Entrevista con Miguel Báez Litri

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ENTREVISTA
Miguel
Báez“
L
itri
:
”
“Al
final aprendí
a torear”
“A muchas reflexiones se presta el indudable e histórico triunfo del novillero Miguel Báez en la plaza de toros de Madrid.
Venía precedido de una fama jamás igualada, no debida al calor de la propaganda oral o escrita ni a favor de ningún juicio
crítico. Venía con la propaganda del hecho en sí. (…) Existía, pues, el peligro de que el público de Madrid reaccionara contra la leyenda fabulosa que había hecho del Litri casi un mito. (…) Ante un público expectante, Litri hizo su aparición. Vestía de rosa y oro. Llevaba corbatín azul. (…) Fueron por alto los primeros pases. Luego salió al tercio, y a favor del toril, citó
al natural a 30 metros de distancia. Así empalmó nueve pases, dos de ellos mirando a los tendidos, para abrochar la serie
con un tremendo fuego de muleta apretada sobre el corazón. Empezaron a caer sombreros y prendas. La arena se vestía
con una escala indumentaria variadísima. Cinco naturales más y adornos, rematados de rodillas, ante la cara de la res, cogiendo uno de los pitones. (…) Esta ha sido la presentación de Litri en Madrid”. Giraldillo, 19 de mayo de 1950, diario ABC.
Texto: José Ignacio de la Serna Miró
Fotos: Archivo de Espasa Calpe y
José Ignacio de la Serna Miró
E
l día que me presenté en Valencia me
puse ‘morao’ de comer. Mi madre nos
había preparado una cestita para el
viaje, a la cuadrilla y a mí, pero cuando llegamos a la plaza estábamos muertos de hambre. Por la mañana, después del sorteo,
vimos que el corralero había preparado una
paella con una pinta extraordinaria. La novillada era de Guardiola, una tía, pero con
tanta hambre sólo pensábamos en meterle
mano. El corralero se dio cuenta. Se nos iban
los ojos detrás. “Ustedes tienen hambre, ¿no?
Pues venga”, dijo. Y el hombre tuvo el detalle de invitarnos. Luego, como tuve suerte,
todos los años cuando actuaba en Fallas o en
la Feria de Julio me comía una paella en los
corrales de la plaza antes de torear. Nos poníamos ciegos. ¡Y cómo estaba la paella…! Esa
tarde corté cuatro orejas, dos rabos y dos
patas.
Pregunta | Un almuerzo ligerito y frugal…
Respuesta | Antes de torear me comía lo que
me echaran. Me daba igual. No me sentaba
mal, ni tampoco luego me sentía pesado en
la plaza. Tenía dieciocho años, claro. Hasta
que una tarde en Murcia toreando con Julio
Aparicio un toro me pegó una voltereta tremenda. Entré en la enfermería vomitando
un líquido que parecía ser sangre. Al principio incluso los médicos creyeron que me
había ‘reventao’, pero cuando me espabilé
les dije que tranquilos, que aquello no era
sangre, era sandía. “Que no, Miguel, que esto
es muy serio, que hay sangre por todas partes”, decía la cuadrilla. Unos días antes había
sufrido un cólico en Andújar y los médicos
me aconsejaron que permaneciera en ayunas
un tiempo, pero tenía tanta hambre que no
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hice caso y me comí una sandía entera (risas).
¡Estaba heladita! A partir de ahí tuve más cuidado. Normalmente comía un bistec y si toreaba en el norte una merluza a la plancha y
en los pueblos de Andalucía una tortillita
francesa con un poco de perejil. Siempre me
ha gustado comer, aunque ahora por la
noche me tomo una verdurita o una ensalada con tomate.
¿Cómo fueron sus comienzos?
En las capeas de los pueblos de la sierra de
Huelva. Le decía a mi madre que me iba a
pasar unos días a la finca de un amigo. Pero
como le pedía dinero sabía que no era verdad. El que andaba bien con las vacas, como
premio, mataba un toro al domingo siguiente. Hasta que un día tuve la mala
suerte de que me vio por allí un albañil
amigo de mis padres. El tío dio el ‘parte’ y mi
madre rápidamente avisó a la Guardia Civil.
Total, me detuvieron y me llevaron al calabozo. Menos mal que el que mandaba me
dejó salir. Pero me quedé sin matar al toro.
Como castigo me metieron interno dos años
en un colegio. No fue la última vez.
Se entiende la actitud de su madre. Era
novia de su hermano Manolo cuando
este murió de una cornada en la plaza de
Málaga en 1926, por un toro de Guadalest. Curiosamente, después contrajo matrimonio en segundas nupcias con el
padre de ambos, Miguel Báez Quintero,
primer Litri de la dinastía.
Cuando Manolito murió yo aún no había nacido. Fue un torero importante, de casta y
valor, aunque le cogían todas las tardes. Después de aquella tragedia imagina las ganas
de toros que tenía mi madre. Recuerdo que
en casa había un baúl escondido con vestidos
y trastos viejos de torear, pero a mí me tenían
prohibido jugar en aquella habitación. Yo estaba intrigado, porque aunque era un chiquillo sabía que me ocultaban algo. Con el
tiempo me enteré de la historia. Me la contaron los amigos de mi padre. Solían reunirse
en una taberna para hablar de toros y como
yo pasaba por delante para ir al colegio me
quedaba escuchando cientos de anécdotas de
mi familia. El número uno de la tertulia, un
aficionado muy viejo, me decía con una revista de toros en la mano: “Mira niño, este era
tu padre, y este tu hermano, ellos sí tenían
valor, no como tú, que vas al colegio”. “Mi
madre me ha dicho que tengo que estudiar.
Pero yo voy a ser torero”, le contestaba. Porque hasta mi abuelo, El Mequi, fue torero, y
a un hermano de mi padre, Litri II, también
lo mató un toro en América. Lo cogió por el
pecho y lo dejó frito. Allí sigue enterrado.
En 1947, después de debutar vestido de
luces en Valverde del Camino, ¿cambiaron de parecer?
¡Qué va! Incluso en el año 49, cuando gané
dos millones de pesetas limpios, una fortuna
en aquella época, mi madre seguía en sus
trece. “No torees más Miguel, si con lo que
has ganado ya tienes para vivir, hijo mío”.
Mis antecesores sufrieron en sus carnes la dureza de esta profesión. Mi padre se retiró con
más de sesenta cornadas, de esas que entonces tardaban un año en sanar. Mi abuelo no
salió de la provincia de Huelva y además no
le pagaban un duro por torear. Le daban una
ristra de chorizos o un queso. Y luego Manolito… Pero a pesar de todo yo quería ser torero. “Madre, si no es por el dinero, es que a
mí lo que me gusta es torear”. Pero nada, no
lograba convencerla. Ella tenía sus razones,
por supuesto. Cuando murió Manolete… ya
ni te cuento. Se puso imposible. Con la cantidad de toreros que hay en el mundo, pensaba, pocas cosas pasan. Además, a alguien le
tiene que tocar. Y asumí la tragedia como
algo natural al toreo. Para mí, que un toro te
cogiera y te matara era algo normal. ¡Pero
que malos ratos le hice pasar a mi madre!
”S
i un
periodista
te baila el agua
sin motivo
se desacredita.
Un periodista así
no me interesa”
Asumido el riesgo, disfrutaría una barbaridad delante del toro.
Por supuesto, y cuantas mayores dificultades
tuviera mejor. Someter a una fiera que te
quiere coger es un placer que no puede compararse con nada.
¿Su padre era de la misma opinión?
Sí, sí, él tampoco quería que fuera torero. Además del baúl había la cabeza del toro con el
que mi padre inauguró la plaza de Huelva,
aunque también estaba escondida. Cuando entraba en aquella habitación mi padre me reñía. “Sal ahora mismo de ahí, que eso no se
puede mirar”. Sin embargo, en su ausencia pasaba horas contemplándola. Sentía una enorme curiosidad. Y qué bonito, con el tiempo reinauguré la plaza de toros de La Mereced que
en su día inauguró mi padre. ¡Quién me lo iba
a decir…!
Lo suyo fue pura vocación…
Llevaba la afición en la sangre. Un día camino del colegio me crucé con una piara de
borregas. Me di cuenta de que sólo el macho
tenía cuernos y pensé ¡uy qué bien! este es el
mío. Sin pensarlo dos veces cogí el babi y me
fui derecho a él. Era imponente. Estaba en
celo y se arrancaba con facilidad. Le pegué
una patada en el culo para calentarlo y ¡joder
cómo se arrancó! No me esperaba esa reacción. Me pegó un volteretón como si fuera un
toro. ¡La madre que lo parió! “Pero a quién se
le ocurre molestar al carnero”, protestó el
pastor. “Es que quiero ser torero”, le contesté
dolorido. “Pues si quieres ser torero torea
toros”, añadió. “Tendré que empezar por
algo, señor”, y me marché. Tenía cinco o seis
años (risas).
Desde el primer día sufrió infinidad de
volteretas…
Cuando me cogían sentía rabia y coraje. Me
levantaba del suelo y volvía otra vez a la
carga, dispuesto a pegarle al toro un ‘bocao’
en el pescuezo. De los porrazos tan fuertes
que me pegaban me entraba hasta ‘calentura’. Rodar por las capeas determinó mi concepto del toreo. Pero después, con el paso del
tiempo y sobre todo al final de mi carrera me
fui serenando y templando como torero. En
esta profesión, el que quiere, al final
aprende. Y yo aprendí a torear. Al principio
toreaba medio ‘trabucao”. Fui un ‘tremendista’, o al menos eso decían los entendidos.
Pero era lo único que sabía hacer y a pesar de
que a muchos no les gustaba mi estilo continué siendo fiel a mí mismo.
Maestro, ni antes ni ahora se puede
negar el magnetismo de su arrolladora
personalidad ni la emotividad de su
toreo…
Yo citaba a los toros de punta a punta de la
plaza, con alegría, los dejaba llegar a 30 metros de distancia y me quedaba más quieto
que un poste. Pero al bueno y al malo. A
todos. En esa época la gente estaba acostumbrada al toreo de cercanías impuesto por Manolete y aunque sólo fuera aquel contraste se
entusiasmaron conmigo. En el toreo hay sitio
para todos los estilos. Lo importante es que
la gente se levante del asiento.
¿Cómo se le ocurrió ‘el litrazo’?
Fue de casualidad, en la plaza de toros de
Cádiz. Estaba brindando la faena al público
en el centro del ruedo cuando oí un murmullo. Me giré y vi que el novillo venía derecho a por mí, como un tren. Hacía un viento
horroroso. Entonces permanecí inmóvil,
quieto como una estatua y lo esperé con la
muleta escondida en la espalada. No tenía escapatoria. En el último instante la saqué y el
novillo hizo así y se fue al pico de la muleta.
Después le ligué seis o siete muletazos sin en-
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ENTREVISTA
mendarme y cuando rematé con el pase de
pecho la gente estaba como loca en los tendidos. Como el novillo era extraordinario lo
repetí varias veces. Causó tal impacto que,
desde entonces, me obligaron a darlo todas
las tardes, pasara lo que pasara. La gente se
entusiasmaba. En el Puerto de Santa María
me cogió uno que casi me saca de la plaza.
A los tres o cuatro días, cuando me desperté
en el hospital, le pedí a la enfermera una
‘pringá’ para comer.
Convertido en fenómeno de masas, en el
año 50 formó pareja con Julio Aparicio,
ambos apoderados por José Flores Camará. Aparicio dice que en su caso “Camará se ilusionó con el quince por
ciento”, ¿y en el suyo?
De Camará sólo puedo decir cosas buenas.
Para mí ha sido uno de los mejores apoderados de la historia, si no el mejor. Me apoderó
toda mi carrera, excepto en el año 49, cuando
Emilio Fernández me contrató 116 novilladas, a la vez que dirigía la carrera del matador de toros sevillano Manolo González. A
Camará lo conocí en la finca El Campillo. Ese
día me propuso firmar un contrato y le dije
que no. Me preguntó el motivo y le contesté
que mi madre no me dejaba. Ella no quería
que firmara con nadie. No se fiaba de los taurinos. Respetó mi decisión y añadió que yo
era el único torero al que no firmaba un contrato. Camará me hizo ganar muchísimo dinero. Era un hombre inteligentísimo. Sabía
cuidar y defender a sus toreros. Como veedor
de toros no fallaba. A Manolete le hizo ganar
veinte mil duros por tarde. En el año 50,
cuando me apoderó, toreamos 87 novilladas.
Litri ¿qué tal se llevaba con Aparicio?
Bien, bien… Él ahora está en Madrid y yo en
Huelva (risas). Para mí ha sido como un hermano. Julio tiene un corazón muy grande,
aunque a veces es un poco ‘quisquilla’.
Se presentó en Las Ventas el 18 de mayo
de 1950, dos días antes de coincidir por
primera vez con Aparicio en ese mismo
escenario, y en sendas ocasiones salió a
hombros por la Puerta Grande.
Del día del debut guardo una anécdota muy
divertida. Me vestí de torero en casa de mi
amigo Remigio, en la calle Serrano 95. Los hijos, que eran unos demonios, al verme en
calzoncillos exclamaron “¡mira, tiene pelos
en las piernas! Hay que afeitarlo, que eso está
feo”. Y cogieron una cuchilla y me destrozan
las piernas. Llegué a la plaza lleno de cortes
(risas). Camará no era partidario de que me
presentara en Madrid. Aunque un año antes
había arrollado en todas las plazas, creía que
mi estilo aún estaba sin pulir, que era demasiado brusco para el gusto de su afición. Tenía
miedo de que mi concepto no encajara y se
metieran conmigo. Pero no solo él, también
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lo pensaban la cuadrilla y muchísimos aficionados. “Cuidado, Miguel, Madrid no es un
pueblo. Allí hay que hacer bien las cosas” me
aconsejaban. Recuerdo que la noche antes
pensé: “Pero si yo no sé hacer otra cosa. ¿Qué
hago mañana? ¿Coger al toro por los cuernos
y volverlo del revés? ¿Comérmelo?”. Por eso
decidí ser fiel a mí mismo, y triunfé. Estaba
mentalizado a cortar las orejas al precio que
fuera. Luego, además de valer hay que tener
suerte. Y yo la tuve, sobre todo al principio.
Confirmó la alternativa en Madrid el 17
de mayo de 1951, cortando una oreja a un
toro sobrero de Juan Sánchez de Terrón.
Antes y después cosechó éxitos arrolladores en esta plaza, pero aquel triunfo
significó mucho para usted.
Esa oreja fue importantísima para el devenir
de mi carrera. Me orientó de la calidad del
toro Pepe Luis Vázquez. Tenía seiscientos y
pico de kilos, algo anormal en aquella época,
donde se lidiaba un toro más chico, pero
también más fiero y encastado. Con el capote
estuve a la deriva. No había ‘visto’ al toro por
ningún lado. Entonces Pepe Luis se acercó y
me dijo por lo bajini: “Por el izquierdo va”.
Cogí la muleta, me fui al quinto pino y el
toro respondió. Le ‘engarruché’ ocho o diez
pases y le corté la oreja. Pepe Luis y Antonio
Bienvenida habían dado una gran tarde de
toros y yo no me podía quedar atrás. Si no recuerdo mal, en Madrid he toreado 27 tardes,
he cortado 29 orejas y he salido nueve veces
a hombros de la plaza. Madrid se me dio bien
desde el primer día.
¿Es cierto que Litri era un torero muy limitado técnicamente, que andaba a merced de los toros?
Nunca me sentí a merced de los toros porque
tenía valor y el valor es importantísimo en esta
profesión. En los comienzos me quedaba
muy quieto y la fiera pasaba por allí. Iba y venía, pero sin torear. Sin embargo yo me sentía capaz de montarme encima, de pegarme
una merienda e incluso de tomar café. Andaba
‘sobrao’. Como estaba acostumbrado a bregar
”N
unca
me sentí
a merced de
los toros
porque
tenía valor”
¿Cómo se domina a un toro?
Con cariño, con dulzura, con temple y con
bondad. Sin molestarlo. Mimándole incluso
con la voz. Parece mentira pero ese mimo,
esa actitud de amistad, se la transmites al
toro. Porque al toro nunca hay que molestarlo. Si te metes con él protesta y si protesta
se defiende y entonces se mosquea y te quiere
coger. Si lo tratas con violencia responde con
violencia. Al toro no hay que hacerle daño.
En pocas palabras: hay que hacerse amigo de
él. Yo confiaba en el toro y el toro confiaba
en mí. Ese entendimiento, esa compenetración es algo único, reciproco y maravilloso.
”A
hora
se torea con
más limpieza
que nunca”
con aquellos morlacos de cinco o seis años de
las capeas, que salían más ‘espabilaos’ que sus
muertos, torear y triunfar fue para mí como
un juego. Coser y cantar. En las capeas el toreo me parecía imposible, pasaba un miedo horroroso y, no sé por qué, creía que en la plaza sería más difícil todavía, pero resultó lo contrario. Me pegaban muchos porrazos, es cierto, pero aquellos porrazos no me molestaban.
¿Eso es valor?
¿Valor? Yo tenía mucho miedo. Todos tenemos miedo y el que diga lo contrario es de
otro planeta. Pero el valor ¿cómo te diría
yo…? Es disimular el miedo. Porque yo sentía
el mismo o más que cualquiera. Lo que de
verdad me preocupaba era defraudar al público. Al toro, mejor o peor, lo trajinaba. Que
me cogiera ochenta veces no suponía un problema, si al final le cortaba las orejas. Lo
único que necesitaba era que me ayudara un
poquitito. Tuve suerte, en ocho o nueve años
en activo solo me pegaron cinco o seis cornadas, nada más.
Su carrera está llena de idas y venidas.
Pero en todas, sin excepción, mantuvo
siempre la misma cotización y obtuvo
éxitos incontestables.
Después de dos temporadas con picadores
tomé la alternativa en Valencia en el año 50;
descansé en el 53, en pleno éxito y reaparecí
dos años más tarde. Me aparté temporalmente en el 58, para regresar al año siguiente y protagonizar la película El Litri y
su sombra, con guión de Agustín de Foxá. Me
quité en el 60, volví en el 64, descansé al año
siguiente y toreé en el 66. Finalmente dije
adiós a mi profesión en el 67, cuando me
casé. Tenía 37 años. Ahora tengo 80. Le dije a
mi mujer: “No te preocupes que ya no vas a
sufrir más”.
Las temporadas de 1951 y 1952 fueron
arrolladoras, con triunfos también en la
Maestranza de Sevilla. Sumó 67 y 59 actuaciones, respectivamente. ¿Qué motivos le llevaron a retirarse con 22 años,
cuando estaba en la cima del toreo?
La primera vez dejé de torear porque me
sentía agotado. No podía más. Estaba destrozado de los viajes por esas carreteras de
Dios. Los coches eran incómodos, no había
autopistas, ni apenas gasolineras y las que
había no estaban abiertas veinticuatro
horas, con el inconveniente que eso supone
al hacer viajes tan lagos. Viajábamos toda la
noche, nueve hombres apretados en un Hispano Suiza, que gastaba treinta y dos litros
cada cien kilómetros. Así que imagina lo
que fue echar en esas condiciones un temporada como la del 49, con 116 festejos. A
ese ritmo y con aquella responsabilidad, a
finales del 52 me acostaba y veía toros por
todas partes. Pesaba 42 kilos. No podía con
el traje. Incluso tres o cuatro meses después
me despertaba angustiado pensando que
tenía que torear. ¡Fue horroroso! El toro
nunca se te va de la cabeza. Tanto es así que
ahora cuando sale un becerrita buena la
toreo. Por dinero no se puede ser torero.
Solo por afición.
Cuando se retiraba a descansar, ¿tenía la
intención de volver? ¿No temía perder el
sitio, la motivación, el momento…?
Qué va, no quería saber nada de toros. Solo
descansar. Si no sentía ganas de torear no toreaba, me resultaba imposible. Siempre me
retiré por el mismo motivo. A cien revoluciones por tarde, al final, explota el motor.
El sitio y la motivación lo perdía si seguía toreando.
¿Echaba de menos la profesión?
Fíjate si la echaba de menos que en 1984,
después de llevar diecisiete años alejado de
los ruedos, me vestí de torero para reinaugurar la plaza de toros de Huelva, y luego en
el 87 le di la alternativa a mi hijo Miki, en
Nîmes. Esa fue la última vez que pisé un
ruedo.
Las nueve salidas por la Puerta Grande de
Las Ventas (dos en 1950, 1951 y 1957; una
en 1964 y dos más en 1966) sucedieron en
distintas etapas de su corta pero intensa
trayectoria. Esto demuestra que no fueron resultado de un momento de éxito
puntual del torero, sino consecuencia de
su capacidad de no envejecer y de evolucionar como artista.
En Las Ventas tuve mucha suerte, aunque
también es verdad que siempre fui dispuesto y preparado. Quizás por esta razón
nunca noté un cambio de actitud en el público. También quiero decir que antes de
seis toros embestían cuatro y la gente se divertía. En Madrid me han respetado una
barbaridad. Ahora no me pierdo una corrida por Canal Plus.
¿Y?
Hoy se torea con más limpieza que nunca.
¿Le trató bien la prensa?
Fenomenal, no tengo queja de ninguno. El
más duro conmigo fue don Enrique Vila, íntimo amigo mío.
Vaya…
Me dijo: “Niño, mi profesión está por encima
de la amistad. Cuando estés mal te pondré
mal”. Eso se llama integridad y categoría. Si
un periodista te baila el agua sin motivo se
desacredita. Sobre todo ante sí mismo. Un periodista así no me interesa para nada.
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