Exilio: Schumpeter y Hayek en la Segunda Guerra Mundial

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EXILIO
Capítulo 13
Exilio:
Schumpeter y Hayek en la Segunda Guerra Mundial
Mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros. Nos lleva
hacia un país desconocido, y rara vez podemos lograr un destello de lo
que tenemos por delante.
1
FRIEDRICH HAYEK, Camino de servidumbre, 1944
Para Keynes y muchos de sus discípulos que se incorporaron al ejército
de sus respectivos países, la guerra fue un momento de intenso compromiso, complejos retos intelectuales y una capacidad de influencia inaudita. Para Schumpeter y para Hayek, en cambio, la Segunda Guerra
Mundial fue una época de aislamiento, exilio e inactividad forzosa. Perdieron su prestigio intelectual. Como eran emigrantes, no se les pidió
que se sumaran al esfuerzo bélico. Quedaron al margen, aislados en facultades en las que solo había viejos, impedidos, extranjeros y mujeres.
No podían alegrarse de la inevitable victoria aliada sin lamentar al mismo tiempo el sufrimiento y la devastación del bando enemigo.
Como testigos, y víctimas, del hundimiento del Imperio austrohúngaro tras la Primera Guerra Mundial, Hayek y Schumpeter podían concebir posibilidades inimaginables para quienes habían crecido en Estados
Unidos o en Gran Bretaña. Por su parte, Keynes estaba decidido a que
los aliados no cometieran los mismos errores que en 1919, y confiaba en
que sería escuchado y podría imponer su punto de vista. Cuando el Reino Unido declaró la guerra al Eje, Keynes tenía cincuenta y seis años y
poseía mucha más capacidad de influencia sobre los gobiernos y la opinión pública que a los treinta y seis. Era el impulsor de una revolución
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del pensamiento económico con numerosos seguidores, y también era el
ministro de Economía defacto del gobierno de Churchill, el principal
negociador financiero del Reino Unido en Washington y uno de los
artífices del sistema monetario de la posguerra.
Schumpeter, en cambio, estaba sumido en una sensación de fracaso
personal, deprimido por la catástrofe que arrasaba Europa y Japón, y
aterrado por el fervor belicista. Cada vez se sentía más apartado de sus
colegas y estudiantes de Harvard, y no se molestaba en ocultar la amargura que le producía ver cómo los estadounidenses condenaban categóricamente a Alemania y a Japón mientras aceptaban a la Unión Soviética como aliada.Terminó llamando la atención del FBI, que lo investigó
durante más de dos años.
Para Schumpeter, la ascensión política de los partidos socialistas y
nacionalsocialistas en Europa tras la Primera Guerra Mundial demostraba que el éxito económico no garantizaba por sí solo la supervivencia de una sociedad. En su opinión, capitalismo y democracia formaban
una combinación inestable. Los empresarios de éxito conspiraban con
los políticos para cerrar el paso a posibles rivales, los burócratas asfixiaban la innovación con regulaciones e impuestos, y los intelectuales atacaban los fallos morales del capitalismo mientras elogiaban regímenes
totalitarios o incluso ayudaban, abiertamente o en secreto, a los enemigos declarados de Occidente. Para Schumpeter, el temor de que la sociedad burguesa produjera sus propios sepultureros, como había dicho
Marx, se convirtió en una certeza.
A sus cincuenta y seis años, Schumpeter, en vez de sumarse al esfuerzo bélico como otros austríacos exiliados en Estados Unidos, prefirió expresar sus temores en un libro en el que se reveló como gran
ironista. Publicado en 1942, cuando en los países occidentales comenzaba a decaer la confianza en la libre empresa, Capitalismo, socialismo y
democracia era un encomio disfrazado de elogio fúnebre que negaba la
conclusión keynesiana de que el capitalismo estuviera condenado al
fracaso. Pese a sus fallos (las crisis financieras, las depresiones, la conflictividad social..,), el capitalismo era capaz de aportar beneficios a las
«nueve décimas partes de la humanidad» que en el curso de la historia
humana habían vivido en la pobreza y la servidumbre. «La máquina
capitalista es siempre una máquina de producción masiva», afirmaba
Schumpeter en un momento en que el producto interior bruto de Es411
LA GRAN BÚSQUEDA
tados Unidos apenas comenzaba a recuperarse de la Gran Depresión.2
Según escribió en un pasaje muy citado, gracias a la máquina del capitalismo, las trabajadoras modernas podían comprarse medias que un siglo atrás no podía permitirse casi ninguna mujer, ni siquiera una reina.
Haciendo un cálculo que se quedó corto, Schumpeter consideró que la
economía de Estados Unidos, si en el medio siglo posterior a 1928 crecía tan deprisa como en el medio siglo anterior, en 1978 multiplicaría
por 2,7 veces la de 1928. Con ello no pretendía hacer una predicción
de futuro, sino solamente demostrar a sus lectores la impresionante potencia del «sutil mecanismo».
Tras argüir que la competencia era un hábil ardid con el que la
sociedad controlaba el genio creativo y elevaba el nivel de vida, Schumpeter profetizó la decadencia del sistema. Planteó una pregunta retórica,
«¿Puede sobrevivir el capitalismo?», y la respondió así: «No; no creo que
pueda».3 El empresario, agente creativo del éxito capitalista, era objeto
de ataques no solo en la Unión Soviética, sino también en los países
occidentales, como la propia ideología del liberalismo económico. Como
se ha señalado, Schumpeter «predijo el triunfo del socialismo, pero hizo
una de las defensas del capitalismo como sistema económico más apasionadas que jamás se hayan escrito».4
Sin duda, la insinuación de que cada vez habría menos margen de
oportunidades para las personas con iniciativa era un reflejo de la edad
de Schumpeter y de sus tendencias depresivas. Estaba obsesionado con
la idea de la muerte y temía que él mismo se había convertido en un
anacronismo. En Harvard, cada vez eran más los que consideraban las
ideas de Schumpeter tan anticuadas como su prosa y sus maneras distinguidas. En su diario, Schumpeter dijo que se necesitaba una «nueva
teoría económica», pero que no se sentía con valor de crearla. «No me
corresponde a mí», concluyó.5
En el otoño de 1931, cuando Friedrich von Hayek y su familia se trasladaron a Londres, Hayek aún pensaba que volvería a Viena. Al cabo de
dos años se dio cuenta de que el exilio sería permanente. Durante un
tiempo, Hayek fue el líder del liberalismo económico en su país de
adopción. Pero en 1938, cuando adquirió la nacionalidad británica, sus
discípulos lo habían abandonado. John Hicks, prestigioso keynesiano,
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EXILIO
señaló en 1967: «Ya casi no recordamos que hubo un tiempo en que las
nuevas teorías de Hayek eran el principal rival de las nuevas teorías de
Keynes».6
A esta sensación de aislamiento intelectual se sumaban las sombrías
perspectivas de Austria. Varios de los antiguos colaboradores de Hayek,
entre ellos Ludwig von Mises, que había sido despedido de la universidad, habían empezado a refugiarse en el extranjero ya antes de 1938,
cuando Hitler proclamó la anexión de Austria, para escapar del creciente antisemitismo. En 1935, Fritz Machlup, que había formado parte del
Geist-Kreist (el «Círculo del Espíritu») creado por Hayek, le contó en
una carta que había decidido quedarse en Estados Unidos para siempre
(tampoco tenía muchas opciones más, siendo judío). Aunque Hayek le
comprendía, respondió: «Me apena mucho la emigración masiva de los
intelectuales vieneses,y sobre todo el declive de nuestra escuela de economía».7 Un año después, afirmó: «La rapidez con la que se está produciendo la capitulación de los intelectuales y la corrupción de la política
(por no hablar de las finanzas) es desoladora».8
Días después de que las tropas de Hitler entraran en Viena entre
vítores de la multitud, Hayek se escribió con los antiguos integrantes
del Geist-Kreis, quienes le contaron historias terribles sobre los acosos,
despidos y detenciones de la Gestapo. Ese mismo año solicitó y obtuvo
la ciudadanía británica. En varias colaboraciones de prensa atacó al régimen nazi y condenó el antisemitismo. También participó en los programas de ayuda para los intelectuales judíos que intentaban salir del
continente.
Por otra parte, los problemas matrimoniales contribuían a su tristeza. Hayek había intentado que su mujer le concediera el divorcio, pero
esta se negaba. Y lo que es peor, él seguía amando a Helene. La había
visto en agosto de 1939, justo antes de que se anunciara el pacto entre
Stalin y Hitler, una señal de que Estados Unidos no tardaría en entrar
en la guerra, y él ya no podría volver a verla hasta que terminara el conflicto.
Cuando por fin acabó la guerra, el aislamiento de Hayek se había
convertido en una verdadera reclusión. Con apenas cuarenta años, diez
menos que Keynes, se sentía viejo. Entre otras cosas, había perdido la
audición de un oído. Su sordera era un símbolo de su sensación de alejamiento, tanto de su antiguo mundo como de su mundo de adopción.
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LA GRAN BÚSQUEDA
EXILIO
Se había quedado en Londres durante las seis primeras semanas de los
bombardeos para demostrar su valor y su lealtad al Reino Unido, pero
al final había tenido que trasladarse a Cambridge con la London School
of Economics, en la que solo quedaban él y media docena de estudiantes femeninas, y allí había seguido impartiendo clases hasta el final de la
guerra. Su mujer y sus hijos se habían refugiado en el campo, su antiguo
aliado Lionel Robbins estaba en Whitehall, y sus colegas habían ido
marchándose uno tras otro para cumplir sus obligaciones militares.
Camino de servidumbre fue la contribución de Hayek al esfuerzo
bélico aliado. Él mismo lo calificó como «un deber que no debo eludir».9 Después de la declaración de guerra, Hayek estuvo unas semanas
esperando a que le confiaran un puesto en el Ministerio de Propaganda.
Envió varios escritos al titular del ministerio, lord MacrniHan, sugiriendo posibles estrategias para las emisiones en alemán: «Estoy disponible y
con muchas ganas de dedicar mis capacidades a algo útil, que, tras meticulosas consideraciones, creo que puede tener que ver con la labor de
propaganda».10 Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que su origen
extranjero lo excluía de las actividades de guerra. Al final se resignó a
seguir ocupándose, prácticamente en solitario, del Departamento de
Teoría Económica de la London School of Economics.
Dolido y decepcionado, Hayek pensó en irse a Estados Unidos
como sus amigos. «Me afecta mucho esta reclusión»,11 escribió a Machlup. Sin embargo, cuando este le respondió, Hayek se arrepintió de la
idea de embarcarse. «He renunciado a la idea de partir [...] mientras se
me quiera aquí de algún modo. Al fin y al cabo, es mi deber.»12 En 1940,
cuando la New School le ofreció un puesto temporal de profesor, Hayek envió un telegrama de renuncia seco y casi altanero.13 Más tarde, en
una carta para otro amigo, declaró: «Envidio un poco tu posibilidad de
hacer algo relacionado con la guerra. Cuando todo acabe, seguramente
seré el único economista que no habrá tenido de ningún modo esta
oportunidad, y que, quiera o no quiera, habrá seguido siendo el más
puro de los teóricos puros».14 Como siempre, cuando sufría una decepción, Hayek trataba de pensar en el futuro. «Parece que he perdido la
capacidad de disfrutar tranquilamente del presente, y lo que para mí
volvía la vida interesante eran mis planes para el futuro, la satisfacción
consistía en gran parte en lograr lo que tenía planeado hacer, y el sufrimiento venía de no haber sacado adelante mis planes.»15
Paradójicamente, los siguientes tres años fueron algunos de los más
productivos de su vida. «He trabajado más este verano que en cualquier
otro período similar hasta la fecha.»16 En cierto momento, en medio de
los bombardeos, Hayek tenía entre manos por lo menos tres libros diferentes. No tardó en redactar prácticamente a solas las páginas del Económica, el boletín de la London School of Economics. «Por ahora el bombardeo es un rotundo fracaso —escribió al instalarse en Cambridge—.
Lo que me ha sacado de Londres es sencillamente la incomodidad de
una casa vacía y los frecuentes viajes.»17 Aun así, envió por correo a varios amigos que vivían en Estados Unidos algunos capítulos de su nuevo libro para que los «custodiasen».
En enero de 1941, Hayek aludió explícitamente por primera vez
al deseo de escribir un libro que tuviera una gran acogida, como ha-
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bía logrado Keynes con Las consecuencias económicas de la paz: «Estoy
trabajando en una exposición ampliada y quizá más popular de los
asuntos tratados en La libertad y el sistema económico, que, si la termino,
podría publicarse en la colección de seis peniques de Penguin».18 Era
algo que les debía a sus semejantes: «Como no puedo hacer nada para
ayudar a ganar la guerra, mi preocupación está en el futuro más lejano,
y aunque mis opiniones a este respecto son lo más pesimistas que
pueden ser —mucho más que las que tengo sobre la guerra en sí—,
estoy haciendo lo poco que está en mis manos para abrir los ojos de
la gente».19
Hayek dedicó dos años y medio a la escritura de Camino de servidumbre, desde el 1 de enero de 1941 hasta junio de 1943. «Soy tremendamente lento trabajando, y tal como estoy en estos momentos, con
intereses repartidos entre tantos ámbitos distintos, tendré que vivir muchos años para llevar a cabo lo que me gustaría hacer ahora mismo», se
quejó en una ocasión.20
Hayek comenzaba Camino de servidumbre hablando de la relevancia
de la historia para el presente y aludiendo a su experiencia de vivir en
dos culturas:
Mientras la Historia fluye, no es Historia para nosotros. Nos lleva
hacia un país desconocido. [...] Diferente sería si se nos permitiera pasar
por segunda vez a través de los mismos acontecimientos. [...] Sin embargo, aunque la Historia jamás se repite por completo, y precisamente por-
LA GRAN BÚSQUEDA
que no hay evolución inevitable, podemos hasta cierto punto aprender
del pasado para evitar la repetición del mismo proceso.
Dirigiéndose directamente al lector, Hayek describía su intensa
sensación de deja vu. La tendencia colectivista de Inglaterra le recordaba
lo que había sucedido en Viena tras la Primera Guerra Mundial. «Las
siguientes páginas son el producto de una experiencia que se aproxima todo lo
posible a vivir sucesivamente durante varios períodos en países diferentes.» Ha-
yek expresaba una convicción que ya habían descrito antes otros observadores de la sociedad inglesa, desde Engels y Marx hasta Schumpeter:
Así, trasladándose a otro país, cabe observar dos veces la evolución
intelectual en fases similares. Los sentidos se vuelven entonces peculiarmente agudos. Cuando por segunda vez se oye expresar opiniones o propugnar medidas que uno ya encontró hace veinte o veinticinco años, estas
asumen un nuevo significado. [...] Sugieren, si no la necesidad, por lo menos la probabilidad de que los acontecimientos sigan un curso semejante.21
¿A qué opiniones y medidas se refería Hayek? Sabemos que entre
sus lecturas recientes se encontraba el Mein Kampf de Adolf Hitler,
que se publicó íntegramente en inglés por primera vez en 1939. Otra,
sin duda, era la oda a la planificación estatal publicada por los Webb
en 1936: Soviet Communism: a New Civilization, libro que Hayek reseñó para el Sunday Times. Aunque políticamente se sitúa a mucha distancia de todos ellos, sin duda Hayek también pensaba en la Teoría
general de Keynes.
El libro de Hayek era una defensa del mercado y la concurrencia,
presentada según la moderna economía de la información:
Debemos ver la estructura de precios como un mecanismo que sirve
para comunicar información si queremos entender su verdadero papel.
[...] Lo más significativo de esta estructura es la economía de conocimientos que requiere, es decir, lo poco que necesitan saber los participantes concretos para poder tomar la decisión adecuada.22
Por otra parte, su libro era también un aviso. Herbert Spencer fue
el primero en advertir que las infracciones de la libertad económica
eran infracciones de las libertades políticas. Ludwig von Mises, mentor
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EXILIO
de Hayek, veía el Estado del bienestar como un caballo de Troya que iría
«transformando paso a paso la economía de mercado en socialismo. [...]
Lo que surge al final es un sistema de planificación total, es decir, un
socialismo como el que pretendía instaurar el Plan Hindenburg alemán
en la Primera Guerra Mundial». Pero Hayek no estaba defendiendo el
laissez-faire. De hecho, se declaraba contrario a descuidar la economía:
Queda, por último, el problema, de la máxima importancia, de combatir las fluctuaciones generales de la actividad económica y las olas recurrentes de paro en masa que las acompañan. Este es, evidentemente,
uno de los más graves y acuciantes problemas de nuestro tiempo. Pero,
aunque su solución exigirá mucha planificación en el buen sentido, no
requiere —o al menos no es forzoso que requiera— aquella especial
clase de planificación que, según sus defensores, se propone reemplazar al
mercado. Muchos economistas esperan que el remedio último se halle
en el campo de la política monetaria, que no envolvería nada incompatible incluso con el liberalismo del siglo xix. Otros, es cierto, creen que
el verdadero éxito solo puede lograrse con la realización de obras públicas a gran escala emprendidas con la más cuidadosa oportunidad. Esto
llevaría a mucho más serias restricciones de la esfera de la competencia,
y al hacer experiencias en esta dirección tendremos que vigilar cuidadosamente nuestros pasos si queremos evitar que toda la actividad económica se haga cada vez más dependiente de la orientación y el volumen
del gasto público.23
En un discurso posterior, Hayek diría ante una concurrencia estadounidense: «Debemos abandonar la discusión a favor y en contra de la
actividad del gobierno como tal. [...] No podemos defender seriamente que el Estado no debería hacer nada».24
A principios de 1943, Machlup envió algunos capítulos del libro de
Hayek a varias editoriales estadounidenses. Las primeras respuestas no
fueron alentadoras:
Francamente, no tenemos claro qué ventas podemos esperar de este
libro, y yo personalmente no puedo evitar pensar que el profesor Hayek
está un poco al margen de la corriente del pensamiento actual, tanto aquí
como en Inglaterra. [...] No obstante,si el libro se publica en alguna otra
editorial y se convierte en un éxito en el género del ensayo, considere
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LA GRAN BÚSQUEDA
simplemente que ha sido uno de esos errores de criterio que todos cometemos.25
Harpefs descartó el libro por «forzado» y «afectado».26
En junio de 1943, Hayek firmó por fin un contrato con Routledge
para la publicación de su libro en el Reino Unido. Y en febrero de
1944, poco antes de que saliera publicado en Inglaterra, Hayek supo
que la editorial de la Universidad de Chicago también aceptaba publicarlo.
Acto tercero
CONFIANZA
Prólogo
Nada que temer
El 11 de enero de 1944, Roosevelt llevaba varios días en cama con gripe. Agotado tras participar en las conferencias de los Tres Grandes en El
Cairo y en Teherán y aquejado de varias dolencias potencialmente mortales (hipertensión, cardiopatía hipertensiva, insuficiencia cardíaca en el
ventrículo izquierdo y una bronquitis aguda), estaba demasiado débil
para desplazarse al Capitolio a pronunciar el discurso anual sobre el
Estado de la Unión.1 Por eso envió el texto por mensajero al Congreso,
pero como sabía que los periódicos no lo publicarían completo, insistió
en leerlo en una de las «charlas junto al fuego» que se retransmitían por
radio a la población. Habían pasado meses del desembarco de Normandía y Estados Unidos estaba sumido en una lucha encarnizada en el
Pacífico, pero el presidente insistió en que los ciudadanos no pensaran
solamente en la guerra: «Ahora mismo nuestro deber es trazar los planes
y la estrategia que nos permitirán alcanzar una paz duradera».2
Roosevelt insistió una y otra vez en la idea de que la paz no dependía solamente de la derrota de los regímenes criminales sino de la elevación del nivel de vida. La seguridad económica era la principal responsabilidad de los gobiernos democráticos. Roosevelt estaba decidido a no
repetir los errores cometidos por los aliados tras la Primera Guerra Mundial, que, según él, habían abierto el camino a la guerra posterior. Convencido de que el Estado del bienestar y la libertad individual iban de la
mano, advirtió; «El hambre y la falta de trabajo son la materia de la que
están hechas las dictaduras». Por eso mismo, instó al Congreso a apoyar la
recuperación económica en Estados Unidos y. en otros países. Su principal propuesta de carácter interno fue una «Declaración de Derechos
Económicos»; esto es, una garantía de que el Estado proporcionaría puestos de trabajo, protección sanitaria y pensiones de vejez.3
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LA GRAN BÚSQUEDA
NADA QUE TEMER
El discurso más radical de la presidencia de Roosevelt, según lo ha
calificado su biógrafo James MacGregor Burns, «cayó con un golpe
sordo en una Cámara prácticamente vacía».4 En el Congreso había mayoría republicana, y las referencias del presidente al hambre y el paro no
convencieron a los millones de estadounidenses congregados junto a la
radio. Unos meses después, a su llegada a Washington, Keynes descubrió
que «en este continente, la guerra es un motivo de inmensa prosperidad
para todos».5 No solo era una época próspera, sino que en las encuestas
el 60 por ciento de la población se declaraba «satisfecha con la forma en
que iban las cosas antes de la guerra».6
El motivo era la propia guerra. Desde antes de 1939, el temor a un
conflicto bélico había desencadenado una importante entrada de oro
en Estados Unidos, pues los inversores europeos y asiáticos buscaban un
refugio seguro para sus ahorros. De este modo, los bancos estadounidenses habían llenado sus depósitos, y habían bajado los tipos de interés.
A partir de 1939, el gasto del gobierno federal había pasado de equivaler al 5 por ciento del PIB a equivaler casi al 50 por ciento, una subida
mucho más rápida que la de los ingresos fiscales, pese a la espectacular
subida de los impuestos sobre la renta y sobre los beneficios y a la introducción de un nuevo impuesto sobre las nóminas. La magnitud de los
gastos deficitarios era enorme, si se comparaba con las políticas fiscales
adoptadas por la primera administración de Roosevelt en la época de la
Gran Depresión.
La combinación entre un fuerte gasto público y el estímulo monetario procedente del extranjero produjo una etapa de prosperidad. Con
11 millones de personas movilizadas, y con las fábricas, las minas y las
granjas funcionando a pleno rendimiento, la tasa de paro oficial pasó de
ser del 15 por ciento a finales de 1939 —el 11 por ciento si se tienen en
cuenta los empleos públicos «temporales»— a estar muy por debajo del
2 por ciento a finales de 1943. Debido a las limitaciones del mercado
laboral, los sueldos industriales subieron en un 30 por ciento tras la inflación. Y en el cuarto año de guerra, el hogar estadounidense medio
consumía más que en 1939.
Para suministrar aviones, barcos y tanques a otros países, Estados
Unidos había tenido que intensificar su producción. El producto interior bruto estaba creciendo a un ritmo de casi el 14 por ciento anual,
tres veces más deprisa que en los «felices años veinte», cuando, según las
agrias palabras de Roosevelt: «Este país emprendió un loco recorrido
por una montaña rusa que terminó en un trágico desastre».7 Los estadounidenses no podían seguir adquiriendo coches, neveras o casas, pero
estaban tan convencidos de que el dólar conservaría el valor anterior a
la guerra que no tenían inconveniente en ahorrar casi una cuarta parte
de su salario para poder comprar todos estos artículos más tarde. Tampoco podían hacer viajes por carretera, una afición muy generalizada.
Sin embargo, podían comprar más ropa, comida, alcohol, cigarrillos y
revistas, escuchar más discos y programas de radio y ver más películas y
competiciones deportivas. El contraste con Gran Bretaña, donde el
consumo per cápita se había reducido en un 20 por ciento, era extraordinario. Como refleja la serie de novelas de las Cazelet Chronicles, de la
escritora Elizabeth Jane Howard, en esos años los ciudadanos ingleses
tenían la vida bastante complicada por la escasez de vivienda, ropa, carbón, gasolina y muchos alimentos básicos. Además, la austeridad no acabó al llegar el armisticio. Aún en 1946, el gobierno laborista debatía en
secreto la imposición de un racionamiento del pan. Hasta 1954 no se
revocó el último de los controles.
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Aunque era evidente que el sistema económico estadounidense estaba en condiciones de resistir, Roosevelt y sus asesores temían que la
prosperidad de los años de guerra fuera transitoria. En su discurso, Roosevelt habló de «verdades económicas que caen por su propio peso»,
entre ellas la de que se necesitaba otro New Deal para evitar que la desmovilización del ejército desencadenase otra Gran Depresión. Si tras la
guerra había «un retorno a la teórica normalidad de los años veinte»,
eso significaría que «habremos abierto paso al espíritu del fascismo en
nuestra tierra»,8 advirtió melodramáticamente.
Su idea de la situación reflejaba la de uno de los dos bandos del
acalorado debate entre keynesianos y antikeynesianos. Cuanto más optimistas se mostraban los empresarios y los ciudadanos ante las perspectivas de la posguerra, más preocupados estaban los discípulos de Keynes
por la posibilidad de que comenzase otra recesión. Con la desmovilización, el gasto público bajaría en picado. Alvin Hansen, asesor de la R e serva Federal al que algunos llamaban «el Keynes norteamericano», predijo «un derrumbe económico en los años posteriores a la guerra; es
decir, desmovilización de las tropas, cese de la actividad en la producción de defensa, desempleo, deflación, quiebra, tiempos difíciles...».9
LA GRAN BÚSQUEDA
Paul Samuelson, asesor del organismo de planificación más importante
de la posguerra, instó al gobierno a combatir el desempleo. «Antes de la
guerra era un problema no resuelto, y nada de lo que ha pasado desde
entonces nos asegura que no volverá a aumentar.» Ninguno de ellos
pensaba que las empresas y los consumidores pudieran recuperar el ritmo anterior. Samuelson lo expresó del siguiente modo: «Si alguien pasa
seis años sin coche, no necesita seis coches de golpe».10 Convencidos,
tras la experiencia de los años treinta, de que las empresas eran demasiado reacias a invertir y de que la política monetaria no servía para combatir las recesiones, los keynesianos llegaron a la conclusión de que el
único remedio era mantener el gasto público, ralentizando la desmovilización y reforzando la inversión en infraestructuras.
Por su parte, los antikeynesianos también estaban preocupados por
un posible estancamiento, pero sus motivos eran distintos. Schumpeter
no veía con optimismo las perspectivas de crecimiento a largo plazo.
Temía que la economía no podía traer más mejoras en la productividad
y el nivel de vida, no porque la demanda fuera insuficiente sino por el
efecto de las políticas públicas. En un artículo publicado en 1943, aceptaba que «todo el mundo teme que tras la guerra puede haber una depresión», aunque le parecía un temor exagerado: «Entendida como un
problema puramente económico, la tarea [de la reconstrucción] puede
resultar mucho más sencilla de lo que cree la mayoría de la gente. [...]
En cualquier caso, las necesidades de los hogares empobrecidos serán
tan urgentes y tan calculables que cualquier recesión inevitable posterior a la guerra no tardará en dar paso a una etapa de reconstrucción y
prosperidad. Los métodos capitalistas han demostrado su utilidad en situaciones mucho más difíciles».11
Según Schumpeter, en la posguerra la verdadera amenaza contra el
crecimiento vendría de las políticas contrarias a la empresa privada encarnadas en el New Deal. Hayek y él temían que los gobiernos siguieran gestionando la producción y la distribución como en los años de
guerra, es decir, con controles de precios y salarios, con gastos deficitarios y con impuestos elevados. Tales medidas, con las que se pretendía
evitar un estancamiento, podían producir precisamente este resultado.
Schumpeter lo denominaba «el capitalismo en cámara de oxígeno».12
Hayek, por su parte, no estaba tan preocupado por una posible pérdida
de dinamismo como por la limitación de libertades. Mientras Roosevelt
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NADA QUE TEMER
advertía de que el «retorno a la normalidad» equivaldría a una victoria
contra el fascismo, Hayek señalaba que gestionar del mismo modo la
producción y la distribución conduciría a un importante recorte en los
derechos económicos y políticos. Sus temores resultaron más acertados en lo que respecta a Europa en general y el Reino Unido en particular que en lo que respecta a Estados Unidos, donde prácticamente todos
los organismos creados durante la guerra fueron desmantelados a partir
de 1945.
Aparte de la victoria militar, la prioridad más importante de Roosevelt
era no repetir los errores cometidos por los aliados tras la Primera Guerra Mundial, que según él habían conducido a la guerra posterior. A su
modo de ver, las conversaciones entre los Tres Grandes sobre los acuerdos financieros, comerciales y políticos de la posguerra, iniciadas en
enero de 1944, eran una muestra de que las cosas se estaban haciendo
mejor. Criticando la «actitud de avestruz» de los «cegatos» que veían
con suspicacia las deliberaciones, Roosevelt arremetió contra quienes
consideraban la prosperidad del resto del mundo un peligro para los
intereses económicos estadounidenses. En la reunión de Teherán había
conseguido que Stalin se comprometiera a favor de una nueva Sociedad
de Naciones. Roosevelt insistió en que «el principal objetivo para el
futuro» era la seguridad colectiva, lo que incluía la «seguridad económica, la seguridad cívica y la seguridad moral» para «la familia de las naciones». Una vez controlados militarmente los agresores, lo esencial para
mantener la paz sería asegurar «un nivel de vida digno para todos los
hombres, mujeres, niños y niñas de todos los países». «La ausencia de
miedo siempre está asociada a la ausencia de penurias.»13
Keynesianos y antikeynesianos coincidían en la importancia de la
cooperación internacional; mantenían el mismo parecer sobre este
asunto desde 1919. Pocos creían que un entorno económico favorable
a escala global pudiera surgir espontáneamente. Los bloques comerciales bilaterales de la etapa de entreguerras eran un intento de que la
Unión Soviética y la Alemania nazi quedaran apartadas de la economía
mundial. Incluso Hayek, que por experiencia y temperamento veía con
más escepticismo la intervención pública, estaba convencido de que las
democracias podían ser más beneficiosas en aquel momento que una
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LA GRAN BÚSQUEDA
NADA QUE TEMER
generación atrás. Se había impuesto la idea de que los estados tenían
que cooperar entre sí y buscar soluciones que asegurasen la recuperación del comercio mundial, la resolución de las deudas de guerra y la
estabilización de las monedas.
En Europa, sin embargo, la optimista visión de Roosevelt de un
mundo unitario, donde las grandes potencias se olvidarían de expansionismos agresivos y se centrarían en el crecimiento económico, parecía
una ingenuidad. El 9 de marzo de 1944, Gunnar Myrdal, jefe de una
comisión sueca de planificación, hizo un pronóstico mucho más sombrío. Este joven economista había pasado los primeros años de la guerra
viajando por Sudamérica, donde presentaba un estudio sobre las relaciones interraciales titulado Un dilema americano: el problema del negro y
la democracia moderna, y en 1942 había vuelto a su Suecia natal, que conservaba su estatus de neutralidad a pesar de haber suministrado materiales a la maquinaria bélica alemana.
La visión de futuro de Myrdal era mucho más pesimista. Temía que
la autarquía, el estancamiento económico y el militarismo —patologías
que habían llevado a una segunda conflagración mundial cuando solo
había pasado una generación de la primera— aún no habían sido derrotados, a pesar de los esfuerzos, sacrificios y sufrimientos de los cuatro
años anteriores. El sueño de una comunidad mundial —las Naciones
Unidas— que se relacionara mediante el comercio, las divisas convertibles y el derecho internacional, era para él una ilusión peligrosa. Criticando el «exagerado optimismo» de los economistas estadounidenses,
predijo que la prosperidad de los años de guerra desembocaría en una
situación de paro masivo mucho más grave que la de la Gran Depresión. Una depresión en Estados Unidos tendría repercusiones en todo
el mundo, especialmente en Suecia y en otros países que dependían de
la exportación para poder pagar las importaciones necesarias para mantener una economía moderna. Inevitablemente, el caos económico produciría una epidemia de huelgas y de conflictividad social y alimentaría
las rivalidades nacionalistas; es decir, tendría el mismo efecto que la situación económica anterior a la guerra. Seguiría habiendo una tendencia al militarismo y la autarquía,14 similar a la que se había impuesto en
la etapa de entreguerras. Además, cuando los aliados abandonaran su
objetivo común de derrotar al Eje y se impusieran los intereses económicos y políticos de cada uno de los Tres Grandes, el mundo se dividiría
en tres imperios rivales (los rusos, los británicos y los estadounidenses).
Según la visión distópica de Myrdal, este nuevo imperialismo no solo
sería tiránico, sino inestable por naturaleza.
Evidentemente, esta previsión recuerda la novela 1984. George
Orwell, que terminó de escribirla en 1948, pintó un mundo dividido
en tres grandes imperios (Oceanía, Eurasia y Estasia), inmersos en una
guerra fría permanente. Demasiado igualadas para ganar o perder, los
superestados utilizan la amenaza externa para justificar el totalitarismo y
el estancamiento económico. El protagonista —un hombre corriente
llamado Winston Smith, que «tiene muestras de coraje churchilliano»—
descubre que «la desintegración del mundo en tres grandes superestados
fue un acontecimiento que pudo haber sido previsto —y que en realidad lo fue— antes de mediar el siglo xx».15
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Paradójicamente, alguien que no veía esta pesadilla con temor, sino con
satisfacción, era Stalin. Roosevelt había vuelto de Teherán convencido
de que los líderes aliados tenían un interés común: cuando se hubiera
derrotado al enemigo, intentarían instaurar un marco que permitiera
centrarse en el crecimiento económico. Y había asegurado a los estadounidenses: «Nuestros aliados han aprendido por experiencia, una experiencia amarga, que no será posible el verdadero desarrollo si la repetición de las guerras, o incluso la simple amenaza de la guerra, les
apartan de su objetivo».16
En realidad, Stalin estaba convencido de que sus aliados capitalistas
serían incapaces de seguir cooperando durante mucho tiempo; según él,
una vez derrotado el enemigo común, el afán de lucro llevaría a un
conflicto entre Estados Unidos y el Reino Unido. Así pues, la guerra
entre británicos y estadounidenses era «inevitable».17 Por este motivo,
Stalin podía obtener ayudas y territorios de sus aliados, y esperar a que
la inminente crisis provocara otra guerra y llevara a los ciudadanos de
esos países a afiliarse a agrupaciones políticas leales a Moscú.
¿Por qué Stalin no tuvo en cuenta las numerosas evidencias de lo
contrario? Según John Lewis Gaddis, el más importante especialista estadounidense en la guerra fría, Stalin estaba fascinado con la primitiva
teoría económica de Lenin, que partía de una falsa analogía entre la
competencia económica y la guerra. A diferencia de Roosevelt, quien
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LA GRAN BÚSQUEDA
creía que el crecimiento de un país beneficiaría a sus socios comerciales,
Stalin estaba convencido de que el comercio, como la guerra, era un juego en el que siempre había un bando perdedor. De hecho, para Lenin,
la guerra era solo una forma más agresiva de la rivalidad económica.
En la Teoría general, Keynes había manifestado su convicción de que
las ideas son importantes: «Los maniáticos de la autoridad, que oyen
voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás».18 Sin embargo, gracias en gran parte a las
ideas de Keynes, de Hayek y de sus seguidores, las personas que ocupaban puestos de autoridad no estaban locas ni subyugadas por absurdas
ideas del pasado. Y estaban dispuestas a evitar tales pesadillas.
Capítulo 14
Pasado y futuro:
Keynes en Bretton Woods
Las dolencias económicas son altamente contagiosas. De ello se sigue
que la salud económica de cada país es un asunto de preocupación para
todos sus vecinos, cercanos o lejanos.
FRANKLIN DELANO ROOSEVELT,
mensaje a los delegados de la Conferencia de Bretton Woods1
Keynes describió la travesía que hicieron Lydia y él en el Queen Mary a
mediados de junio de 1944, apenas dos semanas antes de que comenzara la conferencia internacional sobre asuntos monetarios de Bretton
Woods (New Hampshire, Estados Unidos), como «unos días tremendamente pacíficos y, al mismo tiempo, tremendamente ocupados».2 Acompañado de una decena de altos funcionarios británicos, entre los que
estaba Lionel Robbins, íntimo amigo de Friedrich von Hayek y ahora
también suyo, Keynes presidió no menos de trece reuniones a bordo y
participó en la redacción de dos «borradores de viaje» sobre las principales instituciones que administrarían los asuntos monetarios de la posguerra: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.3 En sus
ratos libres, se instalaba en una tumbona de cubierta y devoraba libros.
Además de una nueva edición de la República de Platón y una biografía
de su ensayista favorito,Thomas Babington Macaulay, leyó el Camino de
servidumbre de Hayek.
A diferencia de algunos discípulos suyos más doctrinarios, Keynes
era capaz de concebir dos verdades aparentemente opuestas. En una
carta para Hayek, escribió: «Moral y filosóficamente, estoy de acuerdo
con prácticamente la totalidad del libro; no solo me convence, sino que
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