ciudad. Se trata de una usanza traída del este del país, al igual que el título de
mzee, que, pese a haber estado reservado a Kabila en un primer momento, se aplica a todo padre respetable.
Los vientos soplan del este y quien desea inhalarlos solo ha de
entrar en el hotel Intercontinental, que es donde se han instalado los
recién llegados. Resulta ser uno de esos baluartes a prueba de incidentes que los países en guerra generan una y otra vez, un entorno
en el que se conserva la ilusión de la armonía. Hasta la semana pasada fue el refugio de los mobutistas, que aún bailaban bajo las bolas
plateadas de la discoteca L’Atmosphère cuando los rebeldes alcanzaron el aeropuerto. Ante la amenaza de falta de seguridad, familias
enteras se hospedaron en el hotel. Algunas llegaron por la tarde y partieron precipitadamente a Brazzaville por la noche, saliendo del ascensor a trompicones, con maletas a medio cerrar por las que asomaban osos de peluche.
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Los que consideraban que no tenían nada que reprocharse se
quedaron. Ahora que sus casas son expoliadas e incluso requisadas por
dignatarios de la afdl, comienzan a sentir miedo. Se esconden en
sus suites y envían a sus hijos a reconocer el terreno.
Un buen día avisto por el pasillo a Bondo, un «barón» del régimen
de Mobutu con el que en 1985 viajé a la provincia Ecuatorial. Ha
envejecido, y sobre todo ha adelgazado. Se apresura de una entrada
del hotel a otra, seguido de cerca por un colaborador que lleva un télécel pegado a la oreja. Al parecer, está buscando a su conductor. Le
veo tan desconcertado que ni se me ocurre acercarme a él. Los que le
reconocen lo miran con asombro. La mejor manera de meterle miedo a un mobutista en estos días es preguntarle: «Pero, hombre, ¿cómo tú por aquí?».
En la calle frente al hotel se apretuja una multitud de personas deseosas de ver a los recién llegados. Algunos tienen teléfono móvil y
aprovechan para llamar a algún conocido que esté dentro suplicándole que persuada a los implacables porteros; otros esperan toparse
con alguien que los invite a entrar. Mientras tanto, contemplan admirados los automóviles que van y vienen e intentan atisbar a quienes se desplazan en su interior. Aunque no sean kadogos con botas de
goma resistentes a las minas, los pasajeros aparecen rodeados de la misma aureola mágica.
Conscientes de su imagen, los recién llegados pasean por los frescos corredores del hotel, bordeando las prohibitivas tiendas de marca: Juliana Lumumba, hija del primer ministro Lumumba, asesinado
en 1961, a los seis meses de la independencia del país; Justine Kasavubu, cuyo padre fue destituido por Mobutu; Bizima Karaha, el polémico y no muy querido ministro interino de Asuntos Exteriores, un
tutsi procedente del este del que todos susurran que es ruandés; el bajito y siempre exaltado Kakudji, un primo de Kabila que hasta hace
poco vivió en Lieja y que, aun siendo gobernador de Katanga, prefiere estar cerca de los mandatarios en la capital; Mawampanga, el contacto de mi amigo Lukusa a través de la web, eternamente despeinado y con camisa de batik. Resulta difícil encontrarles un denominador
común a estos individuos, salvo el hecho de que todos tienen alguna
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cuenta pendiente con Mobutu. Ahora que este se ha marchado a Marruecos vía Togo, ese vínculo se ha vuelto de lo más tenue.
Una noche entra en el hotel Aubert Mukendi, recién llegado en
avión desde Lubumbashi. Viste sombrero, otra moda traída del este.
Nos conocimos en París, donde Mukendi se retiró después de huir
por segunda vez del régimen de Mobutu en 1992. Es un viejo compañero de lucha de Kabila, pero también es cofundador de la Unión
para la Democracia y el Progreso Social (udps), el partido de la oposición presidido por Étienne Tshisekedi, que pertenece a la misma tribu que Mukendi. Aunque en los periódicos de Kinshasa Tshisekedi
aparezca como el candidato favorito para el cargo de primer ministro,
los recién llegados le ignoran. En los últimos meses he seguido a
Mukendi desde la distancia: su llegada al cuartel general de los rebeldes en Goma, su nombramiento como ministro interino de Transportes. Constato que no ha cambiado. Habla con la misma cautela
y mira a su alrededor con esa expresión un tanto distraída tan habitual en él.
A la mañana siguiente, cuando nos citamos en el desayuno, los
hambrientos kadogos se agolpan ante las largas mesas del bufé libre. Cereales, tortilla, pollo, mermelada de cerezas, cruasanes, lo
apilan todo en su plato antes de buscar ansiosamente un asiento y
abrirse paso por entre la montaña de comida manejando con torpeza el cuchillo y el tenedor. En un santiamén, las largas mesas se
convierten en un campo de batalla. Mukendi observa la escena
con una sonrisa ausente.
—¿Qué se le va a hacer? Nadie les ha inculcado la filosofía del
bufé libre.
Más tarde se asignará a la afdl una sala especial, donde se les servirá un desayuno mucho más sobrio.
La gente se acerca a saludar a Mukendi, ávida de conversar con
él, pero mi comensal mira su reloj con inquietud: prefiere subir a su
habitación, porque Kabila le ha convocado en Kinshasa y puede llamarle por teléfono en cualquier momento. Lo acompaño. Esperamos
durante horas: pese a todos sus esfuerzos, Mukendi no logra localizar a Kabila.
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la danza del leopardo
—Bueno, al menos saben dónde encontrarme —concluye finalmente.
Permanezco todo el día a su lado, imbuyéndome de sus relatos.
Aunque por edad pudiera ser mi padre, habla como un abuelo, con
ese lenguaje tan plástico propio de los lubas entrados en años de la
región de Kasai.
Hace unos meses, en una entrevista, Mukendi se mostró muy comprensivo con la pequeña y superpoblada Ruanda e incluso abogó
por garantizar la permeabilidad de las fronteras entre el inmenso Congo y su vecino oriental. Sin embargo, conforme avanza la jornada y
sus tentativas de mantener una conversación telefónica con Kabila
fracasan una y otra vez, confiesa que está preocupado. Los tutsis pretenden acaparar el poder; es algo por lo que lleva tiempo protestando. Cada vez que quería hablar con Kabila tenía que dirigirse a ellos,
y siempre deliberaban en kinyarwanda, la lengua de los ruandeses, antes de darle una respuesta. Ahora que Kabila ha alcanzado la capital,
ha desaparecido por completo y ya no hay forma de acceder a él.
—Kabila está prisionero —dice—, y a los prisioneros no se les
suele ver.
Por su pasado, Mukendi podría mediar entre Kabila y Tshisekedi, entre el este y el oeste, pero ignora si serviría de algo. Se encuentra entre dos canoas, con una pierna en cada embarcación. Si las canoas se separan corre el riesgo de terminar en el agua. El relato de mi
travesía desde Brazzaville suscita su interés.
—¿Dónde desembarcaste exactamente? En tiempos de peligro no
está de más disponer de una vía de escape.
Al atardecer, la habitación se llena de familiares que acuden a darle
la bienvenida a Mukendi. Le informan de lo que ocurre en la ciudad y
de lo que piensan los habitantes de la cité de los recién llegados. Llueven quejas, y en las semanas siguientes la situación no hará más que empeorar, porque los soldados del este disparan y reparten bastonazos a
la menor oportunidad, unas prácticas que desatan una ola de pánico en
Kinshasa. El ejército de Mobutu era temido por sus robos y saqueos,
pero no hacía uso de sus armas de fuego... Y los bastonazos, abolidos
nada más irse los belgas, evocan recuerdos amargos.
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—¡Un padre anciano! —relata el hermano de Mukendi—. Lo he
visto con mis propios ojos. Le obligaron a ponerse de rodillas y le preguntaron cuántos años tenía. Acto seguido, le propinaron cincuenta
y seis bastonazos. ¡En el vientre!
—Cuando llegas a un pueblo donde todos bailan sobre un solo
pie también tienes que bailar sobre un solo pie —observa la hermana—. Después enseñarás a la gente a bailar sobre dos pies.
Según cuenta una sobrina, un funcionario de la afdl ha anunciado en la televisión que las mujeres deben ir vestidas con decoro
para no tentar a los soldados. Desde entonces, las detenciones se suceden en toda la ciudad: los kadogos paran a las chicas y les rajan los
pantalones ajustados y los vestidos ceñidos a bayonetazos. «Weye pale, kaa chini!» «¡Eh, tú! ¡Al suelo!». Y si la muchacha de turno no los
entiende redoblan el volumen de sus gritos. Dan por descontado
que todo el mundo habla swahili. El lingala es la lengua de Mobutu
y de los saqueadores.
Mukendi escucha, disculpa, explica.
—Es la ley de la inercia —dice—. Durante meses, los kadogos han
tenido que disparar contra todo lo que se movía. No han aprendido
a comportarse en tiempos de paz.
—No somos monos —replica la hermana con acritud—. E incluso si lo fuéramos, hasta los monos tienen sus hábitos.
Durante las primeras semanas en Kinshasa vivo al día. Todos mis temores acerca de este viaje se confirman: soy demasiado lenta, carezco del ritmo adecuado para afrontar esta ciudad, donde todo sucede
a un tiempo. A veces creo por un momento que todo va bien, hasta
que me veo de nuevo esperando un taxi colectivo en el Boulevard du
30 Juin —como un pájaro caído del nido—. La gente me mira: por
aquí los blancos tienen coche. Miran también mis vaqueros, ¿o es imaginación mía? Por la noche sueño con infinitas variaciones sobre un
mismo tema: estoy en Amsterdam, de camino a casa de unos amigos, pero no recuerdo dónde viven, me pierdo una y otra vez.
Cada mañana, Christine se queda pensativa ante su ropero, sin saber qué ponerse. Un vestido holgado, un pareo —los pantalones
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la danza del leopardo
están prohibidos—. Yo no tengo mucha opción, porque mi equipaje continúa en Brazzaville. El puerto no termina de abrirse; no vaya
a ser que la gran cantidad de soldados de la dsp que han huido a la
orilla de enfrente aprovechen la ocasión para regresar a Kinshasa. A
veces me digo: Voy a por mis cosas, en una canoa, por la vía que ya
conozco, pero entonces mis amigos me advierten de que es mejor no
tentar a los dioses.
Todos los días, a eso de las seis de la tarde, el corazón me da
un vuelco: ¿cómo voy a regresar a casa de Guido y Christine?
Los taxis que van a los barrios periféricos se encuentran arriba
en el bulevar. «Kinganasi! Matete!». Todo el mundo tiene prisa, en
los tiempos que corren a nadie le gusta la oscuridad, tampoco a
los taxistas.
—¿Limete?
Un muchacho sale corriendo delante de mí, me indica el camino, grita algo a un taxi que está llegando y vuelve sobre sus pasos.
Me hago un hueco entre dos orondas mamans con una maraña de bolsos en el regazo. Justo en el momento en que el chófer arranca el
motor, se asoma a la ventanilla abierta el acalorado rostro del muchacho. Me grita, exaltado, agresivo. Tiene los ojos inyectados en sangre. «Está drogado», me pasa por la cabeza —instintivamente agarro
la manilla para cerrar la ventana—. Acto seguido, el muchacho
abre la portezuela de un tirón y por poco me saca a rastras del coche.
El taxista ha parado el motor.
—Tienes que darle algo —dice la maman a mi lado en tono apaciguador.
Con mano temblorosa, saco un billete de mi bolso. ¡Qué dura se
ha vuelto la gente por estos lares! ¡Montar semejante espectáculo por
diez mil zaires, o sea, ocho centavos de dólar! Sin embargo, cuando
nos alejamos y emito un sonoro «¡Uf!», los demás pasajeros echan a
reír. Se desata una conversación distendida. Todos se desahogan
contando las aventuras vividas a lo largo de la jornada. El hombre que
viaja en el asiento delantero trabaja en el puerto donde está amarrado el lujoso yate Kamaniola en el que Mobutu navegaba por el río
Congo cuando los kinois comenzaron a amargarle la vida. Hoy ha
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Los vientos del este
subido a bordo. En la bodega hay al menos quince baúles abarrotados de ropa y calzado de Mobutu y su esposa Bobi.
—¿Aún no han robado todo eso?
—No, nadie se atreve a tocarlo.
—¡Ajá, el barco está vigilado por la afdl! Pero entonces, ¿cómo
es que dejan a la gente subir a bordo?
El hombre se vuelve hacia mí.
—Nadie toca esos objetos. Están hechizados. ¿No sabías que
Mobutu es en realidad un diablo muerto hace tiempo?
Los demás asienten con la cabeza; la historia les suena.
Una tarde pierdo el último taxi arriba en el bulevar. No me queda más
remedio que dar un rodeo por Victoire, el nudo de comunicación
de la cité de Matonge. El centro urbano a esas horas se halla sumergido en una tranquilidad absoluta, pero la rotonda de Victoire está
igual de animada que durante el día. Mientras me precipito hacia la
parada de taxis a contracorriente de la marea humana lucho por reprimir un arrebato de nostalgia. Antes me movía por aquí en moto
con François. En algún lugar del laberinto de callejuelas un poco
más adelante solíamos tomar pollo asado, envuelto en papel de estraza, y después asistíamos a un concierto de Victoria Eleison o bailábamos al aire libre bajo los bamboleantes farolillos de cualquier café. ¡Qué familiar me resultaba por entonces esta ciudad, llena de gentes
y rincones amados! Un día, François y yo nos llevamos de excursión
a un chico de la cité: sacó la cabeza por la ventanilla abierta del coche, dejó que el viento le acariciara el cabello y suspiró: «Ahora sé
cómo es ser el perro de un blanco». Jamás lo olvidaré. En aquel momento aún creíamos que Mobutu no duraría mucho, que el país no
podría caer más bajo y que los zaireños habían sufrido bastante.
En la rotonda, una maltrecha pick-up obstaculiza el tráfico. En la
caja abierta van ocho niños soldados. La gente se detiene en la cuneta a contemplar la escena, sin bajar la guardia. No es la primera vez
que veo esto: los kinois observan a los recién llegados, cada incidente
cuenta con numerosos testigos. No reanudan la marcha hasta que el
vehículo se aleja.
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