Una fiesta en la Plaza Arriba

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UNA FIESTA EN LA PLAZA ARRIBA
Prefacio
No debemos dar crédito a quienes pretendan situar el nacimiento del cante andaluz en los recovecos de las
cuevas o en las profundidades de los pozos con sabor a miseria y oscurantismo. No, pues semejantes
condiciones difícilmente iban a propiciar la aparición de algo tan refinado y sutil; tan sustancial y
complejo; tan cautivador y profundo.
Aunque es cierto que bajo su estructura musical subyacen ecos de culturas milenarias que lo fueron
fraguando a través de los tiempos, no sería sino a partir del siglo XVIII –tras la Ilustración y el
materialismo, y en época de revoluciones contra el Absolutismo- cuando en una especie de Jardín de las
Hespérides, ubicado entre Jerez y Triana, se produce la cristalización definitiva de una obra musical hasta
entonces fragmentada y dispersa.
Y si en tiempos de Hércules fueron las hijas de Atlas y Héspero las guardianas de aquel manzano con
frutas de oro, ahora sería el mundo gitano quien reciba el encargo de salvaguardar el nuevo y valioso
fruto que acababa de nacer.
Por ese motivo, en la llamada época hermética no saldría a la luz pública, y sólo se transmitió, entre
clanes familiares, con pulcritud y recelo exacerbados.
Uno de los núcleos donde se dio guardia y custodia a este arte tan singular no fue otro que la Plaza de
Arriba marchenera.
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El enclave y la fiesta
La tarde, envuelta en una larga torera, se marchó despacio al desplegar sobre los confines de la Plaza de
Arriba su capote anaranjado. Corrían los últimos días del mes de abril y una fresca brisa se dejaba notar
sobre las sudorosas espaldas de los faenadores tras una larga y agotadora jornada. Había comenzado el
esquileo y el trajín de carros y carretas repletos de lana fue decreciendo hasta sumir al barrio de San Juan
en una merecida paz.
Atrás habían quedado el Señorío de los Ponce de León, erigido durante varios siglos como gobernante de
los destinos de Marchena, y el discurrir de la hidalguía que a través de sus cuatro arquillos medievales
daban lozanía al emplazamiento solariego. El otrora resplandeciente palacio, cuna de condes, duques,
marqueses y conquistadores se había visto desposeído de su rica orfebrería, de sus tapices de oriente, sus
pinturas renacentistas, sus frisos y yeserías, el artesonado de sus techos, su alcazaba, los aposentos
ducales y sus cuartos del primogénito, y se apostaba a una guerra sin cuartel contra la vorágine del tiempo
abocado, por tanto, a caer rendido bajo el ímpetu de la piqueta.
De igual modo, su elegante balconada había sufrido un flagrante expolio al ser absorbido el Palacio por el
ducado de Osuna, tras la supresión de los Señoríos, permaneciendo durante muchos años en total
abandono y expuesto a la manipulación caprichosa de la gente bajo el consentimiento de la Nobleza.
De aquella dieciochesca fachada tan sólo daba fe un enorme paredón lleno de mechinales y escombros.
Por otra parte, de los herrajes de sus treinta balcones no quedaban más que unos cuantos anclajes que
servían de atadero para sujetar cuatro pollinos y unos cuantos pencos que, junto con algunos gallos de
pelea, constituían la heredad del vecindario.
Así, pues, los siglos de la Ilustración y del Romanticismo habían dado paso en la antigua Martia a una
nueva era: la de la revolución tecnológica y la explosión demográfica. El asentamiento chabolista en los
antiguos arrabales –qué duda cabe- aceleró en buena medida la reubicación de las viviendas de la Plaza
Ducal, medida por la que se vio beneficiada gran parte de la población gitana, cada vez más entregada al
proceso socializador de un entorno que le permitía ejercer profesiones como el trato de ganado, la venta
ambulante, la herrería o el esquileo.
Ovejeros de Alcalá de Guadaíra, El Viso del Alcor, La Puebla de Cazalla, Arahal y Paradas -con los
zurrones repletos de agua y comida- iniciaban el regreso a casa acompañando a sus interminables rebaños
entre una inmensa nube de polvo atormentada por miles de balidos al unísono.
Frasco Cheles, con su cuadrilla marchenera, y la ayuda del paradeño Juan El Pelaor -dos maestros en el
arte del esquileo- habían dado muestras más que suficientes del buen manejo de las cachás, liquidando en
tres jornadas cuantas corraletas habían sido levantadas por los ovejeros tanto en la plaza como en sus
inmediaciones. Al mismo tiempo, sus tristes bolsillos volvían a notar el agradable peso que supone un
buen puñado de monedas.
Aún se resistía a apagarse del todo el farol de la tarde cuando unos mozos de tez morena, obedeciendo las
indicaciones de algún improvisado manigero, amontonaban cuidadosamente una buena pila de tablas y
ramas secas en el centro de la plaza.
Junto a la esquina del poniente, un grupo de mujeres –la mayoría enlutadas de la cabeza a los piesrestregaban una y una vez la ropa de la colada. Sobre varias mesas, desvencijadas por el largo uso, se
sostenían a duras penas unos grandes lebrillos con sus correspondientes piedras de lavar y provistos de
abundante clarilla.
Con la ayuda de las más jóvenes, iban colocando las prendas lavadas en un tendedero de alambre aupado
por una vieja rama de eucalipto que servía de muleta. En la esquina contraria, un corrillo de mujeres
–algunas con sus niños en el cuadrí- alimentaba la comidilla del día: “una tal Tomasa, que apenas contaba
con catorce años, había sido comprometida por sus padres para unirse en matrimonio con el viudo de La
Charito”.
-Esta noche tendremos juerga de las buenas –dijo Frasco Cheles, al tiempo que se enjuagaba las manos en
una especie de pilón situado junto al paredón del viejo palacio.
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-¿Cómo lo sabes? –preguntó, inocentemente, El Pelaor.
-Por la candela que están preparando. Hoy es día de cobro y cuando en esta plaza corre la plata no se
escatima con el vino ni con el aguardiente.
Al momento quedó la plaza casi desierta, únicamente habitada por los operarios de la candela y algunos
chaborrillos que campaban a su antojo por el maltrecho empedrado, de cuyos efectos daban fe las
desolladuras que adornaban sus rodillas. Mientras, Juan El Pelaor, tras asearse a duras penas, y por
insistencia de su esposa, se había cambiado la camisa cuyo blancor resplandecía bajo la blusa de patén.
Poco a poco, la noche se fue tragando a la tarde y los tímidos picoteos de ocre ponían destellos luminarios
en la oscuridad. Candilejas de petróleo y carburos encendidos dentro de los habitáculos permitían a las
mujeres preparar unos fríjoles al tiempo que una ristra de embutidos reventaba al calor de la candela
cuyas llamaradas alumbraban toda la plaza.
Varios tableros, de los utilizados para transportar el pan amasado camino del horno, apoyados sobre
cajones de tablas servían de mesa, dando cobijo a los alimentos que habrían de ser engullidos a lo largo
de la noche. Sobre el mismo, varios jarrillos de lata contenían el vino del que daban buena cuenta
hombres y mujeres.
El jerezano Manuel Torre, con su planta cantaora de auténtico cañí, era el más afamado de cuantos
artistas se daban cita en esta reunión. Su estilo siguiriyero era no sólo el más imitado por los aficionados
de la época sino que, a la larga, se convirtió en el más difundido, ya cantado, ya grabado, en la historia del
flamenco.
Su presencia allí esa noche se debía a Juan El Pelaor. Bueno, mejor dicho, a su mujer. Ana Heredia Vega
–paradeña de nacimiento- descendía de la estirpe artística de los Puya de Triana, y cuando El Majareta la
escuchaba cantar por siguiriyas, sin poder controlar su emoción, acababa rompiéndose la camisa en una
especie de rito sagrado rindiendo pleitesía a los pocos elegidos que conseguían matrimoniarse con el
duende y los soníos negros.
Por si fuera poco, también sabía que en la plaza marchenera iba a encontrase con otra de sus debilidades:
Manolo El Chindo, solearero de rompe y rasga, que interpretaba como nadie el cante de Joaquín el de La
Paula aunque, según El Niño de Jerez, imprimiendo a su cante un matiz especial que sólo los nacidos en
la Plaza Arriba solían conseguir.
A medida que pasaban las horas se dejaban notar los efectos de la candela, del vino y de la lujuria
artística. Las conversaciones, cada vez más animadas, iban caldeando el ambiente y la mayoría de los
asistentes se aprestaban para arrancarse a la primera vuelta.
Poco antes de la medianoche, con una luna que declinaba en su cuarto menguante sobre la torre de Santa
María, la guitarra de Pepe el de La Flamenca –granadino de origen y asentado desde hacía muchos años
en Marchena- puso los primeros compases flamencos en una especie de llamada a las gargantas tocadas
por la mano de Dios y por la herencia de la sangre. Aquellos primeros sones, tan conocidos en el barrio de
San Juan en el primer tercio del siglo XX, sonaron en el corazón de la gitanería como un aldabón de
hierro fundido en los yunques marcheneros del Arco de la Rosa. Sí, aquello era el toque de rebato al que
todos respondían con actitud casi dogmática.
El Chindo sería el primero en ofrecerse. Tras una salía titubeante, causada en parte por el humo que a
veces revocaba la candela, entró a saco en el cante de Joaquín el de La Paula haciendo estremecer los
cimientos del castillo del Águila:
Te soplaba a ti la siya
onde te ibas tú a sentar.
Miá si vivo yo con pena
que no sé tu voluntad.
Te tiés que queá
con er deo señalando
como se queó San Juan.
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María del Carmen de los Reyes Torres –más conocida como La Gilica- presumía de que su hijo Juanito –
El Cuacua- era el mejor cantaor de la Plaza Arriba. Y Manolito -sobrino de Juan El Chindo- parecía
querer mostrarle a La Gilica que la herencia cantaora de su primer marido podía competir con la saga de
los Babés.
Y es que la más insigne representante del cante de la Plaza de Arriba –La Gilica de Marchena, nacida en
1866- se casó en primeras nupcias con Juan Jiménez Jiménez, más conocido como El Chindo. De este
matrimonio tendría dos hijas, María de Gracia y Rosario. Años más tarde, tras el fallecimiento del
marido, se uniría a Manuel Torres Jiménez “El Babé”, dando a luz cuatro hijos: Juan El Cuacua, El Titi
de Marchena, Miguel de Marchena y El Babé.
Los olés de Manuel Torre, cautivado por los tercios soleareros de El Chindo, se clavaban en el pecho de
La Gilica como puñales encendidos, por lo que una y otra vez miraba a su hijo Juan El Cuacua
incitándolo a responder con la exquisitez de su cante. Ante la pasividad de su vástago favorito –cercano a
cumplir los dieciocho años- decidió ser ella misma quien saliera al quite.
-Anda, Josefita –inquirió a su cuñada. –Dile a tu niño Melchor que coja la bajañí.
No hizo falta que la madre intercediera porque, al momento, Melchor Jiménez Torres -el gran Melchor de
Marchena, con apenas catorce años- abrazado a aquel Polifemo de oro comenzó a desgranar un largo
rosario de falsetas por soleá.
-¡Ole el niño de la Rondalla! –gritó uno de los presentes haciendo alusión a la agrupación musical
marchenera que auspiciara su incipiente aprendizaje. -¡Y viva la mare que lo parió!
La Gilica, a pesar de sus cincuenta y cinco años –edad considerable por entonces en una mujer que había
parido ocho veces –incluidos dos desgobiernos, como ella decía- mostraba un aspecto saludable y
remozado. En su pelo –que anunciaba ya la entrada de un otoño adormecido- florecía un ramillete de
clavellinas que, en contraste con su enlutado atuendo y con aquellos ojos, negros como dos pozos sin
fondo, dulcificaba un rostro curtido, de rasgos duros y color aceitunado.
Fue tan sólo sentir el trasteo de la guitarra y comenzar con los nudillos de su mano derecha a marcar el
compás sobre el tablero de la mesa. Liquidó de un solo trago el aguardiente que quedaba en el vaso y, tras
un leve carraspeo, encendió todos los faroles de la plaza.
Pasas de largo y no miras,
como yo bien te camelo
me jaces pasá fatigas.
Te se caiyan las carnes
desprendías de tu cuerpo
si es que vienes a buscarme.
En esos tercios cortitos y bien ligados –antesala de la soleá moderna- dormían varios siglos de historia
guardada con tanta fidelidad como recelo. Manuel Torre, que a través de La Niña de los Peines había oído
hablar de esta gitana de Marchena, comprendió el porqué de las continuas visitas de Pastora a la Plaza de
Arriba para aprender de primera mano un cante marchenero emparentado con los alcalareños de La
Roezna, Agustín Talega y Joaquín el de La Paula.
Resulta curioso observar cómo el recinto amurallado de la Marchena de los olivos cumplió dos funciones
similares aunque contrapuestas. Por un lado tanto a almorávides como a almohades les sirvió para
impedir la entrada al enemigo. Por el contrario, al mundo gitano de la Plaza de Arriba y del barrio de San
Juan –como a los de la Fuente Vieja de Utrera, a los del castillo del Águila de Alcalá, a los de Triana y La
Alameda sevillana, a los jerezanos del barrio de Santiago, y a los gaditanos de Puerta de Tierra-, esta
fortificación milenaria era la mejor frontera para salvaguardar su tesoro, impidiendo que saliera al exterior
para no verse contaminado siendo presa de nuevos mestizajes.
Y siguió cantando La Gilica, alternándose con La Josefita en este bello estilo de soleá bailable. Soleares y
más soleares hasta alfombrar ese puente de coplas que une las almenas del castillo de La Mota con el del
Águila de Alcalá, haciendo ver a Manuel Torre cuánta verdad encerraban los comentarios de Pastora
Pavón –la más insigne cantaora de todos los tiempos- al deshacerse en elogios hacia estas gitanas
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marcheneras que con cuatro sencillos versos fueron capaces de levantar un pequeño monumento a la soleá
para orgullo del cante, de la raza gitana y de la Plaza de Arriba.
Y como la sangre artística de los Reyes Torres no sólo fluía por las venas de La Gilica, su hermana
Manuela –matriarca de grandes artistas –recordemos a Ricardito el bailaor, Enrique El Moreno o a Paco
El Clavero- agarrada a los caireles de la gracia levantó sus brazos y jugueteando con el aire empezó a
componer una estética bailaora digna de la mejor escuela sevillana. Desplantes, paradas, revolandas y
braceo –unidos a su gran habilidad para mover los pies- dibujaron en aquella plaza decenas de apuntes
propios para carteles y pinturas sobre la danza y el baile.
La soleá dio paso al romance, a la bulería y a algún que otro intento de alboreá. José Torres Vargas
conocido como El Rubio de los Tejeringos-, sobrino de La Gilica y afincado en Paradas desde finales del
siglo XIX, dejó muestras de su afición al cante descifrando algunos retazos de alboreá, vagamente
aprendidos, y sin la emoción que suele imprimirse a este cante en su hábitat natural, que era en las
celebraciones de las bodas gitanas como un rito de júbilo tras superar la novia la prueba del pañuelo.
Onde está
el pare de la novia,
que ya su hija
salió victoria.
De todas maneras, los momentos que siguieron a estos cantes reflejaban con claridad el ambiente y la
predisposición natural de este entorno para la fiesta. Palmas y jaleo a compás, guitarra, cante, baile, vino
y aguardiente fueron adentrándose en los corazones de todos los asistentes dando cabida, con orgullo y
satisfacción, a una herencia que les pertenecía por derecho de sangre. Era, pues, la hora de apartarse de su
vida fatigosa, repleta de desdichas y sinsabores, para dar paso a la alegría de vivir, de caminar hacia
adelante, de echar raíces, de encontrar “su tierra prometida”. Y la única manera de hacerlo era cantando y
bailando.
Tras el rito de acción de gracias llegó de nuevo la calma y la guitarra de Pepe el de La Flamenca comenzó
a tocar por siguiriyas. Inmediatamente, la paradeña Ana Heredia Vega –mujer de Juan El Pelaor- con su
semblante siempre serio por mor de un desbarajuste familiar acaecido varios años atrás en el que su
hermano Francisco -Currito El de los Peroles- había salido mal parado, se enderezó sobre la silla, levantó
la cabeza con arrogancia torera y emitió un leve murmullo para coger el tono. Se hizo el silencio en la
plaza y, con pena o sin ella, esa noche rindió un caluroso homenaje a la Triana de su tío abuelo Curro
Puya y de Manuel Cagancho, con una letra en clara alusión a su hermano Currito.
Darle la limosna,
dársela por Dios,
que el chorrorito viene mal jerío
der mal de l’amor.
Fue suficiente para que Manuel Torre se levantara y, quitándose su característico sombrero de ala ancha,
gritara con solemnidad: -¡Así se canta por sigueriyas!
Luego siguió Juanillero, el otro hermano de La Gilica, creador de un juguetillo empleado para rematar la
soleá, y ferviente admirador de los cantes de Tomás Pavón. Así lo dejó patente con su última seguiriya.
Un viejo estilo adaptado en Triana por Frasco El Colorao y del que Tomás nos dejó una recreación
convertida en auténtica joya del cante gitano andaluz:
...Y Dios mandó er remedio
pa este mal mío,
y er de mi compañerita
no lo hay ni lo encuentro.
En plena borrachera de siguiriyas, Juan El Cuacua se pone de pie lentamente. Escruta con su mirada los
cuatro flancos que encierran la primitiva Plaza Mayor y su pensamiento retrocede varios días atrás.
Concretamente al dos de abril a la hora en que el sol comienza a alumbrar tenuemente con sus primeros
rayos y la imagen solitaria de Nuestro Padre Jesús espera a que la centuria romana venga a prenderlo en
cumplimiento del mandato del entonces gobernador Poncio Pilato. Sólo han pasado una veintena de días
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y, por tanto, retiene en su pupila el apresurado encuentro de San Juan con María Santísima de las
Lágrimas para comunicarle que “lo que tenía que ocurrir ya estaba ocurriendo”. Madre y discípulo, presos
de una angustia incontenible, asisten al prendimiento y a la sentencia fatídica: ¡muerte a Jesús de Nazaret!
Y cuando aquella mujer llamada Verónica acaricia suavemente el rostro del Señor para enjugar lágrimas,
sudor y sangre, El Cuacua cierra los ojos y se difumina su mundo de recuerdos. Al abrirlos de nuevo, en
la plaza no había otra cosa que una candela venida a menos y un grupo de vecinos, boquiabiertos y
embelesados, barruntando una faena de pañuelos blancos. Apunta el tono mentalmente, se prueba un par
de veces... y allá que va su saeta en busca de almas sensibles para traspasar con su dolor y su quejío los
corazones de la muchedumbre:
Mirarlo por onde viene
el mejor de los nacíos
con los ojos espartipaos
y el rostro descolorío.
Era difícil cantar mejor por saetas. Siempre me contaron que quienes lo escuchaban acababan llorando. Es
cierto que Marchena, desde sus orígenes y por su tradición cofrade ha sido catalogado, junto con Castro
del Río y Puente Genil, como uno de los centros saeteros más antiguos e importantes de España. Ello es
posible porque en esta bendita tierra de la Campiña sevillana se dan los condicionantes históricos,
religiosos, musicales, sociales, poéticos y culturales para pensar que la saeta bien pudo nacer aquí tras la
Reconquista. Siglos más tarde aparecería la saeta flamenca y, de nuevo, Marchena podía competir, en esta
ocasión con Jerez y Sevilla, como núcleo de la más pura expresión de la copla litúrgica moderna. Y para
corroborarlo, allí estaba Juan El Cuacua.
De repente todos quedaron mudos. El silencio era tal que podían oírse hasta los latidos del corazón. Hacía
cuatro años que el Rey Alfonso XIII había coronado a la Niña de La Alfalfa como “Reina de la Saeta”.
Está claro que si hubiese estado presente en la noche del veintiséis de abril de mil novecientos veinte, en
la Plaza Arriba, a Juan El Cuacua lo hubiera nombrado “Rey de Reyes”.
Y antes de que los participantes en la fiesta hubieran logrado reponerse de la sacudida, El Cuacua
–sabedor de haber encontrado su centro- los remató al despedirse con la Toná del Cristo:
Oh, Pare de almas,
Ministro de Cristo,
y tronco de nuestra Madre Iglesia Santa
y Árbol del Paraíso.
¿No decían que Manuel Torre no lloraba escuchando cantar? Pues el gitano que bebía palomitas de
aguardiente, que se había desgarrado los botones de la camisa y que mostraba un rostro bañado por la
emoción y las lágrimas era él. (¡Dios mío, qué manera de cantar la de Juan El Cuacua! Si lo hubiese
hecho el Viernes Santo, Cristo habría resucitado con dos días de antelación).
Aparentemente, esta era la mejor manera de acabar la fiesta pues, ¿quién iba a mejorar con su cante la
actuación de El Cuacua? ¿O quién iba a atreverse a cantar después de su portentosa actuación? Pero se
daba la circunstancia de que allí también estaba Manuel Torre, que hasta la presente no había hecho más
que disfrutar y jalear a quienes habían cantado. Y, además, se trataba del genio más grande que ha dado el
Flamenco en toda su historia, al que Joaquín el de La Paula, con tanto cariño como admiración, lo
llamaba el acabarreuniones. Por ello, fiel a su costumbre de no dejarse intimidar por nadie, miró a Pepe
el de La Flamenca y le dijo: -Por sigueriyas. A lo que el guitarrista respondió de inmediato con el toque
más gitano y sentío que se oyó en toda la noche.
Tres rasgueos secos, separados entre sí por un compás de silencio, bastaron para hacerlo bramar como si
de un animal herido se tratara. La salía fue de las que –como diría Lorca- abrían el azogue de los espejos.
El Majareta no hacía concesiones para la galería. Cantaba simplemente, pero hería como el asta de un
toro en arrancada. Y se arrancó el jerezano:
Jincarse e roíyas
que ya viene Dios.
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Va a recibirlo la mare e mi arma
e mi corazón.
Con él no había término medio: o se descalabraba –que también ocurría a veces- o te arrastraba como la
corriente de un río revuelto, envolviéndote para siempre entre la fuerza cautivadora de sus aguas. Al final
–que se lo pregunten al mismísimo don Antonio Chacón- Manuel Torre siempre acababa con el cuadro.
Absorto aún en los melismas de su cante supremo, miró con cierta ternura al hijo de La Gilica, esbozó
media sonrisa y le dijo: -Esto va por ti, muchacho.
Y si la primera siguiriya, recreada con los antecedentes cantaores de El Viejo la Isla y Francisco Laperla,
los dejó patidifusos, no digamos cuando les mostró una de sus perlas favoritas: el remate al aire de Los
Puertos, originario de Curro Durse, que Manuel Torre adaptó a su manera, componiendo uno de los
estilos siguiriyeros de mayor enjundia:
Eran los días señalaítos
de Santiago y Santa Ana,
yo le rogué a mi Dios que le aliviara a mi mare
las duquelitas de su corazón.
...De inmediato se remueven en la alacena de mi memoria unas palabras escuchadas a Antonio Mairena
en referencia al verano de 1930. La Hermanad del Cristo de la Cárcel –de Mairena del Alcor- había
organizado un festival de cante y, entre otros artistas de la época, estaba Manuel Torre quien, tras
zamparse un buen vaso lleno de palomita, abrió la segunda parte del espectáculo acompañado por la
guitarra de Currito de La Jeroma.
“Fue tan sólo templarse por granaínas y el público se puso en pie, escuchando de esta guisa toda su
actuación. A las granaínas le siguieron los cantes por soleá de El Mellizo y La Serneta. Y, por si fuera
poco, remató con sus inigualables seguiriyas al tiempo que los asistentes tiraban las sillas y se rompían
sus camisas sin dar crédito a lo estaba ocurriendo”.
Tras Manuel Torre tocaba el turno a Antonio Mairena. Debía cantar, pero su conciencia artística se lo
impidió. Por el contrario, sólo acertó a pronunciar unas breves y sentidas palabras: -“Distinguido público,
después de la actuación de Manuel Torre es imposible volver a cantar. El espectáculo ha terminado”.
Y así, lo mismo que en esa noche mairenera, lo mismo que en el Café Novedades de Sevilla en 1908, en
la fiesta de Don Felipe Murube en 1919, en Los Gabrieles madrileños en 1918, y tantas y tantas veces en
los cuartos de La Alameda, en Triana, en el Cortijo de Montenegro, o en la Plaza de la Encarnación, esta
noche de abril de 1920 tocó el turno a Marchena. El turno de verse zambullida en el pozo del duende y los
soníos negros.
Lorca definió al duende como “el grito degollado de la muerte”. Grito que ha permanecido vivo a través
del toreo y que se materializó en el Flamenco al simbolizarse en él todos los elementos esenciales del
alma ibérica y de los pueblos errantes. Manuel Torre encontró en esta misteriosa fuerza la principal razón
de existencia y los argumentos necesarios para vencer y glorificarse. Y es que su duende no llegaba sino
cuando veía la posibilidad de herir en lo más hondo de las entrañas.
Gozando diariamente de ese dolor oscuro, sólo cabe desear que si alguna vez el duende sale a nuestro
encuentro no nos coja desprevenidos.
JARALO
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Glosario de voces y claros linajes
ACABARREUNIONES.-
Apodo con el que, cariñosamente, llamaba Joaquín el de La Paula a
Manuel Torre, dada la circunstancia de que tras él no quería cantar
nadie.
ANTONIO MAIRENA.-
Nombre artístico de Antonio Cruz García (Mairena del Alcor 1909Sevilla 1983). Posiblemente, el cantaor más estudioso y enciclopédico
que ha dado el flamenco y el mayor difusor de los estilos básicos en
todas sus formas. La obtención de la tercera llave de oro del cante, en
1960, le confirió la obligación de salvaguardar el cante, empresa por la
que vivió y murió con un convencimiento absoluto.
ARMA.-
Alma. Era frecuente en la pronunciación de los cantaores cambiar la r
por la l porque sonaba más flamenco.
BABÉ.-
Apodo familiar de la parte materna de Melchor de Marchena.
BAJAÑÍ.-
Nombre que recibe la guitarra en el lenguaje caló (gitano).
CACHÁS.-
Tijeras para pelar el ganado. Junto con la maquinilla y las tijeras
componía el grupo de utensilios propios para el esquileo y la pela de
caballerías.
CAGANCHO.-
Seudónimo familiar de una larga dinastía de artistas trianeros. La
comenzó Antonio Rodríguez Moreno (Tío Antonio Cagancho –1820),
la continuó su hijo Manuel Rodríguez García (Manuel Cagancho –
1846-), su nieto Joaquín Rodríguez Vargas (1871) y su bisnieto
Joaquín Rodríguez Ortega (1903) que, amén de cantaor y bailaor fue
el famoso torero llamado Joaquín Cagancho. En el seno de esta
familia nacieron los más puros estilos siguiriyeros de Triana.
CAIYAN.-
Caigan. Deformación del verbo caer, hecho que suele darse con
frecuencia en los cantes flamencos.
CAMELO.-
Presente del indicativo del verbo camelar: querer.
CAÑÍ.-
Gitano de raza. Legítimo.
CHABORRILLO.-
Zagalillo. Chiquillo. Niño pequeño. Era el nombre dado a los gitanos
de corta edad en el lenguaje caló.
CHINDO.-
En el lenguaje caló significa ciego. Puede que partiera de algún
ascendiente que tuviera escasa visión. En Marchena es el apodo
familiar de Juan Jiménez Jiménez EL Chindo, primer marido de La
Gilica, su hermano José María y su sobrino Manuel Jiménez El
Chindo: célebre cantaor de la Plaza de Arriba que solía alternar en
reuniones de cabales con Tomás Pavón y que, en el decir de Antonio
Mairena, fue un inmenso solearero especialmente en los cantes de
Joaquín el de La Paula.
CHORRORITO.-
También chororito: pobrecito. Adjetivo del lenguaje caló que lleva
implícito cierta compasión por alguien.
CLARILLA.-
Lejía o detergente casero consistente en una mezcla de agua y ceniza,
muy efectivo en la ropa oscura.
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CORRALETA.-
Especie de cerca o corralillo levantada a base de palos y alambre
donde se retenían las ovejas de cada propietario que debían ser
esquiladas.
CUADRÍ.-
Cadera. Hace referencia a la manera de agarrar a los niños pequeños.
Por lo general, las gitanas caminaban largos trayectos con sus hijos
agarrados. El colocarlos de medio lado sobre la cadera les permitía
aguantar mucho tiempo ya que el peso así es mucho más llevadero.
CURRITO DE
LA JEROMA.-
Nombre artístico de Luis Molina (Jerez 1900-Sevilla 1937).
Guitarrista, cantaor, bailaor y pianista. Alternó con cantaores de la
talla de Chacón, Manuel Torre, Pastora, Tomás Pavón, Luisa Requejo
y Pepe Marchena.
DARLE.-
Dadle. Es frecuente cambiar el imperativo por el infinitivo.
DEO.-
Síncopa de dedo. Muy frecuente en el habla andaluza
DER.-
Del.
DESGOBIERNO.-
Aborto. No es de origen caló, sino del lenguaje andaluz.
D. ANTONIO CHACÓN.-
Nombre artístico de Antonio Chacón García. Jerez de la Frontera
(1869-1929). Se trata de uno de los principales puntales donde se
asienta la estructura musical del cante flamenco tal como lo
conocemos en la actualidad.
DUENDE.-
Inspiración. Encanto misterioso e inefable del cante. Se trata de algo
intangible, que no está en la garganta ni en el pensamiento sino que
surge del interior y se manifiesta en determinados momentos como la
quintaesencia del arte.
DUQUELAS.-
También ducas. Penas, fatigas, dolores en el leguaje caló.
DURSE.-
Curro Durse. También Curro Dulce. Nombre artístico de Francisco
Fernández Ortega, gaditano nacido en 1825, recreador de varios
estilos de siguiriyas encuadrados en la zona de Los Puertos.
EL CLAVERO.-
Nombre artístico del cantaor Francisco Fernández Castro. Córdoba
1933. Nieto de Manuela de los Reyes y sobrino nieto de La Gilica de
Marchena.
EL COLORAO.-
Frasco El Colorao: seudónimo de Francisco Ortega, nacido en Gelves
(Sevilla) a finales del siglo XVIII. Fue creador de un estilo de
siguiriya, de claro corte trianero, basado en viejas tonás por lo que le
confiere un aire arcaico y solemne.
EL CUACUA.-
Nombre artístico de Juan Jiménez de los Reyes, nacido en Marchena
en 1904. Era hijo de La Gilica y está considerado como el mejor y
más puro cantaor de la Plaza Arriba marchenera.
EL DE LA FLAMENCA.-
Seudónimo de José Cortés Cortés (siglos XIX-XX), hijo de María La
Flamenca. Granadino de nacimiento, vivió en la Plaza Arriba muchos
años y aún conserva su descendencia. Actuó en diversos elencos
artísticos y se le consideró un excelente profesional de su arte.
EL DE LA PAULA.-
Nombre artístico del genial cantaor Joaquín Fernández Franco. Alcalá
de Guadaíra (1875-1933). Recreador de
cuatro estilos de soleá,
alternó su oficio de esquilador con el cante flamenco, donde está
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considerado el maestro supremo de toda la gama de soleares de
Alcalá.
EL DE LOS PEROLES.-
Seudónimo familiar de Francisco Heredia Vega (Paradas 1894-1962)
dado su oficio de vendedor-reparador de cazuelas y peroles. Al
parecer, su mujer –Pastora Vargas Vargas (Alcalá de Guadaíra)cometió adulterio sumiéndolo en una grave depresión.
EL MAJARETA.-
Otro de los seudónimos con el que cariñosamente se conocía a Manuel
Torre debido a sus excentricidades.
EL MELLIZO.-
Enrique El Mellizo: nombre artístico de Antonio Enrique Jiménez
Fernández (Cádiz 1848-1906). Uno de los más grandes creadores del
flamenco, al que se atribuyen varios cantes por malagueñas, tientos,
alegrías, soleares, seguiriyas y saetas.
EL NIÑO DE JEREZ.-
Nombre con el que, en sus comienzos, era conocido Manuel Soto
Loreto (Manuel Torre). Jerez 1878-Sevilla 1933. Ha sido reconocido
por varias generaciones de artistas y aficionados como el cantaor más
genial de toda la historia del Cante. Recreó hasta tres estilos de
seguiriyas encuadradas en Jerez, Cádiz y Los Puertos. Según García
Lorca, tenía cultura en las venas y era el artista con más soníos negros
que había conocido.
EL RUBIO DE LOS
TEJERINGOS.-
Apodo de José Torres Vargas (Marchena 1888), debido a que
regentaba un puesto de churros (teheringos). Se casó con Pilar Torres
Jiménez (también de Marchena) y se afincó en Paradas a principios
del siglo XX hasta su fallecimiento. Era pariente de La Gilica y de
Melchor de Marchena.
Su hijo, Juan Torres Torres, fue uno de los fundadores de La Peña
Flamenca de Paradas que, más tarde, llevaría el nombre de Miguel
Vargas.
TEJERINGOS.-
También calentitos. Uno de los muchos nombres que se da a los
churros.
EL TITI.-
Manuel Jiménez Reyes. Marchena, principios siglo XX. Hijo de La
Gilica y Manuel El Babé. Guitarrista y bailaor. Desarrolló su faceta
artística durante los años cuarenta, principalmente por las zonas del
Campo de Gibraltar y Málaga.
EL VIEJO LA ISLA.-
También Perico Piña: nombre artístico de Pedro Fernández Fernández.
San Fernando (Cádiz) 1836-1917. Creador de un estilo siguiriyero que
serviría de germen para posteriores recreaciones. Era hermano de la
cantaora María Borrico.
ENRIQUE EL MORENO.-
Nieto de Manuela de los Reyes, hermana de la Gilica.
E.-
De. Síncopa ya prácticamente en desuso.
ER.-
El. De nuevo la erre sustituye a la ele en el leguaje oral.
ESPARTIPAO.-
Partido, destrozado.
FRASCO CHELES.-
Seudónimo de Francisco Cruz Vargas, procedente de Marchena,
afincado en Paradas desde finales del siglo XIX. Estaba casado con
Trinidad Torres Jiménez –hermana de la madre de Melchor de
Marchena- y por tradición familiar se dedicaba principalmente al
esquileo.
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JACES.-
Haces. El sonido de la h aspirada era frecuente todavía a principios del
siglo XX.
JERÍO.-
Herido.
JINCARSE.-
Hincarse.
JUAN EL PELAOR.-
Seudónimo de Juan García García. Natural de Arahal, aunque
afincado en Paradas desde su práctico nacimiento. Alternaba los
oficios de pelador de ganado y herrero. Estuvo casado en primeras
nupcias con Ana Heredia Vega, descendiente de los Puya de Triana y,
posteriormente, con la marchenera María Salguero Torres.
JUANILLERO.-
Nombre artístico de Juan de los Reyes Torres. Hermano de La Gilica
de Marchena. Fue un excelente cantaor aunque no llegara a prodigarse
mucho en público. Creó un juguetillo como remate del cante por soleá
que sigue utilizándose en la actualidad aunque desconocido por la
mayoría de los aficionados al flamenco. Junto con su hermana, es otro
de los pilares básicos del cante marchenero de la Plaza Arriba.
JUGUETILLO.-
Cante con copla de tres o cuatro versos utilizado como remate o
enlace entre determinados cantes. Uno de los más utilizados fue el
creado por Juanillero de Marchena:
Que te quería,
ya no te quiero,
tengo en mi casa
género nuevo.
L’AMOR.-
El amor. Es frecuente también encontrarse esta especie de contracción
fonética debido a la dificultad de pronunciar la ele final en
determinados artículos (el, del) cuando se está cantando.
LA GILICA.-
Nombre artístico de María del Carmen de los Reyes Torres, nacida en
Marchena el 10 de diciembre de 1866, a las 6 de la tarde, en el número
60 de la calle Quemadas, según consta en su partida de nacimiento
registrada en la parroquia de San Miguel. Murió en Écija el año 1950.
Recreó dos estilos de soleá bailable, incorporados hoy a la nómina de
cantes alcalareños, y que gracias a artistas como La Roezna y Antonio
Mairena fueron conocidos y difundidos para la posteridad.
Era hermana de Juanillero de Marchena y madre de Juan El Cuacua,
El Titi y Miguel de Marchena, estos últimos tocaores profesionales.
LA JOSEFITA.-
Nombre de Mª Josefa Torres Jiménez. Hermana de El Babé y cuñada
de La Gilica. Aunque mayormente se conoce por ser la madre del
guitarrista Melchor de Marchena, fue una importante recreadora y
transmisora de aquellos estilos de soleá bailable que más tarde fueron
conocidos como las soleares de La Gilica.
LAPERLA.-
También La Perla: nombre artístico de Francisco Mendoza, nacido en
Sevilla sobre 1850. Se afincó en Cádiz desde muy temprana edad
donde recreó varias siguiriyas que, como las de El Viejo La Isla,
serían fuente de inspiración para posteriores generaciones.
LA ROEZNA.-
Seudónimo de Dolores Tinoco Fernández. Alcalá de Guadaíra 1870.
Fue la gran difusora de los cantes de La Gilica y recreó otros dos
estilos de soleá alcalareña.
LA SERNETA.-
Nombre artístico de Mercedes Fernández Vargas (Jerez de la Frontera
1837-Utrera 1912). Creadora de una larga gama de cantes por soleá,
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tuvo como discípulos a Chacón, Manuel Torre y La Niña de los
Peines, gracias a los cuales se conoce su obra en la actualidad.
LOS PUERTOS.-
MARCHENA DE LOS
OLIVOS.-
Se denomina así, dentro del contexto flamenco, a la zona gaditana que
engloba las localidades costeras de San Fernando, Puerto Real,
Chiclana, Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda (algunos
investigadores incluyen también a Cádiz capital).
Apelativo frecuente en las referencias islámicas a Marchena en la
época de la dominación árabe.
MARE.-
Madre. Lógicamente, cuando se canta es mucho más entrañable y
sentida la expresión mare.
MIÁ.-
Mira. Otra de las tantas síncopas empleadas en el cante.
MIGUEL DE
MARCHENA.-
Nombre artístico de Miguel Jiménez de los Reyes. Hijo de La Gilica.
Tocaor.
MIRARLO.-
Miradlo.
MULETA.-
Especie de cayado o rodrigón utilizado para levantar el tendedero una
vez colocada la ropa para secarla.
NIÑA DE LA ALFALFA.-
Nombre artístico de Rocío Vega Farfán, originado por su vecindad en
el barrio sevillano. (Santiponce 1895-Sevilla 1975). Aunque se inició
cantando Ópera y Zarzuela, destacó sobre todo como una eminente
saetera en el primer tercio del siglo XX. Por una extraordinaria
actuación en la Caseta del Círculo de Labradores, durante la Feria de
Sevilla de 1916, el Rey Alfonso XIII –allí presente- la nombró Reina
de la Saeta.
NIÑA DE LOS PEINES.-
Nombre con el que se conoce a Pastora María Pabón Cruz. (Sevilla
1890-1969). Con decir que sus registros sonoros han sido
considerados por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad,
creo que queda todo dicho.
ONDE.-
Donde.
PA.-
Para.
PALOMITA.-
Bebida consistente en la mezcla de aguardiente seco con un chorreón
de agua.
PARE.-
Padre.
PASÁ.-
Pasar.
PATÉN.-
Tela gruesa, normalmente de color gris oscuro, que en el siglo XIX se
puso de moda, especialmente entre los trabajadores de campo. La
había de diferentes calidades y precios. La más barata se utilizaba para
la indumentaria de diario.
PIEDRA DE LAVAR.-
Refregadera. Utensilio de madera que, dentro de una pila, lebrillo, o
incluso en la orilla del río, se utilizaba antiguamente para lavar la ropa
a mano. Perdió su uso al aparecer las primeras lavadoras automáticas.
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POLIFEMO DE ORO.-
Símil con el que García Lorca –en el poema “Adivinanza”- hace
referencia a la guitarra.
PUYA.-
Apelativo familiar de una larga dinastía de artistas encabezada por
Francisco Vega –Curo Puya (siglo XIX) y continuada por su nieto
Francisco Vega de los Reyes, el popular torero y cantaor conocido
como Gitanillo de Triana (1904).
QUEÁ.-
Quedar.
RICARDITO.-
Nieto de Manuela de los Reyes, hermana de La Gilica. Alternó su
oficio de camarero con la afición al baile.
ROÍLLAS.-
Síncopa de rodillas.
SALÍA.-
Síncopa andaluza de salida. Entonación de un cante que se
corresponde con un fragmento, generalmente del primer tercio, y que
se canta después del temple.
SIGUERIYAS.-
Siguiriyas o seguiriyas. Deformación habitual del término entre viejos
cantaores gitanos. Antonio Mairena (1909-1983) también solía decir
sigueriya en vez de siguiriya.
SIYA.-
Silla. Tanto en Andalucía como en la jerga gitana no suele
pronunciarse la elle, salvo en contadas ocasiones como es el caso de
Paradas, por su ascendencia leonesa (Astorga).
SONÍOS NEGROS.-
Término utilizado por García Lorca en referencia a la voz de Manuel
Torre. Estos sonidos misteriosos son como las raíces que se clavan en
el limo, que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde
nos llega lo que es sustancial en el arte.
TALEGA.-
Saga de soleareros alcalareños. El primero, Agustín Fernández Franco
(Alcalá 1865) era hermano de Joaquín el de La Paula. Además de
transmisor de varios estilos de siguiriya (Nitri, Cagancho, Loco
Mateo) recreó dos cantes por soleá dentro de la escuela de Alcalá.
TE SE.-
Se te.
TIÉS.-
Tienes.
TOMÁS PABÓN.-
Tomás Pabón Cruz, Sevilla 1893-1952. Hermano de La Niña de los
Peines. Alternó en reuniones familiares con Manolo El Chindo y Juan
El Cuacua. No se prodigó mucho en público pero todos coinciden al
considerar su estilo como la más pura, honda y radical expresión del
auténtico cante.
TONÁ DEL CRISTO.-
Figura en sexto lugar en la relación de tonás facilitada por Demófilo
en su colección de cantes flamencos publicada en 1881. Data del siglo
XVIII y se atribuye a Tío Luis el de La Juliana. Se llama toná del
Cristo en razón de su letra. Desde el siglo XX suele utilizarse como
remate del cante por saetas.
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BIBLIOGRAFÍA
BLAS VEGA, José y RÍOS RUIZ, Manuel: Diccionario Enciclopédico del Flamenco. Edit. Cinterco,
Madrid 1988.
CRUZ GARCÍA, Antonio: Las confesiones de Antonio Mairena. Esc. Gráficas Salesianas de Sevilla1976.
GARCÍA LORCA, Federico: Juego y teoría del duende. Alianza Editorial, S.A. Madrid 1984.
HURTADO TORRES, Antonio y David: La llave de la música flamenca. Signatura Ediciones de
Andalucía, S.L. Sevilla 2009.
MACHADO Y ÁLVAREZ (Demófilo), Antonio: Cantes Flamencos. DVD ediciones, S.L. Barcelona
1998.
MARTÍN MARTÍN, Manuel: Archivo personal sobre el cante flamenco. Sin publicar
RAVÉ PRIETO, Juan Luis: EL Alcázar y la Muralla de Marchena. Diputación de Sevilla-Imprenta 1993.
SOLER GUEVARA, Luis y SOLER DÍAZ, Ramón: Antonio Mairena en el mundo de la Siguiriya y la
Soleá. Graficas Urania, Málaga 1992.
VARIOS AUTORES: Rito y Geografía del Cante. Alga editores, Murcia 1977.
.
OTROS DOCUMENTOS DE CONSULTA:
-Diccionario de la Real Real Academia Española
-Diccionario caló. Publicación en Internet
-Actas de las Jornadas de Historia sobre la Villa de Marchena
-Vivencias e impresiones personales
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