El guardián de la imaginación

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A todos aquellos que utilizan la imaginación en su
día a día porque hacen de este mundo algo mejor.
Para Loli y Candi
oy los años me pesan casi tanto como los párpados en esta hora ya tardía, donde la luna
plateada ya se perfila en el cielo oscuro. Rodeado de libros y con el tintero desgastado
de tanta palabra escrita, los pensamientos se pierden, se vuelven turbios y confusos en
mi mente ya anciana. Sin embargo, no quiero dejar de relataros una historia que sucedió
hace tiempo cuando el mundo aún era gris.
En aquel entonces, yo no era el que soy hoy. Era una marioneta a merced de la bruma en la que el
mundo parecía imbuido hacía años. Un mundo donde los colores habían ido desapareciendo porque la
gente había dejado de imaginar. Como si se tratara de un decreto, autocensurándose, todo aquel que
tenía un sueño o fantaseaba sobre una idea, debía guardarla, depositándola en una caja de madera,
cerrarla con llave y dejarla en el portal de su casa. Y yo, entonces el guardián de la imaginación, noche
tras noche me dedicaba a recoger aquellas cajas y guardarlas bajo vigilancia. Y sin pensar en nada ni
plantearme mi oficio, al caer el sol, cogía mi bicicleta e iba depositando las cajas dentro de mi saco en
una insulsa rutina. Advertí con los años de oscuridad que los sueños disminuían y las cajas también. A
veces lo único que recogía eran unos pequeñísimos cofres que pertenecían a los sueños de los niños,
que eran los únicos que conseguían fantasear con otra realidad.
Así sucedían mis jornadas en la soledad nocturna de mi bicicleta desgastada. Lo más asombroso
es que mientras pedaleaba ni siquiera pensaba. Y al amanecer, después de recoger todas las cajas,
llegaba al gran almacén, donde nadie me vigilaba, nadie me controlaba, porque yo sabía cuál era mi
misión y la efectuaba con firme decisión. Enumeraba cada una de las cajas y las colocaba en largas
y altas filas que nunca se acababan. Pero ni siquiera aquella estampa despiadada me conmovía.
Era inmune a cualquier duda o interrogante.
Sin embargo, algo empezó a acontecer en la ciudad. Una sensación diferente empezó a invadir las
calles, una brisa nueva se filtraba por las casas: ¿qué significaban aquellos dibujos de colores que
anónimamente colgaban en árboles y edificios? Nadie sabía qué eran ni quién los dejaba, pero a quien
los veía se le dibujaba una sonrisa y se le despertaba un cierto brillo en la mirada.
A raíz de oír hablar sobre aquellos dibujos, mis noches empezaron a ser diferentes. Ahora, mientras
hacía mi recorrido nocturno, también buscaba aquellas láminas. Una vez habías vuelto a sonreír, no
podías olvidar el cosquilleo de las mejillas ni los pellizcos en el corazón. Y así, entre recogida y recogida,
buscaba con ilusión aquellas láminas. Y entonces una pregunta surgió: ¿no debería yo también guardar
aquella ilusión en una cajita y dejarla en el almacén? Y así procedí. Guardé aquella ilusión -o eso creí- en
el interior del almacén de la imaginación.
Pero a pesar de guardar aquella sensación, seguía cada noche con la esperanza de encontrar alguno
de aquellos dibujos. Y no sólo eso, sino que también me empecé a preguntar quién estaría tras ellos.
Entonces no sé de dónde, de qué rincón olvidado de mí, me llegaban respuestas de lo más extrañas:
imaginaba a duendes que en algún lugar subterráneo de la ciudad escondían colores y pintaban las
láminas. Luego la deseché e imaginé que eran unas musas aladas que llegaban desde el cielo e, incluso,
por imaginar, imaginé que podrían ser obra de algún mortal enloquecido por sus propios deseos
y sueños, por no haberlos guardado en la caja de madera... Entonces me di cuenta de que aquello no
tenía mucho sentido. Estaba volviendo a imaginar tantas cosas que ya ni siquiera cabían en mi cajita de
madera, y empecé a acumular cajas ante la sorpresa de mi mujer, que andaba preocupada por mí. Sin
embargo, no lograba deshacerme de ellas y las dejaba en casa. Tal era mi extrañeza por todo aquello
que suscitaba en mi imaginación que, por primera vez en mi vida, un día, al llegar al gran almacén, me
cuestioné con cierta desolación: ¿cuántos sueños se habrían perdido allí guardados?
Las fantasías iban a más, no podía detenerlas y uno de aquellos días en que no había dormido nada
pensando en el origen de los dibujos, tomé la decisión: lancé todas las ideas en varias cajas, que casi ni
se podían cerrar de lo llenas que estaban, con la intención de dejarlas en el almacén por siempre jamás.
Las coloqué en el saco y me las llevé en mi bicicleta para la ronda nocturna. Me fijé en la ciudad
y en cómo el color ya la empezaba a inundar. Sin embargo, yo debía seguir mi trabajo, no debía
imaginar tanto, no me estaba permitido, aunque cada vez tenía menos claro quién me lo negaba.
Y estaba pensando en esto cuando oí una voz infantil tras unos matorrales de un jardín: ¿una niña a
aquellas horas tan tardías en la calle? Con sigilo para no asustarla me acerqué al matorral y lo que vi allí
cambió todo mi porvenir. Allí, tras el ya verde de los árboles, una niña colgaba una lámina de dibujo.
Estaba a punto de llamarla, cuando de repente la niña habló, pero no sé dirigió a mí:
-¿Has visto, Gato, como la ciudad está cambiando y todo vuelve a tener un color más natural?
Y un Gato Negro que estaba agazapado tras las sombras, ante mi sorpresa, contestó:
-Ciertamente, Carmesina, pero ya sabes que aún hay mucho por hacer, que hay muchas cosas
que tú desconoces…
-Sí, pero no me podrás negar que no he vencido a la gris oscuridad. Ya nada puede volver a traer la
negrura a la humanidad.
-Ay, Carmesina, Carmesina, no seas tan ufana. Lo que hoy es rosa mañana puede ser naranja y lo que
mañana es naranja pasado puede volver a ser negro… A veces, cuando uno menos lo espera, regresa la
oscuridad. Y tendrás que estar preparada…
En aquel momento, la voz se me ahogó en la garganta. Aquella niña, aquella simple muchacha
había sido la que había colgado los dibujos, la que había despertado los colores entre las personas.
Pero no sólo aquello, sino que la fantasía tenía cabida en nuestro mundo real, pues si no, ¿cómo
un Gato podía hablar? Me restregué los ojos, abrí bien los párpados y puedo jurar y perjurar que
aquello no fue un sueño. Con el mismo sigilo con que me había acercado, retrocedí y cogí conturbado
mi bicicleta en dirección al almacén de la imaginación. Una vez allí, saqué mis cajas del saco.
Estaba a punto de enumerarlas y guardarlas cuando la imagen de la niña y el Gato me invadió.
En aquel momento cogí las cajas y las destruí lanzándolas al suelo, haciendo añicos la madera y dejando
volar la imaginación. A continuación, seguí con el resto de cajas que habían estado allí apiladas años
y años. Algunas las abrí, otras las destruí, pero al llegar el nuevo día, la mayoría de sueños habían sido
liberados y yo, agotado, me dormí.
En realidad no sé qué sucedió después, pues dormí una eternidad, y desperté en otro lugar. Desde
aquí vi como la ciudad seguía pintándose de colores e imaginación. Hubo quien la utilizó para crear
una nueva fórmula científica. Otros la utilizaron para crear útiles inventos y otros, unos pocos como
yo, al romper las cajas, dejamos fluir las historias que se agolpaban en nuestra mente y empezamos
a escribir historias, a relatar cuentos a los demás, a inventar personajes con la única intención de
seguir despertando sonrisas y emoción. Desde entonces, muchas letras he escrito, mucha tinta
ha rodado por el blanco papel desde que descubrí que la imaginación también tiene su lugar en la
realidad. Y hoy, que ya formo parte de este mundo de los cuentos y la imaginación, quería explicar
esta historia para que se recuerde que es mejor liberar y dejar volar la imaginación para transformar
situaciones, para hacer de la realidad algo mejor.
Y ahora os dejo para seguir escribiendo bajo esta luna plateada, mientras brindo con una copa de
vino por las historias que escribí y por las que aún tengo que contar.
Mario.
Reservados todos los derechos. Queda prohibida, sin la autorización escrita de los
titulares del copyright, la reproducción total o parcial, o la distribución de esta obra
por cualquier medio o porcedimiento, comprendidos
el tratamiento informático y la reprografía.
El guardián de la imaginación, de Silvia González Guirado
Ilustraciones: David Garcia Forés
Maquetación y Portada: Marta García Pérez
© 2011 PLAY Creatividad S.L.
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